Rousseau íntimo: Ensoñaciones de un paseante solitario y
Rousseau éxtimo: El contrato social.
Rousseau es uno de esos autores
controvertidos que despierta tantas fobias como filias, y ello tanto en sus
días como en los siglos posteriores a su muerte, poco después de haber acabado
el volumen autobiográfico que hoy me convoca en este Diario, y no es de extrañar, porque, al margen de su psicología de
resistente existencial, con una vida sumamente compleja, llena de complejas
decisiones, sus teorías han alimentado polémicas inagotables que aún hoy tienen
cierta actualidad. Salvo fragmentos y citas de críticos y apologetas, nunca
había leído nada completo de él, aunque siempre supe que un título tan poderoso
como Ensoñaciones de un paseante
solitario me acabaría incitando a la lectura. Creo que lo hago en un
momento adecuado, porque coincide con mi propia dedicación autobiográfica, lo
cual permite un grado de reflexión que nace directamente de mi implicación
emocional en ese género tan poliédrico. Vale decir que tanto estas Ensoñaciones como Las confesiones… fueron
publicadas póstumamente, las primeras en 1781, tres años después de su muerte y
las segundas en 1788, diez años después de su muerte. De hecho, las Ensoñaciones podrían considerarse como
una suerte de apostilla final de Las Confesiones, aunque tienen entidad
propia y se redactan en un momento en que en Rousseau se acentúa la paranoia
que desarrolló al final de su vida: La
conclusión que puedo sacar de todas estas reflexiones es que nunca he sido
realmente idóneo para la sociedad civil donde todo es malestar, obligación,
deber, y que mi natural independiente me volvió siempre incapaz de las
servidumbres necesarias para quien quiere vivir con los hombres, escribe. Y
de ahí que se le imponga como una necesidad el refugio en su propio criterio
exclusivo: En la situación en que me
hallo no tengo otra regla de conducta salvo la de seguir en todo mi inclinación
sin cortapisas, a pesar de que ello lo reduzca a una soledad, a un
aislamiento de cuya necesidad él sabrá hacer virtud, obviamente, como es propio
de los espíritus fuertes, y aun sentimentales: Me he vuelto solitario o, como ellos dicen, insociable y misántropo,
porque la soledad más salvaje me parece preferible a una sociedad de malvados
que solo se nutre de traiciones y odio. El defensor de las emociones, del
sentimiento, el precursor del Romanticismo,
nos ha legado con sus Ensoñaciones
un modelo de escrito autobiográfico que se opone, a su propio juicio, al
“amañado” de Montaigne, al que le reprocha una complacencia excesiva, una
suerte de intento de no “hurgar en la herida” propia; un talante, pues, muy distinto del suyo, que no duda en exhibir
la gangrena moral que lo devora, al tiempo que no disimula su aversión a
cuantos enemigos, ¡por suerte!, ya no pueden hacer mella en él con sus malas
artes. La sinceridad “a calzón quitado” de Jean-Jacques contrasta con la
autoprotección de D Miguel de la Montaña, que traducía Quevedo: Pongo a Montaigne a la cabeza de estos
falsos sinceros que quieren engañar diciendo la verdad. Se muestra con
defectos, pero solo se atribuye los amables; no hay ningún hombre que no tenga
algo de odioso. Montaigne se describe con cierta semejanza, pero de perfil.
Quién sabe si algún rasgo del lado que nos ha ocultado no cambiaría totalmente
su fisonomía.
Harto
de ser perseguido por sus detractores, que lo ignoran todo de él y dan pábulo a
juicios que se repiten sin tener en cuenta ninguna circunstancia ni
explicación, Rousseau se mete en la libérrima composición de sus Ensoñaciones como una reafirmación de su
individualidad y un rechazo frontal de los férreos códigos de la vida social.
Las Ensoñaciones, así pues, son una
suerte de canto a la individualidad radical y un elogio sincero de quien, como
él hizo, es capaz de sustraerse a las impías exigencias de esa vida social y
sabe construirse una vida que, como es su caso, tuvo en el cultivo de la
botánica el aliado perfecto para resistir los embates de incluso quienes
fueron, en otro tiempo, sinceros amigos, porque Rousseau acabó enemistado con
todos los ilustrados, y Voltaire mismo acabará convencido de que su paranoia lo ha trastornado definitivamente. Es curioso
que el campeón de la bondad natural de la persona acabe sus días sumido en una
suerte de misantropía que solo halla consuelo en la elaboración de sus álbumes
de botánica y en la divagación libérrima sobre lo divino y lo humano,
principalmente lo último.
