sábado, 28 de febrero de 2015

Clónica del año 2: un año en la vida del país en El País.


                                                                 

Clónica del año 2: Entre el documento y el ensayo o el reto cumplido.

Los veteranos intelectores de este Diario sabrán que en sus páginas publiqué entre 2006 y 2012 una novela por entregas, La manzana de Poz, que estos días, como canónico autor novel, aunque no adolescente, que soy, me entretengo en pasear por concursos, enviar a editoriales, etc., es decir, seguir el periplo humillante y larriano por el que han de pasar los frutos del ingenio en este país nuestro del amiguismo, el capillismo y la bagatelería para aspirar al encajamiento editorial. Renuevo ritos olvidados de primera juventud y poco más.
En aquella novela, en la que se cuenta la vida de un escritor exmaldito, Juan Poz, a lo largo de un año en los anchos límites de su manzana ciudadana, se incluyen días sueltos de una Clónica del año 2 que decide escribir el personaje, en imitación de la que yo, Juan Poz, me planteé escribir en el 2002 como un reto del que salí medianamente satisfecho, además de con un volumen de 600 páginas del que un editor que tuvo a bien recibirme para explicárselo, porque por teléfono me dijo estar interesado en él, llevándose las manos a la cabeza al verlo, me dijo: ¡Pero Vd. está loco…, querer que le editen algo así! –dijo con piedad coloquial mientras sostenía al peso la encuadernación en dos tomos…
Y ahí dormitaba, desde entonces, en la carpeta correspondiente de Mis Documentos, hasta que mi personaje, Juan Poz, repitió en su aventura de La manzana de Poz mi propio desafío. Hoy he decidido darlo a conocer [Tienen el enlace en la barra lateral] por si algún intelector amante de la historia contada a través del periodismo halla solaz en la lectura de cómo viví aquella aventura en pos de un concepto, Realidad, tan difícil de acotar como de definir. En su tiempo, la Clónica llegó a tener un subtítulo, “Del euro al chapapote”, que perdió en una relectura lejana, aunque quizás debería recuperarlo, porque la entrada del euro significó el principio del rápido empobrecimiento de buena parte de la población española, entre la que me cuento, y el chapapote nos deparó la más ridícula actuación político-plastilina que imaginarse pueda de un político mediocre que, ¡mírese por dónde!, ha sido encumbrado ¡nada menos que a  la Presidencia del gobierno de la nación!

Eran tiempos del Aznarato y aún no se había inventado Twitter…

martes, 24 de febrero de 2015

Las cartas persas o la satírica contemplación excéntrica de Montesquieu.

                          

        Las cartas persas o el elogio razonado de la libertad de pensamiento: El acercamiento crítico y satírico de Montesquieu a la sociedad humana desde la Francia crepuscular de la Regencia.


