miércoles, 10 de septiembre de 2025

Walter Benjamin en sus últimas cartas: la vida difícil de un intelectual puro y excéntrico.

    

El luminoso apéndice de la correspondencia sobre la concepción del fastuoso edificio inacabado y conocido como Libro de los Pasajes.

           

          Hijo de un rico anticuario -¡y cómo influyó después en su obra ese trato asiduo con los objetos de arte!-, Water Benjamin vivió mucho tiempo de la subvención familiar hasta la crisis del marco de 1923, que mermó mucho la riqueza familiar. Vale decir, también que Benjamin no era una «hormiguita», sino un amante del buen vivir, del viajar y de la frecuentación de los casinos, algo muy congruente en quien, no disponiendo de ninguna fuente de ingresos propia y fiable, fiaba al azar el advenimiento de una fortuna que le permitiera trabajar sin preocupaciones «primarias». Su más sólido intento de hacerse con una posición social devino un fracaso. Le fue negada la habilitación académica para convertirse en profesor, pretensión que quiso hacer realidad con una obra hoy considerada un clásico: El origen del drama barroco alemán, que el tribunal que lo juzgaba no logró comprender de ninguna de las maneras. Gran ironía de la historia es que el informante que juzgó negativamente la obra de Benjamin con miras a su habilitación docente fuera Max Horkheimer, quien, posteriormente, llegaría a ser director del Instituto de Investigación Sociológica y máximo exponente de la llamada Escuela de Frankfurt, puesto desde el que contribuyó económicamente al sostén de uno de los intelectuales más brillantes de su tiempo, cuya obra admiró superlativamente. El Instituto, curiosamente, se deriva del mecenazgo de una familia argentina de origen alemán, los Weil, que financió su creación en Fráncfort en 1923, liderada por Hermann y, posteriormente,  su hijo Félix Weil, quien participó activamente con sus escritos en el proyecto intelectual de mayor enjundia de la época de entreguerras.

Benjamin concibe el Libro de los Pasajes como una continuación de su excepcional obra Calle de dirección única, a la que le dedicaré una entrada como muestra que es de la más avanzada literatura de la época, difícilmente superada en nuestros días, si no tenemos en cuenta el trío de luminarias narrativas que definen el siglo xx: Joyce, Proust y Faulkner, con cuantos epígonos se quieran añadir. Los Pasajes fueron, en principio, el tema de un artículo para la revista berlinesa bimensual Querschnitt. Y lo iba a escribir con Franz Hessel, intelectual alemán retratado en el Jules de la novela Jules et Jim  de Henri-Pierre Roché, luego llevada al cine por François Truffaut. Hessel , algo mayor que Benjamin, le descubrió la figura del flâneur, como buen amante de París y lo francés que era. Dos de las obras de Hessel, Berlín secreto y Paseos por Berlín, nos hablan de lo mucho que compartían Benjamin y él.

En 1928, Benjamin dice que el trabajo sobre los pasajes le llevaría unas semanas de trabajo, y poco después que el trabajo podría resultar más extenso de lo que pensaba. En 1930 le dice a Scholem, íntimo amigo suyo, que renuncia provisionalmente al proyecto.  En 1932 confiesa que cuenta los Pasajes de París entre aquellos libros que designan el verdadero lugar de ruina y catástrofe al que no diviso límites cuando dejo vagar mi mirada por mis próximos años. Mientras Benjamin estaba atareado en la minuciosa investigación sin fin llevada a cabo en la Biblioteca Nacional de París, aún tiene tiempo para dedicarle una recensión elogiosa al libro de su amigo Hessel El regreso del flâneur, un breve tratado sobre Robert Walser. Adelantandose a la Semiología y a su profeta, Roland Barthes, Benjamín le confiesa a Hofmannstahl que en estos momentos me ocupo de los escasos intentos que se han emprendido hasta ahora para exponer y fundamentar filosóficamente la moda: qué ocurre realmente con esa escala temporal de curso histórico, a la vez natural y completamente irracional.

          Benjamin vivió los últimos años de su vida, que son en los que se centra la correspondencia de la que extraigo las noticias biográficas sobre él, en diferentes habitaciones, de prestado en casa de su hermana o de mayor prestado en la pensión que montó su ex, una vez divorciados, en la Costa Azul, en San Remo. Sus ingresos, muy escasos e irregulares procedían del Instituto de Investigaciones Sociales, dirigido por Max Wertheimer y Theodor Wiesengrund Adorno, los dos puntales de la conocida como Escuela de Fráncfort, donde Benjamin aspiraba a publicar la primera edición de sus Pasajes. También le financiaba Judah Leon Magnes, primer rector de la Universidad hebrea de Jerusalén y partidario de la solución de los dos estados para Israel y Palestina, aunque murió en 1948. Dada la reputación de Benjamin y su dedicación intelectual libre y sin compromisos que lo distrajeran de sus proyectos, resulta difícil de entender, en nuestros días, que aceptara vivir de las «limosnas» de sus mecenas. O dicho en sus propias palabras: No puedo decir que me falten oportunidades para publicar cosas malas, pero lo que sí me falta a pesar de todo es cierto valor para escribirlas. Solo me siento seguro —en lo que toca a este terreno— en la crítica de libros. Si bien no tardará en reconocer que se trata de un género en decadencia, aunque se declara absolutamente competente en el dominio de dicho género. Otra fuente de financiación fue Gretel Karplus a quien conoció antes de que esta se casara con Adorno y tuvieran lo que hoy en día se conoce como un matrimonio «abierto». Karplus era socia de una pequeña fábrica de piel en Berlín. Incluso llega a pedirle suministros de papel muy concretos, el papel MK de cartas blanco, porque, como le argumenta: Desde que organicé las numerosas hojas de estudios tal como deben quedar, he utilizado siempre un mismo tipo de papel, un cuaderno normal del papel MK de cartas blanco. Mis provisiones se han agotado y me gustaría que este manuscrito tan extenso y cuidado conservara su uniformidad externa. ¿Podrías enviarme un bloc de esos —solo el bloc, no las cubiertas. Te envío con esta carta una hoja de muestra. Esos detalles como el de los lápices siempre iguales que usaba Steinbeck, y que compraba por docenas, o como el par de güisquis con que iniciaba Juan Benet sus labores literarias, son muestras de las manías en que suelen caer las personas metódicas, ordenadas y muy creativas, porque no hay creación libérrima sin un orden férreo que la sustente.

          Durante algunos años, Benjamin coqueteó con la idea de aprender hebreo y trasladarse a Israel, para huir de las adversa situación declarada en buena parte de Europa contra los judíos y, sobre todo en Alemania y la luego conquistada Francia, de la que, finalmente, acabó huyendo hacia Marsella, primero y luego hacia la frontera de La Junquera, donde acabaría suicidándose en 1941. Algo antes, en 1929 le confiesa a Kracauer, autor de De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine Alemán, que está trabajando en los Pasajes: «Para mí es como si fuera un sueño […], como si fuera un pedazo de mí».

          Recordemos que, como convencido miembro del Instituto de Investigaciones sociales, de inspiración marxista, la perspectiva teórica de Benjamin es la del materialismo dialéctico, de ahí que no nos extrañe que, para el buen fin de sus investigaciones, nos diga que necesita releer ciertos textos de Hegel y ciertas partes de El Capital, así como que no podrá prescindir de la elaboración de una teoría del conocimiento, todo lo cual, sencillamente, abruma a quienes no nos movemos con la requerida soltura por las altas esferas del pensamiento sociológico o filosófico. De ahí, sin duda, dada tal exigencia, el sobrecogido ánimo de Benjamin respecto al futuro de sus proyectos: Muchos —o algunos— de mis trabajos son desde luego pequeñas victorias, pero corresponden a grandes derrotas. No hablaré de los proyectos que tuvieron que quedarse intactos, sin realizar, pero sí quiero contar entre ellos los cuatro libros que designan el verdadero lugar de ruina y catástrofe a que no diviso límites cuando dejo vagar mi mirada por mis próximos años Son los «Pasajes de París», los «Ensayos reunidos sobre literatura», las «Cartas» y un libro enormemente significativo sobre el hachís. Este último tema no lo conoce nadie y de momento ha de quedar entre nosotros. Esta última reserva sobre un trabajo no revelado a nadie  es congruente con una faceta curiosa de Benjamín: la de sus lamentos por haber sido copiado por un escritorzucho nacionalsocialista llamado Dolf Sternberger, al que acusa de haberle plagiado  en su libro Panorama, o visiones del siglo xix, no solo a él, sino también a Bloch y a Adorno.. De hecho, también acusa a Ernst Bloch de haberlo «fusilado» en el famoso libro de este, Herencia  de esta época,  algo que se le revela evidente a Gershom Scholem, como se lo confidencia en una de sus cartas, en la que le encarece a Benjamin para que disuada a Bloch de ir a visitar a Scholem: Ahora nos encontramos cada uno ante un asunto muy importante, pues yo también he empezado ya, con no poco esfuerzo, a trazar letra tras letra sobre el papel, para lo que, por precaución ante Ernst Bloch, me sirvo primero de la lengua de nuestros padres. Bastante robará después. […] Por cierto y a propósito de tu irritación, por causa de Bloch: he vuelto a leer el capítulo que me indicas de su libro, y solo puedo decirte que lo siento No habla mucho a favor de la comodidad de tu situación que te veas obligado a soportar esta verdaderamente «conmovedora» camaradería de ladrones y. en realidad, pienso que es demasiado. Te lo advierto: no permitas que ese hombre venga aquí o por lo menos aconséjale que no me visite, pues acabaría diciéndole mi opinión de donde podría deducir que la he tomado de ti, siguiendo ejemplos conocidos. ¡Ah, esos esos curiosos entresijos de la vida intelectual, tan propensa a las miserias como cualquier otra actividad humana!

 

          Los años de Benjamin en el exilio, a partir de 1934 son una muestra clara de las penalidades a que hubo de someterse y que fueron sumándose hasta que se le nubló definitivamente la posibilidad de escapar a situación tan terrible como la suya. A Gretel Karplus le confía, por ejemplo, que, sin ella, solo podría encarar con desesperación o apatía las próximas semanas, y le confiesa que desde hace días estoy en la cama —sencillamente para no necesitar nada y no tener que ver a nadie— y trabajo mal que bien, para acabar reiterando su petición de fondos que el permitan seguir trabajando en ese libro cuya redacción definitiva nunca acabará: piensa lo que puedes conseguir. Necesito 1.000 frs. Para remediar lo más urgente y poder pasar marzo. En abril hay perspectivas de un pago desde Ginebra [sede de Instituto de Investigación Social]. […] El trabajo de los Pasajes es, de momento, entre el destino y yo, el tertius gaudens. Llama poderosamente la atención la gratitud que Benjamín manifiesta a sus benefactores, y muy especialmente a Gretel, porque solo quien está volcado en una obra de tanta trascendencia como los Pasajes sabe apreciar lo que para el estudioso significa poder centrarse en sus trabajo, aunque comience ya a atisbar que su empeño no le permitirá, por la exhaustividad de las investigaciones, en concluirlo, y por aquí he de emparejar la figura e Benjamín con la de aquel insigne Andrés Vidal descrito por Clarín en su majestuoso cuento: Un jornalero, una de las más brillantes apologías del trabajo intelectual que me ha sido dado leer. Benjamin aprovecha la declaración para ofrecernos una breve pincelada de lo que supone su día a día en París:  Gracias a ti, vuelvo en mí. Y volver en mi significa únicamente volver a mi trabajo. En efecto, he retomado el trabajo de los Pasajes con una decisión de la que no me hubiera creído capaz hace poco —y el trabajo ha adquirido un nuevo rostro—. […] Es lamentable que la biblioteca cierre a las 6, dejándome a merced de largas tardes. Porque solo veo a gente en casos excepcionales. Entra uno en una situación en la que acaba necesitando una novela.

