LA SAVIA FRESCA DE UNA VIEJA
SÁTIRA ILUSTRADA: La Carta de Paracuellos*, de Tomás Antonio Sánchez, el primer editor del Mío Cid
(Edición crítica de Juan Poz)
El prólogo es el teatro de las venganzas
Tomás Antonio Sánchez
Quienes hayan tenido la
oportunidad de ser jueces en un certamen literario habrán experimentado en no
pocas ocasiones un abanico de reacciones que, con total seguridad, habrán ido
de la depresión a la piedad, pasando por el desencanto, la ira, la perplejidad
y un reducido etcétera en el que no habrán faltado ni la compasión ni el
hastío. El desmesurado aumento social de la expresión escrita, sobre todo a
partir del fenómeno de los blogs y de las redes sociales, porque los SMS tienen
habitáculo en la criptografía, ha instalado en la conciencia de los usuarios de
dichos medios de comunicación, buena parte de ellos hablantes y escribientes
habituales del castellano, la infundada idea de que son “autores”, convicción
desde la que se progresa fulminantemente, como un abracadabra, hacia la
convicción de la gran pérdida que supone, para quienes lo ignoran, el hecho de
no estar estos al cabo de cuantas pretensiones aquellos teclean sobre los
sufridos archivos de Word.
Los concursos
literarios son los primeros receptores de ese caudal de energía escribana que
suele estar en relación directa con la ausencia de capacidad creativa e incluso
de hábitos lectores, por no hablar ya de un inconcebible espíritu crítico o la
inexcusable falta de higiene de la escritura normativa. Ni siquiera las
Escuelas de Letras han conseguido deshacer el entuerto señalado, y, buscándose
la vida como le es legítimo hacer a cualquier hijo de vecino, contribuyen a su
propagación, alientan a sus aplicados estudiantes a que fatiguen la paciencia,
solivianten el ánimo y suman en la desolación a los abnegados miembros de los
jurados correspondientes, es decir, y a juzgar por el número de ellos que se
convocan en la península, a un porcentaje de población nada despreciable.
Guiado por la
benemérita intención de ayudar a tantísimos noveles como aspiran a fatigar las
prensas de nuestro país, vínoseme a la mente proponerle al editor que se dejara
la publicación de un opúsculo que se intitulara Lo que un novel, bajo ningún concepto (o por encima de ellos) debe
escribir; Escilas y Caribdis que un
novel deberá esquivar para convertirse en autor; Lo que cualquier aspirante a autor debe evitar; Errores, erratas y errados… o cómo convertirse en autor, o algo
parecido; pero en el ínterin, mientras dedicaba mis esfuerzos investigadores a
menesteres de más enjuta doctrina, tuve la fortuna de tropezar con la presente Carta de Paracuellos, de Tomás Antonio
Sánchez.
La primera referencia a
la obra de Sánchez con que me tropecé fue la del presbítero José María Sbarbi
(1980) en su monumental Monografía sobre
los refranes, adagios y proverbios castellanos y las obras o fragmentos que expresamente
tratan de ellos en nuestra lengua, cuya primera edición es de 1891. Alli,
Sbarbi dice de la Carta de Paracuellos: Bonito
y no muy común libro, salpicado todo de tantos refranes como ironía. Al
hablar del folleto que contiene la Defensa
de D. Fernando Pérez, Sbarbi enmienda el error de atribución que había
cometido, adjudicándosela a Tomás Iriarte, sin duda llevado por el conocimiento
de la pública enemistad entre los Iriarte y Juan Pablo Forner. Pero en aquella
ocasión esos títulos y autores no significaron nada para mí. Posteriormente, en
el curso de esos esfuerzos investigadores ya mencionados tuve la ocasión de
encontrarme escaneada la obra en cuestión, labor benemérita que nunca se podrá
agradecer suficientemente. Entré en ella y…
Me bastó el título
completo de la obra para espolear mi curiosidad, y leer completa la jugosa Advertencia preliminar, para sentirme
interpelado muy directamente por la lúcida sorna cervantina de su autor. Me
percaté, así que proseguí la lectura, de que con una antelación de dos siglos
el eminente filólogo cántabro y agudo polemista se me había anticipado. Es
evidente que difieren bastante la república literaria de entonces y la de
ahora, y que acaso buena parte de los aspectos en los que se fija Tomás Antonio Sánchez de
Uribe les sean ajenos a los Bartolos
actuales, pero muchos otros les son, sin duda, de aplicación. De hecho, y a
pesar de la distancia señalada, entra de lleno Sánchez de Uribe, por ejemplo,
en el eterno problema del plagio, tan de actualidad, no sólo por los casos sonados
de autores conocidos, como Echenique, Bucay, Racionero, Etxebarría, Cela et alii, sino por la concepción que
algunos “finos” intelectuales, como el político extremeño Rodríguez Ibarra,
tienen de la creación literaria como plagio constante y sonante; no muy lejana
de quienes se amparan, para practicarlo, en la famosa intertextualidad, plaga a
la que, por otro nombre, llaman los bachilleres de toda España, sin
distinciones nacionales autonómicas, “recorta y pega”.
Así mismo, nuestro
autor, uno de los primeros en aplicar el método científico a las ediciones
filológicas, pone de relieve la escasa preparación, el ínfimo nivel literario,
y el deplorable manejo del idioma de quienes pretenden hacerse pasar por
autores, y a cuyos émulos, hogaño, un inmisericorde Manuel García Viñó y su
hija predilecta, la revista La fiera
literaria, han arreado estacazos críticos de desigual solvencia pero
uniforme acritud. Señala Tomás Antonio Sánchez una endeblez artística y
creativa que los avezados lectores reconocerán de inmediato como el principal
rasgo característico de un buen número de celebrados autores de nuestros días,
en cuyas obras solo hallan virtudes quienes, usuales metrolectores, tienen como
principios estéticos fundamentales “que se lee de un tirón”, “que no puedes
dejar de leer” o “que no se te hace pesada, para nada”.
Hemos de fijarnos en la
fecha de edición de la Carta de
Paracuellos que hoy rescatamos del olvido, 1789, para darnos cuenta de que
el Despotismo Ilustrado en España tiene los días contados, y de que la lucha
entre las diferentes corrientes que nacieron en su seno se va a decantar hacia
dos posturas enfrentadas: los afrancesados y los tradicionalistas. Los
partidarios de la libertad y de los avances sociales nacidos de la Revolución
Francesa, quienes prohijarán, en el inmediato futuro, la elaboración de la
Constitución de 1812, cuyo bicentenario
celebramos hace poco; y los defensores de los valores tradicionales y de la
monarquía absoluta que encarna, para ellos, la única soberanía nacional posible.
Es importante la fecha, digo, porque estamos en las postrimerías de una época
presidida por el afán polemista, una época en la que se han cruzado libelos,
prácticamente todos contra todos, y que constituye el contexto preciso de la
presente polémica entre Tomás Antonio Sánchez y Juan Pablo Forner, este último,
como es bien sabido, el auténtico campeón de las polémicas en el siglo XVIII,
pues no perdía ocasión de arremeter ya contra Iriarte, ya contra Trigueros, ya
contra García de la Huerta, ya contra el
propio Tomás Antonio Sánchez, ya, en fin, contra monsieur Nicolás Masson de
Morvilliers, por ejemplo, contra quien publicó en 1786 su muy famosa Oración apologética por la España y su
mérito literario, como respuesta al artículo de aquél, publicado en la Nouvelle encyclopedie methodique, en el
cual se preguntaba qué había hecho España por Europa durante los últimos seis
siglos: Que doit-on á l´Espagne? La Oración
de Forner, paradigma de la corriente apologista, tuvo sin embargo sus
detractores, como lo prueba la réplica publicada en cuatro entregas, del 30 de
enero al 6 de febrero, en El correo de
los ciegos, bajo el pseudónimo Josef Conchudo, atribuido ya a Iriarte ya a
Antonio Capmany, sin que hasta la fecha se tenga evidencia definitiva en uno u
otro sentido.
