miércoles, 5 de diciembre de 2018

Jordi Costa, «Cómo acabar con la contracultura. Una historia subterránea de España.»


Aquellos años (in/)felices de las quimeras juveniles en los escorrederos del sistema o de las onerosas gabelas pagadas en aras de la rebeldía arcádica.

Tenía muchas ganas de meterme en este libro, no solo porque el crédito del autor lo avala, sino porque en otra vida y con otro heterónimo tuve el placer de coincidir con él en la redacción de un suplemento literario, antes de que diera “el salto” a “Madrid” y pasara de la excelente compañía profesional de Jaume Figueres en la televisión autonómica catalana al estatus de crítico  oficial de El País, donde aún  sigue “impartiendo doctrina” con esa capacidad crítica suya nutrida por una formación en los más diversos campos de la cultura, con preferencia de todos aquellos relacionados con los fenómenos marginales al sistema y que podríamos resumir en el término friqui, pues “contracultural” supone ya una neocultura que no siempre aparece en todo lo relacionado con lo friqui. Cómo acabar con la contracultura, un título de inequívoca raigambre alleniana, de Woody, lleva un subtítulo, Una historia subterránea de España, que quizás peque de ambicioso, pero no de inexactitud. En efecto,  el libro de Jordi Costa no es un libro “generacional”, porque su ambición diacrónica -Jordi nació en el 66- lo lleva a una indagación historiográfica que a quienes sí  podemos reclamarnos como hijos de la generación de los nacidos en los 50 nos permite leerlo como “nuestro libro”. Por otro lado, el hecho de centrarse en la “contracultura”, un concepto utilizado con no poca laxitud por el autor, porque hasta un programa de televisión como Último grito, dirigido por Iván Zulueta, es susceptible de entrar en la nómina, si bien relacionado con el primer largometraje de Zulueta, claro está, prototipo de  autor contracultural donde los haya, y cuya biografía algo más extensa, acaso no hubiera estado de más; reduce, sin embargo,  la posibilidad de haber compartido dicho fenómeno o de estar cerca, en todo caso, de sus fenómenos o epifenómenos. Lo bueno del siempre cartesiano Jordi, a la hora de expresarse por escrito, es que, desde buen comienzo nos sintetiza lo que vamos a leer: La historia de la Contracultura en España, de hecho, podría sintetizarse en esta frase: es el fracaso de una revolución utópica que acabo siendo absorbida por el mismo enemigo que nació para combatir, sólo que ese enemigo había cambiado de forma y pasó de la sotana y el atavío militar a la pana (social)demócrata. Dicho de otro modo: identificamos con el término importado de “Contracultura” un disperso conjunto de fenómenos hermanadas por un mismo impulso de transformación utópica que se manifestó en los últimos años de dictadura franquista para, al margen de los rigores programáticos de la ortodoxa resistencia política, esbozar e imaginar unas posibilidades de futuro que los primeros años de democracia irían frustrando de forma progresiva, hasta que el triunfo en las urnas del PSOE (y su consiguiente política cultural) les diese su definitiva estocada de muerte mediante la instrumentalización, explotación y degradación de su capital de seducción. No obstante, toda simplificación corre el riesgo de erradicar el matiz y lo cierto es que la trayectoria de la Contracultura en España está sembrada de contradicciones irresolubles y zonas de sombra. A partir de esa definición, el libro pasará revista a un periodo de la Historia cultural de España que nada tuvo nunca que ver ni, por supuesto, con el franquismo, época en la que nace, ni, después, con la democracia, en la que se desarrolla como un reto mayúsculo a lo que Costa caracteriza en el texto como “jardín socialdemócrata” el socialismo domesticado del PSOE, como se deriva de la crítica implícita al cartel con el concurrió el PSOE a las primeras elecciones tras la dictadura: La estética de El submarino amarillo se aprecia en el imaginario colorista de la primera campaña electoral del PSOE -Pepperland reciclada como jardín socialdemócrata.  Siempre a la contra del “sistema”, la contracultura se alimenta en los márgenes del mainstream  y en permanente conflicto con él, aunque, y eso se repite una y otra vez a lo largo de libro, hay en dicho movimiento la insólita frustración de no haberse podido consolidarse como una corriente artística y social capaz de crear una utopía compartida por la mayoría.  Esa queja reiterada, indicio de cierta puerilidad en quienes la defienden, puntea el libro como la queja melancólica del fracaso por no haber conseguido lo imposible. Sobre ello ya advierte el autor, también desde el inicio del libro:  Conviene poner en cuarentena, desde el principio, toda percepción de la Contracultura como un organismo unitario y coherente: quizá una imagen más idónea para sintetizar su naturaleza sería la de un surrealista cadáver exquisito, un dibujo a varias manos que da a luz a una entidad polimórfica que, en determinado momento, parece avanzar como una sola fuerza en busca de la materialización de diversos ideales de transformación.  El libro arranca en Andalucía, donde aparecen los primeros intentos de articulación de la contracultura, que, vía usamericana, nos llegan a través de los soldados de la base de Rota. La descripción de aquel suceso estrafalario que fue el Palmar de Troya, visto desde la perspectiva de su creador, un homosexual a quien llamaban en los ambientes gay La Voltio, porque era cobrador del recibo de la luz, marca ya el nivel de friquismo consustancial al fenómeno contracultural, por suerte para el lector, porque esta Historia subterránea de España, aunque escrita desde el rigor documental y con la mejor de las intenciones históricas, la de la reivindicación de todo lo que el fenómeno aportaba como novedad liberadora en lo social y lo artístico a la deprimente e inquisitorial sociedad franquista en la que nace, traza un recorrido friqui de personajes estrafalarios, en ocasiones trágicos y con frecuencia a medio camino entre lo absurdo existencial y lo disparatado sainetero que hará las delicias de cuantos lectores se