Tríptico |
Miguel Martí |
La discreta colaboración del Artista Desencajado en una exposición
pictórica singular: los bodegones dinámicos de Miguel Martí, una aproximación a las paradójicas naturalezas
muertas, llenas de vida y colorido. En Hellín, desde el 28 de setiembre al 7 de
octubre.
Ayer
por la tarde se celebró en Hellín la inauguración de la exposición Bodegones/Still
Life, de Miguel Martí, un artista manchego de quien en Provincia Mayor comenté ya su anterior exposición Sur
Este-Este Sur. Sin renunciar a la marcada seña de identidad del artista, su
uso exuberante del color, la técnica del
collage y el uso de objetos cotidianos que rememoran su propia autobiografía,
Miguel Martí se ha adentrado en el mundo del bodegón, de la naturaleza muerta o
del still life, en inglés, y nos ha
ofrecido un recorrido palpitante por las inmensas posibilidades del género
pictórico en cuestión. En una cincuentena de obras, el autor ha hecho una
profunda inmersión en un mundo de referencias familiares, autobiográficas, que
respiran, inequívocamente, en la pasión con que ha sabido captar ese instante mágico
de las flores y las frutas en su momento de triunfo absoluto e inicio, por ello
mismo, de su decadencia. La exposición está abierta en el Museo de Semana
Santa, que fue antiguo palacio del conde de Lumiares, donde fue hecho prisionero el ilustrado Conde de Floridablanca tras su caída en desgracia, hasta el 7
de octubre. Por amistad con el autor, con quien me inicié en los estudios de
Filología Hispánica en la Universidad de Madrid hace la intemerata…, he escrito
la presentación de la exposición, recogida en un hermoso tríptico que se
reparte a los visitantes, y que copio a continuación:
BODEGONES /
STILL LIFE
La revolución protestante, que acabó
con el mecenazgo religioso de los artistas introdujo en la pintura la temática
dominante de la vida cotidiana y dentro de ella lo que acabó llamándose, en
alemán, stilleven y, trasplantado al
inglés, still life.; términos que
equivalen a nuestro bodegón y al francés nature
morte, “naturaleza muerta”. Todo nos habla, en este género pictórico de
segundo orden para los académico, pero de gran éxito entre el público, de una
dualidad que se percibe mejor en la expresión inglesa: Still Life: “Todavía vida” y “vida inmóvil” o “vida sosegada”. El
pintor eterniza en el lienzo la vida tranquila de los dones de la naturaleza,
no el bullicio desordenado de las pasiones humanas. Estamos, pues, ante un
género pictórico enraizado en los sentidos y en la escenografía, es decir, en
la reacción espontánea frente a la belleza plural de las formas y al
deslumbrante cromatismo del mundo, por un lado, y, por otro, al artificio de la
más exquisita composición, como la de un altar doméstico donde se rindiera
homenaje a la vida elemental -como las Odas
de Pablo Neruda-: los animales y los vegetales que representan nuestro
sustento, junto a los objetos cotidianos consagrados a su culto.
Miguel Martí ha explorado el género del Bodegón,
cuyos antecedentes se remontan a los egipcios y a las pinturas greco-latinas,
con un impagable afán autobiográfico, porque en sus composiciones late el pulso
vital del descubrimiento familiar de la naturaleza a través de sus ubérrimos
dones. Como él mismo ha escrito: “ Mi
infancia son recuerdos...” de aquella cocina que tenía toda la apariencia de un
hermoso bodegón: dos armarios con puertas de cristales, uno a cada lado de la
cocina de carbón, que no sé muy bien por qué le decían “económica”. En un
lateral y al lado del balcón una gran mesa con tablero de mármol y patas de
hierro fundido (del café que otrora tuvo mi abuelo Francisco, “el Pintao”). Los
armarios de cristales tenían cuatro anaqueles de madera donde se guardaba los cacharros
de cocina, la loza de Pickman y la cristalería. Los anaqueles se “decoraban” con
papeles blancos de “barba” que mi madre recortaba con filigranas y yo pintaba
con aquella gran caja de lápices de colores “Alpino”. Tomaba como modelo los
cestos y fuentes de frutas que aparecían todos los días encima de la mesa,
desde los primeros días de verano hasta los últimos de otoño: cerezas,
albaricoques, nísperos, higos, brevas, melocotones, sandías, melones, uvas,
granadas, membrillos...
Con técnicas ya usadas en otras exposiciones suyas,
como el collage que presidía la titulada EN
LA OTRA ORILLA. TÁNGER, Miguel Martí ha abordado la creación de estos
bodegones, tan llenos de explosivos y brillantes colores como de depurada
escenografía, con una técnica de papeles pintados fijados a una base de cartón,
papel, lienzo o madera con una variada técnica de realización: pastel,
sanguinas, tinta y óleo. Cada objeto representado exige una técnica y solo esa.
