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Caravaggio |
Poz propuso y Hermes dispuso...
A cualquier vida le sobran momentos dolorosos, y tener que abandonar una tesis relativamente avanzada es uno de ellos, pero los caminos ásperos de la existencia nos llevan a veces por sendas tenebrosas en las que se ha de atender a la supervivencia antes que a la complacencia en el estudio, la reflexión y la innovación, relativa, que supone defender una idea atrevida como la de esta tesis postergada: que la aforística es la cuarta pata de la silla que forman los géneros de la Literatura: narrativa, lírica, dramática y aforística. Ignoro cuándo las circunstancias de mi vida me permitirán regresar a ella, y mucho me temo que ni siquiera merezca la pena porfiar en su culminación, por eso dejo aquí, esta muestra, no tanto buscando la aprobación cuanto, acaso, la confirmación de que la vida es sabia y de que Hermes ha hecho lo que debía, vanidades del baqueteado sujeto aparte, por supuesto. En cualquier caso, espero, antes de llegar al buñuelesco último suspiro, reconciliarme con mi maltrecha tenacidad y tener el arrojo (y la temeridad) necesarios para poder ponerle el latinajo final: finis coronat opus.
He aquí lo engendrado en el desvelado amor:
3.4. Metaforismos y Teoría del aforismo: exploración
definitoria.
La siguiente parada en nuestro camino de aproximación al
mundo complejo del aforismo es la que nos permite recalar en el terreno feraz de la teoría y las definiciones
sobre el concepto que estudiamos. Si uno ambos pasos es porque en la mayoría de
los casos o bien las definiciones son producto de una teoría previa, que es lo
suyo, o bien éstas, aun desarrolladas extensamente, se ofrecen como la única
definición posible, violentando uno de los constituyentes básicos del concepto,
la concisión. Es posible que esta tesis sea un monumento a la incongruencia,
hablar tan extensamente del aforismo, pero los estudiosos han de tratar de
abarcar cuanto puedan para esclarecer del modo más persuasivo la naturaleza del
objeto que estudian.
Son muchos los frentes desde los que iniciar el movimiento
hacia ese centro inexpugnable de la definición definitiva, valga la redundancia
que altera el orden cronológico: “definición” entra en nuestra lengua en 1438 y
“definitivo” en 1380, según Corominas (1976). Es decir, antes de establecer
definiciones ya teníamos conciencia lingüística de lo definitivo, de lo
irreversible, de lo perenne, o sea, de esa suerte de fatalismo que tanto ha
entorpecido el desarrollo del pensamiento en nuestro país. Ceguemos el
desvío/desvarío y atengámonos a la teoría y/o definición de nuestro objeto: el
aforismo.
Ya dijimos que del mismo modo que existe la polionomasia como
uno de los rasgos característicos del genero aforístico –casi todos los
aforistas tienden a marcar el territorio para establecer una individualidad que
acentúe la distancia respecto de los demás practicantes del genero, sean los pecios de Ferlosio, sean los aflorismos de Castilla del Pino, sean
las quintaesencias de Bernard Shaw o
los aerolitos de De Ory– también
existe el metaforismo, como subgénero esencial de la práctica aforista. Si
Cervantes inició con D.Quijote el fértil
camino novelístico de la metanovela, y ello al punto de convertirla casi en un
rasgo definitorio del género (no se puede escribir una novela sin incluir
dentro de ella una teoría acerca de la misma); los aforistas siempre han
reflexionado sobre el género con la esperanza no sólo de describirlo, sino de
definirlo e incluso de asignarle incluso una función, individual o social. Así
pues, bien podríamos iniciar este capítulo recopilando algunas muestras de esos
metaforismos a partir de los cuales acercarnos al gran secreto: si existe o no
una definición de aforismo universalmente aceptable, aunque todo parece indicar
que no será así y que nos habremos de conformar con la mirada poliédrica que
formen todas esas aproximaciones más o menos felices a la naturaleza, límites y
función del aforismo.
Los aforistas no suelen confesarlo, porque la afectación de
humildad es en ellos hábito, costumbre arraigada, pero el aforismo busca, ante
todo, ser memorable. Nace, pues, con un propósito bien firme: convertirse en
hito, solidificarse, mineralizarse, erigirse en señal que marca el territorio,
en linde inequívoca de un espacio complejo, abarrotado de mensajes que pueden,
incluso, llegar a confundirse con él, como el eslogan, sea publicitario, sea
político, sea religioso, sea terapéutico, sea, incluso, filosófico.
Ya mencionamos con
anterioridad el fenómeno helénico de los proverbios dejados en los hitos de los
caminos, los famosos Montes de Mercurio. En nuestros días, lo que se pretende
es sustituir esos montones de piedras por ambuestas de aforismos –puesto que se
trata de volúmenes de reducidas dimensiones que ocupan con propiedad el hueco
de ambas manos juntas– que se ofrecen, no siempre de buena fe, al caminante que
recorre la efímera existencia, bien sea para consolarlo, bien para iluminarlo o bien para perderlo, en el
doble sentido geográfico y moral del verbo.
¿Cuál es el peligro evidente
que ha de sortear ese afán de permanencia, de ser el aforismo, como
quería Horacio y repitió Unamuno: monumento
más duradero que el bronce? El principal de todos ellos, que varios hay,
como lo exige el formidable rival del discurso sistemático que es el aforismo,
la superproducción, la sobreabundancia. Desde sus inicios, como ya hemos visto
en la introducción, podríamos decir del aforismo, el proverbio, la sentencia o
la máxima que lo suyo propio es aparecer en antologías, en florilegios, en
compilaciones, con una considerable extensión, lo que reblandece el criterio de
selección.
La medida exacta de esa sobreabundancia nos la muestra el
número de resultados que nos ofrece el buscador por excelencia, Google, cuando
inscribimos en su ventana mágica una petición de búsqueda como esta: “Los aforismos”.
Resultado: 1.880.000 páginas dedicadas
al aforismo. ¡Cuantísimas de ellas tienen poco o nada que ver con el género del
que aquí estamos hablando! Pero ahí están con su ubérrima presencia dispuestas
a anonadarnos, a convencernos de que se trata de un género menor, propio de
almanaques, de calendarios, de amantes de la miscelánea, de lo anecdótico o, y
esto es muy importante, de la cita, porque la presión social sobre el aforismo
acaba desnaturalizándolo y convirtiéndolo exclusivamente en cita y, si es posible, en cita de relumbrón que asegure el éxito o
la relevancia social. Esta sobreabundancia corre pareja con un peligro
evidente: el hartazgo, esa suerte de “efecto pepino” que se deriva de su
consumo excesivo, porque es impepinable
lo desagradable del regüeldo aforístico que nos “vuelve” el ripio del lugar
común que no ha sido superado.
Amontonados
indiscriminadamente, o seleccionados por materias mediante una selección hecha
un poco al buen tuntún, las interminables columnas de aforismos se le ofrecen
al lector con un espíritu de listín telefónico en el que resulta poco menos que
imposible identificar las voces y distinguir los ecos. Y de ahí procede su
segundo peligro: las extendidísimas
semejanzas, que a veces incurren incluso en el plagio, como lo detecto Canetti (2011),
para quien
La muerte de los aforismos es su similitud, su forma
intercambiable. Marchitos ya antes del primer aliento. Lo opuesto: la
exhalación de Joubert.
La estructura abierta de los libros
de aforismos, exige una lectura aleatoria, nunca lineal, en la medida en que
cada aforismo es una obra acabada, completa, que no necesita para nada el resto
de los que le acompañan en el volumen. O como dije en el prólogo a El amigo manual (Mi primer libro de
aforismos) aún inédito: Un libro de aforismos no tiene
comienzo ni final, por lo que nunca ha de ser leído desde la primera hasta la
última página, al modo, por ejemplo, de las novelas o las obras de teatro. Por
su forma se asemeja más a los libros de poesía, aunque en estos a veces los
poemas están de tal suerte dispuestos que el lector ha de respetar su orden
preciso si quiere recibir, sin modificarlo, el mensaje del poeta.