Ningún
libro, sin embargo, más humano, espontáneo, sincero y directo que este: Heme aquí, pues, solo sobre la tierra.
Con esta declaración se abre el libro, cuyos ecos nos recuerdan el salmo
quevediano: Vive sólo para ti si
pudieres, pues sólo para ti si mueres, mueres. Para sí solo escribe
Rousseau y se congratula de ello repetidamente a lo largo del libro. Estamos
ante una obra confesional pura y dura, en la que el autor detalla con total
sinceridad su manera de vivir, de hacer, de pensar, de escribir, de
relacionarse…, aunque, como demuestran los manuscritos, llenos de tachaduras,
de rectificaciones, de vacilaciones, se
trate de una sinceridad que le cuesta expresar, por más que el tono general de
las Ensoñaciones sea el complaciente
de quien, ¡por fin!, hace exclusivamente lo que le viene en gana y no paga
ninguna deuda social ni se somete a ninguna exigencia que condicione su
libertad. Ello no quiere decir, no obstante, que Rousseau eluda incluso hacer
frente a decisiones vitales suyas tan polémicas como la entrega a la inclusa de
sus cinco hijos. Como él dice: Entre mis
contemporáneos hay pocos hombres cuyo nombre sea más conocido en Europa y cuyo
individuo sea más ignorado. Las Ensoñaciones,
pues, lo que pretenden es dar a conocer al individuo,
el mismo que se defiende con estas razones de la acusación de padre sin
entrañas: Comprendo que el reproche de
haber llevado a mis hijos al hospicio haya degenerado fácilmente, con un
pequeño sesgo, en el de ser un padre desnaturalizado y odiar a los niños. Sin
embargo, es muy cierto que fue el temor a un destino mil veces peor para ellos
y casi inevitable por cualquier otra vía lo que me determinó a hacerlo así. Si
hubiera sido más indiferente hacia lo que sería de ellos y, al estar fuera de
cuestión educarlos yo mismo, en mi situación tendría que haberlos dejado educar
por su madre, que los habría echado a perder, y por su familia, que los habría
convertido en unos monstruos. Todavía tiemblo al pensar en ello. La
referencia al terror que le producía que sus hijos hubieran sido educados por
su mujer estará en consonancia con la concepción de la mujer que Rousseau
detalla en el libro V de su Emilio o De
la educación a través, paradójicamente, del modelo encarnado en Sofía
contra el que luchó Mary Wollstonecraft
en una apasionante obra que, azar de azares, estoy leyendo estos días (noches
de insomnio incluidas): Vindicación de
los derechos de la mujer, y sobre la que traeré noticia este Diario
en su momento.
Las
Ensoñaciones constituyen una radiografía
apasionante en la que no sé qué apreciar más, si los detalles o el conjunto,
porque como obra compacta, sin llegar a las Confesiones
de San Agustín, ni tampoco a sus propias Confesiones,
de las que dicen que son algo tediosas, y que, en consecuencia, no me atraen
como sí me han atraído las Ensoñaciones,
constituye un sólido ejemplo de obra autobiográfica, pero en sus muchos
detalles se nos revelan apreciaciones de muy alto valor psicológico y
emocional. Sí, probablemente sea absurdo distinguir entre el todo y las partes,
pero a veces no todas las partes suman un todo que nos convenza, como ocurre,
por ejemplo, en el cine: una excelente fotografía, una buena banda sonora o
unas interpretaciones sólidas no son garantía alguna de que veamos una excelente
película, si sucede que tenga un guion deleznable o errático, o una puesta en
escena chata, anodina. Lo que si convencerá a los lectores de que nos hallamos
ante una obra extraordinaria es el argumentum
ad passiones que desarrolla el autor a lo largo de toda la obra: La difamación, el abatimiento, el escarnio,
el oprobio con los que me han cubierto ya no son susceptibles de seguir
aumentando o mermando; hemos quedado igualmente al margen: ni ellos pueden
agravarlos ni yo sustraerme a ello. Estaban tan urgidos por colmar la medida de
mi miseria que todo el poder humano auxiliado por todos los ardides del
infierno no sabría añadir nada más. El propio dolor físico, en lugar de
incrementar mis penas, las distraería. Al hacerme gritar quizá me ahorrase
gemidos y los desgarros de mi cuerpo suspenderían los de mi corazón.
