Por
donde van las águilas, de Leopoldo Panero o el poeta perdido
en los ecos y La imagen visionaria y decadente de Arde el mar, de Pedro Gimferrer.
No hay poeta
que no sea la razón y la emoción últimas de su obra. Y es difícil marcar un
hiato entre su vida (o sus vidas) y sus palabras. Estas se les pegan, como la
primera piel, al crisol del cuerpo donde se fraguan alientos y jadeos, deseos y
desidias, arquitecturas huecas y la música enigmática del silencio donde un
mundo se gesta para conquistar la mano, el signo vivo y la respiración del
animal herido. La vida es una sombra que
se ejerce, nos dice Leopoldo Panero, y añade: y un préstamo de alondra en la garganta;/ hasta que el nudo justo la retuerce.
Y Gimferrer, cuando aún era Pedro y sobre esa piedra se construyó el
superlativo de la novedad: Dicen del
hombre/que no puede consigo mismo. En todo caso/no con su juventud, rosa sin
número/ (…)/ …Voluntad de púrpura/sobre mis hombros, voluntad de ser/más que yo
mismo, escudo de ojos tristes.
Se trata,
como se advierte, de dos poetas en sucesión; muere Panero, en 1962, y en 1966,
escasos –en términos poéticos– cuatro años después, la voz de la modernidad
cercana al modernismo se alza con el santo y la limosna del cetro poético que
había desatendido una generación aún en ejercicio y volcada en el épico afán de
la poesía social. No hay otra razón para juntar autores tan distintos que el
seguro azar: Panero llega de una heredada biblioteca que se desperdiga -¡qué
pocos ganaderos de los ácaros del papel vamos quedando!– y Gimferrer del
descuido de un librero de viejo que lo ha colocado en el montón equivocado y
accesible al parvo caudal del intelector proletario.
He
frecuentado mucho a Gimferrer y nada había leído hasta ahora de un poeta al que
probablemente estigmatizó, para mi generación, una película como El desencanto, de Jaime Chávarri, y que
nos descubrió, acaso sin pretenderlo, al hijo y poeta maldito, Leopoldo María
Panero, de cuya muerte hoy se cumple poco más de un año, y quien quizás, por sí
mismo mereciera una entrada en este Diario. Hay algo de reverencial hacia la
locura en mi falta de atrevimiento. Y cuando se compara aquel rostro joven, y
ya severamente castigado, con el rostro velazanettil de sus postrimerías, una
orden de veda parece emerger, como si fuera una profanación entrar, por
ejemplo, en el Séptimo poema de la vieja:
Mi alma, más vieja aún que mi cuerpo
Sabe mejor que una ciencia el lenguaje del rencor
El torpor de mi carne arrugada
Dice mi única verdad
Cuando, al acostarme, me duermo
Como un pedo en la oscuridad
Acerca de su padre, Leopoldo Panero,
salí yo de la película con una opinión deformada por la falta de información:
¡cuatro contra uno y ni una miserable voz en off que ofreciera una versión
distinta…! Eso es lo que la edición de la antología, Por donde van las águilas, de 1994, preparada por Andrés Trapiello,
quiso contribuir a rectificar, sin duda. En ella agradece al hijo pequeño de la
familia, Michi, José Moisés Santiago Panero,
su generosa colaboración para hacerla posible. Ignoro el alcance que habrá
tenido la distribución de la obra, pero puedo asegurar que, leído con ojos de filólogo,
Leopoldo Panero adquiere una estatura poética algo mayor que la de simple
“poeta del régimen”, porque, aunque lo fuera, la tradición literaria que
alimenta su obra, de la que es perfecto eco, lo redime, e incluso puede entenderse algo del
fatalismo trágico que lucha con sus creencias religiosas, algo impostadas, a mi
parecer, y muy lejos de la emotividad de
las de Ángel fieramente humano, de
Blas de Otero, por ejemplo. Nada predisponía a un Leopoldo Panero de
orientación marxista en su juventud, conocedor y admirador de las generaciones
del 14 y del 27, sobre todo de Jorge Guillén, seguidor del creacionismo de
Huidobro, y educado con una visión europea adquirida en sus etapas de
estudiante en el extranjero; nada de todo ello, digo, llevaba a que se convirtiera
en un poeta del régimen. Detenido en los inicios del Alzamiento, pudo salvarse
del paseíllo gracias a las gestiones que cerca de Unamuno y de la esposa de
Franco hizo su madre, prima de aquella. Tras el accidente de su hermano Juan,
también poeta, sufrió una crisis religiosa e ideológica que le hicieron abrazar
la causa nacionalista. Leopoldo Panero fue siempre un hombre herido, individual
y socialmente. De ahí la marcada inclinación paisajística de su obra, siguiendo
la estela del redescubrimiento de Castilla hecha por la Generación del 98. De ahí
también su inclinación al alcohol, reconocida en su último poema: Epitafio, que podemos considerar una
suerte de quintaesenciada autobiografía:
Ha muerto
Acribillado por los besos de sus hijos,
Absuelto por los ojos más dulcemente azules
Y con el corazón más tranquilo que otros días,
El poeta Leopoldo Panero,
Que nació en la ciudad de Astorga
Y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
Bebió mucho y ahora,
Vendados sus ojos,
Espera la resurrección de la carne
Aquí, bajo esta piedra.
