El ensayo como prueba irrefutable de la razón vital: D. Quijote como pretexto del hipertexto de la vida…
A veces la obligación nos conduce
hacia la relectura de libros que redescubrimos como si nunca los hubiéramos
leído antes, como si entre nosotros y ellos se hubieran interpuesto ciertas
veladuras que nos impidieron, en la primera lectura, sacarles todo el jugo
vital que nos ofrecían. A diferencia de la novela, en el ámbito de la cual las
relecturas suelen ser muy a menudo fuentes de lamentable desazón –¿quién no
tiene experiencia de que se le caigan de las manos, en la madurez, lecturas que
lo significaron todo para esos lectores en la juventud, pongamos por caso El lobo estepario, como a mí me sucedió,
o La montaña mágica, como fue el caso
de mi amigo Joselu?–, en el campo del ensayo y de la no ficción en general
–como distribuyen los anglosajones la creación intelectual ¡tan prácticamente! (Fiction / Non fiction)–,
tenemos muchas más oportunidades de rescatar obras y autores a quienes leímos o
interpretamos de forma inequívocamente deficiente, debido, sospecho, a la
endeblez de nuestra propia formación, lo cual siempre es cierto en mi caso.
Por gustosa obligación filológica he tenido que volver a leer Meditaciones del Quijote, de Ortega y
Gasset, y aunque ya dejé escrito que nada me es tan gravoso como leer de forma
obligada, hay ocasiones, como ésta, en que de la obligación se salta a la
devoción apenas subrayadas las diez primeras páginas, y entonces la
continuación de la lectura no responde tanto a la obligación originaria cuanto al
hecho de haber sido contagiado por el vivo y razonable deseo del autor en su
larga y admirable Meditación preliminar: Entre
las varias actividades de amor sólo hay una que pueda yo pretender contagiar a
los demás: el afán de comprensión. Una vez contagiado por ese amor,
adentrarse en la prosa de Ortega, que mezcló desde sus inicios, con sabiduría
impropia para su juventud, la llaneza con la densidad conceptual, es un placer
que recomiendo a quien quiera oír razones que emergen de la vida, frente a las
que lo hacen desde recónditas abstracciones
donde incluso de la razón se sospecha. Nada de cuanto nos dice Ortega es ajeno
a nuestra vida común, y muchas de sus reflexiones parecen formuladas al hilo de
la actualidad, como ocurre, por lo demás, con los auténticos clásicos (Dentro
de poco traeré a estas páginas a Hesíodo y, como si ello fuera necesario…, lo
podremos confirmar): El odio que fabrica
inconexión, que aísla y desliga, atomiza el orbe y pulveriza la individualidad,
nos dice el filósofo y parece que esté hablando de la obra del nacionalismo,
tan volcado hacia la consecución de la unanimidad sin discrepancia posible. O: Ha
habido una época de la vida española en que no se quería reconocer la
profundidad del Quijote. Esta época queda recogida en la historia con el nombre
de Restauración. Durante ella llegó el corazón de España a dar el menor número
de latidos por minuto. (…) Este vivir el hueco de la propia vida fue la
Restauración. (…) La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y
Cánovas el gran empresario de la fantasmagoría”. ¿Cómo es posible, cómo es
posible que se contente todo un pueblo con semejantes valores falsos?,
donde parece que describa esta otra fantasmagoría en que se ha convertido la
política del imperfecto bipartidismo de esta nueva restauración, aun
democrática, que padecemos. Este afán de intelección es determinante para
identificarnos con la caña pascaliana cuya oración matutina podemos hacer
nuestra: A la mañana, cuando me levanto,
recito una brevísima plegaria, vieja de miles de años, un versillo del Rig-Veda, que contiene estas pocas palabras aladas: “¡Señor, despiértanos
alegres y danos conocimiento!” Una religión poco española, como se echa de
ver enseguida, puesto que la común, entre nosotros, es pedir, desde el
resentimiento por ser injustamente preteridos, el reconocimiento, sin conocimiento
ni mérito que lo avale, y la pleitesía lambiscona de los aduladores.
