Un personaje, una ciudad, un país, una idiosincrasia: Maigret o la cumbre de la novela policiaca.
Retomo mi frecuentación de Simenon y
escojo lo que encontré en las librerías de varias manos de mi barrio: casos del
inspector Maigret. A mí me gustan sobre todo sus relatos no policiacos ni
necesariamente de misterio, aunque haya algo de lo uno y de lo otro en muchos
de ellos, porque hay en su prosa nerviosa destellos de gran estudioso de las
costumbres y la psicología elemental de los seres humanos, pero sin el discurso
didáctico de quienes escriben imbuidos de que han de hacerle llegar a los
lectores un «mensaje» trascendental.
De la serie de Maigret solo leí su
autobiografía, Las memorias de Maigret, porque, a priori, me
pareció un ejercicio literario brillante que un personaje célebre se atreviera
a escribir sus memorias. Y reconozco que la lectura del libro me confirmó la
impresión. Sin embargo, ignoro por qué, esa lectura no me empujó hacia la
lectura de sus miles de casos, quizás por mi prejuicio ante el género, que me
ha llevado a no «embarcarme» en lo que acaba siendo una adicción por adición.
De los tiempos anteriores a convertirme en lector recuerdo las mesillas de
noche de los padres de algunos amigos llenas de novelitas baratas de quiosco
del género policiaco. De esas que se cambiaban, por algunos céntimos, en
tabucos abiertos junto a los portales de algunos edificios, donde se almacenaban
por centeneras, acaso millares, junto a novelitas «del oeste», «de espionaje», «de
hazañas bélicas » o «románticas», usualmente para el público femenino.
Los escrúpulos de Maigret tiene
todos los rasgos de lo que imagino que serán los motivos recurrentes de sus
obras. Maigret es un personaje ya conocido, respetado y admirado, a quien no es
infrecuente que acudan a conocer policías de otros países, en este caso de
Usamérica. ¡Y con qué resignación acude él a la llamada de su superior para «exponerse»
a la curiosidad ajena! El caso es el de un hombre, algo maniático, jefe de la
sección de trenes de unos grandes almacenes, que se presenta ante Maigret y le
dice que su mujer intenta acabar con su vida. Más adelante sabemos que antes de
morir envenenado, él se cree capa de alcanzar su pistola, con todos los
permisos en regla para poder tenerla, y disparar contra su asesina. Luego se le
presenta a Maigret la esposa y le dice que su marido muestra indicios de
haberse trastornado, porque cree que ella intenta matarlo, lo cual puede
forzarlo a una reacción que la pondría a ella en inminente peligro de muerte. De
nada vale intentar sondear al psiquiatra al que ha acudido el hombre, quien
trata muy fríamente al comisario. Las novelas están llenas de detalles que
perfilan el retrato del personaje central: la relación doméstica de Maigret con
su esposa; una velada en el cine con una película de «superdetectives»
usamericanos de los que se burla, aunque sigue sus lances con interés; los
interrogatorios *«despistadores» que permiten, sin embargo, saber mucho de los
personajes; los ayudantes de Maigret y los curiosos informes que le dan de sus
seguimiento de sospechosos. Este caso da pie a que Maigret se lance, por la
visita que el personaje ha realizado a un célebre psiquiatra, poco dispuesto a
colaborar con él, a la lectura de obras psicoanalíticas para tratar de
determinar la dolencia del personaje y si realmente cae en algún apartado de
las locuras descritas en los manuales, pero ¡ah!, meterse por libre en esos
berenjenales y sin preparación ninguna, solo puede conducir a la confusión y a
la desorientación: Maigret ya no recordaba si pertenecía al apartado de las
neurosis, de la psicosis o de la paranoia, pues no veía muy clara las fronteras
entre los tres campos…, escribe Simenon con no poca guasa, la misma con la
que suele ironizar sobre la vida en todos sus aspectos, aunque después sea
describir con propiedad las miserias de la psicología humana que se encarnan en
la amplia galería de delincuentes que aparecen en las páginas de estas novelas
de Maigret.
Simenon tiene
dos distancias: la media y la corta. En la segunda, novelitas de una extensión menor
incluso, que las de quiosco, Simenon parte de un incidente sin importancia que
adorna con su vida familiar, como en El enamorado de la Sra. Maigret, en
el que la acción transcurre en un parque que se divisa desde el domicilio de
los Maigret. Desde su casa, la señora Maigret contempla las evoluciones
supuestamente «venatorias» de un hombre ataviado como de otro siglo, quien no
pierde comba de las evoluciones en el parque de una bella niñera que saca al
hijo de sus patronos a pasear. Un día, sin embargo, la inmovilidad del sujeto
empuja a Maigret, temiéndose lo peor, a correr hasta el parque para confirmar
sus sospechas: está muerto. Gracioso es, en el relato, que la señora Maigret
haya de declarar ante su esposo como testigo ocular de una parte de los
acontecimientos que a él le toca resolver. Esa dinámica familiar convertida en
profesional es el tipo de retorcimiento de los argumentos que se acercan al
posible «toque Simenon», de existir tal cosa, para sus novelas del comisario.