Con todo, lo sorprendente, para el lector que
se inicie en el conocimiento de ese siglo tan contradictorio a través de la
presente polémica sobre la Carta de
Paracuellos es, sin lugar a dudas, la sensación que le invade de que continuamente
se está produciendo un gran equívoco, que buena parte de esas polémicas
dieciochescas, algunas de ellas agrias, a pesar de su ingenio, son
enfrentamientos de carácter personal antes que ideológico, y que, en el fondo,
y con independencia de la posición ideológica de cada cual, no suelen, algunos
fieros contendientes, poner en duda los valores de la Ilustración o la preeminencia
de la nueva ciencia experimental, al menos hasta cierto punto. Otra cosa es el
bando de los llamados “apologistas”, enemigos declarados de la Ilustración y de
cuanto representa en término de avances de las libertades: de expresión, de
religión, de pensamiento, de participación, de reunión, etc.
Las polémicas
literarias, a veces rifirrafes sin cuartel, como los indisimulados odios que se
profesaron buena parte de los grandes autores del XVII: Quevedo, Góngora, Lope,
Cervantes, Juan Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina, etc., dejan chico el
enfrentamiento entre Sánchez y Forner, si bien ninguno de estos últimos, como
hicieron sus predecesores, renuncia a la exhibición del ingenio para
ridiculizar a su adversario. Desde nuestro anodino presente en el que el éxito
literario está en función de los grupos mediáticos que dominan el mercado, cuya
concepción de la literatura no va más allá del vergonzoso bestsellerismo y la hiperdifusión mediática de obras de escasísimo
interés artístico, vemos con algo de envidia aquellos duelos de ingenio, porque
ni rastro queda de ellos en nuestros días. Y quien hoy se atreve a discrepar,
como lo hizo con cierta valentía y tono zumbohiriente Ignacio Echevarría, al
desnudar las carencias estéticas y sentimentales de una novela de Bernardo
Atxaga, se expone al ostracismo y a la pérdida de la tribuna desde la que se ha
atrevido a tener criterio propio, como le sucedió a Echevarría, quien tuvo que
dejar el suplemento Babelia de El País tras la ya célebre crítica. ¡Qué
desperdiciada ocasión para que algún apologista de Atxaga, o incluso él mismo,
si se hubiera visto con mejores recursos que apelar a la sombra al famoso primo,
hubieran entablado una polémica que nos sacara del letargo en que los
diferentes grupos mediáticos nos tienen sumidos con la retahíla de obras
“imprescindibles” que publican semestralmente y que se vocean de todas las
formas posibles para ganar cuota de incautos lectores que después,
desengañados, dejan tales libros a la mitad para que, intactos, aparezcan en
las librerías de ocasión.
Lo más parecido a
aquellas añejas polémicas se ha vivido recientemente en el mundo del
periodismo, si bien el hecho de que uno de los contendientes sea un novelista,
nos permite acercar el ascua con la pata del gato. Me refiero a la dura
polémica entablada entre Arcadi Espada y Javier Cercas acerca de los límites de
lo real y lo inventado en la novelas de “formato” periodístico, si bien es
cierto que no puede hablarse propiamente de cruce de artículos, aunque para
quien sabe leer entre líneas tal cruce es un hecho, un fact, en modo alguno una fict.
Otra cosa son los ataques personales, las descalificaciones y los insultos que
tanto prodigan algunos autores que disponen de púlpito desde el que lanzarlos,
anónima o descaradamente; pero esa práctica abominable poco o nada tiene que
ver con la elegancia de las polémicas fundamentadas en la refutación ingeniosa
de los argumentos del contrario, que es lo que podrá leer el lector en esta
edición de la polémica sobre La carta de
Paracuellos, y agradecerá el relativo savoir
faire de los contendientes, y el derroche de ingenio y mordacidad. Por otro
lado, y aunque hablaremos de ello más adelante, el siglo XVIII es el del
nacimiento de un periodismo de opinión en España que sustituirá, con sus
limitaciones, la existencias de actores políticos que aparecerán, como tales,
un siglo más tarde. Su acción, personalísima, está ligada a nombres como el de
Cañuelo, el de Centeno, el de Nifo y, más adelante, el inmenso Larra,
verdaderos paladines de las reformas sociales, económicas e intelectuales del
país.
Aun siendo un siglo, el
XVIII, que no ha recibido la atención popular que merece, e incluso me
atrevería a decir que tampoco la crítica, por más que haya habido excelentes
investigadores que nos han ayudado a comprender aquel siglo complejo, como
Sarrailh, Hazard o Glendinning no sólo desde la óptica literaria, sino desde la
histórica, la política y, sobre todo, la filosófica, lo cierto es que en él se
dibujan con nitidez los rasgos definidores de esas dos Españas de una de las
cuales había de ser guardado por Dios el corazón del españolito al que cantaba
Machado para que no se lo rompiesen. Más allá de la pléyade de ilustrados que
asumieron los ideales que alumbraron las Luces, y que creyeron que podrían
cambiar el país con la sola fuerza de la razón, nunca dejaron de estar
presentes las fuerzas retrógradas que, a la larga, acabarían imponiéndose y llevando
al país a una miseria económica y moral de la que aún estamos, ¡en el siglo
XXI!, intentando salir, ¡con la oposición de esas mismas fuerzas!, aún
existentes y operantes socialmente.
En este país de
paradojas, si no una gran paradoja de paradojas todo él, no deja de ser
chocante que las fuerzas vivas del afán regeneracionista estuvieran
acaudilladas por un benedictino, Fray Benito Jerónimo Feijoo, y contara entre
sus filas con autores como el padre Isla, jesuita, autor de Fray Gerundio de Campazas, cuya segunda
parte publicó en el exilio, tras haber sido expulsada de España la orden en
1767, y autor de algunos textos crítico-apologéticos de gran interés, alguno de
ellos en defensa de Feijoo, por cierto; o el propio Tomás Antonio Sánchez,
sacerdote, todos ellos de abierta mentalidad proclive a la aceptación de los
avances científicos y a la necesidad de una revolución social que erradicara,
por ejemplo, la superstición y el atraso secular de la sociedad española a
través, fundamentalmente, de la educación, y que modificara estructuras de
producción feudales, como lo proponía la reforma agraria ideada por Jovellanos,
entre otras iniciativas.
En abierto contraste
con el Barroco que le precede, el periodo ilustrado estará huérfano de una
literatura que siquiera se aproxime a las cotas de calidad de la creada en
siglos realmente prodigiosos para la literatura española como lo fueron el XVI
y el XVII. En su lugar aparece una fiebre ensayística y una preocupación
científica, histórica y social que, anticipándose a Costa, Mallada y otros
regeneracionistas, pretendía sacar a España de su atraso, de la oscura noche de
los tiempos a la que la reivindicación, al buñuelesco grito de “¡Vivan las
caenas!”, del “deseado” Fernando VII –después protagonista de la “década
ominosa”– condujo inexorablemente.