Estamos ante el sello personal de la obra de Rousseau esa suerte de siento, luego existo, que lo caracteriza
frente a quienes endiosaron la razón. Las Ensoñaciones
está teñida de una melancolía propia del alma apaciguada, del alma que ya no se
deja arrastrar ni al conflicto embrutecedor ni a la polémica estéril, es una
obra de postrimerías en la que el autor, sin lamentar el paso del tiempo o su veloz
huida, no deja de reflexionar sobre cierta ironía última de sus enseñanzas: La juventud es el tiempo de estudiar la
sabiduría; la vejez es el tiempo de practicarla. La experiencia siempre
instruye, lo confieso; pero solo resulta provechosa para el espacio que uno
tiene por delante. ¿Acaso el momento en que hay que morir es el de aprender
cómo se habría debido vivir? ¿De qué me sirven unas luces tan tardías como
dolorosamente adquiridas acerca de mi destino y de las pasiones ajenas que lo
han fraguado? Solo he aprendido a conocer mejor a los hombres para sentir con
una mayor intensidad la miseria en que han sumido, sin que ese conocimiento al
descubrirme todas sus trampas me haya podido hacer evitar ninguna. Con
todo, y por no desmentir el dicho de Solón de que no hay edad en la que no se
pueda aprender algo, Rousseau se recuerda que
la paciencia, la benignidad, la resignación, la integridad, la justicia
imparcial son un bien que uno se lleva consigo y del que puede enriquecerse sin
cesar, sin temer que la propia muerte nos haga perder su valor. Este es el
único y útil estudio al que consagro el resto de mi vejez. Dichoso si merced a
mis progresos sobre mí mismo aprendo a salir de la vida, no mejor, porque esto
es imposible, pero sí más virtuoso de lo que vine a ella.
Las Ensoñaciones
abundan en reflexiones de orden moral e intelectual que recogen, como aforismos
al final del camino de la vida, una sabiduría destilada gota a gota de
sufrimientos e incomprensiones que siempre jalonaron la peripecia vital de
Rousseau, huérfano de madre desde inmediatamente después de ser alumbrado e
imposible cuidador de su propia prole: entregada al hospicio para garantizarles
la supervivencia. Jamás he creído que la
libertad del hombre consista en hacer lo que quiere, sino más bien en no hacer
nunca lo que no quiere, y esta es la libertad que yo siempre he reclamado, a
menudo conservado, y por la que he sido el mayor escándalo para mis
contemporáneos: esta afirmación de la individualidad del autor es una de
las constantes a lo largo de las páginas del libro: Mi temperamento ha influido mucho sobre mis máximas, o más bien sobre
mis hábitos; porque casi no he actuado conforme a reglas o casi no he seguido
otra regla en cualquier asunto que los impulsos de mi natural. No empero,
nos confiesa que Plutarco fue siempre una de sus lecturas favoritas; un autor
que, como confiesa en su correspondencia, cayó en sus manos a los seis años y a
los ocho se lo sabía de memoria: Plutarco
es quien más me atrae y más provechoso me resulta. Fue la primera lectura de mi
infancia y será la última de mi vejez; casi es el único autor al que nunca he
leído sin sacar algún provecho. Pero
llama mucho la atención, tratándose de él, el hincapié que hace en el esfuerzo
que siempre le ha supuesto la labor reflexiva: A veces he pensado con bastante profundidad, pero raramente con placer,
casi siempre a regañadientes y como a la fuerza; la ensoñación me relaja y me
divierte, la reflexión me fatiga y me entristece; pensar siempre supuso para mí
una ocupación penosa y sin encanto. De ahí, sin duda, su peculiar modo de
escritura: en papeles sueltos y en interminables paseos: La marcha tiene algo que anima y aviva mis ideas: cuando estoy quieto
apenas puedo pensar. Y lanzo mis
pensamientos esparcidos y sin continuidad sobre trozos de papel, a continuación
