sábado, 27 de octubre de 2012

Luces de Bohemia: El prodigio teatral de La Perla 29.






La emoción apasionante de la ficción: Max astroso y Poz desencajado.

Ayer volví al teatro. Vi Luces de Bohemia, en un montaje del grupo catalán La Perla 29. Salí como pedía la vieja retórica, habiendo sufrido una purificadora catarsis. Juan Poz es hermano de fracaso de Max Estrella. Conmovido y conmocionado (en el supuesto de que mover y mocionar sean algo distinto), he dejado pasar unos días para que no me dicten las palabras las emociones y poder explicar estas últimas con aquellas, acaso con la pretensión de ponerme estupendo.
El primer encuentro en el teatro es siempre con la escenografía, lo que los cursis llaman la dramaturgia o la galicista puesta en escena. En estos tiempos de telones caídos, los espectadores ultraimaginativos (nada que ver con los imaginadores ultraístas) como mi menda entran en la sala y ya comienzan a ver ante sus ojos buena parte de lo que verán después, sobre todo si van a ver una obra que, como es el caso, han leído decenas de veces y de las que se saben diálogos enteros y aun definiciones clásicas, como la canónica y archifamosísima del esperpento. Los espectadores estábamos sentados en gradas que formaban una  U y en ese pasillo angosto, a menos de dos metros de nosotros, los actores iban a representar la obra noctívaga de Valle. Rompía la U en una esquina un reducido espacio para la taberna de Picalagartos y un acceso para la entrada y salida de los personajes.
La cercanía de los actores al público no es una mera necesidad del espacio de la sala –que forma parte del complejo arquitectónico de la arquitectónicamente excepcional Biblioteca de Cataluña, que fue, con anterioridad, en el siglo XV, un  hospital–, sino el fruto de una concepción del teatro como experiencia humana directa. He de confesar que contra la distancia brechtiana, la cercanía broggibrosiana –Oriol Broggi y Sebastià Brosa son los responsables de tan imaginativa interpretación de la obra– me ha aportado una vivencia del clásico en la que la experiencia física ha contribuido en gran manera a la recepción entusiasta, ¡eufórica!, de la obra. A la distancia de un escenario a la italiana, los seres humanos que representan en él sus grandezas y sus miserias parecen marionetas que se desgañitan para que sus emociones lleguen con claridad a todas las localidades de la sala. Cuando al espectador le llega el aliento, y hasta la salivilla…, de quien puede modular su voz para expresar registros de muy varia naturaleza sin el altavoz potente que los distorsiona en otro espacio, la experiencia teatral adquiere un significado completamente nuevo. No se trata, tampoco, de un espacio como el de Grotowski para El príncipe constante, en el que los espectadores habían de asomarse, como mirones, a ventanucos desde los que contemplar el interior de un cubo enorme, en el cual se representaba la acción, un espacio del que los espectadores estaban  físicamente exentos, separados. Y sin embargo, algo del teatro pobre del polaco hay en esta representación en la que los múltiples y variados espacios de la acción, para los que los espectadores actuamos como paredes vivas -¡aquí sí que cuadra lo de “hablarles a las paredes”!– , se decoran con los mínimos elementos necesarios.
Quiero resaltar, sobre todos los elementos de la escenografía, la arena sobre la que se representa la obra. Que para tan españolísima obra en la que se reniega de España –especialidad intelectual del país– se haya dispuesto un albero, me parece un acierto espléndido. En la propia obra hay un momento, en la escena con el increíble D. Filiberto, en la redacción del diario, en el que cobra vida mortal la arena del “polvo eres y en polvo te convertirás” que el joven modernista no sabe siquiera citar en latín, como se queja el redactor. Es la arena, también, del camposanto, y la arena, indudablemente, donde luchan los gladiadores contra la miseria y el olvido de la fama; la arena, por supuesto, donde coger las piedras con la que luchar contra la opresión del desgobierno de los corruptos de turno. Esta polisemia de los elementos escénicos predispone al espectador a favor de la representación. Sabe que todo se representa sobre un elemento natural: la tierra; y que, en consecuencia, los personajes no son hijos de la mente más o menos calenturienta de un autor, sino emanación viva de la tierra, producto natural de ella; sabe que las emociones de esa tragicomedia no son, representadas por los actores, arte de la ficción, sino fruto estremecido de la única verdad posible, la del arte vivo.
Sin el trabajo magnífico de los actores y actrices, por otro lado, es imposible que un texto teatral se convierta en vida. El milagro de la técnica teatral, las emociones fingidas de quien las controla al milímetro para que los espectadores las vivan como una experiencia turbadora, alcanza en la obra que he visto unas cotas difícilmente superables, aunque no en todos los actores y actrices por igual, claro está. Pocas veces a  Max lo he vivido tan yo como en esta representación. Pocas veces la famosa execración, “en España las letras son colorín, pingajo y hambre” ha estado tan cerca de hacerme derramar –con el recuerdo del Valle indigente e indignado al fondo- las lágrimas de la indignación, del mismo modo que ha sucedido en esas autoafirmaciones del orgullo literario de Max, “yo no me humillo”, que me sumaban a su encumbrada exigencia artística, justo el tiempo suficiente para aceptar lo contrario casi sin solución de continuidad: la caridad del ministro con que darle una larga cambiada y efímera a la atrocidad de la miseria.
 Quien ha convivido con Luces de Bohemia, quien haya representado todos y cada uno de sus personajes en sus lecturas de la obra, distingue a la perfección la verdad de la impostura. De ahí el mérito excepcional de esta versión. Un Max, Lluís Soler, perfecto. Un D. Latino que supera con creces el cotejo con el inolvidable e insuperable forjado por Agustín González, y un eficacísimo reparto que con indudable versatilidad saca adelante, con total verosimilitud los muy diferentes personajes de la obra, teniendo cada uno de ellos su momento de gloria a lo largo de la representación, como en el caso de la escena del prisionero catalán. ¡Qué emoción telúrica la vivida a través de aquel golpe de genio de Max: Yo te bautizo Saulo. Soy poeta y tengo derecho al alfabeto. Algo que, viniendo de quien se reconoce el dolor de un mal sueño, nos acerca a una vivencia de la historia española que describe el preso catalán a la perfección del día de hoy: En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero. No es de extrañar que en el programa de mano se le den las gracias a todos los indignados, porque las algaradas callejeras descritas en la obra, así como la represión policial parecen un trasunto de las actuales. Es en ese momento de la obra  cuando la transformación social de Máximo Estrella  adquiere su verdadera dimensión dramática: ¡Jamás oí voz con esa cólera trágica!, exclama ante la “contemplación” de la queja lorquiana ( ¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos! ¡Que tan fría, boca de nardo!) de la verdulera con el hijo pequeño, recién asesinado, en brazos. Hay mucho de teatro, le responde su perro, D. Latino, la encarnación del cinismo. Y frente a la insensibilidad del egoísmo, Max sólo ofrece el desprecio absoluto:  ¡Imbécil! Es preciso hacer notar la enorme cantidad del mismo que puede albergarse en un insulto tan aparentemente neutro si este es proferido con la entonación adecuada, como sucede en esta representación magnífica, y en esa escena en concreto.
Para un artista desencajado y relativamente empobrecido, el teatro es un lujo tan fuera de su alcance como lo estaba  la gloria literaria para Max Estrella (¡mon semblant, mon frêre!). Sin embargo, una representación como la que he vivido, capaz de arrastrarme, conmovido y exaltado, a lo largo de una hora y media apasionante, me parece una experiencia que ningún amante del arte debería perderse, siempre y cuando aparezca por su ciudad esta maravillosa representación.
Quienes frecuenten este Diario saben que no soy dado al elogio, aunque en esta ocasión me ha parecido que cumplo con el clásico: Es signo de mediocridad alabar siempre moderadamente, reconocía Vauvernagues. Pues eso, escapemos de la mediocridad.

jueves, 18 de octubre de 2012

¿Aforrefranes o Refraforismos?