La Meditación preliminar es, siguiendo
la analogía amorosa que establece el autor:
El pensamiento siente una fruición
muy parecida a la amorosa cuando palpa el cuerpo desnudo de una idea, un
conjunto de preliminares eróticos, ¡ojo, mano, lengua, mente…!, en el sentido
platónico del término, como se encarga de establecer el propio Ortega: Platón ve en el “eros” un ímpetu que lleva a
enlazar las cosas entre sí; es –dice– una fuerza unitiva y es la pasión de la
síntesis. Por esto, en su opinión, la filosofía, que busca el sentido de las
cosas, va inducida por el “eros”. La meditación es ejercicio erótico. El
concepto, rito amoroso; son preliminares, decía, que consiguen hacer entrar
al lector en un estado de excitación intelectual idóneo para disfrutar de cuanto
el autor nos va a ofrecer después, auténtica carnaza conceptual digna de dos
buenas noches de insomnio…
Aunque la meditación sobre D. Quijote
lo es, de hecho, sobre el estado del género novela y sus posibilidades de
supervivencia, así como sobre el impulso estético, la sorpresa del lector es
que la sorprendente capacidad de asociación de Ortega y su tendencia al medineo
reflexivo convierten estas páginas en una suerte de bazar del conocimiento
donde puede el lector adquirirlos tan
variados como lo pueden ser los pertenecientes a la ética, la política, la
gnoseología, la pintura, la crítica literaria, etc. Desde consideraciones
antropológicas como ésta: He observado
que, por lo menos, a nosotros los españoles nos es más fácil enardecernos por
un dogma moral que abrir nuestro pecho a las exigencias de la veracidad,
hasta aforismos como éste: Cada día me
interesa menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su
amante, pasando por reflexiones estrictamente filosóficas, como la
presente: Comparado con la cosa misma, el concepto no es más que un espectro o
menos aún que un espectro. (…) La misión del concepto no estriba, pues, en
desalojar la intuición, la impresión real. La razón no puede, no tiene que
aspirar a sustituir la vida. Esta misma oposición, tan usada hoy por los que no
quieren trabajar, entre la razón y la vida es ya sospechosa. ¡Como si la razón
no fuera una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver o el
palpar!, Ortega ofrece al lector un conjunto de ideas de fácil comprensión
y profundo calado, aun a pesar de su en apariencia sencilla formulación, porque
el enrevesamiento del discurso, more lacaniano, por ejemplo, no ex-plica
(despliega, etimológicamente), sino que com-plica (repliega, oculta).
Qué duda cabe que en el análisis literario de la novela,
tomando como pretexto el Quijote, es donde Ortega nos ofrece algunas ideas que
pueden considerarse “necesarias” en estos tiempos de desorientación estética y
de mercadotecnia de baratillo. Tiempos en los que el criterio estético para
determinar qué sea una novela podría reducirse a la definición que dio del género
CJC: novela es todo aquello que, editado
en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra
novela. Una definición que parece evitar cualquier complicación reflexiva
de enjundia, algo propio de CJC, tan dado al efectismo. Para Ortega, por el
contrario, el género consiste en ciertos
temas radicales, irreductibles entre sí, verdaderas categorías estéticas. Y
añade una definición de la lírica que puede hacerse extensible tanto a la
novela como a la aforística: La lírica no
es un idioma convencional al que puede traducirse lo ya dicho en idioma
dramático o novelesco, sino a la vez una cierta cosa a decir y la manera única
de decirlo plenamente. Una teoría, como se aprecia, que explica la mala
fortuna que suelen tener las adaptaciones cinematográficas de ciertas obras
maestras de la literatura como Bajo el
volcán, de Lowry, aun a pesar de haber tenido como director y co-guionista,
junto a Guy Gallo, a uno de los grandes mitos del cine: John Huston.
Quizás estas teorías orteguianas se iluminen con la distinción
fundamental que hace el filósofo entre el pensamiento y el arte literario,
mientras el primero admite la “caza” de los conceptos, el secreto del arte no
se revela necesariamente a quien lo persigue, por más que se empeñe en alcanzarlo
a toda costa, sino que parece ofrecerse arbitrariamente a quien a él se acerca
sin afán de dominio. Marca como terreno
propio de la creación literaria, frente a la realidad, la cuestión del estilo, y
de esa demarcación deriva una división entre lo real y lo virtual que le
chocará a más de un joven lector: La cultura –la
vertiente ideal de las cosas– pretende establecerse como un mundo aparte y
suficiente, adonde podamos trasladar nuestras entrañas. Esto es una ilusión, y
sólo mirada como ilusión, sólo puesta como un espejismo sobre la tierra, está
la cultura puesta en su lugar,
señala Ortega. Y más adelante: Del mismo modo que las siluetas de las rocas
y de las nubes encierran alusiones a ciertas formas animales, las cosas todas,
desde su inerte materialidad, hacen como señas que nosotros interpretamos.
Estas interpretaciones se condensan hasta formar una objetividad que viene a
ser una duplicación de la primaria, de la llamada real. Nace de aquí un perenne
conflicto: la “idea” o “sentido” de cada cosa y su “materialidad” aspiran a
encajarse una en otra. Pero esto supone la victoria de una de ellas, Si la
“idea” triunfa, la “materialidad” queda suplantada y vivimos alucinados. Si la
materialidad se impone, y, penetrado el vaho de la idea reabsorbe ésta, vivimos
desilusionados. De estos
planteamientos se sigue una concepción de la novela que aboga, aun dentro de su
esfera alejada de lo material, por una imitación densa, plena, de lo real: ¿Qué diferencia hay entre el chafarrinón y
la buena pintura? -Se pregunta
Ortega para darle cuerpo a su teoría de lo propio del género novela–. En la buena pintura, el objeto que ella
representa se halla, por decirlo así, en persona, con toda la plenitud de su
ser y como en absoluta presencia. En el chafarrinón, por el contrario, el
objeto no está presente, sino que hay de él en el lienzo o tabla sólo algunas
pobres e inesenciales alusiones. Cuanto más lo miremos, más clara nos es la
ausencia del objeto. (…) Esta
distinción entre mera alusión y auténtica presencia es, en mi entender,
decisiva en todo arte; pero muy especialmente en la novela.