coso todo eso mal que bien y así es como hago un libro. Algo que, como
veremos más adelante, se manifiesta de lleno en la creación de uno de sus
libros más famosos, El contrato social,
cuya lectura nos ilumina, desde aquella época de apasionado racionalismo y profunda sentimentalidad, buena parte de las
retorcidas raíces de nuestro desconcertante presente político. En este de las Ensoñaciones, sin embargo, dicho método
casa perfectamente con el género, porque Rousseau se entrega a ellas fiado en
la absoluta libertad con que puede hablar de cualquier cosa, sea la pasión
última que sintió por la botánica, sea la necesidad de concluir que no los
tiempos felices son los que se prefiere recordar: a través de las vicisitudes de una larga vida, he observado que las
épocas de gozos más dulces y placeres más vivos no son, sin embargo, aquellas
cuyo recuerdo me atrae y me afecta más. El desengaño está muy presente en
sus últimos años, porque la sabiduría, ciertamente, no le ha acercado a la vida
plena con que sueña cualquier idealista como él: no hay nada sólido a lo que pueda aferrarse el corazón. Aquí abajo solo
impera el placer efímero; dudo que sea conocida la felicidad duradera. ¿Cómo
puede llamarse felicidad a un estado fugitivo que además nos deja el corazón
inquieto y vacío, que nos hace añorar alguna cosa antes o desear aún alguna
cosa después? Es, desde esa convicción, desde la que evoca una anécdota que
recorre el cuerpo con un escalofrío de horror:
Espartano dice que Similos,
cortesano de Trajano, tras abandonar sin disgusto personal alguno la corte y
todos sus empleos para ir a vivir apaciblemente al campo, hizo poner sobre su
tumba estas palabras: ‘He morado setenta y seis años sobre la tierra, pero he
vivido siete’. Algo parecido puedo decir de mí, aun cuando mi sacrificio haya
sido menor. Yo no he comenzado a vivir sino el 9 de abril de 1756. Sin
embargo, las Ensoñaciones actúan, en
su microcosmos como un reducto de libertad absoluta donde poder conquistar, por
fin, esa suerte de ataraxia que, en su caso, adopta el nombre de indiferencia: no es poca cosa, sobre todo a mi edad, haber
aprendido a ver la vida y la muerte, la enfermedad y la salud, la riqueza y la
miseria, la gloria y la difamación con idéntica indiferencia. Todos los demás
ancianos se inquietan por todo; yo no me inquieto por nada. Esa es su
última y definitiva victoria.
El contrato social
Si el propio Rousseau, en confidencia postal a Jean Dussaulx, traductor de Juvenal y admirador suyo, ya defendía que en cuanto al Contrato social, los que se alaben de entenderlo por entero son más hábiles que yo. Es un libro a rehacer; pero yo no tengo ni fuerzas ni tiempo para ello, lo cual remacha en el pórtico del tercer libro de este singular tratado totalitario: Advierto al lector que este capítulo debe ser leído despacio, y que yo no conozco el arte de ser claro para quien no quiere prestar atención, pronto se echará de ver que nos hallamos ante una reflexión -sí, una de esas que le hacían poco menos que sudar sangre al sensible Jean-Jacques- de orden social que, por falta de suficiente y continuado esfuerzo intelectual se ha quedado a medio camino de la teoría política, de un proyecto de utopía e incluso del inicio de la nueva ciencia sociológica, que aún tardaría lo suyo en llegar. El propio Rousseau anunciaba que lo publicado era una parte de un proyecto mucho más ambicioso que llevaba por título Institutions politiques, del cual lo presente no es más que una selección que el autor ordenó y compuso en forma de libro para darlo a la imprenta, destruyendo el resto de material sobre el que no estaba dispuesto a seguir trabajando para cumplir el proyecto original.
