jueves, 26 de marzo de 2015

Dos poetas sucesivos: Leopoldo Panero, el poeta del lugar; Pedro Gimferrer, el lugar de la poesía.







Por donde van las águilas, de Leopoldo Panero o el poeta perdido en los ecos y La imagen visionaria y decadente de Arde el mar, de Pedro Gimferrer.

         No hay poeta que no sea la razón y la emoción últimas de su obra. Y es difícil marcar un hiato entre su vida (o sus vidas) y sus palabras. Estas se les pegan, como la primera piel, al crisol del cuerpo donde se fraguan alientos y jadeos, deseos y desidias, arquitecturas huecas y la música enigmática del silencio donde un mundo se gesta para conquistar la mano, el signo vivo y la respiración del animal herido. La vida es una sombra que se ejerce, nos dice Leopoldo Panero, y añade: y un préstamo de alondra en la garganta;/ hasta que el nudo justo la retuerce. Y Gimferrer, cuando aún era Pedro y sobre esa piedra se construyó el superlativo de la novedad: Dicen del hombre/que no puede consigo mismo. En todo caso/no con su juventud, rosa sin número/ (…)/ …Voluntad de púrpura/sobre mis hombros, voluntad de ser/más que yo mismo, escudo de ojos tristes.
        Se trata, como se advierte, de dos poetas en sucesión; muere Panero, en 1962, y en 1966, escasos –en términos poéticos– cuatro años después, la voz de la modernidad cercana al modernismo se alza con el santo y la limosna del cetro poético que había desatendido una generación aún en ejercicio y volcada en el épico afán de la poesía social. No hay otra razón para juntar autores tan distintos que el seguro azar: Panero llega de una heredada biblioteca que se desperdiga -¡qué pocos ganaderos de los ácaros del papel vamos quedando!– y Gimferrer del descuido de un librero de viejo que lo ha colocado en el montón equivocado y accesible al parvo caudal del intelector proletario.
        He frecuentado mucho a Gimferrer y nada había leído hasta ahora de un poeta al que probablemente estigmatizó, para mi generación, una película como El desencanto, de Jaime Chávarri, y que nos descubrió, acaso sin pretenderlo, al hijo y poeta maldito, Leopoldo María Panero, de cuya muerte hoy se cumple poco más de un año, y quien quizás, por sí mismo mereciera una entrada en este Diario. Hay algo de reverencial hacia la locura en mi falta de atrevimiento. Y cuando se compara aquel rostro joven, y ya severamente castigado, con el rostro velazanettil de sus postrimerías, una orden de veda parece emerger, como si fuera una profanación entrar, por ejemplo, en el Séptimo poema de la vieja:
Mi alma, más vieja aún que mi cuerpo
Sabe mejor que una ciencia el lenguaje del rencor
El torpor de mi carne arrugada
Dice mi única verdad
Cuando, al acostarme, me duermo
Como un pedo en la oscuridad
       