Baciyelmos del género lacónico.                   

                

                  Quienes frecuentan este Diario de un artista desencajado son conocedores de mi dedicación al fenómeno del aforismo, sobre el que he escrito reiteradamente aquí desde hace mucho. Hay un abordaje teórico, con su derivada académica, en el que no voy a entrar ahora, pero en el que sigo acumulando lecturas, notas y borradores. Hoy pretendo reflexionar brevemente sobre la más que estrecha relación existente entre el aforismo y el refrán. 

                  En apariencia, puede parecer que haya entre ellos un abismo, y que la anonimia del segundo y la autoría del primero marquen una diferencia que, definitivamente, los conforme como “géneros” distintos, aunque no distantes. He de dejar claro desde el principio que la anonimia del refrán es  un mero fenómeno circunstancial, anecdótico. Dicho de otra manera, alguien ha tenido que elaborar alguna vez y en algún sitio los refranes que después han pasado de boca en boca a través de generaciones hasta llegar a la nuestra. Digo elaborar y no escribir, aunque en el decurso de la creación del refranero bien puede intuirse que algunos de ellos incluso hayan podido ser escritos antes que elaborados oralmente. 

                    Que los refranes vienen de muy lejos y que pueden ser considerados como “universales” de la experiencia popular es algo casi inobjetable. Ahora bien, al margen de las turbadoras coincidencias que hay entre los refranes de culturas distintas, me interesa señalar que, más allá de la síntesis de la experiencia humana, hay en los refranes un aliento poético innegable, no solo por los constantes juegos lingüísticos a los que recurren, sino por el uso frecuente de casi todas las figuras retóricas, entre las que la comparación, la metáfora, el retruécano y la antítesis ocupan lugar destacado, aunque también la imagen suele aparecer con frecuencia en ellos, como “visión” privilegiada de la conformación de lo real. Es señal característica indudable de los refranes el hecho de recurrir a la rima como método nemotécnico, pues los refranes han de poder ser “fijados” con claridad, sin confusiones enojosas que se presten al equívoco o a la duda sobre la intención del usuario, y ese es quizás el rasgo que más los aparta de los aforismos, poco dados a recurrir a la rima interna, con la que suelen mostrarse usualmente incompatibles, si bien hay numerosas excepciones. 

                       Salvado ese pequeño escollo, es cierto que hay muchos refranes que, enunciados sin delatar su condición de tales, bien pueden pasar por aforismos, y a la inversa. Esa suerte de viceversabilidad es lo que me anima a derribar los muros con que quieren algunos teóricos ubicarlos en compartimentos estancos. Cualquiera que haya leído alguna colección de refranes habrá hallado muestras como las que yo voy a usar a continuación, si bien es forzoso reconocer que los tales no se hallan entre los más populares, entre los más usados. Por otro lado, no hay duda de que el gran triunfo del aforismo es, sin duda, perder la autoridad y ser repetido como si se tratara de esa supuesta creación popular en la que habrían participado numerosas lenguas o numerosas plumas, ¡ningún honor más alto, para el autor, que desaparecer en la propiedad comunal –como la gran última lección del genio que fue Mozart, confundirse sus restos con los de la fosa común- y asegura, en su aforrefrán, la eternidad de su obra! Esa sería la tenue frontera entre el aforismo arrefranado y la cita de campanillas.

                        Veamos, sin más dilación, algunos ejemplos de esos aforrefranes o refraforismos de los que vengo hablando:

Acometa quien quiera, el fuerte espera, en todo semejante al proverbio japonés según el cual El que tiene seguridad en sí mismo no suele agredir, sino resistir las injurias del enemigo. Advertimos, pues, uno de esos “universales” que suelen encarnarse en los refranes.

Al herrero con barbas y a las letras con babas. De inequívoco sabor quevediano.

A los sordos, peerlos. No está exento el refrán del impulso escatológico ni de la crueldad, como tampoco del ingenio. No deja de ser curiosa la presencia en este refraforismo del humor negro tan propio de la literatura popular como de la culta.

           Aunque soy grande, soy estambre. En ninguna colección de refranes de  las centenares de miles que hay en internet se ha recogido (según el buscador de Google), si bien aparece, como no podía ser menos, en el libro digitalizado  de Gonzalo Correas: VOCABULARIO DE REFRANES Y FRASES PROVERBIALES Y OTRAS FÓRMULAS COMUNES DE LA LENGUA CASTELLANA EN QUE VAN TODOS LOS IMPRESOS ANTES Y OTRA  GRAN COPIA QUE JUNTÓ EL MAESTRO GONZALO CORREAS  Catedrático de Griego y Hebreo en la Universidad de Salamanca. Es apreciable, en este  acaso más que en ningún otro, la fuerte impronta poética y moralista del aforrefrán. En todo se asemeja al estilo de los aforismos de Pascal y específicamente al que dice: El  hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante.  

Guárdate del hombre que tiene rincones. ¡Cómo no volverse enseguida hacia las personas “esquinadas” de las que nos prevenía Unamuno! En el bilbaíno eran seres hacia afuera, agresores, con los que se topaba; los del aforrefrán, son seres hacia dentro, maquinadores. No sé cuáles son peores.

Servir es ser vil. Cualquier aforista, como buen libertario que todos son, en el fondo, firmaría orgulloso este falso calambur ingenioso y luciferófilo.

Culos conocidos, de lejos se dan silbos. Gabriel García Márquez confesó en un artículo (El País, 18/8/1982) que los viejos refranes españoles fueron sus primeros iniciadores en la poesía, y aportaba este ejemplo señero. Que cada cual descubra para sí la música de la poesía en este deslenguado y musical refraforismo de turbadora imagen.

A luengas vías, luengas mentiras. De igual modo que en los romances aparecieron inmediatamente los arcaísmos como marca de antigüedad, de nobleza de lengua, en los refranes ocurrió otro tanto. La presencia de ciertas voces actúan, pues, poéticamente y permiten una contemplación poética del aforrefrán. Que se aplique, además, a los fabulosos –en su sentido literal—  comentarios de los viajeros por geografías y pueblos exóticos, tan comunes en la vida de cada quisque, permite la identificación inmediata con las sufridoras videoaudiencias que soportan a cena enjuta la atroz redundancia de las imágenes y los relatos.

Discreción es saber disimular lo que no se puede remediar. Finalmente, en el más tradicional estilo definidor de los aforismos, amigos siempre de reescribir los cariñosos (y pegajosos) lugares comunes, este refraforismo, tan sabio como conciso y despojado de los oropeles de la retórica, bien puede reclamar la condición que le estamos reconociendo.

Endura, endura y viene quien desboruja. Aunque solo sea por el amor al arcaísmo, del que antes hablamos, ¿cómo no enamorarse de esta críptica constatación de una realidad trivial, a muchos avaros les hereda un despilfarrador, podría ser una traducción no excesivamente infiel. (Endurar: 4. escatimar, ahorrar; desborujar -inexistente hoy–: despilfarrar).

Madrastra, madre áspera. He aquí uno de esos aforrefranes a los que son tan dados no pocos autores amantes de las definiciones como Ramón Gómez de la Serna o José Luis Coll, por ejemplo, aunque es propensión de muchos y solo resultado feliz en pocos.

Más vale onza de sangre que libra de amistad. Más allá de las medidas antiguas, absolutamente anodinas en su tiempo y hoy tan llamativas, incluida la arroba, merece la pena destacar este lacónico canto al espíritu de clan germánico que dominó durante tanto tiempo nuestra jurisprudencia.