adentren en estas páginas que se nos hacen cortas, dada la excepcional selección de personajes, hechos y movimientos recogida por el autor. Gran parte de la historia seleccionada por Costa tiene que ver con sucesos acaecidos en círculos minúsculos y en la que aparecen personajes de todo tipo, desde los estrafalarios como el Papa Clemente del Palmar de Troya, hasta diseñadores de renombre mundial como Javier Mariscal, a quien se debe el famoso Coby de los JJOO de Barcelona. La nómina de personajes, extensa e interesante a partes iguales, debería haber dado pie a la creación de un índice onomástico que permitiera fácilmente la localización en el relato de los mismos, porque una de las grandes virtudes del libro es el enfoque narrativo desde el que está escrito, que no excluye la reflexión crítica, pero que se recrea, incluso con delectación, en ciertas peripecias como la animada vida del “primer hippy español”, el hijo del psiquiatra del Régimen, Juan Antonio Vallejo-Nágera -el descubridor del “gen rojo” que él podía extirpar en sus pacientes…-, y cuya vida da pie, para quien esté narrativamente dispuesto,  a una seria aventura novelística sobre su persona. El libro se mueve a caballo entre dos épocas perfectamente definidas: el tardofranquismo, con la suerte de “apertura” del Régimen que encabezó Fraga Iribarne en Información y Turismo, relajando los controles censores, y la Transición, así descrita por el autor: La Transición fue la bifurcación entre una posibilidad abortada y un olvido decretado: hubo un tiempo nuevo, pues, que podría haber arrancado entendiendo a ese hombre nuevo como el encuentro entre la sensibilidad anarcosindicalista de José Miranda de Sardi [poeta fusilado] y el potencial de la recién estrenada democracia para pensar y practicar una nueva política. El planteamiento del autor es claro: la contracultura española suponía un intento, desde los márgenes del sistema, de conseguir una revolución en las costumbres que nos liberara de un sistema de dominación y explotación contra el que dirigía todos sus esfuerzos destructores, porque, en el fondo, como metafóricamente pasaba en la primera película de Zulueta, Un, dos, tres, al escondite inglés, hay algo de terrorismo cultural, de sabotaje del sistema que en un momento dado incluso coquetea con el terrorismo de verdad, como el caso, casi de auténtica ficción, de Francesc Tubau, un joven de 18 años que el 24 de agosto de 1969, equipado con ocho cartuchos de dinamita, cuatro metros y medio de mecha y un detonador, se dirigió a la discoteca Tiffany’s de Playa de Haro, con intenciones claras y manifiestas. Lo pillaron y, supuestamente,  cayó desde la azotea. El tal Tubau era miembro de un comité de acción revolucionaria asociada al colectivo Joventut Indiketa Llibertària, formado en Figueres, Tubau adujo que perjudicar al turismo y hundir la dictadura constituían los móviles de esa acción frustrada. Fue condenado a 18 años, y cumpliría 7 en centros penitenciarios de Lérida, Soria y Palencia. De hecho no cayó desde las alturas en el curso de su huida, como recoge el autor de sus fuentes, sino que, al ser descubierto, se lanzó a la calle, cayó sobre un coche, quedó inconsciente y allí mismo fue esposada por los agentes de la Guardia Civil, según lo narra un compañero suyo de célula  que noveló la aventura del joven figuerense. Los esfuerzos contraculturales que recoge el autor se centran, básicamente en tres ámbitos muy definidos: la agitación sociocultural; el cómic y el cine. Como lector, se echa de menos que las muchas páginas dedicadas a la historieta, al tebeo, y al cómic no hayan tenido una presencia ilustrada en el libro, porque lo suyo era poder ver lo que Costa se afana en describir con mucho entusiasmo, dado que ese esfuerzo descriptivo podría haber sido digno de mejor causa, al ser fácilmente sustituible por la presencia de las ilustraciones que él tan bien describe. He de reconocer mi ignorancia en todo lo relativo a lo que se conoce como cómix underground, porque, por edad, me quedé en Hermano Lobo e incluso Por favor ya me quedaba a trasmano ante la necesidad de leer tantos clásicos como una carrera de Filología Hispánica exige, la misma que comparto con el autor, por cierto. De todos modos, esa aventi de los inicios clandestinos y marginales de tantos seres románticos dedicados a la historieta, persecución policial incluida, poca broma…, se leen con auténtico placer informativo. A mí, particularmente, me ha llamado la atención el nexo evidente que establece el autor entre la historieta contracultural y los tebeos tradicionales, de la factoría Bruguera, básicamente; un nexo sobre todo lingüístico, porque buena parte del lenguaje supuestamente marginal de Makoki y otras historias, estaba ya en Bruguera, y fue responsabilidad de un señor a quien Javier Pérez Andújar recuerda con agradecimiento:  Sobre Rafael González dice el escritor Javier Pérez Andújar, quizá el más entregado apólogo del potencial de insumisión encerrado en las viñetas de Bruguera, en su Diccionario enciclopédico de la vieja escuela: La palabra castiza y antigua y muchas veces lumpen que aparece en los bocadillos de Bruguera es el galopín  son de los busiles que se leen o se escuchan en el teatro de Valle, y son también los personajes de ese mismo teatro que van de majos con bombín y bastón, y que andan por casa en pantuflas y albornoz, y que se lleman Juanito Ventolera, pistolo repatriado; Doña Tadea, beata cotillona (…), y que hasta a veces van acompañados de un lorito de ultramar (…) En Valle y en González los personajes son pintorescos y son sobre todo populares y cuando se inventan su idioma popular hablan todos los castellanos posibles.