Acerca de su padre, Leopoldo Panero, salí yo de la película con una opinión deformada por la falta de información: ¡cuatro contra uno y ni una miserable voz en off que ofreciera una versión distinta…! Eso es lo que la edición de la antología, Por donde van las águilas, de 1994, preparada por Andrés Trapiello, quiso contribuir a rectificar, sin duda. En ella agradece al hijo pequeño de la familia, Michi, José Moisés Santiago Panero, su generosa colaboración para hacerla posible. Ignoro el alcance que habrá tenido la distribución de la obra, pero puedo asegurar que, leído con ojos de filólogo, Leopoldo Panero adquiere una estatura poética algo mayor que la de simple “poeta del régimen”, porque, aunque lo fuera, la tradición literaria que alimenta su obra, de la que es perfecto eco,  lo redime, e incluso puede entenderse algo del fatalismo trágico que lucha con sus creencias religiosas, algo impostadas, a mi parecer, y muy lejos de la  emotividad de las de Ángel fieramente humano, de Blas de Otero, por ejemplo. Nada predisponía a un Leopoldo Panero de orientación marxista en su juventud, conocedor y admirador de las generaciones del 14 y del 27, sobre todo de Jorge Guillén, seguidor del creacionismo de Huidobro, y educado con una visión europea adquirida en sus etapas de estudiante en el extranjero; nada de todo ello, digo, llevaba a que se convirtiera en un poeta del régimen. Detenido en los inicios del Alzamiento, pudo salvarse del paseíllo gracias a las gestiones que cerca de Unamuno y de la esposa de Franco hizo su madre, prima de aquella. Tras el accidente de su hermano Juan, también poeta, sufrió una crisis religiosa e ideológica que le hicieron abrazar la causa nacionalista. Leopoldo Panero fue siempre un hombre herido, individual y socialmente. De ahí la marcada inclinación paisajística de su obra, siguiendo la estela del redescubrimiento de Castilla hecha por la Generación del 98. De ahí también su inclinación al alcohol, reconocida en su último poema: Epitafio, que podemos considerar una suerte de quintaesenciada autobiografía:
Ha muerto
Acribillado por los besos de sus hijos,
Absuelto por los ojos más dulcemente azules
Y con el corazón más tranquilo que otros días,
El poeta Leopoldo Panero,
Que nació en la ciudad de Astorga
Y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
Bebió mucho y ahora,
Vendados sus ojos,
Espera la resurrección de la carne
Aquí, bajo esta piedra.
        Últimas palabras que tuvieron terrible glosa en el poema de su hijo Glosa a un epitafio, al que pertenece este fragmento:
«amó», dijiste, autorizado por la muerte
porque sabías de ti como de una tercera persona
bebió dijiste, porque Dios estaba (Pound dixit)
en tu vaso de whiski
amo bebió, dijiste, pero ahora espera
¿espera? y en efecto la resurrección
desde un cristal inválido te avisa
que con armas nuestra muerte florece
para ti que sólo
sabías de la muerte. Aquí
¿debajo o por encima?
de esta piedra