Para sacar de su casa a un muerto son menester cuatro hombres. He aquí un refraforismo de los excelentes, los que denotan una perspicacia singular, propia de espíritus bendecidos por la agudeza. Al tiempo, el elogio poético de la última lucha épica del ser en la existencia recibe cumplido homenaje

        ¿Qué espejo hará la fuente do la vecera se mete? Siquiera sea, de nuevo, por la posibilidad de devolver a la circulación lingüística una voz como vecera, ‘manada de puercos’, ya merecería ser acogido este reafraforismo en el grupo de los escogidos. Si sumamos el valor metafórico del mismo, ‘que el vicioso no pueda dar ejemplo’, se acrecienta, sin duda, el valor del ejemplo.

        Regla y compás, cuanto más, más. ¿Y qué decir de este aforrefrán propio, a pesar de la atrevida adjudicación, de místicos como Juan de la Cruz o Teresa de Jesús. ¡Regla y compás!, nada menos. Disciplina y ritmo, porque en la renuncia a las pasiones y  en el vuelo del alma hay un secreto ritmo que solo escuchan y siguen quienes ejercitan las virtudes del pájaro solitario.

        Cada cual es muy suyo de buscar más ejemplos de los baciyelmos  que pueda encontrar en este mundo inagotable del laconismo. A los comentados, añado una breve muestra de otros que también lo merecerían, ser comentados:

A gran arroyo, pasar postrero.

Al loco y al aire, darles calle.

Alcanza quien no cansa.

Culos conocidos, de lejos se dan silbos.

De alcalde a verdugo, ved cómo subo.

De hora en hora, Dios mejora.

Do entra beber, sale saber.

Dos al saco y el saco en tierra.

El que ha de besar al perro en el culo no ha menester limpiarse mucho.

El que quiere, va: el que no quiere, envía.

Hay ojos que se enamoran de legañas.

Ir romera y volver ramera.

La que se viste de verde, con su hermosura se atreve.

Muchos ajos en un mortero, mal los maja un majadero.

No en los años están todos los desengaños.

No hay tal caldo como el zumo del guijarro.

Pared blanca, papel de necios.

Pedo con  sueño no tiene dueño.

Peer en botija para que retumbe.

Trabajos, y a la vez andrajos.

La verdad huye de los rincones.

Viejo amador, invierno con flor.

Ya que no seas casto, sé cauto.


martes, 9 de octubre de 2012

Justina: la pícara narratóloga


La pícara Justina: Más aquí y más allá de la novela picaresca.


