martes, 27 de septiembre de 2016

La invitación del pórtico a deambular...

                      


                               LA ESPAÑA VULGAR
                       (Libelo libelular)

El estado reflexivo es contrario al natural. El hombre que medita es un animal depravado.
                                                           J.J. Rosseau

 1. Introducción depravada
  
No desde los ojos del exquisito que no soy, sino desde los del hastiado al que se le ha vuelto imposible soportarla, por puro hartazgo, por empacho estomagante, emprendo esta invectiva contra la vulgaridad que causa devastadores estragos en un país de tan triste historia como es la de España, si no erraba el vate arrabolero, y de tan ambiguo presente macroeconómico, como no yerran los indicadores estadísticos de los conspicuos mamones, es decir, de los secuaces de Mamón, los despreciables chulos engominados de la liquidez y los futuros a quienes las miserias de la microeconomía les parecen un justificado efecto colateral inevitable de su explotación del mundo. En el babilónico lenguaje contable, ¡y constatable!, del debe y del haber, las crisis siempre las padecen los mismos, porque también son los mismos, pero otros, los que sacan tajada de ellas, cíclicamente. ¿Hay espacio real o ficticio, desde la educación hasta la política, pasando por el mundo del espectáculo, el de las sectas religiosas, con la católica a la cabeza, las ufanías literarias, los eméticos jardines del botellón, las paradas-consulta del mercado o los programas de televisión, entre otros..., donde la vulgaridad no se haya convertido en dueña y señora chillona y marimandona, desgarrada y pandémica? Tampoco pretendo hacer sociología de baratillo o antropología inocente, y mucho menos levantar estampas costumbristas desde las corrosivas y pedagógicas luces de la sátira moralizante. No. Quiero desahogarme. Así de claro. ¡Y de necesario! Porque es de justicia que, al menos, ponga el grito en el cielo de celulosa reciclada el hijo de vecino que sufre tan en silencio la inhumana agresión ética y estética de la vulgaridad rampante, desacomplejada, jaleada, mimada, espoleada, bendecida y votada.  La corrección política y el mercado insaciable y omnipotente han creado una sociedad monstruosa cuyos miembros, permanentemente adulados para obtener de ellos el valioso voto y sus magros ingresos mensuales, se han convertido en dictadores del  gusto aberrante que abarca todos los aspectos de la vida. La masa se ha Petronizado y cualquier hijo o hija de vecina se cree el árbitro de la elegancia. Así pues, apenas nada ni nadie puede escapar de esa viscosa vulgaridad que, como la publicidad, se cuela de matute en nuestra vida y nos la hace imposible, insufrible, insoportable, invivible. Interactiva es la primera palabra tótem del nuevo siglo. Interactuar es dictar en el teclado del móvil desde quién hace el ridículo en concursos televisivos casposos, hasta quién se va o se queda de aquí o de allá de las múltiples jaulas donde inverosímiles miembros y miembras de la especie se ofrecen a la empatía inversora al por mayor de ciertos congéneres con quienes congenian en grado de representatividad casi tautológica. De aquí a nada hasta el pronóstico meteorológico se elaborará por interactuación con el espectador. “Si quiere que el anticiclón se instale en la península, envíe Quieto parao, al 777; si quiere que se aleje la borrasca, envíe Fus  Fus  Fus al 333”, y, con suerte, hasta le puede tocar al agraciado participante un precioso y decorativo juego de isobaras de regalo, ¡sólo por participar!, ¿a qué espera?, ¡llame ya! Recuerde:  Quieto parao al 777 ; Fus, Fus, Fus al 333. Cualquier desahogo como mandan las cánones es