Los herederos de Santa Tecla, a la que he calificado de novela naturalista–jocosa,
es una novela-experimento que anticipa, teóricamente, los presupuestos argumentales
del programa Gran Hermano: Encerrad doce
personas, hombres y mujeres, de distintas edades desde los veinte a los
sesenta, en una casa, tirad la llave al pozo alimentadles por una ventana, y
allí se desarrollarán todos los dramas posibles en el mundo que tienen por
causa el choque de las pasiones grandes y pequeñas, escoge Clarasó como
epígrafe para su obra Novela de la vida
imposible, que es como subtitula Los herederos de Santa Tecla. Clarasó,
más ambicioso, o con mayor necesidad de espacio y variedad, escoge todo un
pueblo, Santa Tecla, la antiguo Curvisolis romana, y de ahí el gentilicio del
que sus habitantes se enorgullecen: curvisolitanos. La novela tiene todo el
aire de las películas corales de Berlanga, Calabuch,
Los jueves milagro. Plácido y Bienvenido Mr. Marshall, pues con todas ellas tiene no pocos puntos
de contacto, del mismo modo que, desde el punto de vista estrictamente
literario, lo pueda tener, salvando las distancias, con la clásica Vetusta de La Regenta. De todos modos, las novelas
de comunidad cerrada, con un dramatis personae extensísimo que Clarasó nos
ofrece al comienzo de la novela, forman parte del género novelístico desde la
noche de los tiempos.
La historia que nos
propone Clarasó es sencilla y llena de mala leche graciosísima. Un indiano que
se desengaña de su patria chica decide enfrentarse a sus conciudadanos, a los
que califica públicamente de topos en su
madriguera, cerdos en su cuchitril y erizos ciegos con los sesos en el rabo.
Sentenciado el divorcio, se encerró en su
casa, se proveyó de buenos libros y buscó toda la diversión en algunas
escapadas a la ciudad. Nadie le perdonó jamás esta actitud ni a él le importó
que no se la perdonaran. Lo peculiar de Don Sabas es que era rico, muy
rico. Y desde esa riqueza, sabiéndose próximo a la muerte se inventa un plan
diabólico para vengarse de sus mediocres vecinos, porque lega toda su fortuna a
un heredero nacido en el pueblo y cuya edad esté comprendida entre los 25 y los
30 años. Lo excepcional de la novela es
el enrevesado sistema ideado por el indiano para desnudar las miserias de la
población y poner en evidencia su bajeza moral.
No quiero extenderme sobre
el argumento por no matar la sorpresa del mismo a los posibles lectores, pero
al indiano se le ocurre que ha de ser el propio pueblo quien elija a su
heredero. Para ello, deja todas las instrucciones al notario del pueblo –un precolega
de Rajoy- y a través de las lecturas que este va haciendo del testamento, de
forma pública, ante todos los vecinos, se va escenificando una tensión
competitiva y angustiosa que está, sin embargo, salpicada de un excelente humor
escéptico marca del autor, suficientemente acreditado en buena parte de su
producción, al menos la que yo llevo leída.
El recurso argumental que
merece todos los elogios es el de la redacción del contenido de los diferentes
sobres que va abriendo el notario, porque incluyen preguntas y juicios que nos
permiten “ver y oír” a Don Sabas en persona, surgido del sobre como un
duendecillo maléfico que vaya a conceder no los tres deseos, sino el premio
gordo de sus riquezas. Resulta muy divertido leer cómo Don Sabas da sus instrucciones
a medida que el notario va cumpliendo sus ordenes, que incluyen, muy a menudo,
comprobaciones hechas in situ. Don Sabas organiza un sistema electoral al que
tendrán acceso todos los mayores de 21 años del pueblo para elegir los
compromisarios que, a su vez, habrán de elegir al heredero siguiendo unos
criterios que, como es de esperar, nadie cumple, por lo que hasta el final de
la novela no se revela, mediante otro sobre, cuál ha de ser el criterio último
que decide quién haya de ser el heredero.
Como uno de los objetivos
del finado es que parte de su fortuna revierta en los curvisolitanos que más
necesidades tienen de Santa Tecla, los candidatos inician -sólo los dotados de
fortuna familiar-, un desafío benéfico que, teniendo en cuenta la recompensa futura,
les supone una generosa inversión presente mediante la que creen poder
asegurarse la elección. Don Sabas sabe con exactitud las enormes dificultades
en que van a verse los compromisarios, por sus viejas rivalidades vecinales,
familiares o profesionales, para elegir el candidato con más méritos, de ahí,
como ya avancé, la necesidad de poner en práctica la última decisión, suya,
para elegir al heredero.