Lo primero que llama la atención de Justina es la mezcla sorprendente de la reflexión metaliteraria con un estilo jocoso, propio de la materia de que está hecha la novela, cual es la vida de la pícara mesonera, llena de lances propios del género, tanto escatológicos como folclóricos.
Así abre su reflexión:
Un pelo tiene esta mi negra pluma. ¡Ay, pluma mía, pluma mía! ¡Cuán mala sois para amiga, pues mientras más os trato, mas a pique estáis de prender en un pelo y borrarlo todo. Pero no se me hace nuevo que me hagáis poca amistad, siendo (como lo sois) pluma de pato; el cual por ser ave que ya mora en el agua como pez, ya en la tierra como animal terrestre, ya en el aire como ave, fue siempre símbolo y figura de amistad inconstante, si ya no dicen los escribanos de el número, y aun  los sin número que con ellos han hecho treguas sus plumas. En fin, señor pelo, no me dejáis escribir.
            No sé si dé rienda al enojo o si saboree el freno a la gana de reírme, viendo que se ha empatado la corriente de mi historia, y que todo pende en el pelo de una pluma de pato. Mas no hay para qué empatarme; antes os confieso, pluma mía, que casi me viene a pelo el gustar de el que tenéis, porque imagino que con él me decís mil verdades de un golpe y un golpe de mil verdades. Y entenderéis el cómo si os cuento un cuento que puede ser cuento de cuentos”
.
                                           (…)
        Así que, de haberse atravesado este pelo, y de lo que yo alcanzo, por la judiciaria picaral, colijo para conmigo que mi pluma ha tomado lengua (aunque de borra) para hablarme. Sin duda, que me quiere dar matraca por ver que me hago coronista de mi misma vida. En lo cierto estoy, como si lo adivinara. Ella es matraca. Al arma, señora pluma. Aquí estoy, y resumo finalmente lo que me decís, porque en pago escribáis con fidelidad lo que yo os dijere. (…) Los que pretendieren entretenimiento, tras el gasto hallarán el gusto. No quiero, pluma mía, que vuestras manchas cubran las de mi vida, que (si es que i historia ha de ser retrato verdadero, sin tener que retratar lo mentido), siendo pícara, es forzoso pintarme con manchas y mechas, pico y picote, venta y monte, a uso de la mandilandinga.
En ella salta a la vista la firme decisión de inscribirse el autor en la academia de los doctos, en las filas del ingenio y en la nómina de los sagaces. Del primer capítulo en adelante, todo lo iluminará la luz de la retórica. Olvídese el famoso realismo picaresco de aparecer en las páginas, salvo bajo forma episódica, en algunos cuentos de tipo folclórico, y como recurso léxico, siguiendo la estela del Arcipreste de Toledo, con su Corbacho, obra maestra del habla coloquial del siglo XV. El primer diálogo entre el pelo de la pluma y la narradora dan el pie forzado del esfuerzo elocutivo inmenso que devendrá una obra tan difícil de seguir en su hilo narrativo como difícil de comprender en su enmarañamiento retórico.
El afán de singularizarse de la composición aparece ya en la estructura formal. Los capítulos, además de llamarse “Capitulos”, llevan el sobrenombre de “Número”, y cada uno de ellos va introducido por un poema de diferente naturaleza, recurso con el  que se quiere ofrecer una antología de formas poéticas comunes y no tan comunes, aunque todas ellas con una clara intención paródica y estrechamente relacionadas temáticamente con el contenido del libro. Cada capítulo se cierra con un “aprovechamiento”, que actúa a modo de reflexión moral sobre el contenido de cada capítulo y, a veces, se manifiesta como moraleja, al viejo estilo de las del Conde Lucanor. Ha de decirse que en esos “aprovechamientos" hay, claramente, una intención paródica de los libros edificantes, de loas “vidas ejemplares”, pues toda la novela de López de Úbeda lo es, algo muy propio del género picaresco, ya desde sus inicios en Lazarillo.  Esta mezcolanza de elementos estructurales responde, en parte, al desafío que se plantea el autor a la hora de escribir el libro: al inscribirlo en el género picaresco –Guzmán será para él como el Amadís para D.Quijote–, quiere hacer una obra de burlas y donaires que le dé gusto al pueblo llano al que le lean pasajes escogidos, pero, al mismo tiempo, llama a la puerta de los poderosos ingenios de su tiempo para ser aceptado en el estrecho círculo de los entendidos, a quienes deleita con un enorme repertorio de agudezas y paradojas.
Después de haberse entretenido en la conversación con el pelo de la pluma de pato, la narradora repara en la culebrilla pintada en el papel sobre el que va a escribir, como veíamos hace tiempo el galgo en el papel del mismo nombre, Galgo, y entra en una digresión que se articula como principal motor dinamizador del relato. Continuamente, cualquier pretexto será bueno para abandonar el relato de la acción y perderse en consideraciones de todo tipo, si bien predomina el carácter culto de la mayoría de ellas, como ocurre en la presente donde vemos desfilar desde Aristóteles hasta Mercurio, pasando por Esculapio, Circe, Medea o Cecrope. Cabe reseñar el colofón del Número:
Vayáis norabuena, librito mío, que más cuestan los naipes y valen menos. Si ello el libro está bueno, buen provecho les haga, y si malo, perdonen, que mal se pueden purgar bien los enfermos si yo me pongo ahora muy de espacio a purgar la pícara. Mas ¡ay!, que se me olvidaba que ero mujer y me llamo Justina. Vayan con Dios, que estábamos hablando y el señor don papel de culebrilla.
        Señor don papel: como digo de mi cuento, si alguno destos hombriperros o perrihombres os saliere a cantar por delante y a morder por detrás, no tengáis pena, que (teniendo culebrilla), con lo que os ladraren, jugaréis de diente, y con lo que os cantaren con lisonja o sin lisonja, haréis lo que la culebra, cosiendo el un oído con el suelo de humildad y el otro con la cola de despedida.
        El ignorante vulgo es de casta de perro de aldea, que halaga al zafio mal vestido, y ladra y muerde al caballero bien ataviado que pasa de camino, no teniendo otra causa deste mal acierto, que su natural ignorancia y el no tener trato ordinario con los de hábito semejante. Así el vulgo ignorante, como no conoce ni sabe qué cosa es una discreción en hábito peregrino, a bulto ladra a la fama del autor; y aun si puede morder, se ceba asaz.
        Culebra tenéis, papel mío; defendeos. Si a lo grave que tenéis os perdieran el respeto, silbades, y aprovechaos de que tenéis culebra, y tenéis de pícaro lo que yo de pícara. Y si prohidiaren, morded, que los dientes no se hicieron para echar melecinas.
El juego metaliterario plantea una narradora que lleva hasta sus últimas consecuencias su condición advenediza, en manifestaciones como la propia sorpresa por su “existencia”, apenas se ha lanzado, tras el diálogo con la pluma y con el papel –y aliviada por no haberlo tenido con el tintero (No me faltaba sino que vos, señor tintero, os entonásedes y hubiésemos menester haceros otros tantos conjuros)–, a la escritura de su vida “por sus propios pulgares”, y tras requerir nuestra atención con el escatológico: ¡Agua va! ¡Desvíense, que lo tengo todo a punto y va de historia!.
¿Ya soy nacida? ¡Ox, que hace frío! ¡Tapagija, que me verán nacer desnuda!, se pregunta la protagonista en su cámara poco antes de que entre la primera joya pícara del relato, Perlícaro, a mofarse de sus pretensiones: Yo bien estoy, señora miadora, que después de ser quincuagésima dé en carnestolendas, pero no historiogarfia. Justina enseguida acarrea respuestas que se da a sí misma en monólogo que nos permite ir comprobando el extenso repertorio de sus artes, pícaras y literarias: No me dio pena que fray Menos diese matraca a fray Más, pues en la historias consta que ha habido criados que se han puesto a dar matraca a príncipes, sus señores. Tampoco me pareció cosa indigna de pechos nobles sufrir vayas y fisgas y de fisgones y rateros de medio mocate, que aun el águila, según vemos, muestra su realeza y condicionaza hidalga en estar muy paciente y serena cuando la corneja se pone, papo a papo, a partir peras con ella, y aun a hacer dello burla con visajes y ademanes, sin que esto gaste un adarme de su paciencia. Tanto, que algunos filosofos griegos dieron esto por jiroblífico de la paciencia, a que su misma realeza les obliga a los monarcas. Su queja, además de que la califiquen de cincuentona larga, es la de la principiante a la que le duele que, apenas comenzada su aventura literaria haya venido a hablar a la mano a una persona cargada de concetos, a tiempo que comenzaba a parir y hacer hacienda, que fue tanto como helar sobre las yemas de vid y ventear sobre cierna de espiga.
