La
literatura metafísica del filósofo bohemio del dadaísmo y la estilizada
recreación histórica de un neoyorquino
atípico: dos desconocidos para el público lector español que la editorial La
Vorágine pone a su alcance.
Algunas
semanas atrás recibí una amable comunicación de los editores de La Vorágine,
solicitándome una dirección postal para hacerme llegar una novedad en España:
la publicación de un relato de Mynona, El creador. Se la facilité lleno
de agradecimiento y, al cabo de pocos días apareció en mi buzón un sobre que
contenía, para mi sorpresa, no solo el original de Mynona, sino un extra, Púrpura
imperial, de un autor, Edgar Saltus, de quien hasta la fecha no había oído
hablar, como imagino que le pasará a la mayoría de los lectores de este Diario.
No ignoro que la deferencia de los editores para conmigo tiene su origen en
haberle dedicado yo a Salomo Friedländer un pequeño ensayo de divulgación de su
figura en las páginas de este Diario, lo que, sin duda, debió de llamar
su atención, porque no es un autor conocido, ni poco ni mucho, excepto para
todos aquellos que tengan algo que ver con la vida o la teoría de Fritz Perls,
el creador de la terapia Gestalt, aún en fase de expansión global.
Mynona,
«anónimo» al revés en alemán, oficiaba de máximo pontífice en la tertulia
bohemia del café Romanisches en el corazón del Berlín de los años 20 y 30.
Presidía allí la reunión de la plana mayor del dadaísmo berlinés y sentaba
cátedra de filósofo y combativo escritor antisistema que no solía dejar títere
con cabeza, y ahí ha de incluirse Erich Maria Remarque, lo que le valió un
furibundo ataque de uno de los popes del periodismo progresista, Tucholsky,
aunque es bien conocida la enemiga que le profesaba Thomas Mann, cuya
intervención fue decisiva, al parecer, para que le negaran el visado para
exiliarse en Usamérica. Se exilió a
París, pero las autoridades alemanas de la Francia ocupada llevaron a sus
familiares a campos de concentración y a él, impedido, lo dejaron en su casa,
donde murió literalmente de inedia. Un dramático final para un hombre lleno de
energía e imaginación que tantas veladas había animado a no pocos nombres de
auténtico relumbrón en el panorama artístico berlinés de entreguerras.
La literatura
fantástica de Mynona tiene mucho que ver con los avances tecnológicos, y parte
de ella bien puede ser caracterizada como de ciencia-ficción , si bien la parte
científica no es más que un mero soporte instrumental para una fabulación de
tintes morales, éticos, que le preocupa bastante más. En parte, el magnetófono
que recoge la voz de Goethe en una de sus fantasías literarias equivale en El
creador al aparato que le permite al barón dirigir el sueño de sus dos
conejillos de indias, en una escenografía absolutamente romántica e hija de
Mary Shelley y su inolvidable creación. Pero El creador es una obra
singular de Mynona, porque en ella se plasma una concepción del ser muy entroncada
con su pensamiento filosófico, dedicación para la que reservaba su nombre real,
Salomo Friedländer.