Lectura espigada podríamos
denominar al método que consiste en abrir el volumen al azar y leer aquellos
aforismos que nos salgan al paso deparándonos el placer estético de lo insólito
e invitándonos a la reflexión que siempre exigen de nosotros, porque un
aforismo es siempre un pie, nada forzado, para el diálogo cordial y el monólogo
esclarecedor.
Para entrar en materia en este apartado del capítulo en que
pretendo lo que podríamos llamar, sin pretensión ninguna, “teoría” del aforismo
a partir de la variante metaforística del género, he llevado a cabo una suerte
de análisis estadístico de los conceptos que aparecen en lo que podríamos
denominar mi particular “Base de datos de las definiciones de aforismo o de la
aforística, entendida como práctica del aforismo o como género”. En el
desarrollo de este punto irán apareciendo algunos de los autores y las citas
correspondientes de esta base de datos, porque mi intención no es la de
sustituir por procedimientos estadísticos, supuestamente conclusivos, ¡casi
apodícticos!, la serena y provechosa reflexión sobre los rasgos definitorios de
un concepto y un género cuya definición de validez universal se antoja una
quimera, a juzgar por la disparidad de puntos de vista desde los que se
contempla el género y por el número astrofísico de las definiciones que
cualquier estudioso, incluso más oblomoviano que yo, puede encontrar, a la que
dedique dos tardes a reunirlas, ya expurgando la bibliografía de su biblioteca
propia, ya adentrándose en la nueva biblioteca de Alejandría que Google pone a su alcance.
Es obvio que los conceptos enumerados en el siguiente
cuadro responden exclusivamente a la paternidad de sus numerosos autores. Mi
intervención se ha reducido a agrupar aquellos conceptos que guardan una
similitud entre sí para establecer, después, una clasificación de los más
repetidos en esas definiciones. Que se repitan más en modo alguno quiere decir
que tengan un valor determinante en el intento de definición del aforismo,
porque bien puedo yo haber distorsionado la clasificación al establecer
semejanzas que en realidad no son tales, bien se me pueden haber pasado por
alto pertenencias a este o aquel campo semántico que redundarían en cambios de
posición en la ordenación definitiva.
Si nos atenemos a la clasificación final a la que he llegado,
no creo que me haya excedido a la hora de establecer analogías o contigüidades,
porque los primeros puestos se corresponden con
rasgos definitorios del aforismo ampliamente aceptados por la crítica, a
pesar de las posibles matizaciones que aceptan todos los teóricos de la
aforística.
Sin embargo, he de dejar constancia de la paradoja
notable que se produce al registrar extramuros de la clasificación, cuyos 30
elementos contienen un total de 324 rasgos definitorios, la importancia de algunos
de los cuales me parece insoslayable a la hora de establecer la teoría del
aforismo, como, por ejemplo, su condición citable, la levedad y la estructura
binaria de la mayoría de los aforismos, que tanto los hermana con la máxima y
el refrán, por ejemplo.
Es evidente que mi tabla estadística no agota el campo de
las definiciones y que puede haber, y de hecho habrá, teorías del aforismo
sustentadas en concepciones que ni siquiera aparecen en esta base de datos.
Repito que no me ha movida el afán de exhaustividad, propio, por otro lado, de
este tipo de trabajos académicos, sino el afán categorizador: establecer, de
manera fundada, la existencia de un nuevo género en igualdad de condiciones con
la tríada clásica y proponer un primer canon del mismo, con sus carencias y sus
aciertos, por supuesto.
Quiero avanzar que a la hora de establecer los elementos
que me permitirán ir medineando por las diferentes “teorías” del aforismo me he
visto obligado a escoger conceptos a los que podríamos considerar como
hiperónimos de unos hipónimos cuya capacidad de sugerencia o persuasión es, por
lo general, mucho más intensa y esclarecedora, porque todos esos hipónimos que
aparecen en la tabla son, de hecho, por su formulación en esos exactos
términos, la teoría-en-si.
Considerar los aforismos como una brújula, la humildad pétrea, la dureza diamantina, pensamiento nómada o como una mónada exige una interpretación a partir de tales expresiones, no el hiperónimo
en el que yo las he incluido. Se trata, en consecuencia, de una clasificación
de tipo instrumental que nos permitirá caminar con algo más de seguridad por
ese terreno tan lleno de trampas como es la teoría del aforismo.
Finalmente, me parece oportuno señalar que esta tabla en
modo alguno pretende tener un carácter definitivo, que se trata, antes bien, de
una tabla dinámica, cambiante, en la que pueden aparecer nuevos elementos a
medida que el estudioso descubra nuevas fuentes que le permitan modificarla.
Hecha la tabla, por ejemplo, para que se entienda el inequívoco carácter
provisional de este ejercicio estadístico mío, descubrí un artículo de Andrés
Ortiz-Osés en la revista Criaturas
Saturnianas donde añade, a la expresada en sus propios metaforismos, una
nueva teoría el aforismo basada en lo que él denomina la hermenéutica cervantina, sobre la que más tarde hablaremos. Este
ejemplo nos sirve para ilustrar las enormes dificultades que presenta un
exhaustivo intento de investigación sobre la Aforística, porque, por lo
general, o bien son textos teóricos que se hallan en revistas de limitada
circulación o bien se trata de publicaciones, los libros de aforismo, de mínima
tirada y con escasa presencia en el mercado editorial o bien son ediciones de
autor cuyo radio de difusión se reduce, a menudo, a círculos cercanos al propio
autor.
Brillantez
|
Concisión didáctica
|
Agilidad crítica
|
Tendencia ilustrada
|
Forma filosófica
|
Juego de palabras
|
Arte poético
|
Expresión rotunda
|
Breve
|
Autónomo
|
Sentido que rebosa
|
Impropiedad de la ironía
|
Rutilante arco iris
|
Nihilismo
|
Dogmatismo
|
Sabe (Con énfasis)
|
Dionisiaco
|
Vital
|
Contención
|
Ascesis verbal
|
Pensamiento figurativo
|
Monolito
poético
|
Humilde (pedrusco)
|
Dureza diamantina
|
Literatura salteada
|
Certero
|
Compacto
|
Aristocrático
|
Afirma
|
Pensamiento
|
Inconmensurable
|
Afirma
|
Proclama
|
Completo
|
Llave (del laberinto)
|
Brújula (en la noche)
|
Binario
|
Absoluto
|
Antitrivial
|
Acidez (corrosiva)
|
Mirada singular
|
Desnuda las cosas
|
Deshace los nudos
|
Observación
|
Sintético
|
Memorable
|
Permanente
|
Deducción gustosa
|
Deducción sensual
|
Deducción caprichosa
|
La palabra-Dios
|
Fuego sin llama
|
Giro de palabras
|
Breve
|
Reflexión
|
Observación
|
Experiencia
|
Ironizar
|
Elegancia escrita
|
Ambigüedad
|
Densidad conceptual
|
Densidad poética
|
Brevedad
|
Significado profundo
|
Significante conciso
|
Conciliador.
