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Aún recuerdo el día en que me acerqué al veterano editor que, tras explicarle por teléfono la obra, dadc, me animó a ir deprisa y corriendo a llevarle el manuscrito. Comprobó que eran dos tomazos de 350 páginas cada uno y, aflojándose el nudo de la corbata y sin siquiera haber leído ni una frase, se descolgó con un asfixiado: “¡pero esto no es comercial!” Debería habérmelos llevado en ese preciso instante, pero la fe en el azar me hizo dejarlos para que adquirieran la brillante pátina de mis patinazos editoriales antes de recogerlos, en este caso particular -¡y general!- seis meses después.
La existencia de Internet me ha permitido multiplicar los envíos sin que ese capítulo se me coma buena parte de mis modestos ingresos. ¡Menuda tristeza económica la mía cuando la amable empleada de Correos me dijo que enviar Aldvte a Venezuela, para un concurso, costaba la friolera de 60 euros! No tengo tiempo para seguir aquí. Que le den por saco a mis miserias. El calor agota, cuando llega de golpe. Y la alergia colinérgica me acaba de dejar los brazos con más bubas que un leproso. Hasta otro día.
viernes, 23 de diciembre de 2005
jueves, 15 de diciembre de 2005
3 de mayo de 2... 15 de mayo de 2...
3 de mayo de 2...
No se trata de confesar ciertas miserias que no por ser de artista encanallado dejan de ser como son, ¡atroces!, sino de darme el gustazo, ¡qué leches!, de escribir liberado de esa losa mausolea del superyó castrador. En menos de media hora de espera en la consulta del traumatólogo -¡amo esos espacios asépticos en todos los sentidos!- se me han pasado por el caletre enfermizo dos argumentos narrativos de los de dejarlo todo y ponerse a ello. No puedo, ni debo, claro, y menos después de haber consignado ya ut supra un titulejo que me compromete, porque viene de años atrás cuando me decía que en cuanto tuviera un hueco me dedicaba a esa historia grialesca. Pero no es a esto a lo que yo he venido aquí, sino a vomitar mi resentemiento por tanta mediocridad y tanta desconsideración editorial como padezco. ¿Acaso estoy predestinado a esa marginalidad propia de los bohemios heroicos? ¿Habré de hacer como Valle-Inclán, autoeditarme? ¿Estaré condenado a pasarme la vida mendigando un albergue editorial donde puedan pasar la noche oscura del alma mis variadas y raras invenciones?
15 de mayo de 2...
A día de hoy son tres las herencias de quien fui que andan en manos de editores compe e incompetentes. O sea, que no tardaré en recibir tres negativas para la sorprendente Pddl, una para el necesario Mae y otras tres, posiblemente, para la emotiva Eneym. De mi trato exiguo con los editores he sacado en claro que la literatura, es decir, aquellas creaciones liberadas del afán bestselleresco, es lo que menos les importa. Este mundo del libro solo admite una recreación -¡un nuevo proyecto en el que sólo una adecuada combinación de seis cifras podría permitirme entrar!- como el imaginado y aun representado monólogo del neurasténico, cabreado y poco amigo de la ducha empleado de la librería de segunda mano que comienza: El libro es un género difícil. Tiene poca salida. Y los clientes son peores que las mujeres en las zapaterías. Y mancha, ¡joder que si mancha! No hay nada que hacer. Mal negocio. Mucho polvo. Y mucho estirao. Eso. Mucho estirao es lo que viene por aquí. Con gafas y sin gafas, con barba y sin ella, de postín y arrastraos. Sobones todos. ¡Y con pipas malolientes que me dejan el garito hecho un Londres de Cherloc Jolmes! Mi experiencia me dice que el papanatismo esnobista sigue teniendo unas poderosísimas raíces que hacen imposible que la perversa planta se desaclimate. Cualquier texto del tres al cuarto procedente de agentes o agentas extranjeros, sea de los Esteits o del Londón, principalmente, se admite con una pasmosería de pasamanos sólo equivalente a la desmesurada exigencia peliseñálica con que se han atrevido los editores ejecutivos, ¡ejecutores!, con cualesquiera de mis textos. Después llegan las indiferencias y las rebajas de cuantos sufridos lectores no logran explicarse qué cojones se les ve a esas supuestas “revelaciones”, porque en este munditito de la literatura el espíritu religioso aún causa estragos, ¡y no hablemos de la sempiterna fe que tienen los editores en que tal o cual libro arrase! ¿Se ha de explicar que arrasar es deseurar a los ciegos feligreses?