         Ser azarófilo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Cuando leí las Cartas marruecas, de José Cadalso, uno de los muchos libros con los que aún hoy le es posible a este lerenda entretenerse sus buenos ratos, me dije que, a pesar de ser metodofóbico –herencia, sin duda, de una lectura tan indigesta como temprana del desafiante Feyerabend– debería, acto seguido, abrir las Cartas persas de las que hoy, a demasiados años de aquella lectura tan grata de Cadalso, he salido, si no con idéntico entusiasmo, sí con la admiración de quien ha descubierto un reposado y escéptico espíritu afín, porque el liberalismo de a quien se considera como uno de sus creadores es harto consolador en estos tiempos de banderías, de facciones y de secuaces montaraces e ignaros de cualquier creducho de tres al cuarto que se imparte desde el altar catódico y que busca a las masas para sepultar a las personas.
Quizás Montesquieu, abogado no brillante, pero teórico de la separación de poderes y defensor eminente de las leyes como instrumento del pacto social, sea más conocido como autor de Del espíritu de las leyes, pero les puedo asegurar a los intelectores que me den algún crédito crítico que este divertimento, escrito a sus 32 años, publicado anónimamente y con pie de imprenta falso, les deparará muy placenteros momentos de lectura, a poco que puedan hacerla con el recogimiento, el silencio y la serenidad de ánimo que la ocasión merecen. El libro tuvo un éxito inmediato y, como no podía ser de otra manera, no tardó en entrar en el índice de libros prohibidos ni un año, a pesar de que se siguiera editando y leyendo. Ni seis años pasaron de su publicación antes de que Montesquieu fuera recibido, sin embargo, como miembro de la Academia Francesa.
En esta ocasión, que es, como casi siempre, la de la segunda mano, la de lance, he leído la edición de Carlos Pujol, autor de un prólogo ajustado y dinámico, con una traducción de  José Marchena,  el irrenunciable Abate Marchena, apodo que, sin duda, le fue adjudicado por antítesis, dado su descreimiento radical. Entre ilustrados anda el juego, pues. Y al intelector de hoy, sin duda le llamarán la atención deliciosas expresiones marcheneras como Apellida favor, quiere que le den socorro los eunucos para matar al impostor, mas nadie le obedece, con ese uso requetebuscado de apellidar por “clamar”, “apelar” o “pedir”.
        Las Cartas persas surgen de una realidad autobiográfica, pues remedan la situación personal del autor cuando llegó a la capital proveniente de la provincia, por más que Gascuña sea una de las principales, y se encontró desplazado, fuera de sitio, convertido en un observador excéntrico que se abría a una realidad que lo superaba con sus contradicciones y disparatadas y transgresoras costumbres, porque Montesquieu es un testigo privilegiado del comienzo del final del Antiguo Régimen, algo que, obviamente, no le pasa desapercibido. La contemplación le afila un espíritu crítico y burlón que sin duda se fue forjando en la convivencia con aquel ambiente prerrevolucionario tras el que, sin embargo, inicia una vida pública bien alejada de cualquier veleidad política radical. Como nos resume Carlos Pujol: Habiendo dejado de existir cosas sagradas, lo nuevo era la elegante impiedad de los círculos libertinos, como la Sociedad del Temple, club de los epicúreos que alardeaban de ser ateos e inmorales, y que solía frecuentar por estos años un adolescente de buena pluma a quien los jesuitas habían enseñado a escribir, un tal Arouet, hijo de notario, que más tarde sería conocido por Voltaire. En realidad, su alejamiento como observador era congruente con los extremos de una biografía que nos habla de un Montesquieu de quien se reían por su acento gascón: Una persona distraída, torpe, tímida e independiente de carácter. Y de pensamiento, podríamos añadir, porque a lo largo de las Cartas persas, Montesquieu hace gala de un pensamiento propio muy cercano a nuestra sensibilidad actual. Parte de esa manera de ser tan de entonces y de hoy es su autodescripción por vía del personaje central: nunca están ociosos los que quieren instruirse; así, aunque yo no tengo asunto ninguno importante, estoy continuamente ocupado. (…) Todo me interesa y de todo me maravillo, como una criatura en cuyos órganos, tiernos todavía, se graban los más mínimos objetos.
        Quiero creer que la insistencia de Montesquieu, en realidad Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède, si bien posteriormente y para la fama, barón de Montesquieu,  en heredar la baronía de su tío, cuyo título usar, frente al de barón de La Brède, heredado de su madre, se debió a la similitud fonética entre Montesquieu y Montaigne, su más famoso paisano y, para este lector, influencia determinante en la creación de una personalidad que tanto se asemeja a la del modelo, no solo por la querencia por la tranquila vida provinciana, sino también por el amor al estudio y a la reflexión, amén de a la escritura, como es notorio. El propio Montesquieu se retrata con precisión, en la órbita de su modelo: Casi nunca he sabido lo que era la pena y aún menos el tedio. Mi máquina está construida de una manera tan feliz que todos los objetos me afectan con la fuerza suficiente para que puedan proporcionarme placer, pero no con la suficiente para causarme congoja.
Las Cartas persas es uno de esos libros inclasificables que rompen los moldes genéricos e instauran uno nuevo, o lo más parecido a él. A medio camino entre los tratados de sociología, política y antropología, la Historia, la sátira de costumbres y la novela, no cabe duda de que la invención de las cartas ficticias cruzadas entre los persas que ha escogido el autor para ejemplificar la excentricidad de su visión de la realidad de su tiempo lo tiene todo de novelesco, si no fuera porque el contenido de las cartas desmiente la existencia de una trama y unos personajes que evolucionen, excepto hacia el final, cuando una recreación del Anfitrión de Plauto nos depara auténticos momentos novelescos, que luego se confirman en las reacciones de las concubinas del serrallo del protagonistas: Usbek, que, curiosamente, y aun siendo persa, habría de traducirse como Uzbeco. Se acercan, estas cartas, en gran medida, a un género que popularizará el romanticismo: el artículo de costumbres, un género al que la formación ilustrada de Larra dotó de una dimensión política que aún hoy debería ser un ejemplo para las nuevas generaciones de periodistas. Desde esa libertad de composición, Montesquieu, a través de los interlocutores persas irá desgranando una visión mordaz, y hasta cierto punto corrosiva, del París de la Regencia, como se demuestra en este fragmento en que se pondera la importancia de los parlamentos en la política populista del Regente, Felipe de Orleáns: Parécense los parlamentos a aquellas ruinas que hollamos bajo las plantas, pero que nos recuerdan la idea de algún célebre templo. (…) Estos vastos cuerpos han seguido la vicisitud de las cosas humanas rindiéndose al tiempo que todo lo destruye, a la corrupción de costumbres que todo lo ha enflaquecido, a la potestad soberana que todo lo ha derribado. Pero el regente que se ha querido congraciar con el pueblo, ha dado al principio muestras de respeto a estos simulacros de la libertad pública; y como si fuera su ánimo restaurar el templo y el ídolo, ha querido que fuesen mirados como apoyo de la monarquía y cimiento de toda legítima autoridad.  