paradójicamente contrario al orden y al método; de ahí que la diatriba vaya recalando, al buen tuntún del horror, el hastío y el asco, en terrenos de muy diferente morfología, clima, flora y fauna. No hay orden posible en la vulgaridad, ni jerarquías caben en su seno de matalotaje. Ubicua y omnipotente, la vulgaridad se extiende como los mares de nubes bajo la cima cónica de los altos volcanes: todo lo cubre con densa niebla impenetrable; nada se ve a través de ella y ella, sin embargo, todo lo recubre con la pegajosa humedad que atrae las miradas. La vulgaridad tiene vocación amalgamadora, batiburrillera, y de ese pandemónium caótico y bullanguero iré yo aislando –y alisando con el firme tundidor de la defensiva indignación–, casi con doble vocación de entomólogo y escarmentador, un limitado repertorio representativo de las infinitas variedades de la vulgaridad nacional cuyos rasgos ontogénicos en modo alguno desmienten la filogénesis de la chocarrería que cubre nuestra geografía peninsular como el diseño radial de las vías que nacen del abdomen de la gran araña, siempre presta a engordar con las presas que caigan en cualquier rincón de la tela que, como velo de Maya, disfraza la historia y la vida comunes, ¡y a menudo tan descomunales!  Los argumentos ad hominem suelen estar prohibidos en cualquier reflexión argumentativa que se precie de tal, pero la condición de desahogo de estas líneas permite -¡y aun exige!- que comparezcan algunos personajes soeces, ¡y preclaros indigentes intelectuales!, cuya actuación pública es la muestra elocuente de la tesis que defiendo: la existencia de una España vulgar omnipotente que se ha ido imponiendo a esas otras Españas ilustradas que tratan de sobrevivir al turbión de chabacanería y estulticia que amenaza con convertirlas en desarraigados fantasmas del sueño de la razón, tristes vilanos estériles, incomprendidos y despreciados estilitas del yermo... No se me escapa, por paradójico efecto contrario, que bien pudieran los especímenes humanos que yo traiga al primer plano desde el fondo amorfo  -¡y solidísimo!- de esa vulgaridad  acabar teniendo una mayor presencia pública y causar aún más estragos de los que pretendo combatir. Pienso ahora en la infame dimensión hortero-comercial de una apuesta estética como la de la ultrapublicitada  Yo soy La Juani de Juan José Bigas Luna, entronizador de un modelo canónico de la zafiedad cuya validez suprema consiste en su mera existencia, modelo que, al otrora impecable director de Bilbao, Caniche o  Jamón, jamón y deleznable de tantas otras como Huevos de oro o La camarera del Titanic, le parece el protocolmo de la creatividad.Como en las patéticas conjuras propiléicas del peplum, cualquier adalid de la vulgaridad en este país de todos los demonios no está solo. Siempre halla la complicidad de corifeos y corifeas –juguemos a la corrección y a la polisemia- que le jalean, se lo creen, lo comparten y lo difunden. En este país las necedades nacen con carruaje de altavoces tirado por caballos blancos, como bien sabe cualquier aficionado al cine que haya sufrido el éxito comercial de engendros como la saga de los Torrentes y un sinfín de ordinarieces de parecido jaez, algunas de ellas con pretensiones de cine de autor, que han logrado financiación en el revuelto río de los pesebres oficiales, estatales y comunitarios, amén de los autonómicos, sedientos todos ellos de una etiqueta que cuajara en el archivo de clichés de los espectadores: ¡El nuevo cine extremeño!, ¡El nuevo cine balear!, ¡El novísimo cine catalán!, ¡El nuevo cine ceutí!, etc. Pero ya habrá tiempo de volver la mirada cinegética hacia ese paradigma de la vulgaridad cinética que es buena parte del cine patrio.