          La correspondencia de Benjamin con Adorno y Horkheimer es un ejemplo perfecto del tipo de relación intelectual entre mentes brillantes que no desperdician ni siquiera una misiva personal para exponer sus preocupaciones teóricas y discutir, a distancia, extremos fundamentales del trabajo de Benjamin. A Adorno, por ejemplo, y empezaremos por lo anecdótico, le parecía un horror la mera posibilidad de que e libro de los Pasajes apareciera en una primera edición francesa: Permítame añadir todavía algo más sobre los Pasajes: me parecería una pena que este trabajo, que ha de significar la integración de toda su experiencia lingüística, se escribiera en francés, es decir, en un medio que, incluso dominándolo magistralmente, ¡no puede redundar en beneficio de esa integración que precisamente presupone la dialéctica de la propia vida lingüística de usted! En caso de que hubiese problemas para publicarlo, entonces sí podría ser adecuada la vía de la traducción, pero la pérdida de un original alemán me parecería, sans phrase, tan grave como la que sufrió nuestra lengua cuando Uhland quemó su parte del legado de Hölderlin. Obviamente, pondré todos los medios que estén a mi alcance para hacer posible su publicación; las mejores perspectivas las veo en Austria, donde actualmente [Ernst] Krenek [compositor que se acercó al dodecafonismo y al jazz] ocupa una serie de puestos importantes; indudablemente, el haría todo lo imaginable en favor de este trabajo.

          Acuciada por las fuertes jaquecas que le recuerdan demasiado a menudo su precario modo de vida, Benjamin, sin embargo, es muy consciente del alcance intelectual de su trabajo, y de ahí su perseverancia en él: Si alguna vez he sido fiel al lema de Gracián que hice mío: «Intenta poner al tiempo de parte en todas las cosas», creo que ha sido en el modo como he procedido en este trabajo. […] Vinieron luego los años de Berlín, en los que lo mejor de mi amistad con Hessel se nutrió de muchas conversaciones sobre el proyecto de los Pasajes. Por entonces surgió el subtítulo —hoy ya abandonado— Un cuento de hadas dialéctico. Este subtítulo hace alusión a la ingenuidad rapsódica de la exposición que entonces yo tenía en mente, y cuyos restos —tal y como hoy reconozco— no ofrecían suficientes garantías ni desde el punto de vista formal ni desde el punto de vista lingüístico. […] Para mí se trata ante todo, como usted sabe, de la «prehistoria del siglo xix». En este trabajo veo la verdadera razón, si no la única, para no perder el valor de seguir luchando por la vida. Escribirlo, desde la primera hasta la última palabra […] es algo que solo puedo hacer en París. Naturalmente, primero solo en lengua alemana. Lo mínimo que necesito para mantenerme en París son 1.000 francos mensuales, la suma que Pollock puso a mi disposición en mayo.

          En esa «prehistoria del siglo xix», en la que estudia Benjamin la condición de «fetiche» de la mercancía, no tarda en centrarlo todo en aquello que le pide Adorno: la «imagen dialéctica», el gran descubrimiento y valor de la obra en curso, al decir de ambos. Y a quienes quieran penetrar en la sutileza de los análisis de Adorno, no tienen más que leer la «descalificación» que hace de la concepción de Benjamin según la cual cada época sueña la siguiente. Leamos el breve mazazo con que Adorno «despierta» a Benjamin: Permítame que parta del lema de la p.3: «Cada época sueña la siguiente», que considero muy importante por cuanto que en torno a esta frase cristalizan todos los temas de la teoría de la imagen dialéctica que me parecen fundamentalmente criticables, y concretamente por su carácter no dialéctico, así pues, con la eliminación de esta frase se podría conseguir poner en orden la teoría misma.[…] Al trasladar a la conciencia la imagen dialéctica bajo la forma de «sueño», no solo se produce el desencantamiento y la trivialización del concepto, sino que se pierde así también la fuerza clave objetiva que podría legitimarla precisamente desde un punto de vista materialista. El carácter fetichista de la mercancía no es un hecho de conciencia, sino que es eminentemente dialéctico en tanto que produce conciencia. Pero esto        quiere decir que la conciencia o el inconsciente no pueden reproducirlo simplemente como sueño, sino que responden a él con deseo y miedo por igual. De acuerdo con la concepción inmanente de la imagen dialéctica (que yo quisiera contrastar, para decirlo positivamente, con su anterior modelo de dicho concepto), usted construye la relación entre lo más antiguo y lo más nuevo, que ocupaba ya un lugar central en el primer proyecto, como una relación que remite utópicamente a la «sociedad sin clases». De este modo, lo arcaico se convierte en un elemento añadido y complementario, en lugar de ser él mismo «lo más nuevo», está por tanto desdialectizado. Pero al mismo tiempo, y a la vez de un modo no dialéctico, la imagen de la sociedad sin clases se remonta cronológicamente al mito, en vez de aparecer aquí con total transparencia como una fantasmagoría infernal. Por eso me parece que a categoría bajo la que lo arcaico aflora en lo moderno no es tanto a Edad de Oro como la catástrofe. En una ocasión apunte que el pasado más reciente se presenta como si hubiese sido aniquilado por catástrofes. Hic et nunc diría: pero de ese modo se presenta como prehistoria. […] Si desencantar la imagen dialéctica, considerándola «sueño», la psicologiza, el mismo desencantamiento sucumbe precisamente por ello al hechizo de la psicología burguesa. Pues, ¿quién es el sujeto del sueño? En el siglo diecinueve, sin duda, solo el individuo; pero en sus sueños no es posible leer inmediatamente, al modo de una copia, ni el carácter fetichista ni sus monumentos. De ahí que se recurra entonces a la conciencia colectiva, que en la versión actual me temo no se pueda distinguir de la de Jung. Está expuesta a la crítica por ambos lados desde el punto de vista del proceso social, porque hipostatiza imágenes arcaicas allí donde el carácter mercantil produce imágenes dialécticas, solo que no en un yo colectivo arcaico, sino en los individuos alienados de la sociedad burguesa; desde el punto de vista de la psicología, porque, como dice Horkheimer, el yo-masa solo existe en casos de terremotos y catástrofes masivas, mientras que la plusvalía objetiva se impone precisamente en y contra los sujetos particulares. La conciencia colectiva fue inventada solamente para desviar la atención de la verdadera objetividad y de su correlato, la subjetividad alienada. Nos corresponde a nosotros polarizar dialécticamente y disolver esta «conciencia» en los extremos de la sociedad y el individuo, y no galvanizarla como correlato plástico del carácter mercantil. Que en el colectivo onírico no haya cabida para diferencia alguna entre clases es una aviso suficientemente elocuente. Los amables lectores pueden considerar esta breve disertación de Adorno como una introducción a los escritos de los autores de la Escuela de Frankfurt, si bien otros textos suyos, como Minima moralia, del propio Adorno, permiten lecturas mucho más fluidas y atractivas, alejadas de la densa maraña de conceptos con los que se ha de estar familiarizado para poder seguir, sin sobresaltos de la dehesa, el razonamiento. Quizá sirva de corolario a lo anterior, la reflexión de Adorno sobre el hallazgo de Benjamin de la pérdida de utilidad de las cosas que se manifiesta en el modo como el siglo xix contempla las mercancías: Al perder su valor de uso, las cosas alienadas se vacían, adquiriendo significaciones como claves ocultas. De ellas se apodera la subjetividad, cargándolas con intenciones de deseo y miedo. Pues quizá sea este el momento adecuado para hacer una recomendación literaria a quienes hayan tenido los bemoles cuadrados de llegar hasta aquí: Las cosas, de Georges Perec. Imagino que, en el fondo, Perec lleva a la literatura, a su muy particular manera, esta suculenta reflexión sobre las mercancías y el arte que investigó Benjamin en su inacabado libro, cuyos materiales de construcción admiten, sin embargo, una muy provechosa lectura, como el epistolario que les sigue, con el que estoy construyendo a mi vez un retrato parcial de las penalidades existenciales e intelectuales del erudito, del investigador, del filósofo, del sociólogo, del crítico máximo de la modernidad.

          Que hay algo «excéntrico» en la labor de Benjamin lo advertimos cuando comprobamos la naturaleza de su trabajo y las condiciones materiales en que lo llevó si no «a cabo», sí a una madurez de reflexiones que han alimentado a los mejores pensadores de nuestro dramático siglo xx. La correspondencia que presento nos ofrece imágenes y hechos de una autobiografía en la que el autor ni siquiera pensaba, porque un epistolario jamás puede confundirse con una autobiografía, pero no hay duda de que, bien leídos, sí pueden contribuir a escribir una biografía sobre él. En la parte de lo anecdótico, pero solo hasta cierto punto ha de considerarse la confidencia que le hace a su amiga Gretel:  Por mucho que me eleve en mis pensamientos, tengo que demorarme un momento en mi persona. Pues cuando me dices del «segundo proyecto» que «en él no se reconocería jamás la mano de WB», a eso lo llamo ser un poco brusco, y rebasas sin duda los límites —no los de mi amistad, por favor— en los que puedes estar segura de mi aquiescencia. No quiero precipitarme, pero creo que aquí no hablas en nombre de TW [Adorno]. El tal WB tiene dos manos, lo que no es evidente en un escritor, pero en ello ve este su tarea y su más alto derecho. Me propuse un día, con catorce años, que tenía que aprender a escribir con la mano izquierda. Aún hoy me veo horas y horas sentado en mi pupitre de Haubinda, practicándolo. Hoy mi pupitre está en la Biblioteca Nacional, y he reanudado ese curso de escritura, solo que a un nivel más alto, ¡al nivel del tiempo! ¿No quieres ver las cosas como las veo yo, querida Felizitas? No quiero extenderme precisamente sobre ello. ¡Qué disciplina, la de Benjamin, ya desde la primera adolescencia! Schiller, al decir de Fritz Perls, decía que «el genio es concentración», y Benjamin es, acaso, un paradigma de ello. El concepto con que arranco el párrafo, «excéntrico», lo usa Ernest Bloch en una hermosa descripción de Benjamin, ya muerto este: Benjamin se burlaba de sí mismo por su propio entusiasmo por lo excéntrico. La primera pregunta que le hizo a mi prometida es muy reveladora. Nos lo encontramos paseando pensativo, por así decir, con la cabeza inclinada, por la calle Kurfürstendamm y mi prometida Karola, que le veía por primera vez, después de haberme oído hablar muchísimo de él, le preguntó que en qué iba pensando. Él respondió: «Querida, ¿se ha fijado alguna vez en la apariencia tan enfermiza que tienen las figuritas de mazapán?» Una pregunta genuinamente benjaminiana, autoirónica, pero nada era demasiado excéntrico, excéntrico para los demás, por supuesto, como para no merecer, dado el caso, ser reparado, ser mirado. La micrología era la mano izquierda en acción, y digo mano izquierda según una frase que el propio Benjamin escribió en Calle de dirección única: «Hoy día nadie puede hacerse ilusiones respecto de lo que puede hacer. Los golpes decisivos se dan con la mano izquierda.» También aquí se hace extensiva al ámbito de la praxis la atención a lo periférico en la observación y la teoría. Pero, como es evidente, la observación puede darse antes que la praxis, y así comienza a partir de lo excéntrico, o mejor dicho, hacia lo excéntrico, en un arte detectivesco extrañamente filosófico, que en su curso lleva a cabo una especie de montaje real, es decir, una unión real de lo que está aparentemente muy alejado. Quiero decir que este montaje separa lo que estaba próximo, y acerca súbitamente lo que estaba muy alejado en el ámbito de la experiencia ordinaria. Encontramos ejemplos épicos –pictóricos, dentro de lo épico– en Joyce y, especialmente, en Proust, a quien Benjamin veneraba, cuya obra tradujo en gran parte y de cuyo estilo de imágenes también dependía. El montaje real surgió a partir de elementos periféricos aparentemente muy alejados; y del mismo modo surgió lo contrario del montaje: la separación, el divorcio de las propiedades y los objetos que las tienen, y que en el ámbito de la experiencia ordinaria parecen coexistir. La obra de Benjamin, inclasificable, como reconoce Bloch, tiene tal originalidad que le deparó un injusto anonimato en su época, aunque no afectó a su crédito como crítico literario, la única actividad con la que consiguió parte de sus siempre escuálidos ingresos.