Hoy, después de haber hojeado sin ganas un suplemento literario, y da igual cuál, pues son clónicos en su estupidez y en sus servidumbres, me he dado cuenta de lo muy higiénicas que pueden ser las páginas de este archivo. En su forma fascicular, cerrada, exenta, se presenta el suplemiento como una invitación para sacarlo del diario y que no nos moleste durante la lectura de éste, por la tendencia que tiene a escaparse, a salirse del mismo, como si fuera incompatible con el resto de la desinformación, y de hecho lo es. Pues eso. Lo he hojeado y el asco casi me ha hecho vomitar un excelente arroz a banda aromado de allioli. ¡Cómo se pueden llegar a decir tantas necedades perecederas! No sé si hay o debe haber un canon en la crítica volandera, pero no puede haber hasta casi ocho novedades mensuales que supongan un antes y un después en el arte de la novela, el ensayo o la poesía, como ya señaló Salinas, en El defensor, hace la tira de años, lo cual indica, bien a las claras, que el imperio de la necedad no cede.
Pero yo no quería decir nada de lo que acabo de decir. Considerémoslo todo ello un lapsus literae sin mayor trascendencia, excepto la de poner de relieve que lo ha provocado esa antigua pretensión mía del encajonamiento. ¡Al puto carajo, pues, con los encajes, las cajas y los cajones! ¡Qué se me da a mi ahora de esas veleidades! ¡Pues mucho, qué cojones, a fuer de sincero!, pero eso no obsta para que las reubique en mi existencia en el pozo ciego de donde no deberían haber salido nunca si yo no hubiera sido tan idiota como aún lo sigo siendo, bien que atemperado por la corrección etimológica, que prevalece. Y a otra cosa.
No se trata de confesar ciertas miserias que no por ser de artista encanallado dejan de ser como son, ¡atroces!, sino de darme el gustazo, ¡qué leches!, de escribir liberado de esa losa mausolea del superyó castrador. En menos de media hora de espera en la consulta del traumatólogo -¡amo esos espacios asépticos en todos los sentidos!- se me han pasado por el caletre enfermizo dos argumentos narrativos de los de dejarlo todo y ponerse a ello. No puedo, ni debo, claro, y menos después de haber consignado ya ut supra un titulejo que me compromete, porque viene de años atrás cuando me decía que en cuanto tuviera un hueco me dedicaba a esa historia grialesca. Pero no es a esto a lo que yo he venido aquí, sino a vomitar mi resentemiento por tanta mediocridad y tanta desconsideración editorial como padezco. ¿Acaso estoy predestinado a esa marginalidad propia de los bohemios heroicos? ¿Habré de hacer como Valle-Inclán, autoeditarme? ¿Estaré condenado a pasarme la vida mendigando un albergue editorial donde puedan pasar la noche oscura del alma mis variadas y raras invenciones?
15 de mayo de 2...