No es mucho lo que se
sabe de la biografía de Tomás Antonio Sánchez porque encarna, como nadie, la
figura del erudito, del sabio dedicado a su labor, comprometido con su tarea
intelectual, a la que dedica todos sus esfuerzos; la de quien no se derrama en
empresas que caen más allá de su específico campo de acción, de modo que no se
resienta su dedicación a la creación del verdadero conocimiento de nuestra
historia literaria y de nuestra historia general como país. Nació en Ruiseñada,
un valle cántabro cercano a Comillas, el 14 de marzo de 1725, hijo de Adrián
Sánchez y de María Antonia Fernández de la Cotera, datos que consiguió su
paisano y crítico eminente, Marcelino Menéndez Pelayo. Ruiseñada, en la época
de nuestro autor, recibía el apelativo de “montañas de Burgos”, porque en el
orden administrativo eclesiástico Ruiseñada dependía de la capital castellana.
Se ordenó sacerdote y fue magistral de la Colegiata de Santillana de Mar,
puesto que dejó en 1761 cuando ganó plaza como escribiente en la Biblioteca
Real, donde entró tras haber recibido una formación exquisita, que incluía el
dominio del latín y sólidos conocimientos del hebreo, lo que le llevó a ocupar
la cátedra de regencia de Artes en la universidad de Salamanca. En 1761 entró
como escribiente de la Biblioteca Real, fundada por Felipe V a finales de 1711,
si bien abrió sus puertas al público en marzo de 1712, con un salario de 7.500
reales; cantidad que doblo cuando ascendió a bibliotecario en 1768. Con 71 años,
con 35 de trabajo, se le concedió lo que se denominaba “cédula de
preeminencias” que lo eximía de asistir al puesto de trabajo y le dejaba todo
el tiempo libre para dedicarse, junto con su amigo Juan Antonio Pellicer, a la
corrección y ampliación de la Biblioteca
Hispano Nova de Nicolás Antonio.
Antes de haber conseguido el puesto de escribiente, fue elegido miembro
de la Academia de la Historia, el 24 de julio de 1757, lo que prueba ya la
enorme reputación que le precedía. De hecho fue Director interino de dicha
institución entre el 16 de mayo de 1794 y 30 de noviembre de 1795, y no se
consolidó en el puesto, a pesar de sus méritos académicos, porque el duque de
la Roca, D. Vicente María De Vera Ladrón de Guevara,
marqués de Sofraga, Grande de España y
Mayordomo Mayor del Príncipe de Asturias, reclamó el puesto, y nada
podía el sacerdocio y la fama erudita contra un grande de España. Tanta fue
ésta, sin embargo, que el 3 de noviembre de 1763 fue elegido también Académico
de la Lengua, corporación en la que se encargaría de las correspondencias
latinas del diccionario, entre otras tareas, y en la que ocuparía el sillón G
mayúscula.
Desde 1779 hasta 1790 dedicó sus esfuerzos
Tomás Antonio Sánchez a la edición de los cinco volúmenes de su Colección de Poesías castellanas anteriores
al siglo XV, de los que solo vio publicados cuatro de ellos. El quinto, el
dedicado al Rimado de Palacio del
Canciller Ayala, se quedó sin ver la luz pública por no haber conseguido
suscriptores suficientes para hacer frente a la edición, algo que no había
pasado con los cuatro anteriores, los dedicados, respectivamente al Mío Cid
(1779), a Berceo (1780), al Poema de Alexandre (1782) y a las Obras del
Arcipreste de Hita (1790). La edición del excelentísimo poema épico castellano
le deparó la fama y el reconocimiento, tanto nacional como internacional,
aunque el viperino impugnador con quien contendió en esta polémica. Juan Pablo
Forner, tildara de antiguallas
aquellas obras que Sánchez supo editar con un rigor científico desconocido
hasta entonces.
Falleció en Madrid el
12 de mayo de 1802, casi en vísperas de un levantamiento popular que iba a
cambiar el destino del país para llevarlo por un camino, el del absolutismo
tradicionalista, que en modo alguno se compadecía con sus esfuerzos ilustrados
en pro de la regeneración de la nación, abriéndola, como sus admirados Feijoo e
Isla, a la benéfica influencia de las nuevas corrientes del pensamiento
filosófico y científico.
De Tomás Antonio
Sánchez, además de su magnífica, de su excelente obra filológica, considerando
sobre todo que la lleva a cabo con
precariedad de medios, con limitaciones metodológicas y con la
obediencia debida a la doctrina de la Iglesia, propia de su condición de
eclesiástico, nos queda la fina ironía de un polemista que no sólo se batió con
Forner, sino con otros, como D. Pedro Estala o D. Joseph Berni; la expresividad
socarrona de un hombre muy de su siglo, pero también muy del nuestro, porque
buena parte de lo que él denuncia en su opúsculo, la Carta de Paracuellos, podría ser dicho en nuestros días de no pocos
autores, no tanto noveles cuanto reconocidos, la endeblez artística de cuyas
obras clama sin cesar por la aparición
de quien grite a pleno pulmón que los reyes y reinas del momento van
desnudos…
Cierta imagen, aunque
algo distorsionada, de su condición erudita podríamos leerla en el cuento de
Clarín Un jornalero, en el que
Leopoldo Alas defiende la importancia del trabajo intelectual por encima de la
inmediatez de los acontecimientos históricos, como le ocurre al represaliado
profesor Gil de El poder cambia de manos,
de Czeslaw Milosz, del que nos habla Gimferrer en su Dietario (2002):
La
novela de Milosz empieza, acaba y se desarrolla en torno de un vértice, de una
escena central: un profesor que traduce a Tucídides en la Varsovia sovietizada.
Es así como el tiempo del despotismo suele hallar al intelectual: traduciendo a
Tucídides, o bien –como Pasternak, o como Josep Maria de Sagarra– traduciendo a
Shakespeare, o quizá –como Carles Riba– traduciendo a Sófocles. O bien leyendo
a Heródoto, como Ernst Jünger cuando, una mañana, recibe la innoble cédula de
movilización del Tercer Reich. Débil como es, desueto (sic) como es, a menudo
miope como es, el hombre de pensamiento tiene este reducto. De los papelotes antiguos
puede extraer el sentido, la razón moral de la existencia.
Como prueba de su excelente
sentido del humor, sin embargo, podemos referirnos al Loor de Don Gonzalo de Berceo que adjuntó a su edición de los
libros del primer autor de nombre conocido de nuestra historia literaria intentado
hacerlo pasar por una obra del tiempo del poeta sobre cuya autenticidad,
desdoblado en riguroso crítico, le caben muy serias dudas, como ejemplifica con
el incomprensible uso del adverbio estonce
en dicho Loor. Para redondear la
burla, Tomás Antonio Sánchez, que sabe que una de las imposibles y tópicas ambiciones de los eruditos consiste en
remedar un texto antiguo de tal manera que no se descubra el engaño –algo hoy
en día casi imposible frente a las dataciones rigurosas del carbono 14–, alerta
sobre la posibilidad de hallarnos ante un fraude: “Y por otra parte, ¿quién
sabe si algún moderno bienintencionado, y no menos empapado en el estilo de don
Gonzalo, tomó la honrada diversión de
remedarle, alabándole al mismo tiempo?” He aquí una muestra de esta imitación
tan singular:
En
el nomne de Dios que fiizo Cielo è tierra
Sin
cuyo guionaje tod’el que fabla erra,
Quiero
fer una prosa que noble gesta encierra
D’un
trovador famado de Rioia la terra.
