Trágica, emotiva
y documental… La vida como es, de
Zunzunegui, o un tercio de siglo de la vida madrileña antes de la proclamación
de la Segunda República.
Por uno de esos despistes
de memoria que solo son atribuibles a la edad, al exceso de bagaje informativo
y al despiste propio de quien atiende a tantas solicitudes como a las que la rosa de los
vientos de su curiosidad le impele,
confundí, en una librería de viejo, a Juan Antonio Zunzunegui con Juan Eduardo
Zúñiga, de quien leí con sumo placer Flores
de plomo, una medida novela sobre la muerte de Larra. Por la fecha de la
edición,1954, bien podía haber sido suya, pues Zúñiga se inició en el género de
la novela en 1951, y por la concepción retórica de la obra, una recreación
contemporánea de nuestra impagable picaresca clásica, ambientada en Madrid, pues también. Como la
he leído durante las vacaciones, no he hecho ninguna consulta sobre ella. Al
acabar el libro, leí, sin embargo, la lista de las obras del autor y ahí fue
cuando se me reveló el equívoco. Leer una novela de 676 páginas creyendo que es
de un autor y caérsete la autoría por los suelos en la lista de obras del mismo
de la página 678, al descubrir la peculiar división que el autor hacía de su
obra entre novelas de pequeño tonelaje y
novelas de gran tonelaje, supone una
suerte de varapalo corrector que te deja con la estimativa al aire, hasta que
te reacomodas, indagas y entonces reconoces cómo Azar, de nuevo, como siempre,
tiene la última palabra que te favorece, como casi siempre que sus dictados
ocultos han guiado tus actos. Pronto hará un par de años del pase por
televisión en Historia del cine español de la película maldita de Fernando
Fernán Gómez, El mundo sigue (1963,
estrenada en 1965), un dramón rodado en
clave neorrealista y costumbrista, rescatando lo mejor del cine de Edgar
Neville, que, tras un “silenciado” estreno dos años después de acabarse, fue
reestrenada con todos los honores de tal en algunos cines en 2015. Hay quien la
considera “la” película de Fernán Gómez, pero eso le hace notoria injusticia a
muchas otras que figuran entre lo mejorcito de nuestro cine como El extraño viaje (1964) o El viaje a ninguna parte (1986), entre
otras, y por poner dos ejemplos alejados en el tiempo para señalar la
permanente lección cinematográfica de un director fundamental en la historia de
nuestro cine. Bien, a lo nuestro. ¿De quién es la novela que Fernán Gómez con
exquisita sensibilidad trasladó a la pantalla? Pues de Zunzunegui. Leyendo
declaraciones de aquel entonces me he encontrado, sin embargo, con una que me
revela lo acertado de mi azarienta elección: la novela que quería llevar al
cine Fernán Gómez no era El mundo sigue,
¡sino La vida como es!, la que acabo
de leer. ¿Por qué no lo hizo? Por la complejidad de llevar al cine un mundo
coral lleno de mil historias a cual más interesante y, supongo, por la apología
-aunque solo sea retórica- del mundo del hampa de barrio que hubiera supuesto
en aquellos años la negativa total de la censura a que se exhibiera, amén de lo
indecoroso de la vida de ciertos personajes que chocaría frontalmente con el
clima moral que pretendía imponer la dictadura. La predilección de Fernán Gómez
por la picaesca, que es la base temática y formal de la obra de Zunzunegui se
reveló tiempo después en la serie que hizo para TVE, Los picaros. Para Fernán Gómez, Zunzunegui era un escritor
falangista de primera hora, de los de antes, durante y después de nuestra
Guerra Civil, cuyos ideales revolucionarios distaron mucho de lo que supuso el
régimen franquista y que, sin embargo,
ha de encuadrarse entre aquellos escritores de dicha ideología que no se
cegaron ante la realidad de la posguerra y supieron llevar a sus obras la vida
como era, algo insoportable para un régimen que había fundamentado su
existencia en la negación de la libertad de expresión, entre otras muchas
negaciones. La vida apartada de Zunzunegui, su “reclusión” en la creación,
garantiza la imparcialidad con que se asoma a la realidad de su época. Ignoro