Así pues, buena parte de El
contrato social no pasa de ser una colección de ideas sobre los fundamentos
de las sociedades humanas y el mejor modo de organizarlas políticamente para
ponerlas al servicio de lo que él denomina “el bien común”. Rousseau representa
una concepción social diametralmente opuesta a la de Hobbes, y la sociedad
fundada en el contrato social dista mucho del Leviatán del inglés. Frente a la intrínseca maldad del hombre que
defiende Hobbes, Rousseau apela a la bondad natural propia del hombre que solo
es corrompida por la sociedad. Se trataría, en consecuencia, a través del
contrato social de recuperar lo mejor de la naturaleza y esquivar lo peor de la
civilización corrupta creada por el hombre en su apartamiento de esa devoción
natural. La teoría fundamental del Contrato
la expone Rousseau apenas iniciado el libro, porque, una vez sentado que la
única agrupación “natural” humana es la familia, hace falta dar un salto
contractual para fundamentar la “voluntad popular”, la “soberanía”: Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y
recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo. En el mismo
instante, en lugar de a persona particular de cada contratante este acto de
asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros
como votos tiene la asamblea, el cual
recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta
persona pública que se forma así por la unión de todas las demás, tomaba en
otro tiempo el hombre de Ciudad, y toma ahora el de República o el de cuerpo
político, al cual llaman sus miembros Estado cuando es pasivo, Soberano cuando
es activo, Poder cuando lo comparan con otros de su misma especie. Por lo que
se refiere a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo, y se
llaman en particular Ciudadanos como participantes en la autoridad soberana, y
Súbditos como sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos suelen
confundirse y tomarse uno por otro; basta saber distinguirlos cuando son
empleados en su sentido preciso. Adviértase la apostilla a su propia teoría:
la radical indeterminación terminológica que alimenta este campo, motivo de
enfrentamientos y posicionamientos políticos enconados que derivan, en un quítame
allá esas pajas, en enfrentamiento civil. Lo que construye Rousseau es una
antropomorfización de la voluntad popular, algo así como un Golem al que se le
ha de rendir el tributo de la propia vida, porque el individuo, para firmar el
contrato social que le permite la supervivencia, ha de someter vida y hacienda
a ese soberano máximo que dispone de todo y de todos, porque el bien común,
bien que sutilmente interpretado por el poder ejecutivo, se antepone a todo, la
libertad individual incluida, por más que Rousseau cimente el poder de la
voluntad popular en esa suerte de cesión de la libertad individual con que se
construye la libertad general. Si no lo he entendido mal, dado que el autor
sugiere que puede ser fácilmente malinterpretado, Rousseau establece en El Contrato social los fundamentos del
totalitarismo político: Si el Estado o la
ciudad no es más que una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus
miembros, y su cuidado más importante es el de su propia conservación, le es
necesaria una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer a cada parte
de la manera más conveniente al todo. Así como la Naturaleza da a cada hombre
un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo
político un poder absoluto sobre todos los suyos, y es este poder el que,
dirigido por la voluntad general, lleva, como he dicho, el nombre de Soberanía.
La defensa de la soberanía, que para Rousseau es “indivisible”, se pierde a
veces en una cierta ambigüedad que le lleva a Rousseau a sospechar de la
facilidad con que esa “voluntad general” puede ser traicionada: La voluntad general es siempre recta, pero
el juicio que la guía no siempre es claro. Continuamente el autor oscila
entre el polo de la libertad individual que incluso justificaría la posibilidad
de “salir” pacíficamente, con todos los bienes propios, de ese “contrato y el
poder omnímodo de la voluntad popular. En cualquier caso, y eso es importante
dentro del sistema que propone el autor, cualquier organización social pasa
necesariamente por el establecimiento de las leyes que la hacen posible, requisito
imprescindible para que esa voluntad popular sea indiscutible y propia. La legitimación
es imprescindible. Y de ahí el encumbramiento del poder legislativo como el
verdadero poder popular, por encima, incluso, del ejecutivo o el judicial. De
hecho, en un razonamiento que despertará la curiosidad, sin duda, de cuantos
