lunes, 17 de marzo de 2025

«La vida de Esopo», una protonovela con generosa descendencia…

    
                                         


 El origen de las vidas ingeniosas, de los manuales de príncipes y de la picaresca.

 

          De aquellos lejanos tiempos de la universidad, cuando, en tercero de carrera, sumé a mi condición de lector compulsivo la de lector voraz de la bibliografía correspondiente, guardo aún el recuerdo de las referencias a La vida de Esopo como una de esas obras seminales de la literatura occidental a la que, bien por pereza, ¡teniendo tantas otras obras maestras pendientes!, casi como propiamente hoy…, medio siglo después; bien por no tenerla físicamente a mano (siempre he preferido, frente a las bibliotecas, la lectura en casa con libro propio, de segunda mano, donde meter el lápiz a mansalva), no me había acercado, hasta hoy, tras tropezarme con una edición de los saldos de la hiperexcelente editorial Gredos (cuya colección «Biblioteca clásica», lamentablemente desaparecida, tanto ha hecho por la cultura en este país) que no solo contiene la famosa Vida de Esopo, sino también sus fábulas y, como premio, la primera traducción al castellano de las fábulas de Babrio, autor al que acabo de conocer gracias a esta magnífica edición a cargo de Pedro Bádenas de la Peña y Javier López Facal, con un prologo del gran especialista clásico Carlos García Gual. [Pedro Bádenas acaba de publicar, en 2023, una nueva edición de la Vida de Esopo en la editorial Pepitas de calabaza.]

          La fabula parece un genero bien definido y propio de las primeras lecturas que hacen los niños, porque, a su manera, son algo así como un vademécum moral, ético, que inculca en los jóvenes lectores lecciones que conviene tener bien aprendidas para poder desenvolverse en la vida sabiendo como hacer frente a situaciones como sobre las que nos aleccionan las fábulas. Se trata, pues, de un género mixto que está a medio camino del apotegma, el proverbio, el refrán, la sentencia y la narración breve. O, como repasa García Gual en su estupenda introducción, y de acuerdo con los especialistas: Nøjgaard la define como un «relato ficticio de personajes mecánicamente alegóricos con una acción moral que evaluar», si bien nos recuerda que, en la
Antigüedad, Aristóteles no considera la fábula como un género de ficción independiente, sino como uno de los numerosos medios de orador para provocar la persuasión (
pístis), es decir, como figura retórica. […] Aristóteles considera la fábula como una especie de ejemplo (paradéigma) empleado por los oradores, y señala dos rasgos de la misma: que es una narración ficticia y alegórica.

          La ficción fundamental de las fábulas consiste en la elección de los animales como personajes de las mismas, con uso de la razón y de la palabra, al modo de los humanos. Y se repite en varias fábulas, aunque nosotros nos remitiremos al prólogo que Babrio pone a las suyas: En la edad de oro también los otros animales tenían voz articulada y conocían las palabras con las que nosotros hablamos unos con otros, y celebraban asambleas en medio de los bosques, y a la justificación de Esopo ante los samios: Hubo un tiempo en que los animales hablaban el mismo lenguaje que los hombres, para justificar el uso de la fábula como herramienta privilegiada de su argumentación. Es de suma importancia recordar que si los animales son trasunto de las personas, estos han de tener un carácter que se ajuste a ellas. ¿De dónde salen esos caracteres puestos a prueba en los conflictos de las fabulas? Pues de Teofrasto —el apodo que le puso Aristóteles, pues él se llamaba Tirtamo—, sin duda, autor de un libro tan leído como comentado: Los caracteres. Como concluye García Gual: Es probable que las moralejas con referencias a determinados tipos de personas de tal o cual carácter estén influidas por los epimitios moralizados de la colección de Demetrio de Falero, discípulo de Teofrasto. Recordemos que epimitio es la moralización final, opuesta a la promitio que es la moralización inicial. Ambas palabras griegas pueden ponerse en relación, en efecto, con el mito de Prometeo y de su hermano Epimeteo, uno, por simplificar, mira hacia el futuro y el otro hacia el pasado.

          La vida de Esopo [ La primera traducción en castellano muy difundida en España es la famosa Vida del Ysopet con sus fábulas hystoriadas, impresa en Zaragoza por el alemán Hans Hurus en 1489] es propiamente una novela ejemplar en la que un personaje que carece del más mínimo encanto y que además es mudo, acabará, por su bondad, transformándose y cambiando, además las vidas de sus amos, puesto que Esopo es un esclavo, pero, por obra de su gentileza para con una sirvienta de Isis, se convertirá en el más afortunado de los hombres, en un paradigma del ingenio y la habilidad para resolver cualquier situación social conflictiva en la que se halle. El Esopo real vivió en la segunda mitad del siglo VI a.C., pero quien populariza sus fábulas en Grecia es Demetrio de Falero en el siglo IV a.C. Y esas fábulas de Esopo se divulgan en Europa a partir del siglo XV, gracias a las ediciones del monje griego Máximo Planudes. Veamos cómo se nos presenta al personaje protagonista en la propia novela biográfica: El utilísimo Esopo, el fabulista, por culpa del destino era esclavo, por su linaje, frigio, de Frigia; de imagen desagradable, inútil para el trabajo, tripudo, cabezón, chato, tartaja, negro, canijo, zancajoso, bracicorto, bizco, bigotudo, una ruina manifiesta. […] Era desdentado y no podía articular. Estamos en presencia, pues, casi del mito de la bella y la bestia, aunque aquí la bella es la vida libre, y la bestia una encarnación de la degradación humana, del esclavo miserable que ni para el trabajo sirve. Es importante esta caracterización de Esopo, porque, en términos modernos, representa al extraño, al forastero, al «otro», la alteridad que rompe la homogeneidad del grupo social en el que se inserta como forzada herramienta de trabajo de quien el amo correspondiente puede disponer como le plazca. En la memoria, claro esta, bulle inquieta la figura del Lázaro de mil amos que leeremos en la obra que marca el comienzo de la modernidad novelística en Europa: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades. Al cruel retrato de Esopo le sigue la intervención de la diosa Isis que va a cambiar su destino: —Miradlo, hijas, a este hombre, deforme de figura, pero capaz de vencer toda burla con su piedad. Este, en una ocasión, mostró el camino a una diaconisa mía que anda extraviada. Aquí estoy con todas vosotras para recompensar a este hombre. Así, yo le restituyo la voz y vosotras a la voz añadid la gracia del discurso excelente. Tras decir esto y quitarle la aspereza de su lengua, la misma Isis le agració con la voz y persuadió además a las Musas para que cada una de ellas le agraciara con algo de sus propios dones. Estas le otorgaron a inventiva de los razonamientos y la facultad de crear y construir en griego. Una vez que la diosa expresó su deseo de que llegara a ser famoso se retiró. A mí me llama la atención ese extremo de la narración formulado por Isis: su deseo de que llegara a ser famoso. Me parece un punto de atrevimiento retórico tan original casi como la segunda parte del Quijote. Tengamos presente que en ella don Quijote es consciente de su fama y de que anda en boca de todo el mundo, y de ahí la complejidad de su aventura y su final definitivo, un prodigio retórico, en su conjunto, que aún nos sigue admirando y al que volvemos los ojos críticos en busca de la interpretación definitiva. Está claro, pues, que el anónimo redactor de la La vida de Esopo, quien acaso era consciente de que su personaje real formaba ya parte de la leyenda, y de ahí la perspectiva de estar escribiendo ficción sobre una base real, aspiraba a que la vida y obra de a quien se consideraba el inventor de la fábula alcanzara el lugar de preeminencia que merecía en la historia de la literatura y de la propia Grecia. Hoy sabemos, sin embargo, que la fábula, como género, no es invención de Esopo, y que, antes de él, hay ya muestras de fábulas en Herodoto, por ejemplo, y también en la tradición mesopotámica, que tanto influye en Babrio, compilador y adaptador en verso de la obra de Esopo, quien manifiesta ese otro origen  de la fábula, como él mismo reconoce en el prólogo a la segunda parte de sus fábulas: La fábula, hijo del rey Alejandro, es un invento de los antiguos sirios. […] Dicen que el primero que contó fábulas a los hijos de los griegos fie Esopo, el sabio, y que Cibises se las contó a los libios. Yo por mi parte las presento con una nueva forma poética, embridando con brida de oro el yambo de la fábula, como si fuera un caballo guerrero. En pertinente nota de excelente editor, López Facal nos aclara esa referencia yámbica del texto de Babrio: «El yambo estaba asociado a los versos ‘amargos’ de Arquíloco o Hiponacte, los primeros poetas que lo utilizaron en sus sátiras personales». Los estudiosos reconocen, para fortalecer el vínculo mesopotámico de la fábula, que en la redacción de la vida de Esopo ha tenido una importancia decisiva la influencia de un texto propio de aquella tradición, la denominada Vida de Ahikar, quien fue consejero de Senaquerib, rey de Asiria; un texto que el autor de La vida de Esopo, como nos dice el editor: resumió y adaptó, helenizando algunos factores para asimilarla a las andanzas de Esopo. La Vida de Ahikar se inscribe, por su contenido en el mundo de las obras didácticas relacionadas con una tradición como la de la educación de principues que tendrá un gran desarrollo en la tradición europea a partir e la Edad Media, y que enlaza con los apólogos, fábulas y sentencias de libros orientales como el Panchatantra, modelo de obra como nuestro Calila e Digna o El conde Lucanor.