(…) Angelito, que nació como reverso violento y dislocado de los tópicos en torno a la inocencia y a la infancia adorable, era, como doña Urraca, uno de los personajes incómodos del universo de Bruguera. Asunto distinto es cuando Jordi Costa entra, como Pedro por su casa, en el terreno de la cinematografía y nos relata con deliciosos pelos y señales de todo tipo la aventura contracultural -realmente “invisible” incluso para la mayoría de los buenos aficionados e incluso de los cinéfilos- de unos héroes meliescos que, como el valenciano Carles Mira, intentaron, ¡y lo consiguieron!, levantar ampollas en un publico mayoritario al que le pareció una transgresión en toda regla su película La portentosa vida del padre Vicente, interpretada por Albert Boadella, entonces perseguido por la Justicia, tras ser denunciado por su obra La torna, y a quien Costa dedica una suerte de “epitafio” que ha de entenderse, por extensión, del propio movimiento contracultural: La distancia que existe entre La torna y La torna de la torna [algunos actores de Els Joglars denunciaron a Boadella en reclamación de la autoría compartida de la obra, pero perdieron el juicio] y la que hay entre el hombre que fundó Els Joglars y el que ocupó el círculo de afectos de Esperanza Aguirre también contienen, cifrada, otra posible crónica sobre el destino malogrado de la Contracultura en nuestro país. Un presente de ley Mordaza, condenas a tuiteros, titiriteros y raperos, libros secuestrados y un presidente de Tabarnia celebrado por los herederos ideológicos de quienes, en su momento, le condenaron, quizá demuestre que no existe nada que no pueda ser susceptible de eternizar sus medulares averías. Esta suerte de “ajustes de cuentas” aparecen con frecuencia en el libro, porque son la expresión de la contrariedad melancólica del autor por el aciago destino de insignificancia que le tocó vivir a una contracultura que, salvo excepciones, en muchas de sus manifestaciones andaba más cerca del friquismo que de la auténtico cultura, incluso la transgresora, como la dadaísta, pongamos por caso. Así enjuicia la labor de Andrés Rabago, por ejemplo, alias El Roto u Ops: El hecho de que El Roto, antes Ops, (…) fuese uno de los autores que, tras manifestar su apoyo [a los dibujantes de El Jueves que satirizaron a Felipe y su señora en posición jodiente, a propósito de los 2500€ por hijo del magnificente Zapatero], no pudiese evitar añadir que el trabajo de sus compañeros de gremio le parecía de mal gusto constituye quizá un indicio de la impermeabilidad de ciertas esencias ante el paso transformador de los vientos contraculturales. Grande El Roto. Siempre certero el Roto. ¿Siempre consecuente El Roto? En su día, Rábago colaboró con Chumy Chúmez en la introducción editorial del cómix underground en España, una aventura que también tiene muy agradable lectura. He de reconocer que un personaje que me ha llamado la atención, sobre todo por el silencio social mantenido en el Oasis catalán al respecto es la trágica existencia del hermano “maldito” de los hermanos Maragall, Pasqual y el ahora chaquetero Ernest, Pau Malvido, quien se movió en la marginalidad, en la exclusión marcada por la drogadicción y cuya peripecia mortuoria parece extraída de un thriller político últimamente tan en boga: Pau Malvido, hermano de los Maragall, de Pasqual y de Ernest, intentó una crónica de la Contracultura en Cataluña. Se preguntaba si lo que mató a la Contracultura fue su imposibilidad de articularse políticamente. Pepe Blanco, de extracción burguesa, como Malvido, representaba los serios esfuerzos de lo contracultural por conectar con el proletariado. Denunciaba las represalias del PSUC a sus militantes sorprendidos en actividades dionisiacas de corte tóxico o sexual. En mayo de 1994 se hallaba el cuerpo sin vida de Pau Malvido en las Ramblas de Barcelona, víctima de esa adicción a la heroína que tal vez había sido su último gesto ante la constatación de los límites para la utopía que le ofrecía el presente. Como recoge Germán Labrador en su libro: “el juez de guardia Lluís Pasqual Estevill se incauta del cadáver y presiona a la familia con eternizar su devolución si el PSOE no se comprometía a nombrarlo vocal del Consejo General del Poder Judicial, como en efecto sucedería”. Hay en el libro el desaliento de la derrota, aunque se cierre con un canto de esperanza a partir de la entrevista del autor con una youtuber famosa cuya radicalidad contestataria la aproxima, en nuestros días, a aquellos añejos esfuerzos contraculturales por sacudir las conciencias. En Estíbaliz, alias Soy una pringada, que así se llama la youtuber, late, sin embargo, una suerte de inocencia y perversión, en desigual mezcla, que no acaban de conferir a su expresión individual las señales inequívocas de lo auténtico, pero que sí confirman una suerte de puerilidad que empalma con el mítico puer aeternum que está, eso sí, en el origen de las grandes transgresiones artísticas como Dada o el surrealismo. Es poco menos que imposible que me haga eco de todo el contenido que el libro regala a la curiosidad de los lectores, pero puedo garantizar que en esta Historia subterránea afloran historias con un innegable atractivo y sobre las que incluso el autor podría haberse extendido más, porque de Iván Zulueta se traza una semblanza que “desperdicia” buena parte de una vida derramada en facetas muy diversas, como la de cartelista, que ayudan a componer el retrato complejo de un superviviente de la contracultura. De otros personajes, como Antoni Padrós,  autor de Pim, pam, pum, revolución, por  ejemplo, apenas vamos más allá de una escueta noticia de: Empleado de banca de día, artista provocador en sus ratos libres. A la luz del día era un hombre ordenado, pero en su interior bullía un anhelo de desorden. Su primer largo Lock-Out (1973) fue rodada en un vertedero real durante los fines de semana a lo largo de nueve meses, puede verse como la respuesta trash a La Chinoise (1967), de Jean-Luc Godard, o como un claro precedente de Los idiotas (1998) de Lars von Trier. Con todo, es muy de agradecer el afán documentalista del autor y el tesón con que ha confeccionado una Historia subterránea de España, buena parte de la cual algunos lectores la leerán como una revelación sorprendente, y otros como la propia historia de su vida, aunque también los habrá, como ha sido mi caso,  que combinen ambas recepciones de esta obra magnífica y de lectura tan amena como instructiva, que es, en última ratio, lo que se les pedía a las obras en la época clásica: docere et delectare.