Y el arte delicado del pintor descubre lo que la naturaleza íntima de cada
objeto o de cada pieza vegetal exige, y de ahí la simbiosis perfecta entre el
objeto y la técnica con que se le representa en el soporte escogido. El bodegón
ha sido la indiscutible escuela de la mirada. Y no hay pintor, desde Cézanne
hasta Sánchez-Cotán, pasando por Caravaggio,
Delacroix, Manet Durero o el maestro Chardin, que no se haya ejercitado
en ese sutil arte de la aproximación al modelo por excelencia: la vida en
trance de muerte irreparable que los
pinceles rescatan y celebran para exaltación de los sentidos. Eso, y no otra
cosa, es esta exposición Bodegones/Still Life de Miguel Martí: una
exquisita representación teatral de la naturaleza (recordemos que en Europa el
bodegón es, propiamente, un género barroco) y una exaltación del poder de
percepción de nuestros sentidos. Si hay un elemento común a la mayoría de estas
naturalezas extraordinariamente vivas con que Miguel Martí nos deleita, esa no
puede ser otra que el color, entendido,
además, a su modo personal, intenso, de comunicación con ese reino vegetal
cuyas flores y frutos -¡a veces manufacturados, como la horchata extraída de la
humilde chufa!- revientan de color ante nuestros ojos con la pujanza propia de
los mejores y más saludables hijos de la madre Naturaleza. En esa indagación,
cada objeto tiene un tratamiento formal distinto, porque no exige la misma técnica
el amarillo de fuego del membrillo que la acritud dorada del limón; así como el
sangrante corazón de la sandía nada tiene que ver con el rojo adormecedor de
las amapolas…No pierda de vista el contemplador de estas escenas íntimas, la
delicada obra de escenografía que una mirada desatenta puede pasar por alto:
esas estudiadas composiciones, que no son hijas del azar, sino de una
absorbente relación dialéctica con la Naturaleza, funcionan a veces como
contexto, otras como marcos, en pocas ocasiones como decoración realista y
siempre, con todo, como fluido diálogo entre
los elementos dominantes y los accesorios, lo que enriquece considerablemente
la exposición. Sí, los elementos de los cuadros dialogan entre sí, y estos, a
su vez, con nosotros. Hemos de
contemplarlos, si se me permite la sugerencia,
atentos a lo mucho que nos revelan, porque la pintura también es
lenguaje que busca, a través de la luz, la escondida senda que lleva desde los
sentidos a la emoción.
Juan Poz
Barcelona, en el agobiante verano de 2018.
El día de la inauguración, a la
que asistí de mil amores, fui recorriendo los cuadros luminosos y me dio por
tomar unas notas que, aun a fuer de improvisadas, leí para el publico asistente
como muestra de amor fraternal al autor y a la obra.
El Artista Desencajado |
Siguiendo mi táctica
habitual, cuando recorro exposiciones, deambulé por las salas a la espera de
que los cuadros solicitaran mi atención, porque no he hallado, hasta el
presente, mejor método para identificar mi gusto o mi disgusto con lo expuesto,
si las obras tienen algo que decirme y solicitan mi atención, que el hecho de ser invitado a acercarme para
contemplarlas a esta o a aquella distancia
para reparar en su individualidad o en el efecto del conjunto, junto a otras
obras; en fin, que, como a mí me parece de justicia, han de ser las obras las
que me seduzcan, no ir yo a ellas para forzar una reacción que solo “opera” la maravilla del encuentro en la
dirección que yo señalo. Teniendo en cuenta ese movimiento de vaivén, de
acercamiento y alejamiento, respeto de los cuadros, compuse lo que he llamado Pinceladas retóricas para una exposición:
¡Qué extraña virtud la de la mano del artista
que dispone sus objetos con la delicadeza de un director de escena! Ni las
flores ni los frutos se amontonan, sino que se arraciman en venturosa bandería
de relieves, perfiles y ángulos que exaltan, ¡dichosa armonía!, la más noble
vida posible. Recorremos los senderos de la luz y de las formas como los
conquistadores la naturaleza de un nuevo mundo, y sabemos que el abanico de
técnicas diversas busca un solo verbo transitivo: emocionar. Desde el fruto en
la rama hasta la venerable chufa trasmutada en la bendita horchata pasando por
los búcaros que exhalan las fragancias del arco iris en flor, ¡qué difícil les
es a los sentidos observar la serenidad de la contemplación juiciosa! ¡Juicy
fruits! nos desbordan los labios anhelantes de la dulzura de la creación. El
observador aprecia el contraste entre la feraz naturaleza refrenada en los
lienzos y el espacio urbano donde se exponen, y, de repente, a nuestro
alrededor, si estamos atentos, todo se ha convertido en huerto y en jardín, en
alameda, en rosaleda, y respiramos mejor, y nos reconocemos parte de un todo
que nos ennoblece, porque, al cabo, nos
rescata de esa sórdida sensación que nos asalta a veces: ser, también,
naturalezas muertas.
A la manera de Isabel Quintanilla |