sábado, 29 de marzo de 2025

«Memorables reflexiones socráticas y otros textos», de Johan Georg Hamann y «Escritos de Hamann», de G.W. Hegel, o el prestigio de la rareza y la excentricidad.


La razón encarnada frente a la razón abstracta: la lucha de Hamann contra Kant.

 

          El azar intelector me ha llevado al conocimiento de Johan Georg Hamann, un escritor alemán que pasa por ser el «campeón» del irracionalismo, debido a sus acerbas críticas a la Crítica de la razón pura, de Kant, de quien fue amigo en la ciudad de Königsberg y con quien mantuvo una curiosa relación, a pesar de sus encontronazos. Se trata de un dotado pensador, seguidor de la Ilustración en sus inicios, que sufrió una transformación religiosa en un  viaje a Londres en el que, tras ser asaltado y robado, permaneció casi un año en miserables condiciones y estudiando la Biblia, tras haber leído con anterioridad, en Alemania, a Hume en inglés. Su peculiar peripecia vital e intelectual hizo de él un caso tan particular en su tiempo que, admirado por Goethe, entre otros, Hegel le dedico dos escritos en los que creyó oportuno mezclar su biografía y su pensamiento, un caso insólito en la obra del paladín del idealismo, porque suponía un reconocimiento, en parte, de la indisolubilidad de la unión biológica, digámoslo así, entre las ideas y el sujeto que las defendía, algo que, forzosamente, había de repugnar a su bien establecido método filosófico.

          Nada mejor, pues, que trazar esa biografía de la mano de Hegel, a quien debemos buena parte de los datos que del autor se conocen. Cabe anticipar que Hamann es autor de cartas, opúsculos inverosímiles y ensayos breves como el que a mí me llamó la atención, este titulado Memorables reflexiones socráticas, de poco interés si comparado con la crítica que le hace a Kant, donde expone los fundamentos de un «holismo» que se anticipa casi dos siglos al de Jan Smut y de una concepción de la razón como «razón vital» que también se anticipa a la concepción de Ortega y Gasset.

La profesora Cinta Canterla, en un estudio dedicado a Hamann, nos deja clara la concesión de la razón que tiene Hamann: Hamann creía en la razón: una razón crítica, pragmática y comunicativa. la filosofía no es para él irracionalismo (aunque frente a cierto tipo de razón lo mejor sea rebelarse), pero tampoco erudición, escolástica o autoritarismo dogmático: es sabiduría basada en la creencia, pragmatismo. lo que significa en él: instinto, razón biológica, un instrumento de conocimiento vivo basado en el cuerpo, la comunicación y el intercambio —también el sexual—. Por ello la filosofía trascendental de Kant, con sus sucesivas purificaciones en el campo del conocimiento —al que separa del lenguaje, del cuerpo situado y de la tradición, consagrando la escisión solipsista entre el yo, la naturaleza y sus semejantes—, su radical demarcación del ámbito del saber del de la creencia moral, y su escisión entre el fenómeno y la cosa en sí reproducida después en las contraposiciones antinómicas dadas como irresolubles, le parecería la peor forma de nihilismo e irracionalismo: la negación de la vida, que era la verdadera, santa y justa razón, sustituida ahora por un nuevo aparataje conceptual. Pero paradójicamente, fue Hamann el que pasó a la historia de la filosofía como irracionalista.

Pero sigamos a Hegel, de quien se extrae una sucinta biografía que, sin dar explicación pormenorizada de la vida del «Mago del Norte» —luego explicaremos de dónde sale ese apodo—, nos permite calibrar la desordenada vida que no impidió a nuestro autor ser considerado un autor digno de ser leído, una voz digna de ser escuchada, a pesar de las reservas de  Mendelssohn, según recoge Hegel: «Todavía hay quien se sobrepone y atraviesa los sombríos recovecos de una cueva subterránea, si a la postre se pueden descubrir secretos sublimes e importantes: pero si el esfuerzo de desentrañar un escritor oscuro no permite esperar más recompensa que ocurrencias, entonces bien puede quedar el escritor sin ser leído».  El propio Hegel no tiene empacho en reconocer que, , en cierto modo, la estrafalaria vida de Hamann habían arruinado lo que prometía ser una obra muy interesante y que quedo en poco menos que esas «ocurrencias» de las que hablaba Mendelssohn: Su forma de vida insociable y extravagante, que era en parte apariencia, en parte falsa inteligencia, en parte consecuencia de su desasosiego interno, del que ha adolecido largo tiempo en su vida —una insatisfacción y una imposibilidad de aguantarse a sí mismo, un pretencioso querer convertirse a sí mismo en enigma— lo corrompieron y lo tornaron indecoroso. […] La energía de su inteligencia intelectual adopta simplemente la forma de un hambre salvaje de dispersión espiritual, sin cuajar en fin alguno.