Últimas
palabras que tuvieron terrible glosa en el poema de su hijo Glosa a un epitafio, al que pertenece
este fragmento:
«amó», dijiste, autorizado por la muerte
porque sabías de ti como de una tercera persona
bebió dijiste, porque Dios estaba (Pound dixit)
en tu vaso de whiski
amo bebió, dijiste, pero ahora espera
¿espera? y en efecto la resurrección
desde un cristal inválido te avisa
que con armas nuestra muerte florece
para ti que sólo
sabías de la muerte. Aquí
¿debajo o por encima?
de esta piedra
porque sabías de ti como de una tercera persona
bebió dijiste, porque Dios estaba (Pound dixit)
en tu vaso de whiski
amo bebió, dijiste, pero ahora espera
¿espera? y en efecto la resurrección
desde un cristal inválido te avisa
que con armas nuestra muerte florece
para ti que sólo
sabías de la muerte. Aquí
¿debajo o por encima?
de esta piedra
Leopoldo Panero acaso no tenga una
voz personal inconfundible, pero en la suya se confunden los ecos de autores
como JRJ, Machado, Unamuno, Guillén, Gerardo Diego, Rubén Darío y tantos otros
que, aun ayudándole a conseguir el tono, y aun a veces la materia, no lo
convierten por ello en un simple imitador, porque se advierte que hay una
vivencia íntima y profunda de las realidades que lleva a su poesía. En Canto personal (1953), creado en
oposición al Canto general de Neruda
(1950), poeta al que admiró de joven y al que rechaza en la madurez: (...) los equivocados señoritos/que firmamos
tus Cantos Materiales; porque éramos, en flor, unos benditos, puede
seguirse, en parte, la genealogía poética de Panero, porque incluye elogios a
sus autores preferidos, como a Vallejo: indocristiano
viejo:/tan pegado a su alma el cuero enjuto,/que era su piel irradiación de
espejo; a Machado: que nunca se encerró en ninguna torre;
Rubén: Rubén, su extremo de bondad nos
lega:/con su alma dialogando en lontananza.
Hay tres núcleos temáticos
fundamentales en la obra de Panero: la naturaleza; Dios y la familia. En los
tres escribió poemas muy logrados, aunque en todos ellos resuenen más los ecos
que los propios hallazgos. Con todo, la técnica exquisita del autor favorece
una lectura entregada y satisfecha, como en el estremecedor El templo vacío:
Lo mejor de mi vida es el dolor. Tú sabes
Como soy. Tú levantas esta carne que es mía.
Tú esta luz que sonrosa las alas de las aves.
Tú esta noble tristeza que llaman alegría.
Soy el huésped del tiempo; soy, Señor, caminante
Que se borra en el bosque y en la sombra tropieza.
Tapado por la nieve lenta de cada instante,
Mientras busco el camino que no acaba ni empieza.