suelen enfrentar en nuestro país la idealizada segunda república a la actual
monarquía constitucional, Rousseau se descuelga con este razonamiento singular:
Llamo
república a todo Estado regido por leyes, cualquiera que sea su forma de
administración; pues solo entonces gobierna el interés público y la cosa
pública representa algo. Todo gobierno legítimo es republicano. No siempre
entiendo por esta palabra una aristocracia o una democracia, sino en general
todo gobierno guiado por la voluntad general, que es a ley. Para ser legítimo,
no debe el gobierno confundirse con el soberano, sino ser el ministro del
mismo; en este caso la monarquía misma es república. No somos pocos, creo,
lo que hablamos, en el caso de España, de una monarquía federal, dado nuestro
sistema autonómico, y aun no me importaría hablar de una monarquía republicana,
siguiendo el razonamiento de Rousseau. Con todo, y damos, de nuevo, un volantazo
hacia el totalitarismo que garantiza la supervivencia de la república: Para que el pacto social no sea un
formulario vano, implica tácitamente el compromiso, único que puede dar fuerza
a los otros, de que el que se niegue a obedecer la voluntad general será
obligado a ello por todo el cuerpo, algo que, teóricamente, hemos de
entender que es congruente con su defensa de que la fuerza no hace el derecho, y que no estamos obligados a obedecer más
que a los poderes legítimos. Hay implícita, en la fundamentación del
contrato social, una teoría antropológica que enlaza con la famosa del “hombre
nuevo” del marxismo soviético: El que se
atreve a emprender la formación de un pueblo debe sentirse capaz de cambiar,
por decirlo así, la naturaleza humana.; de transformar a cada individuo, que en
sí mismo es un todo perfecto y solitario, en una parte de un todo mayor , del
que este individuo recibe en cierto modo su vida y su ser; de alterar la
constitución del hombre para mejorarla; de sustituir por una existencia parcial
y moral la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la
Naturaleza. ¿Cuál otro es el propósito de los atávicos nacionalismos identitarios
que bullen en nuestro Estado, sino el de crear un catalán, un vasco, un
gallego, un canario o un asturiano prototípicos, encarnaciones de la emanación
determinante del suelo patrio en el que se arraiga su concepción telúrica,
puestos al servicio del gran tótem nacional de la tribu: Cataluña, Euskal Herría,
Galicia, Canarias, Asturias…?
El Contrato social explora también no solo formas de
gobierno, sino que se adentra en un revisión histórica de los modelos griego y
romano e incluso se arriesga a la elaboración de una sociología política
rudimentaria cuyos postulados, con la perspectiva desde la que escribimos hoy, el
siglo XXI, casi nos parecen auténticas supersticiones de aquellas contra las
que luchaba el padre Feijoo. Me ha parecido interesante la crítica de la
sobrerrepresentación política, porque es posible que en ella ancle sus raíces
la tradición del secular centralismo francés: La administración resulta más difícil en las grandes distancias, como
un peso resulta más pesado en el extremo de una palanca mayor. Resulta también
más onerosa a medida que se multiplican los grados; pues cada ciudad tiene
primero su propia administración, que paga el pueblo, cada distrito la suya,
que también paga el pueblo; luego, cada provincia; después los grandes
gobiernos, las satrapías, los virreinatos, que hay que pagar cada vez más caros
a medida que se va ascendiendo y siempre a expensas del desdichado pueblo; por
último viene la administración suprema, que lo aplasta todo. Tantas sobrecargas
agotan continuamente a los súbditos; lejos de ser mejor gobernados por todos
estos diferentes órdenes, lo son peor que si no hubiera nada más que uno por
encima de ellos. Entre tanto, apenas quedan recursos para los casos
extraordinarios, y cuando hay que recurrir a ellos, el Estado está siempre en
vísperas de su ruina. Como dice más adelante, con harta clarividencia
económica: El Estado civil no puede
subsistir sino cuando el trabajo de los hombres produce un excedente sobre sus
propias necesidades, de ahí, pues, que estamos endeudados hasta las cejas
para “mantener” bastante por encima de nuestras posibilidades una
superestructura política que no se corresponde con el grado de pobreza del
país: Por poco que el pueblo dé, cuando
ese poco no vuelve a él, dando siempre se agota pronto. El Estado no es nunca
rico, y el pueblo es siempre mísero
Para hacernos una idea del diletantismo sociológico de Rousseau,
basta leer las siguientes líneas, llenas de un candor, de una ingenuidad, que