 Esto es lo que destaca, a grandes rasgos, de su vida Hegel:

Hamann nació el 27de agosto de 1730 en Königsberg, Prusia; su padre era un cirujano barbero y, según parece, bien situado. [El padre de Cervantes, por cierto,  también era cirujano («zurujano» en la época), aunque «menor».] […] Siguiendo su viaje a Londres, perdió su dinero, víctima de la estafa de un inglés, al que había encontrado por la mañana de rodillas, mendigando, y al que por ello había tomado confianza. En Londres, donde Hamann llegó el 18 de abril de 1757 [Fue enviado por los Berens, familia de comerciantes para quienes trabajaba como educador], su primer paso fue el de buscar un charlatán de feria del que había oído que sabia sanar todas las deficiencias de lenguaje (ya arriba se ha mencionado dicha deficiencia, concretamente el tartamudeo). […] Lo vemos, después de un año vivido sin ocupación y sin meta alguna, alojado, desde el 8 de febrero de 1758, en la casa de un matrimonio honrado y pobre, donde, en tres meses, a lo sumo tuvo cuatro comidas adecuadas, y donde toda su alimentación consistía en gachas de agua [en realidad, con avena], y por el día un café. […] H. vivió, como ya se ha dicho, desde que abandonara en enero de 1759 la casa de los Berens, sin profesión ni determinación, en casa de su padre, y a expensas del mismo. También el único hermano de H., que había estado empleado en Riga como profesor de instituto, debió retornar a la casa paterna porque cayó en un estado de melancolía, que lo incapacitaba para su puesto, y que finalmente desembocó en una idiotez absoluta; todavía durante dieciocho años hubo H. de hacer frente a sus cuidados y a su tutela. […] En el año 1763 contrajo —con una campesina, que, según parece, no se distinguía por nada especial— lo que él llama a veces un «matrimonio de conciencia» [Se trata de una larga convivencia extramatrimonial], el cual fue muy frutífero en hijos, y que mantuvo a lo largo de su vida. […] [Sobre su segunda mujer, la campesina, nos dice que] «Su juventud floreciente, su salud de roble, su manifiesta inocencia, su candidez y lealtad, provocaron en mí un arrebato enfermizo que ni la religión ni la razón, ni el bienestar, tampoco la medicina, los ayunos, ni los nuevos viajes o las diversiones, podían dominar». […] En 1767 lo ayudó generosamente Herder, con motivo de un apuro económico, el cual lo habría forzado, de lo contrario, a vender su biblioteca. […] A comienzos de 1777 fue nombrado finalmente Director de Depósitos Aduaneros; su salario era el mismo, 300 táleros reales, pero se completaba con el derecho a una vivienda y un jardín gratis, así como una participación en los llamados Fooigeder, que superaba los 100 táleros reales. […] A finales de 1777 muere su hermano y, a pesar de la herencia que le cae en suerte, dado su inclinación a la compra de libros y las pérdidas por la venta de las cosas en las que había invertido su patrimonio, se encontró en una situación cada vez más apurada. […] El tiempo que tenía que estar en la oficina, de 7 a 12 por las mañanas, y de 2 a 6 por las tardes, lo pasaba básicamente leyendo. La lectura es completamente variada; sin planteamiento de un objetivo, todo al azar y sin orden, aquella tenía en su escritura un efecto perverso más bien que una influencia formativa. [Carta a Lavater en 1781:] «Desde hace tiempo solo disfruto de un escritor mientras tengo el libro en las manos; tan pronto como lo cierro, todo se confunde de nuevo en mi alma, como si mi memoria fuera un papel secante».

A mí, y no solo por su relativa pobreza, sino por su ardor religioso y su cristianismo socrático, fundado en el ejemplo moral de los hechos, no en la prédica, me ha traído a la memoria la figura de Léon Bloy, con quien Hamann, mediante un imaginativo salto diacrónico, hubiera hecho excelentes migas. Téngase presente que fue de los pocos contemporáneos de Kant que le desafió en su propio terreno, el de las idea, con argumentación tan contundente que Kant optó por refugiarse en un altivo silencio propio de quien está convencido de que hablaban en dos lenguas distintas; pero, para Hamann, es el idealismo kantiano el verdadero nihilismo, porque, habiendo escogido el terreno impoluto de la abstracción como territorio  propio de la razón, excluye de su ámbito el mundo, la naturaleza, de la que nosotros formamos inextricable parte. Hamann vio nítidamente la seria contradicción de la filosofía kantiana: «Nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en nuestros sentidos, así como nada hay en todo nuestro cuerpo que no haya pasado antes por nuestro propio estómago o por el de nuestros padres. Los stamina [las fibras] y los menstrua [los nutrientes] de nuestra razón son, por eso en sentido estricto, revelaciones y tradiciones que asumimos como nuestras y que transformamos en humores y fuerzas de toda clase».