En
un pueblo pequenno nomnado de Berceo,
Logar
de la Rioia, que yaz chizo paseo
De
Sant Millan de Suso, digolo sin rodeo,
Don
Gonzalvo fo nado: esto yo bien lo creo.
Esto
yo bien lo creo:dizlo en versos rimados
El
misme Don Gonzalvo, que miso en sus deytados
Verdades
bien fermosas, et dichos colorados:
Maguer
que lo creades, non seredes blasmados.
El talante pulloso del personaje, acostumbrado a la
soliviantada sociedad literaria de su tiempo, en permanente guerra de
descalificaciones y amiga de la bandería, se aprecia perfectamente en su
epistolario privado, recogido por Marcial Solana (1926) y del que entresacamos
alguna muestra, como la referencia suavemente malévola a Pérez Bayer
(1711-1794), filólogo y numismático, que era su superior en la Biblioteca Real
y quien le había encargado la edición de la Biblioteca
Nova Hispana de Nicolás Antonio, si bien su crítica venía precedida por el
conocimiento que tuvo Tomás Antonio Sánchez de que Bayer había informado
negativamente sobre él al conde de Floridablanca: Bayer no era filósofo, ni teólogo, ni jurisconsulto, ni matemático, ni
médico, pero fue alquimista y llegó por medio de ella a tener más de 20.000
pesos de renta. Fue un buen latino y tuvo conocimiento de algunos alfabetos
orientales, sin poseer ninguno de estos idiomas, y como en todo lo que escribía
encajaba palabras exóticas con caracteres de garambaina, los zotes poderosos le
tenían por un sabio enviado por Dios para asombro de los mortales de uno y otro
sexo.
Conociendo, aun
someramente, al personaje del cual editamos su magnífica Carta de Paracuellos, conviene que el lector tenga presente no sólo
quién fue su adversario para valorar exactamente la dimensión de una polémica a
las que sus autores dedicaron no poco esfuerzo, atendiendo a la extensión de
sus opúsculos; sino también cuáles fueron los antecedentes inmediatos del
“género”, porque estamos en un periodo, la segunda mitad del siglo XVIII, en
que parece que los autores se relacionen entre ellos a golpe de libelo o de
opúsculo, sea impugnador o apologético. La polémica, suscitado por la publicación
del texto original de Tomás Antonio Sánchez, consistió en una réplica reprobatoria de Forner y en una contrarréplica apologética de Sánchez, tres
textos que quisiera ver publicados en un solo volumen, pues en su época, la editora,
viuda de Ibarra, si bien vendió
individualmente los tres textos publicados, no es menos cierto que, dado
el interés suscitado, llegó a encuadernarlos juntos para venderlos, lo que
dista mucho de publicarlos como partes de un solo volumen.
Lo primero que hemos de
decir es que a la presente polémica no es ajena una publicación despiadada de
Forner en la que, cinco años antes de la Carta
de Paracuellos, destrozaba críticamente un poema de Cándido María Trigueros
(1736-1798), compañero de Sánchez en la Academia de Buenas Letras de Sevilla y
afín a ilustrados como Olavide y Jovellanos. Nos referimos al poema La riada, un “ladrillo” épico de casi
2000 versos, dedicado al conde de Floridablanca, en el que se describían los
dramáticos efectos de la riada provocada por el desmadre del Guadalquivir y se
proponían remedios técnicos de ingeniería para evitar futuras riadas. Forner se
revistió de D. Antonio Varas y publicó un furibundo ataque contra el joven
ilustrado. Ataque que debió de pesar en el ánimo de Tomás Antonio Sánchez
cuando lanzó alguna de sus pullas a Forner en su Carta de Paracuellos.
Variadas fueron las
polémicas de Forner, pero sobresale la que mantuvo con Iriarte tras publicar
Forner La fábula original del asno
erudito (1782) a la que contestó Iriarte con un folleto algo tibio titulado
Para casos tales suelen tener los
maestros oficiales: epístola crítico-parenética o exhortación patética que
escribió don Eleuterio Geta al autor de las “Fábulas literarias” en vista del
papel intitulado “El asno erudito”. (1782), travestido, como se advierte,
en el nombre de Eleuterio Geta. Ello dio pie a que, finalmente, Forner
escribiera su opúsculo Los gramáticos.
Historia Chinesca (1782), una obra contra la que Iriarte tuvo que movilizar
sus influencias cortesanas a fin de que se impidiera la impresión y difusión de
la obra. Fue el propio José Moñino, conde de Floridablanca, quien expidió la
orden de prohibición de la impresión del opúsculo de Forner, satisfaciendo los
deseos de Iriarte y contrariando los del aguerrido e infatigable polemista tan
suelto de lengua como agarrado a la fatuidad de su amor propio. La obra quedó
inédita casi doscientos años, hasta que vio la luz, rescatada por José Jurado,
en Espasa-Calpe, en 1970.
Polémica muy del gusto
de los eruditos de la época, y que afecta de manera episódica a Tomás Antonio
Sánchez, fue la que mantuvo el jesuita
Ignacio López de Ayala –que no le va a la zaga a Forner en carácter
desafiante y polemista– contra la obra de los hermanos Rodríguez Mohedano,
Rafael y Pedro, ambos frailes franciscanos, quienes, además de soportar los
ataques de los eruditos que criticaron aspectos metodológicos de su magna y ambiciosa obra, Historia Literaria de España, cuyo plan
abarcaba desde la Antigüedad hasta su
presente del XVIII, si bien no pasó de
Séneca, el siglo I de nuestra era, tuvieron que soportar también la
enemiga de sus propios compañeros de orden religiosa, quienes los denunciaron a
la Inquisición, ya que caracterizaba a los franciscanos de entonces un
oposición radical a las Luces. La obra, como casi todas entonces, había de
pasar una censura previa para que fuera autorizada su impresión, tarea que
recayó, para uno de sus tomos, en Tomás Antonio Sánchez, quien señaló, aunque
sin acritud, los errores metodológicos que impedían que la Historia prosperase
a un ritmo razonable. López de Ayala fue
menos piadoso, como se aprecia en la lectura de los tres opúsculos que publicó
contra los Mohedano. En el primero de ellos se travistió de Gil Porras y
Machuca para escribir una Carta crítica que fue contestada por un amigo y
compañero de orden de los Mohedano, el especialista en lenguas semíticas Fray
José Antonio Banqueri, que escogió el disfraz de Joseph Suárez de Toledo para
su Defensa de la Historia Literaria de
España y de los RR. PP. Mohedanos contra las injustas acusaciones del Bachiller
Gil Porras Machuca, de 1783. No tardó Ayala en responder con sus Reflexiones críticas sobre el tomo octavo de
la Historia Literaria, para lo que se disfrazó de D. Cosme Berruguete y
Maza, opúsculo en el que defendió, por cierto a Tomás Antonio Sánchez de la
acusación de “violeta” y “superficial” que le habían dirigido los Mohedano,
recurriendo éstos a uno de los primeros textos que abren la época de literatura
moral y satírica más densa de nuestra historia literaria, Los eruditos a la violeta, de José Cadalso, publicado once años
antes, en 1772. Finalmente, Ayala se disfrazó del Doctor Fulgencio de Rajas i
Peñalosa para rematar con su Carta misiva
la crítica fundamental hecha a los Mohedano, la superfluidad, avalándola con el
parecer de eruditos tan renombrados como Fray Enrique Flórez de Setién y
Huidobro (1702-1773), uno de los pioneros del criticismo histórico; el jesuita
Francisco Javier Lampillas (1731-1810), quien, tras la expulsión de la orden de
España, polemizó en Italia sobre el verdadero valor de la literatura española,
y el propio Tomás Antonio Sánchez a quien enmascara bajo el supuesto pseudónimo
de Bachiller Burlada, pues en realidad empleó, en aquella ocasión de su
polémica con el abogado valenciano Josep Berni, el de Pedro Fernández.
