viernes, 3 de enero de 2025

«El diablo en el cuerpo», de Raymond Radiguet o la precocidad suma.

 


Una madura novela sentimental escrita a una edad, dieciocho años,  en la que aún, la mayoría de los jóvenes, está rompiendo el cascarón de la existencia…

          La precocidad extrema en el desarrollo intelectual, con frecuencia asociada al fallecimiento prematuro, por propia o ajena mano (la de Átropos e imitadores), como el caso de Otto Weininger, Hildegart Rodríguez, Jim Morrison, Egon Schiele, Janis Joplin Évariste Galois o en quien hoy me fijo, Raymond Radiguet, invita a escribir un capítulo —acaso ya escrito, que mis lagunas son aterradoras, por lo vastas y profundas…— de la historia de la teratología, ciertamente.

Si algo me llama la atención del estreno literario de Radiguet es que lo hiciera con una novela, género propiamente de madurez, frente a la poesía, que parece admitir de mejor grado la precocidad genial, como es el caso de Rimbaud o de Rubén Darío; y una novela amorosa, además, que cualquier lector leerá como si hubiese sido escrita por un experimentado hombre de mundo que cuenta su aventura galante entretejiéndola de observaciones sobre la existencia, el amor, la Historia y la sociedad que sorprenden por su madurez y su nivel de conceptualización. Parece, el autor, como se dice coloquialmente, «de vuelta de todo», cuando, en realidad, está comenzando a vivir.

Sí, se trata de un caso atípico, eso está claro: prefirió dejar los estudios y dedicarse a leer, ¡y a fe que lo hizo con enorme provecho!, porque no se trata ya del estilo o del plan narrativo, sino, como vengo diciendo, del alto nivel de sus consideraciones sobre una variada gama de realidades, entre las que el análisis del proceso amoroso ocupa un lugar muy destacado. Lo llamativo, con todo, es la naturalidad con que nos habla de la relación que mantuvo con una joven prometida y luego casada con un joven que estaba en el frente, durante la Primera Guerra Mundial. El autor — Voy a exponerme a no poco reproches. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Acaso fue culpa mía tener doce años algunos meses antes de la declaración de la guerra?— narra unos hechos autobiográficos y lo hace con total sinceridad, libertad y, sobre todo, efectividad, porque su capacidad para seducir al lector no deja lugar a dudas. A modo de premonición, resulta muy chocante que el primer episodio narrativo sea el intento de suicidio de una criada de la casa vecina, que era maltratada por el amo. Se deja caer desde el tejado, mientras el autor, aupado a hombros de su padre para no perder ripio del suceso, contempla el despeñamiento de la jovencita. Mientras le tiemblan las piernas.

          La novela fue un éxito desde el mismo momento de su publicación y el autor devino, casi inmediatamente, una celebridad. Amigo íntimo de Jean Cocteau, se le abrieron todas las puertas de la intelectualidad y el arte de su momento y, tras otra novela, no tan exitosa como la primera, murió a causa de la fiebre tifoidea a los veinte años. En esta novela hay unas líneas que pueden ser leídas como una absurda premonición de su muerte:  Me enardecía, me apresuraba, como las personas que han de morir jóvenes y van a marchas forzadas. […] Pretendía a los dieciséis años un género de vida que solo se desea en la madurez. Y sí, se advierte en el ritmo de la narración una suerte de extraño frenesí, como si quisiera vivir en pocos años toda una vida. De hecho, incluso llega, a edad tan temprana, a tener un hijo con su amante, lo que, en cierta manera, lo consuela de la muerte de ella, aunque sea el marido el que se encargará de la criatura, porque le pone el nombre del joven amante, y de ahí la ironía final de que ella muera llamando a su hijo, que el protagonista entiende como llamándole a él, porque la confesión que le hace poco antes de su separación es inequívoca: «Prefiero —susurró— ser desgraciada contigo que feliz con él» Son esas expresiones amorosas que no quieren decir nada, y que da vergüenza referir,  pero que, pronunciadas por la boca amada, producen embriaguez, escribe el protagonista, con ese aplomo suyo inidentificable con el adolescente que, más allá de vivir una pasión amorosa, se recrea en recontarla con una precisión y una sabiduría vital que asombra.

          Son muy frecuentes las alusiones a su condición de joven que no disfruta de la independencia necesaria para poder vivir a fondo su absorbente pasión amorosa. A pesar de que reconoce, de buen comienzo, que mis padres me mimaban y no me reñían nunca, la anómala situación de un joven cortejando a una mujer casada con un marido que defiende a la patria en las trincheras, suscita una oleada de rumores que llegan a los padres, de ahí que después de haber mantenido en casa una fachada digna, él [su padre] perdía toda moderación y, cuando yo pasaba varios días sin volver, enviaba a la doncella a casa de Marthe con un recado dirigido a mí, ordenándome que  volviera con urgencia; si no, comunicaría mi fuga a la prefectura de policía y demandaría a la señora L. por corrupción de menores. […] Al cabo de un rato volvía yo a casa, maldiciendo mi edad: me impedía ser dueño de mí mismo.

          Desde que se conocen, ella tiene fama local de excelente acuarelista, él inicia un proceso de «descubrimiento» que deriva rápidamente hacia los gustos literarios, algo que fue, durante mucho tiempo, una pieza clave en las relaciones entre jóvenes, porque el amor debía sustentarse en la afinidad de los gustos, en la identificación imprescindible del «alma gemela» que garantizara el sustrato último de la «afinidad electiva», siguiendo el modelo goethiano, autor del protorromántico  Las cuitas del joven Werther. No es El diablo en el cuerpo —título tomado de una narración de Giacomo Casanova en la que relata la relación amorosa que, teniendo él doce años, mantuvo con una joven de diecisiete…—, una narración romántica, sino un relato realista y, dada la época, muy desafiante. El hecho mismo de la infidelidad de una joven para con un marido que luchaba en el frente y la consideración de ese periodo bélico como unas largas vacaciones para el joven son aspectos que suscitaron no poca polémica en el momento de su publicación. En todo caso, estamos más cerca de una suerte de «educación sentimental» que de una novela deliberadamente transgresora. En el fondo, además, la visión de las relaciones amorosas se ajustan a un modelo hasta cierto punto muy conservador o machista, porque, como el narrador destaca: A fuerza de orientar a Marthe en un sentido que me convenía, iba formándola poco a poco según mi imagen. De esto me acusaba a mí mismo, y de destruir a sabiendas nuestra felicidad. Que se me pareciera, y que eso fuese obra mía, me encantaba y me contrariaba. Se trata de un comportamiento que durante mucho tiempo formó parte del modelo de relación amorosa: el hombre había de «educar» a la esposa que, usualmente, solía ser siete o diez años más joven que el marido (¡cómo oro en paño guardo un librito de Andrés Revesz, La felicidad en el matrimonio, profusamente subrayado y anotado por mi padre, quien acabó su matrimonio con un divorcio traumático, a punto de convertirse en uxoricida…!), y el narrador habla, tras relatar su semejanza de gustos literarios, de que el prometido de Marthe (Alice en la vida real) le prohibía según qué lecturas: Intenté averiguar sus gustos literarios; me hizo feliz que conociese a Baudelaire y Verlaine, y me encantó su modo de amar a Baudelaire, distinto, sin embargo, del mío. […] Su prometido, en sus cartas [desde el frente], le hablaba de lo que leía, y si bien le aconsejaba algunos libros, también le prohibía otros. Le había prohibido Las flores del mal. En la novela, sin embargo, ella es mayor que él, lo que lleva al joven adolescente a una sobreactuación inequívoca: Cuando conocí a Marthe, algunos meses atrás, mi pretendido amor no me impedía juzgarla, ni encontrar feas la mayor parte de las cosas que le parecían bellas, y pueril la mayor parte de lo que decía. Ese día, al contrario, si mis opiniones no coincidían con las suyas, yo mismo me quitaba la razón. Tras la rudeza de mis primeros deseos, la dulzura de un sentimiento más profundo era lo que me engañaba. No me sentía capaz de emprender nada de lo que me había propuesto. Empezaba a respetar a Marthe, porque empezaba a amarla.

          A pesar de ese dominio masculino atávico, destaca en el proceso de amores la sutil evolución del protagonista cuando descubre, como acabamos de leer en la cita, que se ha enamorado. Entonces, además del «diablo en el cuerpo», hace acto de presencia el «demonio de los celos», porque le resulta incomprensible que la joven acepte casarse con  el «rival», para quien no tiene, desde luego, muy buenos sentimientos: Le debía mi naciente felicidad a la guerra; esperaba de ella la apoteosis. Confiaba en que favorecería mi odio del mismo modo que un anónimo comete el crimen en lugar nuestro.

          El detalle psicológico de gran precisión aparece a lo largo de toda la narración, como nos muestran estos ejemplos que dan fe de la teratológica precocidad de Radiguet:

          A fuerza de vivir con las mismas ideas, de no ver, si se la desea ardientemente, más que una sola cosa, se termina por no apreciar la perversidad de los propios deseos.