Aunque el desarrollo de la
novela parece dar a entender cuál puede ser la elección, no es menos cierto que
el autor tiene suficiente habilidad como para enmascararla, sacarla del
horizonte de expectativas del lector y conseguir un efecto sorpresa final que
lo satisface plenamente. La novela hubiera merecido entonces, y quizás aún lo
siga mereciendo hoy, una adaptación cinematográfica para la que las ausencias
de Berlanga y de Azcona son dos obstáculos insuperables. Quizás la vía de una
miniserie televisiva pudiera ser su oportunidad para entretener a los
telespectadores perezosos que hayan
reñido con la lectura definitivamente.
Como es su costumbre,
Clarasó, tan aforista de recopilación y de ejercicio, introduce cada capítulo
con un aforismo del tenor del capítulo.
El del capítulo undécimo sintetiza a la perfección el motivo de la obra: El dinero en el mundo estará siempre mal
distribuido porque nadie piensa en la manera de distribuirlo, sino en la manera
de quedárselo. Don Sabas no lo ignora, de ahí que conociendo la particular
idiosincrasia de los curvisolitanos: Todos
los habitantes de Santa Tecla se desprecian mutuamente desde muy antiguo. Ésta
es una de las maneras de ser tradición ales de los vecinos de la pequeña
población, prefiera confiar antes en el puro azar que en el escrutinio
ecuánime: Pero he de elegir, y para huir
de todo partidismo y de todo error, confiaré al azar el nombre del heredero
definitivo. Creo que si un hombre, antes de tomar una determinación, lo piensa
cien veces, o lo confía al azar, el resultado puede hasta ser mejor en el
segundo caso que en el primero. El azar es mucho menos ciego que los hombres,
dice, como preámbulo, en su último parlamento ante todo el pueblo reunido en la
plaza mayor, momentos antes de desvelar el método azaroso del que se valdrá
para nombrar al heredero y que da lugar a una graciosa escena muy propia del
país de la picaresca y de los escuderos de palillo en comisura y estómagos
entelarañados. Quien quiera saberlo, vaya a leerlo. De momento, las obras de
Clarasó no se cotizan como algunos clásicos, dada su ingente producción, pero
más vale apresurarse a adquirirlas antes de que algún librero de viejo avispado
lea mis críticas y piense que Don Sabas le ha dejado a él su fortuna en forma
de fondo bibliográfico.
Dejo para el final la
parte teórica sobre el mester novelístico con que suele Clarasó aleccionar a
sus lectores. En esta ocasión, al hilo de un encuentro con Álvaro de Laiglesia,
director de La Codorniz, Clarasó reflexiona, para acentuar el realismo de su
Novela de la vida imposible, lo fácil que resulta copiar del natural, como dice
que es el caso, puesto que el autor se presenta como hijo de Santa Tecla y dice
conocer directamente a los personajes que aparecen en la novela, de ahí el
epílogo en que da cuenta de lo que fue de ellos después de la elección famosa. ¡Qué fácil es escribir sin inventar!, nos
dice, para restar mérito a la labor de cronista que va a ejercer a lo largo de
la novela, de ahí que cada vez se incline más a creer que el único mérito literario consiste en describir con acierto lo que
no se ha visto jamás. Y concluye con una teoría que le permite llevar a
cabo su obra sin menoscabo del interés que siempre tiene aquello que responde
fielmente a la realidad: Creo que la
literatura y la vida son cosas completamente distintas, aunque se parecen en
todo. Por mucho que se viva, siempre se podrá inventar un argumento más bello y
más fuerte que la vida. Y al revés, por mucho que se invente, siempre la vida
nos ofrecerá un ejemplo real de más fuerza y de mayor belleza. Y así, con esta
tesis por bandera, se puede acometer sin miedo cualquier empresa audaz tanto
en la vida como en los libros. La audacia era, por cierto, la cualidad que
ofrecía La Codorniz a sus lectores
inteligentes, la misma, paradójicamente, que se le exige al lector de Los
herederos de Santa Tecla, porque audaz se ha de ser en el terreno literario
para pasar por encima de los prejuicios académicos o de los grupúsculos de
poder republicano y disfrutar como se debe de esta excelente e inteligente novela,
a la par que audaz.
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