La historia de este
pseudónimo, transformado para la Carta de
Paracuellos en Fernando Pérez, merece una digresión obligada, pues, como se
recoge en la nota correspondiente al texto de la Carta, su historia es larga en
nuestra Literatura, y conviene conocer algo de ella. Pedro Fernández fue un
pseudónimo utilizado por diversos autores desde tan pronto, al menos, como
1726, en que lo usó el padre Francisco Isla (1703-1781) para atacar al
salmantino D. Diego Torres de
Villarrroel (1694-1770) en sus Glosas
interlineales en defensa del Dr. Martínez y de la obra de Feijoo, donde se
lee una expresión tan transgresora como divertida: “Se le daría indulgencia
plenaria (…) solo con que dixese conmigo: ‘Padre nuestro que estás en Oviedo…”.
Contestó Villarroel a esa ingeniosa descalificación del “astrólogo” con un
folleto, Carta del ermitaño a su amigo el
Gran Piscator de Salamanca, don Diego de Torres y Villarroel, sobre cuya
circulación poco se sabe, pues fue descubierto hace relativamente poco, en
términos históricos, 23 años, en la Biblioteca de Bartolomé March y dado a
conocer por Emilio Martínez en Archivum.
Revista de la Facultad de Filología de la Universidad de Oviedo, en el
número 37-38 del año 1987-1988. Con posterioridad, será Antonio Capmany (1742-1813) quien lo use
en su folleto intitulado Comentario sobre
el Doctor Festivo y Maestro de los Eruditos a la Violeta, para desengaño de
Españoles que leen poco y malo (1773), en que reflexiona no sólo sobre las
opiniones del barón de Montesquieu sobre
España en la carta LXXVIII de sus Lettres
Persanes (1721), donde éste señala,
en honor a la verdad, rasgos de la idiosincrasia española que ya fueron
criticados desde el Lazarillo; sino
que manifiesta su discrepancia con la encendida apología española realizada por
Cadalso en su folleto Defensa de la
nación española contra la carta persiana LXVIII de Montesquieu (Notas a
la carta persiana que escribió el presidente de Montesquieu en agravio de la
religión, valor, ciencia y nobleza de los españoles) un manuscrito que
corrió de mano en mano y que sólo fue publicado en 1970 por la Universidad de
Toulouse. Discrepa Capmany, sin embargo, de la patriótica defensa apologética
que hace Cadalso de España, defensa que no deja de contrastar,
sorprendentemente, con el agudo espíritu crítico y reformista que se manifiesta
en sus Cartas marruecas (1789),
imitación tardía de las del francés. El siguiente usufructuario del pseudónimo
sería nuestro Bachiller Fernando Pérez, quien lo usaría en la polémica con Josep
Berni en su Carta familiar al Dr.
D.Joseph Berni y Catalá, Abogado de los Reales Consejos, sobre la Disertación
que escribió en defensa del Rey Don Pedro el Justiciero, publicada en la Gazeta
de Madrid, el Martes 26 de mayo de 1778. Embiasela de Burlada, pueblo de
Navarra, el Bachiller D. Pedro Fernández. En Madrid, por Don Antonio de
Sancha. Después de Tomás Antonio Sánchez, hemos de esperar hasta el siglo XIX
para que Ramón de Navarrete (1818-1897), el popular Asmodeo, escritor y periodista
de fama en su época, lo use para sus colaboraciones en casi todos los medios de
entonces, desde La Gazeta hasta el Semanario Pintoresco Español, pasando
por La Época o La Ilustración Española y Americana. Fue Navarrete, como periodista,
un excelente ejemplar de cronista social y autor realista, de lo que hoy llamamos
novela negra, y entonces simplemente de “sucesos” o “crímenes”, y quizás
merecería una fama que sólo le ha sido esquiva en la implacable posteridad, que
no mientras vivió, y de la que disfrutó intensamente. Cerca del siglo XX, un
dramaturgo menor como Ceferino Falencia –cuyo nombre propio ya parece en sí un
pseudónimo– lo usaría en 1896 para firmar una obra: El señor Tromboni, adaptada de un original alemán, estrenada en el
Teatro Lara de Madrid el 24 de diciembre de 1896. Para el resto de la
información concerniente a pseudónimo de tanta prosapia, remito a los lectores
a la primera nota de la presente edición crítica.
Las polémicas
literarias e ideológicas constituyeron, por así decirlo, el eje vertebrador de
la actividad intelectual durante la segunda mitad del siglo XVIII, y bien merecerían todas ellas que alguna
editorial las recogiera y publicara periódicamente para cubrir, así, un vacío
de nuestra historia literaria, pues pocos serán los que acudan a los archivos
para interesarse por ellas, si bien la digitalización llevada a cabo por Google
de tantos fondos bibliográficos universitarios ha puesto a nuestro alcance buen
número de esas obras, con el consiguiente ahorro de tiempo para los
investigadores y la facilidad para captar nuevos lectores.
Al margen de las
referencias bibliográficas indicadas en la revisión diacrónica del uso del
pseudónimo Pedro Fernández, no quiero dejar de señalar la importancia de una
obra satírica en verso aparecida en 1742, en el volumen VII del Diario de los Literatos de España bajo
el título Sátira contra los malos escritores
de su tiempo, 99 tercetos más un cuarteto de impecable ironía parangonable,
en cuanto a la actitud del autor, Jorge Pitillas, pseudónimo de José Gerardo de
Hervás [algunos añaden “ y Cobo de la Torre” (? – 1742), a la del autor de la Carta de Paracuello, por más que el
poema sea manifiesta imitación del Discours
sur la satire, de Boileau. Véase el botón de preceptiva muestra de lo que
puede considerarse el testamento literario de Hervás, puesto que falleció al
poco de aparecer su poema, posteriormente
recogido en El Parnaso Español. Colección
de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos, por Juan José
López de Sedano (1768):
“Yo lo fío, copiante
perdurable,/ que de agenos andrajos, mal zurcidos,/formas un libro engerto en
porra ó sable;/y urgando en albañales corrompidos/de una y otra asquerosa Poliantea,/nos
apestas el alma y los sentidos”.