|
Filosófico-poético
|
Densidad
|
Ironía
|
Inteligencia
|
Ambigüedad
|
Marginalidad
|
Paradojas
|
Enfático
|
Dictaminador
|
Envoltorio elegante
|
Lucidez
|
Divertir
|
Mínimo
|
Trocea vivencias
|
Desfascinador de las vivencias
|
Sedimento vital
|
Exonerador del alma
|
Transitoriedad
|
Complicidad de materia y forma
|
Conciso
|
Resplandor (en la tinieblas)
|
Risa
|
Alegría
|
Incendiario
|
Chispazo de lucidez
|
Asombro
|
Reflexivo
|
Regla
|
Ironía
|
Parodia
|
Frustrante (las expectativas del lector
|
Imprevisto
|
Sorpresivo
|
Novedoso
|
Conocimiento
|
Sensibilidad
|
Eticidad
|
Toma posición ante lo dado
|
Seductor
|
Invitación a indagar por cuenta
propia
|
Interpretable
|
Fragmentario
|
Desorden
|
Azar
|
Punto de fuga de una reflexión
autónoma
|
Ficcionalista
|
Suceso puntual
|
Microcosmos
|
Nómada
|
Pensamiento libre
|
Pensamiento aventurero
|
Pensamiento nómada
|
Propensión dogmática
|
Carácter utilitario
|
Indeterminado
|
Abierto
|
Intuición sin explotar
|
Revelación en cierne
|
Introspectivo
|
Desdecidor de lo que dice
|
Ansia de saber
|
Desencanto del conocimiento
|
Contundencia
|
Aspirante al silencio
|
Muestra las contradicciones
íntimas del lenguaje
|
Muestra las contradicciones del
conocimiento
|
Levísimo
|
Antiguo
|
Licor
|
Brevedad
|
Contundencia
|
Sorpresa
|
Seducción
|
Paradójico
|
Renuncia que vigoriza
|
Perplejidad que ilumina
|
Erosionador
|
(tonalidad) Intelectual
|
Subversivo de las tradiciones
|
Sabiduría
|
Ingenio
|
Humor
|
Desparpajo
|
Equívoco
|
Locura poética
|
Espanto
|
Humor
|
Sorpresa
|
Mutismo elocuente
|
Balbuceo
|
Nómada o trashumante
|
Fluido, líquido
|
Revelación
|
Descubrimiento
|
Conciso
|
Aislamiento (autonomía textual)
|
Pointe
|
Sorpresa estética
|
Sorpresa gnoseológica
|
Monadológico
|
Sutil
|
Sugerente
|
Vibración estética
|
Insólito
|
Subitáneo
|
Placentero (estéticamente)
|
Elaborado (lingüísticamente)
|
Polifacético
|
Connotativo
|
Metafórico
|
Antitético
|
Paradójico
|
Quiasmático
|
Ingenioso
|
Sabio
|
Verdadero
|
Corto
|
Ingenioso
|
Autónomo textualmente
|
Denso
|
Compacto
|
Concisión
|
Tajante
|
Persuasivo
|
Indirecto (lenguaje)
|
Enfático
|
Incendiario
|
Satírico
|
Elíptico
|
Cosmovisionario
|
Denuncia la impostura
|
Oracular
|
Autosuficiente
|
Intermitente (pensar)
|
Concisión
|
Gnómico
|
Humorismo
|
Agudeza
|
Elíptico
|
Sorprendente
|
Discrepante
|
Moralista
|
Poético
|
Perfecto
|
Cápsula filosófica
|
Adición retórica
|
Cita
|
Autónomo
|
Similares (el corpus)
|
Seriedad
|
Gracia
|
Profundidad
|
De libación lenta
|
Procrustes
|
Silencio derretido
|
Golondrinas de la dialéctica
|
Gaviotas invernales
|
Precepto
|
Autosuficiente
|
Especulativo
|
Impresiones
|
Citables
|
Haikú del pensamiento
|
Ironía
|
Sentenciosidad
|
Luz del lenguaje (Quintiliano)
|
Personal
|
Temporal
|
Observación poética
|
Analógico
|
Visuales
|
Atomizado
|
Fluctuante
|
Abierto
|
Saber provisional
|
Iluminación
|
Inspiración
|
Visión súbita
|
Autosuficiente
|
Coherente
|
Autonomía gramatical
|
Autonomía referencial
|
Audaz
|
Paradójico
|
Ocultamiento
|
Desvelamiento
|
Fórmula cerrada,
sintácticamente
|
Clausura que es apertura
|
Inmodificable
|
Mecanismo semiótico
|
Condensación verbal
|
Apertura semántica
|
Metafórico
|
Analógico
|
Breve
|
Compact
|
Levedad (aparente)
|
Erosionador de certezas
recibidas
|
Sintético
|
Poético
|
Crítico
|
Ilustrado
|
Paradójico
|
Audaz (expresión)
|
Luminoso
|
Relámpago
|
Frase Feliz
|
Verdad irónica
|
Filosofía cristalizada
|
Flecha certera
|
Inteligencia
|
Humor refinado
|
Brevedad
|
Ético
|
Ligereza gramatical
|
Cínico
|
Lúcido
|
Elegancia (sintáctica)
|
Decir arcaico
|
Decir moderno
|
Burla sublime
|
Ingenio científico
|
Agudeza memorable
|
Paradoja inquietante
|
Autobiografía de una línea
|
Sabiduría lapidaria
|
Erotismo de la inteligencia
|
Incertidumbre
|
Pensar poético
|
Afirmativo
|
Creador de duda
|
Temblor
|
Indolente (como la del
paseante)
|
Punta
|
Filosofía a traición
|
Limadura
|
Musgo
|
Volatería
|
Moral
|
Ejemplarizante
|
Robusto (tono)
|
Sentencioso
|
Conciso
|
Tajante
|
Divinanzas
|
Revelación impensada
|
Epifánico
|
Chispazo
|
Distancia patricia
|
Ficción
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Retórica
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Metonímico
|
Materialidad (del pensamiento)
|
Lenguaje límite
|
Cadencia anímica
|
Iceberg (La punta)
|
Sugeridor
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Interrogaciones (a pesar de su forma
apodíctica)
|
Unidad mínima del pensamiento
|
Relámpago
|
Caos (de ideas claras)
|
Suspiro (del pensamiento)
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Brizna (de poesía)
|
Zumbido de avispas
|
Agudeza (ferocidad de la
inteligencia)
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Pista en el bosque de uno mismo
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Frívolo (dosis de)
|
Arte de la desaparición
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Género imposible
|
|
Vaciado de la tabla:
Asociación de rasgos comunes en
la definición de aforismo:
1. Retórico 55
2. Conocimiento 39
3. Ironía + Humorístico 36
4. Concisión 22
5. Autonomía 21
6. Originalidad 20
7. Reflexivo 16
8. Brillante 13
9. Corrosivo 12
10. Ético 12
11. Asertivo 11
12. Experiencia vital 10
13. Certero 9
14. Seductor 8
15. Ambiguo 6
16. Memorable 6
Por debajo de las 6 coincidencias hallamos los
siguientes rasgos:
17.Tendencia ilustrada. 18.
Fragmentario. 19. Aristocrático. 20.Incomensurable. 21.Binario. 22.Desordenado.
23. Ficción. 24. Nómada. 25. Humilde. 26. Observador. 27. Permanente. 28.Librepensador.
29. Leve.
Es indudable que la subjetividad del criterio mediante el cual he
agrupado los rasgos que figuran en la tabla bajo uno u otro de los conceptos de
la lista anterior debería arrojar un +/– muchísimo tanto por ciento de error,
más aún si consideramos la escasa amplitud de la base de datos sobre la que
levanto el frágil edificio de mis conclusiones.
Por otro lado, cualquier
estudioso que haga la misma operación
que yo he realizado podría, con idéntica base documental, llegar a una
conclusión diferente de la mía, pero
quiero pensar que no tan alejada como para que nos encontráramos ante dos
posibles géneros distintos.
De una u otra manera, se ponga el
énfasis en este o aquel rasgo, los ejes básicos que definen la aforística han
de salir del listado anterior, tanto de entre los más repetidos en las
definiciones más corrientes, como de entre los singulares, pero muy
penetrantes, como el carácter de ficción de los aforismos o su naturaleza de
pensamiento nómada, por ejemplo.
