14 de febrero de 2...
La fecha me ha escogido a mí, sin duda, con ganas de choteo y babeando almíbar. Un escritor desencajado es consciente del valor de las fechas: flechas lanzadas contra los redaños con la intención de ridiculizar. Hoy, sin embargo, en día odioso y nunca cuajado, a pesar de la publicidad y de las cuantiosas inversiones de los vendedores, yo venía a este diario con la avinagrada intención de mostrar mi indignación contra los colegas argumentadores.
Acabo de oír a Molina Foix, cuya prosa, al menos la de La comunión de los atletas, me impresionó favorablemente, disertar con desmesurada elocuencia sobre su propia obra en venta, de tal manera que ha hecho imposible no sólo la crítica, sino la posible valoración del lector que haya tenido la desgracia de oírlo con esa facilidad de palabra tan engañosa, una verborrea casi de charlatán de feria.
La literatura moderna se va acercando peligrosamente a la pintura no figurativa: ha de llevar adjunta el discurso que la justifica. La mayor de las mediocridades, como la del acordeón del ínclito demediado vascongado, quiere pasar la prueba de los lectores mediante un prólogo mediático en que, por activa, muy activa, buscan convertir al receptor en pura pasividad y asentimiento.
Como cuando Polanco llegó a la reunión que fallaba un Premio Alfaguara que iba a ser para Núria Amat y, llevando con él bajo el brazo los folios de la última bobaliconería de Manuel Vicent, ordenó al jurado que se repensasen el voto, que el gran vate valenciano, gloria de las letras patrias, había escrito una obra inmortal. Y el jurado dócil lo repensó y coincidió con quien manda, como está mandado. Mendoza estaba allí, pero nunca se ha querido enfrentar a los patrones de su barquichuela de los lunes y probablemente jamás avalará esta versión que él sabe que es rigurosamente cierta. Ser un autor desencajado no significa ser sordo, que conste.
Decía que esas prolijas explicaciones con que se adornan los novelistas ad hoc del régimen consiguen, aparte de darme la envidia que los frecuentadores de estas páginas saben, sacarme de mis casillas. Menuda cantidad de memeces y argumentaciones de medio pelo tiene uno que oír o que leer en los programas de propaganda cultural del mundo prisado, el episcopado o el mundializado. Ganas dan de vomitar. Cualquier indecencia narrativa, cursilerías de insoportable y hediente calaña quieren hacerse pasar por muestras paradigmáticas de unos discursos trufados de trascendencia, solemnidad, profundidad, compromiso y otras zarandajas. Los editores no quieren obras bien escritas, sino charlatanes de feria que voceen la mercancía con esos discursos que lo tienen todo de recurso comercial y nada del antiguo discurrir. Me escurro y me voy.