          Las vías de investigación lo llevaban, en sus propias palabras, en la dirección de una teoría materialista del arte, de ahí que, no sin marcado egoísmo, Horkheimer le pidiera casi con carácter de urgencia un artículo materialista sobre Baudelaire lo que, a su juicio, es desde hace mucho algo muy esperado. Si usted pudiera de hecho decidirse a escribir en primer lugar este capítulo de su libro, le estaría enormemente agradecido. Horkheimer coordinaba las publicaciones del Instituto y  trataba de conseguir de Benjamin, de su consagrada reputación, obras que, sin embargo, alejaban  a este, en buena medida, de su obra máxima, los Pasajes. Debido a la insistencia del mecenas, hubo Benjamin de escribir una de las pocas obras completas de aquel periodo de crisis profesional y existencial, donde reconocía que mi situación es tan difícil que lo único bueno es que no tengo deudas. Me refiero al trabajo titulado, Eduard Fuchs, coleccionistas e historiador, escrito por Benjamín muy a su pesar, como un compromiso para asegurarse la subvención que le permitiría seguir trabajando en su libro de los Pasajes. Las reflexiones de aquel libro, sin embargo, mostraban sólidos avances sobre el materialismo dialéctico que, y en eso tenia razón Horkheimer, no andaban muy lejos de los suscitados por los Pasajes.

          En el pequeño descanso que se tomó en San Remo, en 1937, Benjamin confiesa haberse acercado de nuevo a la obra de Jung, como le sugirió Adorno, si bien manifiesta su falta total de extrañeza ante el acercamiento de Jung al nacionalsocialismo: Quizás hayas oído —le escribe a Scholem— que Jung se ha puesto recientemente al lado del alma aria con una terapia reservada expresamente para ella. El estudio de sus ensayos de comienzo de esta década […] me ha enseñado que estos servicios auxiliares al nacionalismo estaban prefigurados desde hacía mucho tiempo. […] La psicología de Jung [es] una obra del diablo hecha y derecha, a la que hay que aproximarse empleando magia blanca.

          Allá por 1939, desesperado ante la borrascosa situación en la que se hallaba, con muy serias dificultades para sobrevivir, Benjamin consideró muy seriamente la venta de una obra de arte de Paul Klee: Quizá me ayude a vender una bello cuadro de Klee que poseo desde hace veinte años  —le escribe a Horkheimer—. Pero dado que se trata de una acuarela, no ganaré mucho con ello. […] Según mis averiguaciones, la cantidad estaría en torno a los 10.000 francos. Se trata del cuadro titulado Angelus novus. En junio de 1940, antes de abandonar París, para marchar a Marsella, desenmarcó la lámina y la guardó, con sus escritos, en una maleta que entregó al escritor Georges Bataille, quien se encargó de ocultarla en la Biblioteca Nacional de la capital francesa. Después de la Segunda Guerra Mundial, lámina y textos de Benjamin acabaron en manos de Theodor Adorno, quien, respetando la última voluntad de Benjamin, la legó a Gershom Scholem. Muerto Scholem, su viuda donó la obra al Museo de Israel, en Jerusalén, donde actualmente se exhibe.

          La activista judía Lisa Fittko, que ayudó a Benjamin a huir de Francia a España describió con gran poder de evocación la «aventura» de Benjamin en Marsella, cuya  atmosfera apocalíptica en 1940 produjo una absurda crónica diaria de intentos de fuga: planes con barcos fantasmas y capitanes imaginarios, visados para países que no figuraban en ningún atlas, pasaportes de países que habían dejado de existir. Una se había acostumbrado a enterarse por radio macuto de qué plan infalible había sufrido ese día el destino de un castillo de naipes. Todavía podíamos reírnos del lado cómico de algunas de esas tragedias. La risa fue irresistible cuando el doctor Fritz Frankel, de cuerpo enteco y melena gris, junto con su amigo Walter Benjamin, con su delicada cabeza de intelectual y su mirada pensativa tras unas gruesas gafas, se metieron de polizones en un carguero mediante soborno, vestidos de marineros franceses. No llegaron muy lejos. Y a quien lee esa breve crónica se le enciende la imaginación de un relato que acerque aquella atmósfera surrealista, de no menor intensidad que la propia huida de Benjamin a través de los Pirineos, enfermo del corazón y mermado doblemente de fuerzas y de esperanza, aunque, como quiere la leyenda, incapaz de separarse de su maleta, cuyo contenido aún se ignora con certeza. Como no pudo conseguir visado para salir de Francia, decidió pasar la frontera ilegalmente con Henny Gurland y su hijo Joseph. Benjamin se suicidó en Port-Bou el 26 de setiembre de 1940. Lo hizo ingiriendo una gran cantidad de morfina, aunque el certificado médico estableció que había muerto de hemorragia cerebral. Su compañera de huida, Henny Gurland, que viajaba acompañada por su hijo, se casó con Erich Fromm en 1944.

          Del dictum de Benjamin: La historia se descompone en imágenes, no en historias, Stéphane Mosès, según recoge oportunamente José María de Luelmo Jareño en su estudio titulado: La imagen dialéctica, concepto capital de la obra de Benjamin, sintetiza muy claramente la importancia del pensamiento y la obra de Walter Benjamin: [De la conciencia ética y política de Benjamin] nace un nuevo tipo de inteligibilidad histórica, basado no en un modelo científico del conocimiento  destinado  a  descubrir  las  leyes de  los  procesos  históricos,  sino  en  un modelo hermenéutico,  que  tiende  hacia  la  interpretación de  los  acontecimientos,  es decir, a la ilustración de su sentido. Benjamin aplicó esa hermenéutica sobre todo tipo de huellas del pasado –la cita, la ruina, el recuerdo o la fotografía, como es el caso– mediante un contraste dialéctico entre la intención original que habría motivado su existencia y lo que de ellas nos ha entregado la historia, entre el «contenido de verdad» y el «contenido objetivo» (son expresiones del autor), o entre fondo y forma, si se quiere. De ese ejercicio crítico surgirían las imágenes dialécticas, las cuales, dentro del pensamiento de Benjamin, «no son objeto, sino medio y matriz de su concepción teórica», esto es, no son ni las imágenes materiales de partida ni las imágenes mentales que suscita su lectura, sino el solapamiento vibrante y revulsivo de ambas –semejante al de un enfoque telemétrico. Sólo cuando las fotografías del pasado son captadas bajo esta nueva luz hermenéutica es posible desvelar ese «otro» pasado inconsciente o silenciado,  y  redimir  así,  siquiera  simbólica  y  parcialmente,  a  quienes  nunca  contaron para ese mito del progreso. En su propia expresión, «la imagen dialéctica [...]  es el fenómeno originario de la historia», su fundamento epistemológico, nada menos; de  ahí  la  virtualidad  transformadora  que  se  le  atribuye  y  el  peso  específico  que adquiere en el conjunto del ideario benjaminiano.

           En esencia, la imagen dialéctica es el choque de las imágenes del pasado con las interpretacion que de ellas hacemos desde nuestro presente, algo que remite poderosamente a la Hermenéutica, porque Benjamin fue, al cabo, una suerte de visionario que «veía», en todo, imágenes y objetos, la dinámica del complejo proceso histórico constituyéndose.

          Cerremos esta recensión de dirección única, el reconocimiento a quien hizo de su vocación de estudioso una forma de malvivir llena de logros intelectuales y literarios sorprendentes, con la simpática anécdota de su instancia al diretor de la Biblioteca Nacional de Paris para poder acceder a los libros y las estampas de la prohibida sección Infierno, donde se custodiaban los libros censurados por la antipática policía de la moral, de las buenas costumbres: Hacia el final de mis estudios me veo conducido a un examen profundo del lado erótico de la vida parisina y no podría emprender ese examen sin la ayuda de ciertos volúmenes consignados al Infierno. […]He sido, por otra parte, traductor de la edición alemana de las obras de Proust. M. Charles Du Bos estará con toda certeza dispuesto a garantizar el interés científico de mis estudios y reflexiones sobre el tema de mi libro. M. Bataille, de la Biblioteca Nacional, me conoce igualmente.

         

         

 

 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

«Dels acadèmics», de Agustín de Hipona, entre la retórica y la dialéctica.


Los escarceos argumentativos de San Agustín en su ardorosa búsqueda de la sabiduría y la verdad.

          La verdad, no sé qué hace un ignorante metido en estas enjundiosas lecturas, sino tratar de esquilar el abundante pelo de la dehesa y acercarse a la complejidad del mundo intelectual con el respeto debido y la escasez de entendimiento propia del escarmentado en obras casi siempre a trasmano de cualquier interés lector de mis próximos y de mis léjimos. Por eso vengo aquí a dejar constancia de ese trato breve, pero intenso, con una luminaria del pensamiento, de la teología y de la psicología del yo tan potente como el obispo de Hipona.

          Este Dels acadèmics, de la editorial Bernat Metge, usualmente titulado en castellano Contra los académicos, que parece más fiel a la esencia del texto, es una obra relativamente temprana en la bibliografía de San Agustín, y quince años anterior a sus célebres Confesiones, un libro capital en la historia de Occidente. Camino de dejar atrás su dedicación retórica, Agustín quiso reflexionar sobre los límites del saber y la búsqueda de la verdad, acaso alarmado por la extensión de un escepticismo que negaba que fueran posibles ambas cosas: llegar a la sabiduría y conocer la verdad. Su empeño dialéctico consistirá, pues, en luchar contra esas dos aserciones y proclamar que la única verdad concebible es la que nos proporciona la doctrina de Cristo.