A día de hoy son tres las herencias de quien fui que andan en manos de editores compe e incompetentes. O sea, que no tardaré en recibir tres negativas para la sorprendente Pddl, una para el necesario Mae y otras tres, posiblemente, para la emotiva Eneym. De mi trato exiguo con los editores he sacado en claro que la literatura, es decir, aquellas creaciones liberadas del afán bestselleresco, es lo que menos les importa. Este mundo del libro solo admite una recreación -¡un nuevo proyecto en el que sólo una adecuada combinación de seis cifras podría permitirme entrar!- como el imaginado y aun representado monólogo del neurasténico, cabreado y poco amigo de la ducha empleado de la librería de segunda mano que comienza: El libro es un género difícil. Tiene poca salida. Y los clientes son peores que las mujeres en las zapaterías. Y mancha, ¡joder que si mancha! No hay nada que hacer. Mal negocio. Mucho polvo. Y mucho estirao. Eso. Mucho estirao es lo que viene por aquí. Con gafas y sin gafas, con barba y sin ella, de postín y arrastraos. Sobones todos. ¡Y con pipas malolientes que me dejan el garito hecho un Londres de Cherloc Jolmes! Mi experiencia me dice que el papanatismo esnobista sigue teniendo unas poderosísimas raíces que hacen imposible que la perversa planta se desaclimate. Cualquier texto del tres al cuarto procedente de agentes o agentas extranjeros, sea de los Esteits o del Londón, principalmente, se admite con una pasmosería de pasamanos sólo equivalente a la desmesurada exigencia peliseñálica con que se han atrevido los editores ejecutivos, ¡ejecutores!, con cualesquiera de mis textos. Después llegan las indiferencias y las rebajas de cuantos sufridos lectores no logran explicarse qué cojones se les ve a esas supuestas “revelaciones”, porque en este munditito de la literatura el espíritu religioso aún causa estragos, ¡y no hablemos de la sempiterna fe que tienen los editores en que tal o cual libro arrase! ¿Se ha de explicar que arrasar es deseurar a los ciegos feligreses?
Hoy, después de haber hojeado sin ganas un suplemento literario, y da igual cuál, pues son clónicos en su estupidez y en sus servidumbres, me he dado cuenta de lo muy higiénicas que pueden ser las páginas de este archivo. En su forma fascicular, cerrada, exenta, se presenta el suplemiento como una invitación para sacarlo del diario y que no nos moleste durante la lectura de éste, por la tendencia que tiene a escaparse, a salirse del mismo, como si fuera incompatible con el resto de la desinformación, y de hecho lo es. Pues eso. Lo he hojeado y el asco casi me ha hecho vomitar un excelente arroz a banda aromado de allioli. ¡Cómo se pueden llegar a decir tantas necedades perecederas! No sé si hay o debe haber un canon en la crítica volandera, pero no puede haber hasta casi ocho novedades mensuales que supongan un antes y un después en el arte de la novela, el ensayo o la poesía, como ya señaló Salinas, en El defensor, hace la tira de años, lo cual indica, bien a las claras, que el imperio de la necedad no cede.
Pero yo no quería decir nada de lo que acabo de decir. Considerémoslo todo ello un lapsus literae sin mayor trascendencia, excepto la de poner de relieve que lo ha provocado esa antigua pretensión mía del encajonamiento. ¡Al puto carajo, pues, con los encajes, las cajas y los cajones! ¡Qué se me da a mi ahora de esas veleidades! ¡Pues mucho, qué cojones, a fuer de sincero!, pero eso no obsta para que las reubique en mi existencia en el pozo ciego de donde no deberían haber salido nunca si yo no hubiera sido tan idiota como aún lo sigo siendo, bien que atemperado por la corrección etimológica, que prevalece. Y a otra cosa.
domingo, 11 de diciembre de 2005
25 de abril de 2...
Lo primero elegir el tipo. Garamond es el adecuado: clasicismo para la ruptura violenta. Después, mantenerlo. Pasada la feria de vanidades machista de san Matadracos, entro, aún ignoro con qué periodicidad, en esta resurrección que me alivie como a una presa al borde de su capacidad. Desencajado también significa liberado del ataúd en que me acosté voluntariamente durante tantos años con la esperanza lunática de alumbrar a los insomnes. Incluso como uno que fui, el único, tuve algunos segunditos de mínima gloriecilla venal, pero, todo junto, apenas un chispacín junto a los fulgores de los astros maniamediáticos.
¿Quién puede vanagloriarse de haber recibido tantos portazos editoriales como yo? ¡Cuantísimas no han sido las ocasiones en que, con pésimas redacciones, además de breves, se me negaban las cuatro tablas del encajonamiento! En un momento u otro había de tomar una decisión, ésta: dejar de insistir y ponerme a escribir, ¡ay!, para resistir, o mejor sentido, para reexistir. Y a eso voy. ¿A eso salgo? De momento voy.
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