Al estilo barroco de los sueños de Quevedo, los personajes entran en contacto con unas realidades que forzosamente han de llamarles la atención por la disparidad de criterios que revelan a la hora de organizar una sociedad, y no solo y necesariamente por profesar dos religiones tan opuestas, la musulmana y la cristiana, a pesar de que dichas creencias moldean la forma de concebir el mundo de los personajes. Desde su juventud, Montesquieu se interesa por las civilizaciones orientales, y de ahí su interés en ofrecer a los lectores, además, no solo un espejo de sus costumbres, sino una descripción realista de esos usos orientales, lo que, en el romanticismo se convertirá en un género consolidado. Es decir, que no estamos ante una parodia del orientalismo, sino ante un interés fidedigno, de ahí la importante dimensión dialéctica que adquiere en la obra el contraste de culturas y religiones, por más que sea a través de las opiniones de Usbek y de Rica, sobre todo, como elabora Montesquieu sus teorías acerca del amejoramiento de la sociedad de su tiempo. De hecho, él reconoció que su propósito no era “hacer leer", sino “hacer pensar”, objetivo ilustrado donde los haya, acorde con su visión ilustrada de lo que es el hombre: ¡Qué desventurados son los hombres! Sin cesar fluctúan entre esperanzas falaces y risibles temores, y en vez de fundarse en la razón se fraguan monstruos que lo asustan o fantásticas sombras que los engañan. Y eso es lo que las Cartas persas significan, la poderosa irrupción de las luces en el mundo de la crítica social. A su manera, y haciendo un gambito del rigor, podrían leerse estas Cartas persas como un lejano antecedente de la crítica social de la Escuela de Frankfurt, si no peco de osado (amén de ignaro).
El libro está lleno de observaciones de todo tipo que al cazador de citas no le pasarán desapercibidas, como cuando Usbek defiende que verdades hay que no basta con persuadirlas y que es fuerza hacer que interesen, y de esta naturaleza son las de la moral o que el espíritu del hombre es todo contradicción. Las agudezas, ¡tan cercano aún el Barroco!, nos sorprenden a cada paso de la lectura: El más poderoso príncipe de Europa es el rey de Francia. No tiene minas de oro como su vecino el rey de España; pero es más rico que él porque saca su riqueza de la vanidad de sus vasallos, más inagotable que las minas. O como cuando sugiere que es menester vivir con los hombres como ellos son: los que llaman personas finas suelen ser los que más han cendrado el vicio, sucediendo acaso lo que con la ponzoña, que la más sutil es la más peligrosa. Y a lo largo del libro va emergiendo, a retazos, una suerte de confesión autobiográfica que permite conectar con mayor razón las Cartas con los Ensayos de su paisano. Ya sea el denuesto del alcohol, cuanto más sus fatales efectos contemplo, más le miro como la más terrible dádiva que hizo naturaleza a los mortales; ya la defensa del suicidio y la crítica de la vanidad de la especie: Las leyes de Europa son terribles contra los que se dan muerte a sí propios: les quitan, por decirlo así, segunda vez la vida los arrastran con ignominia por las calles, los declaran infames y les confiscan los bienes. (…)  La sociedad se funda en la utilidad recíproca; pero cuando se me hace gravosa, ¿quién me quita que renuncie de ella? La vida se me ha concedido como un beneficio, luego la puedo restituir cuando deja de serlo; que cesando la causa también debe cesar el efecto.(…) ¿Convertido mi cuerpo en una espiga de trigo, en un gusano o en una yerba, será entonces obra menos digna de la naturaleza, y desprendida mi alma de cuanto terrenal en ella había, será por eso menos noble? Semejantes ideas, querido Ibén, no tienen otro principio que nuestra loca vanidad. No conocemos nuestra nada y queremos contra toda razón hacer raya en el universo, representar un papel y ser de mucha importancia; nos figuramos que la naturaleza baja de quilates cuando se aniquila un ser tan perfecto como nosotros, y no nos convencemos de que un hombre más o menos en el mundo, ¿qué digo?, todos los mortales juntos, cien millones de personas como nosotros no son más que un sutil átomo imperceptible que distingue Dios solo porque son inmensos sus conocimientos.
Fiel a su supuesta estirpe oriental, el libro incluye algunas narraciones intercaladas de mucho mérito. Una de ellas, la de los trogloditas, se nos ofrece en forma de utopía. Nos los presenta como un dechado de perfecciones que cada sociedad debería imitar: Amaban a sus mujeres, que los querían entrañablemente. Todo su esmero le cifraba en criar sus hijos en la práctica de la virtud. Sin cesar les contaban las desventuras de sus paisanos, poniéndoles a la vista su funesto ejemplo; hacíanles particularmente palpable que siempre el interés de los particulares se halla en el común interés; que quien de él se quiere separar se quiere perder; que no es la virtud cosa que cueste afanes; que no la hemos de mirar como un penoso ejercicio, y que la justicia con los otros es caridad consigo mismo. Otra es la narración del hermoso amor incestuoso entre los gauros, persas seguidores de las doctrinas de Zoroastro. Y, finalmente, la recreación de la obra Anfitrión, que depara momentos de auténtica hilaridad. Porque el humor es la perspectiva esencial de la obra. Nada se nos presenta con los tintes trágicos que a veces tienen según qué acontecimientos, sino desde el sesgo humorístico que es propio de la suave vena satírica del autor, muy lejos, en este aspecto, de la vitriólica de Voltaire, por supuesto.