          El amor, que es el egoísmo a medias, sacrifica todo a sí mismo y vive de mentiras.

          Ignoraba que, servidumbre por servidumbre, vale más ser vasallo del corazón que esclavo de los sentidos.

          Quizá sea cierto que el amor es la forma más violenta del egoísmo.

Los verdaderos presentimientos se forman en unas profundidades que nuestro espíritu no visita.

Viene esta recensión a cuento de haber visto la película de Claude Autant-Lara, con el mismo título de la novela, y protagonizada por un inconmensurable Gerard Philippe y una «madura» Micheline Presle que convertía la obra en algo así como una prefiguración de En brazos de la mujer madura, de Stephen Vizinczey, algo muy distinto del original de Radiguet. Y como se trataba de una de esas novelas que siempre tienes pendiente, he aprovechado para leerla y quedarme «de una pieza», como se decía coloquialmente…, ahora el elogio se reduciría a un «¡brutal!», y a otra cosa… Ahora, pues, que ya estoy al cabo de la calle de la historia original, me juzgo en condiciones de hacer la crítica de la película en el Ojo correspondiente.

 

 

 

viernes, 27 de diciembre de 2024

«Les bonhomies», de Josep Carner, «Gualba, la de mil veus» y «Cartas a Tina», de Eugeni D’Ors, dos muestras del «Noucentisme»…

 


Uno de Carner, dos de D’Ors: breve apunte sobre el Noucentisme catalán.

          Hacía tiempo que no me acercaba a la Feria del libro antiguo y de ocasión del Paseo de Gracia, porque hace tiempo que los libros han de entrar en casa con cuentagotas, para no corre riesgos de recibir un serio ultimátum, pues  es el libro especie que, sin ser invasora foránea, se multiplica geométricamente y amenaza el espacio vital de otras especies que conviven con ellos. Cayeron, en esta ocasión, un amable libro de Josep Carner, el llamado Príncep dels poetes catalans, dos de Eugeni D’ors, antes de trasladarse a Madrid y castellanizarse en Eugenio, y uno de Max Frisch, No soy Stiller, en cuya lectura avanzo a golpes de desmentidos del protagonista, entreverados con historias americanas y alguna aventura europea, como la del voluntariado combativo en nuestra Guerra Civil.

          Eugeni D’Ors es el padre del Noucentisme, y Carner su poeta. El libro que he leído, sin embargo, Les bonhomies, es un conjunto de prosas volanderas, esto es, artículos publicados en La Veu de Catalunya durante el año 1925, pero escritos desde Génova, un extrañamiento que acentúa el carácter entrañable de su mirada a la realidad catalana desde tan lejos, porque casi todos los artículos tratan temas m uy apegados a la cotidianidad, a las costumbres y a los hábitos propiamente barceloneses, aunque la mirada inteligente y ácida del autor destaca rasgos caracterológicos que acaso afecten a buena parte de los habitantes del Principado. En la medida en que se trata de artículos neocostumbristas, aunque marcados por el enfoque intelectual del autor, que se eleva rápidamente de la anécdota a la categoría, los textos de Carner constituyen un ejemplo modélico de la prosa novecentista que, al margen del léxico literario especializado, se complace en buscar giros y usos que hoy le resultarán tan extraños al lector como inencontrable en los textos de los escritores actuales. No se trata tanto de un abismo dialectal, como el de los Drames rurals de Víctor Català, cuanto de una sintaxis y una composición de la frase que en modo alguno nos parece que fluya naturalmente como muestra del catalán que solemos leer y escuchar habitualmente. A pie de texto dejaré una muestra de ese léxico que acaso lo único que descubra sea mi ignorancia, pero bien puedo dar testimonio de que, en términos generales, no suelo descubrirlo a menudo en mis lecturas en catalán. Imaginemos, por un momento, un texto compuesto por esos tutis con que a veces nos regala el juego del Paraulògic i que nos parecen propiamente de otra lengua, como el acetàbul, «vinagrera», que no hallé ayer…; pues el Novecentismo se complace en ello, lo que no lo distingue de la Generación del 98 española, tan amiga de rescatar palabras en desuso, como hicieron Azorín o Unamuno, por ejemplo.

          Les bonhomies son textos en los que predomina la visión satírica, crítica e irónica, con un profundo sentido del humor que convierte la lectura en una delicia. Es sorprendente el abanico de intereses de Carner, a la hora de fijar su atención para sacarle punta a situaciones de la vida cotidiana que describe muy vívidamente la temperatura moral  de la sociedad catalana del primer tercio de siglo. Los artículos en prensa, cuando son de este estilo de Les bonhomies, juegan mucho con la sorpresa, el retrato y cierta especulación intelectual que en modo alguno pretende avasallar al lector, cuya complicidad se busca constantemente. Pongamos por caso: Cada dia crec més que la innocència és una virtut proporcional a la massa (un home gros és més innocent que el magre espatutxí. I és, certament, més candorós un míting de 10.000 anarquistes que no pas una conversa de dues majordones), una masa que le sirve para recurrir a uno de sus más característicos rasgos de estilo, la sentencia: La multitud és una cosa exhilarant, dado que L’home sol no vibra. Detrás del estilo sentencioso no está el moralista, aunque también, ni el filósofo, sino el espectador curioso y detenido al que casi nada le pasa por alto, y son muy frecuentes las radiografías sociales al estilo de una ciencia, la «sociología» que comenzaba a dar sus primeros pasos: Tots sabem que mant catedràtic, en realitat, viu del llibre de text, i mant funcionari de les facilitacions o els alleujaments que consent, i mant periodista, del Govern Civil (con ese uso de mant por «numerosos» que tiene, hoy, un poderoso saber arcaizante).

          Los textos de Carner llaman poderosamente la atención por el finísimo grado de penetración psicológica que se exhibe en ellos, lo que lo lleva a analizar cualquier fenómeno en el que repara con una propiedad deslumbrante. Fijémonos, por ejemplo, cuando habla de las criaturas: Els infants, com els homes, tenen llurs conxorxes a cau d’orella i fan llurs malvestats de puntetes. Llurs crits en el joc no solament procedien de la convicció que, sense soroll, un joc us frustra: revelaven també l’expansió virtuosa de qui s’esmerça en quelcom habitualment lícit. En canvi, en l’entremaliadura, la cautela no solament és un ambient propici, sinó la meitat exacta de la fascinació de l’entremaliadura.

          Hay en los artículos dos elementos muy destacados, el sentido del orden social y un inequívoco elitismo, muy propio de la alta misión cultural a la que los novecentistas se sentían llamados, porque, al fin y al cabo, ellos eran los representantes de una cultura, la catalana, que quieren desarrollar no solo en el ámbito de lo literario sino de todas las manifestaciones artísticas. La visión del sujeto social propio de esa época está clara para Carner:  El conservatisme no és pas una teoria política: és el plaer de les petites habituds. [...] Avui el conservatisme és punyent, és aventurós, és èpic. Cosa que ningú hauria arribat mai a imaginar: té una mena de misticisme. […] La cosa més grisa del món, és avui en dia un socialista. El burgès ha conquerit aquesta aurèola jovenívola que és l’acció directa. El burgès és el protagonista exaltat del nostre període històric. De hecho, y recordemos que Eugeni D’Ors fue el presidente del IEC (Instituto de Estudios Catalanes), bien puede decirse que la siniestra etapa histórica que hemos vivido, con el intento de esas fuerzas burguesas de independizarse de España, pueden tener su origen en aquellos esfuerzos catalanistas del novecentismo. En cuanto a ese cierto grado de elitismo, recordemos la relación del autor con su vieja estilográfica, que lo lleva a hacer un retrato con cierta sorna de su propia persona: sense la meva estilográfica jo esdevenia, pràcticament, un analfabet. Sense ella, no em reeixia la mica d’estil literari que m’és habitual. […] L’estilogràfica m’havia malavesat amb el seu truc de fer-me semblar més fi intel·lectualment del que sóc. Parte de esa singularidad en medio de un ambiente, no diremos bárbaro, pero sí muy alejado de sus inquietudes intelectuales, es el hábito de la lectura de la prensa y su desesperación de no poder hacerlo los lunes —algo que acaso influyó en el conservadurismo franquista cuando crearon la institución de la Hoja del lunes, el diario gremial que salía cuando todos los diarios ejercían el preceptivo día semanal de descanso, pasado a mejor gloria…: Jo pertanyo a la categoria dels millors lectors de diaris: aquells que el llegeixen amb el cafè amb llet davant, sentint els ocells i amb aquella fresqueta. [...] Trobo inferiors, socialment parlant, els que tenen el costum de llegir el diario al tramvia o a la barberia. [...] La combinació del cafè amb llet i el diari, es, al meu juí, un veritable somriure de la civilització.

