Poemario
del pueblo escogido en el solar compartido: La
pell de brau o la reflexión noventayochista sobre una Sepharad entre mítica,
yerma y madrastra.
Por unas u otras razones,
todas de oscuro fondo, claro, aún no había considerado oportuno acercarme a La pell de brau, de Espriu. Son esas
decisiones probablemente absurdas que uno toma no tanto desde el prejuicio -mis
ignorancias son incompatibles con ellos- cuanto desde una vaga intuición del don
de la oportunidad, porque toda lectura tiene su lugar y su momento, y no respetarlos
vale tanto como no acertar, de lo que se deriva, después, un desasosiego íntimo
bastante molesto. Recuerdo haber esperado hasta mi cincuentena para leer Platero y yo, de JRJ, y me pareció justa
y necesaria esa tardanza par descubrir una tenebrosa autobiografía que poco o
nada tenía que ver con la imagen de libro para niños con que se suele caracterizar
una obra tan solanesca y nihilista. Claro que he leído y oído hasta la saciedad
acerca de este poemario de tipo cívico que reivindicaba algo así como la “coexistencia
pacífica” entre dos pueblos llamados a respetarse y entenderse desde dos
supuestas soberanías implícitas, aunque, como es evidente, esta es una lectura “moderna”
de algo que el poemario en modo alguno explicita, aunque está implícita. De
hecho, la identificación de Cataluña y los catalanes con el pueblo judío
empujado a la diáspora, a resultas de la cual acaba instalándose en lo que
ellos denominan Sepharad, los romanos Hispania y nosotros España, es tan marcada
que ello marca indeleblemente el tono elegiaco, profético y bíblico del texto,
y acentúa esa condición de los catalanes como pueblo “aparte” del pueblo
español y, en consecuencia, “sometido” a un poder con el que Espriu establece
un diálogo desde una posición de resignada sumisión altiva. El poeta definió su
poemario como un intento de plasmar cómo
un hombre de la periferia ibérica intentó comprender tiempo atrás el complejo
enigma peninsular. Podríamos encuadrar el poemario, por lo tanto, en la
estela de aquella preocupación sobre el ser de España que alimentó tantas páginas
de los también escritores periféricos de la generación del 98, quienes, desde
esa posición, reflexionaron desde muy diversos géneros sobre ese enigma al que
Espriu se acerca desde una posición intelectual que no excluye ni la emoción ni
la sátira ni la autocrítica, porque la pertenencia a una minoría no le ciega
ante la evidencia de las perversiones ideológicas que alimenta el espíritu grupal,
de facción. Que hubiera una edición bilingüe y en una editorial como “Cuadernos
para el diálogo”, lo saludó el autor como una esperanza cierta sobre el cambio
de las relaciones entre las diversas culturas españolas. Eso sí, sobre la
traducción de Santos Fernández, mejor correr el tópico tupido velo, aun a pesar
de la ayuda de Carme Serrallonga y Maria Aurèlia Capmany, la verdad. La técnica
que emplea el poeta en todo el poemario es la de la anadiplosis: el final de un
poema constituye el principio del siguiente. Hay, pues, una concatenación, una
cadena que nos lleva desde el primer poema hasta el último como si estuviéramos
en el seno de un texto que narra el destino de las generaciones sucesivas del
pueblo escogido. La identificación con los judíos, como pueblo “escogido por
Yahvé” entre todos los pueblos, bien podría considerarse, en nuestros días,
como parte del supremacismo que ahora se manifiesta políticamente con tanta
agresividad retórica y práctica. La visión que Espriu nos ofrece de Sepharad es
la de un espacio físico y político agreste, hosco, terrible, mísero, y así lo
prueban las reiteradas descripciones que pueblan el poemario: Parrac espesseït per l’or/ del sol; Els febles llums (…) l’home perdut (…) pensament angoixosos…; Dura
claror; Àrids camps (…) fred esglai…;
Llàgrimes de sang; Peus cansats; Negra nuvolada (...) la
collita pobra de l’eixut dels camps...; La
quieta, freda, solitària, fosca llum (...) I ens sentim pensats supremament en la por… De hecho, y a pesar de
esa realidad adversa, el poeta reconoce que es el único lugar donde poder realizar
su sueño de ser los dueños del lugar: Per
què us quedeu aquí,/en aquest país aspre i sec,/ple de sang?/ No és certament
aquesta/ la millor terra que trobàreu/(…) -En el nostre somni, sí. El árido tono bíblico de la obra, que lo
tiñe de una religiosidad patriótica muy del gusto del catalanismo político
tradicional, no se enfrenta, sin embargo, abiertamente a la Sepharad donde se
ha refugiado el pueblo escogido, sino que aspira a la famosa conllevanza orteguiana desde el respeto
a la pluralidad propia de un país plurilingüe. Recordemos que el libro se publica
en 1959, en esa eterna posguerra que aún pesa sobre el afán creador de nuestros
escritores: El gran crim de Sepharad:/la
infinita tristesa del pecat/ de la guerra sense victòria entre germans; de
ahí que fuera más urgente entonces el diálogo entre las culturas peninsulares que
propiamente reivindicaciones políticas que aún tardarían muchos años en
aparecer, en formas parecidas a las actuales. El tono cívico del poemario, así
pues, se impone, claramente, al político, y los llamamientos a ese respeto y
reconocimiento asumen una intensidad poética notable y loable: Diversos són els homes,/diverses les
raons,/ens va vivint el somni/ d’un únic amor/ i ens madura de pressa/per a la
mort. O, más adelante: Diversos són
el homes i diverses les parles,/i han convingut molts noms a un sol amor.