P.S. Me acuso de haber cometido la infame injusticia de no haber destacado lo que, por haberlo entendido acaso como algo "privado", debo de haber pensado que no había de traerlo a la publicidad de la presente recensión: la dedicatoria emocionada que Jordi Costa le dedica al periodista cultural, Juanjo Fernández, a quien en mala hora se llevó el SIDA por delante, y que fue tan importante para él como para mí mismo. Sirva esta apostilla para honrar sus memoria y reconocer su magisterio, su calidad humana, su insobornable espíritu crítico y su ácido sentido del humor. De él dice Jordi: Me gustaría cerrar esta lista de agradecimientos recordando a Juanjo Fernández, maestro y colega (no necesariamente por este orden), que aparece brevemente en este libro, porque él fue parte de esta historia contracultural, aunque el término le crispase, pero, sobre todo, porque si él no se hubiese cruzado en mi camino, es muy posible que yo no me estuviese dedicando a esto
Y gracias a Paco Marín, que me ha recordado, con esa fidelidad suya a la amistad que tanto le caracteriza, no olvidarme de incluir este homenaje. Otro amigo suyo, Dimas Mas, con quien también coincidimos en el suplemento literario, le dedicó su novela Nadie en persona. Una historia de Barcelona.  Todos nosotros sabemos que él vuelve a menudo a nuestros huertos y a nuestras higueras por los altos andamios de las flores...


