El maestro de la crónica, el tesoro de la memoria y las grandezas y miserias del mundillo intelectual: el escritor crustáceo...
La España de los años sesenta fue muy
diferente en sus inicios y en su final de década. En aquellos años se produce
la expansión económica que lleva al Régimen a establecer acuerdos preferentes
con la Comunidad Económica Europea y se produce el estallido turístico que va a
transformar nuestro país, acercándolo a los estándares europeos en cuento a las
costumbres y el desarrollo se refiere, pero no, por supuesto, en cuanto a
libertades políticas, dada la fortaleza del Régimen, cuyo afán represor
sangriento se extiende hasta poquísimo antes de la muerte del dictador.
La noche que llegué al café Gijón
—y me viene a la memoria la discusión gramatical sobre el título, el cual, al
decir de los puristas, hubiera debido ser La noche en que llegué al
café Gijón, con esa preposición que no debería perderse, como vemos que
sucede con otras en nuestros días— es un libro de memorias, sí, pero también la
autobiografía de la construcción lenta y trabajosa de un yo literario que
buscaba su incardinación en nuestro ecosistema intelectual, buena parte del
cual se ubicaba entonces en el legendario café. Umbral abandona la provincia,
Valladolid, y se aventura en la modesta jungla madrileña, por ponerlo en
términos de thriller creativo, para labrarse un porvenir de escritor de
lo que salga, a juzgar por cómo va tanteando aquí y allá y prueba diferentes
formas de introducirse en el mundo de quienes aspiran a vivir de su pluma, algo
que muy pocos consiguen, desde luego, y lo sorprendente no es que Umbral lo
lograra, sino que, además, fuera autor de obras que destacan por mérito propio
en la literatura española del siglo XX, y ahí está una obra a la altura del
canon estilístico que él cifra en Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, El
contenido del corazón, de Luis Rosales y Pasión de la tierra de
Aleixandre, los que constituyen, según Umbral, la trilogía de grandes prosas líricas
escritas por poetas en nuestro siglo español. Umbral no es propiamente
poeta, pero el carácter lírico de su prosa procede de la frecuentación de la
poesía, siendo JRJ, su «poeta por excelencia».
Umbral es el creador de un género
insólito en el que, como en este libro sucede, se mezcla la crónica de un
tiempo, el apunte biogtráfico, la confesión autobiográfico, pinceladas de
crítica literaria y una sentida «autobiografía literaria» en la que nos da las
claves de su obra, de su estilo y de sus preocupaciones, por más que todo
remita, en última instancia, a su propia persona, como confiesa desafiante: El
escritor sin género sólo puede apoyarse en sí mismo. Ignoraba entonces,
está claro, que él había de ser el creador de un género nuevo, uncido
inmarcesiblemente a su persona, una suerte de género fluido que pasaba del
periodismo a la literatura con una insultante facilidad, de modo que si destacó
como articulista literario, también lo hizo como literato cronista, y ahí está
una novela grandiosa, valleinclanesca como La leyenda del César visionario,
que no me dejará mentir; pero donde alcanza su cenit es en el diario íntimo, en
la crónica personal del desgarro de ese sí mismo que pasa por la más terrible de
las experiencias, la muerte de un hijo, y se salva y se condena por la
literatura: Mortal y rosa lleva por nombre, y es, a mi juicio, el mejor
libro autobiográfico escrito en España en la segunda mitad del siglo XX. Como
ya escribí acerca de él con anterioridad, permítanme la autocita: «Sí, claro
que hay «resentimiento», y un torrente de mala hostia y mala leche y
desesperación que se desborda constantemente en arrebatos líricos que son el
equivalente de la respuesta de Umbral, en el documental, a aquella señora que,
queriendo consolarlo, le dijo, respecto de la pérdida de su hijo: «Si Dios lo
ha querido…»: «¡Pues muy hijo de puta Dios, muy hijo de puta…!». Gran parte de
este libro es una contrablasfemia contra la de la vida que siega la vida de una