Tres son las objeciones fundamentales que plantea Hamann a la obra fundamental de Kant, piedra angular del edificio ilustrado: La primera consiste en hacer independiente la razón de lo transmitido, de la traición y de la fe en ella. La segunda se cifra en nada menos que su independencia de la experiencia y de su inducción cotidiana. La tercera afecta al lenguaje, el único órgano y el criterio primero y último de la razón, sin ninguna credencial aparte de la que recibe de la tradición y el uso. Desde este triplete, Hamann pone el énfasis en una inseparabilidad del cuerpo y el pensamiento que inaugura una línea de pensamiento que llegaría hasta Niezsche y, desde él, a nuestra modernidad: El instinto es la más inteligente de todas las especies de inteligencia descubiertas hasta ahora o Hay más razón en tu cuerpo que en la mejor de las sabidurías. Nada más contemporáneo, pues, que el rechazo a la abstracción deshumanizadora del idealismo que culminará en la obra casi ininteligible de Hegel, al decir de Adorno, ¡y recordemos que esa ininteligibilidad es la que se le achacaba a Hamann, por más que el propio Hegel tenga que reconocer que no la hay en lo que considera su obra capital, una cita que reproduzco íntegra porque en ella se contiene una descripción de ese cristianismo socrático al que me referí ut supra y que lo emparenta, a mi juicio, con Bloy:

La mayor convulsión se la ocasionó el famoso escrito de Mendelssohn Jerusalén o sobre el poder religioso y el judaísmo. El folleto de réplica de H., Gólgota y Scheblimini, es sin duda lo más significativo que ha escrito [La búsqueda de ese título en Google apenas da tres resultados…] una obra cuyo contenido bien habría merecido verse libre de toda bufonada. [En él se halla su definición del cristianismo:] «La no creencia en el sentido histórico más profundo de la palabra es el único pecado contra el espíritu de la verdadera religión, cuyo corazón está en el cielo, y cuyo cielo está en el corazón. No es en los servicios, sacrificios, votos que Dios exige de los hombres, donde reside el secreto de la bendición  divina en el cristianismo, sino más bien en las promesas, en los cumplimientos y en los autosacrificios, que Dios ha hecho y prestado a los mejores de los seres humanos; no en el más noble y grande mandamiento, que impone, sino en el Bien más sublime que ha regalado; no en las legislaciones y dotrinas morales, que solo conciernen a las opiniones y acciones humanas, sino en la ejecución de los hechos, obras e instituciones divinas para sanación del mundo entero. La dogmática y el derecho eclesiástico pertenecen a fin de cuentas a las instituciones educativas y administrativas públicas, y como tales están sujetas al arbitrio de la autoridad. Estas instituciones visibles, publicas, comunes, no son ni religión ni sabiduría, sino terrenas, humanas y demoniacas, en consonancia con la influencia de los cardenales latinos, o de los cicerones latinos, confesores poéticos o prosaicos curas ventrudos, y en consonancia con el cambiante sistema de equilibrio y dominio estatales o de la tolerancia y neutralidad armadas».

Volvamos un momento a la disensión de Hamann respecto de la obra de Kant, porque conviene tener presente el supremo valor que él le concedía a la indisolubilidad del pensamiento y los sentidos y al aspecto simbólico del lenguaje:

Pero si la sensibilidad y el entendimiento, como dos troncos del conocimiento humano, surgen de una misma raíz común de forma que todo objeto dado a la una es pensado por el otro, ¿con qué objetivo se efectúa una separación tan tajante, inoportuna y partidista de lo que ha unido la naturaleza? ¿No se agostarán y perecerán ambos troncos a través de una dicotomía y una escisión de su raíz común? ¿No se adecuaría mejor como imagen más fidedigna de nuestro conocimiento la de un único tronco con dos raíces, una que sale hacia arriba y se eleva por los aires y otra que se hunde hacia abajo en las entrañas de la tierra? La primera se presta a nuestra sensibilidad, mientras que la segunda es invisible y se tiene que pensar por medio de entendimiento, lo cual se aviene muy bien con la aprioridad de lo pensado y con la aposterioridad de lo dado o recibido, así como también con la tan apreciada inversión de la razón pura en lo que respecta a sus teorías. Pero lo que se da es más bien un alquímico árbol de Diana. [En oportuna nota del libro, todas ellas excelentes, se nos informa de que el «árbol de Diana» es una amalgama que surge de la solución de mercurio en nitrato de plata que genera estructuras arboriformes. Para los alquimistas la plata era un elemento representado por la diosa Diana, de ahí el nombre que recibe esta formación dendrítica.]

¿Es posible, se pregunta el idealismo por una parte, encontrar a partir de la mera intuición de una palabra el concepto de la misma? ¿Es posible a partir de la materia de la palabra «Vernunft», de sus siete letras y sus dos silabas; es posible, a partir de la forma que determina el orden de estas letras y de estas sílabas, descubrir algo del concepto de la palabra «razón»?