El corolario de estas teorías es
la presencia de la vida sin intermediarios, esto es, sin la mediación de narradores que nos “refieran” los hechos,
privándonos de juzgar y/o amar por
nosotros mismos. Ortega y Gasset está convencido de que la novela de su tiempo
había llegado a un callejón sin salida: Proust, por ejemplo –Ortega califica su
gran obra de novela paralítica–; pero está convencido de que es un género del
que se pueden esperar grandes cosas que, por sus pasos contados, irían llegando,
como ha sucedido, aunque no en nuestro país.
La idea de Ortega sobre la
representación adecuada de la vida incluye un espesor narrativo que presta
total atención a la “presentación”, por decirlo así, de esa vida propia de la
novelería: Hemos de “ver”, en acción a los personajes, no pueden reducirse a
mera referencia, y eso solo se consigue mediante la observación directa del
lector, de ahí la importancia, dice Ortega, de esas tiradas dialógicas de los
personajes de Dostoievski, por ejemplo, que sólo pueden redundar en un
exhaustivo y preciso conocimiento propio de los personajes.
Para Ortega, son pocas las
condiciones que ha de cumplir la novela para estar a la altura de las
exigencias del género, pero su pertinencia es absolutamente actual: Es menester que el autor construya un
recinto hermético, sin agujero ni rendija por los cuales, desde dentro de la
novela, entreveamos el horizonte de la realidad. (…) Fuera como mirar en el
jardín un cuadro que representa un jardín. El jardín pintado sólo floree y
verdea en el recinto de una habitación sobre un muro anodino, donde abre el
boquete de un mediodía imaginario. (…)Sólo
es novelista quien posee el don de olvidar él, y de rechazo, hacernos olvidar a
nosotros, la realidad que deja fuera de su novela.. (…) El novelista ha de
intentar, por el contrario, anestesiarnos para la realidad, dejando al lector
recluso en la hipnosis de una existencia virtual. (…)Novelista es el hombre a quien, mientras escribe, le interesa su mundo
imaginario más que ningún otro posible. (…) Divino sonámbulo, el novelista
tiene que contaminarnos con su fértil sonambulismo. Se trata, pues, de un
realidad imaginaria en la que hemos de habitar olvidando su correlato, aunque
la experiencia del mismo sea el que nos hace interesarnos por ese mundo
imaginario que, sin embargo, tiene su propia verdad, no siempre, necesariamente,
la verosimilitud. Ortega resume de forma poética esa experiencia del mundo
paralelo: Nuestro brazo de soñadores es
un espectro sin vigor suficiente para sostener un pétalo de rosa. Finalmente,
dejándose llevar por la herencia de la gran novela del XIX europeo, Ortega
muestra una de las principales carencias de la novelística española actual: No en la invención de “acciones”, sino en la
invención de almas interesantes veo yo el mejor porvenir del género novelesco. Si
en vez de por títulos o por autores, se preguntara a los lectores actuales por
una relación de las almas interesantes
que pueden recordar de sus lecturas de novelas españolas, bien pronto se
acabaría la nómina, la verdad. Y bien nutrida sería la de estereotipos
insustanciales, sin embargo.
Dejo para el final
ese rasgo definitorio que Ortega consideraba como lo propio de la literario,
por encima, como no podía ser de otra manera, de la “materia”, el estilo, para
él la fuente directa del género: La obra de arte lo es merced a la estructura
formal que impone a la materia o al asunto: Las cosas reales están hechas de materia o de energía;
pero las cosas artísticas –como el personaje Don Quijote– son de una sustancia
llamada estilo. Cada objeto estético es individuación de un protoplasma-estilo.
Así, el individuo Don Quijote es un individuo de la especie Cervantes. Y ahí es donde ya podemos dar por no nacida la
novelística española contemporánea, porque el adocenamiento y la vulgaridad
tópica son la medula (como quería Quevedo) del chafarrinón que domina el Ruedo
Ibérico de la República de las Letras, capítulo esperpéntico en su conjunto del
capítulo de la falsa solemnidad de Movimiento
perpetuo de Monterroso, acaso sin él saberlo.
en una pequeña localidad alemana, Hermann Hesse fue uno de los escritores más influyentes del siglo XX. Murió en 1962, a los 85 años de edad, ya convertido en un escritor de culto para los jóvenes lectores, atraídos por su descripción de la dualidad del espíritu y la naturaleza, de la lucha entre el cuerpo y la noticiasdelloretdemar.es/despedida-de-una-carta-formal/
ResponderEliminarEllo no obsta para que por ciertas creaciones suyas el tiempo haya pasado inmisericordemente. Otra cosa es, sin embargo, su pensamiento político, que he leído recientemente y que conserva una hermosa lozanía...
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