          Desde el vestuario monótono y deslucido de los hombres, frente al vistoso y colorista de las mujeres, pasando por el insomnio o el mismísimo aburrimiento, que le depara un texto lleno de ingeniosa indulgencia: Hom havia fet un paper ridícul. L’ensopiment ens el fa fer sempre, un paper ridícul.  Quan el sentim, ens sembla que anem d’acord amb la naturalesa, o l’ambient, o el fat històric. Fet i fet, l’ensopiment només està en nosaltres. L’aparent opacitat de la vida no és sinó un truc per dar més valor a la sorpresa imminent. Però el truc ens enganya. I per això és clàssic que la felicitat ens trobis sempre fent cara d’enzes, los intereses especulativos de Carner, para íntima y gozosa satisfacción de sus lectores, se fija en asuntos tan de ayer como de siempre: el insomnio, por ejemplo, que le arranca esa sutil maldad: El rellotge que canta les hores, ell sí que sap que no les canta sinó per als insomnes. I això el delecta, o cómo se ha de llamar a la oíslo —que decía Sancho Panza— de uno; se burla, no sin ciertos aires de superioridad manifiesta del «señor» y «señora» de los «castellanos», que es el gentilicio que anula muchos otros, presentes desde siempre en la realidad catalana: Quan parlem de la pròpia dona, el millor que podem fer és dir “la meva dona” (“ma femme”, diu una raça tan civil com és la francesa). […] “Home”, “dona”, són paraules excel·lents i altíssimes. Qui no ha somrigut en alguna estacioneta de la Manxa, en veient dues portetes que tenen aqueixes inscripcions: “Caballeros”, “Señoras”?

          Para no alargarme demasiado, que aún me quedan los «dos D’Ors», concluyo esta presentación de Les bonhomies con una reflexión sobre los domingos que cualquiera puede encontrar, en una versión del XXI, en el Dietario voluble de Enrique Vila-Matas. Quizás es demasiado pedir de los lectores que lean una cita tan extensa,  pero condensa, a mi parecer, una manera de entender la vida, la persona y el mundo, muy propia de los nuevos tiempos del novecentismo: Però la lliçó severa del diumenge — del diumenge de vuit a nou— és que cal tornar al límit. Som pobres o som rics., som petits o som grans. Som joves o som vells. La nostra vida. En realitat, no es desenrotlla en l’àrea on hi ha les diversions del diumenge, sinó en l’àrea on hi ha el nostre obrador, la nostra botigueta, o el nostre cafè, o la nostra taula de joc: és endebades que el que viu al carrer del Rech vagi, els diumenges, al Tibidabo; la seva realitat és el seu límit: el carrer del Rech. Igualment, la nostra vida no consisteix a eixir de nosaltres mateixos, a saltar per damunt del nostre estament, de la nostra edat, de les nostres capacitats, del nostre temperament, sinó a tornar-hi, a tornar-hi i vegetar-hi, si voleu, amb el consol de projectar nous oasis dominicals; però desenganyeu-vos, la veritat profunda és que el diumenge és fet per al dilluns. I aquesta veritat tremenda, un hom la sent inequívocament els diumenges, de vuit a nou, mentre als indrets públics hi escombren puntes de cigarret, esclofolles i agulles de ganxo, i els estatges particulars, una mica melangiosos, es tanquen darrera nosaltres com la capsa es tanca damunt el ninotet automàtic. Per això els diumenges, de vuit a nou, és quan coneixereu la gent moralment sana i la que no ho és. La que no ho és, ve afeixugada per un gep invisible, de decepció. Fa una mica el bot, per dins. És la gent estúpida que voldria viure de gemes de coco i cada any es creu estafada perquè no treu la grossa de Nadal. En canvi, la gent que, en l’esperit, és dreta i igual, sent una certa alegria en tornar  al seu límit. S’adona vagament que el límit no és solament una tanca amb trossos d’ampolla encastats al cim. És també el costum —quelcom de semblant a unes sabatilles— i és, al capdavall, quelcom de tan semblant a un hom mateix, que jo diria, simplement, que és la personalitat.

Y, para acabar, la prometida lista de léxico, a beneficio de los muchos amantes de la filología que me consta visitan estas entradas:

Abrivar. Espatutxí. Estemordir-se. Picossada. Daler. Sirgar. Enderga.  Mant. Aclofar-se. Ataconador. Capcineig. Amanyagar. Bròfega. Falziot. Bruel. Taül. Llogívol. Condícia. Llambregada. Acalar. Xerrotejar. Covar. Oratjol. Dalit. Entrelluc. Cirtabot. Juí. Baume. Engavanyada. Estre. Enagos. Cossi. Cedacer. Soliu. Capverd. Plagasitat. Blan (íssim). Fènyer. Prenotar. Catúfols. Taujà. Menyscurança. A gratcient. Pendís. Conco. Vern. Bròfeg. Enfrendorir-se.

 

          Una década antes de Les bonhomies, Eugeni D’Ors aparecía, ante la intelectualidad catalana como la gran esperanza para poner en el mapa europeo una lengua, una cultura y un discurso en la línea de lo estrictamente contemporáneo, lejos de otras reflexiones más centradas en lo castizo, como las de la Generación del 98. De hecho, la generación del noucentisme catalán es la equivalente a la del novecentismo español, también llamada la Generación del 14, una generación abierta a Europa y en la que figuran nombres de tanta trascendencia e interés como  los de José Ortega y Gasset, Manuel García Morente, Manuel Azaña, Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Rafael Cansinos Assens, Corpus Barga, Fernando Vela,  Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala, Benjamín Jarnés, Wenceslao Fernández Flórez o el premio Nobel Juan Ramón Jiménez.

D’Ors puede ser considerado el noucentista por antonomasia, y su labor ensayística ha de ser  preciada como una de las más importantes de los intelectuales de su época, no solo en catalán, su primera lengua, sino, posteriormente, en castellano, cuando, harto de las mezquindades del terruño, se trasladó a Madrid, castellanizó su nombre y abanderó, ideológicamente, el ideal conservador de la derecha española, el franquismo incluido.

          La publicación de La ben plantada, obra capital para la definición del género periodístico inventado por D’Ors, el Glossari,  en La veu de Catalunyua, marca el nacimiento de una corriente intelectual y artística en la que más tarde militará nuestro otro comentado, Josep Carner, cuyas bonhomies son legítimas herederas del Glossari D’Orsiano. Posteriormente, D’Ors recogió otras glosas en lo que podría considerarse una nouvelle, Gualba, la de mil veus, con un contenido atrevidísimo para la época, pues, atento al desarrollo de la nueva ciencia de la psicología freudiana, D’Ors narra en esas páginas la historia de un incesto solo explícito en forma metafórica, en el marco de una estancia en el pueblo de Gualba, en el Montseny, entre un traductor de Shakespeare y su hija, que le ayuda en esas labores.

Traducen El rey Lear, además, y la historia narra el extrañamiento social de dos seres intelectualmente muy unidos y a los que repugna la diversión colectiva como una pérdida de tiempo tan valioso como el del trabajo intelectual. El propio D’Ors enmarca perfectamente su historia: Enlloc com en la torbació de l’incest no es tradueix el pànic trasbals. Tinc dit sovint com les victòries del classicisme comencen triplement, a les albes de la civilització humana, amb la prohibició de l’incest, amb el menjar cuit i amb la silueta del bisó, reproduïda per analític discerniment a les parets de l’interior de la caverna. Se trata, como se aprecia, de un discurso que se acoge a lo que por entonces se denominaba, académicamente, Ciencias de la Cultura, especialidad de la que sería catedrático en la Universidad de Madrid en 1953, y cuyos intereses especulativos abrazan todas las manifestaciones culturales europeas, y muy especialmente el arte plástico, en el que D’Ors sería un reconocido especialista; y, en este caso particular de la narración, las teorías psicológicas freudianas, cuyos complejos, de Edipo y Electra, recoge en las páginas a propósito del concepto técnico imago.

          Si algo llama enseguida la atención de esta Gualba rural tan bien retratada en el libro de D’Ors, es la valentía imaginativa y narrativa del autor, que no retrocede ni siquiera ante imágenes que, a buen seguro, debieron de provocar en aquella época no pocos fruncidos de cejas: Un dia, en l’excursió, a l’amic va obsessionar-lo tossudament una comparança barroca. “Gualba —ell se deia— és la frondosa pubertat del Montseny”. Aquesta paraula no la va dir a l’amiga, és clar. Però, en cercar els ull d’ella, va veure que ella, inconscientment els esquivava, i els esquivava del paisatge de baix també —així algú que ha estat sorprès en la insana curiositat d’una vergonya. Imagino, como cualquiera que lo haya leído,  que los términos amic i amiga los tomaría D’Ors del Llibre d’Amic e Amat, de Llull, en una trasposición del misticismo a la sensualidad transgresora de unos impulsos pecaminosos que, como tales, los viven sus personajes; tal y como lo reconocen cuando abandonan el baile al que deciden asistir para confraternizar con los lugareños: Ella, lluny d’ell, comença de pregonament entristir-se; ell es dona a despacientar-se. [...] Mitja hora més tard, tots dos són fora.  Són fora, amb la boca amarga i una fosca rancúnia contra tothom i més encara contra ells mateixos. No es parlen. Pensen: “Com som diferents, nosaltres!...” I, de seguida, en la ment del pare, com una condemna: “Ésser diferent és un pecat”. I, com una sentència: “Ésser dferent és un pecat: el càstig s’anomena solitud”. I, encara, seguida d’un trencament de cor, i deixant-hi al dins una llei de basarda, aquesta intuïció profunda: —Sí. Però estar sol, que és un càstig, també és un pecat.