Literariamente,
estamos ante una nouvelle o novela corta, género que aclimató en
nuestras letras Cervantes, con sus novelas ejemplares. Ello nos permite
centrarnos en el corazón del asunto casi de buenas a primeras, y. en este caso,
en el mundo onírico, justo cuando los sueños, a partir del libro de Freud, La
interpretación de los sueños, forma parte del dominio común e incluso
decanta ciertas vocaciones hacia el ejercicio del psicoanálisis. Téngase
presente que Friedländer estudio medicina, aunque no llegó a ejercer, y que su
vocación filosófica lo llevó a Berlín para seguir esos estudios, lo que le vale
ser desheredado. Medicina y filosofía se dan la mano, pues, para adentrarse en
una narración de marcado carácter paradójico y fantástico. El narrador nos
avisa pronto de lo que observaremos en el desarrollo posterior: No
pertenezco a la clase de personas que buscan el origen de sus sueños en algún
tipo de estado corpóreo, sino en el interior: en el alma. Sí, me inclino a
considerar el propio cuerpo como una solidificación del alma. La oposición
materia/espíritu adquiere rango metafísico en esta narración en la que tanto el
protagonista como los personajes que aparecen después se decantan por los
postulados que el barón, propiciador del experimento onírico en que se ven
embarcados el protagonista y Elvire, expone siguiendo las líneas fundamentales
del «pensamiento» de Friedländer: la indiferencia creativa y la divinización
del ser, lo que lo convierte en un auténtico creador: El verdadero Yo no
tiene absolutamente nada de objetivo, digamos que es el principio creador de
todo lo objetivo, externo, diferenciado. Por eso, este verdadero yo, el mago,
para poder materializar sus poderes, es decir, crear sus objetos realmente con
su propia fuerza, necesita una plena conciencia y voluntad y mantenerse alejado
de todos los elementos externos que puedan inducir una confusión con el propio
ser. Tengan en cuenta que el yo verdadero es el todo cósmico sin excepciones,
la indiferencia creadora de todo lo diferente, el inmenso syn [¿sinónimo?]del
mundo, y uno se puede servir, en principio, de la ventaja de todas las
ventajas, la de ser el creador del mundo, sola y exclusivamente cuando uno no
puede ni quiere reconocerse a sí mismo como otra cosa que como tal, recién
entonces podrá sentirse así y experimentarse en plenitud. Recuérdese que
entre los aforismos de Mynona destaca este: «Yo surgí de mi propio sombrero de
copa», lo cual, por la vía de la experiencia mágica pone en relación la
prestidigitación con las ideas creativas de Mynona. De hecho, Magia gris
es una novela en clave en la que se refleja, desde su perspectiva crítica el
ambiente cultural de la República de Weimar, y en la que aparece como personaje
un filósofo citado en El creador y que fue uno de sus referentes, Ernst Marcus.
No sé si el límite en extensión de las publicaciones de La Vorágine permitiría
una excepción con esta novela, sobre todo porque los costes de edición dependen
siempre del número de lectores posibles. Está claro que El creador es
una magnífica tarjeta de presentación de Mynona entre el público lector español
y deseo que crezca exponencialmente el número de lectores interesados en este
autor por quien Walter Benjamin sintió franca simpatía.
La novela
avanza hacia una situación tan paradójica como la de que el barón que dirige
los sueños de sus «conejillos» acabe convertido en un ser dependiente del sueño
creativo del protagonista. Recordemos la conditio sine qua non del «creador»:
―La libertad ―exclamó el barón
entusiasmado e irónico al mismo tiempo―, la más íntima autosuficiencia del alma
es la única autodeterminación creadora posible. Aquel que no posea la fuerza
impetuosa fundamental para liberarse a sí mismo del mundo y vivir en el seno de
su propia individualidad no es más que una creación, lejos de ser un creador.
De hecho, nos movemos en el ámbito de lo mirífico, como constata el barón: En
el fondo no hay nada que no sea un milagro. […] Si la propia voluntad, el
milagro de los milagros, es realmente creativa, conseguirá así también brillar
objetivamente con su propio resplandor a través de la sobria superficie de la regularidad
misma. Diríase que la auténtica individualidad es algo así como un vacío
fértil desde el que se experimenta la omnipotencia divina del creador, quien,
al cabo, no es nada ni nadie, sino una mera instancia «creativa»: Me deleito
en el placer creador del sueño. ¿Pero quién soy yo en verdad? ¡Espeluznante…!
No soy nadie, nada, nunca ni en ningún lugar. Los que son alguien, algo,
espacio, tiempo o materia son mis creaciones, pero yo no. Esta es la condición
de mi omnipotencia: la renuncia a toda exterioridad o diferencia. Yo solo soy
un diferenciador, un creador. Ese es, curiosamente, el punto vacío que ha
de alcanzar el terapeuta de la terapia Gestalt para, incontaminado, poder intuir
la deriva del sujeto hacia la superación de su neurosis.