(…) Sí, comprèn-la i fes-la teva
també,/des de les oliveres,/l’alta i senzilla veritat de la presa veu del
vent:/ “Diverses són les parles i diversos els homes,/i convindran molts noms a
un sol amor”. Desde la singularidad de la propia cultura como única fuente
suprema de la propia definición como ciudadanos de España y del mundo, el poeta
adopta una actitud reivindicativa que trasparenta afanes políticos con los que
hoy lidiamos desde la justicia: De
vegades és necessari i forçós/que un home mori per un poble, /però mai no ha de
morir tot un poble/per un home sol:/recorda sempre això, Sepharad./Fes que
siguin segurs els ponts del diàleg/i mira de comprendre i estimar/les raons i
les parles diverses dels teus fills. (...) Que Sepharad visqui eternament/en
l’ordre i en la pau, en el treball,/en la difícil i merescuda/llibertat. El
espíritu cívico, pacífico y cooperativo del autor bien puede decirse que está
en las antípodas de lo que ahora estamos viviendo como amenaza de seria ruptura
del orden constitucional. Más que nunca se nos ha hecho evidente que han
desaparecido esos “puentes del diálogo” y no es necesario señalar quiénes los
han dinamitado, porque es caro y meridiano para cualquier observador ni
siquiera excesivamente avezado a la contemplación de la escena política. Una mala
lectura, sin duda de los propios versos de Espriu, bien pueden estar en la raíz
de cuanto estamos padeciendo: Escolta,
Sepharad: els homes no poden ser/ si no són lliures./Que sàpiga Sepharad que no
podrem mai ser/si no som lliures,/ I cridi la veu de tot el poble: “Amén.” El tono del poemario no apela a la épica,
sino a la crónica lírica de una constatación del sufrimiento, del victimismo
como eje cardinal del ser nacional, y a la crítica no exenta de crueldad de las
propias debilidades, como la de la “intelectualidad” endogámica: Sota la branca del penjat,/lletraferits, a
Sepharad,/paràvem taula de sopar,/car ens escau de celebrar/com ens trobem
-dringa l’or fals-/ els uns als altres genials. Esta vessant crítica de Espriu, la gran esperanza nacional del Nobel
para la lengua catalana -ahora transferida a Gimferrer, acaso con menos
méritos- , es, acaso, de lo más atractivo del poemario, porque le permite
situarse en un plano crítico inobjetable, dada su adhesión inquebrantable a la
libertad nacional catalana. Espriu, persona de salud quebradiza, frágil, tímido
de carácter y de no fácil convivencia, de vida reglada y oscura, trabajó
durante 20 años como ayudante en una notaría -por lo que podría ser el reverso
del personaje de Javier Gutiérrez en El
autor, de Martín Cuenca-, no puede decirse que sea un autor con “suerte” en
el extraño panorama literario catalán: pasó sin pena ni gloria su centenario,
presumo que son escasas las reediciones de sus obras e ignoro qué número de
lectores puede tener su obra, pero intuyo que no es, propiamente, lo que se
dice un autor de masas… Una obra suya, Primera
història d’Esther, que la mayoría de los lectores habituales en catalán
necesitarían leer “traducida”, constituye, sin embargo, un homenaje a la lengua
catalana de una riqueza extraordinaria. Estaba Espriu convencido de escribir
las exequias de la lengua catalana, acaso con el recuerdo de las de Forner sobre
la castellana en mente, y, sin embargo,
construyó una obra singularísima cuya lectura recomiendo encarecidamente, porque
para quien tenga la pasión del léxico pocos placeres como el de sumergirse en
esa mezcla de esperpento, ópera bufa a lo Jarry, comedia costumbrista e incluso
escritura automática surrealista, que de todo hay en una obra llena de un
peculiar y casi arnicheano o pitarresco sentido del humor, no exento de los
latigazo de rigor: En la pausa rumiaríem,
si més no, la pedregada de tirosos vocables que l’autor ens ha etzibat amb
mandrons d’una parla moribunda, ja gairebé inintel·ligible per a molts de
nosaltres. Y para prueba definitiva, el programa político del visir del rey
de Persia: ordre públic com a clau de
volta, prestidigitacions de clemència i tralla, intangibilitat de l’os bertran
dels funcionairs, pa a betzef (en el paper), foments calents d’indústria i
cultura, forces vives al bany maria, extermini dels jueus. La autocrítica,
sin embargo, nunca deja de estar presente: Tots
navegàrem una mica més cap al remolí de la mort, cadascú dalt de la barca de la
inalterable estupidesa propia. Un día de estos, a poco que el tiempo me dé
de sí lo que me niega, trataré de acceder a su primer libro, Israel, escrito en
castellano en 1929, en plena época de las vanguardias. Intuyo, no sé por qué,
alguna sorpresa significativa.