          La obra se estructura con capítulos muy breves que van intensificando la terrible atracción que sufren ambas almas, unidas por la pasión del trabajo intelectual, la contemplación de la naturaleza y el fuerte vínculo familiar, que no deja de imponerse como un espacio de intimidad compartida, en principio no sospechoso.  De los personajes casi se nos habla como de la pareja primordial, en términos paradisíacos, aunque en la descripción de la naturaleza se nos habla también de las larvas que representan la podre del pecado. Hemos de esperar hasta los capítulos XV y XVI para saber el nombre de cada cual, con unas pequeñas aclaraciones que contribuyen a darle espesor a los personajes dramáticos: Ell es diu Alfons, porque así se llamaba Lamartine, y lo escogió su madre, de formación francesa y devota del escritor romántico. Ella es diu Tel·lina, que vol dir Conxa, que vol dir Maria de la Concepció. Y parece ser que una sobrina de D’Ors era así llamada. Tel·lina en el ritmo, viu, es mou i és. [...] Tel·lina no representa, ni pels llunys, allò que una Ben Plantada. [...] No és escultura, com la Teresa exemplar, ni arquitectura, com la costa del Mediterrani. És música —talment Gualba la de mil veus... [Hom] creurà trobar en Tel·lina l’encís androgin d’una “minyona de l’Oest”, com les que en els films americans hom veu incansablement cavalcar, de ranxo en ranxo, de perill en perill, heroiques i acrobàtiques. La aparición de la referencia al cine, que nos parece hoy moneda común y corriente, representa en la época algo de una modernidad extraordinaria, como el poema de Rafael Alberti a Buster Keaton: Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca.

          Resulta también muy llamativo el paralelismo entre la tentación incestuosa y los ciclos de la naturaleza. Ni es romanticismo ni ecología, sino un conjunto de descripciones que pueden leerse en ambas direcciones: la contemplación sombría del paisaje desde el dolor de la tentación pecaminosa y la contemplación del pecado desde la degradación biológica de la naturaleza. Ambos mundos parecen sintetizarse en la leyenda que se incluye en la narración, la de la Goja: Vaig a dir-te la història de la goja o dona d’aigua, estimandeta. L’ha contada D. Víctor Balaguer. [...] Era un pagès i pagès principal d’aquí, que un dia li havia sortit de l’aigua la Goja, tota pàl·lida, amb els ulls verds, amb els cabells rossos, amb l’exàngüe cos fluvial. Esa Goja absolutamente becqueriana se acaba uniendo al labrador, con unos esponsales como nunca se habían visto en la comarca, pero, en un momento dado, por unas desavenencias entre ellos, este la pierde, aunque la ninfa fluvial, a espaldas del labrador, continúa cuidando de su familia: de él, de los hijos en común y de las labores de casa. Lo único terrible es que él ya no podrá volver a reunirse con ella jamás, pero la mujer de agua llora lágrimas que se convierten en perlas en la cabellera de su hija, con las que la casa familiar vuelve a recuperar su esplendor, desaparecido cuando  el marido la llamó del único modo que no podía: «mujer de agua».

          Las cartas a Tina, originalmente escritas en catalán en La veu de Catalunya, las encontré en la feria del libro citada, en una edición póstuma en castellano, pero, al tratarse de prosa de ideas, la «traición» al original es mínima. De hecho, fueron traducidas por el mismísimo D’Ors del catalán al castellano. El libro se publica durante los años de la Primera Guerra Mundial y recoge, desde una posición muy particular, la atmósfera enconada entre los seguidores de Alemania y de Francia en un país neutral como entonces era España. El libro se estructura en forma de cartas a la pequeña Tina, a quien conoció, junto con su familia, el autor, en una estancia en Davos. Dos hermanos mayores de Tina acabarán hospedándose en casa del autor y permitirán añadir al planteamiento la perspectiva alemana sobre el conflicto y sobre muchas otras cosas. Se trata, pues, de un libro de ideas, muchas de ellas de un nivel muy poco usual, por ejemplo, en nuestros tiempos, de debates tan chatos y apegados a la agitación y a la propaganda. Eugenio D’Ors se eleva a la altura discursiva de un planteamiento alejado de la política bélica, pues la herida que sure en carne viva el autor es la de asistir a lo que considera una auténtica «guerra civil» entre hermanos europeos. Europa es una patria cultural para D’Ors, y aspira a que lo sea también política. Por eso anuncia en las páginas del libro, y en el epílogo, la creación de lo que él denomina Unidad Moral de Europa, cuyo manifiesto comienza así: Tan lejano del internacionalismo amargo como de cualquier estrecho localismo, se constituye en Barcelona un grupo de hombre de profesión espiritual para afirmar su creencia irreductible en la unidad moral de Europa, y para servir a tal creencia dentro de lo que consienta la trágica estrechez de las circunstancias actuales. Quizás la actual polarización política nos permita entender la que se vivió en el 194 con el estallido de la guerra entre Alemania y Francia, un conflicto que, posteriormente, afectó a otros países, y cuya pésima solución diplomática abocó al continente a la Segunda Guerra Mundial, un calco más terrorífico aún de la barbarie que supuso la Primera.

          Desde esa conciencia europea que D’Ors defiende con sólidas razones y un amor inmenso por el legado de tantas y tantas generaciones que han contribuido a definir el espacio común europeo, solo algunos intelectuales de altos vuelos, como él, podían distanciarse de las banderías para abrazar la sagrada causa de la unidad europea. Según D’Ors, a Europa la pare Grecia, la amamanta la loba de Roma y la formula Carlomagno. Son frecuentes, por lo tanto, citas que avalan esa unidad europea: Goethe nace en Italia: todos recordamos su exclamación, al llegar a roma: «¡Por fin he nacido!».

          A través de las páginas de las Cartas a Tina, D’Ors va a exhibir todo el músculo de su talante especulativo, filosófico o ensayístico, lo dejo al gusto de cada lector, pero de lo que no hay duda es de la luminosidad potente de su pensamiento: Para un hombre práctico una solución puede ser una solución. Para el hombre especulativo, la solución de un problema significa, a su vez, un problema. La mente no conoce la resignación. Resignación de mente se llama ironía. Pero ironía es débil y precaria especie de resignación. Nada da por sabido y menos por definitivo. D’Ors es la luz que penetra hasta los más oscuros rincones de la realidad buscando el conocimiento o, dicho a su elegante manera de sabio de ágora: Filosofía no es arte de blandos ensueños, sino al contrario, ojo impávido sobre la realidad del mundo: ojo que ha disuelto en él la anécdota, dejándole únicamente su arquitectura de eternidad. A nadie asuste, sin embargo, esa preferencia por la expresión lírica, porque el autor desciende también a comentarios tan políticamente incorrectos como el de la participación de soldados senegaleses en la contienda a favor de Francia: Por otra parte, dicen que ya llegan a Francia los senegaleses, que se ha pensado en utilizar en la guerra contra Alemania., parece que estos son soldados que, al empezar la batalla, se desnudan. A estos negros salvajes, se confiará en la lucha la representación de aquel sentido espiritual al que debemos Nancy y las rejas de Jean  l’Amour. Y ya no podremos desear la victoria de las rejas de Jean l’Amour, sin desear la victoria de los negros salvajes. Junto a ese racismo propio de la época colonial en que aún viven, y a la que solo se le pondrá, si no fin, sí enmienda, en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, D’Ors también defiende una guerra que evite la destrucción:  Hay que vencer a las ideas; pero aniquilarlas es pecado. Es enorme pecado aniquilar las ideas y destruir las ciudades que les dan cuerpo visible y sustento. Recordemos, por otro lado, que la xenoobia se produce, también, dentro de esos estados que conforman las potencias europeas, y no hace falta recordar la inquina a los gitanos en España, la de los italianos del norte hacia los italianos del sur o esta jocosa muestra que recoge D’Ors de la propia Alemania: Los francofurteses gustan de repetir: «Aschnnffenburg ya es Asia». Aschnnffenburg es la primera ciudad bávara que se encuentra, a cosa de un kilómetro de distancia, si mal no recuerdo, de Francfort.