Justina declara por extenso su linaje, después de un breve excurso sobre su linaje, como es preceptivo en el género y, desdoblándose, se invita a hacerlo: ¡Ea, Justina!, ya que no quieren veros nacer monda y redonda, sino que vais con raíces y todo, para que adonde quiera que os planten deis fruto, decid vuestra prosapia; vean que sois pícara de ocho costados, y no como otros, que son pícaros de quien te me enojó Isabel, que al menor repiquete de broquel, se meten a ganapanes. Elogia a sus abuelos “machunos y hembrunos” y le saca punta a su nombre: Justina porque yo había de mantener la justa de la picardía, y Díez, porque soy la décima esencia de todos ellos, cuanto y más la quinta. Así pues, Justina sigue el modelo clásico de la autobiografía, ya establecido por Lazarillo.
La narradora siempre mantiene viva la conciencia de estar escribiendo su historia, de ahí las múltiples interrupciones que rompen el hilo narrativo y ejercen un efecto distanciador que permite al lector no perder de vista la calidad de experimento narrativo de la obra: ¿Adónde vas. Hermana Justina, cargada de prólogos de burlas? ¡Ay, hermano lector! Iba a persuadirte que no te admires si en el discurso de mi historia me vieres, no sólo parlona, en complimiento de la herencia que viste en el número pasado, pero loca saltadera, brincadera, bailadera, gaitera, porque, como verás en el número presente, es también herencia de madre. El determinismo más estricto justifica los pasos de la narradora y protagonista, ajustándose al viejo refrán: De tal palo… De la herencia  de su tatarabuelo materno, gaitero, hereda Justina una calidad rítmica que le lleva a formular lo que podemos considerar una divisa personal: Nace y vive y trota al son. Y en un salto diacrónico y circense, hemos de brincar hasta la obra inmortal de Rubén Darío para encontrar, con otras palabras, idéntica divisa: Ama tu ritmo y ritma tus acciones, en lo que, por fuerza, ha de parecernos una coincidencia turbadora.
Como mesonera profesional, Justina está orgullosa de ser la primera narradora que va a dejar por escrito un elogio del mesón como éste se merece: La primera pluma que se ha ensillado en Castilla para alabar la vida de el mesón será ésta, que tengo pico a viento esperando si viene el arriero de el Parnaso y me trae alguna carraca con  que hacer la costa de la buena barba del mesón. ¿No viene? Pues crean que he recorrido hasta el pajar de las mulas y los moldes de las loas y no hallo molde que diga de el mesón cosa que de contar sea. Es técnica recurrente la del diálogo constante con el lector, cuyas reacciones expone Justina para defenderse de las objeciones: Ya te veo estar grojeando por decirme que ninguno desos símbolos cuadran con el mesonaje porque ninguna destas aves mesoneras pide dinero de cama ni de posada. ¡Oh, pues si todo lo quieres tan guisado, hazte preñada! El elogio del mesón y la minuciosa –y es ésta cualidad y defecto por iguales de la obra– descripción del mismo desarrolla una veta novelística que, andando el tiempo, se bifurcaría en dos ramas bien definidas: la vida del café y la vida de pensión, aunque ambas hayan sido compatibles. El fundamento retórico de la novela también es, al tiempo, virtud y defecto de la obra. Virtud porque López de Úbeda tiene la pluma bien afilada y el verbo ágil y preciso; defecto porque la morosidad lastra el desarrollo argumental y desespera al lector que busca acciones en vez de discursos: con quien hablardes, siempre tierra en medio, que la mujer es cosa para de lejos, que es como figura de cera, como pintura al temple, librea de oropel, labor de masa, forma de emprenta, cadáver de embalsamado añejo, polvos de clavete de azucena, que en tocándolos se descomponen, deslustran y deshacen. En ese diálogo constante con el lector también las burlas tienen su parte, porque Justina va moldeando el interlocutor a su gusto, a fuerza de usurpar sus reacciones, de ahí que se permita ciertas libertades: Por aquí sacarás, lector benevirlo (digo benévolo), la discreción de mi padre, su erudición y maestría.(Benevirlo vale ‘buen ladron’, lo cual significa que Justina insinúa que se dirige a sus “iguales”, que todos, en una u otra medida, somos tan pícaros como ella y su familia). El determinismo de la herencia genética es la excusa a la que recurre Justina para justificar ante el lector su ser y sus obras: Yo, hermano lector, ya adivino que en oyendo quién fue mi madre, te has de santiguar de mí como de la Bermuda. ¿Qué quieres? Diérasme tú otro molde, y saliera yo más amoldada. Soy fruta de aquel árbol y terrón de aquella vena. ¿Qué me pides? Estos diálogos tienen por finalidad la justificación de sus acciones y la imposibilidad de escapar de esa determinación familiar y social que la ha llevado a ejercer su muy reprobable oficio de pícara.
        Después del retrato paterno, viene el materno. Es su madre quien la aveza a ser su digna sucesora, quien le dice que tiene puesta en ella todas sus esperanzas para que la sobrepase en el oficio. Justina la toma como modelo, pues reconoce su maestría: No acabara hoy si te contara por extenso sus tretas. Concluyo con decirte que para abrasar el asa, le sobraban dos hervorcitos de imaginación. (…) Estos trastos heredé de mi madre, sin quedar cachibacho que no me traspalee. ¿Qué quieres? Quien da lo que tiene, no debe nada, y quien enseña lo que sabe, menos. Esos son los que tiene Justina para aderezar la historia de su vida: dos hervorcitos de imaginación acompañados de un dominio notable de los registros lingüísticos y una agudeza conceptual notabilísima. Acabada la ristra de lecciones maternas, Justina elogia a su madre por vía de crítica a quienes se las suelen dar de sabidos a través de un quiasmo con aires de retruécano: Así que, hermano lector, cada cual enseña lo que sabe, aunque no todos saben lo que enseñan.
El libro primero, después de una Introducción general titulada “La melindrosa escribana”, está dedicado, pues, a la descripción pormenorizada de su linaje, incluida la muerte de sus padres y cómo queda “sola” frente al mundo. El libro segundo se titula “La pícara montañesa”, el tercero: “De la pícara pleitista” y el cuarto: “De la pícara novia”. Un proceso en el que la acompañamos desde que es expulsada de la casa paterna por sus hermanos hasta que, después de diversas aventuras, logra un capital y un marido, estableciéndose como mesonera.
        Justina se precia de ser buena bailadora y de ser andariega. La generalización que hace del conocimiento de sí, suele caer en juicios que claramente proceden de una mentalidad masculina, como cuando justifica los desdenes y hasta a violencia que se puede emplear contra la mujer: Somos como pulpo que nos halla mejores quien nos hostiga más. El carácter episódico, propio de la literatura picaresca se pone de manifiesto a partir del Libro segundo, cuando de cada insignificante anécdota, el autor dispone los enxemplos casi al modo medieval para coronarlos con la flor de la agudeza o del chascarrillo, como cuando Justina se queda pensativa, maganta, mirando atentamente una calavera de conejo: -Justina, si como creo que has sido pecadora, creyera que eras penitente, dijera que estando así pensativa mirando esa cadavera de conejo que tienes en la mano, te estabas diciendo a ti misma: “Acuérdate Justina, que eres conejo, y en conejo te has de volver”.
           A lo menos, no negaré que este dicho me torno en gazapo, pues me agazapó de modo que no dije más que si tuviera los dientes zurcidos. Tanto fue lo que me hizo callar y encallar.(…) En resolución, como me vi sola y a peligro de dar en la secta de la melancólica, que es la herejía de la picaresca determiné de irme al baile, dando dos higas al tiempo y otras tantas a la mudanza, y cuarenta mil a quien mal le pareciese.
Capítulo central de sus aventuras, y no solo por hallarse en la mitad justa de la extensión del libro, es el dedicado a la aventura de la Bigornia, una sociedad de estudiantes poco amigos de los libros y sí mucho de la farra, de la eutrapelia. Todo el episodio tiene un aire carnavalesco inconfundible, aunque la escurridiza prosa de Justina deja no pocas veces al lector en la duda de qué ocurre en realidad, tan encubierta ésta con agudezas y alusiones retóricas de todo tipo, y ese es uno de los principales obstáculos para que este libro picaresco pueda gozar de una acogida lectora popular. Desgraciadamente, buena parte de nuestra literatura clásica adolece de esa distancia elocutiva casi imposible de salvar para el que no sea especialista o devoto. En síntesis, la trama consiste en que Justina es raptada por los estudiantes, una suerte de cofradía goliardesca, y llevada en una carreta donde le aguardan múltiples violaciones inminentes:  ¡Ay, hermano letor, mira con quién, para consolarme con decir: no estás conmigo! ¡Qué Faltiel para Mucho! ¡Qué Absalón en guarda e Tamar, sino un obispo de la Bigornia y capataz de la bellacada! Pero bien dicen que la apretura y estrecheza en que se ve un entendimiento es la rueda en que obra filos (…) Valióme mi ingenio; a él le doy gracias, que por su industria embalsamé mi cuerpo y le libré de corrupción y del poder de aquella fantasma eclesiastíca y del incendio que ya me tenía tan socarrada como socarretada”.