raya en lo seráfico: aun cuando todo el
Sur llegara a estar lleno de repúblicas y todo el Norte de estados despóticos,
no por ello sería menos cierto que, por efecto del clima, el despotismo
corresponde a los países cálidos, la barbarie a los países fríos y la buena
política a las regiones intermedias. (…) Cuanto más cerca del ecuador, con
menos viven los pueblos. (…) Las mismas sensibles diferencias vemos en Europa
en cuanto al apetito entre los pueblos del Norte y los del sur. Un español
vivirá ocho días con una sola comida de un alemán. En los países donde los
hombres son más voraces, el lujo existe también en las cosas de comer. En
Inglaterra se muestra en una mesa llena de manjares; en Italia, os obsequian
con dulces y flores. Lo del español comiendo ocho días con una sola comida
del alemán es, realmente, de antología… Se ve que Jean-Jacques no conoció los
guisos patrios: el cocido, la fabada, la escudella…
Coherente con su teoría del bien común y amante de la
política grecolatina, sobre todo de la lacedemónica, por la que Rousseau sentía
viva admiración, como compendio de las virtudes humanas en la administración
del bien social, el filósofo del sentimiento opta por un sistema asambleario
que permita un control individual estricto de la “ortodoxia” de la voluntad
popular: además de las asambleas
extraordinarias que ciertos casos imprevistos pueden exigir ha de haberlas
fijas y periódicas sin que nada pueda abolirlas ni prorrogarlas, de tal modo
que un día señalado sea el pueblo convocado por la ley sin que haga falta para
ello ninguna otra convocatoria formal. Para Rousseau es evidente que desde el instante en que el servicio público
deja de ser el principal interés de los ciudadanos y que prefieren servir con
su bolsa antes que con su persona, el Estado se encuentra ya cerca de su ruina.
(…) Desde el momento en que alguien dice de los negocios del Estado: ¿a mí qué
me importa?, se debe saber que el Estado está perdido. Se trata, así pues,
de un contrato de participación social, muy al estilo del de los traicionados
círculos de Podemos, porque, alcanzada la representatividad y organizados como
el resto de la casta, ¿qué diferencia hay entre los cerdos de Podemos y los
humanos de la casta? Ya lo dice el propio Rousseau: como quiera que sea, desde el momento en que un pueblo nombra
representantes, ya no es libre, ya no existe. Puede parecernos una “salida
de tono” del ginebrino, pero todo El
Contrato social está lleno de afirmaciones de esa naturaleza radical. Hay
una proclamación casi deísta de la voluntad popular y Rousseau es su profeta,
oscuro, como buen profeta, pero perfecto retratista de esa suerte de utopía que
él construye a partir de las leyes y de la cesión gratuita de la libertad
individual en aras del bien común. La lectura de El contrato social es estimulante, porque Rousseau es un hombre
apasionado, y salpica su texto constantemente de reflexiones morales de mucho provecho
y no poco ingenio, así como de anécdotas que me ha recordado mucho la infinita
facilidad y felicidad en el arte de la cita oportuna del maestro indiscutible
que es Fernando Savater: Dicen que los charlatanes del Japón
despedazan a un niño a la vista de los espectadores; luego, echando al aire
todos sus miembros uno tras otro, vuelve a caer el niño vivo y entero. Tales
son, aproximadamente, los juegos de manos de nuestros políticos; después de
desembrar el cuerpo social con una prestidigitación digna de feria, vuelven a
juntar las piezas no se sabe cómo. Lo que sucede igualmente en este apunte
antropológico de inestimable valor y absoluta verdad: Una vez establecidas las costumbres y los prejuicios arraigados, es
empresa peligrosa y vana querer reformarlos; el pueblo no puede siquiera
tolerar que se toque a sus males para acabar con ellos, como esos enfermos
estúpidos y sin valor que tiemblan al ver al médico. A pesar de sus
extravíos doctrinales, desde el punto de vista de la praxis es evidente que a
Rousseau no se le escapan ciertas realidades que siguen teniendo vigencia en
nuestros días, como ha puesto de manifiesto Piketty en sus estudios sobre la
desigualdad de las rentas: Si queréis,
pues, dar al Estado consistencia, aproximad los grados extremos todo lo
posible, no toleréis ni gentes opulentas ni pordioseros. Estos dos estados,
naturalmente inseparables, son igualmente funestos al bien común. Prefiero
acabar, con todo, con la interpretación aguda y paradójica del clásico por
excelencia de la politología: Maquiavelo: Fingiendo
dar lecciones a los reyes, las da muy grandes a los pueblos. El Príncipe, de
Maquiavelo, es el libro de los republicanos.