criatura en cierne, y se leen, en cada línea, los más de ciento cincuenta
quilos de presión de las mandíbulas apretadas con que el autor acompaña la
temblorosa caligrafía de su herida mortal. Cada una de las páginas de Mortal
y rosa, desde la mitad del libro hacia adelante, tiene más de sudario que
de página en blanco, porque Umbral teje en ellas el cuello alzado y la bufanda
que muy a duras penas le protegieron del frío pavoroso que se le metió hasta el
corazón de los adentros de su amor y de su pasión de padre, ¡y cómo se abriga
al hielo!: El frío dentro de mí, como un jarrón venenoso, como la
entraña inhóspita de mí mismo. […] Exiliado de tu reino de luz y voz,
vago por los países del frío, y seré ya para siempre el apátrida, el que pasa,
en la tarde, con el cuello del abrigo subido, mirando luces y escaparates,
porque te has ido a algún sitio y me has dejado fuera, porque solo tú acertabas
con el centro tibio de la vida, y yo no acertaré jamás, y tengo conciencia de
expatriado, y todo a mi paso es arrabal, suburbio, alejamiento del secreto
rubio del mundo.[…] Qué dentro del frío me has abandonado, qué perdida mi mano
grande en la vaguedad del mundo, sin la firmeza breve de tu mano. Qué frío,
hijo, en esta mañana fría, el rincón quieto, blanco y desolado de tus juguetes».
Para cualquier escritor en cierne, la
lectura de este libro ha de ser reconfortante, porque se plasma en él algo que
los «triunfadores» olvidan con facilidad: los duros comienzos que amenazan con
hacerte desistir de tu vocación literaria. Se ha de tener un temple especial
para encajar negativas editoriales —¡qué me van a decir a mí, que las he
llevado al título de esta bitácora!— y seguir confiando en las propias fuerzas,
la propia imaginación, el propio ingenio y las propias obras, porque la
literatura es arte de muchas sorpresas y nunca se sabe cuál tasación será la
aquilatada y duradera. Lo importante, y Umbral lo sabía perfectamente, era
hacer obra…: Desde entonces [cuando escribía el libro sobre Larra] casi
siempre he necesitado tener un libro en la horma por esa sensación de unidad,
de seguridad, de continuidad que da el estar haciendo una cosa larga y seguida,
aunque sea poco a poco. Si no, parece que la vida se deshilvana. El libro en
marcha le pone argumento a la vida, que generalmente no lo tiene. Lo duro
era hacer esa obra y que, presentada a quienes tenían en su poder publicarla,
no le hicieran caso. Me siento muy afín a esos sentimientos que revela el autor
cuando llevó un volumen de cuentos, editados e inéditos. Pavón tuvo el «desliz»
de decirle que a Aldecoa, el maestro del cuento en aquellos años, le había
gustado el primer cuento, y hasta que sonó el teléfono, en una de las varias
pensiones en que vivió al principio en Madrid, fuente inagotable de
experiencias que llevaría a sus libros… Yo daba vueltas en la gran cama de
la pensión de Ayala. […] Fui temblando al teléfono. […] Que no,
que de momento no, que sí pero no, que bueno pero no, que a ver si más
adelante, que esto y lo otro. Que no. Volví a mi cuarto y lloré en la cama boca
arriba (no boca abajo, como las señoritas de las películas). […] No
sabían aquellos dos escritores el daño que me habían hecho. […] Luego
pensé —supongo— que había que seguir como habría seguido de no presentarse
aquella falsa oportunidad. Había que seguir como si la oportunidad no se
hubiese presentado nunca. […] La literatura era la mediocre rutina que
es, incluso antes de haber empezado uno a ser literato.
La dureza del choque entre el idealismo y
la realidad literaria, con sus miserias, sus bajezas y sus urdimbres
siniestras, no solo pone a prueba al autor, sino que lo confirma aun más en su
obsesión por llegar a ser lo que finalmente fue: un maestro de la prosa
literaria y periodística, en igualdad de condiciones, y una celebridad que se
permitía contemplar el fenómeno socioliterario desde un desdén aprendido en mil
fracasos, la verdadera universidad del carácter.