          Para entender la Europa de los años 30., hija del fracaso continental que supuso la Primera Guerra Mundial, no está de más que recordemos la densa que del conservadurismo y de su gran principio, la «autoridad», defienden no pocos autores de aquella época. En estas palabras de D’Ors se prefigura la reacción autoritaria de las derechas frente al caos ideológico y social que supuso la degradación democrática de los años finales de nuestra Segunda República, en España: Por la siguiente señal nos conocemos los hombres nuevos de cualquier país: por la manera de pronunciar la palabra Autoridad. […] Nosotros ponemos en la palabra la misma vibración de entusiasmo, el mismo fervor religioso y la presencia de un mismo infinito de idealidad,  que ponían los hombres de la Enciclopedia de la Afklaerung al decir Libertad. […] Hoy, en el arte, en la educación, en la ciencia, en la política, en la sociedad, el mundo siente de nuevo que un deseo imperioso, claramente articulado en las mentes selectas, un anhelo de Normas, de Principios, que ahorren la disolución exterior en las sociedades, la disolución interior en los individuos, amanece en el horizonte. Ansiamos eficacia, es decir, creación. Y cualquier creación quiere decir un creador, un «Autor». Y cualquier «autor», una «autoridad» […] Contra el monstruo de la anarquía, la nueva canción, que resuena en las conciencias jóvenes, podría llamarse: La Marsellesa de la Autoridad. ¡Ahí es nada, el atrevimiento ideológico liberal de D’Ors: la Marsellesa de la Autoridad. Pero, citándose a sí mismo, con esa conciencia acusada que tenía el autor de escribir desde el clasicismo: «Las Leyes son Normas, pero también son Armas».

          Ciertamente, estas cartas son un tesoro especulativo que quienes en su lectura se demoren gozarán y agradecerán como una amable introducción a la esencia cultural y espiritual de Europa, y en esas páginas descubrirá, por ejemplo, la importancia de La Scienza nuova, de Vico y el prototipo europeo que D’Ors cifra en el mayor artista europeo, a su juicio, de todos los tiempos: Rafael Sanzio [símbolo vivo y cifra del parentesco entre Grecia, Roma y Florencia, según lo define D’Ors], en justa correspondencia con su teoría sobre el Barroco:  hay que considerar el barroquismo, no aisladamente, como una escuela o sentido en el arte, sino como un hecho general de la cultura, a la manera del Clasicismo, como el Romanticismo; y que el barroco es el romántico más puro, el romántico que no ha encontrado todavía a sus clásicos, y que rompe un estilo antes de haber encontrado otro; es decir, el último resultado es que barroquismo es naturaleza. Así Vico lanza el grito por la naturaleza, que es historia, que es dinamismo, contra el siglo XVII, que era mecánica, que era figurativismo, que era razón.

En estas páginas hallarán sus lectores coincidencias y discrepancias con autores de tanto peso como Ortega o Unamuno, pero lo que el lector no dejará de agradecerle a D’Ors es su clarísimo posicionamiento a favor de un proyecto cultural y político que, como quiero destacar para acabar, aún está lejos de convertirse en la realidad plena que todos deseamos: He descubierto que no solamente conviene que la civilización prosiga. Sino que es imposible que no prosiga. He descubierto que, con ser deber nuestro defender la unidad de Europa, la unidad de Europa se podía pasar perfectamente de nuestra defensa; porque se trata de algo que no puede morir, destinado a afirmarse, y más cada día. He descubierto que, inclusive queriendo creer en la ruina y el hundimiento y en la división de la humanidad en bandas sin concilio, y la extinción de las mejores fuentes que nos han dado las más bellas cosas, siempre subsistirán dos repúblicas incólumes, encargadas de mañana devolvernos toda la gloria pasada y más. Subsistirán la República Universal de las Ideas y la República Universal de las Matrices.

Y una perla ética para acabar, no suya, además, sino oída en uno de esos congresos sobre la importancia trascendental de la cultura al que asistió el autor: «Para mí, la máxima capital y más comprensiva de la Ética es la siguiente: Vive de tal manera como si tuvieses que morir esta misma noche, y, a la vez, como su no tuvieses que morir nunca…».

sábado, 30 de noviembre de 2024

«Las esquinas del día», «Segundo Lucidario» y «Budhi Dhorma. Opiniones y peripecias», de Luis Valdesueiro o ¡el festín!

 


Las múltiples encarnaciones del ensayo: la bitácora, el aforismo y la autoficción filosófica, para un mismo fundamento: la perpleja razón vital.        

         

          Hay autores secretos a cuya obra se suele tener difícil acceso por una sencilla razón: no frecuentan la publicación, y si acceden a hacer público algo de lo que escriben, buscan a veces cauces que se apartan de lo ampliamente conocido, de ese mainstream donde flota vistosamente lo liviano… Una bitácora, por ejemplo. La literatura y el pensamiento son interesantes en función de su propia calidad intrínseca, no del medio elegido para ser dinfudido. Pero hay un gran prejuicio en dejarse llevar por la idea de que el oropel del envoltorio contiene algo más que lo trillado, lo obvio y lo mimético.

Luis Valdesueiro es uno de esos autores cuya obra he admirado desde antes de que publicara,  rompiendo un silencio de muchos años, su Lucidario, en 1997, al que siguió en 2001 su obra poética Cuaderno de sombras, publicado por Huerga y Fierro, en 2001. Las súbitas publicaciones provienen de largos años de trabajo callado y solitario, como «confiesa» en esa obra maestra de la ironía, la impostura y la autoficción que es  Budhi Dhorma. Opiniones y peripecias: A Budhi Dhorma le gusta la literatura; no así los libros en general. Libros hay a los que detesta. […] Budhi Dhorma es un escritor raro y avaro: le encanta ser su único lector. De ahí que toda su obra permanezca inédita. De pronto, y por la sencilla razón de que las palabras son monumentos más duraderos que el bronce, y de que hay en el recóndito y sabio escritor un alma de editor pulquérrimo, sale a la luz Las esquinas del día (Divagaciones, 2009-2013), para general deleite de cuantos lectores quieran acercarse a ella con la convicción que quiero transmitirles de que muy probablemente se acercarán a un futuro clásico de nuestras Letras. Como un gesto magnánimo de generosidad ha publicado, de su muy amplia producción aforística, lo que ha denominado Segundo Lucidario, por serle fiel al espíritu del primero. Son tres volúmenes distintos, pero con un solo autor verdadero que aparece en los tres con idéntica fuerza creativa y capacidad intelectual.