jueves, 22 de septiembre de 2016

“El amigo manual (Mi primer libro de aforismos)”, un inédito de Juan Poz


Preámbulo a un paseo por un enrevesado reto de epifanías: El amigo manual (Mi primer libro de aforismos) o la aforística presentada a los jóvenes.



                         INSTRUCCIONES DE USO

0.  Los libros de aforismos no suelen ser lecturas habituales, y menos entre los jóvenes, a pesar del gran éxito que el género del aforismo ha tenido a lo largo de la historia, pues desde muy temprano el saber práctico y el teórico de los pueblos se ha transmitido a través de este tipo de sentencias condensadas, brillantes, sugerentes y a menudo herméticas. Desde las primeras civilizaciones, la transmisión de la sabiduría a través de aforismos ha sido una constante. Tanto los egipcios como los judíos, los griegos, los romanos o los árabes han compilado libros de proverbios, máximas o aforismos. En la propia literatura española, libros de aforismos como el Bonium o Bocados de oro, inspirado en el Libro de las Sentencias de Abulwafá Mobaxir ben Fatic y las Flores de Filosofía, el Libro de dichos de sabios e philósofos traducido por Jacob Çadique de Uclés o las Glosas de Sabiduría de Sem Tob de Carrión, indican bien a las claras la ascendencia del género desde los primeros vagidos del idioma como lengua de cultura. El aforismo es, quizás, en sus variantes del refrán popular y del vaticinio oracular, el género literario más antiguo, por eso hay siempre algo de palabra sagrada en él, de sabiduría de la especie que aspira tanto a la utilidad como al deslumbramiento. Muchos y variados son los nombres con que se le conoce: adagio, proverbio, dicho, máxima, sentencia, lema y refrán, pero resulta casi imposible establecer entre ellos diferencias precisas y convincentes que vayan más allá de la autoría, reconocida o anónima, y del carácter ingenioso del aforismo frente al  admonitorio de la máxima y la sentencia o la mezcla de saberes prácticos y morales del refrán. Nunca he visto nada menos definible que un aforismo, ha escrito el encumbrado semiólogo Umberto Eco, y eso nos invita al resto de los mortales a no pretender imposibles ni meternos en camisas definitorias de once varas. Dejando de lado, pues, los a menudo baldíos terrenos de las precisiones terminológicas, y quedándonos con la sola idea de que un aforismo ha de ser, como mínimo, la expresión de la agudeza del pensamiento de su autor -y esa mezcla de sabiduría y retórica se advierte incluso en los aforismos de carácter tradicional: Dum spiro, spero (mientras hay vida hay esperanza) o Ludere, non laedere (bromear, no ofender)-  convendría desarrollar lo anunciado en el título de este preámbulo: las instrucciones para leer un libro de aforismos.
1. El libro de aforismos ha de ser una volumen manejable que se tenga siempre a mano, pues su lectura está indicada para los momentos más insospechados. La famosa tríada de los tiempos muertos, las horas sueltas y los ratos perdidos tienen, en El amigo manual, su remedio natural, el específico capaz de resucitar,  reconocer y atar buena parte de la propia vida, tan propensa a perderse en esos agujeros negros del tedio o la desorientación. El manual de Epícteto se llama Enquiridion precisamente porque enkheiridion significa, en griego, lo que se puede sujetar con la mano.