          Esopo es vendido por su poseedor a un filosofo, Janto, quien lo compra tras admirar su facundia, y guiado por la intuición, como filósofo, de que puede tener felices diálogos con  ese esclavo con tanto desparpajo. Dos muestras de este:

—Muy charlatán eres.

—Los gorrioncitos cotorros se venden caros —respondió Esopo.

Poco después, ya adquirido por Janto, una esclava que lo ve tan horroroso, decide burlarse de él:

—¿Dónde tienes el rabo? —preguntó la moza.

Esopo miró a la esclava y comprendió que se había burlado de él como si fuera un mono. Dijo entonces:

—No tengo el rabo detrás, como tú sospechas, sino delante.

          Como la novela es básicamente un texto dialogado, con poquísima narración, los futuros intelectores de esta amenísima obra no me perdonarían que yo fuera desgranándosela. Básteles saber que el rasgo distintivo de Esopo es el ingenio, la capacidad sofística de no ser vencido en discusión alguna, y menos aún por su año, Janto, razón por lo que acaba accediendo a liberarlo, para que este se convierta en «consejero» de Licurgo, rey de Babilonia. Voy a referirme exclusivamente a uno de los más brillantes episodios de la novela, cuando su amo le pide a Esopo que vaya a comprar lo mejor que encuentre en el mercado y lo sirva en el banquete que Janto ofrece a sus amigos. Esopo les sirve lengua, plato tras plato, todos eleaorados de diferente manera, pero con la lengua como único ingrediente principal. Cuando es recriminado por su amo, Esopo se justifica: Me dijiste: «si hay algo bueno en la vida, muy dulce e importante, cómpralo». ¿Qué hay más útil o importante en la vida que la lengua? Aprende que por medio de la lengua se ha organizado todo saber y cultura. Sin la lengua no hay nada, nada se puede dar, ni tomar, ni comprar. Por la lengua se enderezan los Estados, se precisan los decretos y las leyes. Así que, si por medio de la lengua está toda la vida organizada, nada hay más poderoso que la lengua. Tiempo después, repite el convite, pero su amo, Janto, le pide que compre lo peor que encuentre en el mercado, o que esté a punto de corromperse, incluso. Reunidos los amigos, Esopo vuelve a servirles lengua, en un calco del primer banquete. —¿Qué es esto otra vez, desgraciado? —dijo Janto—. ¿Por qué has comprado esto? ¿No te dije: «vete al mercado y lo que peor encuentres, lo que esté podrido, cómpralo»? Y Esopo se justifica: —¿Qué mal no hay que no venga por culpa de la lengua? Por la lengua hay odios, por la lengua hay insidias, engaños, peleas, celos, discordias, guerras. Así que nada hay peor que la maldita lengua.

          La novela continúa por esos derroteros hasta que llega al final, cuando Esopo viaja a Delfos y, tras un encontronazo con los sacerdotes de la ciudad sagrada, sede del famoso oráculo, es acusado, mediante una artimaña incriminatoria por parte de los sacerdotes, de robar una copa sagrada y es condenado a convertirse en lo que los griegos llaman fármaco, esto es, un chivo expiatorio, que ha de pagar con su vida. En este caso, Esopo no llega a ser arrojado desde lo alto de un precipicio, sino que después de maldecir a los sacerdotes y a la ciudad, es él quien se lanza al vacío. Es interesante conocer, como nos dicen en el prólogo a la Vida… esta tradición griega de la que se oye hablar poco: No se olvide que la tradición siempre hace a Esopo bárbaro y más concretamente minorasiático, y una transposición popular de un elemento mítico como es el fármaco, identificado con el personaje que se mataba en Delfos. Este tema del fármaco, típicamente griego, encaja plenamente con Esopo, ya que se trata de la expiación de la muerte injusta de alguien. Aquí, el motivo o pretexto para dar muerte a Esopo es el robo de una copa del templo de Apolo. En realidad, la muerte del fármaco reasume el tema universal, sobre todo en oriente, de a desaparición temporal de las divinidades agrarias, que una vez a año mueren para volver a vivir. Recuérdese a Osiris en Egipto, Telepinu entre los hititas o Dionisio y Perséfone en Grecia.

          Parte de la novela son las fábulas que, un poco ortopédicamente, desde el punto de vista de la narración, le sirven a Esopo para dejar clara su postura ante ciertas exigencias discursivas. Veamos un ejemplo: —No daré mi opinión. Os lo diré con una fábula. Por encargo de Zeus una vez señaló Prometeo a los hombres dos caminos: uno, el de la libertad, y otro, el de la esclavitud. Y el camino de la libertad lo hizo en sus comienzos escarpado, de difícil salida, abrupto y seco, lleno de obstáculos, todo él peligrosísimo, pero al final tenía una llanura lisa, con paseos, lena de frutos en el bosque, con agua, para que se llegara al descanso de las fatigas con el final. En cambio, el camino de la esclavitud lo hizo al principio liso, cubierto de flores, con una perspectiva agradable y mucha suavidad, pero su final era de difícil salida todo seco y escarpado. Pero en el desarrollo de la misma hay, también, un episodio en el que se recoge la influencia oriental que pesa sobre la novela. Me refiero a los consejos que le da al hombre que Licurso pone a su disposición como ayudante, un auténtico manual de vida que recoge la intención formativa, educadora, que vemos en lo que luego se convertirá, en el Renacimiento europeo, en los clásicos manuales para la educación de los príncipes, un discurso que, tantísimos siglos después, mantiene en buena parte su vigencia:

—Atiende a mis palabras, Lino, hijo mío, con las que antes fuiste educado y me las devolviste con desagradecimiento. Guárdalas ahora, pues, como un tesoro que se te confía. Respeta, primero, a la divinidad, como es debido. Honra al rey, porque su poder goza de igual rango. Honra a tu maestro de la misma manera que a tus padres, porque, por naturaleza, hay que tratarlos bien y hay que devolver el doble de agradecimiento a quien ha amado por adelantado. Toma el necesario alimento cotidiano, todo cuanto puedas, para que al día siguiente estés más activo y así estés sano. Si oyes algo en el palacio real, que muera dentro de ti, para que no seas tú el que muera enseguida. Mantén fidelidad a tu mujer para que no sienta el deseo de probar la experiencia de otro hombre; porque este linaje de las mujeres es liviano y cuando se ve poco adulado, piensa en hacer lo que no debe. No discursees bebido haciendo gala de tu educación, porque al caer inoportunamente en sofismas quedarás en ridículo. Ábrete camino con lo más agudo de tu lengua. No tengas celos de los que obran bien, al revés, congratúlate con ellos y participarás con ellos de su bien obrar, porque quien es envidioso, sin darse cuenta, se perjudica a sí mismo. Cuídate de tus esclavos, hazlos partícipes de lo que tienes para que no solo te respeten como a su señor, sino para que te honren como a su bienhechor. Domina tu ánimo. Si aprendes algo fuera de lugar, no te avergüences, pues es mejor que te llamen pedante que inculto. Guárdate de tu mujer y no le des a conocer nada que no deba ser, porque al ser una especie hostil para la convivencia, sentada todo el día prepara sus armas, maquinando cómo adueñarse de ti. Examina tu vida diaria con vistas a recoger lo provechoso y a atesorarlo para mañana, pues es mejor legarlo a los enemigos que, vivo, estar falto de amigos. Sé afable y sociable con los que te encuentres, porque debes saber que el rabo procura pan al perro y la boca, palos. Enorgullécete con la mesura, no con el dinero, porque a este el tiempo se lo lleva y, la otra, permanece inalterable. Al hombre maledicente y que calumnia aunque sea tu hermano, después de probado, recházalo a tiempo, porque esto no lo hace por ser benévolo, sino que aplicará tus palabras y tus hechos contra otros. No te alegres con una fortuna grande, ni te entristezcas con una pequeña.

Por no alargarme más, porque el objetivo de esta reseña es La vida de Esopo, quisiera añadir tres fábulas, dos del propio Esopo y una de Babrio, quien merecería, sin lugar a dudas una entrada propia. En todo caso, sépase que nunca está de más, en honor a la niñez propia, volver a las fábulas de Esopo que tan feliz descendencia tuvieron en los grandes autores que las tradujeron o las parafrasearon o las imitaron:

La vieja y el médico.

Un anciana, que estaba enferma de la vista, llamó a un médico con la promesa de pagarle si la curaba, pero no hacerlo en caso de que no fuera así. El médico, pues, empezó el tratamiento. Cada día visitaba a la anciana y le ponía un ungüento en los ojos, y, mientras ella no podía ver a causa del ungüento, él le robaba alguno de los enseres de la casa. La anciana notaba que sus pertenencias disminuían hasta el punto de que, cuando al final del tratamiento estuvo curada, no le quedaba nada. El médico, entonces, exigió el pago prometido porque la anciana pudiera ver bien y llamó a testigos del trato, pero ella le replicó: —Ahora no puedo ver nada, puesto que, incluso cuando mis ojos estaban enfermos, veía muchas de mis cosas en casa, y ahora, en cambio, cuando dices que puedo ver, no veo ninguna en absoluto.