          A través de un género que conocerá muchos años de gloria en Europa siglos después de haber sido un pilar del pensamiento grecolatino, el Diálogo, Agustín reúne a varios contertulios,  Trigecio, Licencio y Alipio, para dialogar con ellos sobre asuntos tan espinosos como los señalados ut supra, si bien, como nos señala Andrés Covarrubias en su estudio sobre esta obra, San Agustín utilizó sus conocimientos de retórica para articular un texto que respondía a un plan muy preciso de refutación del escepticismo que él vincula al libro perdido de Cicerón, Hortensio —una invitación a dedicarse al más noble de los saberes, la filosofía—, y de persuasión de sus interlocutores. A ello se debe la estructura del diálogo en las partes clásicas del discurso: el exordio, la narratio, la refutatio, la argumentatio, la confirmatio y probatio, la conclusio, si bien, a la hora de las conclusiones, Agustín margina el diálogo y escoge el modo de la perpetua oratione para fijar con fidelidad su pensamiento respecto de todo lo habado, cuyos meandros, los típicos del Diálogo como género, podrían entorpecer la percepción de su postura final sobre la materia tratada.

          Como señala el traductor y prologuista, Josep Batalla: Als dinou anys havia llegit el Hortensius de Ciceró. L’escrit, una invitació a l’estudi de la filosofia, l’impressionà tant que decidí de dedicar-s’hi. El mismo Batalla nos señala con total claridad cuál es el tema central del libro: Els llatins coneixien prou bé el significat del mot grec φιλοσοφία i l’etimologia els inclinava a distingir clarament entre el sapiens, σοφός , i el studiosus sapientiae, φιλόσοφος . El savi coneixia la saviesa; el qui maldava o delejava per ésser-ho, el studiosus o el cupidus sapientiae, només la desitjava. La distinció serà fonamental en l’argumentació del diàleg- ¿És possible que el filòsof esdevingui un sapiens, un coneixedor de la veritat, o bé s’ha de contentar a ésser un studiosus sapientiae, un conscienciós recercador de la veritat que ell mai no atenyerà? Aquest serà el gran tema per debatre.

          El libro se abre con una declaración cuya validez no sé si ha caducado, a la vista de cómo están fracasando los planes educativos, a tenor de los tristes y paupérrimos resultados que arrojan, respecto de las capacidades de nuestros escolares. De mi sé decir que, siendo un estudiantón más corto de luces que un topo, no desdeñé en ningún momento, a partir de los quince años, la frecuentación de la filosofía, con un provecho tan minúsculo como potente devino la afición al enrevesamiento de los discursos donde no parecía verse nunca la claridad que siempre se suele pregonar de las ideas y del proceso argumentativo, acaso cumpliendo el aserto de Agustín: les gran qüestions acostumen a engrandir els petits que les investiguen. Más adelante, tampoco fue un consuelo que Adorno se quejara de que, leyendo a Hegel, no se enteraba de la misa la media… Estoy por afirmar que he hallado más placer lector en ciertos tratados filosóficos que en obras cumbre de la literatura, pero, en todo caso, lo que defiende Agustín es que  la peculiaritat de la filosofia és tal, que cap edat no pot queixar-se de quedar exclosa del seu si. No tarda en revelar que, como innovación muy curiosa,  ha usado los servicios de un auxiliar para transcribir los diálogos, de tal modo que la obra pudiera ser fiel a los rumbos caprichosos de la reflexión. Ese auxiliar no es otro que un taquígrafo: Servint-me, doncs, d’un estenògraf, a fi que «la ventada no esbarriés la nostra tasca, no vaig deixar escapar res». Como perfectamente se nos explica en oportuna nota a pie de página: : El notarius era un escrivent, capaç de prendre notes ràpidament; era, doncs un σημειογράφος o un  ταχυγρφος. De hecho, como nos dice en el diálogo: No hi ha guardià dels pensaments més infidel que la memòria.

          Este diálogo ha de leerse como lo que en realidad es: una profesión de amor al pensamiento, al razonamiento y a las virtudes de la reflexión, si guiada por la dialéctica, herramienta privilegiada para acercarse a cualquier desafío intelectual que se nos presente. Lo dice clara y reiteradamente en el texto: La dialètica m’ha ensenyat que una vegada aconseguit l’acord sobre allò que descriuen els mots, s’ha de evitar discutir sobre els mots; afirmación que se condice con la descripción que hace Agustin del sabio: cal que el savi sigui un investigador de realitats i no pas un artesà de mots. De ahí que el proceso del razonamiento exija el cumplimiento de ciertas normas que permitan entenderse, una «técnica» del uso de la lógica que nos permita detectar, justamente, cuantos engaños nos pretenden colar por verdades esos «artesanos de las palabras» de los que habla Agustín: Pel que fa als raonaments capciosos i sofístics, hi ha una regla breu: si es basen en concessions mal fetes, cal revisar el que hom a concedit; si la conclusió mescla veritats i falsedats, cal retenir l’intel·ligible i abandonar l’incomprensible.

          En una época en la que el principio de autoridad era condición sine qua non para defender ciertos postulados, Agustín recurre al filósofo que mejor le permitirá acercarse, más tarde,  a la conciliación de la fe y la filosofía, Platón, para defender el método dialéctico y asimilarlo, de hecho, a la auténtica sabiduría: Plató ho sotmeté tot a la dialèctica la qual, conjuminant i valorant tots els elements, és la mateixa saviesa, o si més no n’és la condició indispensable. Però això diem que Plató la convertí en la disciplina filosòfica perfecta. [...] Per al meu propòsit n’hi ha prou que Plato hagués cregut que hi havia dos mons: un d’intel·ligible habitat per la mateixa veritat, i aquest altre de sensible que s’ens fa manifest als sentits de la vista i del tacte. El primer és ver, el segon versemblant i fet a imatge d’ell; des del primer, la veritat llueix i resplendeix serenament en l’ànima que es coneix a si mateixa; des del segon, en l’esperit dels insensats no es pot generar ciència sinó només opinió. Però de tot allò que en aquest món es fa per impuls de les virtuts que Plató anomenava «socials», semblants a les altres veritables virtuts conegudes només per uns pocs savis, tant sols podem dir que és versemblant. Aún estamos en aquella etapa de la vida de Agustín en que la mente, y no el alma, define, en esencia a la persona: El millor en l’home no és res mes que aquella part de l’esperit a la qual s’han de sotmetre totes les altres que hi ha en l’home. I a fi que no em demanis cap més definició, podem anomenar ment o raó aquesta part. De aquí a la definición de la sabiduría que se propone como meta el dialogo hay un solo paso, este: La saviesa és el recte camí de la vida; redefinida, poco después, de esta manera la saviesa és el recte camí qie duu a la veritat. Ahora bien, Agustín no se llama a engaño y, conociendo de primera mano los muchos artificios que el lenguaje puede construir para dar el clásico gato por liebre, del pseudoconocimiento sofístico, reconoce, humildemente, las limitaciones de la propia filosofía:  No sé com, però quan aquesta noció [la de sabiduría] salpa del port de la nostra ment, i desplega les veles de les paraules, a l’instant li arriben els innombrables naufragis dels malentesos. Y a través de este temor enlazamos con la distinción de Platón entre los dos mundos, el de las ideas y el humano gobernado por los sentidos: según él, en el primero se gesta la verdad; en el segundo, las opiniones. Y a ella se refería el filósofo Gustavo Bueno, sin duda, cuando, en un programa televisivo con la presentadora Julia Otero, decía que las «opiniones» no tenían ningún valor, por su parcialidad y la falta de armazón teórico que la defienda para convertirla en tesis. «Si solo se tiene opinión, venía a decir Bueno,  más vale estar callado». Por eso Agustín insiste: La neciesa, fins i tot a parer dels necis, és una desgràcia. [...] La vida feliç és la que discorre d’acord amb la raó.

          Está claro que, además de complicar el contenido del libro con esta recensión caótica, Dels acadèmics sigue muchos caminos que yo omito para centrarme en lo que, a mi parecer, es la esencia del diálogo: la defensa del pensamiento en acción, esto es,  la filosofía, y su principal objetivo, al parecer de Agustín: buscar la verdad.  Entre els acadèmics i jo hi ha la següent diferència, que ells creuen probable que hom no pugui conèixer la veritat, mentre que jo, si bé encara no l’he descoberta, crec que el savi la pot descubrir; porque si hay algo que le parece monstruoso al obispo de Hipona es que, más allá de desconocer la sabiduría, el sabio no asienta ante ella, reconociéndola como verdaderamente existente. Ello se debe a que, para Agustín, la dialéctica, a través del ejercicio lógico de la razón, esdevé una acció purificadora, una exercitatio animi. Quizás debería haber reproducido en parte la fase del diálogo en que se pone en cuestión el «lugar» de la sabiduría, porque, a partir de Platón, el dualismo cuerpo-mente es una fuente constante de reflexión para el filósofo cristiano: ¿Els sentits corporals ajuden o destorben el qui reflexiona sobre la moral? [...] Crec que el be suprem de l’home radica en la ment. Però la nostra recerca gira ara entorn de la ciència. [...] Jo, toix i neci, tinc el dret de saber que el bé perfecte per a l’home, on rau la vida feliç, o és inexistent, o és en l’esperit, o en el cos, o en els dos.

          La síntesis no tarda en aparecer: La saviesa és la ciència de les coses humanes i divines.

          Me he permitido traducir —el señor Batalla me disculpe…— la conclusión del diálogo para general facilidad de cuentos lectores hayan podido no seguir con demasiado fluidez las citas de su excelente traducción:

«Ahora os diré brevemente mi resolución: sea cual sea la sabiduría humana, me doy cuenta de que todavía no la conozco; y si bien ya tengo treinta y tres años, no creo que tenga que esperar a alcanzarla un día. Desdeñando, pues, todo lo que los mortales consideran un bien, me he propuesto dedicarme a buscarla. Y como los argumentos de los académicos eran un gran estorbo para mi tarea, esta discusión me ha servido para armarme suficientemente contra ellos, al menos así lo pienso. Nadie duda de que existe una doble fuerza que nos impele a aprender: la autoridad y la razón. Lo que es yo, tengo la certeza de que nunca me apartaré en absoluto de la autoridad de Cristo, pues no encuentro ninguna más firme. En cuanto a lo que debemos alcanzar con la razón es más sutil, confío en que encontraré momentáneamente entre los platónicos lo que no repugne a nuestros sagrados misterios; porque mi estado de espíritu es tal que deseo ardientemente captar lo que es verdad, no sólo creyéndolo sino también entendiéndolo».