En esa lucha
constante entre el determinismo de la naturaleza y las exigencias psíquicas, el
protagonista reconoce, y es confesión autobiográfica, que lo libra el hecho de
dormir ocho horas cada día y de respirar por la nariz mientras habla, y añade: La
omnipotencia es muy común; pero por lo general no sabe nada de sí misma. […] Yo
había interiorizado esa sensación de ser el Amo del mundo. Pero también era
consciente de que la omnipotencia no era para haraganes, sino que requería la
más severa disciplina. No nos movemos, pues, en el ámbito mágico del
capricho, sino en el de la responsabilidad, en el de la seriedad. Y esa mezcla
de planos le confiere a la narración una dimensión filosófica que la aparta de
la mera fantasía, sin renegar de ella.
El escritor
neoyorquino Edgar Saltus, cuya obra tengo el placer de conocer gracias a esta
edición de La Vorágine de una de sus obras más importantes, Púrpura imperial,
que figuraba entre las predilectas de Henry Miller, comparte con Salomo Friedländer
el amor por la filosofía, lo que lo lleva a iniciarse en el mundo de las
publicaciones con dos libros de naturaleza filosófica que «prometen» mucho: The
philosophy of Disenchatment y The Anatomy of Negation, que buscaré
en edición virtual inmediatamente. A Púrpura Imperial le acompaña en el volumen
unos apuntes biográficos sobre Oscar Wilde, con quien el autor mantuvo cierta
relación, y que se nos ofrecen bajo el título Wilde: impresiones de un
ocioso. Se trtata de una visión del escritor inglés poco complaciente pero
psicológicamente muy penetrante, escrita sin la reverencia habitual con que
suele escribirse sobre el gran dramaturgo.
Del prólogo de
Jason de Boer a Púrpura imperial rescato la profesión de fe estética del
autor: Saltus describió su propia estética de este modo: «en la literatura
cuentan solo tres cosas: el estilo, el estilo pulido, y el estilo vuelto a
pulir». Estamos, pues, ante un escritor eminentemente esteticista que aplicó
sus principios a las más diversas materias, aunque la crítica escoge entre sus
pobras principales la presente que comentamos y The imperial Orgy, de naturaleza
semejante a Púrpura imperial,
pues se trata de una historia de los zares que, imagino, no diferirá de la esta
antología del horror y el exceso protagonizada por los emperadores romanos
desde Augusto. Se trata, en definitiva, de una reescritura de la Historia de Roma
a la que ya dedicó su atención Robert Graves en su Yo, Claudio, cuya
adaptación televisiva se convirtió en una de las primeras *bestseries de
la televisión, cuando aún el concepto de «serie» no tenía el significado
actual.
Saltus
acompaña su relato de las vidas de los césares con una capacidad de análisis
histórico, psicológico y sociológico notabilísimo, y lo pone al servicio de una
narración agilísima que recorre a grandes zancadas una historia decadente plagada
de disparates, venganzas, absurdos, intrigas, rencores, momentos estelares y
personajes reales con los que a la ficción le es imposible competir, incluida
la de Rabelais o Jarry. El punto de partida lo fija Saltus en el cambio de
condición del Estado y del César: Cuando sucumbió la República, su divinidad
fue traspasada al emperador; él se hizo con el rango de Júpiter y, como tal,
fue investido de una majestad que era un sacrilegio ofender. […] Era un
delito desnudarse ante una estatua de Augusto, mencionar su nombre en las
letrinas, llevar una moneda con su efigie en un lupanar. El castigo era la
muerte. De las propiedades del acusado, una tercera parte iba a manos del
denunciante, el resto al Estado. […] Si el acusado disponía de tiempo
para suicidarse antes de su juicio, su propiedad quedaba a salvo y su cadáver
no era profanado. El suicidio se volvió endémico en Roma. ¿Qué guía inspira
a Saltus en el recorrido estremecedor que sigue su pluma? Muy sencillo, el de
los escritores que siguiendo a Blake, «el camino del exceso conduce a la
sabiduría», advierten que la descripción del mal en estado puro puede
acercarles a una percepción de lo sublime: Analizad lo terrible y
encontraréis lo sublime, nos dice Saltus. De algún modo, el horror y lo
sublime son conceptos que van de la mano desde la Ilustración. Si el sueño de
la razón produce monstruos, ¿quién puede dudar de que el estudio de lo monstruoso
nos acercará a la razón? A ese horror ha de sumársele, sin duda, la perspectiva
estética que tanto peso y valor tiene en la corte imperial, esa «púrpura» que
nos habla de un gusto exquisito y decadente, propio de Baudelaire, quien con
sus Flores del mal se anticipa a parnasianos, simbolistas, expresionistas
y las vanguardias en general.