La fábula enseña cómo los malvados se olvidan de que sus actos sirven de prueba contra ellos mismos.

El lobo médico.

 Un burro que estaba pastando en un prado, cuando vio que un lobo venía hacia él, se hizo el cojo. El lobo se le acercó y le preguntó por qué cojeaba. Dijo que al saltar una valla había pisado una espina y le aconsejó que, primero, le quitara la espina, así luego se lo podría comer sin atravesarse al masticar. El lobo se dejó convencer y mientras tenía levantada la pata del burro y puesta toda su atención en la pezuña, el burro le sacudió una coz en la boca, quitándole los dientes. El lobo, que quedó muy maltrecho, dijo: «Me está bien empleado. ¿Por qué cuando mi padre me ha enseñado el oficio de carnicero he tenido que meterme a aprender el de médico?».

 Así, también las personas que se ponen a hacer lo que no les compete se buscan naturalmente la desgracia.

El labrador y las grullas.

Unas grullas escarbaban en la finca de un labrador recién sembrada de pan de trigo. Este durante mucho tiempo las echaba blandiendo una honda vacía que les producía mucho miedo, pero cuando se acostumbraron a sus disparos de aire dejaron de preocuparse y a partir de entones dejaron de huir. Entonces aquel ya no actuaba como antes, sino que disparaba piedras y les daba a más de una. Y ellas, al dejar el sembrado, se gritaban unas a otras: «Huyamos al país de los pigmeos. Este hombre paree que ya no piensa en asustarnos, sino que empieza a hacer algo».

 

         

jueves, 27 de febrero de 2025

«Españoles de tres mundos», de Juan Ramón Jiménez, caricaturista.

 



La diversión  (etimológica) del ensimismado o JRJ y sus contemporáneos, vivos y muertos.

 

          Juan Ramón Jiménez (jamás Mantecón…)es uno de los escritores más singulares de nuestra historia literaria, un caso de ensimismamiento artístico que solo una persona en el mundo, la inteligente, dulce, hermosa y fuerte Zenobia Camprubí, supo soportar durante toda su vida, en parte vivida voluntariamente en función de la de su marido. Siempre he pensado en la clamorosa injusticia de aquel brevísimo poema, un solo verso, dedicado a Zenobia, como todo el libro en el que se halla: Diario de un poeta recién casado, posteriormente, Diario de poeta y mar: ¡Cuánto me cuesta llegar contigo a mí!, pero siempre llevo en mis ojos la imagen del poeta solitario y desvalido, próximo a su propia muerte, sentado en una silla ante la tumba de su mujer.

          Es célebre en la República de las Letras el carácter maledicente de JRJ y su mucha exigencia crítica, en justa correspondencia con lo que a él mismo se exigía, una labor de poda y reordenación en la que vivió desde su juventud hasta su muerte: la obra inacabable, la obra en progreso constante, siempre provisiona, aunque su propia rigor le llevara a defender que en lo provisional se había de tener la misma perspectiva que si fuera lo definitivo. Recordemos que JRJ era el poeta que había secuestrado a la Poesía, con la que vivía como celoso enamorado. Su vena lírica, tan impetuosa, nutrió también su prosa, y, quienes me hayan leído en este Diario, acaso recuerden lo que dije de su Platero y yo: De igual modo que leí Platero y yo a los 50 años, y concluí que esa era la edad adecuada para acercarse a él, sin poder entender, desde ningún punto de vista razonable que tal obra de JRJ esté catalogada como «lectura infantil»… Esta obra que hoy ofrezco a la consideración de los pacientes intelectores de este Diario no puede ser malinterpretada, porque se trata de una obra para lectores adultos interesados en la imagen que tenía JRJ de una pléyade de autores, vivos y muertos, artistas o gente relativamente común, sobre cuyas «caricaturas» aplica el poeta una lírica muy cercana a los mimbres de su poesía, si bien se permite una malévola proximidad al menosprecio, el sarcasmo e incluso el insulto que salpimenta sus retratos con gracia y excelente «ojo clínico».

          El retrato es técnica literaria de sólida tradición, y formaba parte de las exigencias de la vieja Retorica. El retratista había de dominar los dos elementos que componen el retrato: la etopeya o descripción moral, y la prosopografía o descripción física. Juan Ramón domina ambos procedimientos, si bien se empeña en no hablar de retratos, sino de «caricaturas», como tiene a bien explicar en el prólogo, donde, tras explicarnos la peripecia del título, entre los que ni siquiera está este que ha sido adoptado como definitivo, Españoles de tres mundos: Su título general fue primero Retratos y caricaturas de españoles variados, luego Héroes españoles varios, después Españoles, nos informa del método seguido para componerlo:  Al principio pensé separar las siluetas en retratos y caricaturas, retratos de los entes más formales y caricatura de los más pintorescos, pero pronto comprendí que la división era innecesaria y que todos los retratos podían ser caricaturas. Y así ha quedado, pero cabe añadir que JRJ hubo de salir precipitadamente de Madrid, porque fue detenido e intimidado por unos milicianos del Frente Popular, y Azaña decidió otorgarle un pasaporte diplomático y asignarlo como agregado cultural en la embajada de España en Washington hacia donde salió, junto con Zenobia, desde  Cherburgo en el buque Aquitania. Su casa fue asaltada y perdió buena parte de sus papeles, y, por lo que hace a este libro, nos dice: He reunido estas caricaturas, de copias diversas que conservaban algunos amigos mías; no he podido comparar ninguna de ellas con mis originales; es posible, por lo tanto, que haya variantes, ya que yo vario siempre mi letra cuando publico de nuevo cualquier página mía.

          El mero índice de cómo se han agrupado los personajes caricaturizados, ¡tan valleinclanesco!, nos ofrece una clara idea de la diabólica imaginación retratista de JRJ: Muertos transparentes; Rudos y entrefinos del 98 y demás; Internacionales y solitarios; Entes de antro y dianche; Estetas del limbo… La edición canónica de este libro es, sin embargo, la del crítico Ricardo Gullón, quien ha añadido no pocos documentos que acercan el libro a lo que acaso hubiera tenido en mente JRJ, como el propio autorretrato del autor, titulado: El andaluz universal. Autorretrato (para uso de reptiles de varia categoría.), en el que puede leerse: He conseguido, en cambio, cuanto me he propuesto, menos oro mercantil, y que ésa es mi única desgracia, porque, ¡lo que haría yo con dinerito! […] Mi vida y mi obra son una rueda de fuego constante de arrepentimientos; pero mi estética y mi ética, mi locura y mi cordura, mi calma y mi guerra tienen siempre una meta suficiente, que me consuela de todo: la mujer desnuda. […] Con mi vida y con mi pluma hago lo que me da la gana. […] Nunca he sentido, sin embargo, deseos de ser otro que yo. Las dos normalidades que más me gustan son: quedarme en mi casa con mi mujer y mi obra y viajar con mi mujer y conmigo. […] Perdón. De niño, mi madre, bellísima, buenísima, perfecta, me reñía cariñosamente con pintorescos nombres, exactos como todas las palabras de ella, gráfica maravillosa, que son las de mi léxico: «Impertinente, Exijentito, Juanito el Preguntón, el Caprichoso, el Inventor, Antojado, Cansadito, Tentón. Loco, Fastidiosito, mareón, Exajerado, Majaderito, Pesadito y… «Príncipe». Y perdóneseme que empiece por el final que, en el fondo, es el mejor principio posible, porque la sinceridad del autorretrato permite enjuiciar con absoluta ecuanimidad las caricaturas que JRJ hace de tantísima gente, amigos y «enemigos», porque conviene recordar que las jóvenes generaciones no siempre ni mayoritariamente lo aceptaron como el poeta español de referencia, e incluso circularon no pocas crueldades contra él. Que viviera un tiempo en la famosa Residencia de Estudiantes, lo acercó, sin embargo, a los nuevos poetas y, como tenía como máxima a la hora de escribir sus retratos, según lo dice en el prólogo, de lo que se trataba era de exaltar a los jóvenes, exigir y castigar a los maduros, tolerar a los viejos.    

          Aunque la selección de fragmentos de esta obra merecería ser expuesta en su totalidad, por la gracia y hermosura de la prosa juanramoniana, voy a picotear al azar entre lo que para mí me he transcrito, de modo que pueda servir de aliciente a los intelectores de estas líneas y, como siempre pretendo, se acerquen a libro de tan amena lectura como este, un complemento ideal de la lectura de su obra poética, y una faceta, la del interés por los demás, no insólita en persona tan profundamente ensimismada como fue Juan Ramón Jiménez, pero sí curiosa. Y sí, quienes vayan buscando algo del vitriolo famoso de sus comentarios, aquí y allá hallará algunas gotas corrosivas que provocarán la sonrisa, la admiración o el enojo, según los gustos literarios y artísticos de cada intelector. El libro también es interesante desde el punto de vista sociológico, no solo desde el psicológico o el artístico, porque de la lectura del mismo se extrae una particular visión de la España convulsa que le tocó vivir, y aunque en algunos retratos, sobre todo de mujeres, hay un cierto eco de los álbumes decimonónicos [como en el retrato de Margarita de Pedroso: ¿Y qué es lo deseado para esta Margarita? ¿Qué ve o qué quiere ver con sus ojos claros, de grises y oros claros, en el oro y el gris de la vida exterior?, de quien el poeta estuvo enamorado. Margarita fue todo un personaje en la cultura de los años 30, aunque inclinada al lado «falangista». De muy intensa su biografía, fue promotora de la recuperación de la villa histórica de Brihuega], en otras caricaturas JRJ le toma el pulso a la España del cincel, que cantó Machado, y destaca los sólidos valores del emprendimiento intelectual en pro del amejoramiento del país. Respecto de los muertos y de autores a los que no llegó a conocer, como José Martí, JRJ se apoya en ellos para extraer una lección estética que los acerca a su propia obra.