Como otros poetas de su generación,
que hallaron su sazón poética en la posguerra, y quizás por crear una temática
propia, Leopoldo Panero cultiva la poesía que recala en la cotidianeidad y, a
imitación de Unamuno, en la poesía familiar. La vanguardia había distorsionado
lo cotidiano para alimentar las imágenes hiperbólicas y atrevidas que
caracterizaban su salto mortal sin red hacia la ausencia de sentido, pero la
generación del 36, a la que pertenece su íntimo amigo Luis Rosales, compañero
de parrandas y de versos, reescribe su relación con lo cotidiano, con los
doméstico, donde halla una notable fuente de inspiración que le permite
distinguirse de las anteriores y, en cierto modo, incluso oponerse a ellas. Tal
sucede con Hasta mañana:
Tras la penumbra de tu carne crece
La luz intacta de la orilla. Vuela
Una paloma sola, y pasa tenue
La luna acariciando espigas
Lejanas…
(…)
Andando hasta mañana, dulcemente
Por esa senda pura, que, algún día
Te llevará dormida hacia la muerte.
Desde el futuro que fue, resultan más
que curiosos los dos poemas que dedica a Leopoldo María: El distraído:
Su dibujo nos da, así seguro
De sí mismo, y su mano creadora
Tiende, recién del éxtasis salida;
Baña la creación su rostro puro,
Y un dibujo infantil parece ahora.
Él, que un niño será toda la vida.
Y el de título más que significativo:
Introducción a la ignorancia, donde
lo define como turquesa niña de tu madre,
si bien nos es conocida, por la película, los muchos reproches que en ella le
hizo, y el primero de todos que empezara la cadena de internamientos en
psiquiátricos, de la que ya nunca se libraría en lo que le quedara de vida, y
que contribuiría a forjar su biografía y su físico artaudianos:
Para ti,
Leopoldo María,
Diáfano en tu mudez,
Despertado hacia el tiempo por nosotros,
Intensamente legre sin saberlo,
Intensamente solo sin saberlo,
Revelador de un Dios único,
Sustancia de una muerte única,
Presencia y puro vaso de agua
De un origen profético
Y tuyo,
Y que lo tienes tuyo
En dulce titilar,
En ganancia de sombras,
En único tesoro de días.
Leopoldo
Panero no es una personalidad fácil ni fácilmente encasillable. Su biografía
está jalonada por vivencias dramáticas y profundas que conformaron no solo una
personalidad dependiente del poder de evasión del alcohol, sino, sobre todo,
una manera de estar en el mundo a disgusto con todo, decepcionado por todo,
prisionero de todo, como se advierte en la confesión de Con la sal de mis huesos:
He escrito y he besado y he aprendido
Que es mejor la esperanza en sus raíces
Que en su poblada flor.
O en Es distinto:
Vuelves absorto,
Como un naipe abandonado en una mesa.
Vuelves a ser tú mismo,
Pero de noche,
Absolutamente de noche.
(…)
Y apuestas a tu naipe abandonado,
Echas tu voluntad a lo infinito,
Y estás solo con todo lo que quiere,
Completamente solo.
Conclusión
que reitera en el primer verso del soneto A
mis hermanas: Estamos siempre solos.
Poesía es vecindad de la palabra con el alma,
estableció el poeta. Y por ello no nos extraña que en Arte poética, en una de ellas, fuera su aspiración el silencio y su
ideal el que la propia vida fuera, sin tener necesidad de decirla, la propia
poesía, algo parecido, en sentido contrario, al deslumbramiento, al arrobo de
añejo misticismo que le producen al poeta los meros nombres de los lugares,
heredero directo del asombro noventayochista: ¡Cauce del Turienzo/cerca de
Piedralba/(…)¡Tejados, Curillas,/respirada calma/de Cuevas, y al margen/Penilla
y Celada!, y que compartiría con un compañero de generación como Blas de Otero.
La verdadera poesía, nos viene a decir el autor es la que no requiere de otra
actuación humana que no sea la vivencia callada del prodigio poético, porque es
la propia naturaleza la que la escribe:
Más que
decir palabras, quisiera dar la mano
A un
niño, hundir el pecho contra la espuma viva,
Y estar
callado…
(…)
Más que
decir palabras, navegar en un llano
De
espigas empujadas…
(…)
Y en vez
de soñar nombres que el viento los escriba.