 2. Un libro de aforismos no tiene comienzo ni final, por lo que nunca ha de ser leído desde la primera hasta la última página, al modo, por ejemplo, de las novelas o las obras de teatro. Por su forma se asemeja más a los libros de poesía, aunque en estos a veces los poemas están de tal suerte dispuestos que el lector ha de respetar su orden preciso si quiere recibir, sin modificarlo, el mensaje del poeta. Lectura espigada podríamos denominar al método que consiste en abrir el volumen al azar y leer aquellos aforismos que nos salgan al paso deparándonos el placer estético de lo insólito e invitándonos a la reflexión que siempre exigen de nosotros, porque un aforismo es siempre un pie, nada forzado, para el diálogo cordial y el monólogo esclarecedor.
3.  Lo propio de los libros de aforismos, si no hay un orden lineal que se haya de seguir en su lectura, es que tampoco se nos ofrezcan ordenados por temas, por útil que, para otros menesteres intelectuales, sea el índice temático que suele incorporarse al final del libro y que, a menudo, suele pecar de un excesivo intervencionismo por parte del compilador, siempre dispuesto a escoger interpretaciones que, a la postre, redundan en el menoscabo de la libertad de elección y asignación de los propios lectores, de ahí que este libro no lo incorpore, aunque sí unos Pespuntes biobibliográficos que pretenden servir de discretísima introducción a los autores escogidos.
4.  Buena parte de los aforismos que se han recogido en El amigo manual se presentan a los lectores como un desafío, y como tal hay que tomarlo, si bien con la serenidad de ánimo propia de los retos en los que nos jugamos la propia estimación. Hay aforismos transparentes, ingeniosos, poéticos, trascendentales, anecdóticos, admonitorios, chispeantes, profundos,  enigmáticos, herméticos y cualesquiera otras calificaciones que se les quiera aplicar; pero los lectores han de lidiar con cada uno de ellos y han de establecer una relación personal que les permita hacer suyo el libro, aceptar que les está interpelando individualmente. Nadie debe rendirse ante ningún aforismo, porque ninguno es literalmente incomprensible. Pueden sernos más lejanos o más cercanos, pero todos ellos han sido escritos para llegar a la imaginación, al entendimiento o a los sentimientos de los lectores.
5. Un volumen de aforismos es, por definición, una obra incompleta, parcial, eventual e incluso precaria. El subtítulo del actual, Mi primer libro de aforismos, indica claramente la provisionalidad del propio volumen, pues cada lector, cada lectora, son los responsables últimos de la compilación de su verdadero y definitivo libro de aforismos. Este  Amigo manual no es en el fondo sino una invitación a la creación del libro de aforismos que cada cual, a lo largo de su vida lectora -que deseo tan larga y fecunda como placentera- ha de ir formando poco a poco, libro a libro. Recoger aforismos en nuestras lecturas ha de ser una actividad tan natural como consultar en el diccionario el significado de las palabras que desconocemos.
6.   Los libros de aforismos  han sido considerados muy a menudo como un vademécum, un compendio de máximas que nos preparan para la vida, un conjunto de recetas que, supuestamente, nos permiten enfrentarnos a la realidad con la quintaesenciada experiencia de la acreditada sabiduría de quienes nos precedieron. Pero vade mecum significa literalmente "camina conmigo", va conmigo, y esa función de acompañante tiene, a veces, más valor que la de pretencioso maestro de la vida, pues raramente se escarmienta en cabeza ajena. A un libro de aforismos no se ha de ir, así pues, buscando soluciones, sino epifanías que quizás sean simplemente el pórtico para nuevas preguntas, inquietudes y tal vez fecundos desasosiegos