El Café Gijón, antonomasia de la vida
intelectual y mundana de la época del franquismo, aunque existió antes y aún
sigue abierto, es un muestrario no solo de la vida literaria, sino de la vida
social y política de unos años en los que la dictadura imprimía en las
conciencias la dura huella de la autocensura. El propio autor lo dice: Lo
que pasa es que yo, además, en mis artículos quería decir otras cosas, disparar
cada día contra la sociedad franquista una pistola pavonada y romántica o un
pistolón bronco y casi irónico. Pero eso, por entonces, estaba muy difícil.
Su obra periodística le permitió, poco a poco, ir sacando la cabeza en aquella
época de autores consagrados a los que, como en todas, no les gusta la
competencia ni el desafío de los jóvenes que codean incansablemente para
abrirse paso. Umbral se especializó en el género de las entrevistas, y ello le
permitió entrar en contacto con buena parte de la nómina de autores consagrados
que aparecen en su libro, en el que se echa absolutamente de menos un índice
onomástico que nos permita ir con facilidad a la relectura de algunos «nombres»
que se nos quedan entre los cientos que habremos de leer a lo largo de toda la
obra. ¡Menos mal que, de tanto en tanto, Umbral recapitula en el apartado
autobiográfico y nos deja bien clara la nómina de sus influencias!: En mi
interior galería juvenil lucían unos cuantos nombres como hogueras cordiales,
indelebles y arbitrarias: Heráclito, Quevedo, Proust, Juan Ramón, Baudelaire,
Neruda, Gómez de la Serna y pocos más. Quizá Henry Miller, recién descubierto.
Quizá Valle-Inclán y Larra, también muy trabajados por entonces. Con esta
docena escasa de prosistas y poetas puedo decir que se ha molturado casi todo
lo que he escrito. Habría que añadir el humor de Mihura, el lirismo de Carlo
Emilio Gadda o de Lawrence Durrell. La potencia metaforizante de García Lorca.
Pero, en resumen, me sentía progresivamente heredero del barroco español puesto
al día con su burla, su metáfora y su hermosa curvatura. Y a mí me
sorprende que, siendo yo de una generación y media posterior a la de Umbral,
coincidamos en esta nómina, aunque advierto que no ha incluido un autor del que
habla elogiosamente en otra parte del libro: Samuel Beckett, tan importante en
mis años de formación. Se despacha a gusto, sin embargo, contra los dos
referentes máximos de aquella época: Azorín y Baroja, de quienes abomina, y le
guarda un respeto máximo a Camilo José Cela, quien, acaso en el fondo, fuera su
«modelo», al menos de escritor que logra
vivir solo de la pluma, a pesar de ciertas renuncias y exigencias mediáticas
que ambos cumplieron siempre con exquisita profesionalidad. De lo que huyó
siempre, acaso con un exceso de celo, fue del encasillamiento, del alfiler que
te clava sobre el fieltro y te convierte en pieza de museo: Comprendí lo que
ya sabía: que en este país te colocan tres adjetivos y dos frases y ya nadie
varía eso en cincuenta o cien años de vida literaria.
En la evolución del escritor, un paso
importante es el de hospedarse en las pensiones a tener «una habitación propia»,
porque, como le explicó un tótem del articulismo de entonces: Le había oído yo decir a César González Ruano
en el Teide, con la voz importante, los ojos espantados y el cigarrillo en las
manos ducales, que el escritor tiene que tener una casa, que la bohemia del
oficio hay que contrapesarla con la seguridad de una casa, por lo menos eso, un
sitio seguro para dormir y trabajar, porque entonces se puede aguantar sin
comer, sin hacer el amor, sin dinero ni amigos. Dentro de la casa, aunque sea
modesta (quizá mejor si es modesta) el escritor teje su obra como el gusano su
capullo. No había leído por aquel entonces Umbral el famoso libro de Virginia
Woolf, Una habitación propia, pero bien puede decirse que la vida de
nuestro autor cambia cuando tiene esa madriguera que, poco a poco, lo irá
distanciando de la frecuentación de cafés como el Gijón y otros centros de reunión
de intelectuales, porque las obras no se escriben solas, y ya lo dijo
Valle-Inclán, que era mucho más difícil escribir una novela que un cuento, «porque
te obliga a estar más tiempo sin salir de casa…». Al fin y al cabo, es
declaración de principios del autor que el escritor es lobo estepario que ha
de crearse su soledad entre los demás o a solas. Una mujer, un amigo, un socio,
un editor, cualquiera puede malograr al escritor.