A la natural agudeza del pícaro se suma en Justina su condición de mujer, para quien los repentismos y la improvisación providencial son propiamente su segunda naturaleza, como se echa de ver en el cuento del loro del Sendebar, por ejemplo, que forja el modelo de la mujer ingeniosa en defensa de su propio placer frente a las imposiciones sociales: Cuando las necesidades son repentinas, las mejores trazas y remedios son los que las mujeres damos, ca así como el uso de la razón en nosotras es más temprano, así nuestras trazas son las que más presto maduran. Mil veces verás en los entremeses ofrecerse necesidad de trazas repentinas y, por la mayor parte, las dan mujeres, que son únicas para de repens. Es el discurso y traza de la mujer como carrera de conejo, que la primera es velocísima, o como envión de francés, que el primero es invencible. Esto quisieron decir los antiguos cuando pintaron sobre la cabeza de la primer mujer un almendro, cuyas flores son las más tempranas.  Anotemos, aunque sea a título erudito, que ese mismo emblema de la cabeza coronada por el almendro es en Alciato, símbolo de inmadurez, como aclara en nota a pie de página el editor de la obra, Luc Torres, quien nos depara una cuidadísima edición con una disposición gráfica que, a pesar de la extensión del libro, consigue que se progrese en él con elegante facilidad. El valor de las nota a pie de página y del vocabulario final merecen un sostenido aplauso. ¡Pocos aprecian las horas de trabajo, de búsqueda ejemplar, que hay tras esta fuente, aquella referencia o el dato fidedigno!, pero solo con ese esfuerzo generoso se construye un patrimonio cultural. No es el momento de rendir homenaje a los hispanófilos, pero ¡qué hubiera sido de nuestra cultura sin su amoroso trabajo, sin su denodada dedicación, sin su entrega apasionada!
No quiero entrar en la “geografía” de la obra, pero de Mansilla de Mulas, nombre que aprovecha Justina para “rematar” su cuento de la Bigornia con los parabienes de rigor que vivió con la satisfacción de que “el gusto es el corazón de la vida”, la trama lleva a la protagonista a León. Se trata, pues, de una picaresca “norteña”, que en poco o nada se distingue de la del resto de la geografía española, salvo las peculiaridades propias de la idiosincrasia del antiguo reino, entre ellas cierta circunspección alejada del gracejo meridional y un menor uso de la escatología como fuente de las risas. Mediada la obra, han disminuido bastante los diálogos con el lector, aunque, al introducir sus andulencias por León capital, se descuelga con este dialoguillo: La ciudad de León está solas tres leguas de mi pueblo, aunque hay en medio un mal paréntesis de un puertecillo, en cuya cumbre, en tiempos pasados estuvo gran tiempo la estatua de un hombre capón. Hombre, digo, capón. Alguno me dirá: -Justina, adjetivad para peras*.
    Acaba ya, hermano lector. Vete conmigo, que buena es mi compañía.
   Así que la estatua deste capón tenía el letrero siguiente: “El capón tiene del hombre lo peor y de la mujer lo más ruin”.
“Adjetivar para peras” vale tanto como “hablar claro”, “hablar en plata”, que es un giro coloquial muy ilustrativo de los recursos con que López de Úbeda ha dotado de verosimilitud una aventura que, la más de las veces, se pierde en digresiones que enlentecen el desarrollo de la obra hasta desesperar al lector no acostumbrado a las florituras, los lances de ingenio y las mil y una agudezas con que López de Úbeda pretende sentar cátedra de estilista: partí llevando los ojos de la vecindad, que si los ojos que tras mí llevé se estamparan en mi jumenta, de burra se volviera pavón, o más adelante: Paréceme que dijo que habían fingido sin mentir; yo no dijera así, sino que habían hecho aparencia de ficción. Esa lentitud digresiva tiene un sentido estructural, como confirma Justina en el seno del relato: Vaya de traza y no me maten, que esto de contar cuentos ha de ser de espacio, como el beber.  
La aparición de un cruce epistolar en el relato incluye la del autor de la obra, que habla por primera vez, en el texto, de “mi Justina”, usurpando la voz narrativa siquiera sea por breve espacio y para introducir ese cruce epistolar como una aportación documental que contribuya a cimentar la realidad inequívoca de lo narrado, por más que parezca desmentirlo el enrevesamiento de dicha introducción: Este es un traslado, bien fielmente sacado, de un scripto y rescrito que pasó entre mi Justina, y el bachiller Marcos Méndez Pavón, en razón de una burla mayor de marca, que después de haber pasado e cosa juzgada por espacio de nueve años, retoñando las quejas en el corazón y lengua del sobredicho bacalario, enviaron a las quince un correo a su pluma y ella al papel, y todos dieron de rebato sobre la pobre Justina, a quien con porte de real y  medio, bien llorado y mal pagado, le publicaron la sentencia y misiva siguiente, que a no poder apelar para la respuesta, era casi casi cosa de afrente. El editor, Luc Torres nos indica, siguiendo la estela de otros eruditos, que el Méndez Pavón que aparece en el relato puede ser identificado con Francisco Vallés, personaje real de la Corte, lo cual convierte, siquiera en parte,  La pícara Justina en un roman à clef, si bien esa posibilidad lo único que haría, respecto del lector actual, es aumentar la distancia con que éste se asoma a las páginas cifradas, cuya dimensión ficticia ya resulta, de por sí, suficientemente críptica en no pocos pasajes, como para añadirle, además, la parodia, sátira u homenaje que pudiera haber a personas o hechos reales. Al acabar el cruce epistolar y retomar Justina la voz que había venido usando hasta entones, incurre el autor en una incongruencia, porque Justina se atribuye a sí misma la intercalación de la correspondencia, ignorando que es obra del autor: Ya que he dado cuenta de lo que me sucedió en León y del retoño que de ahí a nueve años hubo (lo cual puse junto porque se conociese más de próximo la materia de que las cartas trataban), quiero que nos descartemos de cartas para ir adelante con el cuento de mi jornada.
 El estilo conceptuoso de la epístolas nos permite asistir a un duelo de agudezas y de noticias peregrinas, propias de las polianteas cuyo modelo forma parte estructural del relato, como confiesa la propia Justina en la prticular “poética” que disemina a lo largo del texto:  Yo pienso que la bondad de las cosas no consiste tanto en la sustanciad dellas cuanto en menudencias y accidentes de ornatos y atavíos. Ansí mismo, pienso yo que la bondad de una historia no tanto consiste en contar la sustancia della cuanto en decir algunos accidentes, digo acaecimientos transversales, chistes, curiosidades y otras cosas a este tono con que se saca y adorna la sustancia de la historia, que ya hoy día lo que más se gasta son salsas, y aun lo que más se paga.
 . Esta suerte de justas prosísticas, muy propias del barroco, se resuelven en una expresión justiniana que nos devuelven a la ficción, desmoronando el pretendido afán documental, y fundamentando el afán lúdico-retórico de López de Úbeda, quien intenta competir nada menos que con Quevedo: “Yo, la licenciada Justina Díez, llamada por otro nombre la Guzmana de Alfarache, y Pícara de prima por claustro, a vos, el bachiller Marcos Méndez, fullero, burlón de palabras y burlado de obras, nariz de alquitara, ojo de besugo cocido, pescuezo de tarasca cuerpo de cotas, piernas de rastrillo, pies de mala copla… (…) Primeramente, por esos mis escritos, os inhibo de mi fisgón y os apercibo que para el tiempo que durare el resolveros el alma con dichos y la bolsa con hechos –que será el que la nuestra merced durare-, os arméis de la paciencia que tuvo vuestra caritativa madre en oír llamar a su marido, vuestro putativo padre, hijo de Cornelio Tácito, por vía de hembra, y por la del varón, de Rabí Sidraque. (…) Ríome mucho de que repudiéis mi burla por ir mezclada con veras; ¿pues ahora sabéis que todas las cosas vivientes, cuanto más perfectas, son más mixtas?
       