Y Hamann no tarda en concluir que el lenguaje es también el punto clave de la confusión de la razón consigo misma. Y enseguida nos lo explica en detalle: Los sonidos y las letras son, por tanto, puras formas a priori en las que no está presente nada de lo que es propio de la sensación o del concepto de un objeto. Son los verdaderos elementos estéticos de todo conocimiento y de toda razón humana. El lenguaje más antiguo es la música y este es, junto al ritmo palpable de los latidos el corazón y de la respiración perceptible en nuestras narices, el vivo modelo por el que se rige toda medición del tiempo y toda relación numérica. La escritura más antigua es la pintura y el dibujo. Estos se ocupan, desde hace el mismo tiempo, de la economía del espacio, de su limitación y definición a través de las figuras. Por eso, por la constante influencia omnímoda de los sentidos más nobles, la vista y el oído, estos conceptos de espacio y tiempo se han vuelto en todo el ámbito del entendimiento tan necesarios y universales como lo son la luz y el aire para los ojos, los oídos y la voz, hasta el punto de que espacio y tiempo, sin ser ideae innate [ideas innatas], parece al menos que son matrices de todo conocimiento intuitivo.

          Al parecer, Hamann fue, en su tiempo un auténtico polemista, como los muchos que generaría la Ilustración en el fértil siglo XVIII, un momento apasionante del desarrollo del pensamiento en Europa, y del que, a modo de respuesta airada, surgiría la emotividad desatada del Romanticismo y cierto culto a la irracionalidad, el misterio y lo inefable. En el caso de nuestro autor, estuvo muy presente la reacción religiosa de sometimiento a la fe y a la verdad revelada como muestra de humildad frente a la soberbia desmesurada de la Razón. Fueron ciertos círculos pietistas los que, tras un ensayo de Hamann sobre la Epifanía, bautizaron a Hamann como «el mago del Norte», concretamente Friedrich Karl von Mosser. A Hamann, que firmaba a menudo con seudónimos, algo muy propio de los libelistas ilustrados, le cayó en gracia el apodo y lo usó en algunos escritos.

          Cerremos esta árida reseña con la voz autorizada de quien conoce sobradamente a Hamann, la profesora Cinta Canterla: La nueva filosofía debía abandonar la erudición y el dogmatismo para pasar a ser, en su opinión, una filosofía dionisíaca que, adoptando una forma contracultural, liberase al hombre de la alienación, la enfermedad y la decadencia. De ahí que se enfadase tanto más tarde cuando Kant publicara su artículo ¿Qué es la Ilustración?, en el que la divisa hamaniana ilustrada («¡Sé fuerte y atrévete a saber!» Vale et sapere Aude!) quedaba amputada legitimando el sometimiento. Pues durante los años intermedios a esas dos fechas, 1756 y 1784, Hamann había dedicado sus esfuerzos, situándose en posiciones de un liberalismo radical, a mostrar las trampas de la emancipación lisiada que proponían muchos ilustrados, que justificaban el sometimiento apelando a un poder razonable que tutelase a aquellos colectivos humanos que, como las mujeres, los negros o los desprovistos de recursos, se considerasen inmersos aún en la animalidad. Y Kant se alineaba de nuevo en su escrito con los falsos tutores.

          He mentido, prefiero, con permiso de la eminente profesora Canterla, que sea el propio Hamann en uno de los fragmentos de las Memorables reflexiones socráticas quien confiese la identidad de propósito entre la obra del filósofo ateniense y su propio quehacer en la sociedad ilustrada de su época: En resumen, Sócrates tentó a sus conciudadanos a salir de los laberintos de los eruditos sofistas en pos de la verdad que yace en lo oculto y en pos de la secreta sabiduría para reconducirlos desde los altares de sus devotos sacerdotes medradores hasta el servicio del dios desconocido. Platón se lo dijo sin ambages a los atenienses: Sócrates les había sido dado por los dioses para hacerlos conscientes de sus locuras y para animarlos a perseguir la virtud. A quien no soporte que se cite a Sócrates entre los profetas deberá planteársele la cuestión de quién fue el padre de los profetas y de si Dios no se proclamó a sí mismo y se mostró como un Dios de los paganos.

lunes, 17 de marzo de 2025

«La vida de Esopo», una protonovela con generosa descendencia…

    
                                         


 El origen de las vidas ingeniosas, de los manuales de príncipes y de la picaresca.