Quiero hacer mención especial de la particular visión de España y Portugal que ofrece Montesquieu en las Cartas, presentadas no como la visión de los persas visitantes, sino como un relato intercalado a partir de la carta de un francés que estaba de viaje por la península: Seis meses hace que viajo por España y Portugal, y vivo en pueblos que desprecian a todos los demás, haciendo únicamente a los franceses la honra de aborrecerlos. (…) Es la gravedad el carácter distintivo de ambas naciones, y se manifiesta de dos modos principalmente, por los anteojos y los bigotes. Los anteojos son prueba demostrativa de que el que los gasta es sujeto consumado en las ciencias y se ha engolfado en profundos estudios tanto que se le ha cansado la vista. (…) Quien se está sentado diez horas al día consigue cabalmente doble aprecio que quien no lo está más que cinco, porque se granjea la nobleza repantigándose en una silla. (…) Permiten      que salgan sus mujeres a la calle con los pechos al aire pero no que enseñen e talón o que descubran la punta del pie. (…) Entendimiento claro y sana razón se encuentra en los españoles, mas no se busque en sus libros. Véase una de sus bibliotecas; novelas a un lado y escolásticos a otro: cualquiera diría que ha hecho ambas partes y reunido el todo un enemigo secreto de la razón humana. El único buen libro que tienen es el que ha hecho ver lo ridículo que eran todos los demás. Al margen de la incomprensión del valor del Quijote, algo plausible en aquella época, choca al lector la nota a pie de página que se ve obligado a poner Marchena a su traducción: Tales eran, en efecto, las costumbres de los españoles a principios del sigo décimo-octavo; en estos cien años han dado una vuelta entera. Ha quedado, sin embargo, en toda su robustez la superstición, la ignorancia, su compañera; ha crecido concentrándose el despotismo; se han estragado más y más las costumbres; se ha aumentado la general miseria y no se sabe en qué parará esta horrorosa progresión si no la detiene una mudanza radical en la forma de gobierno, como no sea en la extinción de la nación entera. Un diagnóstico, como se aprecia, de total actualidad constituyente… La necesaria ecuanimidad que rige el proceder intelectual de Montesquieu, lo lleva a añadir una posible réplica a lo leído por su compatriota: mucho celebraría, Usbek, de ver una carta escrita a Madrid por un español que viajase por la Francia, que bien creo que vengaría su nación. (…) Se me figura que empezaría la descripción de París del modo siguiente: “Aquí hay una casa donde encierran los locos: era de presumir que fuese la más espaciosa del pueblo; mas no, que sería mezquino remedio para tanta enfermedad. Sin duda los franceses que están reputados por tan de poco seso entre sus vecinos, meten algunos locos en una casa para que crean que están en su juicio los que viven fuera.”
Llama poderosamente la atención el espacio que Montesquieu le dedica en el libro a una larga disquisición sobre las causas del despoblamiento del mundo y lo que ha de entenderse como un cierto temor de que ello pudiera llevar a la desaparición de la especie humana. Son demasiadas las teorías que se aducen para justificar las razones de ese peligro cierto, pero le aseguro a los intelectores que quieran sumergirse en la lectura del libro que no quedarán quejosos del tiempo empleado en él.
La crítica de las figuras institucionalizadas es constante, como la de los noveleros, los correveidiles, que controlan, en parte, la vida ciudadana: En ésta te hablaré de cierta nación que llaman los noveleros, los cuales se juntan en un magnífico jardín [habla de los “nouvellistes” de las Tullerías] donde siempre halla ocupación su ociosidad. Estos son los miembros más inútiles del estado y cincuenta años de sus habladurías han producido el mismo efecto que hubiera resultado de cincuenta años de silencio; y no obstante se creen sujetos de importancia porque discurren sobre magníficos proyectos y ventilan los mayores intereses. O, lo que hace con notable perspicacia, la de los literatos, que incluye una curiosa clasificación de la poesía y de los poetas: Esos son los poetas, me dijo, quiero decir, los autores que tienen por oficio poner grillos al sentido común y ahogar la razón a poder de adornos, como antiguamente sepultaban a las mujeres bajo sus trajes y sus arreos. (…) Esos son los poetas dramáticos, que a mi ver son los poetas por antonomasia y los dueños de nuestras pasiones. (…) Esos otros son los líricos, que desprecio tanto como aprecio los anteriores, y que cifran su arte en una melodiosa extravagancia. (…) Los más peligrosos de cuantos autores hemos visto (…) son los que afilan los epigramas, que son saetas muy penetrantes y muy delgadas que hacen una honda llaga, la cal no se cura con remedio ninguno. (..) Vea Vm. Aquí las novelas, cuyos autores son una especie de poetas que exageran a la par el idioma de la razón y de los afectos, y pasan la vida corriendo tras de la naturaleza sin alcanzarla nunca, siendo sus héroes tan ajenos a ella como los dragones aladas y los hipocentauros.
Podría alargarme, porque el repertorio de citas de la obra es tan extenso como interesante, pero como invitación a los intelectores para que viajen en el tiempo a aquellos albores de la ilustración, me parece haber abusado de su reconocida paciencia. Acabo, finalmente, con una reivindicación de la ley como cimiento básico de la sociedad y con una reivindicación de lo que él califica como ley básica de la sociedad romana, lamentablemente perdida en sus días y mucho más aún en los nuestros: Sean las que fueren las leyes, siempre se han de obedecer mirándolas como la conciencia pública, a la cual se debe conformar en todo caso a de los particulares. Confieso no obstante que han puesto algunos legisladores mucho esmero en una cosa que indica que fueron muy prudentes, y es en dar a los padres mucha autoridad en sus hijos. Cosa ninguna alivia más a los magistrados, ninguna despeja tanto los tribunales, finalmente ninguna conserva más sosiego en el estado, donde siempre las costumbres hacen mejores a los ciudadanos que las leyes. Esta potestad es aquella de que menos los hombres abusan; es la más sagrada de las magistraturas, la única que no estriba en convenios y es anterior a los convenios todos. En los países donde se ponen a cargo de los padres de familias más castigos y más recompensas se nota que hay más orden en las familias. Los padres son vivos simulacros del Criador del universo, el cual, aunque pudiera guiar a los hombres por su amor, no deja de estrecharlos también con él por los vínculos de la esperanza y el temor. No quiero concluir esta carta sin anotarte lo disparatado del espíritu francés. Dicen que de las leyes romanas han conservado una infinidad de cosas inútiles y aun perjudiciales, y no han adoptado la potestad paternal que habían aquellas establecido como la primera autoridad legítima.