          Comencemos por el gran referente poético del autor: Rubén Darío:  ¡Tanto Rubén Darío en mí, tan vivo siempre, tan igual y tan distinto; siempre tan nuevo! […] Su palabra favorita, «archipiélago». Cuando se la decía hacia dentro, parecía que se la estaba engullendo como una docena de ostras, con gula de jigante marino enamorado. Y prestemos atención a un requisito pictórico que nos habla de la poética del autor, a propósito de José Martí: Yo quiero siempre los fondos de hombre o cosa. El fondo me trae la cosa o el hombre en su ser y estar verdaderos. Si no tengo el fondo, hago el hombre trasparente, la cosa trasparente. Y de ahí el que muchas de las caricaturas se hagan del retratado en acción, atareado en su mester, porque para JRJ el trabajo es una razón de ser, como advertimos en la caricatura de la mujer de Cossío (Tiene mucho Cossío de tierno vejetal y de rico mineral. Pocos hombres me han parecido tan paisaje), Carmen López Viqueira: Con su imajinacion morena y fosfórica y su ardiente hablar pintoresco, gracioso, de mora céltica del norte, ilumina, esculpe, ríe, talla, mima, suscita personas, cosas.

          Continuemos con una suerte de «hermano mayor», Antonio Machado, hermano en el simbolismo poético:  Siempre, cuando se va Antonio Machado, me lo represento alzada la carta del azar, pensando distraído (perpetuo marinero en tierra eterna) en el hermano viajero del ultramar hispano, héroe confuso y constante de su Del camino, ese librito secreto de los callejones y trasmuros del triste, sofocado horizonte. [Del Camino fue una antología de jóvenes poetas, en la que figuraron Machado, Azorín, Villaespesa, etc.] y aprovechemos la semblanza del dandi José Asunción Silva, joven suicida al estilo de Larra, pero no por amor (la leyenda en torno a su muerte habla de la postrera lectura de El triunfo de la muerte de D’Annunzio) para ver a JRJ tocar un tema al que fue muy sensible, el dandismo: Mal está siempre el dandismo, sobre todo el dandismo esteriorizado, en cuanto es representación inútil, teatralidad fuera de tiempo y espacio, estravagancia en la vida cotidiana. Todavía puede comprenderse, no aguantarse el dandismo auténtico y posible, es decir, cuando el dandi puede serlo plenamente, cuando no es un cursi. He oído en mi Andalucía que, entre los moros, los Cursis eran los príncipes segundones que no heredaban nombre ni bienes, los quiero y no puedo de la aristocracia convenida. El dandismo de quiero y no puedo, de imitación poblana, me parece nauseabundo. Pase, quizá en una primera juventud inconsciente, ya que la juventud suele vivir de fuera; ya mayorcitos, no. Existen muchas clases de dandismo, muchos tipos a lo tipo más o menos. Petronio, más o menos Brummell [Para conocer a Brummell, véase la entretenida película: «Beau Brummell», de Curtis Bernhardt], Wilde, D’Annunzio, Remy de Gourmont, Cocteau, Gómez de la Serna, Dalí, etcétera. Disfrazarse de ente a lo protoente X es monería, cursilería de imitación, digo, cursilería segunda. Nada más cursi que figurar en persona a Mozart, Goya, Chateaubriand, Goethe, ser cómico para uno mismo, Lo natural, lo sincero nunca es cursi, cursi es lo refigurado; no es cursi el «sentimiento» juvenil, podrá ser injenuo, inocente, simple si se quiere. Bécquer no fue cursi porque no fue snob, dandi; Silva si por su parodia ligera de París, hasta por la manera de matarse ante los demás. Esta mitad del dandismo reflejo no es siquiera sentimentalismo; el sentimentalismo es afección, generosidad; es para y por los demás, un niño muerto, la madre lejana, una hermana desgraciada; o para el propio sufrimiento, soledad, enfermedad, etc.; entrega, sí, pero no cursilería. Es la caridad de San Pablo, noble negación. Por eso no es cursi ni podrá serlo nunca el maravilloso nocturno de José Asunción Silva.

          Escojamos ahora dos manifestaciones sociales alejadas de su dedicación artística: la pintura  y la política. JRJ amaba la pintura, y fue un admirador incondicional de  Benjamín Palencia, de cuya pasión creadora se siente tan próximo:  Está nuestro pintor manchego (un niño también casi) hundido todo él, como en un soleado mar hermoso, en la profunda virtud primera del artista: la sensualidad; ese hacer lo que a uno le gusta, lo que a uno le da la gana, que es lo que hacen, hasta llorar, patear y pegar ¡fuerte! si no los dejan, los perfectos artistas que son los niños. Y en la expresión de esa sensualidad, Benjamín Palencia va flechado a la síntesis. Sensualidad y síntesis. ¿Necesita otras armas, otras manos, el joven creador? En las antípodas podría considerarse el retrato del pintor «feísta» José Gutiérrez Solana, aunque el hecho de coincidir con él en el Pombo, el café literario en cuya cripta ejercía de maestro de ceremonias su querido Ramón Gómez de la Serna, es ya, tratándose de JRJ, una circunstancia excepcional:  La vez que lo vi (Pombo, vaho de invierno, banquete con olor delgado a orín de gato y a cucharadas señoritas en el ambiente más exacto de los espejos) me pareció un artificial verdadero, compuesto con sal gorda, cartón piedra, ojos de vidrio, atún en salazón, raspas a la cabeza. Estaba lisamente encorsetado en su propio cristal triple de botella, conservado en su propio alcohol; y su presa vitalidad cuajada no se hermanaba con ninguna presencia circunstante de entonces. Cuello, corbata, ropa, botas, lo añadido, tratado sin semejante circunstancial. Ya no estaba. Y nada que ver con los dos anteriores tiene el retrato de José María Izquierdo, cercano a los postulados de Ideal andaluz, de Blas Infante: Los que lo conocieron saben que esto no es exajeración; su silueta daba en el sol de oro, en la noche azul, una emanación blanca, tierna, delicadísima, como un olor de nardo o una tibieza de leche recién ordeñada, esencia, templanza visibles ¡quizás ya un fuego fatuo, ay! La sonrisa de su fina boca grande, su navaja, era luz indudable; luz su mirada ancha, paralela a su sonrisa, del tamaño de su frente; luz del desnudo pensamiento, estrella de su mente buena; luz toda su inmaterial, su sal delgada, su «ángel» triste.

          Su distanciamiento de los miembros de la Generación del 27 recoge en la misma red a dos de sus poetas mayores y más cercanos a él, Salinas y Guillen, en quienes advierte, en diferente medida, un formalismo academicista muy lejano de sus propios planteamientos: A Jorge Guillén, como a su paralelo distinto, discípulo y maestro Pedro Salinas, yo no los llamaría hoy «poetas puros», que tampoco es mi mayor nombre, sino literatos puristas, retóricos blancos, en diversos terrenos de la retórica. Les sobra el neoclásico virtuosismo de la redicción; les falta la embriaguez, la emanación, el acento, lo natural mejor: naturalidad en lo gracioso, lo sensual, sobre todo en lo difícil, milagro auténtico de la poesía. Les falta ¡dios nos la dé! «gracia». Esa gracia que no sabemos si por solidaridad andaluza no le regatea a Federico García Lorca, en cuyo retrato se intuye un profundo respeto por la obra del autor granadino: Las paredes de añil de los callejones de su barrio secreto las dejó todas pintorreadas con cisco: rosas y ascos. En el puente de  las candilejas, encendidas ya en la tarde larga, les dijo un despectivo taco concreto a las tres brujas del agua mejor. Habló por tal oculto atajo vertical con el agüero de la escalerilla de arriba. Se encaramó en otra tapia y le tiró un nardo a la monja blanca que cavaba su huerto entre dos luces. Con una gran risa cerrada, de pronto, saltó a la comba que encontró a su paso, o pidió candela por las cuatro esquinas, de niño a niña. Luego, bajó cabriteando por el camino viejo de las lagartijas de blanco bronce, de las campanillas azules salpicadas de cal, de los hormigueros incesantes. Aunque da rienda suelta a la animadversión hacia quien, bastantes años después de él, alcanzaría el reconocimiento del Premio Nobel, Pablo Neruda: Siempre tuve a Pablo Neruda […] por un gran poeta, un gran mal poeta, un gran poeta de la desorganización; el poeta dotado que no acaba de comprender ni emplear sus dotes naturales. Neruda me parece un torpe traductor de sí mismo y de los otros, un pobre esplotador de sus filones propios y ajenos, que a veces confunde el original con la traducción; que no supiera completamente su idioma ni el idioma de que traduce. […] Hago su caricatura estando él vivo, contra mi norma, porque lo he oído por teléfono cantando contra mí en coro de necios o beodos, cuando yo no quise firmar su desairado documento de respuesta a Vicente Huidobro. […] Neruda me cantaba, con los varios suyos de entonces, coplas soeces por teléfono. Yo le digo sin soecia o que es para mí como escritor, por ser honrado con él y conmigo. Siente, por el contrario, una gran estimación por su compañero de generación novecentista Gabriel Miró, aunque no comparte la admiración que suscita otro miembro de la llamada Generación del 14, Ramón Pérez de Ayala [que a mí, aquí entre corchetes, tanto me deslumbra…]:  Si el cuerpo fuera todo corazón, y no llevara vestidos, podría decirse que era Gabriel Miró. Carne de corazón desnuda. Parece que escribe mientras guarda, pastor solo en prados hondos, un rebaño de sentimientos humanos, caliente, humeante y rayante. […] La emoción parece en él carne. ¡Emoción, emoción! Es emoción la carene de una fruta, el agua del mar, la tela de un vestido; todo es emoción hecha vida, como si, en su creación, fuera en el principio, la emoción.