 

          De aquellos lejanos tiempos de la universidad, cuando, en tercero de carrera, sumé a mi condición de lector compulsivo la de lector voraz de la bibliografía correspondiente, guardo aún el recuerdo de las referencias a La vida de Esopo como una de esas obras seminales de la literatura occidental a la que, bien por pereza, ¡teniendo tantas otras obras maestras pendientes!, casi como propiamente hoy…, medio siglo después; bien por no tenerla físicamente a mano (siempre he preferido, frente a las bibliotecas, la lectura en casa con libro propio, de segunda mano, donde meter el lápiz a mansalva), no me había acercado, hasta hoy, tras tropezarme con una edición de los saldos de la hiperexcelente editorial Gredos (cuya colección «Biblioteca clásica», lamentablemente desaparecida, tanto ha hecho por la cultura en este país) que no solo contiene la famosa Vida de Esopo, sino también sus fábulas y, como premio, la primera traducción al castellano de las fábulas de Babrio, autor al que acabo de conocer gracias a esta magnífica edición a cargo de Pedro Bádenas de la Peña y Javier López Facal, con un prologo del gran especialista clásico Carlos García Gual. [Pedro Bádenas acaba de publicar, en 2023, una nueva edición de la Vida de Esopo en la editorial Pepitas de calabaza.]

          La fabula parece un genero bien definido y propio de las primeras lecturas que hacen los niños, porque, a su manera, son algo así como un vademécum moral, ético, que inculca en los jóvenes lectores lecciones que conviene tener bien aprendidas para poder desenvolverse en la vida sabiendo como hacer frente a situaciones como sobre las que nos aleccionan las fábulas. Se trata, pues, de un género mixto que está a medio camino del apotegma, el proverbio, el refrán, la sentencia y la narración breve. O, como repasa García Gual en su estupenda introducción, y de acuerdo con los especialistas: Nøjgaard la define como un «relato ficticio de personajes mecánicamente alegóricos con una acción moral que evaluar», si bien nos recuerda que, en la
Antigüedad, Aristóteles no considera la fábula como un género de ficción independiente, sino como uno de los numerosos medios de orador para provocar la persuasión (
pístis), es decir, como figura retórica. […] Aristóteles considera la fábula como una especie de ejemplo (paradéigma) empleado por los oradores, y señala dos rasgos de la misma: que es una narración ficticia y alegórica.

          La ficción fundamental de las fábulas consiste en la elección de los animales como personajes de las mismas, con uso de la razón y de la palabra, al modo de los humanos. Y se repite en varias fábulas, aunque nosotros nos remitiremos al prólogo que Babrio pone a las suyas: En la edad de oro también los otros animales tenían voz articulada y conocían las palabras con las que nosotros hablamos unos con otros, y celebraban asambleas en medio de los bosques, y a la justificación de Esopo ante los samios: Hubo un tiempo en que los animales hablaban el mismo lenguaje que los hombres, para justificar el uso de la fábula como herramienta privilegiada de su argumentación. Es de suma importancia recordar que si los animales son trasunto de las personas, estos han de tener un carácter que se ajuste a ellas. ¿De dónde salen esos caracteres puestos a prueba en los conflictos de las fabulas? Pues de Teofrasto —el apodo que le puso Aristóteles, pues él se llamaba Tirtamo—, sin duda, autor de un libro tan leído como comentado: Los caracteres. Como concluye García Gual: Es probable que las moralejas con referencias a determinados tipos de personas de tal o cual carácter estén influidas por los epimitios moralizados de la colección de Demetrio de Falero, discípulo de Teofrasto. Recordemos que epimitio es la moralización final, opuesta a la promitio que es la moralización inicial. Ambas palabras griegas pueden ponerse en relación, en efecto, con el mito de Prometeo y de su hermano Epimeteo, uno, por simplificar, mira hacia el futuro y el otro hacia el pasado.