Antes de comenzar el desarrollo
de lo precedente, y aun a riesgo de resultar paradójico, quiero iniciar esta
exploración con dos definiciones del aforismo que recogen no pocas de las
características que hemos aislado del acervo metaforístico, de manera que, al
ir contemplando los diferentes acercamientos a la teoría del género, podamos
regresar para validar o refutar lo que me parece, en ambos casos, un brillante
acercamiento a lo esencial del género. La primera definición pertenece a Ramón
Eder (2012) y se incluye en el epílogo a El
cuaderno francés, de donde lo toma José Ramón González (2012) para su
antología:
El aforismo, cuando es bueno, es una frase feliz, es una verdad irónica, es
filosofía cristalizada, es una flecha que da en el blanco, es la inteligencia
buscando una salida y encontrándola, es humor refinado, es una enorme minucia,
es la gracia de la brevedad, es ética sutil, es la ligereza de la gramática, es
cinismo superior, es un versos irrefutable, es un fragmento lúcido, es la
elegancia de la sintaxis, es una manera de decir arcaica y moderna a la vez, es
lo contrario a un mamotreto, es una burla sublime, es un cuento sintético, es
ingenio científico, es una agudeza memorable, es un juego de palabras
revelador, es una paradoja inquietante, es una autobiografía de una línea, es
una definición inolvidable, es sabiduría lapidaria, es alegría instantánea, es
un espectáculo subversivo, es la nostalgia del latín, el aforismo, cuando es
bueno, es el erotismo de la inteligencia.
Tiene todo el aire clásico de la
definición del amor hecha por Lope de Vega en su inmortal soneto, pero Eder reúne
en ella, aunque sea en enumeración caótica, los rasgos fundamentales del
género.
La segunda es del mexicano Javier
Perucho (2010) que la vierte en su artículo Un
siglo de aforismos mexicanos, publicado en la revista Nexos (México, D.F.) y a diferencia de la anterior, está formulada
desde una intención descriptiva y comprehensiva en cuyo resultado final se
pierde no poco del profundo misterio de esa obra de arte, mínima y máxima al
tiempo, que es el aforismo:
Un aforismo es
un argumento controvertible aunque veleidoso, que soporta una experiencia
empírica, un saber positivo expresado en una definición conceptual, un
pensamiento educado por el libre albedrío. Jamás narra una historia,
eventualmente fomenta una lección cívica o moral; por historia y tradición no
profesa dogmas, aunque las creencias obtienen su rédito durante la concepción;
sus dominios también circundan la estética de las artes, la biografía, los
credos, además de ceñir las idiosincrasias y las tradiciones. La prosa es su soporte
habitual, regla de oro que admite las excepciones contemporáneas. Nunca es
epifánico, pero sí confesional. La experiencia y el dominio de un saber o una
técnica, así como el empirismo subyacen en el género, por ello el escritor
veter es quien más lo ha frecuentado, según los indicios y las evidencias
documentales que sustentan este comentario; en consecuencia, es el género de la
madurez literaria.
Desde el punto de vista de
Massimo Cacciari (1994), sin embargo, expuesto desde el estudio de Nietzsche,
el aforismo es algo así como un instrumento privilegiado que exhibe su
capacidad dialéctica de interpelar al
saber establecido para afirmarse como una realidad singular:
Definir es recoger cada diferencia: tener el oído entrenado para la armonía
contrastante del arco y la lira, rechazar la conciliatoria
<>, descubrir la múltiple contradictoriedad del Dasein, el
insuperable pólemos que en él acaece. La forma aforística debe, por
consiguiente, articularse en su interior según esta perspectiva: poner al
desnudo sus nervios, exaltar sus sonidos singulares,
apreciar toda esfumatura, ya que en
esto se da la intuición fundamental nietzscheana del devenir. El aforismo es nuance en este sentido particular. La
definición aforística no pretende ninguna omnirepresentatividad, más bien quiere
valer como crítica absoluta de tal pretensión. Lo que Mittner dice a propósito
de la estructura <> del aforismo , en general, de la
proposición (<>) revela justamente
el status filosófico del aforismo: ser, no solamente mostrar diferencias.
Establecer diferencias es el aforismo.
El aforismo se mueve, pues, entre
la lírica y la filosofía, sufriendo la presión de ambas para atraerlo a su
terreno, para convertirlo en la auténtica “niña bonita” de la disciplina, como
ha acabado ocurriendo en autores como el propio Nietzsche o, más tarde,
Wittgenstein. Ese carácter sustancial del aforismo, esa presencia contundente
de su singularidad retórica y genérica es lo que lo caracteriza frente a
discursos tan alejados como el de los dos saberes, el flosófico y el poético,
que pretenden acapararlo, prohijarlo. Los aforismo no son discurso filosófico
al uso, ni poema hiperbreve, sino otra realidad que, a menudo, choca contra
esos discursos, obligándolos a mostrar sus debilidades. La fortaleza de sus
proposiciones, eso sí, mide la singularidad de la aforística; pero también
complica su definición, dada la labilidad química de su composición. Cacciari
sostiene que la forma del aforismo es
inescindible de la palabra viva y de su poder, sin embargo, no es tal palabra más
que en la <> de la escritura. Hoy ya no podemos ver en
el aforismo el residuo del poder del habla, de la palabra viva, porque si
alguna vez tuvo tal poder, éste se ha perdido con el paso de la comunicación
oral a la comunicación escrita. No hemos de olvidar que los aforismos sirvieron
durante siglos para enseñar a leer a los niños en sus primeros años de escuela,
y que los refranes son parte fundamental del saber popular transmitido
oralmente.
A continuación trataré de
reflexionar sobre algunos aspectos capitales de la naturaleza del aforismo
para, a través de ellos, acercarnos al, aún no lo sé…, posible o imposible
intento de su definición. Me refiero a la concepción retórica del mismo y a su
naturaleza gnoseológica, que ocupan el primer y el segundo lugar de la lista de
características con las que abordar la posible –la casi seguro que imposible…–
definición del aforismo. Recuerdo que en epígrafes anteriores ya hemos
elucidado algunas de las características que han de contribuir a la definición
del aforismo, como la agudeza y arte de ingenio, la brevedad y la autoría, de
ahí que en este epígrafe nos centremos en la vertiente teórica que se
manifiesta en las diferentes concepciones del aforismo. Respecto del resto de
las características reseñadas, es evidente que, en la mayoría de ellas, la
reflexión se agota en la propia enunciación de su existencia, si bien es
posible que aparezcan integradas en los motivos de reflexión a los que dedico
mi atención. Algunos de esos rasgos ya han aparecido en la introducción y otros
irán apareciendo a lo largo de los capítulos por venir.
Encabeza, así pues, la lista de
coincidencias la condición retórica del aforismo, que es la que permite
inscribir el género en el arte de la Literatura, hurtándoselo, podríamos decir,
a la Filosofía o a su literaturizado subgénero que conocemos por el nombre de ensayo, a partir del título de la cumbre
del género, obra de, como lo llamaba Quevedo, Miguel de la Montaña; un
subgénero, el del ensayo, contiguo a la literatura, pero nunca tanto como para
entender que esté dentro de ella –lo que sí es el caso del aforismo–,
traspasando esa frontera que nadie ha trazado pero que todos los ensayistas
respetan.
Es el aforismo, pues, un prodigio de
condensación expresiva para el que hace falta algo más que ideas brillantes o
insólitas, con ser éstas, también, imprescindibles para la Aforística, puesto
que sobre lo trivial, sobre lo banal, sobre lo manido es imposible edificar
ningún aforismo que pueda ostentar tal nombre, a pesar de que Pitigrilli, como
lo recoge Eco (2002), sostuviera que el
aforismo expresa con brillantez un lugar común.
Fue Bergamín quien defendió que
el aforismo es una dimensión figurativa del pensamiento, lo que lo acerca
poderosamente al lenguaje poético. De hecho, Cristóbal Serra (2002) defiende
que la condición de poeta es la condición
sine qua non para que el aforismo se dé plenamente. Todos los aforistas,
así pues, según esta concepción, han de ser, fundamentalmente, poetas, lo que
incluye un uso retórico del lenguaje que nos es sobradamente conocido en el
género poético, y que estamos obligados a reconocer, también, como expresión propia de la aforística. No
solo el uso constante del repertorio de la retórica tradicional, sea en el
nivel del significante, sea en el del concepto, nos permite confirmar la enorme
preocupación por el lenguaje de los aforistas, sino también el afán por
sorprender, por aportar una novedad expresiva que pueda llegar a consolidarse
como una marca individual reconocida, un estilo inconfundible, como el que
consiguió Ramón con la greguería, o
De Ory con sus aerolitos, muchos de
ellos propiamente greguerías, y en los que, según Cristóbal Serra, se muestra habilísimo en el juego semántico
en aforismos como errare divinum est, por ejemplo.