si tuvo una actitud disidente como Ridruejo y una intervención política, pero
está claro que la visión de la realidad que aparece en La vida como es y El mundo
sigue, no nos permiten formarnos de él una imagen de falangista complaciente
con el régimen fascista de Franco, ¡ese mediocre iletrado!, que más me temo
hubo de soportar, y no del todo cómodamente, porque a los productores de la
película y al propio Fernán Gómez de poco les valió que, al presentar el guion
de El mundo sigue, indicaran,
destacadamente, que el autor era miembro de la Real Academia de la Lengua
Española: lo acribillaron a recortes igualmente. De Zunzunegui podemos decir,
pues, que era un autor “incómodo” para el régimen, aunque, repito, no tengo
noticias de una actividad política o social públicamente adversa contra ese
régimen. La visión de la vida que se desprende de La vida como es está muy influida por sus dos referentes
literarios: Galdós y Baroja. Del primero toma la necesidad de ofrecer una
visión lo más realista posible de la sociedad de su tiempo, algo que en La vida como es es evidente. Del segundo
toma su visión nihilista de la sociedad y del ser humano, una suerte de
pesimismo lúcido que se suma, además, a la herencia retórica de su paisano
vasco, porque La vida como es, no
puede definirse como una “novela dialogada”, pero la proporción de segmentos
narrativos en la novela es tan exigua que bien podríamos considerarla así, como
novela dialogada. El hecho de retratar, de modo naturalista, la vida, obras y
milagros de las clases populares, y entre ellas el muy específico sector de los
delincuentes de medio pelo, herederos de los frecuentadores del patio de
Monipodio cervantino, permite asistir a una recreación verbal impresionante, no
solo del castellano popular madrileño, sino, sobre todo, de un argot de la
delincuencia del que Zunzunegui hace una exhibición con ribetes de virtuosismo,
y con la delicadeza de ir traduciendo el vocabulario de germanías con total
naturalidad en el curso mismo de los diálogos. Sale un diccionario de argot del
generoso uso de esa retórica de la delincuencia, del mismo modo que es notable
el uso de expresiones coloquiales que conforman un registro de expresiones
prácticamente ya en desuso, a fuer de olvidadas por las generaciones actuales,
en un proceso de adelgazamiento expresivo que compromete muy seriamente la
riqueza del género que nos legaron las generaciones anteriores. Discípulo de la
generación del 98, hay en Zunzunegui una sensibilidad lingüística impagable, lo
que constituye un aliciente de primera magnitud para los lectores amantes no
solo de las buenas arquitecturas narrativas, sino del generoso caudal léxico de
nuestra lengua. La novela, divida en tres partes generosas en extensión, se
centra en algunos personajes destacados alrededor de los cuales se va tejiendo
ese tapiz popular de la vida madrileña del primer tercio de siglo al que pone
punto final la proclamación de la República en 1931 o, dicho con la última
frase de la novela: La revolución se
abría a las puertas de aquel 14 de abril madura como un fruto pulposo. Esa
alusión política específica que cierra la novela contrasta con una vida en la
que en ningún momento, ni siquiera de refilón, ha hecho, la política, acto de
presencia, como si los personajes, la gran mayoría populares, vivieran en una
suerte de presente intemporal que “padece”, más que protagoniza, los cambios
políticos de la naturaleza que sean. Con todo, es irónica la defensa de la
monarquía por parte de los delincuentes que, para sobrevivir, necesitan de la
tranquilidad y el orden, o, según ellos: Esto
se pone mal, pero que muy mal para los chorizos. Lo primero que necesitamos pa trabajar con cierto fruto es orden; donde
no hay orden y tranquilidad no tenemos nada que hacer nosotros. (…) El dinero
es mu cobarde, y en cuanto olfatea el más pequeño lío en la licha -calle- se esconde y no sale… y uno no
puede esperar semanas y semanas… a ver qué pasa. Lo que remacha “Epa”,
Epaminondas, un genial filósofo de taberna:
una gran capital sin gallofa y gente del bronce es como la leche pasterizada.