          Y aquí lo dejo, no sin ceder a la tentación de cerrar la galería con el de uno de mis escritores favoritos, José Bergamín, cuya agudeza e ingenio tanto debieron sorprender a Juan Ramon, porque Bergamín bien puede decirse que nació ya a la vida literaria y a la vida común con hechuras de clásico: Delgado y largo de estirarse para cazar pájaros incojibles (casi siempre). Pero él ha cogido algunos por el pecho; de otros se ha quedado con preciosísimas plumas o con plumas vulgares como el dolor del ruiseñor; de otros, con la tibieza ligera de su roca, con el olor errante, con una nota caída de su fuga cantora, con la forma momentánea de su vuelo. (Y no es peor caza la de lo que se nos va.) […] José Bergamín se dedica a coger hilos de araña en la conversación y a trabajar con ellos una asintáxica tela crítica inverosímil, que casi siempre se le rompe. Otras veces se le alarga y se le enreda, alguna se le queda entera e igual. A la luna, esta flor de araña da reflejos entremájicos, difíciles de sostener en el sol vivo. Son telas que no se pueden lavar. ¡Qué lejos esta admiración hacia los jóvenes de su desprecio por una literatura caduca como la de Benavente, que tan mal parado sale en su galería!: He intentado releer o leer algún pasaje de Benavente en estos últimos años. Sí, veo su viveza, su lijereza, su injenio. Y sin embargo me aprieta el cuello y me pellizca la nuez, me pesan los hombros, se me entran «los bigotes» en la nariz y en los ojos. ¡Qué incomodidad y qué cursilería! Porque el injenio…, ¿hay nada malabarista de los sesos huecos, que canse, que rebaje, que pase más que el injenio?

          Sí, Juan Ramón, es, lo asociemos o no con ello, un poeta con ángel, y una boquita con incursiones de boquirrubio que ya ya…

 

lunes, 17 de febrero de 2025

«Genealogía de los sosos», de Dimas Mas.


François Damiens en La delicadeza.

Un fragmento de la primera novela de Dimas Mas: Poliantea.

 

DIMAS ME DICE QUE NO ME PREOCUPE, QUE ESCRIBA CON TODA LIBERTAD, como si con lo escrito no se hubieran de entretener otros ojos que los míos y los suyos. Insiste mucho en que escriba sin complejos, que lo que precede a mi contribución, y lo que después le seguirá, no son sino pasatiempos. ¿Cómo dijo él? Ah, sí: “insípidos zumos del ocio”. Advertencias todas ellas innecesarias: ¡como si yo pudiera escribir de otro modo que del que escribo! La verdad es que estoy arrepentido, ¡y apenas he comenzado!: me ha engaratusado de mala manera, como solo él sabe hacerlo. En fin, ya que estoy puesto, lo mejor será, para bien de todos, cumplir el compromiso con la mayor brevedad y concisión deseables; que no son previsibles, si nos atenemos a la índole del tema sobre el que (¡en mala hora!) he aceptado escribir estas líneas.

El ser soso no consiente definición: este es el Himalaya de mi empeño. De consentirla, satisficiera yo mi deuda en un decir amén. Aunque Dimas me invita a hacerlo, no veo yo con buenos ojos eso de ponerme como ejemplo y, en consecuencia, hablar de mí; pero habré de vencer mi repugnancia si quiero dar cima a mi empresa, y ello no por cosa distinta de mi verdadero deseo: rescatar cuanto antes la tranquilidad; ser, de nuevo, dueño avaro de mi intimidad.

Ser soso no es algo que se escoja: estoy convencido de que se nace soso como, pongamos por caso, se nace emprendedor, pelirrojo, patizambo, braquicéfalo o abúlico. El soso, a diferencia del loco, percibe, ya desde niño, que lo es; y sabe que habrá de serlo, además, para el resto de su vida. De ello no se sigue ningún drama, porque esa condición es irreversible e incompatible (¿pues no estaba tentado de escribir que por definición...?) con aquel: ¿cómo sufrir por ser ajeno al sufrimiento…? No se ha de creer, sin embargo, que el soso es un ser indiferente, que vive de espaldas a la realidad; de hecho, es muy frecuente encontrarse con sosos en puestos de responsabilidad, pública o privada: la sosería actúa como un aval de seriedad, y, no pocas veces, de supuesta (aunque no siempre bien fundada) competencia.

Las relaciones interpersonales: esta es la fuente de donde manan los tibios desasosiegos de los sosos. Para nadie debería ser un secreto que los sosos estamos marginados en una sociedad como la española, tan devota de la gracia, de la sal. Y yo no niego nuestra posible cuota de responsabilidad, dada la dificultad de trato que supone la sosería, de la que (¡no se olvide!) somos víctimas inocentes; pero siempre, teniendo en cuenta lo anterior, me parecerá excesiva esa respuesta humillante que es la marginación.

Tuve yo hace tiempo la peregrina idea, la quimérica idea, de fundar un club de sosos, del mismo modo que los hay de solteros, divorciados, cazadores, ajedrecistas, colombófilos o nazarenos, y si no lo hice fue porque la sosería no induce a la asociación y porque, a mi modo de ver, el soso aún no ha tomado conciencia (¡hasta cuándo!) de la marginación social en que vive. De entre esas relaciones interpersonales destaca, por las escasas posibilidades que tenemos los sosos de acceder a ella, la que se establece en términos de seducción amorosa. Sosos y sosas, en ese sentido, lo tenemos, como se dice vulgarmente, muy crudo. No imposible, claro, pues la inclinación afectiva es (esta sí que por definición) caprichosa; y a veces la sosería es un atractivo plano sobre el que apoyar esa inclinación por la que se deslice el nutritivo matalotaje (también, Dimas, tiene esta otra acepción…) de ternezas con que sostener el alma y el cuerpo en la travesía de la vida. Atajo la lógica objeción: como polos del mismo signo, que se repelen, así nos está vedado a sosos y sosas establecer esas relaciones amorosas entre nosotros; la experiencia lo demuestra: cuantas veces se ha intentado, los sosos emparejados han acabado por hastiarse uno del otro y por arruinar su convivencia hasta el inevitable extremo de tener que recobrar su soltería, esto es, su soledad.

Aunque por dos veces la soledad haya sido mencionada, de manera que pudiera entenderse como un trágico destino, no es en modo alguno así. Si supiera explicarme con claridad (¡Dimas, socórreme!), quizá no necesitara repetir ahora que el soso, fundamentalmente, es un ser acomodado a su suerte, resignado a ella. No viene a cuento, pero conozco a un soso llamado –y ya es ironía– Amador. Pues bien, nadie jamás, según él confiesa, ha relacionado su nombre con el amor, ¡ni él mismo!, todo lo más con dorado, o la ciudad marroquí…; así están las cosas.

Los sosos no somos fácilmente reconocibles a primera vista, lo que nos diferencia profundamente de los locos, así como de los bobos y también de los ñoños y los zonzos, aunque con estos últimos (¡qué le vamos a hacer!) las diferencias se adelgazan hasta un punto de sutileza tal que sólo los sosos somos capaces de percibirlas. Sin duda, Dimas le hubiera sacado punta (¡ánimo!) a esta curiosidad léxica: loco, tonto, bobo, ñoño, zonzo, soso…; como si la O nos encadenara, aun siendo tan distintos, a unos con otros; o como si fuera la sangre negativa de una familia cuyos miembros se ignoran mutuamente; ya digo, Dimas, a buen seguro, le hubiera sacado la punta que mi torpeza (¿o mi *sosez, que, aun inexistente, prefiero a sosería?) no ha podido.

Decía que no se nos reconoce fácilmente, y eso es verdad siempre y cuando no exista trato alguno, por superficial que sea, con nosotros: en este caso pronto se nos descubre, se nos marca y se nos evita, como ya dije. Muy a menudo, el soso es confundido con un aquejado de úlcera gástrica; pero ese se debe a la escasísima sensibilidad discernidora del común de los mortales, no sujetos, en su mayoría, a una oprobiosa marginación como la nuestra.

