23 de octubre de 2...
Sí, Rousseau lo clavó, si la memoria, que siempre me falla, no me falla esta vez: “el hombre que medita es un animal depravado.” Ni siquiera paso por Google, la enciclopedia americana, para verificarlo.
Escribir de oídas tiene el encanto de la aventura y del riesgo, inherente a ella. Además, buena parte de mis méritos están ahí, en escribir de oídas frente a todos cuantos escriben “de leídas”. La diferencia es sustancial.
Hay autores, y son legión de sordos, que parecen haber vivido siempre en una burbuja libresca, sin entrar jamás en contacto con la lengua viva del pueblo, para bien o para mal; y otros, como yo, que nos hemos pasado la vida pegando la oreja a la realidad para detectar, en los flujos verbales populares, verdades sólidas, profundas, de esos seres extraños con los que convivimos y que, por lo general, combaten con la lengua, más que la utilizan, dadas sus carencias y sus limitaciones, de todo orden.
Pero estaba en el animal depravado... No es otro que el autorzucho de turno que se asoma a la mediocridad de los media y nos espeta: “mi obra es una reflexión sobre...” Y a partir de ahí ¡vengan cangilones de reflexiones paratextuales tópicas y de baratillo!
¡Mediocre siempre, antes que mediático! Al fin y al cabo, mediocre, etimológicamente, es el que anda aún “ a medio camino en la ascensión a la cima del monte”. Queda, pues, al menos, la esperanza de llegar.
Al mediático, empapuzado de la vulgaridad digital, ¿qué le queda? ¿Acaso a un autor que es la encarnación de la corrección política, Rivas, no le ocurre que, cuanto más se prodiga en los mass media, más mediana es su obra, más demediada? Una obra, es cierto, que jamás tuvo nada de entera ni de verdadera: estampitas provinciales y pare usté de contar.
Pero peor, ¡siempre!, es el querer y no poder del inédito, porque a los manuscritos encajonados no sólo les sale la pátina del desdén, tan molesta y pringosa, tan enturbiadora, sino que crece en sus páginas blancas un moho inclasificable y deletéreo, imposible de combatir. No tiene nada que ver con el posible valor del contenido, sino con las derrotas del espíritu, de las que se dice, con escaso fundamento, que son grandes maestras vitales. ¡Y una mierda! ¡Y un zurullo! Las derrotas escuecen, ¡qué coño!; las derrotas escarnecen; las derrotas deprimen... Pero bebido el cáliz hasta las heces, acostumbrado el estómago al veneno, se suele salir de ellas con una fortaleza que ofende y genera vergüenza ajena.
¡Pues que se jodan los púdicos! Jesús echó del Templo a los mercaderes. ¿Por qué no puedo yo, en este Diario de mi consuelo, echar de la Literatura a los mercachifles, a los barbianes, a los boquirrubios, a los carifartos, a los charlatanes, a los pocimeros, a las glorias patrias, a los amanerados, a los milibristas, a los plumiferuchos, a los letralisiados, y otros parasítodos?
¡Ay, hermano Bloy, qué falta nos haría que tu hijo Marchenoire abriera un Blog! Desde su memoria dostoievskiana imborrable me atrevo yo a escribir estos esputos avinagrados. ¡A su salud!, siempre quebradiza y febril.
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