 

[Nota miscelánea: En el texto latino de la obra me he encontrado con una palabra samardocos, que el autor despachaba como voz de origen desconocido. ¡Menudo acicate para lanzar, en el acto, una mínima investigación! El resultado me ha llevado al vocablo latino sămardăcus, con el significado de estafador, embustero e impostor. El diccionario sostenía que la palabra bien pudiera provenir de la voz Samaria, lo cual vendría a señalar esa zona como una suerte de «cuna de embusteros», o algo así. De hecho, Agustín

Agustín parafrasea en el diálogo el cuento tradicional de los dos mensajeros que se encuentran, en una encrucijada, con un pastor que les indica que sigan una dirección. Uno de los viajeros la sigue y llega a su destino; el otro nunca llega, porque el pastor era un samardacus, en el texto de Agustín samardocos, esto es, un impostor...]

domingo, 3 de agosto de 2025

«Elogio del caminar», de David Le Breton, o la vida auténtica.

                                                         

                    

El caminar como forma de vida; el camino como piedra de toque.

 

          El antropólogo y sociólogo francés David Le Breton ha fijado su atención en un hecho humano cuya capacidad de definición podría llegar incluso a calificar la especie, si nos atenemos al ensayo de Gustavo Bueno, donde defiende el concepto de homo viator en justa correspondencia con la de homo ludens u homo ridens, por ejemplo, como una definición válida de la persona, atendiendo no solo a la realidad material del desplazamiento, sino a la metafórica de la vida como camino hacia el más allá. Veremos que Le Breton ha dedicado un capítulo de su libro precisamente al peregrinaje como una clase de caminata muy particular, usualmente de índole religiosa. Y Bueno dedica, en su ensayo un apartado a la elucidación del concepto «viaje», porque ni todos lo son ni todos son verdaderos, sino que existen los fingidos, los ficticios.

          Le Breton parte de una definición: Caminar es un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y el espacio. Es un despojamiento provisional ocasionado por el contacto con un filón interior que se debe solo al estremecimiento del instante; implica un cierto estado de ánimo, una bienaventurada humildad ante el mundo, una indiferencia hacia la tecnología y los modernos medios de desplazamiento, que irá ampliando y matizando a lo largo de una exposición en la que aportará las opiniones de muchos autores relacionados con la actividad de caminar o que hayan reflexionado sobe ella, como Roland Barthes: «es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial y por lo tanto el más humano».

          Desde el punto de vista compositivo de la obra, el lector tiene la tentación de pensar que Le Breton ha tenido la suficiente humildad como para no interrumpir los testimonios copiosos de quienes perfilan con perspicacia y nitidez qué sea la experiencia de caminar y la pureza de un hecho que se ha de realizar en estricta soledad, porque, al parecer de Stevenson, del viajar en compañía, en pareja, por ejemplo, ya no podemos hablar de «caminar», sino de algo parecido a una «merienda campestre». «Puedo disfrutar del trato con los demás —confiesa Stevenson— en una habitación; pero al aire libre la naturaleza es compañía suficiente para mí.»

          Es cierto que lo más chocante del caminar, de las caminatas, del viajar a pie a través del paisaje, de por sí ya tan acotado y privatizado, es que nos parezca un anacronismo en un mundo en el que reina el hombre apresurado y que escoge como medio de locomoción artilugios totalmente opuestos a lo que en este libre se entiende por «viajar», si ello se hace a pie, enfrentado a la realidad física del territorio, con todo lo que ello tiene de reto para el caminante. Le Breton no habla de ello, claro, pero el «caminante» aislado es, también, una figura sospechosa, es «el extraño», el «levente», el «otro» y tiende a precavernos ante lo que podemos entender como una amenaza, contra nosotros o contra nuestros bienes. En la tradición usamericana, pero en también en la nuestra europea de siglos anteriores, el extranjero, el «forastero» no siempre es bien venido ni se espera nada bueno de quien, acaso, no tenga oficio ni beneficio y de quien nos puede venir un daño. Es raro que Le Breton no haya querido indagar en esa vertiente del caminar, pero hemos de entender que, con el título del libro, Elogio del caminar, la obra dedique su espacio a la loa de una actividad que se ha de realizar en términos de curación del espíritu y reencuentro con lo mejor de nuestra naturaleza.

          La visión beatífica del caminar la concentra el autor en una serie de consideraciones idealizadoras que nos proponen afrontar el hecho de caminar más como una terapia psicológica que como un viaje singular en estos tiempos de la mecanización: Dar el primer paso es sinónimo de cambiar de existencia por un tiempo más o menos largo. Esa aspiración moderna de luchar contra la despersonalización que suponen unas vidas demasiado previsibles y en las que la lucha por la vida en modo alguno implica ya ni el desplazamiento habitual ni el caminar de un sitio para otro donde uno pueda hallar ese difícil pan nuestro de cada día. En tiempos de duro anonimato —y descollar en las redes sociales no obedece sino a ese sino: ampliar el círculo de quienes nos conozcan e incluso nos admiren—, de propensión al trauma y al trastorno, el hecho de caminar es incluso contemplado como un acto de rebeldía que nos acerca, como quieren los exoayudantes, a «la mejor versión de nosotros mismos»:  El caminante es un hombre disponible que no tiene que rendir cuentas a nadie; es el hombre de la ocasión, de lo oportuno, el artista del tiempo que pasa, un vagabundo de las circunstancias que se aprovisiona de descubrimientos a lo largo del camino. La metáfora de la vida como camino, que lleva, en su más alta expresión a la identificación de la instancia religiosa con él: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», no solo implica una dimensión espiritual, sino, fundamentalmente, física:  Caminar reduce la inmensidad de mundo a las proporciones del cuerpo. […] Como todas las empresas humanas, incluso la de pensar, caminar es una actividad corporal, pero implica más que ninguna otra la respiración, el cansancio, la voluntad, el coraje ante la dureza de a ruta o la incertidumbre de la llegada. Y de ahí que el autor dedique un generoso espacio no solo a las adversidades del camino, sino a la impedimenta necesaria para afrontar la marcha. Pero, sobre todo, le preocupa la dimensión «íntima» de tan compeja actividad: Caminar es un modo de conocimiento que recuerda el significado y precio de las cosas, un rodeo fructífero para reencontrar el goce del acontecer. […] Las percepciones sensoriales se limpian de su rutina, se inventan otro uso del mundo. «Rutina», ese es el enemigo contra el que lucha el caminante cuando se echa al camino, en cualquier dirección y con cualquier intención, aunque sea la religiosa. Recordemos que «hacer el camino» es la expresión que sustituye, desde hace mucho, el antiquísimo «peregrinar a Compostela», de acuerdo con esa visión secular que va apoderándose de las tradiciones religiosas seculares para resignificarlas y hacerlas suyas.

          Si tenemos en cuenta que el caminante ha de caminar solo, si nos ceñimos a la definición del caminar que en este volumen se defiende, no tardamos en enfrentarnos con una de las grandes revelaciones del acto de caminar: «el silencio», definido por Le Breton como el fondo del que debe nutrirse quien camina a solas. Como bien añade, poco después,  el paisaje no está conformado únicamente por lo que el hombre ve, sino también por lo que el hombre oye, y esa sí que es una gran experiencia para quien se lanza al camino, como antiguamente se lanzaba uno a la aventura: El silencio compartido es una figura de la simplicidad, que prolonga la inmersión en la serenidad del espacio. Y, propiamente, no es tanto hablar del silencio como la total ausencia de sonidos, sino de la emergencia para nuestra audición de otros sonidos inusuales o irreconocibles: los animales, el viento atravesando las ramas de los árboles, cualquier crujido propio de la tierra viva por la que atravesamos. Como dice  el autor: la experiencia de caminar descentra el yo y restituye el mundo, inscribiendo así de pleno al ser humano en unos límites que le recuerdan su fragilidad a la vez que su fuerza. Recordemos que un mundo tranquilo y silencioso acaba por convertirse en un mundo inquietante en el que se sienten perdidos todos aquellos que están acostumbrados al ruido, por eso el hecho de caminar activamente se convierte en una suete de metamorfosis del individuo: el camino nos transforma.  O como dice Le Breton a modo de conclusión: No se hace un viaje; el viaje nos hace y nos deshace, nos inventa.

          El libro está lleno de testimonios que nos hablan no solo de los placeres del camino, sino, también, de las adversidades innúmeras sufridas por los caminantes vocacionales y casi profesionales, como recuerda  Alain Borer, quien  cuenta que ni los mulos ni los camellos hacían más de una vez en su vida el trayecto de Harar a la costa: morían durante el camino o eran abatidos al llegar por la dureza del esfuerzo. Rimbaud recorrerá a pie este itinerario una quincena de veces, en las peores condiciones. Él, que se soñaba un «peatón, nada más», pierde la pierna debido a estas marchas agotadoras y a un compromiso con el mundo que sus poemas no permiten apenas presagiar.

          El libro dedica espacio a gestas, porque así han de considerarse, como la de algunos caminantes que quisieron descubrir lugares inexplorados en el continente africano o atravesar parajes inaccesibles como en el Himalaya. Usualmente europeos y usamericanos, pero no solo ellos, sino que también nos habla de la tradición oriental, como Bashō, el poeta japonés que renuncio a la vida social y recorrió a pie todo el país, buscando inspiración para sus haikus. También se nos refiere la predilección por el caminar de autores como Rousseau o Kierkegaard, de quien se nos recuerda una excelente máxima: «Mis pensamientos más fecundos los he tenido mientras caminaba, y jamás he encontrado un pensamiento demasiado pesado que el caminar no pudiera ahuyentar».

          Estamos tan acostumbrados a la propaganda de las botas «adecuadas» para caminar que no me resisto a reseñar la experimentada opinión de un autor cuya obra cobra actualidad año tras año, Víctor Segalen, arqueólogo que realizó varias expediciones en China y acerbo crítico del conceto de «exotismo». Su reivindicación de la sandalia como calzado indispensable del caminante me ha hecho pensar en los corredores tarahumara, indios mejicanos, habituados a correr larguísimas distancias con unas snadalias que, a un corredor de maratones como yo, un fondista fondón, me mete escaloríos en el cuerpo por las lesiones que me ausarían, acostumbrado como estoy a la mullida amortiguación de las zapatillas que me preservan, sobre todo, el tendón de Aquiles, el sóleo y los gemelos:  La sandalia es, para las plantas de los pies, así como para todo el peso del cuerpo, un auxilio igual que el que aporta el bastón a la palma de la mano y al equilibrio de los riñones. Es el único calzado posible del caminante en campo abierto, y el resumen del zapato: una fina capa que se interpone entre el suelo y el cuerpo que pesa y vive […]; gracias a ella, el pie no sufre y, sin embargo, siente la experiencia delicada del terreno. Gracias a ella, y a diferencia de cualquier otro tipo de calzado, el pie se expande y se estira, y separa bien los dedos. El gordo trabaja por su cuenta, y los demás se abren en abanico. Doy fe, sin embargo, porque, siguiendo la moda que se impuso de correr con zapatillas minimalistas, hubo un tiempo en que acababa los entrenamientos corriendo descalzo por la pista mullida de hockey hierba, de que la sensación de contacto del pie desnudo con el firme, cual sea, es otra dimensión de la locomoción, por supuesto.