Estos procedimientos retóricos se
han estudiado más en las máximas que propiamente en los aforismos, aunque
podemos concluir que los paralelismos,
quiasmos, falsas simetrías, paradojas y proposiciones rigurosas [que] revelan el funcionamiento esencialmente
binario de la máxima, que sostiene Besa Camprubí (1997), por ejemplo, son
procedimientos perfectamente trasplantables a la aforística, como cualquiera
puede comprobar apenas ha abierto algún volumen de aforismos. Con todo, hay
siempre en el aforismo una querencia hacia el mundo de las ideas que no
invalida lo que dice Ortega y Gasset (1914) de la lírica, aplicable punto por
punto a la aforística:
La lírica no es un idioma convencional al que puede traducirse lo ya dicho
en idioma dramático o novelesco, sino a la vez una cierta cosa a decir y la
manera única de decirlo plenamente.
Se trata no ya de
la unión de fondo y forma, sino de que la forma, como sostiene Ortega, emana
del fondo, como, según recoge Ortega, decía Flaubert que el calor sale del
fuego. Ortiz-Osés (2005) sostiene, en esta querella recurrente del fondo y la
forma, que
No permanece
culturalmente la mera materia como quiere Ronsard, ni permanecen las puras
formas como quiere Gil-Albert: queda la complicidad de la materia y de la forma
cuyo símbolo es el aforismo.
Así pues, no se
trata, en la aforística, de elaborar un pensamiento al que aplicar después unos
patrones retóricos ya definidos en el amplio número de figuras retóricas
admitidas por la preceptiva, sino de un acto de creación en el que el concepto
se articula a través de la única forma posible que tiene de ser concebido. Este
fenómeno se aprecia fácilmente cuando comparamos aforismos con un mismo tema y
muy diferente expresión, como, por ejemplo, en los siguientes casos:
Nietzsche: Todo hábito hace nuestra mano más ingeniosa y nuestro genio más torpe.
Ovidio: Nada es más fuerte que el hábito.
Epicteto: Los hábitos contraídos no se corrigen sino con hábitos opuestos.
George Perros: El hábito es el animal que llevamos dentro.
Mientras que Ovidio y Epícteto escriben ligeras
variaciones del mismo significado común del concepto, su fortaleza, desde una
perspectiva enunciadora neutra, evidenciando lo obvio; Nietzsche y Perros optan
por aproximaciones al hábito radicalmente diferentes, aunque se observe en
ellas, muy al fondo, el mismo significado común que compartían Ovidio y
Epícteto: el poder casi incontestable del hábito; si bien la agudeza antitética
del primero y la metáfora desgarrada del segundo interpelan al lector con una
fuerza que, ésta sí, excede notablemente la del
propio hábito…
Así pues, es más que objetable la teoría que presenta al
aforista como un creador que busca inscribir su obra en el ámbito literario,
como si ello dependiese de una supuesta “voluntad” o “deseo” de que así fuera
y, para conseguirlo, tuviera a su alcance unos recursos retóricos que le
permitieran conseguirlo. Que el aforismo adquiera una dimensión lírica, lo que
no ocurre en la totalidad de los casos, en modo alguno puede considerarse
siquiera un aval para otorgarle esa carta de naturaleza literaria. Gamoneda, en
una declaración al suplemento de cultura Babelia
de El País, el 22 de noviembre de
2008 sostiene, por ejemplo, que la poesía no es literatura, ficción, sino
emanación directa de la vida, hechos
existenciales y, por consiguiente, el concepto de literatura es incapaz,
por inapropiado, para definirla. Una concepción hermana de la que tiene Ortega
(1914) de la razón: ¡Como si la razón no
fuera una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver o el palpar!
, lo cual nos llevaría a pensar que el aforismo, como la poesía, no debería ser
considerado parte de la literatura, sino del género auto biográfico o,
retorciendo la concepción de Gamoneda, de la biología…, como sostiene Ortega.
En todo caso, su carácter de texto “revelado” o “descubierto” lo aproxima al
asombro del que nace la filosofía. El mérito, en definitiva, de la aforística
es ser la síntesis de ambas, poesía y filosofía, sin que predomine en ella, en
demasía, ninguno de sus orígenes.
Sin embargo, Juan Varo Zafra (2011) defiende la
pertenencia del aforismo al campo de la ficción, como un modo de inscribirlo en
el paradigma literario:
También creo que
sería posible desarrollar un nuevo tipo de aforismo que no tuviera como base la
paradoja, sino la polifonía, con el fin de explorar la potencialidad centrífuga
del género; esto es, y a modo de ejemplo, un libro de aforismos e donde fuera
posible identificar entradas distintas e incompatibles que se negasen y
entrasen en discusión, pero no como si el autor hubiese participado en cada una
de ellas, o dudase de todas, sino como si se escindiese en personajes
diferentes que hablan de manera aforística, distanciándose así de la obra y
rompiendo el carácter indubitable que Unamuno le atribuyó al aforismo. Entones
podría hablarse de aforismo de ficción, algo que en sí me parece profundamente irónico,
en el sentido en el que Kierkegaard se refiere a la ironía en su conocido
trabajo sobre esta cuestión.
Fernando Savater, en su artículo Diminuendo, publicado en
el País el 16 de setiembre de 2008 defendía que para escribir lo que él llamaba
“breverías y otras microcosas” hacía falta un
no sé qué contrario a desparramar,
por una parte y un saber empaquetar con
elegancia la lucidez, por otra.
Dicho con esa agudeza y sorna tan propias del filósofo
donostiarra, “empaquetar con elegancia” excluye la sequedad y sentenciosidad
que tanto le horrorizaban a Ramón Gómez de la Serna como lo propio del
aforismo, e incluye esa suerte de ángel,
duende o daimon enunciador que, como en el ejemplo de Perros, nos clava el
pasmo en la devoción lectora.
De hecho, los recursos retóricos bajo los que se presenta
al lector una nueva visión de la realidad basan su fuerza, como señalan Munguía
y Rocha (2003):
En frustrar las
expectativas del lector, al comunicarle algo imprevisto, sorpresivo y novedoso,
opuesto a lo esperado, y así generar nuevos sentidos y crear un nuevo horizonte
de conocimiento, de sensibilidad.
Pensemos, por un momento, en un ejemplo tan cómico como el de Juan Ramón
Jiménez (1990), que escojo para sorpresa de quienes no lo asocian con lo que
también es: el paradigma de uno de los
más finos sentidos del humor de nuestra República literaria: Cuando me limpio los dientes me parece que
estoy aseando ya mi muerte. Humor negro, además, de pura cepa goyesca y
solanesca, por el lado de la pintura; quevediano y valleinclanesco, por el de
la literatura, traídos todos a vuelapluma. Este efecto de sorpresa que desafía
al lector es considerado por muchos tratadistas como un requisito sine qua non para la clasificación de
los textos bajo el marbete de aforismos. José Ramón González (2008) recoge la
definición de Werner Helmich (2006) que
ilustra a la perfección esa exigencia del aforismo:
Forma literaria en prosa, concisa,
aislada de un contexto, privada de función narrativa y provista de ‘pointe’,
esto es, de un efecto estilístico destinado a producir en el lector una
sorpresa estética o gnoseológica.
Que el conocimiento es consustancial al aforismo lo
prueba el hecho de que les resulta difícil a los bibliotecarios ubicar en el
sistema decimal clasificatorio de las obras los libros de aforismos. Dudan
entre colocarlos en Filosofía, subsección Ensayos, o en Literatura, subsección
Prosa Gnómica o didáctica. Ambos epígrafes son auténticos “cajones desastres”
–como ironizó Andrés Ortiz-Osés (2013) en su aforismo: La vida es un cajón de sastre: un cajón desastre– donde caben obras
muy dispares, el análisis pormenorizado de las cuales daría pie, probablemente,
a más divisiones genéricas.