          La vida de Esopo [ La primera traducción en castellano muy difundida en España es la famosa Vida del Ysopet con sus fábulas hystoriadas, impresa en Zaragoza por el alemán Hans Hurus en 1489] es propiamente una novela ejemplar en la que un personaje que carece del más mínimo encanto y que además es mudo, acabará, por su bondad, transformándose y cambiando, además las vidas de sus amos, puesto que Esopo es un esclavo, pero, por obra de su gentileza para con una sirvienta de Isis, se convertirá en el más afortunado de los hombres, en un paradigma del ingenio y la habilidad para resolver cualquier situación social conflictiva en la que se halle. El Esopo real vivió en la segunda mitad del siglo VI a.C., pero quien populariza sus fábulas en Grecia es Demetrio de Falero en el siglo IV a.C. Y esas fábulas de Esopo se divulgan en Europa a partir del siglo XV, gracias a las ediciones del monje griego Máximo Planudes. Veamos cómo se nos presenta al personaje protagonista en la propia novela biográfica: El utilísimo Esopo, el fabulista, por culpa del destino era esclavo, por su linaje, frigio, de Frigia; de imagen desagradable, inútil para el trabajo, tripudo, cabezón, chato, tartaja, negro, canijo, zancajoso, bracicorto, bizco, bigotudo, una ruina manifiesta. […] Era desdentado y no podía articular. Estamos en presencia, pues, casi del mito de la bella y la bestia, aunque aquí la bella es la vida libre, y la bestia una encarnación de la degradación humana, del esclavo miserable que ni para el trabajo sirve. Es importante esta caracterización de Esopo, porque, en términos modernos, representa al extraño, al forastero, al «otro», la alteridad que rompe la homogeneidad del grupo social en el que se inserta como forzada herramienta de trabajo de quien el amo correspondiente puede disponer como le plazca. En la memoria, claro esta, bulle inquieta la figura del Lázaro de mil amos que leeremos en la obra que marca el comienzo de la modernidad novelística en Europa: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades. Al cruel retrato de Esopo le sigue la intervención de la diosa Isis que va a cambiar su destino: —Miradlo, hijas, a este hombre, deforme de figura, pero capaz de vencer toda burla con su piedad. Este, en una ocasión, mostró el camino a una diaconisa mía que anda extraviada. Aquí estoy con todas vosotras para recompensar a este hombre. Así, yo le restituyo la voz y vosotras a la voz añadid la gracia del discurso excelente. Tras decir esto y quitarle la aspereza de su lengua, la misma Isis le agració con la voz y persuadió además a las Musas para que cada una de ellas le agraciara con algo de sus propios dones. Estas le otorgaron a inventiva de los razonamientos y la facultad de crear y construir en griego. Una vez que la diosa expresó su deseo de que llegara a ser famoso se retiró. A mí me llama la atención ese extremo de la narración formulado por Isis: su deseo de que llegara a ser famoso. Me parece un punto de atrevimiento retórico tan original casi como la segunda parte del Quijote. Tengamos presente que en ella don Quijote es consciente de su fama y de que anda en boca de todo el mundo, y de ahí la complejidad de su aventura y su final definitivo, un prodigio retórico, en su conjunto, que aún nos sigue admirando y al que volvemos los ojos críticos en busca de la interpretación definitiva. Está claro, pues, que el anónimo redactor de la La vida de Esopo, quien acaso era consciente de que su personaje real formaba ya parte de la leyenda, y de ahí la perspectiva de estar escribiendo ficción sobre una base real, aspiraba a que la vida y obra de a quien se consideraba el inventor de la fábula alcanzara el lugar de preeminencia que merecía en la historia de la literatura y de la propia Grecia. Hoy sabemos, sin embargo, que la fábula, como género, no es invención de Esopo, y que, antes de él, hay ya muestras de fábulas en Herodoto, por ejemplo, y también en la tradición mesopotámica, que tanto influye en Babrio, compilador y adaptador en verso de la obra de Esopo, quien manifiesta ese otro origen  de la fábula, como él mismo reconoce en el prólogo a la segunda parte de sus fábulas: La fábula, hijo del rey Alejandro, es un invento de los antiguos sirios. […] Dicen que el primero que contó fábulas a los hijos de los griegos fie Esopo, el sabio, y que Cibises se las contó a los libios. Yo por mi parte las presento con una nueva forma poética, embridando con brida de oro el yambo de la fábula, como si fuera un caballo guerrero. En pertinente nota de excelente editor, López Facal nos aclara esa referencia yámbica del texto de Babrio: «El yambo estaba asociado a los versos ‘amargos’ de Arquíloco o Hiponacte, los primeros poetas que lo utilizaron en sus sátiras personales». Los estudiosos reconocen, para fortalecer el vínculo mesopotámico de la fábula, que en la redacción de la vida de Esopo ha tenido una importancia decisiva la influencia de un texto propio de aquella tradición, la denominada Vida de Ahikar, quien fue consejero de Senaquerib, rey de Asiria; un texto que el autor de La vida de Esopo, como nos dice el editor: resumió y adaptó, helenizando algunos factores para asimilarla a las andanzas de Esopo. La Vida de Ahikar se inscribe, por su contenido en el mundo de las obras didácticas relacionadas con una tradición como la de la educación de principues que tendrá un gran desarrollo en la tradición europea a partir e la Edad Media, y que enlaza con los apólogos, fábulas y sentencias de libros orientales como el Panchatantra, modelo de obra como nuestro Calila e Digna o El conde Lucanor.

          Esopo es vendido por su poseedor a un filosofo, Janto, quien lo compra tras admirar su facundia, y guiado por la intuición, como filósofo, de que puede tener felices diálogos con  ese esclavo con tanto desparpajo. Dos muestras de este:

—Muy charlatán eres.

—Los gorrioncitos cotorros se venden caros —respondió Esopo.

Poco después, ya adquirido por Janto, una esclava que lo ve tan horroroso, decide burlarse de él:

—¿Dónde tienes el rabo? —preguntó la moza.

Esopo miró a la esclava y comprendió que se había burlado de él como si fuera un mono. Dijo entonces:

—No tengo el rabo detrás, como tú sospechas, sino delante.