Saltus llena su
narración histórica de hechos sorprendentes, propios del anecdotario, como que
los Sármatas nutridos con leche de yegua se oponían a la debilidad
imperial, pero enseguida añade el diagnóstico histórico que le da el contexto preciso.
En este caso, que Domiciano pagó a las sármatas para que estuvieran quietos.
Se requiere poca agudeza para darse cuenta fe que cuando Roma permitía que la
extorsionaran, el fin estaba cerca. Sí, Saltus narra la decadencia moral de
un imperio, y ello siempre da pie al lucimiento, aunque ha de reconocerse que
personajes como Calígula, Nerón, Heliogábalo o el propio Claudio contribuyen poderosamente
a facilitar la labor del autor. El propio autor reconoce el hechizo de la
lectura de la Historia: Adriano era
el diletante, también el erudito; viajaba no para conquistar, sino para
aprender, para satisfacer una insaciable curiosidad, para ser mejor, para la
gloria. […] Hubiera sido interesante, sin duda, haber cenado con él en
París; haberse batido contra los leones en sus pantanos de África; haber oído
los himnos arcaicos ondular por los torrentes del Nilo; haber reposado en la
Academia; escalado en el Parnaso y navegado en el mar Egeo; pero un libro de
historia y una butaca bastan para que el viajero cierre los ojos y regrese el
pasado. A eso nos ayuda Saltus con su pluma, a revivir el pasado desde una
perspectiva que no se extraña de lo atroz ni de lo criminal, ni de la ebriedad
divina ni del extraño mundo de una civilización que se encamina hacia su final
entre estertores cuya descripción nos acerca al «realismo mágico» de García
Márquez: Habían luchado tres años contra un Nabucodonosor que había
provocado torrentes de sangre tan abundantes como para arrastrar las piedras a
millas de distancia, y que había dejado suficientes cadáveres para hacer fértil
la tierra durante diez años. […]
Donde había estado la ciudad de David, se erigió Aelia Capitolina, una
Roma en miniatura, cuyas puertas, excepto un solo día del año y so pena de
muerte, estaban prohibidas a los judíos, que no las podían traspasar ni mirar,
y sobre las que había imágenes de cerdos, puercos de hocico desdeñoso, con las
pezuñas hacia dentro y la cola retorcida como una mentira.
Saltus se
percata enseguida de que Roma está por encima de los individuos que la forman:
todo se subordina al Imperio, nadie es más importante, ¡ni aun el propio
emperador!, que la propia Roma: El dios de Roma era Roma, y su religión el
patriotismo. Las virtudes antiguas, valor en la guerra, templanza en la paz, y
honor en todo momento, eran cívicas, no personales. Era el estado quien tenía
un alma y no el individuo. El hombre era efímero; la nación perduraba. Era la
permanencia de su grandeza lo que importaba, y nada más. De algún modo,
Roma es ya la prefiguración del Leviatán de Hobbes, de igual manera que se
convierte en el referente político europeo por excelencia, y muy particularmente
del sueño imperial alemán, el Sacro Imperio Germánico. Con todo, y a pesar de
las virtudes cívicas que se ensalzan como ideal de vida social y política, las
grandes virtudes no complacen, son los sinvergüenzas a quienes venera la
chusma. A pesar de todo, Nerón había sido amado por la masa. Hubo rosas sobre
su tumba durante años. Un contraste que no nos es ajeno, porque está
sucediendo ahora mismo…
Si alguien
tiene un buen recuerdo de la obra de Graves o de su adaptación televisiva, este
breve libro le va a deparar un placer muy intenso, porque el estilo sentencioso
y afilado de Saltus no se pierde en digresiones, sino que se ciñe a algunos
rasgos, muy a menudo estrambóticos, de unos personajes que bien pudiera decirse
de ellos que forman una galería de dementes en los que la crueldad se alía con
la estética para alcanzar la apoteosis sublime del mal en estado puro.