(…) Por eso es monárquico el verdadero mangante, porque la monarquía es el
orden y la tranquilidad, en la que pueden vivir todos los que necesitamos el
oxígeno del orden, al que debemos un teoría sobre la frustración española
digna de figurar en todas las antologías del pensamiento español: el español, desde que tiene uso de razón,
se pasa la vida deseado una serie de cosas con la cabeza llena de ambiciones,
pero sin poner de verdad la carne en el asador por ninguna, y claro, cuando le
llega la sesentena y ve que no ha hecho nada y que la vida se le va, empieza a
llenarse de malos humores y a despotricar y malsinar de los pocos españoles que
se han metido en su casa, se han apretado los calzones y han hecho algo… (…)
España es el país de los frustrados. El frustrado, o sea el que no dio lo que
prometía, brota en España con más abundancia que las cucarachas en las cocinas
pobres. (…) La ocupación del frustrado, en cuanto se da cuento de que lo es,
consiste en disminuir, achatar y ensuciar al que sobresale. En los años que le
quedan de vida no tendrá otra ocupación. Para eso tiene un arma terrible, que
es la confusión. Su consigna es mezclar, embadurnar, llamar bueno a lo malo, y
malo a lo bueno, exaltar lo mediocre… que nadie se entere de quién es quién…
Como los frustrados aumentan en progresión geométrica, porque el niño prodigio,
que es la crisálida del frustrado, empieza a abundar en el país más que las
pulgas, llegará un día en que la densísima nube de los frustrados (…)acabará
ahogando a los dotados que tienen ganas de hacer algo… y el país, con la gran
alegría de los frustrados, acabará hundiéndose en la vulgaridad más selezta. (…) El frustrado se da lo mismo en las
alturas que entre los encargados de retretes públicos. A veces es ministro, o
escritor potudo, o pocero, o vendedor del “Zaragozano” en la Puerta del Sol.
Porque la frustración se dan en todas las capas del aire. El frustrado es
vanidoso como un cohete y maligno como una chinche hambrienta. El elenco de
personajes que puebla La vida como es
es de tal diversidad y se dan cita
tantas psicologías y biografías particulares que el autor, con maestría
galdosiana y balzaciana, compone un fresco social impagable para conocer la
historia por de dentro, esto es, esa intrahistoria que reclamaba Unamuno como
la única y verdadera historia de nuestro país y de cualquier país: la historia
protagonizada por la gente en la vida de cada día. Zunzunegui no escribe
autocensurándose, y no tiene reparos en ofrecernos una visión del hampa popular
que no excluye lo peor del mismo, ni tampoco ciertas lacras sociales o ciertas
inmoralidades que la realidad de su tiempo, la del nuevo régimen franquista,
quizá le podría haber impelido a evitar plasmar en su obra. Hemos de estarle
agradecido. Es cierto que el carácter popular de la obra y la tendencia al
sainete (del más alto nivel, sin embargo, e incluso cercano en algunas
ocasiones al esperpento valleinclanesco) que se acusa en muchas de sus escenas
pueden darles a los intelectores actuales poco escrupulosos la impresión de
hallarse ante una obra “antigua”, algo “ajada”, “trasnochada”, quizás,
“avejentada”. En modo alguno. El afortunadísimo título pretende reflejar la
teoría del espejo a lo largo del camino de Stendhal. Realismo puro y duro, pero
altamente estilizado, para una vida en la que abundan las tragedias, los
desengaños, el dolor, el hambre, la miseria y otras muchas corruptelas sociales
e individuales a cuya plasmación dedica el autor intensas y apasionadas
páginas. Coincidir con Fernán Gómez en la estimación de esta obra lo considero
un aval suficiente, un argumento de “autoridad”, ante quienes, conmigo,
compartan la altísima opinión que de su obra tengo. Hay, yendo ya de lleno a la
novela, tal galería de personajes que resulta poco menos que imposible hablar
de todos y de cada uno de ellos como sus malhadadas biografías acaso exijan y
merezcan. Empezaré por decir que quienes hayan visto el comienzo de Nueve reinas sintonizarán plenamente con
el desarrollo de buena parte de la acción del libro, porque el cursillo
teórico-práctico de las modalidades de delincuencia de aquellos años tiene una
vertiente documental que se acerca, por la imbricación con la peripecia vital