Leopoldo Panero acaso no tenga una voz personal inconfundible, pero en la suya se confunden los ecos de autores como JRJ, Machado, Unamuno, Guillén, Gerardo Diego, Rubén Darío y tantos otros que, aun ayudándole a conseguir el tono, y aun a veces la materia, no lo convierten por ello en un simple imitador, porque se advierte que hay una vivencia íntima y profunda de las realidades que lleva a su poesía. En Canto personal (1953), creado en oposición al Canto general de Neruda (1950), poeta al que admiró de joven y al que rechaza en la madurez: (...) los equivocados señoritos/que firmamos tus Cantos Materiales; porque éramos, en flor, unos benditos, puede seguirse, en parte, la genealogía poética de Panero, porque incluye elogios a sus autores preferidos, como a Vallejo: indocristiano viejo:/tan pegado a su alma el cuero enjuto,/que era su piel irradiación de espejo;  a Machado: que nunca se encerró en ninguna torre; Rubén: Rubén, su extremo de bondad nos lega:/con su alma dialogando en lontananza.
Hay tres núcleos temáticos fundamentales en la obra de Panero: la naturaleza; Dios y la familia. En los tres escribió poemas muy logrados, aunque en todos ellos resuenen más los ecos que los propios hallazgos. Con todo, la técnica exquisita del autor favorece una lectura entregada y satisfecha, como en el estremecedor El templo vacío:
Lo mejor de mi vida es el dolor. Tú sabes
Como soy. Tú levantas esta carne que es mía.
Tú esta luz que sonrosa las alas de las aves.
Tú esta noble tristeza que llaman alegría.
Soy el huésped del tiempo; soy, Señor, caminante
Que se borra en el bosque y en la sombra tropieza.
Tapado por la nieve lenta de cada instante,
Mientras busco el camino que no acaba ni empieza.
Como otros poetas de su generación, que hallaron su sazón poética en la posguerra, y quizás por crear una temática propia, Leopoldo Panero cultiva la poesía que recala en la cotidianeidad y, a imitación de Unamuno, en la poesía familiar. La vanguardia había distorsionado lo cotidiano para alimentar las imágenes hiperbólicas y atrevidas que caracterizaban su salto mortal sin red hacia la ausencia de sentido, pero la generación del 36, a la que pertenece su íntimo amigo Luis Rosales, compañero de parrandas y de versos, reescribe su relación con lo cotidiano, con los doméstico, donde halla una notable fuente de inspiración que le permite distinguirse de las anteriores y, en cierto modo, incluso oponerse a ellas. Tal sucede con Hasta mañana:
Tras la penumbra de tu carne crece
La luz intacta de la orilla. Vuela
Una paloma sola, y pasa tenue
La luna acariciando espigas
Lejanas…
                (…)
Andando hasta mañana, dulcemente
Por esa senda pura, que, algún día
Te llevará dormida hacia la muerte.
Desde el futuro que fue, resultan más que curiosos los dos poemas que dedica a Leopoldo María: El distraído:
Su dibujo nos da, así seguro
De sí mismo, y su mano creadora
Tiende, recién del éxtasis salida;
Baña la creación su rostro puro,
Y un dibujo infantil parece ahora.
Él, que un niño será toda la vida.
Y el de título más que significativo: Introducción a la ignorancia, donde lo define como turquesa niña de tu madre, si bien nos es conocida, por la película, los muchos reproches que en ella le hizo, y el primero de todos que empezara la cadena de internamientos en psiquiátricos, de la que ya nunca se libraría en lo que le quedara de vida, y que contribuiría a forjar su biografía y su físico artaudianos:
        Para ti,
        Leopoldo María,
        Diáfano en tu mudez,
        Despertado hacia el tiempo por nosotros,
        Intensamente legre sin saberlo,
        Intensamente solo sin saberlo,
        Revelador de un Dios único,
        Sustancia de una muerte única,
        Presencia y puro vaso de agua
        De un origen profético
        Y tuyo,
        Y que lo tienes tuyo
        En dulce titilar,
        En ganancia de sombras,    
        En único tesoro de días.
        Leopoldo Panero no es una personalidad fácil ni fácilmente encasillable. Su biografía está jalonada por vivencias dramáticas y profundas que conformaron no solo una personalidad dependiente del poder de evasión del alcohol, sino, sobre todo, una manera de estar en el mundo a disgusto con todo, decepcionado por todo, prisionero de todo, como se advierte en la confesión de Con la sal de mis huesos:
He escrito y he besado y he aprendido
        Que es mejor la esperanza en sus raíces
        Que en su poblada flor.
O en Es distinto:
        Vuelves absorto,
        Como un naipe abandonado en una mesa.
        Vuelves a ser tú mismo,
        Pero de noche,
        Absolutamente de noche.
                (…)
        Y apuestas a tu naipe abandonado,
        Echas tu voluntad a lo infinito,
        Y estás solo con todo lo que quiere,
        Completamente solo.
        Conclusión que reitera en el primer verso del soneto A mis hermanas: Estamos siempre solos.
        Poesía es vecindad de la palabra con el alma, estableció el poeta. Y por ello no nos extraña que en Arte poética, en una de ellas, fuera su aspiración el silencio y su ideal el que la propia vida fuera, sin tener necesidad de decirla, la propia poesía, algo parecido, en sentido contrario, al deslumbramiento, al arrobo de añejo misticismo que le producen al poeta los meros nombres de los lugares, heredero directo del asombro noventayochista: ¡Cauce del Turienzo/cerca de Piedralba/(…)¡Tejados, Curillas,/respirada calma/de Cuevas, y al margen/Penilla y Celada!, y que compartiría con un compañero de generación como Blas de Otero. La verdadera poesía, nos viene a decir el autor es la que no requiere de otra actuación humana que no sea la vivencia callada del prodigio poético, porque es la propia naturaleza la que la escribe:
        Más que decir palabras, quisiera dar la mano
        A un niño, hundir el pecho contra la espuma viva,
        Y estar callado…
                (…)
        Más que decir palabras, navegar en un llano
        De espigas empujadas…
                (…)
        Y en vez de soñar nombres que el viento los escriba.
                (…)
        Más que juntar canciones…
                (…)
        Más que decir palabras ser su propia fragancia,
        Y estar callado, dentro del verso, estar callado…
        Como “viejo profesor” me ha llamado la atención un poema dedicado a Gerardo Diego, Ómnibus creacionista, escrito, sin embargo, a pesar del título, en alejandrinos modernistas, en el que el autor hace un elogio de la escuela como el espacio de lo maravilloso, del conocimiento, y del que escojo al azar, porque todo él está permeado de una dulce nostalgia felizmente expresada, estas estrofas al azar;  un poema en cuyo origen quizá se halle el que escribió el propio Gerardo Diego, Brindis –un prodigio de inspirada poesía de circunstancias–, cuando le dieron sus amigos literarios un banquete con motivo de su primer destino docente:
       