(…)
Más que
juntar canciones…
(…)
Más que
decir palabras ser su propia fragancia,
Y estar
callado, dentro del verso, estar callado…
Como
“viejo profesor” me ha llamado la atención un poema dedicado a Gerardo Diego, Ómnibus creacionista, escrito, sin embargo,
a pesar del título, en alejandrinos modernistas, en el que el autor hace un
elogio de la escuela como el espacio de lo maravilloso, del conocimiento, y del
que escojo al azar, porque todo él está permeado de una dulce nostalgia
felizmente expresada, estas estrofas al azar; un poema en cuyo origen quizá se halle el que
escribió el propio Gerardo Diego, Brindis
–un prodigio de inspirada poesía de circunstancias–, cuando le dieron sus
amigos literarios un banquete con motivo de su primer destino docente:
Una suave madeja de alegres garabatos
Y estrellas desprendidas de la esfera armilar
Pasan entre los triste prólogos galeatos
Medrosas de que alguna las pueda regañar
(…)
Ni una página indemne ni una línea impoluta.
Todo yace revuelto y todo quiere hablar.
Y en la lengua-mojada, como el hueso en la fruta
Los nombres de delicia vuelven a resonar.
(…)
Literatura, historia, latín, ciencias exactas.
Ética preceptiva. Quién volviera a estudiar
Las montañas azules y las nieves intactas,
Las pálidas bahías donde es dulce remar.
Pedro
Gimferrer, pues así se presentaba ante los lectores españoles el ganador del
Premio Nacional de Poesía, 1966 con Arde
el mar, antes de fijar su nombre literario (y propio) en el actual Pere,
quizás tras la aparición, en 1970 de su primer libro de poesía en catalán, Els miralls, no es un autor que necesite
ninguna presentación especial, si bien me temo que su prestigio literario –en
Cataluña siempre se ha especulado (propiamente deseado) con que podría ser el
primer Nobel catalán– no esté al nivel del número de lectores reales de su
obra, algo no infrecuente en nuestro mundo literario. Las cifras de ventas de
ciertos autores son un secreto mayor que el de las cuentas en paraísos fiscales
de no pocos rapiñadores del erario público y/o defraudadores del fisco. En
cualquier caso, Pere Gimferrer es un autor muy digno de ser leído, tanto en castellano,
es el caso de Arde el mar, en el que
ahora entraremos, como en catalán, cuyos Dietaris
son un prodigio estilístico de excepcional valor, al igual que su ¿novela? Fortuny, que deriva directamente de
ellos. A su manera, Gimferrer es un autor que demuestra lo arbitrario y absurdo
de las fronteras que quieren erigirse en el seno de la cultura catalana, que se
manifiesta, con igual capacidad creadora y excelentes obras tanto en una como
en otra de sus dos lenguas de creación, el catalán y el castellano. Puristas y
exclusivistas los hay en todos lados, pero la realidad acaba arrumbándolos.
Arde el
mar es un poemario breve en el que se manifiestan los principales rasgos
temáticos y estilísticos de Pere Gimferrer, los mismos que lo convertirían en
un paradigma de la novísima poesía española solo dos años más tarde con La muerte en Beverly Hills (1968). Salir
de Leopoldo Panero y entrar en Pere Gimferrer equivale a salir del lugar, como
titulábamos esta indagación, y entrar en la historia de la cultura, porque del
mundo referencial de la naturaleza que predomina en la poesía de Panero pasamos
al de la cultura que domina en Gimferrer. Si escarbamos en ambos poemarios
podemos apreciar que ciertos fenómenos, como el de la soledad, por ejemplo,
constituyen ejes básicos que, en mayor o menor medida, pertenecen a la historia
del género e incluso al repertorio de las motivaciones que empujan a los poetas
a ña creación. Si Panero es un hombre destrozado por la vivencia dramática de
su propia vida; Gimferrer es un hombre sorprendido por la soledad de su
excepcionalidad lírica, como nos aclara en Himno:
Cristal, mercurio, tarde: ¡cómo pesa
En mis hombros el cobre incandescente
De la fruta en sazón. Dicen del hombre
Que no puede consigo. En todo caso
No con su juventud, rosa sin número.