jueves, 19 de febrero de 2015

La lengua al dictado


                                                


Intermedio dictatorial virtuoso.


La reflexión pedagógica no es mi fuerte. La docencia es un terreno proclive a la improvisación y en el que cualquier intento de mejora se somete, ipso facto, a la falsación que demuestra sus virtudes o sus defectos. Cuando ideé un método para familiarizar a los estudiantes con la belleza proposicional de la estructura lingüística, ni se me ocurrió que esa invención tuviera mayor recorrido que el estrecho del círculo que cerrábamos mis alumnos y yo en clase. Así, un texto como el siguiente:  Si A –que b- A, cuando C, que D porque E –que f- E, exigía de los alumnos una discreta creación en modo alguno de tipo artístico, sino exclusivamente lógico, del estilo de: Si tu hermano, que apenas oye a nadie, desobedeció mi consejo cuando se lo di, que no espere comprensión por mi parte, porque nadie que tenga dos dedos de frente lo entendería. Como es lógico, el ejercicio se completa a la inversa, esto es, reduciendo a fórmula algebraica (usando muy laxamente el concepto) un texto cualquiera. Ni promoví su conocimiento entre los colegas, ni lo reduje a ponencia para alguno de esos divertidos congresos del gremio, pero cuantos alumnos lo usaron pueden dar fe de sus progresos en esa árida materia que es la sintaxis para los galbaneros y apasionante para los estudiosos.
Pero este intermedio se lo quiero dedicar, que ya me iba por las anchas avenidas de la sintaxis que no cesa, a una de las prácticas pedagógicas más antiguas que existen: el dictado, cuya finalidad básica se asocia a la mejora de la ortografía, si bien tiene otras como la fijación de las estructuras sintácticas, el aumento del vocabulario e incluso la transmisión de ideas. Los detractores del dictado son infinitos, los partidarios han reculado mucho, pero aún los hay, si bien su defensa de esta herramienta se ve impotente ante el diktat neomoderno que execra el uso del dictado como un método casi casi del Antiguo Régimen. Por mi parte, siempre dado a las innovaciones que me permitieran sobrellevar la asendereada vida profesional, creé un dictado que prohijé bajo el nombre de El dictado dibujado (Método Poz), que corre por la red por si alguien hallara en él las virtudes que a mí me pareció que tenía y que pude comprobar a lo largo de no pocos años, sobre todo en la enseñanza del ELE y en los primeros cursos de Secundaria. Hay muchas clases de dictados, pero uno de entre todos ellos se me atravesó siempre, el dictado preparado. Advertía una traición monumental al espíritu del dictado en esa facilidad con que se rebajaba el alcance del método. Quizá por eso inventé el dictado dibujado, que bien puede considerarse como una superación del dictado preparado. La técnica del dictado ha dependido siempre de los dictadores, y es cierto que el dictado por palabras, y aun estas repetidas, tiene menor valor que el que, dictando hasta unas cinco palabras, obliga a ejercitar la memoria de los alumnos. Se trata de una exigencia, no obstante, a la que se puede llegar gradualmente.
Pero tampoco quería hablar hoy de esos dictados dibujados que tanto ayudan a la fijación de la mayoría de las grafías, sino de lo que pudiera acaso denominar “dictados avanzados”, que incluyen una selección léxica depurada y ajena en gran medida a la competencia léxica de los alumnos. No miento si digo que acaso en el origen de los mismos se halló un reto personal: ser capaz de construir textos que incluyan el mayor número posible de vocablos comprometidos ortográficamente para el alumno sin que el resultado final haya de ser un ejercicio que imitase la conocida escritura automática surrealista, aunque no pocos de esos dictados acaben teñidos de un poderoso hálito surrealista, cosa que en modo alguno me repugna. Me limito, pues, a ofrecer unas cuantas muestras de esos “dictados avanzados”, no para que se lean como los textos literarios que no son, pero sí para que se intuya lo que de literario hay en ellos y, faltaba más, por si alguien aún amarrado al duro banco de la galera turquesca de la profesión quisiera disponer de ellos (llegué a escribir 73). Helos:

El microbús recogió a los hacendados para llevarlos a una excursión que circunvalaría la ciudad prohibida. Desde las ventanillas verían celosías, tabiques, estores y cúpulas; reflejos bermellón sobre las húmedas tejas de arcilla y, al atardecer, una nube albaricoque suspendida junto a la muralla de adobe.

El éxtasis de la beata, frecuente y reiterativo como una herida recidiva, hundió en el estupor a los feligreses abochornados: ¡qué variada gama de blancos y burdeos! Sobre la mezcla espontánea revoloteó, inaugural, el negro augurio del índice admonitorio que sojuzga desde el abismo como un chamán en la horda primitiva.

