Álvaro Flórez Estrada, un economista liberal y militante activo por las libertades,
cuando defenderlas costaba la vida o el destierro, interpela a Fernando VII y
le reprocha su traición a la soberanía nacional.
Mientras sigo inmerso en
la intelectura reconfortante de Los episodios nacionales, no he podido por
menos de desviarme levemente hacia otros
textos, haciendo caso de las sugerencias que hallo en dicha absorbente y
gratísima tarea, tanto en el texto de Galdós como en la información
complementaria de la edición, todo lo cual me va descubriendo hechos, personas
y acontecimientos sobre los que conviene ampliar algo el menguado conocimiento
que solemos tener los españoles de nuestra propia Historia; dicho así, en
plural, para camuflar mi propia incuria individual… Es el caso de este texto
que he leído en edición digitalizada, Presentación
ante Fernando VII en defensa de las Cortes, escrito por quien ha resultado
ser uno de nuestros primeros economistas e introductor en España del
liberalismo inglés clásico: Álvaro Flórez Estrada, un constitucionalista
convencido, redactor, en parte, de la Constitución de 1812, activista en pro de
la monarquía constitucional, liberal exiliado en Londres y estudioso e
introductor de la economía liberal inglesa. Estamos ante una figura eminente de
la reacción liberal contra el absolutismo fernandino, movimiento cargado de
razones democráticas que brilló efímeramente con la revolución de 1820 y que se
extinguiría tres años después, para desgracia de España y del propio continente
europeo. El libelo antiabsolutista que Flórez dirige a Fernando VII, hablando
con meridiana claridad del daño que su reinado retrógrado le está haciendo al
país me parece un ejemplo perfecto de una línea de pensamiento que no ha podido
plasmarse y sobrevivir en nuestro país prácticamente hasta la Constitución de 1978,
un logro histórico que algunos quieren rebajar y despreciar hablando del “Régimen
del 78”, como los partidarios de Fernando VII denigraban a los demoniacos
liberales doceañistas, ni más ni menos. El folleto de Flórez, que cualquiera,
con ese título, puede encontrar digitalizado en la red, tiene como eje central
de su argumentación un hecho muy sencillo: el rechazo de Fernando VII a la
Constitución de 1812 es una traición a la soberanía nacional, porque en ese
folleto demuestra con meridiana claridad que, después de la cesión de los
derechos dinásticos que hicieron padre e hijo, Fernando VII y Carlos IV, a
Napoleón, la única soberanía nacional legítima era la expresada en el
articulado de la Constitución de la que Flórez es valedor. El texto del
catedrático, sin embargo, es una suerte de lección de teoría política que
repasa los principales fundamentos de la acción política y deja bien claros
conceptos que, a menudo, incluso en nuestros días u olvidamos o tergiversamos a
nuestro antojo. El principio de la libertad a toda costa y para todo es una
guía que no admite refutación alguna, una guía segura para persuadirnos de las
poderosas razones que defiende Flórez frente a la obra de demolición que
suponía el manifiesto de los Persas -toma su nombre del comienzo de su
declaración de fe en el absolutismo: Era costumbre en los antiguos Persas pasar
cinco días en anarquía después del fallecimiento de su Rey, a fin de que la
experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más
fieles a su sucesor-, los diputados de las Cortes de Cádiz, que desertaron
de su obra y reconocieron la soberanía del rey frente a la soberanía del pueblo
español expresamente fijada en la Constitución, de la cual emana la aceptación
de Fernando VII como soberano constitucional de la nación española. Ahora todo
esto nos parece tan obvio que podríamos estar tentados de pasar por alto el
valor que hubo de tener en su momento Flórez para posicionarse frente al
partido absolutista del rey y desenmascarar su radical ilegitimidad. Estamos
muy acostumbrados a tener como referente de nuestros dramas nacionales la
Guerra Civil del 36, pero quienes se han tomado la molestia y el horror de
bucear en lo que significaron los enfrentamientos civiles entre liberales y
absolutistas, primero, y entre cristinos y carlistas, después, se darán cuenta
de que los grados de fiereza, crueldad,
horror y tragedia que se vivió a
lo largo del XIX es difícilmente comparable con esa suerte de acto final que
fue la Guerra Civil, a pesar de los pesares. Pensemos que hablamos de una época
en la que aún funciona la Inquisición y las torturas son algo así como un medio
habitual de lucha política, como lo son las ejecuciones sumarias, por ejemplo.