Las esquinas del día (Divagaciones, 2009-2013) pertenece por derecho propio al género del «dietario», con antecedentes espléndidos en nuestra literatura, y una variante clara del «ensayo» creado por Montaigne y cultivado después por autores como, pongamos por caso, un poco al azar del recuerdo a bote pronto,  Pessoa, Michaux, Valéry, Eugenio D’Ors, Gabriel Miró o, recientemente,  Pere Gimferrer, Enrique Vila-Matas y tantos otros que han hecho de este género una suerte de cajón de sastre de la reflexión, la poesía, la anécdota, el poema en prosa, el recuerdo, el apunte ingenioso, la filosofía y la crítica. Hay algo, también, de los famosos Propos de Alain y, en general, de una literatura «de ideas» cuya nómina me ocuparía no pocas páginas. Y, la verdad, prefiero hablar del placer lector constante que significa sumergirse en unos textos con tanta calidad, inspiración ¡y hasta espíritu de servicio a los lectores!, como los recogidos en esta antología. Lo mejor que podría decir de este volumen lo incluye el autor en una cita de Quevedo, escritor a quien Borges consideraba muy por encima de Cervantes, a pesar del Quijote: De mí solo aseguro que ni el que me empezare a leer se cansará mucho, ni el que me acabare de leer se arrepentirá tarde, porque la humildad de quien sabe es proporcional a la entidad de lo que sabe, y por eso los lectores irán leyendo entre asombrados, aleccionados, divertidos y pensativos reflexiones de todo tipo y de un mismo calado, porque incluso de sus páginas, como he tenido la oportunidad de comentarle al autor, hasta podría hacerse una reducida selección que bien pudiera ser intitulada Nueva consolación de la filosofía, en honor al entrañable Boecio de inmarcesible recuerdo. He asignado el género del dietario a este volumen, porque tiene algo del día a día que suele reflejarse en las bitácoras, donde se entra con la periodicidad, a menudo, de un dietario, y porque los escritos van mucho más allá de la confidencia personal para encanarse en los altos tejados de la filosofía o la meditación existencial, que no desdeña, sin embargo, reflejar lo más cercano y humilde de la actualidad que se comparte con el común de los conciudadanos. Bien podría haber hablado del género de la miscelánea, como aquellas polianteas clásicas en que se contenía lo divino y lo humano, lo narrativo, lo poético, lo popular y lo culto, en un alegre matalotaje que recreaba a los lectores. Desde una definición de la «sátira»: La sátira es una flecha envenenada, y pocos saben cebar sus flechas con veneno. Se necesita mucha rabia contenida para dominar la sátira; el mínimo adarme de bondad la frustra. Swift se sinceró con Pope: «El fin principal que me propongo en todos mis trabajos es vejar al mundo…», hasta el apunte existencial: El dolor es la compañía más premiosa: el dolor, cuando trabaja, no descansa, hasta el apunte sociológico: FOTOGRAFÍA Y VERDAD. Eran los tiempos en que reinaba la propaganda y una imagen valía más que mil palabras. A diferencia de los tiempos que corren ahora, que son tiempos en los que una imagen engaña más que mil mentiras, los textos contenidos en la selección de este volumen, que se lee como una exhalación, porque se nos vuelve adictiva su lectura, tanto descubren recónditos rincones del alma:  RELACIONES EXTRAÑAS. Hay épocas de la vida en que uno mantiene consigo mismo extrañas relaciones: no se oye hablar, no escucha lo que piensa, obra sin porqué, esquiva su camino. Y, sencillamente, se deja vivir: vivir como si su vida le fuera ajena, vivir como viven los muertos que todavía viven… (Aunque también es posible que necesitemos olvidarnos de nosotros mismos para volver a encontrarnos) o Somos tan humanamente oscuros que nos merecemos la mayor compasión, mal que le pese a los filósofos fieros, como, ¡infinita recompensa tenga su generosidad!, nos descubre, en benemérita labor, la existencia de otros escritores de su propia condición, «secretos», «discretos», con un inquietante punto de misteriosos y necesarios, una vez descubiertos. Así, para ilustración de quien escribe, el texto nos descubre autores que muy rara vez, salvo entre un reducido coro de entendidos, son siquiera mencionados: Tal es el caso de Albert Caraco, de quien ya he leído, apenas he acabado el libro de Valdesueiro un libro suyo al que me empujó su presentación: Quien abraza al azar el Breviario del caos [de Albert Caraco] se encontrará irremediablemente ante un auténtico caos: un guirigay de ideas homicidas, deseos malsanos y profecías tenebrosas, todo ello expresado con una frialdad metálica que aturde y anonada. Su breve biografía nos habla de un dandi tan sometido a sus progenitores que difirió el momento de su suicidio hasta la muerte de ambos, y lo cumplió, pocos días después de la muerte de su padre en 1971. Eso sí, antes, tras la muerte de la madre eçscribió sobre ella un texto, Post mortem, que se abre con la interesante declaración de no haberla querido nunca, y que he colocado en la primera posición de mis inminentes lecturas. Después de la Carta a mi madre, de Simenon, aquí criticada en este Diario, y dadas mis problemáticas relaciones con la mía propia, se entiende fácilmente que esté interesado en él; César Simón, que fue director de un Instituto en Benatússer, de actualidad por haber sido una de las localidades arrasadas por la riada de Valencia, casi desconocido, aun teniendo en su haber 18 publicaciones, es autor de En nombre de nada, escrito mientras el autor padecía un cáncer que acabó con su vida; Alejandro Rossi, autor de un preciadísimo Manual del distraído, del que lo que llevo leído me parece magnífico, en el nivel exacto del contenido de estas Esquinas ; y así nos presenta Valdesueiro a otro de sus «congéneres»: Al hojear un libro sobre el ensayo mexicano (buscaba los aforismos de Carlos Díaz Dufoo, hijo) he descubierto un curioso ensayo: “Libros que leo sentado y libros que leo de pie”. José Vasconcelos, su autor.  Y enseguida me he lanzado a leer los Epigramas del tal Dufoo, hijo, quien eclipsó al Dufoo padre. Se trata de un autor, como casi todos los reseñados, que vive en la inmensa minoría que dictaminó JRJ, un aforista muy valorado por Alfonso Reyes. Y he aquí una brevísima muestra de su ingenio:  Cultivó el arrebato para dar razón de síCree en las ideas con la sumisa ilusión con que un ciego de nacimiento cree en la luz son dos ejemplos excelentes de su microsofía, que dice de su obra el prologuista Heriberto Yépez …; y, finalmente, otro mejicano, Ramón López Velarde, autor de El minutero, una obra maestra de apenas 35 páginas, ya leídas, en cuyo primer texto, Obra maestra, escribe: El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza.

Muchos otros referentes, literarios e intelectuales, son ampliamente conocidos, Leopardi. Klemperer, Pessoa (y sus heterónimos), Marco Aurelio, Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Bloy, Gómez Dávila… y un largo etcétera, porque un Dietario lleva la cuenta, también, de esa parte sustancial de la vida de un escritor que son sus lecturas, y de lo que puede estar seguro el lector de estas Esquinas es de que cualquier aparición «estelar» responde a una lectura íntima de cada autor, porque es la propia vida del autor la que se entreteje con lo leído, de tal manera que observamos una suerte de formación intelectual que se desarrolla ante nuestros ojos incrédulos, no solo por la sagacidad de las lecturas, sino de las reflexiones de tanto calado que provoca en el autor. O dicho en palabras de Gómez Dávila que él recoge: Recuerdo el dictamen de Gómez Dávila: «El escritor que no ha torturado sus frases tortura al lector». ¡Y qué bien aprendió la lección del ilustre colombiano!, autor de una auténtica obra magna: Escolios a un texto implícito, de cuya existencia supe en otra bitácora donde habita, luminosa, la cultura que casi ha desaparecido de los antiguos centros del saber: El café de Ocata, de Gregorio Luri.

Valdesueiro, excelente aforista, como luego veremos, tiene el don de la definición, de ahí su inmensa capacidad para hacerlo de la forma más sucinta y brillante, como cuando define la paradoja a propósito de Unamuno: Decir Unamuno es, en muchos casos, invocar la paradoja, esa suerte de toreo lingüístico con ribetes metafísicos. En otras ocasiones esa vena ática se manifiesta en su predilección por la sentencia como recurso clásico: Si caemos en la trampa del futuro, adiós felicidad, que tan de cerca sigue el ejemplo de los autores en los que bebe con fruición y provecho: Marco Aurelio […] nos entrega una de esas perlas que enriquecen la existencia: «el orgullo es un terrible embaucador de la razón» o el clarividente: Releer un libro es como mirarse en el espejo del pasado. Un espejo cuyo azogue son los años idos. Al releer no solo leemos de nuevo al autor; a nosotros mismos nos leemos, ya que es inevitable espiar con el rabillo del ojo a aquel que antaño fuimos.

Hay, y no quiero dejar de apuntarlo, para aligerar lo que puede malinterpretarse como una suerte de solemnidad en el contenido del volumen, el archipeculiar sentido del humor del autor, dispuesto a regocijarse incluso con la más popular de las referencias, porque una bitácora por fuera está abierta a la realidad toda, sin exclusiones ni dogmatismos, y así, es posible encontrar en ella la atención del autor a los disparates de los famosos, como las célebres frases que todo el mundo recuerda:

Sofía Mazagatos: «Me gustan los toreros que están en el candelabro» y «Me gusta mucho Vargas Llosa, pero no he tenido ocasión de leerle».

Terelu Campos: «La aspirina fluorescente es más rápida y eficaz».

Christina Aguilera: «¿Dónde se celebra el Festival de Cannes este año?».

Yola Berrocal: «¡Qué calor!, ¡qué soborno!».

Rocía Jurado: «Llovía muchísimo, parecía el Danubio universal».

          O estas otras, absolutamente desconocidas, pero atravesadas del humor accidental irresistible que les confiere su condición de frases realmente escritas en los preceptivos informes médicos:

          El paciente no tiene historial de suicidios.

          El paciente rechazó la autopsia.

          Afirmó que había sufrido estreñimiento durante casi toda su vida, hasta 1989, cuando se divorció.

          El examen de los genitales resultó negativo, excepto por el pie derecho.

De lo que estoy archiconvencido es de que Luis Valdesueiro se libra del insulto que él ha leído en la biografía que de Valle-Inclán escribiera otro gran ilustre de nuestras Letras: Ramón Gómez de la Serna, autor inclasificable y único:  INSULTOS. Su alma de poeta convertía a Valle-Inclán en inventor de estridentes insultos, alguno reservado en exclusiva a los literatos, como este que recoge Ramòn Gómez de la Serna: —¡Prosero! , que puede hacer temblar a cualquiera que coja la pluma tras haber publicado Valle-Inclán su depuradísima obra. El autor de Las Esquinas del día es muy consciente, como se comprobará por lo hasta aquí leído, y por lo que vendrá después, de la necesidad de practicar la quintaesencia en punto al estilo y al contenido de sus textos, y los lectores agradecerán la justeza de una expresión que no cede ni a la retórica ni al sentimentalismo ni al alarde de la erudición, porque aquí se manifiesta un ser de carne y hueso con sus debilidades, sus temores, sus triunfos, sus arrogancias y su infinito amor al conocimiento, a la literatura y a todas las manifestaciones del espíritu que nos entrega la intimidad desnuda de otro semejante, como bien lo sentenció Baudelaire: — Hypocrite lecteur, — mon semblable, — mon frère! Dejemos, ya para acabar, y como avance de lo que pueden encontrar los lectores en esa Nueva consolación de la filosofía de la que hablé, este texto preciso, ajustado y esclarecedor:

 AGUJEROS NEGROS. Hay días en que cunde la desidia, el tedio mortecino, la nada zalamera. Días en que el pulso de la vida parece no latir, y la sangre se enfría, y la ilusión claudica, y el futuro espanta. Días en que la indolencia duele mansamente.