de los personajes,a un género tan de nuestros días como la docuficción o el
falso documental, porque la sensación de realidad que consigue Zunzunegui a
través de esas vidas dialogadas, que viven por, de y para la palabra, es
extraordinaria. El famoso tranche de vie
del naturalismo sería de perfecta aplicación a esta novela en la que un bar se
erige en centro de relaciones vitales que ancla a él no pocas de las vidas
difíciles que vamos a conocer. La pareja Benito-Encarna, con las aspiraciones
de todo tipo de una mujer desengañada de su matrimonio constituirán uno de los
polos de la novela. La vida de “El Cotufas” o “Cotufitas”, un espadista -desvalijador de pisos- con un
matrimonio en que se consuma la tragedia del suicidio de la esposa, que no
puede “retener” a su marido en el mundo de acá de la ley, porque su naturaleza
delincuente se le impone, será otro de los núcleos fundamentales de la trama,
sobre todo porque, la novela asiste al relevo generacional de El Cotufas por su
hijo, a quien apodan El Yemitas o, como se le describe en la novela, con una
gracia de sainete de lujo: Y va y sale
esa maravilla del, ese Cajal en comprimidos…, cuyo arte y cuya vida, como
es lógico, se nos sintetizan en la novela: El
verdadero espadista es el que deja cerradas las puertas; butacas, mesas y
sillas en su sitio; las alfombras extendidas; armarios y cómodas cerradas sin
violencias; fregados los platos y cubiertos si ha comido en la casa, y la cama
hecha si se ha echado la siesta. El verdadero espadista jamás tira una colilla
sobre las alfombras, lo único que cambia de sitio por donde pasa él son las
joyas, el dinero y objetos de valor, que tanto recuerda a la actuación del
personaje fantasmagórico de Hierro 3,
del poeta cinematográfico Kim Ki-duk. Cotufitas es, como Encarna, como Margot o
como el jifero final que parece surgido de la mejor corriente lírico-absurda de
las obras de Mihura o Jardiel, personajes redondos, portadores de una vida que,
sin embargo, solo Epaminondas, el filósofo de taberna, ocioso por convicción, y
contradictorio e incongruente como un Hermes antiguo (La verdad es que yo no sé qué es el bien, ni qué es el mal; solo sé lo
que es la riqueza y lo que es la pobreza, de cuya desigualdad se originan todos
los males de la tierra… Lo demás son zarandajas… Por eso no hay más que la
vocación y el amor que se ponga en el trabajo. Y esto lo sostengo yo
Epaminondas Rodríguez, que soy el primer vago de Madrid) explica, como hemos leído, con una lucidez que
no ha perdido vigencia. Veamos ahora, sin embargo, lo que dice el propio
Cotufitas de sí mismo: Ahora, habiéndome
nacido así como nací tarado por todas las esquinas, hijo de una madre golfa y
un aristócrata sensual, sin más consuelo que el cielo arriba y la tierra abajo,
¿qué culpa tengo yo de mi vida y mis hazañas? Es muy bonito echarle a uno a
este mundo como me echaron a mí para decirle luego: “¡Ojo, pollo!, que existen
los Registros de la Propiedad y que hay una serie de principios morales y de
normas y leyes que se deben acatar.” Venirme a mí en serio con esas zarandajas,
a mí que soy hijo de todas las contravenciones morales, a mí que he sido vejado
y hollado por todas las humillaciones y deshonores; a mí que no he tenido de
verdad una madre y que escapé niño de ella por no sufrir más y porque la
quería… y… ¡Qué sarcasmo más brutal es para mí la vida! (…) Recuerda ahora como
en cuanto empezó a tenerse sobre los pies le prohibió que le llamase madre…
porque la hacía a ella vieja, y ¿qué iban a pensar los señorones y señoritos
que la visitaban si sabían que tenía un hijo…? Cuando le encontraban en la casa
solía disculparse con una indiferencia glacial: “Es un sobrino, hijo de una
hermana.” La novela, ya se advierte, nos muestra un retazo de la vida
desgarrada de tantos y tantos destinos frágiles como se agitan en los
derrumbaderos de la Historia, esos que se atreven, como Roque, en el momento de
su muerte, a desafiar a Dios con toda la razón de su parte: El que puede que tenga que arrepentirse de
algo es Nuestro Señor Jesucristo, de la vida tan pobre, triste y desgraciada
que me ha dado, porque si es verdad, señor cura, que es todopoderoso… ¿por qué
me ha dado esta vida tan miserable pudiéndomela haber dado un poquito mejor?