          Tal y como vivimos en este siglo XXI, las ciudades abarrotadas y el campo despoblado, el libro no podía dejar de prestar atención a esa variante urbanita del caminante a campo traviesa: el flâneur. El concepto, nacido en la lengua francesa ya en el siglo XVI, se convirtió, a partir del momento en que Baudelaire se apropio de él, en una de las señales características del observador ciudadano, muy opuesto al simple «mirón», sin connotación sexual. A principios del siglo XX Walter Benjamin se encargaría de articular toda una teoría alrededor de ese concepto como símbolo de la modernidad. Y hoy es una figura fácilmente reconocible en nuestras ciudades, porque a él se asocia una connotación cultural indudable. De hecho, podemos rastrear una cierta base identitaria entre el snob inglés, el dandy y el flâneur. «El observador —dice Baudelaire— es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito». El flâneur es un sociólogo diletante, pero también es en potencia un novelista, un periodista, un político, un cazador de anécdotas. Benjamin dice de él que «va a hacer botánica al asfalto».

Que la ciudad es territorio de caza visual, sonora y moral,  y laboratorio donde el flâneur obtiene piezas que alimentan su archivo y nutre sus futuras conversaciones, está fuera de duda. No solo en la naturaleza el caminante puede descubrirse a si mismo y reconciliarse consigo, aunque sea un espacio privilegiado. La urbe requiere otra mirada, por supuesto, pero incluso en su interior podemos llegar a dejarnos impresionar por un silencio extraño, como es el del ensimismamiento, lo cual parece contradecirse con la extrema atención que el flâneur presta a su entorno; pero la predisposición interior serenísima frente a bullicio, el ruido, las prisas, los humos, frente a las agresiones, en suma, propias de la ciudad, permite al flâneur evitar el desmoronamiento y la desesperación:¡cuánto tiene de alma insobornablemente solitaria el flâneur entre la multitud!

Con los caminantes a campo traviesa comparte, sin duda, el flâneur la bendición del caminar que resume Le Breton: El caminar desnuda, despoja, invita a pensar el mundo al aire libre de las cosas y recuerda al hombre la humildad y la belleza de su condición. El caminante es hoy el peregrino de una espiritualidad personal, y su camino le procura recogimiento, humildad, paciencia; es una forma ambulatoria de plegaria, librada sin restricciones al genius locis, a la inmensidad del mundo alrededor de uno mismo.


                    


lunes, 28 de julio de 2025

«Historia de la guerra del Peloponeso», de Tucídides. Un hito historiográfico.

       



¡Qué vigentes, aún, los planteamientos sociales, políticos, militares y diplomáticos de una de las grandes guerras de Occidente!

 

          ¡Qué envidia me ha producido siempre mi amigo Rafael Carrera cuando me daba noticia, en nuestros siempre interesantes encuentros, de su lectura, en el griego original, de la obra de Tucídides! Y un buen día me regaló la edición de Alianza Editorial de la Historia de la guerra del Peloponeso, si bien me hizo una sugerencia que, por supuesto, no he seguido: «no leas la crónica de los acontecimientos propiamente dicha, porque Tucídides se detiene incluso en lo más irrelevante de los infinitos lugares en los que transcurre su Historia, y acabarás hecho un lío. Lee los discursos, que es lo que tiene más miga del libro y, además, están transcritos en cursiva, por lo que es fácil localizarlos». Debe conocerme bien, mi amigo Rafael, porque semejante invitación lo era, en realidad, para que me metiera entre pecho y espalda las 829 páginas del volumen, como así lo he hecho.

          Y sí, confieso que la dinámica de las batallas —terrestres y marítimas—, tomas de ciudades, asedios y otros pormenores bélicos en el contexto de tantos pueblos, reinos y ciudades-estado exige una disposición lectora receptiva que obliga a la consulta cartográfica, cronológica, étnica y política si se quiere consolidar un conocimiento auténtico sobre lo historiado por Tucídides. Me apresuro a revelar que no he hecho tal lectura, salvo la consulta de algunas localizaciones que los mapas del libro facilitan y la lectura en la Wikipedia de algunas biografías muy pertinentes, sobre todo las pertenecientes a los generales o políticos en boca de quienes pone Tucídides unos discursos que son, tenía razón mi amigo Rafael, de lo mejorcito del libro, y de los que he extractado no pocos razonamientos de sorprendente actualidad. La eclosión de la Razón en Grecia sí que puede considerarse como el gran milagro de la especie humana, más allá del descubrimiento del fuego, de la invención de la rueda y de la escritura, porque la sutileza argumental de aquella gente, más allá del rococó, digámoslo así, de los sofistas es una obra de arte que no nace ex nihilo, sino de los famosos presocráticos, entre los que Heráclito siempre ha ocupado un lugar de excepción en mi interés, y considero el libro que le dedicó Rodolfo Mondolfo uno de los más preciados de muestra biblioteca.

          Aunque está al final de la obra, en el libro séptimo, muy poco antes de que emerja, en el octavo,  con una capacidad de seducción sin rival la figura de Alcibíades, he seleccionado unos fragmentos en los que el lector de esta entrada del Diario puede verificar la complejidad de los pueblos que tomaron parte en esa guerra que se extendió durante veintisiete años, y en la que Tucídides combatió, pues representa al historiador que recoge testimonios orales de los participantes en la guerra para escribir su obra, lo cual no impide que su afán documentalista sea traicionado cada vez que haga falta, sobre todo en los discursos que, como señala el traductor y prologuista Antonio Guzmán Guerra, no reproducen literalmente las ipsissima verba, pronunciadas en cada ocasión, sino el espíritu de lo que en cada momento se dijo. Pero ya volveremos sobre el método tan novedoso como empírico con que escribe Tucídides su historia. Ahora de lo que se trata es de ofrecer esa pequeña muestra de la barahúnda de pueblos, alianzas y servidumbres que se dan cita, al menos en la última parte de la guerra [y léase transversalmente, por favor, a modo de cata]:

Entre los pueblos sometidos y obligados a tributo eran de Eubea los eretrieos, calcídeos, estureos y caristios; de las islas procedían los ceios, andrios y tenios; de Jonia los milesios, samios y quiotas. De entre estos últimos, los quiotas no estaban obligados a tributo, sino que les acompañaban como aliados autónomos, obligados a proporcionarles naves. Estos pueblos eran todos o casi todos jonios y descendientes de los atenienses, excepto los caristios (que son dríopes). Se trataba de pueblos que eran vasallos y estaban obligados a acompañarlos, y al menos eran jonios que iban contra unos dorios. A ellos se añadieron también algunos eolios; los de Metimna, que aun no sometidos al pago de tributos debían aportar naves; los tenedios y los enios, que sí eran tributarios. Estos, qu3e eran eolios, se vieron obligados a luchar contra otros eolios, a saber los beocios, sus fundadores, que se hallaban de parte de los siracusanos. Los plateenses, por su parte, fueron los únicos beocios que empuñaron las armas abiertamente contra los beocios, y no sin fundamento, debido a su odio. En cuanto a los rodios y a los citerenses (que eran dorios unos y otros), los citerenses, que eran colonos de los lacedemonios, empuñaron las armas junto a los atenienses contra los lacedemonios de Gilipo, mientras que los rodios, que eran de estirpe argiva, se veían obligados a combatir contra los siracusanos (que también eran dorios) y contra los de Gela, que eran colonos suyos y participaban en la guerra al lado de los siracusanos. De entre los que habitaban las islas en torno al Peloponeso, los cefalenios y zacintios acompañaron la expedición ateniense en calidad de aliados autónomos, aunque en realidad fue a causa de que eran isleños, siendo los atenienses dueños del mar. Y los corcirenses, que eran no solo dorios sino claramente corintios, marcharon contra los corintios y siracusanos, siendo colonos de unos y parientes de los otros; formalmente lo hicieron obligados a ello, pero en realidad y no en menor medida por odio contra los corintios. También acudieron a participar en la guerra los que ahora se llaman mesenios, viniendo desde Naupacto y desde Pilos, que entonces estaba en oder de los atenienses. Además, unos pocos desterrados megarenses, a causa de su infortunio, se enfrentaron a los selinuntios, que a su ve también son megarenses. […] De entre los italiotas participaron en la expedición los turios y metapontinos, que se vieron contreñidos a hacerlo a resultas de las luchas internas en que por entonces estaban envueltos. Entre los siciliotas, los naxios y los cataninses, y de los bárbaros, los egestenses (que fueron precisamente quienes los hicieron venir), así como la mayor parte de los siculos. […] De entre los bárbaros, solo lo hicieron los sículos, que no se pasaron a los atenienses. En cuanto a los griegos de fuera de Sicilia, acudieron los lacedemonios, que proporcionaron un comandante espartano, así como un contingente de hilotas y neodamodes [el termino neodamodes significa «ser ya libre»; también los corintios que fueron los únicos que aqcudieron con anves y tropas de infantería, así como los leucadios y ampraciotas, por razón de su afinidad ética. Como se advierte, lo de las coaliciones Frankestein no es nada nuevo bajo el sol…

          Tucídides responde al concepto de historiador moderno, en el sentido de que desliga la narración histórica de la narración mitológica y se afana en construir su relato con testimonios y la experiencia de haber participado en algunos hechos de los narrados. Su propósito se atiene al objetivo, manifiesto en su propia obra de ir al fondo de la cuestión, a las causas del enfrentamiento entre Atenas y Esparta. No ignora sus limitaciones, ni la de los testimonios que pueda recabar, claro está. Como nos dice Guzmán Guerra:  Se trata de la antítesis constantemente empleada por Tucídides entre el lógos y los érga, es decir, de un lado están «las palabras, los discursos, lo  que se dice, y en otro orden de cosas bien distinto «las acciones, la realidad, los hechos». Decía que el autor es consciente de la relatividad verídica de los testimonios, y así lo dice expresamente: Tales fueron, en lo que he podido averiguar, los acontecimientos antiguos, dominio en el que es imposible dar crédito a cada uno de los testimonios sin distinción, pues los hombres aceptan unos de otros sin mayores indagaciones las noticias de sucesos ocurridos hace tiempo, incluso tratándose de su propio país. […] Tan carente de interés es para la mayoría el esforzarse por la búsqueda de la verdad, y tan fácilmente se vuelven a lo que se les da hecho. De ahí que historiadores anteriores, como Heródoto, caigan en el grupo de los que denomina logógrafos, quienes buscaban más agradar a la audiencia que la auténtica verdad. Y por eso se reivindica como portavoz de la fidelidad a los hechos: Me bastará que juzguen útil mi obra cuantos deseen saber fielmente lo que ha ocurrido.