Acontece acaso que se teme con pavor: ¿y si siempre fuera así? Pero no cabe el recelo, pues nada dura para siempre. Todo se pasa, dice la mística Teresa, todo. Se pasa todo. Y así, el año se vuelve efímero y todos los días del mundo son un solo día en el devenir del tiempo.

El dolor y el placer se acaban, la alegría y la tristeza tienen fin.

Nada alegra con alegría eterna, nada duele con eterno dolor.

Y si la savia del placer esconde felicidad, la savia del dolor es toda sabiduría.

 

          Budhi Dhorma. Opiniones y peripecias. Es una obra con muy precisa genealogía, porque, aunque imita la sabiduría oriental y se inspira ciertamente en la literatura zen, no es menos cierto que el envoltorio deja ver enseguida dos antecedentes muy queridos por el propio autor, amante de la tradición literaria francesa y traductor de algunos de sus autores. Como oro en paño guardo yo no solo su traducción de la Anabasis de Saint-Jon Perse y El espacio proustiano, de Georges Poulet, sino, sobre todo, Un tal pluma, de Henry Michaux, inspirador directo de la creación de Budhi Dhorma, como acaso lo sea, también, el Monsieur Teste, de Valèry. Añadiría, si estamos hablando de textos muy marginales a la gran corriente de la Literatura, el Milo Cartunesco, de Rafael Carreras, de quien ya critiqué en este Diario su exigente novela, aún inédita, Celebración del sentido. Que hay no poco de autoficción en el personaje es algo que solo detectarán quienes tengan el privilegio de conocerlo, tratarlo y amarlo, porque todo él, Budhi Dhorma, está vertebrado sobre un sentido del humor muy pero que muy particular, y que el autor ha sabido expresar magníficamente para deleite de quienes se sumerjan en su amenísima lectura. La distancia irónica respecto del personaje es una constante en todos los breves capítulos de que consta el libro. Pongamos, a guisa de ejemplo, el siguiente: Budhi Dhorma no solía tener ideas claras sobre casi nada (eres tonto y lo pareces, le habían recriminado muchas veces en su tierna infancia). Capítulo tras capítulo, el autor va trazando los trasgos inequívocos de un «bendito», de un «rico de espíritu», según la muy precisa y extensa monografía que Jaime Vándor dedicó a esos personajes literarios tan a menudo tenidos por auténticamente «idiotas», un concepto que recoge el autor como timbre de orgullo: Budhi Dhorma sospecha unas veces que lo toman por idiota. […] A Budhi Dhorma no le agrede la palabra idiota; atisba en ella una imagen de la santidad, la sabiduría del amor. Si alguien tiene alguna duda de sobre qué está hablando el autor, le recomiendo vivamente, además de la lectura del libro de Vándor, el visionado de la película de Edward Dmytryk El hombre que no quería ser santo.

          La excelencia del libro estriba en la facilidad con que acabamos familiarizándonos con Budhi Dhorma, bien sea porque nos sorprenden sus a menudo extravagantes planteamientos, bien porque muchas otras comulgamos con sus postulados y asentimos como si estuviera hablando por nosotros, y, sobre todo, porque se nos aparece como un personaje trazado por la mano del más experto contador de historias y no reparamos en el artificio de su creación, sino en la verdad de lo creado: A Budhi Dhorma no le preocupa tanto conocerse a sí mismo como ser el que es. Y a veces piensa que cómo va a ser el que es sin conocerse a sí mismo; pero en otras ocasiones piensa que solo siendo el que es podrá conocerse a sí mismo. Budhi Dhorma está algo perdido y confuso, pero sabe que es tan solo una gota en el océano de la vida, y que más tarde o más pronto, se evaporará sin dejar rastro. Es sorprendente el modo como el autor, siguiendo un poco, muy de lejos, la Vida y opiniones de Ttristram Shandy, nos perfila el personaje con rasgos que participan tanto de lo más común como de lo más selecto: Budhi Dhorma no duerme bien;  A Budhi Dhorma le gusta el silencio de las bibliotecas, cuando lo hay; A Budhi Dhorma le aterra la verdad: exige tanto, se dice. Pero más le horroriza la mentira: destruye tanto, se dice o, para redondear el famoso botón de muestra esta maravillosa reflexión: Lo terrible del fuego del infierno —razona BUdhi Dhorma con lógica escolar— no debe de ser lo que duele, sino lo que dura.

          Segundo Lucidario se ofrece a los lectores,  como el segundo abordaje de un género que parece indicado para esta época en que la lectura clásica de obras literarias ha sufrido un espectacular descenso en el número de lectores y la cantidad de libros leídos a lo largo del año, sobre todo entre los jóvenes, de quienes dudo mucho que tengan el hábito de ir construyendo su biografía al tiempo que su biblioteca particular, no la de sus padres, caso de que estos la tengan.

No le era fácil al autor mantener el nivel de calidad de aquel Lucidario de 1997, pero su manifiesta capacidad para el género y su copiosa producción durante ciertos años —aforismorrea la llama el propio autor en el prólogo Al lector con el peculiar sentido del humor de su acerada ironía—  han posibilitado una selección en la que, al margen de algún desnivel, al que cualquier aforista forzosamente se enfrenta, se renueva aquella calidad deslumbrante de su estreno en el género. La principal diferencia entre Segundo Lucidario y el primero es la opción elegida: privilegiar los textos cortos frente a algunos del primero que se acercaban a los extensos de Litchtenberg, Canetti, Kafka o el propio Nietzsche, todos ellos autores leídos y releídos con auténtica devoción  por el autor. Ya dije al principio que hay una estrecha ligazón entre los tres libros, porque, de hecho, en todos se reproduce un mismo modo de abordar, desde la frecuentación de la paradoja, la ironía o el asombro, la realidad en la que el autor está inmerso, si bien desde una distancia, la de la soledad y el retiro, que aguza la mirada y le permite descubrir claves que a otros les pasan desapercibidas.

          Como no es cuestión de chafarle la lectura a los posibles lectores, selecciono unos cuantos aforismos que dan a entender el método creativo del autor, quien siempre es capaz de sorprendernos por la agudeza de su afilado punto de vista y por la suma perplejidad que manifiesta frente a lo incognoscible y frente a sí mismo, acaso, para él mismo, el mayor de los misterios: ¿quién que escriba no escribe siempre para descubrirse hasta el más recóndito rincón de sí mismo? Otra cosa es que la realidad y uno mismo se escape de ese intento de caza, pero ¡qué munición luminosa, la de estos aforismos-bala que, como quería Bergamín, son «certeros»: De no ser quien somos, ¿querríamos ser quien somos?, y ya se advierte que el método de Valdesueiro incluye necesariamente al lector, cuya función él concibe en la órbita de la más estricta hermenéutica literaria actual no como el destinatario, sino como el necesario completador de la invención a la que se acerca: El lector despierta a la obra de su letargo. Su visión de la realidad tiene ese punto crítico del ser condicionado por la sociedad, un sujeto cuya individualidad reclama como lo hace Budhi Dhorma: Budhi Dhorma es simple y no cree en los universales. Para él solo existe el individuo. […] Él se siente único y solo, individuo al fin, separado de todos. Por eso, sin duda, concibe la realidad como una cárcel que trata de oprimir o reprimir, según los regímenes políticos, esa libertad: La jaula es tan grande que a veces no vemos los barrotes. Ello no obsta para aferrarse a la pasión como última ratio existencial: La pasión es la sed de los sentidos. Y por eso sabe con ciencia pascaliana —otra de sus grandes influencias— que Cuando el corazón razona, la razón delira.

Y así, en efecto, podría seguir páginas y páginas, pero mi misión es la de dar a conocer obra tan «necesaria», no atentar contra los exiguos derechos de autor de un volumen, como todos los de aforismos, cuyo valor está en función del asentimiento del lector a lo que lee. Y vaya por delante la humildad del autor: Que no hay aforismos malos sino malos lectores es el consuelo de los malos aforistas, antes de hacer yo mío, en calidad de «mal aforista» publicado uno que me viene de perillas para concluir: Quien habla en plata, ¿calla en oro?

Felices lecturas.

martes, 26 de noviembre de 2024

«Escritos (1966-2016)», de Joseph Kosuth, la teoría del Arte desde la práctica.

 

Una aproximación al arte conceptual desde un heterodoxo teórico: Joseph Kosuth.

          Gracias a la gentileza bibliográfica de Derecha Spinozista, artista que muestra su obra en X, así como su agudeza hermenéutica, he entrado en lo que parece ser la «biblia» del arte conceptual, de la que Joseph Kosuth es su principal profeta y definidor. Este libro recoge sus escritos teóricos, y leerlo ha sido muy provechoso, porque me ha permitido adentrarme en una especulación sobre el arte que conviene hacer constantemente, sobre todo cuando tenemos una historia del arte tan extensa y rica y, al mismo tiempo, los nuevos derroteros artísticos se apartan radicalmente, vía negación, de esa historia para partir de un grado cero que podíamos sintetizar en la repetida definición de «arte» que nos ofrece Kosuth: La única razón del arte es el arte. El arte es la definición del arte. Sí, se trata de una definición tautológica, pero no olvidemos la autodefinición de don Qjuijote: Yo sé quién soy, de innegable origen bíblico: Yo soy el que soy.