La creación, por otro lado, de un subapartado, Miscelánea, adonde fuera a parar la
Aforística, solo conseguiría desdibujar su condición genérica y rebajar la
importancia filosófica y literaria de la misma. Si no fuera porque estoy
convencido de que la Aforística ha de militar bajo el estandarte de la
Literatura, por su inequívoca naturaleza ambigua, entreverada de filosofía,
humor, poesía y ficción, propondría que la clasificación decimal bibliotecaria
fuera oncenal para recuperar ese agujero negro del 4 y ocupar con la Aforística
un espacio de tantas resonancias
cabalísticas y francmasónicas.
Y por esas connotaciones ocultistas (A la naturaleza le gusta ocultarse, dijo Heraclito), llegamos al
meollo del asunto: ¿Cuál es el conocimiento de los aforismos? ¿Cómo se produce ese conocimiento? ¿Tiene un método
que pueda ser explicitado?
Lo único seguro que sabemos es cómo se expresa, esto es,
a través de unos textos breves, de naturaleza híbrida, básicamente entreverados
de filosofía y poesía, modalidad irónica
y formulación aguda y/o paradójica. Ya vimos, al tratar sobre la condición genérica de la
aforística, por qué defendemos el
establecimiento de la cuarta pata de la mesa de los géneros, que tanto tiene de
mesa de los trucos cervantina, si nos
atenemos a lo mucho que en ese campo de Agramante que es la genérica se combate sin cuartel, bien sea para mantenerse, bien
para irrumpir, bien para lograr una
redefinición. Ahora lo que cumple es intentar definir o caracterizar ese
singular conocimiento del que son vistoso y sorprendente vehículo los
aforismos.
Es evidente que la aforística no vehicula el conocimiento
científico, aunque el nombre genérico tenga su origen en los aforismos
médico-higiénicos de Hipócrates. Así mismo, a nadie se le escapa que, en el
campo de la filosofía, desde Bacon hasta Wittgenstein, pasando por Spinoza o
Nietzsche, el aforismo ha estado al servicio de la reflexión filosófica con
magníficos resultados. El objeto del conocer aforístico, no obstante, ha ido
siempre bastante más allá de los tradicionales campos roturados por la
filosofía, de manera que sus cosechas han solido dar, con total naturalidad,
frutos excéntricos y poliédricos que se apartan tanto de las cuestiones
filosóficas clásicas, que a nadie se le ocurriría abrir un capítulo filosófico
donde incluirlos en igualdad de condiciones con los otros saberes ya establecidos.
“Nada humano le es
ajeno a la aforística” podría ser el lema desde el que iniciar el
esclarecimiento de cuál sea el saber de ella. Desde este punto de partida, no
creo equivocarme si hago mía la expresión de María Zambrano y, robándole la
definición de su filosofía poética o de su poesía filosófica, digo de la
aforística que su conocimiento es, o se dirige hacia, un saber del alma. Admito que la metafísica es solo una parte,
extensa, pero parte al cabo, de la producción aforística y que, bajando de la
máxima abstracción, puede este nuevo y potente género literario centrar su foco
de atención en la Historia, la Política, el Derecho e incluso las artes
manuales, los oficios, y hasta la urbanidad.
La amplitud tan extraordinaria, casi enciclopédica, de
los posibles centros de interés de la aforística hacen de ella una herramienta
de conocimiento que puede contribuir, que de hecho ya contribuye, a la
formación integral de la persona y a su preparación para enfrentarse a la
dureza del medio inhóspito en el que ha de desarrollarse su proyecto vital. Si
bien es preciso recordar, como se dice jocosamente, que Salomón escribió los
Proverbios, pero que ningún libro de proverbios ha conseguido crear nunca un
Salomón, lo cual reduce a sus justos límites el alcance de esa función “educadora”,
“formadora”, que le acabábamos de atribuir a la aforística. No significa, este
reconocimiento de los límites de la aforística, rebajar su creciente
importancia para las nuevas generaciones lectoras, tan amantes de piar
cibernéticamente.
Si recordamos los primeros momentos del genero, sus
orígenes, veremos que la aforística nació en forma de consejos que solía darle,
por lo general, un padre a su hijo para que éste pudiera gobernarse en la vida,
aunque en Hesíodo, donde primero aparece tal formulación, los consejos son de
hermano a hermano. Esa función instrumental del conocimiento nacido de la
experiencia es parte consustancial de la práctica del aforismo. No ha de ser
modelo de nada ni de nadie el aforista, pero no es menos cierto que la
coherencia entre el enunciador y el enunciado contribuye poderosamente a la
pervivencia y difusión de las obras del género.
Parte consustancial del género aforístico lo constituye
la expectativa que tiene el lector de adquirir un saber instrumental, un
conocimiento que pueda aplicar a su propia vida de forma inmediata y con
resultados reconocibles y evaluables. Por más que las últimas tendencias
líricas del género rehúyan tal o cual expectativa, la presencia incluso ávida
de ésta forma parte del concepto genérico predefinido con que acude el lector
al encuentro con los aforismos.
El conocer de la aforística es, como no podía ser de otra
manera, un modo fragmentario, como las teselas de un mosaico inacabable al que
se van sumando sin que podamos siquiera intuir el dibujo final resultante. Y
es, también un conocimiento total súbito, fulgurante, que se “revela”, una
epifanía ante la que no cabe sino, en primer lugar, el asentimiento y, ya con
la posterioridad del reposo y la asimilación, la interpretación y la crítica. No
es infrecuente que el carácter polémico del conocimiento aforístico se
manifieste en la oposición entre aforismos de distintos autores, e incluso a
veces dentro de la obra de un mismo autor; lo cual, sin embargo, no implica que
no puedan ser leídos de forma aislada y haya de buscarse siempre, para
valorarlos ecuánimemente, el contraaforismo que nos permita alcanzar ese justo
medio dialéctico del juicio entre partes enfrentadas. La fragmentariedad del
conocer aforístico, en última instancia, responde íntimamente a la condición
discontinua de la realidad, y se ofrece como el mejor reflejo de ella, el más
fiel a su compleja naturaleza. De hecho, como con perspicacia ha
observado P.E. Lewis (1977) al analizar la obra de La Rochefoucauld: Conclusion without introduction, the maxim
is a short-circuit, the epitome of the pensé détachée, removed not only from
any context but, in its inviolable literality from ordinary language itself.
El
aforismo, así pues, no solo se ofrece como vía de conocimiento en sí mismo, sino
que lo hace desde ese aislamiento que se niega a reconocer un contexto más
amplio en el que ser considerado. No todo es tan claro como parece, porque la
aforística en tanto que género con notable antigüedad supone en sí misma un
contexto que permite entender, hasta cierto punto, cualquier creación de este
género, si bien no es menos cierto que el carácter transgresor del aforismo
supone un poderoso inconveniente para la aceptación del contexto. Un aforismo no ha de decir la verdad, sino
superarla. Con una sola frase ha de ir más allá de ella, escribió Karl
Kraus (2003) y aun añadió: El aforismo
nunca coincide con la verdad: o es media verdad o verdad y media. En
cualquier caso, hay una impulso epifánico en el aforismo que va más allá del
propio criterio de verdad, de ahí que se acerque tan apasionadamente a lo
literario, incluso a lo poético, entendiendo poético como un modo, antes que
como un género. Y en esa voluntad de revelación se elucida buena parte de su
inclinación epistemológica, ajena a la dialéctica ortodoxamente filosófica y
cercana a la sabiduría aforística, y enigmática, de los presocráticos.
A Jorge Riechman (2003), por su parte, le resulta
antipático el carácter pseudoepistemológico del aforismo, el hecho de que
“quien lo enuncia sabe, o cree que sabe, y da a entender que sabe (la mayoría
de las veces con exceso de énfasis)”. Tanto es así, que incluso reclama, como
defensa contra el exceso de sabiduría, y para salvación de los aforistas, la
“docta ignorancia”. W.H.Auden, citado por José Esteban (1981) en su prologo a
la obra de Bergamín, reconoce ese carácter “aristocrático” del aforismo: El aforista no discute ni explica, afirma; e
implícita en esta afirmación existe la convicción de que es más sabio o más
inteligente que sus lectores .Savater siempre ha defendido, por su parte,
en numerosos artículos, el humor, la ironía, como eficaz recurso contra la
religiosidad del conocimiento y el totalitarismo de las nuevas tecnologías.