Estas memorias contienen innumerables retratos
de personajes y personas, famosos y anónimos, cuyo interés dependerá del
lector. No hay que olvidar, sin embargo, que Umbral cultivó una pose de
provocador, aunque desde dentro del sistema, no desde el margen, y menos desde
la marginación, cultural o política. Umbral está encantado de observar y
retratar, desde su puesto de secundario entonces, una realidad con muchas
caras, desde las putas finas de Chicote hasta las progres de voz cazallera del
Gijón y otras especies diversas. Cada cual elegirá con qué se queda.
Particularmente, mi elección se orienta hacia dos personajes muy distintos: el articulista
y escritor Eusebio García Luengo y el artista conceptual Alberto Greco. Es el
propio Umbral quien nos dice que, harto de los figurones de relumbrón, a
quienes estaba obligado profesionalmente a entrevistar, a él le llamaban la
atención esos otros seres cuya discreción no ocultaba el brillo de su
personalidad: De vuelta ya del conocimiento de los grandes y consagrados, me
entregaba yo más bien al descubrimiento de los raros, de los escritores
incatalogables, inconsagrables, en los que estaba la literatura en estado puro,
aunque siempre excelso, ni falta que hacía. […] Eusebio García Luengo
era lo mejor que se podía encontrar en este sentido. […] Muy delgado,
algo hundido, lento y pacífico, siempre sin prisa, teorizante de esquina y
filósofo al azar. Eusebio García Luengo era un conversador fascinante. Todo le
nacía de un fondo sistemáticamente paradójico e irónico y el único que no
advertía su burla era el sometido en aquel momento a ella. Eusebio hacía unos
asombrosos artículos orales que no tenían nada que ver con los artículos que
publicaba luego en los periódicos, llenos de discreción, moderación,
dubitación, interrogación y generalidades. […] Yo creo que así como el
escritor por escrito puede amedrentarse en el diálogo y quedar opaco, el
escritor oral se amedrenta ante la cuartilla, a veces.[…] Hablando, las
ideas y las palabras nos vienen a la boca. Escribiendo hay que ir a buscarlas.
No todo el mundo está dispuesto a ese acarreo. Si tendrá capacidad de persuasión
Umbral, que ando ya a la caza de dos novelas de Luengo de las que jamás oí
hablar: El malogrado y No sé.
De Alberto Greco, la noticia es más escueta, pero también más impactante: Alberto
Greco, argentino, el primer artista conceptual en España se suicidó en una
pensión de Barcelona escribiendo previamente en su mano izquierda la palabra
«Fin» y dejando una novela manuscrita que se llamaba Una mierda sin olor.
A quienes no sean particularmente afectos
a la obra literaria de Umbral, cabe decirles que el valor documental de este
libro, tanto sobre su propia persona como sobre el panorama intelectual de
aquella época, es altísimo, lo cual es una razón de peso, a mi entender, para
comprender aquella «circunstancia» de la que habló Ortega como contrapeso,
límite y estímulo del yo guiado por la razón vital. Umbral no es muy optimista,
como buen conocedor de la naturaleza humana, y prueba de ello es el final de la
obra: Había que empezar donde él [Ramón Gómez de la Serna, autor de Automoribundia,
su último gran libro] había terminado: en el desencanto. Ese mismo año
en que acaba el libro, Jaime Chávarri estrena lo que devino un fenómeno sociológico
en España y acabó convertido en el lema de una época: El desencanto, un
documental biográfico sobre el poeta del Régimen Leopoldo María Panero y su
familia, que incluso vería una continuación pasados dieciocho años del estreno de El desencanto:
Después de tantos años, dirigido esta vez por Ricardo Franco.