Una suave madeja de alegres garabatos
        Y estrellas desprendidas de la esfera armilar
        Pasan entre los triste prólogos galeatos
        Medrosas de que alguna las pueda regañar
                        (…)
        Ni una página indemne ni una línea impoluta.
        Todo yace revuelto y todo quiere hablar.
        Y en la lengua-mojada, como el hueso en la fruta
        Los nombres de delicia vuelven a resonar.
                        (…)
        Literatura, historia, latín, ciencias exactas.
        Ética preceptiva. Quién volviera a estudiar
        Las montañas azules y las nieves intactas,
        Las pálidas bahías donde es dulce remar.

        Pedro Gimferrer, pues así se presentaba ante los lectores españoles el ganador del Premio Nacional de Poesía, 1966 con Arde el mar, antes de fijar su nombre literario (y propio) en el actual Pere, quizás tras la aparición, en 1970 de su primer libro de poesía en catalán, Els miralls, no es un autor que necesite ninguna presentación especial, si bien me temo que su prestigio literario –en Cataluña siempre se ha especulado (propiamente deseado) con que podría ser el primer Nobel catalán– no esté al nivel del número de lectores reales de su obra, algo no infrecuente en nuestro mundo literario. Las cifras de ventas de ciertos autores son un secreto mayor que el de las cuentas en paraísos fiscales de no pocos rapiñadores del erario público y/o defraudadores del fisco. En cualquier caso, Pere Gimferrer es un autor muy digno de ser leído, tanto en castellano, es el caso de Arde el mar, en el que ahora entraremos, como en catalán, cuyos Dietaris son un prodigio estilístico de excepcional valor, al igual que su ¿novela? Fortuny, que deriva directamente de ellos. A su manera, Gimferrer es un autor que demuestra lo arbitrario y absurdo de las fronteras que quieren erigirse en el seno de la cultura catalana, que se manifiesta, con igual capacidad creadora y excelentes obras tanto en una como en otra de sus dos lenguas de creación, el catalán y el castellano. Puristas y exclusivistas los hay en todos lados, pero la realidad acaba arrumbándolos.
        Arde el mar es un poemario breve en el que se manifiestan los principales rasgos temáticos y estilísticos de Pere Gimferrer, los mismos que lo convertirían en un paradigma de la novísima poesía española solo dos años más tarde con La muerte en Beverly Hills (1968). Salir de Leopoldo Panero y entrar en Pere Gimferrer equivale a salir del lugar, como titulábamos esta indagación, y entrar en la historia de la cultura, porque del mundo referencial de la naturaleza que predomina en la poesía de Panero pasamos al de la cultura que domina en Gimferrer. Si escarbamos en ambos poemarios podemos apreciar que ciertos fenómenos, como el de la soledad, por ejemplo, constituyen ejes básicos que, en mayor o menor medida, pertenecen a la historia del género e incluso al repertorio de las motivaciones que empujan a los poetas a ña creación. Si Panero es un hombre destrozado por la vivencia dramática de su propia vida; Gimferrer es un hombre sorprendido por la soledad de su excepcionalidad lírica, como nos aclara en Himno:
        Cristal, mercurio, tarde: ¡cómo pesa
        En mis hombros el cobre incandescente
De la fruta en sazón. Dicen del hombre
        Que no puede consigo. En todo caso
        No con su juventud, rosa sin número.
                        (…)
        (…) Voluntad de púrpura
        Sobre mis hombros, voluntad de ser
        Más que yo mismo, escudo de ojos tristes.
        Oh voluntad de estío en llamas. Muerte,
        Sobre la mies soy tuyo.
        Hay, en Arde el mar, una conciencia de sí, una dimensión cuajada de eternidad poética, un saberse seguro eslabón del género, que sorprende la madurez de un libro así en un joven de 22 años que rezuma cultura por cada una de las costuras de sus poemas de imágenes visionarias, deudoras del inmenso poeta a quien dedica el libro, Vicente Aleixandre. De ahí que, tan cercana aún la adolescencia, se despache a gusto contra ella y el desorden implícito de los instintos, con los que el poeta siempre se ha sentido en conflicto, como en Cuchillos en Abril:
        Odio a los adolescentes.
        Es fácil tenerles piedad.
        Hay un clavel que se hiela en sus dientes
        Y como nos miran al llorar.
        Pero yo voy mucho más lejos.
        En su mirada un jardín distingo.
        La luz escupe en los azulejos
        El arpa rota del instinto.
        Violentamente me acorrala
        Esta pasión de soledad
        Que los jóvenes cuerpos tala
        Y quema luego en un solo haz.
        ¿Habré de ser, pues, como éstos?
        (La vida se detiene aquí.)
        Llamea un sauce en el silencio.
        Valía la pena ser feliz.
        Sin duda debe de ser un lugar común decir que en la poesía de Gimferrer se dan cita influencias que él mismo declara en las dedicatorias de algunos poemas: Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, Octavio Paz, José Luis Cano…, pero hay otras, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Lorca, D’Annunzio, Hölderlin, el patético Oscar Wilde apuntado en Pequeño y triste petirrojoOscar Wilde llevaba/una gardenia en el pico./Color gris, color malva en las piedras y el rostro,/más azul pedernal en los ojos, más hiedra/en las uñas patricias, ebonitas en las ingles de los faunos que aparecen como materia poética propia. A ese respecto es bien curiosa la febril profesión de fe d’annunziana vertida con unción en el retrato que de él hace Gimferrer en Sombras en el Vittoriale y que se compadece con su predilección por los autores decadentistas. Lo crepuscular –la Muerte presidirá su siguiente poemario…– tiñe constantemente de cárdena luz los versos de Gimferrer, distorsionando, muy frecuentemente, la percepción y abocando al poeta no solo a la imagen visionaria, sino incluso a la percepción caótica o extravagante. No ocurre tal cosa en el retrato de D’Annunzio, donde el poeta discurre por la admiración a su poeta de la mano de Rubén Darío, rescatándolo de la descalificación marxista por su inequívoca simpatía hacia el fascismo del que fue indudable precursor, por más impulso estético que lo cobijara y que incluso le forzara a buscar el alto sonoro y significativo nom de plume con que huir, espantado, como Juan Ramón Jiménez de su segundo, Mantecón, del  Gaetano Rapagnetta con que nació:
        Tenía el rostro claro de un poeta, la frente
        Tensa de Alcides, la mira fúlgida  
        Y triste de Proteo, el arpa herida
        De la espalda o venablo, el tambor escarlata
        De la sangre en las sienes.
                (…)
        Menos aún, el búfalo demagógico
        Que hoy hoza en la memoria de un ayer y su poeta.
                                                       Pronto, pronto,
        Cuando pase el tiempo de humareda y de pecado
        Y pueda el hombre libre sentir libre en el día
        La luz, el sol, los árboles,
        A la hora más quieta
        En que ascienden las brumas sobre el lago de Garda
        Habrá un cuerno de caza desgarrando el silencio
        Como un amor o una lágrima caída
        Por Gabriele D’Annunzio, por Gabriele D’Annunzio.
        Acaso sea inevitable preguntarse si cierta búsqueda de la belleza ha de llevar aparejada, forzosamente, una suerte de delicuescencia expresiva, cierto amaneramiento blandengue, una inevitable razzia por los ambiguos terrenos de la cursilería, algunos remilgos pudorosos e incluso avejentadas excursiones por los predios del arcaísmo, a juzgar por ciertos usos expresivos que se repiten en justa coexistencia con registros opuestos, como si la concepción de los poemas, en los casos más destacados, obedeciera a la estructura del fotomontaje que popularizara la dadaísta Hanna Höch en el periodo de entreguerras. Se trataría, así pues, de una suerte de poética de la superposición de planos referenciales y expresivos, algo así como las escamas de los peces que imitó el Guggenheim de Bilbao. En ese juego de perspectivas que nos deparan las referencias culturales y los registros expresivos, es obvio que Gimferrer marca algunos ejes fundamentales de su propio mundo poético, en el que el decadentismo ocupa un lugar muy destacado, así como la presencia dominante del simbolismo, a él asociado.  