Los relatos breves son una oportunidad inmejorable para que Simenon se acerque
a la vida «de provincias» al estilo de las películas de Chabrol, como en La
anciana de Bayeux, en la que el asesinato de una tía rica arroja las
sospechas sobre un sobrino en bancarrota y amante del lujo, aunque también
sobre una joven «protegida» suya que también tiene sus secretos. Esa misma vida
provinciana, a partir del personaje de un camionero que se ha llevado por
delante un coche que acaba en el río, con el muerto de rigor, nos perite seguir
asistiendo a ese típico y tópico sistema de investigación del particular
inspector, fiel a su pipa y a sus intuiciones: —¿Crees que…? —No creo nada,
yo busco…, es lo que observamos en La posada de los ahogados. En
estas «miniaturas» Simenon va dejando constancia de la evolución de las
costumbres sociales, de ahí que aparezcan ciertos usos, ciertas novedades audaces
que anuncian el cambio de valores que va a marcarse en el calendario el 1968
por inminente venir.
Maigret y el caso del ministro es
uno de esos «casos» en los que aparece la política de lleno, aunque sabemos que
Maigret vive bastante ajeno a los acontecimientos políticos, una actividad que
no le gusta lo más mínimo, por bien que no le quede más remedio que aceptar su
inevitabilidad. El derrumbe de un edificio construido para albergar a jóvenes
huérfanos, aunque existía un informe que aconsejaba que no se llevara a cabo,
por la peligrosidad que entrañaba construirlo donde lo querían edificar, va a
meter a Simenon en los entresijos de la política y va a tener que lidiar,
indirectamente, hasta con el Presidente del Consejo de Ministros, con quien ha
de despachar el ministro tecnócrata que se presenta en su despacho para
denunciar la desaparición de dicho informe y el uso indebido que podría hacerse
de él. La trama, bien trabada, como todas ellas, va a ir enredándose en
desapariciones que permiten centrar la atención en el informe cuando, como
sucede casi siempre, lo esencial transcurre al margen de él, por otros
derroteros. En las novelas largas es
donde mejor se perfilan los rasgos de Maigret, su morosidad, su amor a la buena
mesa, su renuncia a hablar de más y sustituirlo por un discreto oír de más. La
tensión constante entre la vida familiar y la vida profesional, etc.
En El ladrón de Maigret, el
arranque de la trama es sorprendente, porque el inspector se da cuenta de que
le han robado en el autobús, en un descuido imperdonable. La vergüenza lo
corroe por dentro, por eso su sorpresa es mayúscula cuando recibe la cartera
intacta en su despacho y después se le presenta el ladrón para decirle que,
contra todas las apariencias, él no es el asesino de su mujer, que yace
ensangrentada en el cuarto de baño de su casa, y que se le ofrece para
colaborar en la captura de su asesino. Como solo he leído estas seis novelitas,
no me atrevo a aventurar la constatación de que en las novelas de Maigret se
suelen escoger ambientes sociales muy específicos en los que el inspector se
mueve como un pingüino que, sin embargo, va descubriendo la índole exacta e las
particulares perversiones y santidades de cada uno de ellos. En el caso de El
ladrón de Maigret es el ambiente del cine modesto, de un productor seductor
que sateliza a no pocos personajes que se mueven en su órbita y que actúan poco
menos que a su dictado. Ese es uno de los puntos fuertes de las novelas de
Maigret, los precisos retratos sociales que nos dan una imagen bastante
fidedigna del París y de la Francia que contemplan los casos de Maigret como un
espejo en el que se reflejan, para bien y para mal. No es Maigret, además, un
moralista que ande pontificando sobre cómo «ha de ser» la realidad en la que le
toca actuar, sino, antes bien, una suerte de notario que levanta acta de
aquello con lo que se encuentra, y en no pocas ocasiones lo que lo
desconcierta, porque la psicología humana tiene un repertorio inagotable.