Una sucesión de episodios propios del género picaresco se suceden en los alrededores de León y en la propia capital. Justina, sin embargo, no descuida nunca, porque sabe que es recurso que puede atrapar al lector en la red de sus fabulaciones, la interpelación directa al mismo:  ¿Para qué ando por rodeos? [Esos rodeos son una especulación sobre los bienes y una explicación emblemática del deseo, sobre todo del de rapiñar. Conviene reproducirla porque es un buen ejemplo del modelo retórico escogido por Úbeda para la construcción de su personaje y de la trama, continuamente salpicada por este tipo de interrupciones reflexivas de carácter paródico: Míralo tú; los bienes son en tres maneras: honesto, útil y deleitable. En el oro hallamos honra y estima, que es mona del premio del bien honesto; en el oro tenemos el interés y el provecho, que es el bien útil; tenemos gusto, hermosura y gala, que es bien deleitable. Mira, pues, con tanto tropel de bienes adunados, cómo no se ha de avivar el deseo. A la vanagloria (que es un deseo de honra y estima) la pintaron con unas vela hinchadas que caminan presurosamente al gusto, con tijeras y aguja para cortar y coser nuevos trajes; a la codicia, con ala; pues juntándose todo en uno, ¿qué se puede imaginar sino que, como codiciosa, había de ser inventiva y en hilar mil trazas y dar mil cortes, y como deseosa de gusto y fau fau, había de andar solícita, viento en popa y volando, para poner mis deseos en ejecución?] Yo determiné hacerme pobre envergonzante y ponerme a la puerta de la iglesia para igualar mis deseos con mi bolsa y con mi deuda. Ya paree que te ríes y das vaya a la envergonzanta. Oye, por tu vida, siquiera un descarte, para no hacerme tener tanta vergüenza ahora como entonces. Deseos de galas hicieron a Medusa idólatra; a Hotensia, incestuosa; a Pentesilea, patricida; a Romelia, voladora; a Ceusis, gata; a Silva, impúdica; que a mí me hiciesen pobre envergonzanta, ¿qué hay que espantar?
Así mismo, de lo que nunca reniega Justina es de la bachillería andante en la que ha entrado al dar en escritora, y estima en mucho su nueva condición, consuelo de la vejez, que es el presente desde el que recuerda su vida. Me parece oportuno reflejar esa conciencia creativa de Justina en estas acertadas palabras:  Les quiero contar muy de espacio, no tanto lo que vi en León, cuanto el modo con que lo vi, porque he dado en que me lean el alma, que, en fin, me he metido a escritora, y con menos que esto no cumplo con mi oficio. Y noten que cuando les parezca que mormuro, me aguarden, no me maldigan luego. Espérenme, que, cuando no piensen, volveré con la lechuga, que aunque sea para tocino no es mala. Revelador de su extraña modernidad es esa confesión de que quieren que le “lean el alma”, un impulso autobiográfico que está en la raíz de buena parte de la literatura de nuestros días. A diferencia de los “planos” modernos, cuyos estilos propios apenas se distinguen de la prosa del currículum vitae o de las redacciones de 2º de bachillerato, Justina pone el acento en contarnos “el modo con que lo vi”, antes que “lo” que vio.
Al acabar el episodio, Justina retoma el diálogo con el lector, porque a lo largo de toda la obra se mantiene ese diálogo crítico en el que la narradora busca a veces la complicidad del lector y otras, como la presente, alardear de sus capacidades, tanto picarescas como expresivas: Aquí se acabó el ser envergonzanta y comenzó el tornar a andar con mi cara descubierta y tan sin vergüenza como antes. ¿Qué te parece de la invención? Dirás que bien. Pues a mí mejor. Dirás quizá que aunque fue la traza aprovechada, pero no honrosa. ¡Ay, hermanito, cuántos hidalgos honrados hay que en achaque que piden para pobres envergonzantes piden sin vergüenza para sí!
Después de la estancia en León, buena parte de la cual habría de ser entendida como roman à clef, la protagonista vuelve a Mansilla, a su casa natal, donde se enfrentará con sus hermanos incluso judicialmente Es expulsada de su casa, se hace hilandera y junta un capital. Se traslada a Rioseco y se instala en casa de una bisabuela de Celestina, morisca vieja y hechicera, tras cuya muerte  se alza Justina, arteramente, con la herencia, en lucha con el sacristán que pretende ambas, la herencia y a Justina. Se trata, con todo, en el caso de la hechicera, del único personaje ante el que, como le dice al lector: me veras rendir mi entono y humillar mi no domada cerviz, sin más ruido ni semejanza de quien fui que si nunca fuera. Una vez de regreso en Mansilla, Justina se deja pretender de varios partidos cuya descripción, tan cerca del final del libro, dejan un regusto de satisfecha complacencia en el lector, sobre todo cuando, después de una excelentísima digresión sobre su concepción del amor, Justina se promete con un pretendiente y se casa, con lo que la novela se cierra, precisamente, la noche de bodas. Para mi gusto, como lector asiduo de nuestros clásicos, las páginas en las que Justina desarrolla su concepción del amor deberían formar parte de las analectas de nuestra literatura:
            Así como en un cuerpo humano vemos que su hermosura no consiste toda en ojos, que es fuera ser el hombre puente, ni toda en pies, que eso fuera ser copla, ni toda en brazos, que eso fuera ser mar, ni toda en manos, que fuera ser papel, sino que también requiere la hermosura que haya uñas, cejas, cabellos, vello y otros excrementos, así el conocer el honor de haber sido pretendida no consiste en que se conozcan los amantes admitidos tanto cuanto en que se conozcan los desechados, que son como excrementados. Estos han de honrar mi historia.
        Estos desechados honran a las damas como espina a flor, como cabeza de tirano a pies de capitán, como cautivo acoyundado en carro de triunfo. Y créeme que pudiera hacer una historia entera de los varios sucesos que en mi breve doncellez me sucedieron, porque no hay duda sino que una moza, después que se embarca en el propósito de casar, es navío que compite con todos los vientos, derechos y traveses, altos y bajos, mansos y furiosos, y aun es como roca o muro de junto a mar, donde son tan frecuentes las olas, que por instantes unas a otras se van siguiendo el alcance hasta que mansamente se quebrantan en la ribera, roca o playa arenosa; sino que hay olas que para ser apacibles es necesario que no salgan de madre. Quédese ansí. Sólo haré, en general, alarde de mis aventureros pretendientes, porque decir en particular de todos fuera reducir a cuenta los átomos del sol, las estrellas del cielo, las gotas del mar y los mínimos de las cosas cuantiosas y continuas y los juramentos falsos de los mercaderes
Unos de mis pretendientes ponían la gala en mostrarse graves, por parecerles que yo tenía algunas avenidas de toldo y entono grave. Estos pasaban por mi calle tan llenos de este almidón y tan embutidos de juiciazo, que parecían unos senadores de Atenas. De estos me reía yo mucho, considerando su corto entendimiento, pues no veían que el fuego corporal de las minas quita la gravedad a las rocas y peñas y las levanta desde lo ínfimo hasta la torre de Eolo, aligerando su peso, y ellos, siendo de pluma, presumen que el fuego interior de su amor los vuelve en piedras, peñas y rocas de gran peso.
No creo amor tan de a pie quedo, que es amor peñasquino, amor que para cuerdo es loco y para loco es cuerdo. No creo al amor, si ese es amor. Eso fuera creer que el amor sólo por bien parecer tiene saetas ligeras en las manos y en el cuerpo voladoras alas, y fuera pensar que el fuego enfría y el agua seca. No creo en el amor si ese es amor.
Otros daban en quererme enamorar por galas, y estos ponían todo su fin en ir muy bien entablados e espalda, a puro papel y engrudo; sobrepuestos de pantorrilla, a puro embutir calzas estofadas; asentados de planta, a cota de tacón delantero; borneadizos de empeña, a puro torcedor; y sobre todo descontentadizos de cuello, yendo siempre tomando el somorgujo hacia dentro, y finalmente, nunca contentos del asiento del vestido. Allí vi ser verdad que una de las necedades que están en la lista de España es que el galán español siempre se anda vistiendo. Mas no creo en amor, si este es amor, si no es que pensemos haber sido acaso el pintar al amor desnudo y como niño que no se sabe ni puede vestir. Al amante de veras no le ha de sobrar tanto tiempo para acordarse de su vestido, ni ha de ser su amor tan garrapato, que se quede en el vestido del mismo amante sin salir afuera. Eso llamo yo ser Narcisos de sí mismos y no amantes de sus pretendidas. Es su amor fuego de tan poca fuerza, que los enciende por de fuera, como a ungidos con agua ardiente, y por dentro los deja fríos. Estos son amantes de entre cuero y carne, requebradores de boca y de estómago y aun estomagadores de boca.