José Bergamín (1981) en La cabeza a
pájaros, defiende la naturaleza gnoseológica del aforismo, si bien le
otorga un carácter definitorio que excluye el proceso dialéctico y lo acerca al
mensaje poético invariable, inmodificable, casi apodíctico, en la línea de
Auden: El aforismo es pensamiento: un
pensamiento. Porque se piensa en pensamientos: se dice en pensamientos el
pensar. Y si no se dice, no se piensa, o si no se piensa, no se dicen. Pero una
vez dichos, ya no hay más que hablar, no hay más que decir. Ni una palabra más:
aforismo perfecto. De ahí que, para redondear su tesis, Bergamín, en la
misma obra, no le pida al aforismo la prueba de la verdad de lo que el aforismo
defiende, porque no importa que el
aforismo sea cierto o incierto: lo que importa es que sea certero. Esa
concepción del aforismo se aproxima bastante a la descripción del Fragmento,
como nuevo género, que nos ofrece Schlegel, según lo recoge James Geary (2005):
A fragment, like a miniature work of art,
has to be entirely isolated from surronding world an be complete in itself like
a porcupine.
Así pues, el
carácter rotundo de verdad compacta, ajena a ambigüedades e interpretaciones,
se impone sobre el valor propiamente literario del aforismo. Es indudable que
la naturaleza retórica del aforismo puede limitar, en cierta manera, su
dimensión gnoseológica, pero es obvio que no le priva de ella, a juzgar por la
intención “práctica” con que los
lectores se aproximan al género, aun cuando se trate de variantes de él tan
literarias como la greguería. El ingenio está muy bien valorado, la agudeza
recibe el aplauso indiscutible, el humor nos parece condimento indispensable, según
Deleuze (2005): Un aforismo es una
materia pura hecha de risa y alegría. Si somos incapaces de encontrar en un
aforismo algo que nos haga reír, esa distribución de humor e ironía y ese reparto
de intensidades, entonces no hemos entendido nada); pero siempre exigimos
que el aforismo nos descubra nuevas realidades del pensamiento, matices en los
que no habíamos reparado, verdades que se nos habían ocultado como se nos
oculta la realidad, según Heráclito, intuiciones sorprendentes que nos hacen
contemplar con otros ojos la realidad de cada día. De todo ello son capaces los
aforismos. Y de lo contrario, que conste, cuando nos las vemos con un torpe
simulacro de los mismos.
Considerando ese talante antipático del aforismo, su
rotundidez enunciadora, portadora de la irrefutabilidad, el siempre perspicaz y
clarividente Rafael Sánchez Ferlosio (2005) tiene claro que esa tendencia
apodíctica del aforismo, sustentada en la ambigüedad mistérica y el enigmismo
de su enunciación, no le hace ningún bien al género, sino que, antes bien, lo
desvirtúa; de ahí que, refiriéndose a sus pecios,
su particular manera de bautizar los aforismos, nos prevenga con sano
escepticismo frente al culto a la aforística como instrumento de revelaciones
que, acaso, hayamos de buscar en otros saberes muy distintos:
Desconfíen
siempre de un autor de pecios. Aun sin quererlo, le es fácil estafar, porque
los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la
“profundidad”, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia
a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente
elaborada con palabras de charol. Lo “profundo” lo inventa la necesidad de
refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan indiscutible como el dicho
enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí. La indisentibilidad
es como un carisma que sacraliza la palabra, canjeando por la magia de la
literalidad toda posible capacidad significante.
Joubert –según Geary (2005)– concibe las máximas desde
una perspectiva práctica que le lleva a compararlas, en su relación con la
inteligencia, a las leyes en su relación con la acción: They do
not illuminate, but they guide, they control, they rescue blindly. They are the clue in the labyrinth,
the ship’s compass in the night.
Está clara esa humilde dimensión práctica que responde al
impulso que alumbró el género en la antigüedad: los aforismos eran, sobre todo,
recursos útiles con los que saber enfrentarse a las variadas situaciones de la
vida corriente y moliente para salir airoso de ellas. Elías Canetti (2011),
excelente aforista él mismo, como lo ha demostrado a lo largo de su vida, nos
describe, desde otra perspectiva, diferente de la de Geary, la importancia de
Joubert dentro de un género en el que no siempre se han establecido las
jerarquías con suficiente poder de persuasión:
Joubert tiene
seriedad, gracia y profundidad. Estas tres cualidades participan
proporcionadamente en su pensamiento, y por eso está más cerca de la Antigüedad
que cualquier otro aforista. Un aliciente especial es su falta de peso. Su
melancolía no lastra sus frases, sino que les da el condimento de una bondad
participante. Es atacado, sin duda, pero él no ataca. Su pudor no le
permite morder; su sentido de la
duración lo mantiene alejada de todo lo pequeño. Capta lo espiritual como si
fuera un movimiento del aire. Siente las ideas y las palabras como aliento, o
como un vuelo de aves que subieran y bajaran planeando.
No entraré ahora, y en este capítulo, a elaborar un
intento de jerarquización de los aforistas que han marcado la historia del
género, porque es tan grande la disparidad en la estimación de los autores del
canon que se vería abocado al fracaso. Sin embargo, no quiero dejar pasar la
oportunidad que me brinda esta cita de Canetti para recordar que, como sucede
con los poetas, el aprecio de los aforistas tiene más que ver con la radical
subjetividad del lector que con la imposible jerarquía de un canon
universalmente aceptado, más allá de las figuras descollantes e incontestables.
Para la labor de elucidación de lo real que señala Geary,
la máxima actúa, según Starobinski (1964), como una cuchilla afilada que
divorcia ser y parecer por disociación analítica, buscando tras los fenómenos
su máscara, los componentes simples y las fuerzas universales, sobre todo en
aquellas que se construyen siguiendo lo que él denomina modo de identidad restrictiva o reductora: X no es más que Y. Se
trata de un procedimiento que contribuye al propósito moral de la aforística, a
su empeño en revelarnos el verdadero rostro de la realidad, oculto tras las
convenciones, las mentiras y la demagogia. De ahí que, en esta supuesta teoría
del conocimiento propia del género aforístico que ni de lejos estamos
esbozando, Laura Hernández (2007) nos recuerde que lo propio del aforismo es,
por un lado, su cualidad ética, que
lo lleva a enfrentarse a lo establecido, con el inherente riesgo de marginación
que ese tipo de posicionamientos éticos implica, y, por otro, que su verdad es enemiga de la certeza, y su fin
no es moralizar, sino seducir. Exigimos del aforismo ser una vía de
conocimiento, en efecto, pero, como acertadamente lo considera Armando González
(2005):
El aforismo
suele concebirse entones como una forma de escritura fragmentaria y versátil
que remite a un conocimiento inconcluso, a una intuición sin explotar o a una
revelación en cierne (…) Lo que llamamos aforismo, pues, se vuelve
multifuncional y, sobre todo, se erige como uno de los géneros introspectivos
de su propia materia, que usa y cuestiona el lenguaje, que transmite ideas pero
las critica, que se desdice de lo que dice al decirlo. El aforismo es entones
pensamiento y argumento, pero también sus contrarios: quiebra del concepto,
desestabilización del significado, suspensión del juicio (…) Esa paradójica
connivencia entre el ansia de saber y el desencanto del conocimiento, entre el
afán de contundencia y la tentación del silencio, hace del aforismo unos de los
géneros más emocionantes, pues vuelve patentes las contradicciones íntimas del
lenguaje y del conocimiento que se revelan, a veces dramáticamente, en un
individuo.