De hecho, Forner acusó
a Tomás Antonio Sánchez de haber plagiado no sólo a Isla, en su Gerundio, sino también a Hugo Herrera de
Jaspedós, que es el pseudónimo anagramático de José Gerardo de Hervás, y con el
que publicó dos memorables artículos críticos en el Diario de los Literatos contra D. Joaquín Casses, un epígono de
Gongora que escribió nada menos que El
rasgo ético, verídica epifonema y contra Pedro Nolasco de Ozejo, autor
del poema intitulado El
sol de los anacoretas, la luz de Egypto, el pasmo de la Tebaida, el assombro
del mundo, el portento de la Gracia, la milagrosa vida de San Antonio Abad…,
granjeándose por ello la enemiga del gremio de los apologistas al que
pertenecía Forner con todos los méritos posibles
Las sátiras contra el
estado de las letras en un momento concreto de la historia literaria de un país
constituyen casi un subgénero dentro de la sociología literaria, dado su
carácter doctrinal, paraliterario. Desde el Viaje
del Parnaso (1618) de Cervantes, serán innumerables las ocasiones propicias
para ejercer esa crítica, como la de Hervás. Dentro del subgénero han de entrar
incontrovertiblemente Los eruditos a la
violeta (1772), de Cadalso, si bien el verdadero blanco de dicha sátira es
el sistema educativo; Los Literatos
en Cuaresma (1773) de Tomás de
Iriarte; la Lección poética: Sátira
contra las vicios introducidos en la poesía castellana (1782) y La Derrota de los pedantes(1789), ambas
de Leandro Fernández de Moratín; obras todas ellas en las que se critica
el afrancesamiento léxico y sintáctico
de las Letras españolas.
Este repaso de las manifestaciones satíricas de la segunda mitad del
XVIII quedaría incompleto si no le dedicáramos unas líneas al fenómeno del
periodismo, fundamentalmente el de opinión, de tan decisiva importancia para la
conformación de lo que, no sin atrevimiento, podríamos llamar una incipiente
“opinión pública”, dada la individualidad extrema de muchos de esos loables
intentos periodísticos. Dejando al margen lo que podríamos considerar prensa
diaria según el esquema de los Diarios de Avisos, como el creado por Francisco
Mariano Nifo en 1758, que fue evolucionando, poco a poco, hacia el periódico
tal y como ahora lo conocemos, algo que, en España, sólo se cumpliría muy a
finales del XIX y principios del XX, con la aparición de diarios como El Imparcial, con su prestigioso
suplemento literario, Los Lunes del
Imparcial, La Vanguardia, ABC o El Sol; hemos de fijar nuestra atención en ciertas empresas
intelectuales que habrían de tener una importancia decisiva por su capacidad de
influencia en las élites y por su contribución a una tradición de carácter liberal
que desembocará, en el plano jurídico, en la promulgación de la Constitución de
1812, la famosa “Pepa”.
Me refiero a obras como El
Pensador, de Clavijo y Fajardo, que se publicó entre 1763 y 1767. Cada
número aparecía como un pensamiento,
y su importancia, además de la fama personal de su autor, a quien Goethe le
dedicó una obra de teatro, basándose en el célebre asunto de la ruptura del
compromiso matrimonial de Clavijo con una hermana de Beaumarchais. Obras como El Censor, sin duda la más importante de
su época y la de carácter más abierto y liberal. Se trataba de una publicación
creada por Luis María García Cañuelo –un nombre que habría de serles a los
interesados por estos asuntos de las Letras, tan familiar como lo es el de
Larra– y Luis Marcelino Pereira, ambos
abogados de los Reales Consejos. El
Censor apareció entre 1781 y 1787, pero no de forma ininterrumpida, pues
tuvo no pocos contratiempos con la justicia. El periódico estuvo abierto a
muchos escritores ilustrados, como Jovellanos o Meléndez Valdés y se convirtió
en el órgano refutador de apologistas
como Forner. Como ha escrito Elsa García Pandavenes (1972); “en lo político se
nota en El Censor una aceptación casi
calurosa del despotismo ilustrado tal como lo representa Carlos III y su corte
(…) El Censor ve en Carlos III un rey
ideal cuyas reformas traerían grandes progresos a España si la nación llegara a
cooperar con esas reformas en vez de subvertirlas por medio de los jueces
corrompidos, curas atrasados, un pueblo supersticioso, nobles inútiles,
petimetres y señoritas coquetas que se preocupan más por lo que tienen encima
de la cabeza que por lo que tienen dentro de ella, y por fin, si no fuera por
los apologistas, esos superpatriotas que creían que ser fiel vasallo se reducía
únicamente “a no atentar contra la vida del Soberano o a pasarse a los enemigos
en tiempos de guerra, a no hablar en ciertos puntos contra las regalías y a
evitar, por decirlo de una vez, lo que sea propia y rigurosamente un crimen de
Estado”.
Clara muestra de la actitud de El
Censor es el artículo en que se desmonta satíricamente la famosa Oración apologética de Forner desde el
título, Oración apologética por el mérito
de África y su mérito literario, hasta el final del artículo en el que se
concluye que la orgullosa Europa cree que nada le debe a África. Cañuelo fue
denunciado a la Inquisición, obligado a abjurar de levi, esto es, por causa leve, frente al abjurar de vehementi, por causa grave, y
condenado al silencio, lo que, a no dudar, influiría lo suyo para que acabara
sus días demente y renegando de su pasado ilustrado. Sucesor de El Censor, dos generaciones después, en
el oasis de libertad que significó el trienio liberal, lo sería otro periódico
de igual nombre, pero con apellidos que no desmienten, sin embargo, la
fraternidad ideológica ilustrada de ambos: El
Censor, Periódico político y literario, publicado por los afrancesados
Alberto Lista, José Mamerto Hermosilla y Sebastián Miñano.
Parecido destino personal tendría fray Pedro Centeno, creador de El apologista universal (Obra periódica que
manifestará no sólo la instrucción, exactitud y bellezas de los Autores
cuitados que se dejan zurrar de los semicríticos modernos; sino también el interés
y utilidad de algunas costumbres y establecimientos de moda), publicado
entre 1786 y 1788 con unos planteamientos muy cercanos a los de El Censor y, si cabe, con una vehemencia
satírica aún mayor, de lo que se derivaron
las dificultades que tuvo para proseguir su publicación más allá de los
16 números que publicó. Fue denunciado a la Inquisición por haber impugnado de
arriba abajo el célebre catecismo de Ripalda y por, supuestamente, haber negado
la existencia del limbo. Fue obligado a abjurar de vehementi y condenado a la pena de ostracismo en el convento de
Arenas de San Pedro, si bien fue sufriendo traslados: Toro, Ciudad Rodrigo,
Salamanca, etc., en un peregrinar que le privó de la salud a medida que aumentaban
los malos tratos hacia el monje heterodoxo.
Menos personales, en el sentido de que obedecían a una empresa colectiva
y a que menudeaban en sus páginas las firmas de los principales intelectuales
de la época, hemos de considerar la existencia del Diario de los ciegos, después Diario
de Madrid, donde Tomás Antonio Sánchez, por ejemplo, impugnó la
desafortunada mixtificación histórica que usó el abogado Berni y también la
falta de rigor filológico de Pedro Estala al acusar a Cervantes de plagiario; y
donde Cadalso inició la publicación de sus Cartas
marruecas, si bien la totalidad de ellas sólo comenzó a publicarse en 1789,
siete años después de su muerte, y en 1793 en forma de libro.