Otros daban en representarse enamoradísimos y derretidos. Estos iban por la calle como absortos y asustados, haciendo de su corazón Vulcano, y de su frente cielo, y de sus ojos rayos con que abrasar mi casa y persona. Y si les parecía no tan a propósito este ensayo, luego que me vían, mudaban figura, trocando sus guiños locos en un mirar piadoso y tierno, y con él iban mansamente repasando el espejo de mis ojos, y al trasponer de la calle, se cosían como pulpos a un cantón, tan sesgos y enteros como si hubieran venido por cuerda como cohetes. Y si acaso yo al descuido les daba una onza de mírame Miguel, allí era el alcachofar el alma y regraciar mi vista con tanto del meneo, que parecían sus rostros colas de mula rabona, ya ojialegres, ya elevados, ya hacia un lado, ya hacia el otro. Aún destos me reía más, y no creo en amor, si este es amor. Amor que, antes de llegar a su punto, representa los extremos de su última perfección, es como camuesa que sin estar madura huele y está amarilla; amor que sale primero a los ojos y a los meneos que a las manos, no creo en él; manos muertas y ojos vivos es imaginación y quimera de amor. Si con este éxtasis de contemplación tuvieran obras realengas, era entrar por camino real, mas esotras veredas no las conozco. Reniego del amor, si ese es amor. Creer que en mirar ventanas echa el amor su caudal es creer que sin fundamento pintaron amor con los ojos vendados. Es risa pensar que está atenido el amor a mírame Miguel. No creo en amor, si ese es amor. El amor chapado cierra los ojos y abre los puños, encarcela la lengua y desataca la bolsa; en fin, es calentura que tiene el pulso en las manos.
                 (…)
¡Oh, ignorantes, que pensáis que las damas viven de valentías y roldanajes! Eso es no saber que Cupido jamás ciñó espada ni daga, ni embrazó adarga ni escudo, ni empuñó lanza ni chuzo, ni jugo montante ni alabarda. Son dos cosas entre sí muy diferentes cursar valentía y profesar amor, que lo uno vive en el alma y es huésped del cuerpo, y lo otro vive en  el cuerpo y solo tiene por mesonera al alma. Es el amor humano, si está en posesión, noble, ahidalgado, manso, apacible, quieto, asentado y reposado. Pero la fiereza y braveza es rigurosa, avara inquieta, impaciente, tirana, espantosa y formidable. De donde saco que quien lleva el amor por estos cerros no conoce qué es amor, o es su amor cerril, que no puede se domado menos que con albarda, y aún.
Ya quiero callar pretendientes de otras sectas por no hacer letanía de erradores. Callo los donaires que me decían algunos, tan fríos, que al llegar a mi ventana se volvían calamocos o pinganillos. No digo de los michos billetes, que fueron en tanto número, que no se hacía empanada en el pueblo que no se sentase sobre ellos ni rueca de vieja que se enmitrase con un rocadero hecho dellos. Una moza tenía que ganó muchos ochavos a engrudar papel de estraza aforado en billete, y a cuarto el rocadero rayado con bermellón hecho de teja.
¿Qué diré de las músicas zorreras con que me hacían tornar a la memoria el olor el requieliternam con que me sahumaron en el entierro de Rioseco?  Pues, ¿qué si contara los pretendientes rústicos que con su humilde bucólica aspiraban a la pretensión y cátedra de la pobre mesoneruela? Fuera un juicio contarlos. Mal digo fuera un juicio, antes fuera una gran locura. ¿Qué cuenta ni qué cuento he yo de hacer de amadores de estómago, indigestos de bolsa, mancos de manos, que piensan conquistar la torre de un corazón atacando el arcabuz de sólo papel de billete y pólvora de apariencias? Si no hay cosa que vale, no vale nada, y es tirar sin balo, que por eso se dijo: “Quien dispara sin bala nunca mata”. Tales amantes, ni los creo ni los quiero.
¿Saben a qué los comparo yo estos amantes campanudos que hacen apariencia y no ofrecen? Parécenme que son como afinadores de órganos que el templan y no le tocan; son como hombres de reloj, que amagan a quebrar la campana y sólo la hacen sonar; son como truenos, que hacen ruido y nunca daño; son como fuego, que guisa lo que no come; son, finalmente, como parras locas, que todo es hoja y el fruto no es ninguno. ¿De qué sirven accidentes sin sustancia, pumas sin carne, paja sin grano, apariencias sin verdad? Es disparate pensar que esto puede satisfacer a una mujer. Tal amor, no le creo ni le quiero.
Sí que a las damas las despierta el gusto, pero luego se queda como pulso de desahuciado. Es el dinero el plus ultra con quien todo crece y pasa adelante. Gustaos las amas que haya pasajeros por nuestra puerta, que no es buen bodegón donde no cursan muchos. Pero no es ese el finis terrae, que ya la gallardía, gravedad, señorío –y aun el gusto y el amor-, por pragmática usual se ha reducido a sólo el dar. Decía un licenciado soleta, mi amigo, que se halló en la batalla gramatical en que salieron muchos verbos con las narices cortadas, que el amor se declina por sólo dos casos, conviene a saber: dativo y genitivo. El primero por antes de casarse y el segundo por postre. ¡El diablo soy, que hasta los nominativos se me encajaron! [Las negritas son mías]
En conclusión, que La pícara Justina es una obra no apta para todos los paladares, aunque ninguna lengua habrá que no saque de ella extremado gusto y placer. Insisto en que el tiempo y las circunstancias históricas y literarias en que nació la novela condicionan la lectura actual. Al lector de nuestros días, hecho, en la mayor parte, a las exigencias rítmicas de la trepidante sucesión de episodios de los best-sellers, es indudable que la novela le parecerá morosa hasta el aburrimiento y críptica hasta la indignación, convirtiéndose las más de las veces en un ejercicio de consulta de las notas a pie de página, ¡benditas sean!, repito, y del léxico inserto, ¡en buena hora!, insisto, al final de la obra. Me disgusta que un clásico como éste no forme parte del listado de lecturas imprescindibles de aquellos siglos, pero el apasionamiento no puede cegarnos a la hora de considerar el abismo estético y temático que hay entre La pícara Justina y D.Quijote, por ejemplo, o, sin ir más allá, el modelo del que se reclama heredera: Guzmán de Alfarache. Hay en Mateo Alemán un poder narrativo que no hallamos en Justina, pero, y ese es el objetivo de mi reflexión, hay en Justina una creatividad, aun dentro del molde picaresco,  del que carecen la mayoría de las novedades recientes de nuestra literatura. La estructura metaliteraria de la obra, por ejemplo, deja pequeñísimas esas novelas contemporáneas en las que sus autores confiesan que han “reflexionado sobre el propio género” y superfluidades semejantes. Frente a esas obras, es evidente que La pícara Justina tiene mucho que enseñar a muchos aspirantes a consagrados, lecciones que, sin duda hemos aprendido cuantos artistas desencajados habitamos extramuros de la podrida República de las Letras.
A modo de generosa propina, extracto a continuación algunas de  las perlas con que a cada página se entretiene el lector agradecido:
Usos coloquiales:
 1. Padecí cochura por hermosura. 2. No hay mejor perro que sobra de mesonero.3.Sin Baco y sin Ceres son de sobra gustos, juegos y mujeres.[traducción del aforismo de Terencio: sine Cerere et Libero friget Venus]. 4. Quien no trae soga, de sed se ahoga. 5. ¿Qué burla puede medrar donde el secreto se extiende más de a dos? 6. Sabe más una mujer en la cama que un estudiante en la universidad deshojándose. Es nuestra ciencia natural, y por tanto las ciencias de acarreo son de sobra. 7. El toro y el vergonzoso poco paran en el coso. 8. Cuando corre la ventura, las aguas son truchas. 9. El águila cuando se remoza se despide de ser vieja. 10.  No hay mejor perro que sombra de mesonero. 19. Cada loco con su tema y cada llaga con su postema”. 20. En consejo de bellacos, razonamiento de trapos. 21. Quien tiene tejado de birlo, no es bien bolee al del vecino.
Agudezas:
1. El sueño es loco; si da en seguir, no hay quien le eche a palos, y si da en huir, no hay traerle con maromas. 2. La guerra y la paz de las mujeres anda presa con puntas de alfileres. 3. Fue la causa del tripularme y del engaño esta negra habla española, que después que hay sermones impresos en romance, da de sí más que unto de anguila. 4. Los bobos son de muchos provechos para un discreto. Un bobo picado y enojado sirve de truhán; mandado, sirve de burro; despachado, sirve de posta; y a mí me sirvió éste de todo esto y de sombra de hombre, por ser, como era, hombre de sombra*. [*Hombre de sombra: espantadizo.] 5. Esto de decir gracias, si no cae en manos de discretos, es retozar a coces. 6. No alabo el parlar mucho, que bien sé que es gran mal; bien sé que es resolver el alma en aire y dar la llave del castillo al enemigo (Dios nos libre y nos guarde), y que contiene otros mil males que la lengua los calle por no escupirse a los ojos; mas lo que vitupero es que se tenga por grandeza y blasón decir que uno no hace lo que no sabe y que sepa callar quien no sabe hablar 7. Ya yo sabía que la ausencia aumenta los regalos de boca y apoca los de obra, que por eso pintan a la ausencia con la lengua de fuera y las manos cortadas. 8. Quiso vengarse, no con piedras, sino poniendo en la honda de su lengua (…) crudas e indigestas razones. 9. Como el odio es fuego, si una vez mina el alma, crece, y cuando más no puede, revienta. 9. Quien dijo hermano, dijo herir con la mano. 10. Cobrar deudas es busca ruidos y descubre verdades. 11. En las mujeres las pasiones de amor no sólo son, como dijo el otro, reposadas y raposadas, sino son lentas y amortiguadas. 12. El tiempo, aunque es todo locura, todo lo cura.  13. No hay perdición ni libertad cuyo principio y fomento no sea la demasiada parlería. 14. Cada cual enseña lo que sabe, aunque no todos saben lo que enseñan. 15. El ánima de un ladrón es de casta de agua de pozo, que no sale sin soga. 16. Bien dicen que la apretura y estrecha en que se ve un entendimiento es la rueda en que cobra filos. 17. El gusto es el corazón de la vida. 18. El gusto es el corazón de la vida. 18. El hombre solo y con mujer fue simbolizado en un nogal junto a la hortaliza, la cual con su sombra se enflaquece y con sus nueces se deshace. 19. ¿Hay cosa más fácil que dejar de hacer lo imposible?