¿Virtudes? La principal de ellas, la más perceptible, es que los sosos somos muy pacíficos; un pacifismo que nace de nuestra seña de identidad más querida: la tolerancia. Sucede, no obstante, que ese bonancible carácter que nos es propio muy a menudo se toma por mansedumbre de cabestro, de ahí que no pueda considerarse paradoja nuestra enérgica reacción, lindante si es preciso con la violencia, contra tamaña equivocación de juicio, o intento de abuso; ni es el panfilismo religión en la que militemos con ciego acatamiento y humilde servidumbre: quede bien claro, para aviso de vivales y maulas sin escrúpulos.

¡Cuantísimas veces, sin embargo, preferimos los sosos no hacer caso y dejar que los necios mastiquen su necedad hasta morderse la lengua o desangrarse las encías! Mal que bien, he evitado hasta ahora lo que mucho me temía que habría de hacer: hablar de mí; aunque indirectamente lo haya hecho al incluirme en ese inevitable plural del que formo parte solidaria. Esta reticencia a mostrarse, a publicar la intimidad, no es exclusiva de los sosos, pero sí un rasgo fundamental de nuestro carácter; junto con la notoria ausencia de curiosidad por la intimidad de los demás. Es por ello (te pongas Dimas como te pongas) por lo que voy yo a poner, por mi parte, el punto final a esta superficial descripción del ser de los sosos, antes de que la inercia de estas líneas degenere en inepcia, ¿o ha ocurrido ya?

 

 

sábado, 15 de febrero de 2025

«Post mortem» y «Breviario del caos», de Albert Caraco, un escritor extremo.

 


                                         
La vida autosecuestrada y el pensamiento disolvente de un autor vitriólico.

          En el mundo de las Letras, Rubén Darío acuñó un concepto, los «raros», que aplicó, sobre todo, a poetas simbolistas franceses poco a nada conocidos incluso por lectores contumaces. Paul Valèry, más incisivo, acuñó el de «poetas malditos», tomando como pie un verso del poeta maldito por excelencia, Charles Baudelaire, a raíz de la descripción del poeta que hace Baudelaire en el poema Bendición y de su convicción, escrita en su poema La voz, de que: Son más bellos / los sueños de los locos que los del hombre sabio. Más adelante, Georges Bataille, propuso la existencia inequívoca del mal en la literatura a través de ocho autores muy significativos: Emily Brönte, Baudelaire, Michelet, William Blake, Sade, Marcel Proust, Franz Kafka y Jean Genet. La nómina de «raros» y «malditos» es bastante mas larga, y se infla o mengua en función de quiénes sean los compiladores y su particular dimensión de la «rareza» y el «malditismo», pero está claro que el éxito literario no está reñido con esos autores, porque en esa nomina encontramos desde autores totalmente marginales, como Leopoldo María Panero, hasta consagradísimos como Edgar Allan Poe o Sylvia Plath. Se trata de autores usualmente poco conocidos, como Mynona, Salomo Friedlaender, o Edgar Saltus, autor favorito de Henry Miller, quien, a su vez, también podría figurar en esta nómina, más nutrida de lo que, a primera vista, pudiera pensarse. A todos ellos los caracteriza, en buena medida, haber vivido vidas difíciles, complicadas, trastornadas o trágicas. No todo maldito es un suicida; pero muy probablemente cualquier autor suicida acabe siendo considerado un maldito, como Plath o Pizarnik, aunque, para no caer en determinismos absurdos, otros suicidios, como el de Hemingway o el de Larra, no les permiten acceder a tan selecto club.

          No es mi intención ni definir ni explorar esos conceptos ni, por supuesto, considerar las candidaturas más idóneas a figurar en ellos con derechos de propiedad indiscutibles. Basten esas líneas de presentación para contextualizar la introducción de un personaje que no solo habría de figurar en esa nómina, sino que cumple, además, con los requisitos que suelen caracterizar a muchos de sus colegas: un dominio expresivo muy notable, un pensamiento que no sin violencia podemos llamar «disolvente», a fuer de corrosivo, moral e intelectualmente, y una vida tan particular que, en la vía ordinaria de la identificación con los valores tradicionales burgueses llega a la más insólita de las transgresiones, como es el caso de Albert Caraco (1919-1971), hijo de un banquero sefardí afincado en Turquía, quien, a causa de la Segunda Guerra Mundial, se refugia, tras haber vivido en varias capitales europeas, en Uruguay, nacionalidad que conservó nuestro escritor, aunque la familia se instaló de forma permanente en París y es el francés la lengua en la que están escritas sus obras, precursoras indiscutibles de la del rumano Émile Cioran, aunque no me consta que ambos se hubieran conocido. Lo          que los une, en todo caso, es su singularidad y su marginalidad, aunque el éxito literario de Cioran lo aleja de las cuatro paredes como todo auditorio en que reconoce Caraco que vive, tal y como lo expresa en su vitriólica Breviario del caos:  Yo elevo un canto de muerte sobre eso que va a perecer, y frente a nuestros regentes del exceso, frente a nuestros impostores mitrados y frente a nuestros sabios, de los cuales la mayor parte no alcanza la edad del hombre, yo, solitario y mal conocido, profeta de mi generación, tapiado vivo en el silencio en lugar de ser quemado, les pronuncio las palabras inefables que mañana los jóvenes repetirán en coro. Desde 1946 vive en su pequeñísimo mundo familiar, entregado a la lectura de libros de viajes y escribiendo una obra sin público: Mi auditorio son las paredes de mi cuarto, escribió en Mi confesión. Caraco se reconoce en la complejidad absoluta de una vida sin parangón en la que la escritura se convierte en profesión no remunerada salvo para solaz y justificación de sí mismo: Estoy lleno de meandros, y encima escribo, y ya está dicho todo, me pierdo siguiéndome a mí mismo.

          Fue en el magnífico volumen misceláneo de Luis Valdesueiro, Las esquinas del día (Divagaciones, 2009-2013), cuando leí por primera vez, hace unos meses, el nombre de Albert Caraco, y, por la presentación que hacía Valdesueiro de él, me sentí impelido a ampliar la información, momento en el que descubrí que era el autor de un libro, Post mortem, dedicado a su madre, con motivo de su fallecimiento. Lo adquirí, lo leí y, después, conseguí una versión on-line de su tremebundo Breviario del caos, un libro en el que se exhiben algunas ideas que, en nuestros timoratos y pacatos días, propensos a asustarse de cualquier nimiedad transgresora, quizá hubieran dado con los huesos del autor en una severa mazmorra, a medio camino entre la de la Isla del Diablo, de Papillon, la de If del Conde de Montecristo y la turca de El expreso de medianoche, de Alan Parker, y ello a pesar de que lo importante supo verlo Oscar Wilde con total nitidez en el prefacio de su Dorian Gray: There is no such thing as a moral or an immoral book. Books are well written, or badly written. That is all.  A mí, sin embargo, lo que más me llamó la atención del artículo de Valdesueiro fue saber que Caraco era el autor de  Post mortem, porque a este Diario… ya traje en su momento una obra relativamente parecida: Carta a mi madre, de Georges Simenon, escrita también tras la muerte de su progenitora, por lo que ninguna de las dos, ni la de Simenon ni la de Caraco, leyeron la última palabra de sus hijos sobre ellas.

          Me sigue pareciendo pertinente el modo como abrí aquella entrada dedicada a Simenon:  A nadie se le escapa que las relaciones de uno, cuando está tocado por la sana codicia de la autonomía e independencia personales, con la madre del mismo uno son lo que podríamos llamar con suave eufemismo que lo descubre todo: «materia delicada». No hay, como es obvio, relaciones madre-hijo estandarizadas y, por consiguiente, cada caso es tan singular como repetidos puedan ser los sentimientos o las circunstancias vividos. Con todo, que levanten la mano acobardada aquellos que no comulguen con la primera confesión epistolar de Simenon: Mientras viviste nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos.

Hay en nuestra sociedad, a pesar del famoso heteropatriarcado tan traído y llevado, manoseado y tergiversado, un culto a la madre que yo he vivido muy de cerca en la propia figura de mi padre. Una idealización más allá del bien y del mal, esa que se tatúan los legionarios y por la que están dispuestos a morir por defenderla: «Amor de madre». No por rebelión contra el padre, sino por azares de la personalidad individual, la «materia delicada» de la relación materno filial, en mi caso, daría, también, para otra carta como la de Simenon o la de Caraco, aunque el temor a ser injusto aún me paraliza. En todo caso, leer las relaciones de otros con sus madres es algo que me atrae, porque garantiza la singularidad y, usualmente, evita los clichés y las repeticiones.

          Albert Caraco llevó una vida subordinada a los deseos de su madre, con quien se entendía y a quien casi veneraba, pero a quien, como dice desde el comienzo del libro, no quería: La Señora Madre ha muerto […] Me pregunto si la quiero y ,e veo forzado a responder: No, le reprocho que ,me haya castrado, poca cosa en verdad, pero…, y a quien reprochaba amargamente que lo hubiera parido, porque, como concluye en ese primer texto del libro: … y además me ha traído al mundo y yo profeso aversión al mundo. Con todo, y aunque esa apertura parece preludiar una nutrida catarata de reproches, el lector va a encontrarse con una aceptación sumisa de una vida «moldeada» por la madre, incluida su propia condición de escritor solitario pero contumaz: Si soy escritor, algo tiene que ver la Señora Madre, descubrió en mí talento, me insufló coraje, me apoyó frente a mí mismo y los demás.