Aquel coramvobis que nos sorprendió en el chiribitil llevaba trazas de acochinarnos allí mismo. Nuestro *ahobachonamiento nos impedía, además, toda respuesta que no fuera soñar con una nequicia tan lejana como próxima era nuestra estúpida bonhomía. ¿Nuestro auxilio? Un jabardillo de murciélagos que le esquivó el rostro sellando en él la huella del horror que le hizo huir a la carrera.

El bizbirindo zagalejo tocaba el birimbao, ajeno a los borborigmos, como una cirigaña que le granjeara la benevolencia literal de su analfabeta pastorcilla. Junto a la verbena y los hibiscos, entre los abruptos riscos de la sierra, resonaban sus lengüetazos como el sabroso evohé de las enfebrecidas bacantes. Cuando ella oyó la metálica llamada de la guimbarda, se sacudió la galbana, encerró el rebaño y ascendió hasta el ara donde se oficiaba el rito de su devoción. Ella, callada, apoyada sobre el cayado. El, sin decir palabra, aun moviendo dos lenguas desiguales. De sus cuatro ojos, indecisos pabilos, caían exánimes morceñas sobre las flores azules del romero.

Hoy hay ahí, ¡ay!, un aya a horcajadas de una rama del haya que orna la entrada al Hades desvencijado de tu inhóspita mansión. Expulsada parece de una hemeroteca desahuciada, y huérfana del auxilio que sus canas venerables a prestarle convidan. Desde la alberca cenagosa oyes sus desvalidos y horrendos bramidos sin hallarles sentido ni detectar el turbio latido de las execraciones que te zahieren.

Por el angosto espacio de la, aun así, amplia alcahaz volaban el buharro y el baharí convulsivamente entre las formidables rapaces competitivas: conllevaba su revuelo un increíble calabobos de plumas desprendidas del roce callado de sus alas expeditivas. Yo observaba cómo el hambre voraz ahuyentó sus miramientos y, ajenas al hecho de ser congéneres, se disputaban con brío, sin subterfugios, el espacio enjaulado a la espera de una presencia alible.

El esbirro dejaba sus escíbalos en un calvero del bosque mientras el cabecilla de los forajidos vigilaba desde el altozano la inminente aparición de los carabineros. El hadrubado cagón, embebido en su desahogo ventral, no oyó la cómplice advertencia de su jefe y fue sorprendido, a media deyección y plena erubescencia, por un revuelo de capotes y una erección de trabucos tan eficaz como el jugo del eléboro.

Y, para acabar, un metadictado:

Los estudiantes, cohibidos por el batiburrillo de étimos dictados con vocación de trampantojo *grecizante, se rebelaron contra la aflictiva, acrobática y exuberante retahíla de voces inauditas y esquivas. Una promesa los detuvo: ni zarcillo, ni gozquecillo, ni gigote, ni siquiera caterva avivarían sus temores, pues serían enhastilladas en el carcaj pacífico de un ejercicio no dictado, sino sugerido como un embeleco.

martes, 10 de febrero de 2015

...sin la presencia y la figura.


                               
Cerámica de Marciano Buendía.


La ausencia...

         Desde edad temprana, bien lo recuerdo, me habitaste, presencia cálida, y nuestra vida en común era la única vida deseada, y aun la posible. Nada era yo sin ti, y nada, pero otra distinta y tenebrosa, lo soy en este ahora en que me pregunto por las imposibles razones de tu ausencia, de tu prolongada ausencia. En algún yo perduraste con una esquivez y renitencia dignas de un presagio inequívoco que yo no quise reconocer. Desertabas de mí, me yermizabas, me enmudecías, me cegabas, me ensordecías... Y yo no quise entenderlo ni como amenaza ni como presente, sino como una crisis pasajera, como una postración temporal de la que tú misma me sacarías. Apenas un fulgor de tu aparición súbita bastaría para reconciliarme contigo y conmigo, con mi voz y tus palabras... Fuiste todo lo que quise ser, contigo, y ningún placer hallé comparable a la ebriedad de tu presencia, al deseado delirio a que me inducía tu contacto. La perfección discreta de nuestra unión me impedía detectar que pudiera haber en ti el secreto plan de una deliberada evasión no sé si liberadora o si delirante... Por inconcebible tuve que siquiera existieras lejos de mí, fuera de mí, como una llama desgajada del tronco ardiente, como una inverosímil nube de frío plomo matutino en el invierno del arroyo. Arrancarme la mirada, desollarme las palabras, cortarme en seco el ritmo formal de la respiración, desmelodizar la percutida sucesión de las notas de nuestra canción, ¿serías tú capaz -segur afilada y sentencia de ignoto tribunal- de así condenarme y aun castigarme? Cohabitábamos en la luz turbia de una relación antigua y viajábamos por un mar de voces desafiantes y humildes, siempre atentos al resplandor de los insospechados encuentros, como el de las palabras más extrañas que se cruzan en la cuadrícula caprichosa de un crucigrama... Hoy, muchos años después, de la sórdida transfiguración del frío en que me convirtió tu ausencia, creo percibir en la sangre de las palabras de mi visión un renuevo de calor cordial, un brote diminuto en que se concentra la mirífica posibilidad del reencuentro. Y voy sintiendo, en la cárcel del pecho, ecos de herrumbres removidas, de canos jilgueros fijados en el tiempo, de imágenes dislocadas y enfermos aspavientos de grandeza... Ni sé cómo he podido sobrevivir sin ti, ni sé si sabré ser instrumento afinado de tus acordes y mis cacofonías. ¡Tantos años tú y yo solos, a solas, soledosos...! Era imposible que pudieras escaparte del abismo especular en que nos perdíamos; pero, con extraño repente de viento nemoroso, desapareciste de la prisión narcisista y hube de romper, por escapar de la locura, las lunas con sus reflejos. Nunca, desde entonces, he sabido ser yo y siempre tu ausencia me ha definido como el doloroso miembro amputado cuyo escozor nos sorprende. No me conformé e intenté hallarte, recuperarte, ofrecerte, con generosidad infinita, las galerías secretas de mi alma, pero no ciñó mi deseo ferviente sino tu implacable ausencia; en paradoja, llenaste con ella hasta el último rincón de mi desesperación. Hay ausencias, como la tuya, que se palpan y aun hasta se abrazan, en dolorosa fantasmagoría de la que ni siquiera nos avergonzamos. Como un perro abandonado te he olfateado contra el viento por dibujar tu cuerpo en mi retina; en vano. ¡Qué impertinente pertinacia, la tuya! Ni siquiera el contorno desdibujado de una huella efímera capté de ti: borraste con el hopo del olvido tus pasos para mimetizarte con lo inexistente... 
       Y, sin embargo... 
       Tengo hoy un pálpito no del todo desconocido, una borrosa intuición, una infundada sospecha de que... Te presiento. Sin pruebas. Y acaso me mienta. Tú nunca has sido ficción consoladora, sino vida total, incondicional, libérrima... Estoy inquieto como el potro ante la tormenta que se gesta... Quiero creer que en cualquier momento se quebrará tu ausencia como rompen aguas las placentas, y que yo ensayaré perfiles al soslayo con el estudiado desgaire de quien aparenta el rencor... No podía pasar de hoy, me he dicho en innumerables hoyes de insufribles años, y jamás conseguí romper la ya orinada cadena de tu ausencia... No estaba en mi mano, ágrafa de dedos gafos, hacerte comparecer, como al alma ante Radamante, en mis desabridas palabras bordes; ni supe nunca, en mi desolación, qué conjuro propicios te incitarían a suspender la distancia entre mi insignificancia y tu decepción; ni qué absurdos sacrificios al dios de los caminos, Hermes divino, aceptaría como gratos para devolverte a nuestra concordia y al latido unísono de lo que fueran dos presencias inseparables...
        Estoy en el duro estrecho de quien confunde la realidad con el deseo...; pero creo saber, al modo extraño del desear, que tú y yo, poesía, estamos a punto de volvernos a encontrar.