          En la medida en que los acontecimientos no involucran exclusivamente a lo que hoy denominaríamos «las grandes potencias», sino también a los países satélites bajo su influencia, la obra está llena de discursos de todo tipo, desde primerísimas figuras como Pericles, Nicias o Alcibíades pasando por todo tipo de emisarios que recogen las posturas de quienes han de hacer frente a situaciones de conflicto no deseado y en las que han de participar exponiéndose a una doble ira: la de los aliados y la de los enemigos, según cuál sea la decisión que tomen. Esos discursos, por lo tanto, pueden entenderse como una suerte de teoría política que nos ilustra a la perfección sobre lo que hoy llamaríamos, también, las «relaciones internacionales». Tengamos presente el del rey espartano Arquídamo, a propósito de la primera etapa de la larga guerra, en el que intento disuadir a su pueblo de lanzarse temerariamente a la guerra contra Atenas, el gran poder emergente de la zona: La guerra no es cosa d e armas, las más de las veces, sino de dinero, gracias al cual las armas son eficaces, y en especial a unos continentales frente a unos marinos.[Esta distinción señalas las capacidades bélicas de ambas potencias, unos en tierra y otros en el mar][…] Somos buenos consejeros porque nos educamos con demasiado rigor para despreciar las leyes, y con una educación demasiado severa para desobedecerlas […] y pensamos que los planes de nuestros vecinos son semejantes a los nuestros, y que las vicisitudes de la fortuna escapan a los cálculos de la razón. Siempre hacemos nuestros preparativos, de hecho, frente a unos enemigos que creemos que toman decisiones acertadas. Pues no hay que poner las esperanzas en que aquellos se van a equivocar, sino en que nosotros hayamos tomado precauciones seguras; y no se debe pensar que hay gran diferencia entre un hombre y otro hombre, sino que es más fuerte el que se educa en la mayor severidad. […] Y preparaos simultáneamente para la guerra. Pues esa es la mejor determinación que podréis tomar, y para los enemigos la más temible.  ¡Si solo alguna vez hubiera yo oído a un político español hablar así en la sede de la soberanía popular, qué otro conceto tendría de nuestra democracia, tan terriblemente degrada por el septenio de Pdr Snchz en el Poder!

          En aquella guerra que se libró en innumerables frentes, ha de entenderse que la motivación de los contendientes, cuales fueran, se identificaban, todas, en esta opinión de los emisarios lacedemonios: ] Es propio de hombres sensatos, si no son ultrajados, conservar la paz, y de hombres valerosos, cuando son ultrajados, luchar en vez de mantener la paz, y más tarde, al ser favorables las circunstancias, llegar a un acuerdo abandonando la guerra; y no engreírse por sus éxitos en la guerra, ni dejarse ultrajar por lo agradable que es la tranquilidad de la paz. Pero solo ellos defendían su posición frente a Atenas:  Toleramos que una ciudad se haya erigido en tirano, mientras que buscamos derrocar la tiranía de cada ciudad. Y no sabemos cómo este comportamiento puede estar al margen de una de las tres mayores desgracias: la estupidez, la molicie o la indiferencia. Y entre batallas y tratados se desenvuelve a lo largo de casi treinta años una reñida competencia entre lacedemonios y atenienses. Está claro que Tucídides, aunque busque la objetividad, no deja por ello de ser ateniense, de ahí que adquieran un relieve particular los discursos del gran estadista ateniense que incluso dio nombre a su siglo: Pericles. Todos saben, y no es necesario que yo lo recuerde, que la política y la oratoria estaban indisolublemente unidas y que, ¡lo que son las cosas!, en la Atenas del siglo V. a de C. hubieran sido expulsados del ejercicio político, ¡por incompetentes!, la casi totalidad de los políticos españoles en ejercicio actualmente. A través de Pericles, pues, Tucídides hace la loa de la gran nación enfrentada a Esparta, y escoge para ello el discurso de Pericles en elogio de los muertos en el primer año de guerra. Además de honrar a los caídos, Pericles defiende la singularidad ateniense en medio de sistemas autoritarios no democráticos, propios de sus vecinos, con quienes habrá de combatir a lo largo de esa guerra, que, al final, acabará convirtiéndose poco menos que en una guerra civil encubierta, cuando los oligarcas quieren acabar con el sistema democrático. Dice Pericles: Amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra. […]Resumiendo: Afirmo que la ciudad toda es escuela de Grecia, y me paree que cada ciudadano de entre nosotros podría procurarse en los más variados aspectos una vida completísima con la mayor flexibilidad y encanto. Y que estas cosas no son jactancia retórica del momento actual sino la verdad de los hechos lo demuestra el poderío de la ciudad, el cual hemos conseguido a partir de este carácter. […] De los hombres ilustres tumba es la tierra toda y no solo la señala una inscripción sepulcral en su ciudad, sino que incluso en los países extraños pervive el recuerdo que, aun no escrito, está grabado en el alma de cada uno más que en algo material. […] La felicidad es haber alcanzado, como estos [los antepasados] la muerte más honrosa, o el más honroso dolor como vosotros y como aquellos a quienes la vida les calculó por igual el ser feliz y el morir. […] La pena no nace de verse privado uno de aquellas cosas buenas que uno no ha probado, sino cuando se ve despojado de algo a lo que estaba acostumbrado. Gran parte de la inmensa fama de Pericles radicaba, según Tucídides en que  Pericles no hablaba para agradar al pueblo buscando conseguir el poder mediante prácticas indignas, sino que gracias a la reputación que tenía llegaba incluso a oponerse a ellos, provocando su irritación. He aquí un ejemplo: A mi juicio, es más útil a los ciudadanos particulares el que la ciudad en su conjunto prospere que el que los ciudadanos prosperen como individuos pero que ella como comunidad decline. Pues un hombre a quien en lo suyo le va bien, si su patria se arruina, no en menor grado deja de perecer con ella; en cambio, si él es desafortunado en una ciudad próspera, podrá salvarse mucho mejor. […] Os irritáis de manera especial contra mí, que soy un hombre, creo, no inferior a nadie a la hora de saber lo que es necesario y explicarlo, un buen patriota, e inaccesible al soborno. […] La desgracia repentina, inesperada y que sucede más allá de todo cálculo esclaviza el entendimiento. […] Los hombres consideran igualmente justo culpar a quien por molicie queda por debajo de su propia fama y odiar a quien por su audacia aspira a una que no le corresponde. ¿Alguien, honestamente, cree capaz a ninguno de nuestros políticos —acaso con las nobles y muy notables excepciones de Alejandro Fernández y Cayetana Álvarez de Toledo—, habituales frecuentadores del *shitprop, la máxima degradación de la totalitaria «agitación y propaganda», de formular un pensamiento como ese de Pericles: La desgracia repentina, inesperada y que sucede más allá de todo cálculo esclaviza el entendimiento? En fin…

          La historia de la guerra del Peloponeso tiene diversos centros de interés que pueden acabar apasionando al lector, como a mí me ha ocurrido, y subnúcleos que aportan una visión descarnada de hechos colaterales o propiamente efetos directos de la contienda, y me refiero a la descripción de la epidemia de peste que asuela Atenas o la de los prisioneros de la guerra en Siracusa, una aventura militar perdida por haber sido sustituido Alcibíades del mando de la flota y haber ocupado Nicias su lugar.  La vívida descripción de los hechos logra conmover al lector, si bien Tucídides adopta un punto de vista objetivo y no pretende desarrollar estrategias narrativas para conseguir la empatía de los oyentes o lectores, porque estos últimos lo fueron, en aquellos años, en mínimo número, como es fácil de entender.

          La campaña de Siracusa es uno de esos puntos fuertes del relato histórico, pero no queda atrás lo que se ha estudiado como una «separata del libro», el llamado Diálogo de los melios, un encuentro entre melios y atenienses, escrito casi en forma teatral, y en el que se sustancian extremos políticos que mantienen hoy en día su pertinencia y validez. La situación es muy simple: Atenas ha decidido conquistar la isla de Melos y ofrece a sus gobernantes convertirse en aliados de Atenas sin necesidad de conquista alguna y el consecuente derramamiento de sangre. Los melios reclaman la neutralidad en la lucha de Atenas y Esparta. Atenas considera que aceptar eso daña su autoridad. Los melios, por otro lado, se niegan a capitular sin siquiera haber luchado. Veamos un fragmento de esa negociación y después hablamos del resultado final:

Melios: Lo sabemos igual que lo sabéis vosotros: en el cálculo humano, la justicia solo se plantea entre fuerzas iguales En caso contrario, los más fuertes hacen todo lo que está en su poder y los débiles ceden. […] ¿De modo que no aceptaríais que, siendo nosotros neutrales, fuéramos amigos en vez de enemigos vuestros, pero no aliados ni de unos ni de otros?

Atenienses: No. Porque no nos perjudica tanto vuestra declaración de hostilidad como vuestra amistad. A ojos de nuestros súbditos, esta se interpretará como prueba de debilidad, mientras que vuestro odio sería una prueba de nuestro poderío.

Melios: Pero nosotros sabemos que hay veces que los avatares de la guerra toman unos derroteros más inesperados de lo que cabría esperar según la disparidad numérica de cada bando. Además, para nosotros, ceder significa automáticamente la desesperación; en cambio, con la acción todavía siguen vivas las esperanzas de mantenernos en pie.

Atenienses: ¡La esperanza! Es un consuelo en el peligro: a los que recurren a ella desde una situación de abundancia, aunque les dañe no los arruina. En cabio, quienes arriesgan en ella todo cuanto tienen (y ella es pródiga de su natural) llegan a conocerla justo en el momento del fracaso, cuando ya no queda recurso para precaverse de ella, ahora que ya la conocen. […] Creemos que los dioses y los hombres (en el primer supuesto se trata de una opinión y en el segundo de una certeza) imperan siempre, en virtud de una ley natural, sobre aquellos a los que superan en poder. […] Y en cuanto a la opinión que tenéis sobre los lacedemonios (que a causa de su concepto del honor confiáis en que van a venir a socorreros), os felicitamos por vuestra inexperiencia del mal, pero no envidiamos vuestro simplismo. […] Quienes precisamente no ceden ante sus iguales, se comportan razonablemente con el más fuerte. y tratan al débil con moderación, son los que suelen prosperar.

          Y ahora, ya, podemos ofrecer la conclusión con las propias palabras de Tucídides, corolario de esta muestra de realismo político de primera magnitud: Los atenienses dieron muerte a todos los melios en edad adulta, redujeron a esclavitud a los niños y mujeres; y en cuanto al territorio, lo ocuparon ellos mismos, enviando más tarde quinientos colonos. Y es difícil no traer a colación el desastre humanitario que ha supuesto el empecinamiento de parte del pueblo palestino en unir tristemente su destino a la defensa del terrorismo de hamás frente a un enemigo tan poderoso, pero, ulemas tendrán que se lo expliquen, desde luego…