Con estas herramientas básicas que le he ofrecido, creo que el lector
sin prejuicios estará en condiciones de apreciar el justo valor de los textos
que forman esta polémica entre Tomás Antonio Sánchez y Juan Pablo Forner; sabrá
distinguir lo esencial de lo anecdótico, y, sobre todo, disfrutará de ellos de
igual modo que lo hiciera, a buen seguro, cuando leyó las Cartas marruecas o La derrota
de los pedantes, por no remontarnos al Viaje
del parnaso cervantino o adelantarnos, desde aquellos lejanos años, a los
más cercanos de los artículos literarios
de Larra, como Don Timoteo o el literato,
firmado con su célebre alias, Fígaro, y aparecido en La Revista Española el 30
de julio de 1833.
Por cierto, este
asunto de los pseudónimos como elemento sine
qua non del género satírico, por más que algunos de ellos fueran en su día
tan transparentes, como el Pablo Segarra, usado por Forner en su polémica con
Iriarte para firmar el poema satírico El
asno erudito, o el propio Paulo Ignocausto usado en su impugnación de la
obra de Tomás Antonio Sánchez no es, ciertamente, un asunto menor, porque, en
nuestros fríos días cibernéticos, ¿quién es alguien sin un Nick que,
ocultándolo, lo convierte en alguien real, al otro lado de la pantalla? Si
estuviesen prohibidos los pseudónimos, ¿qué porvenir tendrían ciertos foros o
chats de internet?, ¿quién participaría en ciertos blogs? Son disfraces de hoy
tejidos con la tela del cercano ayer de la segunda mitad del siglo XVIII, una
época de Luces y de Sombras en la que puede cualquier persona internarse con la
seguridad de que siempre hallará un opúsculo, un folleto o un libelo que leerá
con tanta delectación como espero que lea estos tres que ofrezco al público
lector para su solaz en estos tiempos convulsos.
Acaso algún lector
eche de menos que en este preámbulo se analice pormenorizadamente la polémica
Sánchez-Forner, pero el respeto hacia quienes, a mi juicio, no pueden
malinterpretar textos tan transparentes como los que hoy editamos me lo impide.
Del opúsculo que abre el cruce de hostilidades sí que he hecho un trabajo de
anotación que da razón de cuantas alusiones pudieran, a más de dos siglos,
resultar oscuras para quienes no tienen por qué estar al cabo de la calle de
las referencias que los duelistas emplean, de algunas de las cuales, además, ni
siquiera la más fervorosa investigación me ha deparado su sentido unívoco, si
bien son impagables los felices momentos que me ha proporcionado la empresa
escudriñadora. La réplica de Forner y la contrarréplica última de Sánchez se
ofrecen como apéndices para que quienes hayan disfrutado con la Carta de Paracuellos, puedan alargar su
placer lector. En los tres casos, como se dirá a continuación, ofrecemos una
edición actualizada, de modo que la dificultad ortográfica y sintáctica no constituya
un impedimento para que cualquier persona, sea su bagaje lector el que sea,
pueda disfrutar de tan ameno e ingenioso cruce de argumentos y descalificaciones.
NUESTRA EDICIÓN
Hemos realizado la
presente edición a partir del ejemplar conservado en la Biblioteca de Catalunya, con la signatura
1001011527 Tus Res. 140-12º., correspondiente a la primera y única edición de
la obra de Tomás Antonio Sánchez en 1789.
Existe una edición conjunta de los tres textos de la polémica, que
apareció en 1790, pero que no significa una nueva edición, sino simplemente la
encuadernación conjunta de los folletos aparecidos el año anterior.
Como ya hemos
anticipado al final del preámbulo, hemos optado por modernizar el texto para
evitar que ciertos usos extraños a nuestros hábitos lingüísticos actuales:
ortográficos, gramaticales y léxicos, pudieran hacer desistir a alguien de su
lectura; si bien la modernización se detiene cuando aparecen ciertos
manifestaciones que permiten “datar” el texto y exhiben su inconfundible sello
dieciochesco, de tal manera que los lectores no pierdan de vista la exacta
ubicación cronológica de las tres obras que conforman esta olvidada polémica
que, más de dos siglos después, nos plantea cuestiones muy vivas en nuestro
presente cibernético.
La Real Academia
Española fue fundada en 1714, pero hasta 1741 no aparece la Orthographía y hasta 1771 la Gramática, lo cual quiere decir que los
avances normativos del castellano van introduciéndose poco a poco, y que aún
habremos de esperar hasta 1815 para que
dicha norma sea prácticamente igual a la de nuestros días, como señaló
Lapesa (1981): “En la octava edición de la Ortografía (1815) se consuma la
modernización. La Academia preceptúa entonces c y no q en cuatro, cuanto, cual,
etc.; fija el uso de i o y para la semivocal de aire, peine, ley, rey, muy; y
reserva la x, como en latín, para el grupo culto /ks/ o [gs] (examen, exención), pero no como
grafía de fonema / χ /, función
que es sustituida por la j (caja, queja, lejos)”.
Así pues, estamos en
una época de cierta arbitrariedad ortográfica, como lo prueba la nota
manuscrita que antecede a la Carta,
escrita de puño y letra por su colega en
la Biblioteca Real, Juan Antonio Pellicer, algunos de cuyos usos, como el
llamativo hayer o la ausencia casi
total de la adecuada acentuación, no
dejan de chocar al lector actual.
A continuación iré
pasando revista, siguiendo el orden de aparición en el texto, a los principales
cambios que hemos hecho.
En primer lugar
hemos cambiado por j las x y g de paxarito, próximô, pasages, agena, lenguage,
estrangeros, ginete, axuar, texas abaxo. Si bien sorprende el uso de aconseja,
de avejaruco y el de cojo, voz esta última que constituye la
única errata recogida en la “Fe de erratas” con que se cierra la edición del
opúsculo: Pág.67.lin.25.coyo: lee cojo.
“Qué triunfo piensa lograr un escritor llamando a su antagonista cojo, o
mediociego? Si es coyo, sobrado trabajo tiene sin que se lo llamen”, escribe
Tomás Antonio Sánchez, poco antes de traer en defensa de su postura ética lo
insufrible que le pareció a Cervantes que le motejaran de viejo.
También hemos mudado
en c las qu del original en voces como quarto,
quando, equestre, qualquier, antiqüada y aqueo.
Así mismo, hemos
corregido un uso preceptivo en la Orthographía de 1741, la cual disponía, como
nos recuerda Lapesa (1981), “que se marcara con circunflejo la vocal vecina a
ch (châridad, mechánico) y a x (exâmen, exôrbitante) para indicar que estas
consonantes habían de pronunciarse como /k/ y /ks/ o [gs] respectivamente (…)
También preceptuó la diéresis tanto en güero, argüir, donde hoy subsiste, como
en qüestión, eloqüencia, donde cesó en 1815 al imponerse c en lugar de q.”
Modificamos, así pues: exâminarte,
châchara [donde se cumple con la norma en la primera ocurrencia, pero no en
la segunda, en la misma palabra], exîstencia,
inconexâs, reflexîon, exôrcista, conexîon, exâmetro, exâminador, exôrbitancia
o el casi inverosímil sexô; pero, sin
embargo, hallamos dêxate y exoticos. En cuanto a la diéresis, corregimos
usos como los de eloqüentísimo, estrepïtosa, aqüende,
trühanerías, antiqüada,
La acentuación
apenas responde a la normativa actual, como apreciamos no sólo en las clásicas
agudas, llanas y esdrújulas, de las que enseguida aportaremos ejemplos, sino
también en la ausencia de diacríticos, como mas
y más, conjunción y adverbio, en la acentuación de preposiciones y conjunciones
como á, ó, ú,
hácia, etc., y en la ausencia de tilde
en preposiciones como segun, por
ejemplo. O el caso singular de una acentuación con la tilde que indica vocal
abierta, daràn. Pero vayamos por
partes.