La línea “libertaria” de Florez es evidente a través de todo el folleto. Desde la
consideración que le merecen los reyes: Por desgracia los Reyes no son más que
hombres: es decir, como estos, sujetos a sus errores, y a sus pasiones; a
iguales inexperiencias, y a iguales necesidades intelectuales y físicas,
hasta la apología del derecho soberano de los pueblos a gobernarse por sí
mismos, que él hizo extensible a las colonias americanas, cuya independencia
vio con buenos ojos y mejores razones: Convengo
en que todos los pueblos tienen un derecho para establecer su libertad del modo
que les acomode, y aun para separarse del resto de la comunidad siempre que su
reunión sea incompatible con su libertad o con los medios de prosperar. Con
todo, Flórez está convencido de que ese autogobierno de los pueblos no es fácil
de alcanzar con la responsabilidad que lleva implícita: La
idea, dice un filósofo, de obedecer y mandar a un mismo tiempo, de ser súbdito
y soberano a la vez exige demasiadas luces y combinaciones para que pueda ser
ni bien manejada ni bien percibida sin una previa y larga educación de los
pueblos. Las virtudes mismas tienen necesidad de medida, y deben temer el
exceso de su práctica. Flórez se afana en demostrar que la renuncia al
trono de Fernando VII y de su padre, Carlos IV, deslegitimaron al monarca para
ocupar el trono, tras la expulsión de los franceses por obra y gracia de un pueblo
que, en ausencia del soberano, hubo de organizarse espontáneamente para echar
al invasor, el mismo que se reúne en Cádiz y proclama la Constitución de 1812
contra la que Fernando VII, con ayuda de sus leales, muchos de ellos al
servicio de la dinastía francesa que intentó ocupar el trono de España, libra
feroz batalla con trágicos resultados para los liberales perdedores. Solo
después del nefasto ejercicio de antipoder de su camarilla, creció el
descontento lo suficiente para dar pie a la rebelión de Riego y de tantos otros
que lograron hacer claudicar al rey y obligarle a decir aquello célebre del Marchemos francamente, y yo el primero, por
la senda constitucional... Recordemos que los “cargos” básicos que alientan
la represión fernandina son los siguientes: 1.
Haberse reunido en Cortes. 2. Haber declarado que la soberanía residía en la
nación. 3. Haber tratado de disminuir la autoridad del monarca. El segundo
punto, como puede apreciarse, es el eje fundamental del contencioso entre
liberales y absolutistas, y a él dedica Flórez hermosas páginas llenas de
lucidez y de reflexiones absolutamente de actualidad, en esta época de trilerismos
conceptuales con la nación de naciones, la plurinacionalidad, los sentimientos
nacionales, y los intentos de golpe de estado secesionista por parte de la
oligarquía política nacionalista en Cataluña. Pongamos, por ejemplo, un hermoso
punto de teoría política, que Pedro Sánchez ha puesto tan de actualidad: Estoy persuadido que, si uno por uno, se
preguntase a todos vuestros consejeros la idea que expresa la palabra Soberano
o soberanía, no acordarían de ellos en enunciarla de un mismo modo; a pesar de
eso no escrupulizan en declarar por crimen de lesa majestad el que se diga que
la soberanía reside en la nación, o que esta es el verdadero soberano. (…)
Cuando por la mala inteligencia de una palabra, por su inexacta aplicación o
por la dificultad de explicar con ella una idea compleja, no se expresa ni
entiende su verdadera significación, el resultado viene a ser el mismo que si
careciese de ella. ¿Sensato o no? Pues de ese tenor son la mayoría de los
juicios contenidos en este folleto. Flórez no esconde los orígenes de su
pensamiento, de ahí que, para un tema tan candente como el de las múltiples
soberanías que quiere introducir Podemos en el ámbito político español, se deje
aconsejar por Locke, por ejemplo: Aunque
en toda sociedad, dice Locke, bien ordenado, esto es, que obra para la
preservación de la comunidad, no puede haber más que un supremo poder, que es
el legislativo, al cual todo los demás es forzoso que estén subordinados; sin
embargo, no siendo el mismo poder legislativo más que un poder únicamente
fiduciario por obrar a ciertos y determinados fine, permanece aún en el pueblo
un poder soberano para remover o alterar el legislativo, siempre que vea que
este obra en contra de la confianza de que se le hizo depositario (…). La
comunidad siempre retiene un poder soberano de salvarse a sí misma de las
empresas y proyectos de cualquier persona o cuerpo, aunque sea el de sus
legisladores, siempre que estos sean tan estúpidos, locos o malos, que atenten
contra las propiedades o libertad del individuo (…) El soberano poder siempre
reside en el pueblo. Sin embargo, y para distanciarse de las interesadas
lecturas podemitas o secesionistas, Flórez hace suyo el pensamiento de Fenelon:
¡Desgraciado el pueblo que no tenga leyes
escritas, constantes y consagradas por toda la nación, que sean superiores a
todo; de las que los reyes reciban toda su autoridad: por las que se les
conceda hacer todo el bien posible, y no se les autorice para hacer ningún mal;
y contra las cuales nada puedan. La primacía de la ley es, para Flórez, la
única garantía posible del virtuoso ejercicio de la soberanía. Se trata, pues,
como queda reflejado en esta aproximación a vuelapluma, de una figura eminente
del liberalismo político y económico que supongo enmarcada en el cuadro de
honor de los orígenes de los nuevos liberalismos que se van abriendo camino en
la sociedad española, como una deuda histórica que teníamos con aquellos
prohombres de la libertad, y muy destacadamente de la libertad de expresión, o,
como la denomina Flórez, la “opinión”: La
opinión es la reina del mundo, cuyo
único imperio es indestructible, Saber crearla supone un gran genio, para
dirigir su marcha basta tener prudencia y poder; despreciarla supone
depravación de costumbres, mas empeñarse en resistir su torrente demuestra el
cumulo de la insensatez o de la desesperación.