          En el libro de Tucídices hay otra línea historiográfica muy definica: la del enfrentamiento entre la oligarquía y la democracia, algo que, en el último libro acabará afectando a la propia Atenas, donde se librará una lucha entre ambas de la que se pueden extraer enseñanzas para nuestro presente. A modo de avance de lo que será esa última parte de la guerra del Peloponeso, Tucídides recoge lo que podría ser considerado como la primera guerra civil en el ámbito de la Helade: la guerra civil de los córciros, en una isla, Córcira, clave para las expediciones atenienses a Sicilia. Conviene retener, de esa narración, no solo la crudeza de los hechos, sino también las consecuencias políticas, aún útiles para nuestro presente:  Incluso las mujeres colaboraban con toda audacia, lanzando tejas desde las casas y haciendo frente al tumulto con un coraje superior a de su naturaleza. […] La muerte se instauró en mil formas diversas, y como ocurre de ordinario en situaciones parecidas, no hubo límite para nada, sino que aún se fue más lejos. En efecto, el padre mataba a su hijo, los suplicantes eran arrancados de los santuarios y junto a ellos recibían muerte, y algunos murieron incluso en el templo de Dioniso emparedados. […] Se modificó, incluso, en relación con los hechos, el significado habitual de las palabras, con tal de dar una justificación: la audacia irreflexiva pasaba por ser valiente lealtad al partido; una prudente cautela, cobardía enmascarada; la moderación, disfraz de cobardía; la inteligencia para comprender cualquier problema, una completa inercia. La precipitación impulsiva se contaba como cualidad viril; la circunspección al deliberar, como un pretexto para sustraerse a la acción. Los descontentos siempre eran considerados, dignos de crédito, y quienes se les oponían aparecían como sospechosos. Quien tenía éxito en tramar alguna intriga era un inteligente, y aún más agudo quien la sospechaba. […] Los lazos de sangre pasaron a ser menos sólidos que los de partido, pues en el ámbito de este se estaba más dispuesto a ser osado sin reserva alguna. ¡Qué bien entendemos, desde nuestro presente, veintiséis siglos después, eso de que los lazos de sangre pasaron a ser menos solidos que los de partido… Y solo hay que aducir las tradicionales reyertas en las mesas festivas de las Navidades, por ejemplo, con o sin los cuñados de rigor…

Capítulo aparte y digno de ser destacado es el que dedica Tucídides a la derrota ateniense en la conquista de Siracusa, porque su narración nos ofrece en detalle, y con toda la crudeza imaginable, lo que es la derrota de Atenas, habituada a los triunfos militares y a considerarse un imperio poco menos que indestructible. En el seno de esa narración, Tucídides está muy atento a su propio método histórico, porque desconfía de los datos que le llegan con excesiva parcialidad, junto a los muchos desconocidos que permitirían, caso de tenerlos, explicar mejor el desastre de la derrota. Lo importante para el lector actual es el magnífico nivel literario exhibido por Tucídides en ese doloroso capitulo del desastre y su corte de males sobrevenidos. Lo mejor es leerlo en sus propias palabras:  Los atenienses se precipitaron en una situación de gran confusión y dificultad, tal que no me resultó fácil informarme con detalle por unos ni por otros, de qué modo se desarrollaron los acontecimientos. Durante el día, en efecto, estos son más claros, y aun con todo y con eso los que asisten a ellos a duras penas conocen la situación en su conjunto, sino tan solo cada cual lo que le afecta mas de cerca; por tanto, en una batalla nocturna (y esta fue la única que se produjo en el curso de esta guerra entre dos grandes ejércitos) ¿cómo podría saber nadie nada con exactitud? […] Una buena parte del resto del ejército o acababa de subir a las Epípolas o estaba subiendo, de modo que los soldados no sabían adónde dirigirse. […] Por su parte, los atenienses se buscaban unos a otros y tomaban por enemigo a cualquiera que viniera de la parte opuesta, aunque se tratara de alguno de los suyos que se retiraba huyendo. Y como se pedían constantemente y todos a la vez la contraseña (dado que no disponían de otro medio para reconocerse), causaron una enorme confusión entre los suyos y dieron a conocer la contraseña al enemigo. En cambio no conocían la de los enemigos, dado que estos (vencedores y menos dispersos) se conocían mejor. […] Los soldados soportaban cada vez peor su permanencia allí, pues se vieron abrumados por las enfermedades debido a dos circunstancias: por hallarse en la situación del año en que las enfermedades atacan más a los hombres y porque el lugar en que estaban acampados era pantanoso e insano. […] En efecto, como los cadáveres no habían recibido sepultura, cuando alguien veía el de uno de sus compañeros tirado por tierra, quedaba preso de una mezcla de pena y de temor; mientras que los que quedaban abandonados vivos por estar heridos o enfermos, eran motivo de aflicción mayor para los supervivientes, y más desgraciados que los que habían muerto. Entregándose a súplicas y lamentos creaban grandes apuros; les pedían que los llevaran consigo, llamándoles a cada uno por su nombre cuando veían pasar a algún camarada o pariente. Se colgaban de sus compañeros de tienda cuando estos emprendían la marcha, y les seguían todo el tiempo que podían; y si a alguno le fallaban las fuerzas po su estado físico, quedaba abandonado no sin múltiples invocaciones a los dioses en medio de lamentos. En consecuencia, la totalidad del ejército se vio en un mar de lágrimas y en una situación de incertidumbre tal que no era fácil decidir la partida (aunque se trataba de salir de un territorio enemigo y después de haber sufrido y tener expectativas de sufrir en el incierto futuro desgracias más que dignas de lágrimas). Grande era el sentimiento de vergüenza y también de autocensura. Semejaban, en efecto, una ciudad expoliada que intentara poco a poco huir —ciudad, por cierto, nada pequeña, pues eran no menos de cuarenta mil hombres en total los que componían la marcha. De poco les valdría la entusiasta reflexión del estratego Nicias, quien no tardaría en ser ajusticiado, desde luego, algo que lamenta Tucídes, para quien Nicias representa el afán de la conquista de la virtud cívica:  Pensad que vosotros constituís de inmediato una ciudad donde quiera que os asentéis y que ninguna ciudad de Sicilia podría resistiros si a atacarais, ni podría desalojaros si os asentarais en cualquier parte. …] Una ciudad son sus hombres y no unos muros ni unas naves sin hombres. Como resume a continuación Tucídides: En total se entregaron unos seis mil hombres, y depositaron sobre unos escudos vueltos hacia arriba todo el dinero que llevaban, llenando cuatro escudos. De inmediato enviaron estos prisioneros a Siracusa. […] Respecto a los prisioneros de las canteras, los siracusanos los trataron al principio muy duramente. En efeto, al ser muchos en un espacio profundo y reducido, sufrían primero los rigores del sol y del calor al estar al descubierto, y luego, al llegar las frías noches del otoño, a causa de brusco cabio de temperatura, provocaban la aparición de enfermedades. Además, al verse obligados por falta de espacio a hacerlo todo en el mismo sitio, y acumularse unos sobre otros os cadáveres de los que morían a consecuencia de as heridas, del cabio de temperatura y por otras cusas parecidas, se originaban unos olores insoportables. Al propio tiempo sufrían hambre y sed (les dieron, efectivamente, a cada uno durante ocho mees un cótilo (1/4 de litro) de agua y dos de pan). En resumen, no se vieron libres de ninguno de cuantos sufrimientos es verosímil que padecieran unos hombres arrojados a un lugar de esta clase. Durante unos setenta días vivieron en estas condiciones todos juntos; más tarde, excluidos os atenienses y algunos sicilianos e italiotas que habían luchado de su parte, fueron todos vendidos.

          Y por sus pasos contados, aunque sea a grandes zancadas elípticas, llegamos a esa última parte del libro en la que emerge un personaje Alcibíades, digno de competir en importancia histórica con Pericles, aunque su biografía, bastante novelesca, se truncó de acuerdo con esa concepción arriesgada de llevar la vida al límite, sea ciudadano, político o amoroso. De hecho, al lector de esta Historia… de Tucídides le convendría pasearse por las Vidas paralelas, de Plutarco, y dedicar unos minutos a leer una semblanza de Alcibíades que recoge lo que Tucídides dice sobre él en su Historia… y lo aportado por otras fuentes, lo que conforma un retrato bastante ajustado de semejante personaje, amado y odiado por igual. Así lo retrata su contemporáneo Arquipo: «tiene -dice- el andar de hombre afeminado, con la ropa arrastrando, y para que se le tenga por más parecido al padre, el cuello tuerce, y habla ceceoso». Sí, hablamos de quien también se hizo famoso en Atenas por su singular amistad con Sócrates, con quien combatió en la guerra de Potidea. Sobre su amistad con Sócrates, dice Plutarco que Alcibíades «entró, pues, muy luego en su confianza, y oyendo la voz de un amador que no andaba a caza de placeres indignos, ni solicitaba indecentes caricias, sino que le echaba en cara los vicios de su alma y reprimía su vano y necio orgullo». Putarco reconoce la dificultad de tener un conocimiento claro de alguien tan cambiante: «¡tan difícil era formar opinión de semejante hombre por las contrariedades de su carácter!, viéndole con el cabello cortado a raíz, bañarse en agua fría, comer puches y gustar del caldo negro, como que no creían, y antes dudaban fuertemente de que hubiese tenido nunca cocinero, ni hubiese usado de ungüentos, ni hubiese tocado su cuerpo la ropa delicada de Mileto».

          En resumidas cuentas, Alcibíades, que se había exiliado en Esparta, no tardó en mover sus influencias para  conquistar el favor de Tisafernes, con quien pretendía una alianza para atacar Atenas e instaurar la Oligarquía, vengándose, así, de la democracia que lo había condenado a muerte por el oscuro asunto de las profanaciones de los Hermes, que aparecieron decapitados en casi toda la ciudad y por la imitaion indecorosa de los misterios eleusinos, además de algunas cuentas pendientes que algunos aprovecharon para saldar en esa circunstancia, porque Alcibíades tenía tantos enemigos como amigos, y en ese contexto cabe meter, aunque de refilón, la propia condena a muerte de Sócrates, desde luego.

Ocurría, pues, que Alcibíades se servía de los atenienses para intimidar a Tisafernes, y de Tisafernes para intimidar a los atenienses, nos dice Tucídides, quien nos revela que la huida de Esparta de Alcibiades tuvo que ver con haber dejado embarazada a la esposa del rey. Más tarde, desde Samos, el fugitivo quiso organizar una expedición para instaurar la Oligarquía en Atenas y promover el perdón para su regreso. La democracia, no obstante, estaba lo suficientemente arraigada como para, en apariencia, impedir ese intento, pero lo que podríamos calificar de «guerra civil» se saldó con la instauración de la Asamblea de los cuatrocientos, que remitia a otra superior, la delos cinco mil, que, sin embargo, jamás se reunió, como ya tuvieron cuidado los 400 de que no sucediera, porque eso hubiera sido lo más parecido a la democracia directa anterior a la rebelión de esos 400. De hecho, se constituyó un nuevo Régimen e incluso se aprobó el perdón a Alcibíades y a otros exiliados. Tucídides fue un decidido partidario de la nueva organización política de Atenas, porque ese Consejo de los 400 venia a ser un espacio político intermedio entre la Oligarquía y la Democracia  y ello contribuyó a que la ciudad se recobrara de la mala situación en que estaba. Aprobaron en votación el regreso de Alcibíades y de los que con él se habían exiliado. Y tanto a él como al ejército de Samos les enviaron unos mensajeros invitándolos a que participaran en los asuntos de la ciudad. La clara adhesión de Tucídides a este régimen (especie de democracia controlada) parece corresponderse con el ideario político del historiador. En efecto, muerto Pericles, Tucídides piensa que solo es posible huir del personalismo de hombres no muy competentes al frente del Estado reduciendo la participación de los ciudadanos en la vida política de Atenas, con lo que se restringía el campo de actuación de los demagogos.

O sea, que la Guerra del Peloponeso fue una conmoción histórica que no solo afecto a la disputa por la hegemonía entre espartanos, atenienses y persas, sino que afectó al seno de cada uno de esos estados y contribuyó a configurar una nueva realidad que apenas duraría sino hasta la llegada del nuevo imperio: Roma. Y eso sí que es otra Historia…