          Hay algo de imposible definición en el concepto «arte», palabra tan corta cuanto de largo alcance, y a fe que llevamos girando reflexivamente alrededor de ella siglos y siglos. Por ello, conviene partir para este viaje de lo que más se aproxima a una definición de arte para el conceptualismo: Una obra de arte es una tautología en el sentido de que es una presentación de la intención del artista, esto es, el artista está diciendo que una obra de arte particular es arte, lo cual quiere decir que es una definición del arte. Así que ese arte es verdad a priori (y esto es lo que Judd quiere decir cuando dice que «si alguien lo llama arte, es arte»). Pero esa misma definición ya nos aboca a una  condición tan vaga que nos permite entender, entonces, la posibilidad de que pasen por «arte» muchas intervenciones más cercanas a lo que cierto público puede considerar antes un timo artístico que una obra artística que pueda entenderse como «continuación» de la magnífica historia del arte que se ha ido construyendo a lo largo de los siglos, y que recoge obras absolutamente geniales que están en la memoria de todo el mundo, por supuesto, por poco cerca que se viva de esas manifestaciones de la creatividad humana.

          El «corte» conceptual es radical, aunque también tiene su «historia», su tradición y sus «mayores», como puede apreciarse apenas reparamos en la existencia de las Vanguardias, nacidas en los primeros compases del siglo XX, cuando, para Marinetti, un automóvil rugiente es más bello que la Victoria de Samotracia. Entre la destrucción del pasado y su reivindicación, el afán explorador del espíritu humano concibe, con tanto espontaneidad como constancia, nuevos caminos expresivos que pueden o no caer dentro de ese acogedor concepto de arte, que da de sí para lo que da, esto es, para casi todo, y que tanto recuerda la definición que dio el Premio Nobel Camilo José Cela de lo que era una novela: novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela».

          Las tautologías suelen ser el reconocimiento de nuestros límites, pero, a veces, son la luminosa intuición que nos conduce a nuevas formas artísticas. El conceptualismo, tan emparentado con la «instalación» y con la «performance» («arte de acción») bien puede decirse que nace, al decir de Kosuth de la obra de un artista único, Marcel Duchamp: La función del arte en tanto que pregunta fue propuesta por primera vez por Marcel Duchamp. De hecho es a Duchamp a quien debemos reconocer el mérito de haberle dado al arte su propia identidad. […] El evento que hizo factible la revelación de que era posible «hablar otro idioma» sin por ello caer en el sinsentido en materia artística, fue el primer ready-made de Marcel Duchamp.[…] Este cambio —de «apariencia» a «concepción»— marca el comienzo del arte «moderno» y el comienzo del arte «conceptual». Todo el arte (después de Duchamp) es conceptual (en su naturaleza), ya que el arte solo existe conceptualmente. Se advierte claramente en esta manifestación que el arte conceptual va bastante más allá de la «obra»  de lo que podamos imaginar, y que los procesos de resignificación de lo dado constituyen el principal fundamento de esta nueva tendencia artística, llamada a superar a todas las demás, pues pone el acento no tanto en la obra cuanto en el proceso de significación, libre de todos los condicionamientos a que han estado sometidas las obras del arte, y ello incluye el propio estudio del arte, la relación con el público e incluso con los materiales: nada escapa de la nueva «mirada» conceptual que aspira a la conquista de la verdadera expresión artística, la que lleva implícita no solo la obra, sino también la teoría. Como dice Roc Laseca en su acertado prólogo: El conceptual liberó a las imágenes del régimen artístico dado; o, más bien, las reinscribió en una problemática mayor: la de la cultura. […] «El acto loco de dar al mundo una imagen», advirtió Lyotard en el prólogo de la primera edición inglesa de esta antología. Ello lleva implícita, por lo tanto, una contextualización de límites muy problemáticos, dada la ambición del conceptualismo. Que el artista lleve implícito el crítico, porque toto se resuelve en una explotación de la definición de arte, me recuerda la definición de Lezama Lima: Lezama Lima: Clásico es el escritor que lleva un crítico consigo y que lo asocia íntimamente a su trabajo. Por eso el autor recurre a Goethe: Goethe: La sabiduría más alta consistiría en comprender que todo hecho es ya una teoría.

          Para el arte conceptual es más importante la idea que la obra, de ahí lo mucho que choca este arte con el arte tradicional, quizá porque se acerca más a la filosofía — El arte es, de por sí, filosofía concretizada, defiende el autor—que a la materia: El arte conceptual, dicho de manera simple, tenía como principio básico la comprensión de que los artistas trabajan con el significado, no con formas, colores o materiales. Cualquier cosa puede ser empleada por el artista para echar a andar la obra —incluyendo formas, colores o materiales—, pero la forma de presentación en sí no tiene ningún valor independiente de su rol como vehículo para la idea de la obra. […] Una obra dentro del proceso de significado no puede estar conceptualmente limitada por las limitaciones tradicionales de la morfología o de la objetualidad [sic]. Y el propio autor lo demuestra en sus escritos, en los que recoge numerosísimas citas de filósofos y ensayistas en cuya tradición epistemológica quiere inscribirse.  Que la «intención» del artista determine la condición artística de la no-obra, a veces una instalación, a veces una re-significación profunda de la propia realidad en cualquiera de sus niveles, nos acerca a una suerte de planteamiento antropológico que relaciona el conceptualismo, como se ha dicho anteriormente con el amplísimo contexto de otro concepto parecido al de «arte», el de «cultura». Si la «intención» lo es todo, no puede extrañarnos que de la idea hayamos dado un salto hacia el «hacedor», quien se convierte a sí mismo en la materia prima de ese arte, y por ahí desembocamos en la performance o  «arte en acción» de quien deviene un «artivista», entregado en cuerpo (como significante) y alma (como significado) al arte «nuevo», «raro», «incatalogable» y «desafiante»… Tememos como ejemplo al artista que ocupa uno de los grandes espacios del Museo Guggenheim de Bilbao, Richard Serra:  Yo no hago arte —dice Richard Serra—, yo estoy involucrado en una actividad; si alguien quiere llamarla arte, eso es asunto suyo, pero no me concierne a mí decidirlo. Todo eso se resuelve después. Más adelante, Kosuth nos recuerda el sentido de ese «involucrarse en una actividad»: Los artistas viven el arte como un proceso. Los historiadores del arte experimentan las artes como una serie de «obras maestras». Ese proceso es el que lleva a inscribir la «actividad» en el amplio contexto de la cultura que nos acerca más a la artesanía, como manifestación cultural compartida,         que al individualismo creador y a la preeminencia de la obra y todo su contexto: la figura del crítico, la creación del Canon y la escritura de la Historia del Arte. A la pregunta de cuál era la materia de su arte,  el joven Kosuth respondió: : Trabajo con las relaciones entre las relaciones.

Sí, lo confieso, el arte conceptual deriva, acaso en exceso, hacia la abstracción, con el consiguiente peligro de «perder pie» en ese mar proceloso, agitado por todos los vientos del capricho, lo que nos deja sin asideros, sin seguridades, tan pronto expuestos a la falta de aire del escepticismo como al empacho hidrópico de sutilezas inmateriales. No es un espacio cómodo, en efecto,  porque nos obliga a reconsiderar constantemente el lugar del creador, de la obra, y también nuestro propio lugar en ese tejido de «relaciones» del que hablaba Kosuth, y que coincide con la teoría del autor de Roland Barthes, o mejor dicho, de La muerte del autor:  Un texto no es una línea de palabras que liberan un significado teológico único… sino un espacio multidimensional en el que una variedad de escritos, ninguno de ellos original, se mezclan y se enfrentan. El texto es un tejido de citas extraídas de los innumerables centros de la cultura.

Epílogo: el 8 de marzo de 2008, Día de la Mujer, las artivistas milanesas Pippa Bacca, sobrina del artista conceptual Piero Manzoni, quien empaquetó y vendió sus propios excrementos bajo el rótulo: Mierda de artista, y Silvia Moro, también artista multimedia, decidieron realizar una performance: vestidas de novia, recorrerían los países de los Balcanes, hasta hacía poco territorio de cruentas guerras, para «casarse», simbólicamente con la paz, y llevar un mensaje de amor y confianza en «el otro» que tenía su destino en la ciudad de Jerusalén. Cuando por ciertos disensos en el modo de interpretar la «acción», ambas artivistas se separan en Turquía, Pippa Bacca aceptó el ofrecimiento de un conductor para seguir camino desde Estambul hacia Ankara. A unos 50 kilómetros, el conductor detuvo el coche, violó a la joven de 33 años, la estranguló y la semienterró desnuda en un campo. A los pocos días asistió a la boda de su sobrina y con la cámara de la artivista grabó unas imágenes de dicha boda que cierran, trágicamente, el documental que Joël Curtz dedicó al malhadado destino de la artivista  milanesa.