7.   A un libro de aforismos no deben acercarse los lectores buscando la cita de relumbrón que acredite una cultura que, en todo caso, de muy otras maneras ha de saber manifestarse, pues como sugiere Zabaleta hay que saber saber. Intercalar oportuna y elegantemente, en un texto, en un discurso o en una conversación una cita no es arte al alcance de cualquiera, y con  frecuencia naufragan en el vasto y proceloso mar del ridículo muchos de quienes lo intentan. Que la cita surja con naturalidad, sin que su brillo ciegue, sino que ilumine, habría de ser la noble aspiración de los lectores de aforismos.
8.  De igual modo que hay libros específicos de aforismos y una historia del género en la que sobresalen estos o aquellos autores, de todas las latitudes y nacionalidades, no es menos cierto que los aforismos esmaltan la prosa o el verso de todos los demás. En el segundo caso, los aforismos nunca han de permitirnos prejuzgar  a sus autores, a quienes se ha de conocer por sus obras completas. Por otro lado, y como cura contra la falsa solemnidad con que se pueden presentar las compilaciones de aforismos, Jean-Jacques Barrère y Christian Roche publicaron  El estupidiario de los filósofos, cuyo título ahorra explicaciones al buen entendedor.
9.  El amigo manual tiene la finalidad de acercar el mundo del aforismo a los lectores jóvenes para despertar en ellos la afición a la reflexión y al cultivo de la expresión justa, de ahí que la gran mayoría de aforismos estén relacionados con lo que podríamos llamar aspectos generales de la existencia. Esta selección excluye una vena aforística a la que este compilador es aficionado: el aforismo humorístico, basado en el ingenio, la agudeza y el juego de los conceptos. Así, autores como Ramón Gómez de la Serna y sus famosas Greguerías han quedado forzosamente fuera, si bien lo indico aquí para que quien quiera descubrirlo, a él y a otros tantos como él, se lleve una grata sorpresa. Con todo, hay suficientes dosis de humor irónico en la selección como para colmar con creces la necesidad risueña que Chamfort nos exige en su conocidísimo aforismo: De todas las jornadas, la más desaprovechada es aquella en que no hemos reído.
10.  De los libros de aforismos jamás podemos decir que hayamos acabado de leerlos, como ocurre, en realidad, con las obras literarias clásicas, aquellas que siempre admiten una relectura. Con todo, la frecuentación de los aforismos lleva aparejado un efecto perverso del que, para acabar, conviene advertir en estas instrucciones de uso: la tentación de devenir, después de leer tanta quintaesencia de la sabiduría y la agudeza, consejeros de consejos no pedidos. Saber abstenerse de darlos cuesta a veces tanto como escoger el adecuado, por eso, y con un dicho del traductor Çadique de Uclés, quisiera este compilador, a modo de corolario, recordar a sus lectores que "dize sant Gregorio que ninguno te es más fiel en te dar buen consejo commo el que no cobdiçia lo tuyo, mas ama tu persona". Ese amor ha sido el inspirador de estas instrucciones y del volumen todo.
Vale.