2 comentarios:

  1. Contra Franco vivíamos mejor.

    La realidad y el deseo.

    La inevitable frustración de un ansia desmedida: la realidad es la que es y el franquismo tenía virtudes terapéuticas porque nos hacía soñar en utopías que jamán existieron.

    Los creadores de la revista contracultural El vibora, que alcanzó 300 números comenzando en 1979, ideó llamarse primero "Goma 3". Goma 2 era el explosivo que utilizaba ETA en sus atentados... En 1980 hubo casi cien muertos asesinados por ETA. La hermosa historia de la izquierda contracultural de la que yo participé por su magnetismo que te hacía creer que eras alguien que se alzaba contra un muro. El franquismo, ¡oh, el franquismo!

    El tiempo me ha hecho ver aquel tiempo divertido en que teníamos un padre contra el que rebelarnos como lo que fue: una soberana gilipollez, pero fascinante.

    El problema es que en 2018 el progresismo sigue rebelándose contra el mismo padre que enterramos en 1975 lo que me muestra que la necesidad del padre contra el que rebelarse es ubicua e intemporal. ¿Qué haríamos sin Franco? Mi generación luchó contra él y nos creímos inmortales. Ahora siguen resucitándolo para creer que igualmente son inmortales.

    La visión de la historia te sume en el escepticismo. Y el libro de Jordi Costa, pues bien, seguro que está bien, yo pensé comprarlo, pero me temo que esa crítica que pasa de las sotanas del franquismo a la pana de los socialistas es una pía interpretación que no muestra la realidad de la historia. Seguro que es un libro que ayuda a sentirse bien a los que todavía añoran las utopías o que las creyeron jusfificadas en un contexto, pero me temo que la historia ha dado un paso adelante para mostrarnos que aquello fue estremecedoramente pueril -pero irresistiblemente atractivo-. Por eso, muchos de los que vivieron aquello hoy somos conservadores y aún más que conservadores.

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    1. No diría yo, precisamente "conservadores", sobre todo cuando en lo que se vive de forma permanente es en la búsqueda constante de sentido, en el sentido crítico de cuanto nos rodea y en l devoción a la autocrítica como modo de ser y método de conducta. ¡Bastante más tradicionalistas y conservadores son esos que aún viven apegados a la momia del franquismo, ¿no?! Comentaba el otro día que el único apelativo de aquella época que no me avergüenza es el de hippy, porque, en 1969, tener valor para pasearse por la calle luciendo coleta era todo un acto de valentía física. Si aún recuerdo, en uno de esos actos casi surrealistas de mi primera juventud, haber ido con chilaba a una discoteca de barrio en Madrid y haber estado a punto de acabar a tortazo sucio con "pelayistas" acérrimos... El libro de Costa es, a su manera, como la Historia mágica de España, de Dragó, pero en el ámbito de lo friqui. Al margen de cómo se sienta uno respeto de lo que fuimos, de lo que ha sido, incluso, su historia personal, la lectura es grata y aporta unos conocimientos que nunca estorban, desde luego.

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