Un arte en peligro de extinción en España:
la oratoria. De los Sofistas a los *fablistanes.
Ahora que se conmemora el
cincuentenario del famoso discurso de Martin Luther King, con improvisación del
I Have a dream incluida, pues la
frase no pertenecía al discurso original, quisiera llamar la atención sobre un
arte en doliente decadencia y en franco peligro de extinción en nuestro país,
si no ya extinto, a juzgar por la dificultad que implica aplicar a alguien tan
honroso título: orador. La Chacón, hoy alejada a cuarteles de invierno suave
para millonetis, perdió un congreso por confundir la oratoria con la arenga, el
discurso con el mitin. No la tenía clara, la diferencia, pero ya la habrá
aprendido. Quizás si estudia en Usamérica los discursos de Obama, y los de
Thomas Jefferson, cubra una carencia tan escandalosa. Aquí se queda, para poder
comparar el antes y el después, la nueva presidenta de la Junta de Andalucía, de
su misma cuerda mitinera, pero sin el barniz de la docencia; aunque
prácticamente le vale, para el cotejo, casi cualquier político en ejercicio, de
cualquier partido. Si tendremos poca tradición oratoria, desde la Segunda
República para acá, que en nuestras Cortes trans y postransicionales han pasado
por oradores notables personas de tan escasas dotes para la elocuencia como
Miquel Roca, Fraga, Guerra, Anguita,
Herrero de Miñón, Duran i Lleida e incluso el propio Rubalcaba, cuando ejerció
de portavoz del PSOE en el Congreso. Si la oratoria es un arte, desde la concesión
de la actual democracia no hemos tenido sino aprendices de él que no han pasado
de charlatanes, con más o menos gracia o fortuna, pero charlatanes al cabo, o
mitineros, y todos ellos han confundido el discurso con la perorata. Piénsese
en “bocazas” presentes como Floriano, Elena Valenciano, González Pons y el
inefable Martínez-Pujalte, que usan la palabra para atizar, que no para
razonar, o el inefable Cayo Lara, que la usa para su pomposo pontificar aldeano
(more Séneca pemaniego…, sin la gracia de éste, claro), y tendremos una idea
bastante aproximada de aquello de lo que estoy hablando: lo lejos que andan
todos de la sindéresis y lo hondo que hozan en las tierras pantanosas de los
anacolutos, los solecismos y las incongruencias. Para entender mejor lo que
supuso en su largo momento –el siglo XIX y la primera mitad del XX– la oratoria
española como degeneración de la oratoria clásica, no tenemos sino que prestar
atención, ¡heroica atención!, a su progenie ultramarina, como la retórica
chavista, por ejemplo, y ahora la madurista, su secuaz, para comprender
cabalmente hasta qué grado de deturpación lingüística e ideológica se puede
llegar. En Hispanoamérica dejamos la lengua, sí, pero también la peor de sus
manifestaciones orales: la relamida, empalagosa, altisonante e insufrible
oratoria decimonónica, que ha acabado afectando tanto a las derechas como a las
izquierdas, es decir, a sus paupérrimas imitaciones autoritarias, que es lo único
que allí, y en casi todo el mundo, tienen.
El motivo de mi preocupación
no ha sido, precisamente, la indignación que el abuso del lenguaje por parte de
tales personajillos produce en quien tenga un mínimo de sensibilidad
lingüística –Como una suerte de extraño masoquismo ha de considerarse que sea
de los pocos españoles capaz de aguantar íntegra la retransmisión de una de
esas sesiones plenarias del Congreso, con motivo, por ejemplo, de un debate
sobre el deplorable estado de la nación; y como una morbosa perversión
inclasificable que preste total atención a la intervención de portavoces
secundarios en las comisiones del mismo Congreso…–, sino una gozosa lectura
clásica en que se valora con absoluta propiedad lo que, en la época clásica,
significó la oratoria, ya fuera la política ya la forense. Me refiero a
Filóstrato y su Vida de sofistas, de la que tantas enseñanzas y envidias pueden
extraerse. El prólogo, la traducción y las completísimas notas de María
Concepción Giner Soria permiten al lector un disfrute impagable. No se trata de
una historia de la sofística, con la explicación detallada de sus métodos, sino
de una colección de breves biografías que nos permiten, sin embargo, hacernos
una idea clara de lo que significó la sofística en el mundo antiguo y su
importancia para la creación, conservación y transmisión de un género que, hoy
en sus horas últimas, fue durante muchos siglos motivo de orgullo,
reconocimiento e incluso riqueza para sus dominadores. El título, Vida de sofistas, destaca ya, frente a la simple enumeración que significaria el hipotético Vida de los sofistas, que la sofística implicaba una manera de vivir muy concreta, ¡y muy exigente!, porque el estudio continuo, indesmayable, la práctica de la memoria, el dominio del arte de la representación y otros requisitos ineludibles hacían de la profesión un arte de autoformación que quedaba lejos del común de los mortales. El sacrificio, el rigor, el apartamiento, la soledad, la entrega al conocimiento, etc. eran el núcleo de la vida cotidiana de los sofistas, incluso aunque lograran, como algunos lo hicieron, gracias a su dominio de la sofística, amasar una fortuna.