martes, 3 de febrero de 2015

Isócrates: El poder del discurso escrito.


                                                                  
Herma de Isócrates.

Isócrates*: El discurso como vida,  como profesión, como razón de ser y como Razón de Estado.

         De la destrucción de las humanidades que han llevado a cabo tanto los gobiernos socialistas como los populares en sus antiplanes de enseñanza, con sospechosa coincidencia, y del desmantelamiento de un seminario de griego cuyos fondos bibliográficos ni siquiera en las bibliotecas municipales los querían albergar, tuve yo la oportunidad de conservar algunas ediciones de autores que siempre quise leer, Isócrates entre ellos. ¿Qué ha de buscar un intelector del siglo XXI en un escritor del siglo V antes de Cristo? Tratándose de uno de los principales artífices del discurso u oración, qué duda cabe que, sobre todas las cosas, el placer de leer un texto construido con esmero, con un plan, con ingenio y, sobre todo, con tiempo para meditar sobre lo que se quiere decir en él, es decir, la antítesis de los mitineros gritos urgentes que nuestros endebles líderes contemporáneos quieren hacer pasar por discurso sin que se les caiga la cara de vergüenza; del mismo modo que quieren hacer pasar por tales las plúmbeas recitaciones monótonas de listas numéricas en la tribuna del Congreso, cuando no la sucesión vergonzosa de puyas en forma de latiguillos trasnochados, propios de asambleas universitarias o de instituto.
 Ese placer no solo deriva de los usos retóricos, generosos en los textos de casi cualquier escritor griego, sino, en primer lugar, de las ideas en ellos expuestas, máxime cuando tienen una orientación política tan marcada como en el caso de Isócrates. Desde otra perspectiva, Isócrates ha sido considerado, por Paul de Man, como el padre de la autobiografía, pues en su discurso sobre la Antídosis o Cambio de fortunas, escrito con 82 años, nos dejó un retrato fiel de su vida y sus esfuerzos educativos en pro del amejoramiento de la sociedad ateniense y de su república. Vivió mucho, Isócrates –llegó a centenario– y algunos de sus mejores discursos los escribió a partir de los 76, cuando redactó el Areopagítico, como el discurso a A Filipo, escrito a los 90. Compárese, malévolamente, con nuestro presente, en el que los candidatos políticos ofrecen, sobre todo, como aval de sus posiciones políticas su extrema “juventud”, es decir, casi la ausencia de experiencia y, en muchos casos, de reflexión, y en no pocos incluso de formación. Esa comparación es, en parte, responsable de haberme llevado a meterme gustosamente en una dislocación temporal que me aleje de la algarabía del presente y me permita rescatar, de una distancia de 25 siglos, ideas que hasta para esos jóvenes serían auténtica novedad, al margen de actuar como escuela oratoria en la que forjar, acaso, maneras de decir y de formular de las que ahora, por lo general, carecen, más allá del agitprop constante que se quiere hacer pasar hasta por ideología.
Isócrates fue un profesional de la enseñanza de la oratoria, aunque todos sus discursos fueron escritos para ser leídos, no para ser oídos, porque, por sus especiales características físicas, especialmente por  la ausencia de una voz potente y suasoria, jamás se atrevió a hacerlo, lo cual lo convierte en algo así como un precedente del género del ensayo, creado por Montaigne veinte siglos después, sobre todo si tenemos en cuenta la perspectiva confesional que hallamos en muchos de sus textos, en alguno de los cuales como la Antídosis hay una deliberada autobiografía escrita con la intención de defenderse de las acusaciones contra su persona. Entre los filósofos y los sofistas, Isócrates ocupa un lugar muy especial entre los cultivadores del logos: desdeña los estudios que no tienen una aplicación útil y en su escuela de oratoria, fundada sobre la tradición de las de los sofistas, aspira a que sus discípulos se conviertan en la generación de atenienses que logren la mejor de las sociedades, la más justa y la más democrática.
    Entre los diez discursos suyos que he leído (se conservan 21, aunque se discute la paternidad del titulado A Demónico, que es, sin embargo, el más editado y leído del autor), y aceptando la sugerencia de un intelector de excepción como Rafael Carreras, autor de un librito sobre el que en un futuro inmediato escribiré en este Diario, he incluido el Elogio de Helena, el A Filipo y el Areopagítico. El primero es una reivindicación del valor absoluto de la belleza, en un género de discurso que ha de vencer la dificultad de defender lo que se pueden considerar “causas perdidas”. Helena es algo así, para la tradición griega como la Eva tentadora para la cristiana, en ambos casos “la perdición de los hombres” que dice la copla Adelfa (Adelfa llevo por nombre/y es mi signo ser fatal; /la perdición de los hombres, /la perdición de los hombres /a mí me van a llamar), y aun de los pueblos, a juzgar por la que se armó en Troya. Llama la atención que, más allá de la reivindicación de la belleza, Isócrates aproveche buena parte del discurso para plantear cuestiones retóricas en una suerte de reflexión sobre el discurso propio de quien dedicó toda su vida a la enseñanza de su dominio: Es de mayor trabajo el decir con moderación que el zaherir; y el hablar con seriedad que el manifestarse bufón y chocarrero. Si a eso le sumamos la reivindicación de la importancia de los temas: Es mucho mejor discurrir mediamente sobre cosas útiles, que saber mucho y con diligente esmero en las que no son de ningún provecho, tendremos una visión aproximada de la trascendencia con que afrontaba la creación del discurso Isócrates, quien reivindica así mismo la brevedad casi como una obligación: Hablar con la mayor brevedad que sea posible, para darles a ellos gusto, y dármelo a mí también, y no condescender enteramente con los que de todo tienen envidia, y en cuanto se dice encuentran qué tachar y reprender. La defensa de la belleza que plantea el autor implica un sometimiento instantáneo a ella así que se la descubre, y en el caso de Helena, a quien le cupo una gran parte de belleza, que es la cosa más ilustre, más apreciable y más divina de cuantas se conocen, es de justicia reconocérsela y alabársela, porque Júpiter, el mismo Júpiter, dueño y señor del universo en todas las demás cosas hace ostentación de su poder; pero respecto de la hermosura hácese humilde, y de este modo se digna abatirse a ella. El autor refrenda su tesis al ponderar la elección de Paris en su famoso juicio, cuando, ante la dignidad máxima del mundo: Ser emperador de Asia (Hera) o tener la sabiduría y el poderío militar (Atenea) escogió el don de Afrodita: el amor de la mujer más bella del mundo: Helena.
El discurso Areopagítico ha sido, de todo lo leído, y ateniéndonos a nuestra situación actual, el que más me ha interesado por las abundantes muestras de sindéresis que es posible hallar en él. Estamos ante un verdadero tratado político que debería ser leído con suma atención por muchos de nuestros políticos, poco aficionados, en términos generales, a la letra impresa, más allá de los estrechos límites de sus disciplinas y el ingrato aruspiceo visceral de las estadísticas en busca de manantiales vivos de votos. Las ideas principales son las siguientes: la ley es impotente sin la ayuda de las costumbres y de la educación; la constitución es el alma del Estado, por el modo como la constitución inspira la conducta del Estado, de igual manera que el espíritu o la mente inspira el comportamiento del hombre, y, finalmente, que el pueblo ha de dirigir todas las cuestiones del Estado como un “tirano”, pero sin dejar lugar a dudas sobre su talante democrático. Tomando como pretexto la “jugada” llevada a cabo por dos ciudadanos que debían dinero a la ciudad y que sabían que si el Consejo de Areopagitas los juzgaba, tendrían que devolver el dinero, lograron convencer a los ciudadanos para disolverlo, lo que consiguieron. Isócrates propone retomar la institución como un garante de la ética pública y como un seguro para que la res publica vuelva al esplendor de que antes gozó, cuando el pacto social entre las clases superiores y los desheredados de la fortuna permitía una convivencia armoniosa en la urbe gracias a la interdependencia entre ambas clases (y perdóneseme la extensión de la cita, por mor de su importancia): De manera  semejante regían también los asuntos personales, porque no se avenían tan solo en los asuntos comunes, sino que en la vida privada aplicaban los mismos miramientos que convienen a las personas prudentes y a los que conviven en una misma patria: los ciudadanos más pobres estaban tan lejos de envidiar a los que poseían más riquezas, que sentían por las casa grandes la misma preocupación que por las suyas propias,, porque pensaban que su prosperidad era para ellos una salvaguarda. Y los que poseían riquezas no solo no despreciaban a los menos afortunados, sino que, como si pensasen que la estrechez de sus conciudadanos les era propia, subvenían a sus necesidades y ofrecían a unos tierras de cultivo  un precio moderado, enviaban a otros a centros comerciales extranjeros y proporcionaban a otros medios para todo tipo de trabajos. I no temían que les sucediese ninguna de estas dos desgracias: o perderlo todo o tener grandes problemas para recuperar parte de los préstamos que habían hecho. Tenían, por el contrario, la misma confianza en los bienes cedidos al exterior que en los que permanecían en la patria, porque veían que los jueces de los contratos no se dejaban influir por la benignidad , sino que se atenían a las leyes, y que tampoco se preparaban, en los juicios ajenos, la posibilidad de cometer ellos mismos injusticias sino