jueves, 3 de noviembre de 2016

El duende de los dóndes de la lectura y la escritura.




La inexistente determinación del espacio en dos actividades menos comunes de lo que podríamos imaginar: leer y escribir.


¿Dónde leemos? ¿Dónde escribimos? ¿Determina el espacio la calidad de nuestras lecturas o nuestros escritos? ¿Los favorece, los perjudica, es indiferente? ¿Suelen, quienes leen o escriben, tener comunes o extravagantes fijaciones espaciales al respecto? ¿Leemos o escribimos unas u otras cosas en función del lugar donde estemos en esos momentos? Estas y otras preguntas similares suelen dar pie a artículos de revistas literarias o suplementos dominicales ilustrados oportunamente con esas fotos-fetiche de los grandes escritores en sus lugares de creación, para pasmo y admiración de legiones de jóvenes noveles que construirán su espacio creativo, en parte, acaso, guiados por esa imaginería algo monótona, porque lo propio de los escritores es llevar adelante su tarea sobre una mesa, rodeado de libros y con una fuente de luz natural, a ser posible. Sin embargo, y a pesar de que pueda parecer una cuestión banal, anodina, trivial…, no es menos cierto que los demiurgos literarios que nos ayudan a ser lo hacen desde un estar muy concreto y que, más allá de telurismos y fetichismos, tenemos no poco de árboles-hombres que crecen con mayor vitalidad en función del suelo donde arraigan nuestras raíces, aunque, finalmente, como en el poema de Juan Ramón Jiménez, seamos ese “árbol distinto” de los árboles iguales, ese árbol “pasante”.
Sabemos que los espacios de la lectura son mucho más variados que los de la escritura, aunque, más allá de la “guarida” predilecta, el verdadero escritor escribe, como quien dice, en cualquier parte. Amigo tengo que reconoce haber escrito un libro, con guantes, y helado de frío, en la grada invernal del estadio donde su hijo se iniciaba en los secretos rudimentarios del balompié. Yo mismo tengo a bien deleitarme en escribir en los lugares más anodinos del mundo, como las cafeterías de las estaciones, en su día la de la estación de Sants, en Barcelona, por ejemplo, la mesa desnuda de un hotel provinciano, la consulta del podólogo, la cama del hospital en un postoperatorio, en el banco de una plaza pública o en las largas esperas de las salas de consulta médicas. Quien escribe, cuando lo hace, sufre un proceso de adelgazamiento existencial que lo lleva a existir en un mínimo espacio delimitado por las fronteras de la hoja o la pantalla del portátil, en el supuesto de que no haya alguien, ¿acaso Javier Marías?, que aún siga aporreando las rígidas teclas de las frecuentes Hispano-Olivetti, con el eco en los oídos de la marca mítica, Underwood, en los oídos. Todo desaparece del entorno, de la contigüidad de lo que lo rodea, y tiene la impresión sensual de haberse desvanecido, de ser algo así, como una mano que ejecuta una monótona danza sobre la hoja o unos dedos que picotean sobre las teclas dando el alimento al papel, en vez de recibirlo. Leer, ya lo hemos dicho, es actividad mucho más variada que la de la escritura, y, propiamente, no hay lugar en el mundo en el que alguien no haya leído alguna vez, puesto que ya se han inventado los libros acuáticos que incluso permiten la lectura sumergidos. Que no haya bibliotecas en los retretes, privados o públicos, siempre me ha parecido incomprensible, una especie de pudor o de respeto mal entendido, porque es privilegiado sitial para lecturas de todo tipo. En mi caso, por ejemplo, ya llevo leídas en él 800 páginas de las 1100 del primer volumen del Libro de los pasajes, de Benjamín, y no padezco de colitis, que conste. Tan habitual o más que esas lecturas *retretadas son las efectuadas en los transportes públicos, por más que algunas circunstancias del tráfico puedan acabar convirtiendo el tranquilo paseo ocular por las páginas en una scilocaribdeña travesía tempestuosa. Leer en las cafeterías forma parte del paisaje habitual, y no son pocas las que han redescubierto la decoración con libros de su espacio acogedor para atraer a jóvenes lectores que, sin embargo, ¡ay!, prefieren abrir la tapa de su portátil y leer en sus pantallas luminosas; algo parecido a lo que ocurre en las bibliotecas, lugares que ya no aceptan donaciones de libros y cuyas mesas de lectura cada vez tienen más ordenadores y menos libros. Leer en los comercios, cuando voy de escort consumista de mi conjunta, sí que suele llamar la atención, no lo niego, y no es actividad bien recibida por los vendedores, quienes la reciben casi