En otras culturas, como la
anglosajona, el debate y el ensayo forman parte fundamental de la educación de los alumnos,
algo inexistente en nuestro antediluviano sistema educativo, en el que la
exigencia, el rigor y el cabal entendimiento de qué sea una aquilatada expresión
personal brillan por su ausencia. Sólo
salen adelante los naturalmente dotados, porque la elocuencia, aunque los
sofistas no se cansen de reiterar que depende fundamentalmente del trabajo,
trabajo y trabajo, hasta la extenuación, anda tan repartida como la materia
gris, por más que los demagogos pedagogos igualitarios se empeñen en negarlo. De
lo que se trata es de que el sistema disponga de métodos que permitan a los no
dotados de forma natural acceder al dominio de esa competencia comunicativa, si
no en igualdad de condiciones con los otros, sí sin menoscabo para desarrollar
un proyecto vital satisfactorio. Y no hacer que, por decreto, salgan todos
adelante con independencia de su capacidad, sus conocimientos y su competencia,
es decir, esa legión de analfabetos funcionales ni-ni, que, sabiendo leer y escribir (rudimentariamente), ni leen
ni escriben, como sugirió Unamuno, sino que, todo lo más, guatsapearán casi ininteligiblemente.
El libro de Filóstrato nos habla de una época y unos oradores a quienes
acuden los emperadores romanos en señal
de reconocimiento, cuando no son directamente educados por alguno de ellos,
como el propio Marco Aurelio, a quien instruyó Herodes de Atenas, y cuyas Meditaciones han de ser añadido libro de cabecera de cualquiera que ya tenga
como tal los Ensayos de Montaigne.
Mucho antes, Apolodoro de Pérgamo había sido el educador de Augusto. De Teodoro
Gadareo nos dice Quintiliano que enseñó a Tiberio, cuyos discursos fueron
elogiados por Tácito en sus Anales –que
han sido mi lectura en el ferragosto romano, y acaso sean reflexión setembrina
u octobreña en este Diario–, donde
incorpora, como documento, fragmentos de ellos. Casi podríamos hablar de los
sofistas como auténticas estrellas mediáticas de aquellos tiempos, porque hay
un componente de exhibicionismo más que notable en su tarea oratoria. Concebían
aquellos oradores su tarea, en cierto modo, como un reto, como una competición:
no sólo hay que trabajar día y noche para ser un orador competente, sino que se
trata de ser el mejor, que nadie pueda rivalizar contigo. Ese punto de
exhibicionismo hace atractiva la figura del sofista, un auténtico técnico de la
oratoria, capaz de dominar cualquier tipo de discurso y de conseguir muy
diferentes objetivos: judiciales, políticos, morales ¡y hasta terapéuticos! Fue
Antifonte, por ejemplo, que
llegó a ser insuperable en el arte de la persuasión, quien anunció unas
sesiones de “alivio del sufrimiento mediante la palabra”, porque estaba
convencido de que no existía ningún dolor humano, por fuerte que fuera, que él
no pudiera combatirlo y derrotarlo mediante el discurso. Incluso abrió una
consulta en el mercado de Corinto donde, como un pionero del psicoanálisis,
recibía a los pacientes, a quienes mediante preguntas les extraía las causas de
sus depresiones y los sanaba. Quizá su discurso más célebre, según las noticias
de sus contemporáneos, fuera el que titulan Sobre
la concordia. Escribió también un tratado, Arte contra la aflicción, que lamentablemente no ha llegado hasta
nosotros, sino indirectamente a través de otros autores.
Siempre
se alaba el sentido práctico de los romanos y su dedicación a la ingeniería,
pero no es menos cierto que supieron continuar la tradición griega de la
oratoria y convirtieron a los Rétor, los oradores forenses, en figuras
principales de su vida social y judicial. La obra insigne del riojano Quintiliano
Institutio Oratoria*, de carácter enciclopédico, supone ya
un aviso del serio peligro de desaparición de un arte que había sido central en
las sociedades griega y romana durante más de siete siglos. Si Quintiliano se
quejaba ya en su época de la degradación del arte del discurso, ¡qué no diría
si resucitara y tuviera la desgracia de escuchar a nuestros tribunos citados ut supra! Se volvía a la tumba para
seguir hablando con las cenizas, el silencio y su memoria.
Queda,
para nuestra vergüenza, la corrupción del sentido de la palabra sofista, si
bien los gobernantes griegos captaron enseguida el peligro, para la recta
aplicación de la ley, de aquellos argumentadores que podían defender con
brillantez, persuasión y convicción
incluso lo injusto. Para los seguidores del arte de la sofística, sin
embargo, el verdadero sofista era el más acabado y perfecto ejemplar de la
especie humana. Los más célebres no sólo eran un ejemplo de dedicación
exclusiva a su formación, sino un compendio vivo de las gracias con que la
figura del sofista debía estar adornado: memoria extrema, dicción idónea,
diáfana claridad, sutil ingenio, arrolladora seducción, poderosa empatía,
léxico exacto y turbadora melodía sintáctica. Como se aprecia, cualidades tan
ajenas a nuestros usos parlamentarios e intelectuales que bien puede decirse
que “en peligro de extinción” es una calificación casi magnánima respecto del
estado de la oratoria en nuestro país. Pocos son quienes con su verbo nos
llevan el entendimiento y la admiración tras él, porque en esto de la oratoria
los hay que, so pretexto de recrearse en ella, acaban hablando para sí,
escuchándose de una manera tan autista como vergonzante. Pondré dos ejemplos
muy diferentes de lo que ha de entenderse por excelencia en la oratoria para que,
a partir de ellos, pueda cada cual reflexionar sobre posibles candidatos a tan
prestigioso laurel, y refutar o consagrar los que propongo: Fenando Savater y
Antonio Gala, aunque, en vida, yo solo he conocido un orador que ha ejercido
sobre mí el poder omnímodo de aquellos sofistas clásicos: José Manuel Blecua
Teijeiro. ¡Va por Vd., maestro!
*Bionota: Siempre he querido leerla, y últimamente
me decía que sería el primer libro que leería recién jubilado. Como ha caído en
mis manos de forma tristemente accidental, es posible que adelante la lectura.
Ya veremos.