Esta “colmena” de la delincuencia de poca monta, coincide en el tiempo con la
otra, la que encumbró a Cela, y aunque entre ambas hay considerable distancia,
la imagen que emerge de la posguerra española es, curiosamente, muy parecida a
la que emerge de los estertores del reinado de Alfonso XIII, quizás porque, sea
cual sea la circunstancia histórica, los tristes destinos de las vidas de los
pobres son siempre iguales. Cela ya tenía escrita su novela cuando apareció La vida como es, por supuesto, pero como
no se publicó en España hasta 1963, Zunzunegui -a no ser que tuviera relación
personal directa con Cela, cosa que ignoro- realizó un esfuerzo creador casi
simultáneo del del autor gallego. Y es curioso que un gallego y un vasco hayan
retratado/diseccionado con tantos primores de médicos forenses la sociedad
madrileña en dos momentos distintos de su historia. Como Zunzunegui describe la
rivalidad entre los sañeros
-birladores de las carteras, sañas, por
diversas artes, de Valladolid y Madrid, a cuento de la supremacía en ese arte
entre lo que se conoce como la escuela vallisoletana y la madrileña, ello da
pie para leer no pocas defensas de “lo madrileño” hechas por los vecinos de
Lavapiés, el epicentro de la acción dramática, con no poco entusiasmo
terruñero. Sí, La vida como es es
también “la” novela de Madrid de su autor, por más que, para trazar ese
retrato, y teniendo en cuenta el género al que se acoge para hacerlo, la
picaresca, se haya servido, en no pocas ocasiones, de una suerte de manual al
estilo de los “madrileños vistos por sí mismos”, es decir, que el autor no ha
renunciado a ciertos clichés a los que, sin embargo, dota de vida auténtica
hasta integrarlos en el mundo total de la novela con toda naturalidad y
eficacia narrativa. Las peripecias de Cielín
con El Sabueso, por ejemplo, renguistas de primera -desvalijadores de
compartimentos de tren, rengue- desde
el tejado de los vagones aprovechando que las ventanas están bajadas por la
noche mientras duermen e introduciendo una espanda
-una suerte de caña de pescar con gancho que descolgaba las pertenencias de los
durmientes con habilidades de pescador profesional, constituyen un documento
sociológico de primer orden, y un magnifico tramo de la novela, porque el solo
hecho de imaginarse al niño agarrado por los tobillos por el adulto, a los
90km/h de aquellos trenes de carbón, asomado al peligro del vacío, intentando “pescar”
los bienes ajenos, deja casi en mantillas al propio Lazarillo. Hay, en esa
galería, ya digo, decenas de vidas que merecerían un comentario, como la de
Doña Rosita, un homosexual gumarrero, que se dedica al robo de gallinas o, como
con refitolera gracia se dice en la novela: Doña
Rosita, el gumarrero [de gumas,
gallinas] más hábil de todo Madrid. No es
que las robase, propiamente; es que las enamoraba y se iban con él. El
mismo que, crecido el botín, se marchaba a Barcelona, Bilbao o Valencia para,
vestido de mujer, darse el gusto de seducir a hombres, sin llegar nunca hasta
el final del engaño. Había prometido, sin embargo, que trasladaría a los
intelectores algunas de las reflexiones de Epaminondas, el filósofo de taberna
y vago de profesión, que me parecen vienen que ni pintadas para entender la idiosincrasia
de buena parte de la población española y que han de servir de complemento
necesario a las ya transcritas: La verdad
es que Madrid, aun los que somos sus hijos y que tanto le queremos, tenemos que
reconocer es una entelequia inventada y puesta en pie por políticos y escritores.
La verdad es que este pueblo nuestro se levantó donde menos se debía levantar.
Ni está junto al mar como Lisboa, que es la que debió de ser la capital de
España en su tiempo… Ni tiene una gran industria para que pudieran vivir sus
gentes menesterosas con decoro. Ni la atraviesa un gran río que le dé una
huerta que le permita comer… En fin, que no tiene naa; por eso sigo sosteniendo
mi tesis de que este es un pueblo de pícaros y de mendigos. Aquí, el que no
manga, pordiosea…; el ochenta por ciento de las gentes de la Corte son chorizos
y gente que vive del cuento, o mendigos… (…) Por eso Madrid es un lugarón sin
personalidad y sin historia. Su historia es la de España y la de la monarquía
española, y su personalidad es un zurcido hecho con el paño de las otras
cuarenta y nuevo provincias. Todos los picaros y mendigos de España, que son
legión, han venido y vienen a la Corte a hacer carrera, ya que la Corte de los
milagros siempre ha sido uno de los pocos pueblos del país donde se puede vivir
sin trabajar, ora con las artes de la truhanería, ora con la del pedigüeño y la
limosna, porque las ubres del Estado son de láctea pingüedinosidad… Atentos