como una afrente personal, hipostasiándose con la propiedad ajena de un modo servil que, a su vez, me llama a mí poderosamente la atención. Lo que cada vez se hace menos es la lectura *deambulante (voz cuya inexistencia en nuestra lengua me sorprende tanto como la desaparición de la propia modalidad lectora) sea in itínere o *medineante (Juan Goytisolo debería “exigir” a la RAE que incluyera su hermoso *medinear, y derivados, en el DRAE; él, que influencia supongo que habrá de tener…), aunque, a tenor de la peligrosa costumbre de caminar *enredomado (más injusticias léxicas…por pate de la RAE) en la pantallita del móvil, quizás hasta sea bueno que esa modalidad lectora desaparezca o se restrinja a lugares donde ha sido tradicional, como los claustros de los conventos o las alamedas de ciudades pequeñas. Leer en la bañera, si los libros no son sumergibles, tiene serios inconvenientes, sobre todo cuando el adormecimiento producido por la alta temperatura del agua y la relajación muscular ad hoc causan un estropicio harto desagradable e irreparable, como bien lo puede atestiguar algún volumen de mi biblioteca con hojas más arrugadas que los campesinos de Vela Zanetti. No hay sitio, pues, desde un campanario azotado por el viento, hasta una cueva bien iluminada, donde no se haya abierto un libro y un intelector sediento haya abrevado su sed; o un aula de universidad, como hice durante un año deliberadamente cuando, en estafa singular, se me dio, como Literatura española del siglo XX, La muralla de Calvo-Sotelo, entre otras joyas, lo que implicó que saliera de una Filología hispánica sin haber “visto” ni la Generación del 98, ni la del 14 ni la del 27 ni, por descontado, la del 36 y la del 50…; o las veces pedidas de todos los turnos habidos y por haber en quien no sabe hacer cola sin abrir el libro de turno para los mismos, para donde sean: la charcutería, la panadería o la pescadería… No se trata de llamar la atención, sino de leer con ella, una habilidad que la práctica de la intelectura en paisajes tan variados desarrolla notablemente, para pasmo de quienes suelen distraerse con el vuelo de la mosca veraniega, el ruido de la cañería invernal o la crepitación de los troncos en la chimenea. De hecho, el grado de experto intelector se adquiere cuando ni siquiera las propias moscas volantes del fatigado lector crónico o el desprendimiento del vítreo, ese apergaminado disco pendular, son capaces de distraerlo. Los espacios de la invención no son producto de lo inventado ni de ellos nace, necesariamente, la invención que nos deslumbra. Puede que, desde fuera, nos impresione tal o cual disposición, tal o cual caos u orden, pero me atrevería a decir que el espacio es totalmente adjetivo en la labor del escritor, que la concentración plena en la labor funciona como la absorción en la intelectura. De mí sé decir que nunca me he sentido más escritor que cuando he desaparecido físicamente, convirtiéndome en el caótico relieve fluyente de las líneas sobre el papel, ese tiempo mágico en el que ni siquiera la pausa forzada entre las tiradas de escritura permitía la reencarnación: pura voz que fluye deletreada, recortada contra el horizonte de lo insignificante. Es verdad que cualquier espacio es un reflejo de nuestra personalidad, y no hay más que entrar en los coches de nuestras amistades para advertirlo, pero no es menos cierto que atreverse a establecer un nexo causal entre la escenografía y lo creado excede con mucho de las precauciones con que toda hermenéutica procede. Es cierto que un aislamiento parece indispensable, pero cuando se ha conseguido escribir en una sala de profesores en una hora libre, no deja uno de ver ese requisito como una exquisitez, casi como un postureo hiperafectado. Si don Quijote fue gestado en la cárcel, donde lo fuera también Guzmán de Alfarache, y si el Cántico Espiritual de Juan de la Cruz fue escrito en la memoria del santo en las condiciones infrahumanas de su celda de castigo (Por cierto, ¿a quién le fue dado el privilegio sin par en la historia de la escritura de ir tomando nota precisa y preciosa de las estrofas que Juan de la Cruz iba desgranando como los corales de la granada de la que los amantes bebieron el mosto?), parece evidente, pues,  que, por más que nos atraigan lugares como la torre panóptica de Montaigne
donde instaló su biblioteca y su escritorio, nunca nos van a revelar el secreto de la excelencia de sus moradores, aunque sean gratos de visitar, indudablemente.







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