[P.S. Será  bienvenida, como es innecesario señalar, cualquier propuesta de edición.]

lunes, 12 de septiembre de 2016

La autobiografía y sus títulos.


Salvando las distancias.
Titular una autobiografía no es tarea fácil, y, una vez el libro impreso, pocos habrán sido los autores que no hayan quedado decepcionados al ver el abismo inabarcable que se tendía entre esas pocas palabras que ni resumían ni constreñían ni sugerían ni definían ni captaban ni atesoraban la vida que bajo ellas se había querido mostrar con todas las trampas retóricas habidas y por haber. Terreno resbaladizo donde los haya. No me extraña que, junto al nombre del autor, tantas obras haya habido que se hayan limitado a titular Autobiografía o Memorias, como un paraguas genérico que a nada comprometía salvo a especificar los términos exactos del contrato suscrito con el lector: lo que de aquí en adelante se contare se te quiere hacer llegar en calidad de verdad verdadera…, como la del oro que cago el moro y la de la plata que cagó la gata, añadiríamos nosotros, con su buen quilo de sabiduría intelectora, frente al gramo de locura de la primera parte contratante. Y, sin embargo, hay una tentación difícil de resistir en los autores de autobiografías; titular las suyas de tal modo que en esas pocas palabras no solo seamos capaces de identificarlos inequívocamente, sino también de captar el principal rasgo de su personalidad. Así, en Vivir para contarla, de Márquez, que, amparada en la expresión coloquial, destaca su carácter de testigo de su siglo; Habla, memoria, de Nabokov, con esa soberbia del dios de las Letras que concede la voz como insufló dios en el barro el alma del hombre; El mundo de ayer, de Stefan Zweig, es decir, de quien fijó la frontera no entre el ayer y el hoy, sino entre el ayer y el suicidio que siguió a su despedida de lo que vivió prácticamente como “la consumación de los tiempos”, creyendo que la barbarie nazi acabaría dominando el planeta; Memorias. El peso de la paja, de Terenci Moix, en la que, más allá de sí mismo, y de la ambigüedad erótica del título, destaca el espacio donde vino al mundo (y murió, por cierto a no menos de 500 metros de él, al comienzo de la calle Muntaner, a menos de 50 de donde yo moro); Automoribundia, de Ramón Gómez de la Serna, de tan fuerte raigambre neológica en quien hizo del neologismo no solo un modo de estar en el mundo, sino una manera de ser; Desde la última vuelta del camino, de Pío Baroja, en la que, con eco tan cervantino, ese camino que iba  recorrer don Miguel “puesta ya el pie en el estribo”, se vuelve don Pío, tan aventurero, y venturoso literariamente, para desandar por sus pasos contados la historia de su vida. La edad nos acerca al ejercicio de la memoria, sin duda, de ahí que nada tan ridículo como cuando, con otro nombre y en otra época, tuve que hacer la crítica en un diario de las memorias que un don nadie de menos de treinta años había escrito ¡de sus primeros doce años de vida!, donde ya recogía, a su decir, una fuerte tendencia europeísta… La parodia sirve como contraste para percatarnos de esa pulsión memorística que nos depara la edad y que nos invita, aunque poco tengamos que contar, a buscar el deleite de la evocación, de la narración, de la descripción y, sobre todo, del contexto, pero no porque la época que se haya vivido sea única, incomparable o “histórica” -es obvio que todas lo son-, sino porque ha sido la nuestra. Suele haber, con todo, difusa conciencia de que haber vivido unas épocas u otras añaden no se sabe qué pedigrí a las existencias, como si lo que nos rodeaba hubiera dependido de nosotros o hubiera dejado en nosotros un pósito de incalculable valor. De eso nos cura, ya digo, el que, independientemente del atractivo sobrevenido a través de la narración de la Historia, todas las épocas son históricas y en todas ellas solo los espectadores privilegiados, por memoria, por entendimiento y por voluntad -que es, por cierto, el título de las memorias de Camilo José Cela: Memorias, entendimientos y voluntades, las tres viejas potencias del alma- son capaces de exprimir significados que nos esclarecen el curso sinuoso de los acontecimientos que no cesan. Paradigma de la Historia que se desarrolla, por así decirlo, a espaldas de quienes la viven es el magnífico libro de Sebastian Haffner, Historia de un alemán, quien no tiene empacho en reconocer que no vio venir la historia de terror universal que acabó significando la subida al poder de Adolf Hitler, un hecho político cuya terrorífica dimensión, a posteriori, fue para él una auténtica sorpresa, inimaginable mientras la estaba viviendo día tras día en esos fatídicos años de la ascensión y dominio del partido nazi. Todas la biografías son susceptibles de ser contadas con interés, y, de igual modo, no todas las autobiografías nos llegan siempre de la mano capaz de apasionarnos por lo que nos cuentan. Es cierto que hay muchos “negros”, una expresión que procede del francés, cuando la necesidad de los escritores de folletines les llevó a contratar escritores para satisfacer la amplia demanda popular del género, como fue el caso de Dumas, y de ahí se empezó a llamar négrier -negrero- al autor y nègre -negro- a quien trabajaba para él de forma anónima. Los ingleses, aunque no menos esclavistas que el resto de europeos, prefieren la expresión ghostwriter, escritor fantasma; que hay muchos negros, decía, que se prestan a transcribir las memorias de famosos que luego aparecen como autores de sus autobiografías. No es el caso, desde luego, de los escritores, intelectuales, políticos y artistas que se precian de reunirse a solas consigo mismos para poner en claro parte de su vida o su vida entera, en una suerte de controlado ejercicio de sinceridad sobre sí mismos y, sobre todo, sobre su época. La autobiografía, así pues, es un género que, como el diario personal, debería de tener muchos más practicantes de los que tiene, porque hay algo de higiene mental y de purga anímica que es conveniente hacer cuando advertimos que la edad ha iniciado ya el camino descendente del dardo que se lanzó hacia el futuro y la conquista de un blanco cuando nacimos. Cada cual sabe, o debería de saberlo, cuándo es el momento adecuado para iniciarse en el menester. Hoy, aquí, y al margen de que sigo atareado en aquella Juventud en Poz en la que voy entrando y de la que voy saliendo con un ritmo algo desconcertante, casi en stacatto, quiero dejar escrita mi propuesta de lo que ha de ser el único título, mío o de cualquier otro heterónimo mío, de las memorias definitivas de mis personas: Salvando las distancias. Al mismo tiempo, se me ha ocurrido, aunque antes se me ocurrió como narración que no llegué a escribir jamás, porque entre la potencia y el acto hay siempre un entreacto en el que me distraigo excesivamente con el entremés que me aparta de lo que era mi objetivo, dejar constancia de un método que tiene mucho que ver con una práctica mía que solo descubrí como tal cuando me percaté de que guardo, desde los catorce años, todas las agendas de direcciones y teléfonos que he tenido en mi vida. El método era sencillo, dada la clasificación alfabética, salvo irrupciones de otras letras para aprovechar los huecos en letras que no tocaba: seguir la aparición de cada una de las referencias para establecer algo así como la hitadura (admítaseme el neologismo para “colocar los hitos”) del camino de mi vida. Desde esa perspectiva, es evidente que, al hilo de esas agendas, habría de retorcer las circunvoluciones cerebrales al máximo para poder extraer, de la manera más nítida posible, mi relación con nombres que, de entrada, tienen el poder de paralizarme, como si ni siquiera hubiera sido mi mano quien en esas agendas los escribiera: Margaret Burke; Percy y Sita Aswani;  Agustín Beloki; Daniel Garathoni; Luis Miguel Canalejo; Fernando Meijide Pérez; Carlos López Sanz; José María Puente Pérez;Miguel Ángel Pérez Eguibar; María Francisca Pérez Horna;  José Vinuesa Tentor; Academia Nobel, en Montera, 13… No menos de ocho agendas en las que aparecen nombres borrosos como sombras y sombras nítidas con nombre bien identificables… Que conste que en estos tiempos de móviles, Ipads y otros artilugios, sigo llevando en el bolsillo de la camisa mi agenda de direcciones y teléfonos, junto a la bolsita de plástico con el paño para limpiar las gafas y los bolígrafos y lápices correspondientes, como una suerte de equipaje mínimo sin el cual no sé salir de casa. Releer una por una esas agendas y tratar de descubrir qué haya sido mi vida en aquellos años en que fui llevándolas, una tras otra, en un proceso en el que iban desapareciendo nombres que era un contento y añadiéndose muy pocos nuevos, que eso parece lo propio de las relaciones sociales, constituir una pirámide invertida, es posible que me acerque más a la ficción que a la realidad, aunque, por esos golpes del azar, uno de esos nombres, Vicente Marín Morte, ahora escultor conquense con quien coincidí, cuando yo tenía 16 años y él 18, en la Residencia Blume de Madrid, él como atrabiliario lanzador de jabalina; yo  como tontucio nadador infatuado; y de quien recibí una hermosa lección zen que no olvidaré mientras viva. Cualquier vida puede ser contada tomando cualquier motivo como método narrativo, pero he de confesar que este de las agendas tiene la virtud secreta de trazar caminos existenciales con apariencia de telas de araña que hubieran consumido LSD, y cuya visión tanto me impresionó en su momento. No hay orden posible, y todo es expresión del caos, del azar y de la necesidad. Es probable, por otro lado, que la última agenda no se distinga del poema definitivo de Mallarmé: la página en blanco, que la compre y no la macule con nombre, dirección o teléfono alguno, muestra verídica del triunfo de la muerte y su gélido rescoldo, la humilde ceniza.