(…)
(…) Voluntad de púrpura
Sobre mis hombros, voluntad de ser
Más que yo mismo, escudo de ojos tristes.
Oh voluntad de estío en llamas. Muerte,
Sobre la mies soy tuyo.
Hay, en Arde el mar, una conciencia de sí, una
dimensión cuajada de eternidad poética, un saberse seguro eslabón del género,
que sorprende la madurez de un libro así en un joven de 22 años que rezuma
cultura por cada una de las costuras de sus poemas de imágenes visionarias,
deudoras del inmenso poeta a quien dedica el libro, Vicente Aleixandre. De ahí
que, tan cercana aún la adolescencia, se despache a gusto contra ella y el
desorden implícito de los instintos, con los que el poeta siempre se ha sentido
en conflicto, como en Cuchillos en Abril:
Odio a los adolescentes.
Es fácil tenerles piedad.
Hay un clavel que se hiela en sus dientes
Y como nos miran al llorar.
Pero yo voy mucho más lejos.
En su mirada un jardín distingo.
La luz escupe en los azulejos
El arpa rota del instinto.
Violentamente me acorrala
Esta pasión de soledad
Que los jóvenes cuerpos tala
Y quema luego en un solo haz.
¿Habré de ser, pues, como éstos?
(La vida se detiene aquí.)
Llamea un sauce en el silencio.
Valía la pena ser feliz.
Sin duda
debe de ser un lugar común decir que en la poesía de Gimferrer se dan cita
influencias que él mismo declara en las dedicatorias de algunos poemas: Jaime
Gil de Biedma, José Ángel Valente, Octavio Paz, José Luis Cano…, pero hay
otras, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Lorca, D’Annunzio, Hölderlin, el patético
Oscar Wilde apuntado en Pequeño y triste
petirrojo: Oscar Wilde llevaba/una gardenia en el pico./Color gris, color malva en
las piedras y el rostro,/más azul pedernal en los ojos, más hiedra/en las uñas
patricias, ebonitas en las ingles de los faunos que aparecen como materia
poética propia. A ese respecto es bien curiosa la febril profesión de fe d’annunziana
vertida con unción en el retrato que de él hace Gimferrer en Sombras en el Vittoriale y que se compadece con su predilección por los
autores decadentistas. Lo crepuscular –la Muerte presidirá su siguiente
poemario…– tiñe constantemente de cárdena luz los versos de Gimferrer,
distorsionando, muy frecuentemente, la percepción y abocando al poeta no solo a
la imagen visionaria, sino incluso a la percepción caótica o extravagante. No
ocurre tal cosa en el retrato de D’Annunzio, donde el poeta discurre por la
admiración a su poeta de la mano de Rubén Darío, rescatándolo de la
descalificación marxista por su inequívoca simpatía hacia el fascismo del que
fue indudable precursor, por más impulso estético que lo cobijara y que incluso
le forzara a buscar el alto sonoro y significativo nom de plume con que huir, espantado, como Juan Ramón Jiménez de su
segundo, Mantecón, del Gaetano
Rapagnetta con que nació:
Tenía el rostro claro de un poeta, la frente
Tensa de Alcides, la mira fúlgida
Y triste de Proteo, el arpa herida
De la espalda o venablo, el tambor escarlata
De la sangre en las sienes.
(…)
Menos aún, el búfalo demagógico
Que hoy hoza en la memoria de un ayer y su poeta.
Pronto,
pronto,
Cuando pase el tiempo de humareda y de pecado
Y pueda el hombre libre sentir libre en el día
La luz, el sol, los árboles,
A la hora más quieta
En que ascienden las brumas sobre el lago de Garda
Habrá un cuerno de caza desgarrando el silencio
Como un amor o una lágrima caída
Por Gabriele D’Annunzio, por Gabriele D’Annunzio.