que se mostraban más irritados en contra de los ladrones que los mismos perjudicados, y pensaban que los que incumplían los contratos hacían más mal a los pobres que a los que tenían muchas riquezas, pues si estos dejaban de hacer cesiones, perderían bien pocos ingresos, mientras que los pobres, si les faltaba lo que subvenía a sus necesidades, se verían reducidos a la miseria más extrema. Así pues, de acuerdo con este criterio, nadie escondía su fortuna ni tenía miedo de dejar dineros, sino que veían con mejores ojos a los acreedores que a los que retornaban el préstamo, porque a ellos les sucedía lo que desearían todos los hombres sensatos: ayudaban a sus conciudadanos y al tiempo volvían productivos los bienes propios. Y lo que es capital para sus buenas relaciones: los bienes eran seguros para los que los poseían en justicia, y su uso, común para todos los ciudadanos que pasaran estrecheces. Isócrates está convencido de que el alma del pueblo es la Constitución, pero no la abundancia de leyes, en lo que ve un cierto fracaso de la organización social (lo que, permítaseme la autocita, glosé, antes de haberlo leído, en un aforismo: La ley es el fracaso de la especie.): La abundancia y precisión de las leyes es señal de que la ciudad está mal administrada. (…) El cometido de los buenos gobernantes no es llenar de escritos los pórticos, sino mantener la justicia en las almas, porque no es con decretos, sino con las costumbres como se gobiernan bien las ciudades, y cuando los ciudadanos han sido mal dirigidos, se atreven a transgredir incluso las leyes escritas con precisión, mientras que cuando han sido bien educados, respetan de buena gana las leyes escritas también con sencillez; y de ahí la importancia que concede el autor a la ética individual como fundamento de la dedicación política: Era más difícil hallar en aquellos tiempos ciudadanos que quisieran una magistratura que no ahora ciudadanos que las rechazasen, y es que creían que la administración de los bienes públicos no era un negocio, sino un servicio, y cuando accedían a los puesto, no miraban desde el primer día si sus antecesores habían dejado de sacar algún provecho, sino, antes al contrario, si habían descuidado algún asunto que requiriera un cumplimiento inmediato. Desde esta perspectiva ética que pone el acento en la responsabilidad de la acción individual para la consecución del bien común no es de extrañar que Isócrates se decante por una república que escoja una de las dos igualdades que nos presenta en dicotomía fácil de disolver siguiendo su sensatez: Lo que más contribuyó a la buena organización de la ciudad fue el hecho de que, conociendo la existencia de dos igualdades, una que trata a todos con el mismo rasero y otra que los trata según sus méritos, no ignoraban la más útil y, por el contrario, rechazaban por injusta aquella que consideraba dignas de la misma recompensa a los buenos y a los malos, y escogían la que honraba y castigaba a cada cual según sus méritos, y con ella dirigían la ciudad, y no con el sorteo de los magistrados entre todos los ciudadanos, sino con el nombramiento de los más honrados y más preparados para cada tarea, porque tenían la esperanza que los ciudadanos llegar a parecerse a aquellos que estuvieran al frente de los asuntos públicos.
La preocupación política de Isócrates fue una constante en sus escritos hasta el día de su muerte, como prueba el discurso A Filipo para invitarlo a convertirse en el rey de todos los griegos y en el conquistador del imperio persa, a fin de dominar el orbe conocido. Reconocía a Filipo como rey de un país bárbaro –para los no intelectores conviene recordar que βάρβαροι son, literalmente, los ‘no griegos’, meramente–, pero veía en él l predestinado por los dioses para realizar el ideal político de la unión de todos los griegos y la posterior conquista del imperio persa. Es importante destacar que el reconocimiento de la tiranía que implicaba el de Filipo estaba atenuado por la importancia que Isócrates concede a la asunción de la helenidad como impronta que deja en quienes, siendo βάρβαροι dejan de serlo para asumir la condición de griegos por la asimilación de la mayor ofrenda helénica a los pueblos del orbe: La filosofía, que nos ha ayudado a descubrir y a organizar todo eso [el sistema social y político griego], que nos ha instruido para la acción y ha endulzado nuestras relaciones, que ha distinguido las desgracias que comportan la ignorancia y las que provienen de la necesidad, que nos ha enseñado a evitar aquellas y a aceptar serenamente estas, también ha sido revelado por nuestra ciudad, como nos expone en el Panegírico, uno de sus primeros discursos programáticos. Allí mismo incide en ese ideal filosófico, en la vertiente del dominio del logos, como señal de identidad del helenismo por encima de cualesquiera diferencias nacionales, como el máximo exponente de la civilización: Los que hemos vivido desde el comienzo en libertad no somos reconocidos ni por el valor ni por la riqueza ni por otros bienes parecidos, sino que especialmente somos conocidos por nuestras palabras, y eso se ha convertido en el símbolo más seguro de nuestra educación; y los que saben usar con perfección el arte de la palabra, no solamente son poderosos en su propio país, sino que también en los otros países son bien considerados. Y nuestra ciudad ha aventajado tanto a los otros hombres en el razonamiento y en la palabra, que sus discípulos se han convertido en maestros de los otros y ha hecho que el nombre de griegos ya no parezca una señal de nacimiento, sino de la inteligencia, y que los que participan de nuestra educación se llamen griegos con más propiedad que los que pertenecen a nuestra raza común. Para Isócrates, Filipo por fuerza había de ser receptivo a su propuesta, dado que el rey no podía ignorar de qué manera gobiernan los dioses los asuntos humanos. No son ellos quienes directamente provocan las cosas buenas o malas que eventualmente nos acaecen, sino que inspiran en nosotros una suerte de estado de espíritu que hace que se produzcan a raíz de nuestro mutuo comportamiento. Filipo no hizo ni puñetero caso de los cantos de sirena del logógrafo ateniense, pero se cree que fue su hijo Alejandro quien releyó tiempo después el discurso y sintió la llamada que no había sentido el padre. No fue, pues, Filipo, sensible a los elogios con que aderezó Isócrates su exposición: Es necesario que todas las personas que tienen sentimientos elevados y un talante superior, no emprendan aquellas empresas que podrían llevar a cabo cualesquiera personas, sino aquellas que solo pueden alcanzar personas poseedoras de la misma naturaleza y fuerza que tú, ni al convencimiento con que, acaso, sí fue capaz de persuadir después a Alejandro: Si nadie comparte mis ideas, una vez que se hayan llevado a cabo, no habrá nadie que no acepte tomar parte en los beneficios.
Los intelectores más amigos de los aforismos hallaran abundancia de ellos en los discursos dedicados a Demónico, a Nicocle y al padre de éste, Evágoras, rey de Salamina. De hecho, podemos advertir en todos ellos una suerte de Regimiento de Príncipes que, como tal género aforístico, se impondrá a partir del siglo XVI. Un tratado de educación humana y de formación del príncipe, pues, que se adelantan a su tiempo, del mismo modo que, con el elogio fúnebre al rey Evágoras inició un nuevo género, el llamado panegírico. Incluso los discursos mayores contienen abundantes sentencias, nada extrañas en quien se ha dedicado toda su vida al magisterio y en cuyos discursos el análisis de la naturaleza humana, la individua y la social tan presente está. Recordemos algunas de ellas, que forman parte, ya, de la tradición occidental, por lo que es discutible que pueda adjudicársele a Isócrates la autoría, como la de la vieja advertencia: No des alas a la risa desmesurada ni apruebes las palabras atrevidas, porque lo primero es propio de los faltos de seso y lo último de locos o la tan conocida: No te apresures a hacer amigos, pero, cuando los hayas hecho, procura conservarlos, porque si es vergonzoso no tener amigos, también lo es cambiarlos a menudo, que parece una recreación de la atribuida a Pitágoras: Tarda en hacer una amistad, y más aún en deshacerla. Propia de sus convicciones políticas y éticas es la sentencia con que Isócrates impone un comportamiento del que en nuestros días hay escasísimas muestras, sin duda: Deja los cargos públicos no más rico, sino más apreciado, porque la aprobación del pueblo es mejor que los dineros. Esa conciencia del procomún que alienta el pensamiento de Isócrates e lo que, en definitiva, hace su lectura tan recomendable para quienes emprender una carrera política que responda a la raíz del nombre con que definimos tal menester: los asuntos de la polis; no los de la billetera propia. Quedémonos, finalmente, con un elogio del discurso como herramienta de formación que suscribo plenamente, y mucho más por la ausencia deliberada de su enseñanza y práctica en a labor educativa: ha determinado las cosas justas y las injustas, las cosas vergonzosas y las nobles, pues sin estas distinciones no sería posible vivir en comunidad. Con ella censuramos a los malvados y elogiamos a los buenos. Gracias a ella instruimos a los ignorantes y probamos a los inteligentes, porque hablar como se debe es la mejor demostración de prudencia, y la palabra verídica, correcta y justa es imagen del alma noble y veraz.

¡Ojalá pudiéramos tener políticos de quienes predicar la última frase!

* Todas las citas han sido extraídas de la edición de las obras de Isócrates de la Fundació Bernat Metge, 4 vols. (1971, 1980, 1991, 1999), traducidas por Joan Castellanos  i Vila. [Las traducciones al castellano son mías.]