Agudas que no llevan
tilde, en las que entran casi todas las categorías gramaticales: segun, nacion, tu, tambien, elevacion,
interes, follon, ademas, perdon, refran, despues, conexîon, sazon, Frances,
mastin,, etc.
Agudas que, en su
calidad de monosílabos, no han de llevar tilde: ví, dió.
Llanas que, contra
la norma, se acentúan: sublímes, hácia,
estátua, miéntras, apénas, ántes, volúmen, entónces, ménos.
Llanas que no llevan
tilde cuando debieran, como facil, Perez,
volatil.
Esdrújulas
inacentuadas: comunmente, averiguenlo,
estorvarselo, heroe, aqueo, fetido, fisica, titulos, en concurrencia con
otros ejemplos en que se sigue la norma actual: Retóricas,
Geógrafos, oygámoselo, murciégalos
[que actualizo en murciélagos, aun a
pesar de que la forma recogida en la Carta
está más cerca de su origen etimológico: mur
cecus, ‘mur ciego’], eloqüentísimo.
Caso extraño es el de cabálleria, sin
duda; tanto que induce a pensar que se ha incurrido en una errata.
Diptongos que se
mantienen, sin la tilde que los rompa según la entonación tradicional de las
voces en que aparecen: decia, dia,
ortografia, vacios, mias, debían, serian, frio, sabia, mia, haria, raiz, hacia, leido, acudia o prohiba;
aunque concurren con otros ejemplos en que sí se sigue la norma actual: sabiduría, energía, jerarquía.
La vacilación b/v:
bandoleros, silvar, vulto, estorvarselo,
avejaruco, vizgos (por ‘bizcos’), escarve,
valde, ubas, avuelos, Bocabulario, cascavel, alcovas.
La vacilación g/j: pasages, lenguage, estrangeros, agenas,
ginete, peregil, dige. Caso particular en este apartado es el de ingirieses, pues, fonéticamente, es
forma de dos verbos, ingerir e injerir, con significados muy distintos.
Presencia y ausencia de la hache: ¡ola!, aí, ¡o! [interjección], exâmetro, ojuelas [de ‘hojas’].
La vacilación z/c: zelosos.
El uso de y por i, en la semivocal [al
decir de Quilis, 1973] de los diptongos decrecientes: zoylos, reyna, pleyto, afeytan, heroyca, caygas, peynar, oygamóselo,
deleyte, fraile, paysano.
La vacilación s/x: escusado.
Uso o ausencia de las preposiciones: conviene á saber, pues á este modo, ni quiero
renunciar la parte de gloria que me resultan, quando un personaje viaja incógnito.
Disimilación r/l: celebro.
He actualizado el uso de los signos de
interrogación (unas veces aparecían dos y en otras ocasiones sólo uno) y he
recuperado la acentuación para los pronombres y adverbios interrogativos, en
estructura directa o indirecta: quién, cómo, cuándo, etc.
He actualizado el uso aparentemente
caprichoso de mayúsculas que aparece en el texto: Pelagiano, Castellano, Luterano, Abogados, Médicos, Argelinos,
Geógrafos, Universidad, Reyno, Francés, Massones [italianismo que actualizo
con minúscula y una sola ese], Kalendario,
Alcarreño, Maragato, Maestro General, Difinidor [que actualizo como
definidor. Se trata del único caso de vacilación vocálica e/i en toda la Carta], Calificador.
He restituido el grupo culto
consonántico en setentrional y la n
en emendo: ‘enmendó’
He respetado algunos usos que, como ya
anticipé, permiten “datar” el texto, como: altercaciones,
metamorfosando [las cursivas de la
cual bien pudiera indicar que Tomás Antonio Sánchez se burla de su uso
indebido]; lagañoso; forcejando [palabra de origen catalán
que muy probablemente se pronunciase no con la velar /x/, sino con la
linguopalatal lateral /λ/]; el italianismo discretivo,
que vale ‘discernidor’; como soy Fernando,
en vez de ‘como me llamo Fernando’, y el uso arcaizante del relativo: en el cual título no solo campea la gracia
del retruécano… Con todo, sí he corregido quanto mas escribo, mas me ocurre por ‘más se me ocurre’ para
evitar la ambigüedad.
He unido en una sola palabra las
apariciones de turba multa y banca
rota, y no he actualizado usos adverbiales como atendido en globo, por ‘globalmente’, todo ello, como ya he
indicado, para mantener el espíritu de época que le confieren al texto tales
expresiones.
En el capítulo de la puntuación sí que
he tenido que variar muchos de los usos que, siendo frecuentísimos en la Carta, desconcertarían al lector actual.
Me refiero al uso de los dos puntos en lugar de la coma y del punto y coma; a
la ausencia de comas para los vocativos; al uso del punto y coma en lugar de
coma; el uso inadecuado de la coma separando sujeto y verbo (“los que noten la
falta de plan, serán los menos y los más despreciables”); la ausencia de coma
tras un complemento circunstancial anticipado al sujeto (los años pasados el Consejo de Castilla mandó a las Universidades del
Reyno…); el uso de la coma ante el relativo especificativo (acerca de la semejanza, que debe tener la
cosa propia con la impropia); etc.
Con todo, la labor de actualización de los textos
ha querido ser muy respetuosa y, siempre que no indujese a confusión, he
preferido mantener el original tal y como fue publicado en 1789.
El original de Tomás Antonio Sánchez se presenta
como un texto “anotado”, y ello se llevaba a cabo mediante un método muy
diferente del actual nuestro que suele emplear marcadores numéricos mediante el
preceptivo número volado. El uso de la época consistía en marcar las notas
mediante un asterisco entre paréntesis, (*),
al lado de la palabra, marcador
que dirigía al lector al pie de la página. Se añadían tantos asteriscos
como palabras los requiriesen en la misma página. En nuestra edición hemos
cambiado el sistema de asteriscos por el sistema numérico. Las notas de la presente edición crítica las hemos
marcado con números romanos y, para no complicar la lectura, las hemos enviado
a final de texto. Cuando la nota de la edición crítica lo era a una nota a pie
de página de Sánchez, no al texto de la obra, las hemos marcado con asterisco,
las hemos identificado con el número de la nota de Sánchez y las hemos colocado
a continuación de la nota en números romanos que la precede en la edición.
Finalmente, hemos transcrito fidedignamente la nota
manuscrita que sigue al título y gracias a la cual Juan Antonio Pellicer
identifica a Fernando Pérez como autor del opúsculo, si bien en los ambientes
intelectuales de la época debió de ser ampliamente conocida la personalidad que
se escondía tras el pseudónimo, como se deduce de la prontitud con que Forner
lo identificó para dirigirle sus pullas.
El mismo procedimiento de actualización se ha
seguido en los dos apéndices que complementan la edición crítica del texto de
Tomás Antonio Sánchez.
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*Encontrará el original
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