          La vida familiar de Caraco, con mínima exposición social, pero siempre en círculos de la alta burguesía y la aristocracia lo lleva a identificarse con Marcel Proust, e incluso es capaz de brillar públicamente, al tiempo que exhibe unos modales y una educación exquisita, porque Caraco, como no puede ser de otro modo, es un lector empedernido y, mucho tiempo después, un escritor compulsivo. Sin un editor como su amigo y admirador Vladimir Dimitrijevic, quien lo retrata como un «mandarín solitario de gestos mesurados e impasibles», según nos revela Justo Navarro en la Introducción, es muy posible que su obra hubiera permanecido desconocida durante mucho tiempo, y hubiera corrido el riesgo seguro de perderse. Recordemos que la aversion al mundo de Caraco no es retórica, sino profunda convicción que lo llevará, después de anunciarlo, a suicidarse por ahorcamiento —una muerte muy bíblica en quien asumía y despreciaba su condición de judío no practicante— tras la muerte de su padre. Algo parecido se avanza ya en uno de los textos de Post mortem: La Señora Madre ha muerto, o me ahorco o la olvido, quise destruirme, me pareció que tenía algunos libros en la cabeza, decidí vivir el tiempo necesario y olvidar la aniquilación, mi Semanario no tenía otro fin, me he sacado del abismo al que me iba a precipitar. Buena parte de Breviario del caos es la proclamación de sus deseos de extinguir a más de la mitad de la población de la Tierra, porque, como una suerte de tenebroso ecologista radical, considera que la Humanidad es el cáncer del planeta y ha de ser eliminado, razón por la cual sobra, a su juicio, toda esa población que no hace otra cosa que contribuir a la degradación del planeta y, a medio plazo, a su desaparición. Me adelanto al Breviario cuando aún no he comenzado a desentrañar la curiosa relación de Caraco con su madre: Con cien millones de humanos la Tierra sería el Paraíso; con los miles de millones que la devoran y la deshonran ella será el Infierno de polo a polo, la prisión de la especie, el cuarto de tortura universal y la cloaca llena de locos místicos subsistiendo en sus desechos. La masa es el pecado del orden, es el subproducto de la moral y de la fe, eso basta para condenar el orden, la moral y la fe, pues no sirven más que para multiplicar a los hombres y convertirlos en insectos. Volvamos a ella, porque madre e hijo acaban formando una simbiosis casi perfecta.

          El libro nos habla de las relaciones entre ambos, pero también nos relata el proceso de la enfermedad que la lleva a la muerte entre terribles dolores que persuaden al hijo de lo humana que hubiera sido la eutanasia, de haber ella aceptado, por supuesto. La madre muere en 1963, y él publica su libro en 1968. El lector, a pesar del dictamen inicial que expresaba su desamor, halla en los textos siguientes una admiración profunda hacia lo gobernó de forma casi  avasalladora, quien quiso fundir su personalidad con la de su hijo, formando un reducto privilegiado en el que ambos vivieran cómodamente, al margen del padre, durante toda su vida. La madre era la maestra que le enseñaba al hijo lo perversas que pueden ser las mujeres, y sus muchas artes de encantamiento, razones que alejaron a Caraco de cualquier mujer y de la ficción cursi del amor. Ambos podían hablar de arte, de filosofía, de literatura, y aun de frivolidades sociales, desde una comunión de juicios tejida en el seno de la relación madre hijo más claustrofóbica que pueda imaginarse, aunque ellos la vivieran como una bendición. Herencia de esa relación provechosa y fluida fue la huida de toda efusión sentimental en sus escritos: Mis ideas me prohíben el pathos, mi estilo me protege incluso de rondarlo. Algo de esas ideas ya lo hemos conocido, pero lo que vendrá después rozará lo escalofriante. Su estilo, sin embargo, tanto en uno como en otro libro, es el de la enunciación fría, objetiva, serena, próximo en todo momento a los hechos ( El mundo es lo que es  y los símbolos son fantasmas) como última palabra de lo real en que vive Caraco con un aplomo que procede de su nihilismo absoluto. Pensemos en esta contundente declaración de principios recogida en su obra Mi confesión: Si hay un hombre que tiene derecho a odiar y despreciar el mundo, ese soy yo; mi trabajo rebosa odio y desprecio por él, lo que lo coloca en el rango de obras ascéticas. No me gusta ninguno de los países donde tuve la desgracia de vivir, no me arrepiento de ninguno, los otros donde no me acerqué, me son indiferentes y ni siquiera quiero conocerlos, la desaparición de tal y cual con sus habitantes no me haría suspirar y solo me arrepiento de las obras de arte, las piedras tienen más importancia para mí que los hombres. El hombre es el bien menos preciado de muchos, es un insecto sin alas y que huele mal, al contaminar el aire, el suelo y las olas, un gran científico lo llama cáncer de las ecuménicas, la humanidad se está extendiendo por nuestro planeta como enfermedades incurables y cuando todas las enfermedades estén curadas. Desde esta perspectiva, el retrato de la madre supura una objetividad que nos habla de su relación como si de una pieza de museo se tratase: La Señora Madre tenía una filosofía bastante semejante a la que profeso en estas páginas, no quiso un segundo hijo y esta resolución la había tomado apenas salida de la infancia: la visión de tantas familias numerosas y todas desgraciadas, por numerosas, le dictó la razón de su conducta. Su desconfianza en lo que respecto al amor, del que me alejó, no era ajena a tales motivos. Me recomendó un egoísmo razonable y me armó contra toda ebriedad.

          El retrato que emerge de la madre en Post mortem es el de una mujer vital, llena de recursos, bella, con un admirable dominio de sí y capaz de deslumbrar a su hijo, quien ve en ella no tanto un ideal como un escarmiento de lo que las mujeres, como antagonistas, son, aunque se reconoce inferior a ella en muchos aspectos, sobre todo en el vitalismo que tan ajeno le es a quien siente aversión hacia el mundo: Ella había superado su caos natural, su admirable carácter fue un sistema de defensa, yo no he superado el mío, indudablemente me costará la vida. La figura de la madre, bella como lo atestiguan las fotografías, no es la expresión de una naturaleza venida así al mundo, sino el producto de una conquista trabajada a lo largo de su vida: Ella era el orden y despedía luz, pero esta apariencia solo fue, después de todo, una incesante conquista al caos y las tinieblas. Y ahí, en ese caos no vencido es donde Caraco se individualiza frente a su madre, quien, como mujer, no esconde que la belleza y la coquetería son atributos a los que ni se puede ni se debe renunciar:  Decía tener la belleza del diablo. […] Conservó su disciplina de coquetería hasta las puertas de la muerte, pues conocía bien el mundo y no se engañaba respecto al espíritu que lo anima en lo que concierne a las mujeres, imperdonables en cuanto dejan de seducir. Ya se advierte lo muy lejos que tales convicciones están del discurso feminista hoy reinante, aunque esa visión del mundo de la madre de Caraco aún la compartan muchas mujeres. De hecho, Caraco echa mano del folclore para sintetizar el ideal de mujer en un personaje, Melusina, que, curiosamente, he leído muy recentísimamente en Gualba, la de mil veus, de Eugeni D’Ors, por ejemplo. Ese mundo festivo de las apariencias y la frivolidad nada tiene que ver con Caraco, pues, aunque participe junto a su madre en esos fastos sociales, su pensamiento lo aboca a una reflexión más amarga: Las bellas apariencias, las risas, los juegos, las tonterías y las zalamerías, la espuma del mar profundo y bajo la espuma un mundo negro en el que no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a la especie. Y si algo quiere nuestro autor es distinguirse de la especie, no querer saber nada de ella, ni de sus obras ni de sus pompas ni de sus creencias. En ello halló aliento, en parte, en el descreimiento de su madre, quien vivía, junto a su hijo, al margen de la religión: La Señora Madre se burlaba de la religión, jamás practicó ninguna, renunció a sus supersticiones, en los años que precedieron a su muerte se hizo filósofa. Y de ahí saca el hijo su propio anticredo: Dios no nos ama y no es un objeto de amor, el Misticismo solo es en el fondo un Narcisismo y el Dios personal solo es un absurdo, la necesidad que tiene los miserables de sentirse consolados prueba la bajeza de los miserables y no la evidencia de las figuras que se imaginan…

          Podría seguir con el retrato pormenorizado de una intensa relación que Caraco tiene el don de sintetizar en las breves 127 páginas del texto, pero, antes de pasar a su disolvente ideario expresado en Breviario del caos, recogeré la suprema «enseñanza» que legó a su hijo el relativamente luminoso junto a quien Caraco pasó casi toda su vida: Me aconsejó no buscar la felicidad y me aseguró que todas las desgracias derivan de su búsqueda, y las únicas palabras de su madre que aparecen en el libro: Solo para mi te educaba, no me creía una madre devoradora y te he mutilado, pobre hijo mío. Deberías desconfiar más de tu madre, sin desearte mal, no te hago todo el bien que quisiera y, a mi pesar, es en mí en quien pienso. Sé un poco más brutal, un poco de ingratitud me tranquilizaría, somos todos en el fondo temibles egoístas. Quizás por ello mismo Caraco se sintió en la obligación de todo lo contrario, esto es, asegurarle su unión incondicional y eterna, hasta que, propiamente, la muerte los separase:  La Señora Madre fue, lo reconozco, una atormentada, pero llevaba en sí misma los remedios y sus alegrías tenían la fuerza que les faltaba a sus penas, por otra parte siento que fui uno de sus remedios y que mi matrimonio la hubiera dejado absolutamente sin consuelo.