Aprovechando
que hace tres años leí accidentalmente, como buen turista, Du Bonheur,
de Frédéric Lenoir en su original francés, me he atrevido en esta ocasión con
una de las novelitas de Maigret, más que nada por «respirar» el idioma original
de Simenon, nada complicado y muy amable de leer. Como filólogo diletante que
soy, me he divertido lo mío con la comparación constante entre el original, el
catalán y el castellano. Recordemos que en los tiempos de la Ilustración, el
francés era más «lengua de cultura» en España que el propio castellano. Dejando
de lado el léxico indescifrable, pero fácilmente consultable incluso desde el
móvil, y alguna construcción hiperanalítica, con pronombres para dar y tomar,
he seguido la lectura con bastante normalidad y no creo haberme perdido nada
esencial de la trama. Me ha gustado tanto la experiencia que volveré a
repetirla, porque es una manera como cualquier otra de ir «entrando» en un
idioma tan cercano y con tantísima literatura de obligada lectura. Mon ami
Maigret es el título de una excelente aventura en una pequeña isla francesa
frente a la Costa Azul, Porquerolles, donde un crimen de alguien que, poco
antes de morir, habló de él en esos términos: mon ami, lo lleva a dirigir la investigación. El
título, anfibológico, puede entenderse también como la descripción de un hecho
que va a dotar de color ambiental la investigación del caso, porque, antes de
salir, a Maigret se le presenta un inspector de Scotland Yard, Mr. Pyke,
comisionado para estudiar los métodos de investigación del célebre comisario Maigret.
Esa perspectiva dialéctica de las dos policías ante una investigación de la que
no saben absolutamente nada de nada forma parte de la trama de un modo
destacado, porque toda la acción de la novela se centra en el conocimiento de
los principales personajes de una pequeña isla donde «todos se conocen» y es
difícil pasar desapercibido para los demás. La novelita es un bello ejemplo del
partido territorial que le saca Simenon a las andanzas de su personaje, porque
le permite viajar y conocer realidades fuera de la trama urbana parisina, para
que veamos que el mal anida en cualquier lugar. Los tics de las pequeñas
poblaciones se ponen de manifiesto en esta aventura que deriva hacia la venta
fraudulenta de copias artísticas de obras famosas y caras, y en todo momento
los contrastes humorísticos sobre lo habitual para Mr. Pyke y la realidad
francesa animan la lectura, amén de la curiosa constatación, por parte de Mr.
Pyke, de que el método de Maigret es, precisamente, no tener ningún método, más
allá de observar e ir conociendo a los personajes cercanos al fallecido, pero
sin grandes alharacas ni detenciones ni espectacularidad ninguna.
La última
lectura, Maigret tiende un lazo, se abre con una animada charla entre
Maigret y un psiquiatra sobre las enfermedades mentales y el conocimiento que
la psiquiatría tiene de los seres humanos. El paralelismo entre el conocimiento
que da la investigación criminal y el del análisis psiquiátrico son el prólogo
al caso de un asesino en serie sobre el que Maigret no tiene ni una mísera
pista, razón por la cual diseña una estrategia con el señuelo de algunas
mujeres policía para tratar de coger in fraganti al asesino. Es
estupenda la descripción del malestar que siente Maigret cada vez que anda
absolutamente perdido en un caso, porque no soporta el fracaso, la impotencia.
En un caso, además, de un asesino en serie en un barrio concreto de París, sin
salir de él en ningún momento, que levanta lo que se conoce como «alarma
social», ante la que tanto las autoridades judiciales como las políticas exigen
del comisario una respuesta urgente. Las «incomodidades» profesionales de
Maigret son uno de esos ingredientes que el lector espera con avidez, porque su
legendario mal humor frente a la imposibilidad de avanzar en la resolución de
los casos es un pilar en la construcción del personaje. Estoy convencido de que
el acabado retrato del personaje solo puede salir de la lectura de todas sus
misiones policiales, pero, a pesar de que me lo he pasado muy bien en esta
inmersión maigretesca veraniega, sigo prefiriendo sus narraciones no genéricas,
y a ellas sí que volveré tan pronto como pueda, aunque daré cumplida cuenta de
un par de volúmenes más que adquirí, junto con el original en Francés, en la
librería de segunda mano de Nerja, Nerja
Book Centre, sito en la calle Granada,32, y cuya visita recomiendo
fervorosamente. Finalmente, si alguna lección literaria puede extraerse de
estas lecturas es la de cómo la realidad adquiere significado, sobre todo, a
partir de circunstancias que, aparentemente, nos pueden parecer insignificantes.
Son, al fin y al cabo, los pequeños detalles, un botón arrancado a una manga,
por ejemplo, los que permiten llegar al fondo del asunto en cuestión. Si obráramos del mismo modo en nuestra vida
cotidiana, nos daríamos cuenta de los cientos de malentendidos que podríamos
evitar para hacernos la vida más feliz, más placentera, más tranquila, que es,
en definitiva, a la que aspira Maigret, del brazo de su señora, naturalmente…