Es obvio que el afán de conocimiento propio y
característico del aforismo tiene también no diremos sus detractores pero sí
quienes advierten que ese afán tiene serias limitaciones propias de su
naturaleza mixta: poesía y filosofía, como señala un ejemplar estudioso, y
notable practicante, como Cristóbal Serra (2005): Para mí, el aforismo es un mutismo elocuente y la nota de una especie
de balbuceo, que apenas dice lo que quiere decir. Luego el conocimiento del
aforismo caería más del lado de la sugerencia, de la insinuación, que de la
declaración tajante o apodítica, aunque también haya ejemplos de ello en
aforismos que se confunden con tesis filosóficas como las de la Ética de Espinoza o los fragmentos de
Wittgenstein.
Para José Ramón González (2008) esa cierta levedad
gnoseológica del aforismo le lleva a asociarlo con lo que él denomina pensamiento fluido, líquido, no acumulativo,
frente al suponemos que “estancado” de los sistemas filosóficos, siempre
atentos al establecimiento de fundamentos sólidos desde los que expandir su
construcción teórica. Para él el aforismo es el pensamiento que se esfuerza en pensar su propio proceso y, en
consecuencia, su verdad radica en la epifanía de la revelación que trata de apresar con su palabra. Este
cerrarse sobre sí mismo del aforismo nos acerca a la autosuficiencia de la
mónada leibnitziana, como muy bien se ha percatado de ello Ana Bundgaard, tal y
como lo recoge J. R. González en su estudio: El aforismo es pensamiento completo, una expresión monadológica,
artísticamente configurada en unidad inseparable. Lo que añade Bundgaard,
como nota distintiva de esa mónada es que el descubrimiento, la revelación
llevada a cabo por el aforismo ha de ser
el descubrimiento de algo insólito, que invita a la reflexión.
Como el carácter literario del aforismo añade una fuerte
dosis de ambigüedad, propia de su condición de lenguaje indirecto, enfático, incendiario, satírico y elíptico, al decir de Jorge Lovisolo (2008), se inclina éste a
leerlo más allá de lo que efectivamente dice, porque todo aforismo, según
Lovisolo atesora retazos de una
cosmovisión portátil. Ese carácter, llamémosle presencial, añade la
contundencia de lo dado como un todo que impide el juego de las
interpretaciones. Para Lovisolo, el aforismo es la cosa-en-sí, la revelación de
su referente. Lovisolo cita un aforismo de Cioran muy expresivo: La ventaja de un aforismo es la de que no
hay necesidad de dar pruebas. Se lanza un aforismo como se da una bofetada,
y el daño contundente del golpe, como el golpe de Lázaro contra el toro de
piedra del puente, adquiere naturaleza de oráculo, como sugería Blanchot(1980):
Una frase aislada, aforística, no
fragmentaria, tiende a resonar como un habla de oráculo que tuviera la
autosuficiencia de una significación en sí misma. A su manera,
paradójicamente, esa presencia material
del aforismo como una mónada que se autoexplica a sí misma equivaldría a
la pasión materialista de Montaigne (2007): Yo
quiero que las cosas sobresalgan y colmen a su manera la imaginación de quien
escucha, que no haya ningún recuerdo de las palabras. (…) La elocuencia hace injusticia a las cosas.
Ignoramos, finalmente, si la naturaleza gnoseológica del
aforismo puede aspirar a la objetividad y universalidad del conocimiento que
vehicula, porque la radical subjetividad desde la que nace induce a pensar que
se trata de un objetivo imposible, e incluso indeseable, puesto que si se
cumplieran aquellas condiciones el aforismo no caería del lado de la literatura
sino del de la ciencia o del de la filosofía tradicional. Así pues, es cierto
que los aforismos aspiran a que sus enunciados sean válidos universalmente,
pero no lo es menos que su íntima naturaleza es la de discrepar de sí mismos en
el mismo acto de la enunciación, que, apenas han sido formulados, florece, como
por arte de birlibirloque, su refutación, según hemos leído líneas arriba.
Louis Groarke (2007) sostiene que el conocimiento que se manifiesta en el aforismo constituye una
categoría epistemológica básica o primitiva, esto es, la aprehensión inmediata
o directa de algún tipo de conocimiento inexplicablemente revelado, lo que
lo sitúa inmediatamente en la órbita genérica de lo poético y lo aleja de la
del conocimiento tradicionalmente considerado como tal. Sin embargo, la
definición del aforismo elaborada por Celia Fernández Prieto y Carlos Castilla
del Pino(1994): Frases breves y compactas
que, desde su aparente levedad, van erosionando y desmantelando los anclajes
lógico-lingüísticos de nuestras certezas, lo que hace es convertir a los
aforismos en auténticos dinamiteros de nuestro saber establecido, algo que, en
el fondo, tampoco está tan lejos del propósito, nunca declarado, del discurso
poético. El carácter iconoclasta del aforismo lo define a la perfección
Fernando Aramburu cuando habla de los aforismos como “filosofía a traición”.
Esa concepción del aforismo como un conocimiento revelado,
y dependiente, por tanto, de la inspiración, del tradicional “rapto
poético”, no puede hacernos olvidar la marcada vertiente didáctica de la
aforística, un género que nace, como ya sabemos, como un repertorio de consejos
para ayudar a los demás a conducirse en la vida de cada día, haciendo frente
con ello a situaciones de tipo práctico, alejadas de saberes abstractos.
Quizás, de entre los conocimientos clasificados como tales, es el de la Ética,
como ya hemos dejado establecido líneas arriba, al que más se acerca el
conocimiento propio de la Aforística. O el Aviso,
como sugiere Alfonso Lázaro Paniagua (1997):
Lejos del
pensamiento como género y de la máxima oral; el aforismo no es un apunte que se
entrega al discurrir; aspira, más bien, a imponerse como una iluminación
súbita. Tampoco pretende adoctrinar. Más cerca del “aviso” en este punto,
quiere provocar y afectar a la inteligencia para que se mantenga prevenida,
pero lo quiere hacer por sorpresa, desbancando de un trazo todo supuesto
dogmático –en efecto, el estilo aforístico es por definición antidogmático– y
aún más, afirmando una verdad que despista al sentido común: <>, Bergamín apunta siempre
desde un extremo para iluminar el aforismo, para revelarlo en un fogonazo. El
aforismo basa su virtud en lo certero de su expresión. La pasión y la razón
aunando esfuerzos se lanzan a la diana y ya todo depende del tino del que
partió. En el aforismo cuenta el tino, lo certero de su disparo, por eso
<>. A veces, el aforismo
puede confundirse con la greguería, no en vano Bergamín –frecuentador de Pombo–
consideró a Ramón Gómez de la Serna como su maestro.
De más está recordar la distancia ya mencionada a que
sitúa Ramón la greguería del aforismo y el carácter envarado y dogmático que a
este le atribuye para distanciarlo de la gracia, el lirismo y el humor de sus
inolvidables greguerías. Ahora bien, el elogio de lo certero, esto es, del
logro de la expresión poética acaba uniendo aforismo y greguería en una sola
manifestación genérica.
Volvamos, para acabar, a aquella hermenéutica cervantina
de la que escribe Ortiz-Osés (2006), y según la cual:
Los aforismos
son quijoterías, gesticulación en el aire, atrapahuecos: proyección de un
sentido trashumano en la realidad deshumana,, contrapunteado por la humana
presencia sanchopancesca. Recuperamos así la hermenéutica cervantina, la cual
trata de mediar entre lo real quijotesco y lo real sanchopancesco, buscando
remediar los contrarios en una filosofía de la convivencia a través de la
correlativización de los extremos.
De donde, casi por arte de birlibirloque, saldría el
justo medio, tanto el aristotélico como el ilustrado, producto de la empatía de
los contrarios, de la exploración de la alteridad y de la capacidad
equilibradora de la misma. Como más tarde dice el propio Osés en uno de estos
aforismos de la serie Aforística y
quijotismo: La búsqueda del sentido:
la brusquedad del sinsentido, es decir, solo a partir de la sinrazón podemos
llegar, mejorados, acaso sublimados, a la razón vital que nos define como
especie sobre la tierra.