a los neologismos hermosos como el que cierra la teoría de Madrid, que son,
realmente, marca de la casa, juntamente con el uso de ciertos vocablos de los
que “ya no se tiene memoria” como gusarapienta,
Le dio un pasagonzalo en una mejilla entre amistoso y despectivo,
una cara redonda y papujona, Andaloteros,
¿Pero tan atocinada estás por ese hombre? Después de pasar la lengua por la nema del sobre se dio con la mano un golpe en la
frente… “Cielín”, hijo, que es tarde
y tu padre se cae de carpanta…
Conviene saber que “nema” es el borde o
sello del sobre. La palabra procede del latín y del griego nema, ‘hilo’, porque las cartas se cerraban con hilo antes de
lacrarlas. Ni falta hace que traiga a esta crítica muestra alguna del argot que
preside la novela con una generosidad propia de quien se ha documentado hasta
extremos inverosímiles antes de embarcarse en la recreación de un mundo que
tiene sus propias leyes dentro de las leyes generales de la sociedad, por más
que, como ya hemos visto, la ley y el orden son imprescindibles para que los
ladrones puedan sobrevivir, del mismo modo que un gracioso personaje -Agapito. el
primer hombre-anuncio de Madrid, quien al anunciar la película Fabiola, salió
vestido de romano y a quien unos graciosos desnudaron en plena calle, dejándole
en bolas en la Gran vía; el mismo que abandonó los anuncios y se puso de ciego de nacimiento, de ocho de la mañana a
ocho de la noche , en la puerta de San Ginés , y a quien el tabernero le
propuso: -¿Por qué no te decides a
trabajar de verdad? -Amos, qué bromas más pesadas se te ocurren,
recibió por respuesta.- se queja de esa misma República porque: Sí… No falta más que empiecen a asustar a
las beatas y a cerrar iglesias, que es lo que suelen haces estos mamones de
revolucionarios en estos casos… y a ver de qué vivimos los ciegos de
nacimiento… -exclamó Agapito, convencido. Aunque la novela es
fundamentalmente dialogada, lo que la provee de una evidente y necesaria agilidad,
dada su extensión, aquí y allá el autor nos va regalando pinceladas maestras de
un estilo lleno de lirismo que entronca con lo mejor del Esperpento y, en
parte, dada la temática del libro, con un leve aire lorquiano que es de
agradecer. El marido, que la sintió
venir, se encogió como un erizo, y llenóse de una tristeza infinita. “Todo se
ha consumado, pensó, y le ganó la sangre una desolación inmensa” o En
la calle sórdida y ascosa, una luna menguante ponía su moribunda plata en unos
mustios geranios rojos aprisionados por cuatro tables en un viejo balconcillo
o Y ver quedarse la tarde empapelada de
oros, malvas y cinabrios, fría como un sorbete, en la que se mezcla lo
lírico y lo popular a partes desiguales. Hay pocas referencias literarias en la
novela porque los personajes no dan de sí para traerlas a cuento, aunque, por
la parte de las artes no escritas, es graciosísima la secuencia narrativa en la
que Cotufitas es llevado por su mujer, cuando se ha “regenerado” y se ha hecho
representante de un juguetero catalán, al museo del Escorial y no soporta la
contemplación de tanta obra de arte que se le aparece como una tentación total
para un “desvalijador” profesional como él, “temporalmente retirado de la
circulación”. Una es de Voltaire, y las otras dos son, por un lado de Ramon
Gómez de la Serna, a quien se refiere elípticamente el autor como “ha dicho
alguien”, al incorporar a su texto la definición de “piropo”: “Un madrigal de
urgencia”, greguería muy propia de Ramón; y la otra, bastante más rebuscada y
traída algo más que por los pelos en una conversación en la que es difícil
ponerla en labios del personaje en quien la pone, Margot, es de Josep Pla: ¿Quién fue el que dijo eso de. “Diversidad,
sirena del mundo”? En la novela, obviamente, nadie le responder, pero la
indagación pertinente revela que fue Josep Pla en “Lo que se lee. Novela de
aventuras” que forma parte del volumen Notas
sobre París. ¡Ah, Margot!, de repente le vienen a uno enormes ganas de
ponerse a contar la tristísima historia de una madre rechazada por su hijo
desde los dieciséis años con una determinación absoluta. La historia de Margot
y de su final con el Jifero que, para compensar el daño deletéreo de su oficio,
se ha vuelto un profesional de la “evasión”: ] La felicidad está en la evasión, convénzase; usted no ha sabido evadirse
a tiempo y eso es lo que la pierde… Ha consentido que la realidad la coma y la
invada, y ese es su mal y esa es su tragedia. No solo la de Margot, porque
esa es la tragedia, prácticamente, de la totalidad de los personajes de la
novela: están invadidos de realidad
pura y dura. Y el intelector haría bien en empapuzarse en ella. No emergerá
descontentadizo, espero.