          Breviario del caos es un libro nietzscheano, en el sentido del desprecio de las masas, seres inferiores cuya misión no es otra que destruir un planeta en el que un número reducido de seres podría vivir confortablemente sin la amenaza constante de que salte por los aires por efecto de la temida superpoblación, que ya denunciara Malthus en su día, temor que no hace mucho recogió la presidenta del Fondo Monetario Internacion al Christine Lagarde, al quejarse de que los humanos tendíamos a ser, en términos económicos, insosteniblemente longevos; esa minoría, sin embargo, no la relaciona Caraco con la creencia en el  superhombre niezscheano, en el que Caraco no parece creer, dada su muy negativa opinión sobre la especie humana en general. Su perspectiva es, como antes anticipé, la de un defensar a ultranza del planeta, del que la superpoblación es una enfermedad crónica:  El mundo es feo, lo será cada vez más, los bosques caen bajo el hacha, las ciudades crecen engulléndolo todo, y por doquier los desiertos se extienden, los desiertos son también obra del hombre, la muerte del suelo es la sombra que las ciudades proyectan a la distancia, se une a eso en el presente la muerte del agua, después será la muerte del aire, pero el cuarto elemento, el fuego, subsistirá para que los otros sean vengados, es por el fuego que moriremos en nuestro turno.

          Sabiendo, en consecuencia que vamos directos a la catástrofe y que la ingenua fe en el progreso se ha visto contundentemente desmentida por la realidad de una doble degradación: moral y física, de la sociedad y del planeta, los diagnósticos y los remedios de Caraco rozan aquello que él denuncia en uno de sus lucidos diagnósticos: la demencia:  En el universo, donde nos hundimos, la demencia es la forma que tomará la espontaneidad del hombre alienado, del hombre poseído, del hombre rebasado por los medios y convertido en esclavo de sus obras. La locura incuba desde ahora bajo nuestros inmuebles de cincuenta pisos, y a pesar de nuestros intentos por desenraizarla, no llegaremos al punto de reducirla, ella es este dios nuevo que no sosegaremos incluso rindiéndole una especie de culto: es nuestra muerte la que incesantemente reclama todo. Y ahora pensemos en la patologización constante de la vida en Occidente desde el cambio de siglo hasta nuestros días, para percatarnos de que poco hay de exagerado en el diagnóstico de Caraco.

          Pocos retratos tan demoledores de nuestro presente como este que traza Caraco a finales de los años 60 y que se conoce en una publicación treinta años después de su muerte. Sorprende que ya entonces intuyera nuestro autor conflictos sociales que forman parte hoy de nuestro presente más acuciante, y más sorprende, ¡y aun escandaliza!, sus propuestas de solución a esos problemas. El título no engaña, por supuesto, y ese caos irrefragable, al pensar de Caraco, va a tener en su persona no ya un debelador, sino un notario y un polémico legislador: Nosotros estamos en el Infierno, y no tenemos otra elección más que la de ser condenados atormentados o ser los diablos encargados de su suplicio. Condición añadida es el título de profeta de esa caos que Caraco se reserva:  Yo elevo un canto de muerte sobre eso que va a perecer, y frente a nuestros regentes del exceso, frente a nuestros impostores mitrados y frente a nuestros sabios, de los cuales la mayor parte no alcanza la edad del hombre, yo, solitario y mal conocido, profeta de mi generación, tapiado vivo en el silencio en lugar de ser quemado, les pronuncio las palabras inefables que mañana los jóvenes repetirán en coro.

          Para un convencido, como yo, de que vivimos, al menos en España, en un Todovalismo que degrada nuestra democracia, cómo va a sorprenderme que un «profeta» como Caraco descubra que ese nivel de incoherencia formaba parta ya de la realidad europeas tanto tiempo atrás: La libertad de incoherencia ha reemplazado a las otras, y nosotros ya no renunciaremos a ella, las artes lo ilustran y las letras a ella nos remiten, ¿qué digo?, las ciencias en ella se reconocen y los más grandes sabios renuncian a la idea misma de síntesis. Ahora bien, la idea de síntesis retirada, la coherencia es imposible y el Humanismo no es más que una vana palabra; hace mucho tiempo que la mesura no está más de moda y nadie piensa guardarla, pero con ella un segundo elemento del Humanismo cae; con respecto del tercero, la objetividad, no tenemos ya el espacio necesario y es otra paradoja el triunfo de la subjetividad entre los hombres de ahora, a pesar de la lección de las ciencias, más objetivas que nunca. He aquí por qué el laberinto es la figura de nuestra evidencia, pues su imagen nos entrega el breviario del tiempo, el laberinto es legión y no conseguimos ya comunicarnos, no tenemos más un denominador común, somos irreales y nos complacemos en serlo. ¿La palabra comunicación estaría a la moda si la comunión no fuera problemática? En verdad, somos una legión de soledades y, sin embargo, rodamos confundidos, presas de aquello que mezclándonos, no para de aislarnos. De igual manera, ¿a quién sorprenderá un análisis que  podríamos firmar hoy sin cambiar una coma de cuando Caraco lo hizo?: Nos volvemos cada vez más conservadores y llegamos a mantener las antiguallas más caducas y más vergonzosas, nuestras revoluciones son puramente verbales y cambiamos las palabras para darnos la ilusión de reformar las cosas, tenemos miedo de todo y de nosotros mismos, encontramos la manera de eliminar la audacia exasperando la audacia y de tener ocupada la locura exagerando la locura, no nos oponemos a nada y lo abortamos todo, es el triunfo de la desmesura enfeudada en la impotencia. Y de ahí el corolario inexcusable: Nunca los exploradores del mundo fueron tan miserables, los pesos y medidas son falsos, los puntos de referencia todos problemáticos, por no hablar de la aceptación de los términos, entramos en el caos de las ideas y es a lo que la prostitución de las palabras nos encaminan.

          Es, sin embargo, en las «recetas», donde Caraco adopta una deriva que pasa por la derecha a la ultraderecha de nuestros días, teniendo en cuenta, además, la convicción que lo guía: La idea de lo justo y de lo injusto no ha sido nunca más que un delirio, al cual estamos atados por razones de conveniencia. Y de ahí, en consecuencia, barbaridades como la que no tiene reparo en manifestar: El único remedio para la miseria es la esterilidad de los miserables, pero el orden para la muerte, el orden de los comerciantes y de los sacerdotes, nos prohíbe incluso hablar de ello. […] En un mundo que la pobreza amenaza, toda familia pobre agrega a la miseria, toda familia pobre es ya criminal por el solo hecho de su existencia.

          Sentado lo anterior, no es de extrañar que su visión política coincida milimétricamente, salvando tanta distancia temporal, con discursos que oímos día sí y al otro también: Europa es rica y débil, la Historia nos enseña que el deber del rico es ser más fuerte que el pobre o esperarse lo peor […] Estoy convencido de que nos desengañaremos demasiado tarde y de que el Racismo tiene futuro. […] Los Africanos y los Asiáticos descubrieron que el Nacionalismo y el Racismo no les es ajeno, estos hombres marchan sobre nuestras huellas y si esperamos que quieran desengañarse, nos volveremos sus siervos o sus víctimas, nuestras mujeres sus prostitutas y nuestros bienes su botín.

          Menos mal, después de todo, que la catástrofe a la que descendemos será el fin del Nacionalismo, y bien merecido lo tendrá, porque el Nacionalismo es el arte de consolar a la masa de no ser más que una masa y de presentarle el espejo de Narciso: nuestro futuro [la catástrofe]romperá ese espejo. Se mire como se mire, un final apocalíptico que solo un humanismo renovado podrá impedir, aunque el camino para lograrlo esté jalonado por guerras que adoptarán formas que nos cuesta imaginar: El orden no es amigo de los hombres, se limita a regentarlos, rara vez a civilizarlos, y aún más rara vez a humanizarlos. No siendo infalible el orden, es a la guerra a quien corresponde un día reparar sus faltas, y porque el orden continúa multiplicándolas más y más, vamos hacia la guerra, la guerra y el futuro parecen inseparables. Esta es la única certeza: la muerte es, en una palabra, el sentido de toda cosa y el hombre es una cosa frente a la muerte, los pueblos lo serán de igual forma, la Historia es una pasión y sus víctimas legión, el mundo, que nosotros habitamos, es el Infierno moderado por la nada, donde el hombre, negándose a conocerse, prefiere inmolarse, inmolarse como las especies animales demasiado numerosas, inmolarse como los enjambres de langostas y como los ejércitos de ratas, imaginándose que es más sublime morir, morir innumerable, que reconsiderar finalmente el mundo que habita.