Acaso sea
inevitable preguntarse si cierta búsqueda de la belleza ha de llevar aparejada,
forzosamente, una suerte de delicuescencia expresiva, cierto amaneramiento
blandengue, una inevitable razzia por los ambiguos terrenos de la cursilería,
algunos remilgos pudorosos e incluso avejentadas excursiones por los predios
del arcaísmo, a juzgar por ciertos usos expresivos que se repiten en justa
coexistencia con registros opuestos, como si la concepción de los poemas, en
los casos más destacados, obedeciera a la estructura del fotomontaje que
popularizara la dadaísta Hanna Höch en el periodo de entreguerras. Se trataría,
así pues, de una suerte de poética de la superposición de planos referenciales
y expresivos, algo así como las escamas de los peces que imitó el Guggenheim de
Bilbao. En ese juego de perspectivas que nos deparan las referencias culturales
y los registros expresivos, es obvio que Gimferrer marca algunos ejes
fundamentales de su propio mundo poético, en el que el decadentismo ocupa un
lugar muy destacado, así como la presencia dominante del simbolismo, a él
asociado. Gimferrer es un poeta visual,
lleno de imágenes que se suceden como el desmadre de un río caudaloso, pero no
deja de haber en su poesía una introspección que pretende elucidar el propio
enigma de su persona, pues que como tal se revela a la voz lírica del poeta, de
ahí, a menudo, las dislocaciones temporales que nos pueden llevar de las
puertas de Zamora, con su Vellido Dolfos ad hoc, al claustro del patio de
letras de la facultad, con sus naranjos bordes, por ejemplo. La relación con la
belleza, omnipresente en el poemario, se manifiesta con toda su intensidad en
un poema que preludia el libro siguiente: Band
of angels, a medias homenaje a la belleza pura, a medias confesión
sentimental a un amor acaso no correspondido, con esa impronta juanramoniana
del séptimo verso de mi selección:
Un jazmín invertido me contiene,
Una campana de agua, un rubí líquido
Disuelto en sombra, una aguja de aire
Y gas dormido, una piel de carnero…
(…)
Y hoy sueño para ti,
pues eres mía,
mía como lo más mío de mí mismo
(…)
Irreductiblemente, ¿cómo ves
Al que te espera, con tus ojos puros?
Supiera esto, y tú serías mía,
Y al esperarte ahora, en esta tarde
Que existe sólo porque existes ti,
La luz que confabula este poema
Incendiará nuestra soledad.
Ven hasta mí, belleza silenciosa,
Talismán de un planeta no vivido,
Imagen del ayer y del mañana
Que influye en las mareas y en os versos;
Ven hasta mí y tus labios y tus ojos
Y tus manos me salven de morir.
Está muy
cerca Gimferrer del surrealismo, pero no acaba de traspasar del todo la barrera
del sentido, por más enigmáticas que sean algunas de sus imágenes. Busca
refugio y consuelo en la belleza como, más tarde, como confesará en El agente
provocador, lo hallará en el sexo. Son conocidas, por cierto, sus declaraciones
en el sentido de que la lengua de sus poemas cambia según la lengua de sus
amantes… A veces la crítica literaria se confunde con la labor de los perros
policías, a juzgar por como olisqueamos, cuando nos ponemos a ello,
influencias, ascendencias, herencias y filogénesis, pero está claro que
Gimferrer ha sido, y continua siendo, un excelente catalizador –y la definición
en sí parece ya un inspirado verso del creacionismo: “Transformación química
motivada por sustancias que no se alteran en el curso de la reacción”– de la
mejor poesía en castellano y en catalán anteriores a él, como se desprende del
aroma lorquiano que exhala su poema El
arpa en la cueva:
(…)
Un guerrero
Trae la armadura agujereada a tiros.
En sus cuencas vacías hay abejas.
Lagartos en sus ingles. Las hormigas,
Ah, las hormigas besan por su boca.
Espadas de la luz, rayos de luna
Sobre mi frente pálida! Un instante
Velando sorprendí a vuestro reflejo
La danza de Silvano. Ágiles pies,
Muslos de plata piafante. El agua
Lavó esta huella de metal fundido.
Muy
diferente será la obra del tercer poeta aquí mencionado, Leopoldo María Panero,
pero ésta cae ya del lado de la lucidez del delirio, que son las palabras
mayores de la cuarta manía platónica.