          Como la novela es básicamente un texto dialogado, con poquísima narración, los futuros intelectores de esta amenísima obra no me perdonarían que yo fuera desgranándosela. Básteles saber que el rasgo distintivo de Esopo es el ingenio, la capacidad sofística de no ser vencido en discusión alguna, y menos aún por su año, Janto, razón por lo que acaba accediendo a liberarlo, para que este se convierta en «consejero» de Licurgo, rey de Babilonia. Voy a referirme exclusivamente a uno de los más brillantes episodios de la novela, cuando su amo le pide a Esopo que vaya a comprar lo mejor que encuentre en el mercado y lo sirva en el banquete que Janto ofrece a sus amigos. Esopo les sirve lengua, plato tras plato, todos eleaorados de diferente manera, pero con la lengua como único ingrediente principal. Cuando es recriminado por su amo, Esopo se justifica: Me dijiste: «si hay algo bueno en la vida, muy dulce e importante, cómpralo». ¿Qué hay más útil o importante en la vida que la lengua? Aprende que por medio de la lengua se ha organizado todo saber y cultura. Sin la lengua no hay nada, nada se puede dar, ni tomar, ni comprar. Por la lengua se enderezan los Estados, se precisan los decretos y las leyes. Así que, si por medio de la lengua está toda la vida organizada, nada hay más poderoso que la lengua. Tiempo después, repite el convite, pero su amo, Janto, le pide que compre lo peor que encuentre en el mercado, o que esté a punto de corromperse, incluso. Reunidos los amigos, Esopo vuelve a servirles lengua, en un calco del primer banquete. —¿Qué es esto otra vez, desgraciado? —dijo Janto—. ¿Por qué has comprado esto? ¿No te dije: «vete al mercado y lo que peor encuentres, lo que esté podrido, cómpralo»? Y Esopo se justifica: —¿Qué mal no hay que no venga por culpa de la lengua? Por la lengua hay odios, por la lengua hay insidias, engaños, peleas, celos, discordias, guerras. Así que nada hay peor que la maldita lengua.

          La novela continúa por esos derroteros hasta que llega al final, cuando Esopo viaja a Delfos y, tras un encontronazo con los sacerdotes de la ciudad sagrada, sede del famoso oráculo, es acusado, mediante una artimaña incriminatoria por parte de los sacerdotes, de robar una copa sagrada y es condenado a convertirse en lo que los griegos llaman fármaco, esto es, un chivo expiatorio, que ha de pagar con su vida. En este caso, Esopo no llega a ser arrojado desde lo alto de un precipicio, sino que después de maldecir a los sacerdotes y a la ciudad, es él quien se lanza al vacío. Es interesante conocer, como nos dicen en el prólogo a la Vida… esta tradición griega de la que se oye hablar poco: No se olvide que la tradición siempre hace a Esopo bárbaro y más concretamente minorasiático, y una transposición popular de un elemento mítico como es el fármaco, identificado con el personaje que se mataba en Delfos. Este tema del fármaco, típicamente griego, encaja plenamente con Esopo, ya que se trata de la expiación de la muerte injusta de alguien. Aquí, el motivo o pretexto para dar muerte a Esopo es el robo de una copa del templo de Apolo. En realidad, la muerte del fármaco reasume el tema universal, sobre todo en oriente, de a desaparición temporal de las divinidades agrarias, que una vez a año mueren para volver a vivir. Recuérdese a Osiris en Egipto, Telepinu entre los hititas o Dionisio y Perséfone en Grecia.

          Parte de la novela son las fábulas que, un poco ortopédicamente, desde el punto de vista de la narración, le sirven a Esopo para dejar clara su postura ante ciertas exigencias discursivas. Veamos un ejemplo: —No daré mi opinión. Os lo diré con una fábula. Por encargo de Zeus una vez señaló Prometeo a los hombres dos caminos: uno, el de la libertad, y otro, el de la esclavitud. Y el camino de la libertad lo hizo en sus comienzos escarpado, de difícil salida, abrupto y seco, lleno de obstáculos, todo él peligrosísimo, pero al final tenía una llanura lisa, con paseos, lena de frutos en el bosque, con agua, para que se llegara al descanso de las fatigas con el final. En cambio, el camino de la esclavitud lo hizo al principio liso, cubierto de flores, con una perspectiva agradable y mucha suavidad, pero su final era de difícil salida todo seco y escarpado. Pero en el desarrollo de la misma hay, también, un episodio en el que se recoge la influencia oriental que pesa sobre la novela. Me refiero a los consejos que le da al hombre que Licurso pone a su disposición como ayudante, un auténtico manual de vida que recoge la intención formativa, educadora, que vemos en lo que luego se convertirá, en el Renacimiento europeo, en los clásicos manuales para la educación de los príncipes, un discurso que, tantísimos siglos después, mantiene en buena parte su vigencia:

—Atiende a mis palabras, Lino, hijo mío, con las que antes fuiste educado y me las devolviste con desagradecimiento. Guárdalas ahora, pues, como un tesoro que se te confía. Respeta, primero, a la divinidad, como es debido. Honra al rey, porque su poder goza de igual rango. Honra a tu maestro de la misma manera que a tus padres, porque, por naturaleza, hay que tratarlos bien y hay que devolver el doble de agradecimiento a quien ha amado por adelantado. Toma el necesario alimento cotidiano, todo cuanto puedas, para que al día siguiente estés más activo y así estés sano. Si oyes algo en el palacio real, que muera dentro de ti, para que no seas tú el que muera enseguida. Mantén fidelidad a tu mujer para que no sienta el deseo de probar la experiencia de otro hombre; porque este linaje de las mujeres es liviano y cuando se ve poco adulado, piensa en hacer lo que no debe. No discursees bebido haciendo gala de tu educación, porque al caer inoportunamente en sofismas quedarás en ridículo. Ábrete camino con lo más agudo de tu lengua. No tengas celos de los que obran bien, al revés, congratúlate con ellos y participarás con ellos de su bien obrar, porque quien es envidioso, sin darse cuenta, se perjudica a sí mismo. Cuídate de tus esclavos, hazlos partícipes de lo que tienes para que no solo te respeten como a su señor, sino para que te honren como a su bienhechor. Domina tu ánimo. Si aprendes algo fuera de lugar, no te avergüences, pues es mejor que te llamen pedante que inculto. Guárdate de tu mujer y no le des a conocer nada que no deba ser, porque al ser una especie hostil para la convivencia, sentada todo el día prepara sus armas, maquinando cómo adueñarse de ti. Examina tu vida diaria con vistas a recoger lo provechoso y a atesorarlo para mañana, pues es mejor legarlo a los enemigos que, vivo, estar falto de amigos. Sé afable y sociable con los que te encuentres, porque debes saber que el rabo procura pan al perro y la boca, palos. Enorgullécete con la mesura, no con el dinero, porque a este el tiempo se lo lleva y, la otra, permanece inalterable. Al hombre maledicente y que calumnia aunque sea tu hermano, después de probado, recházalo a tiempo, porque esto no lo hace por ser benévolo, sino que aplicará tus palabras y tus hechos contra otros. No te alegres con una fortuna grande, ni te entristezcas con una pequeña.

Por no alargarme más, porque el objetivo de esta reseña es La vida de Esopo, quisiera añadir tres fábulas, dos del propio Esopo y una de Babrio, quien merecería, sin lugar a dudas una entrada propia. En todo caso, sépase que nunca está de más, en honor a la niñez propia, volver a las fábulas de Esopo que tan feliz descendencia tuvieron en los grandes autores que las tradujeron o las parafrasearon o las imitaron:

La vieja y el médico.

Un anciana, que estaba enferma de la vista, llamó a un médico con la promesa de pagarle si la curaba, pero no hacerlo en caso de que no fuera así. El médico, pues, empezó el tratamiento. Cada día visitaba a la anciana y le ponía un ungüento en los ojos, y, mientras ella no podía ver a causa del ungüento, él le robaba alguno de los enseres de la casa. La anciana notaba que sus pertenencias disminuían hasta el punto de que, cuando al final del tratamiento estuvo curada, no le quedaba nada. El médico, entonces, exigió el pago prometido porque la anciana pudiera ver bien y llamó a testigos del trato, pero ella le replicó: —Ahora no puedo ver nada, puesto que, incluso cuando mis ojos estaban enfermos, veía muchas de mis cosas en casa, y ahora, en cambio, cuando dices que puedo ver, no veo ninguna en absoluto.

La fábula enseña cómo los malvados se olvidan de que sus actos sirven de prueba contra ellos mismos.

El lobo médico.

 Un burro que estaba pastando en un prado, cuando vio que un lobo venía hacia él, se hizo el cojo. El lobo se le acercó y le preguntó por qué cojeaba. Dijo que al saltar una valla había pisado una espina y le aconsejó que, primero, le quitara la espina, así luego se lo podría comer sin atravesarse al masticar. El lobo se dejó convencer y mientras tenía levantada la pata del burro y puesta toda su atención en la pezuña, el burro le sacudió una coz en la boca, quitándole los dientes. El lobo, que quedó muy maltrecho, dijo: «Me está bien empleado. ¿Por qué cuando mi padre me ha enseñado el oficio de carnicero he tenido que meterme a aprender el de médico?».

 Así, también las personas que se ponen a hacer lo que no les compete se buscan naturalmente la desgracia.

El labrador y las grullas.

Unas grullas escarbaban en la finca de un labrador recién sembrada de pan de trigo. Este durante mucho tiempo las echaba blandiendo una honda vacía que les producía mucho miedo, pero cuando se acostumbraron a sus disparos de aire dejaron de preocuparse y a partir de entones dejaron de huir. Entonces aquel ya no actuaba como antes, sino que disparaba piedras y les daba a más de una. Y ellas, al dejar el sembrado, se gritaban unas a otras: «Huyamos al país de los pigmeos. Este hombre paree que ya no piensa en asustarnos, sino que empieza a hacer algo».