Gimferrer es un poeta visual, lleno de imágenes que se suceden como el desmadre de un río caudaloso, pero no deja de haber en su poesía una introspección que pretende elucidar el propio enigma de su persona, pues que como tal se revela a la voz lírica del poeta, de ahí, a menudo, las dislocaciones temporales que nos pueden llevar de las puertas de Zamora, con su Vellido Dolfos ad hoc, al claustro del patio de letras de la facultad, con sus naranjos bordes, por ejemplo. La relación con la belleza, omnipresente en el poemario, se manifiesta con toda su intensidad en un poema que preludia el libro siguiente: Band of angels, a medias homenaje a la belleza pura, a medias confesión sentimental a un amor acaso no correspondido, con esa impronta juanramoniana del séptimo verso de mi selección:
        Un jazmín invertido me contiene,
        Una campana de agua, un rubí líquido
        Disuelto en sombra, una aguja de aire
        Y gas dormido, una piel de carnero…
                        (…)
        Y hoy sueño para ti,
                                       pues eres mía,
        mía como lo más mío de mí mismo
                        (…)
        Irreductiblemente, ¿cómo ves
        Al que te espera, con tus ojos puros?
        Supiera esto, y tú serías mía,
        Y al esperarte ahora, en esta tarde
        Que existe sólo porque existes ti,
        La luz que confabula este poema
        Incendiará nuestra soledad.
        Ven hasta mí, belleza silenciosa,
        Talismán de un planeta no vivido,
        Imagen del ayer y del mañana
        Que influye en las mareas y en os versos;
        Ven hasta mí y tus labios y tus ojos      
        Y tus manos me salven de morir.
        Está muy cerca Gimferrer del surrealismo, pero no acaba de traspasar del todo la barrera del sentido, por más enigmáticas que sean algunas de sus imágenes. Busca refugio y consuelo en la belleza como, más tarde, como confesará en El agente provocador, lo hallará en el sexo. Son conocidas, por cierto, sus declaraciones en el sentido de que la lengua de sus poemas cambia según la lengua de sus amantes… A veces la crítica literaria se confunde con la labor de los perros policías, a juzgar por como olisqueamos, cuando nos ponemos a ello, influencias, ascendencias, herencias y filogénesis, pero está claro que Gimferrer ha sido, y continua siendo, un excelente catalizador –y la definición en sí parece ya un inspirado verso del creacionismo: “Transformación química motivada por sustancias que no se alteran en el curso de la reacción”– de la mejor poesía en castellano y en catalán anteriores a él, como se desprende del aroma lorquiano que exhala su poema El arpa en la cueva:
                               (…) Un guerrero
        Trae la armadura agujereada a tiros.
        En sus cuencas vacías hay abejas.
        Lagartos en sus ingles. Las hormigas,
        Ah, las hormigas besan por su boca.
        Espadas de la luz, rayos de luna
        Sobre mi frente pálida! Un instante
        Velando sorprendí a vuestro reflejo
        La danza de Silvano. Ágiles pies,
        Muslos de plata piafante. El agua
        Lavó esta huella de metal fundido.
       

        Muy diferente será la obra del tercer poeta aquí mencionado, Leopoldo María Panero, pero ésta cae ya del lado de la lucidez del delirio, que son las palabras mayores de la cuarta manía platónica.

miércoles, 18 de marzo de 2015

El aleccionador testimonio autobiográfico de un filósofo: Karl Löwith.


                           
Karl Löwith con el musicólogo Heinrich Besseler


Karl Löwith: Mi vida en Alemania antes y después de 1933: Cuando las exploraciones filosóficas chocan de frente con la contundente realidad todopoderosa.


A Miguel Horth Rojas sin cuyo trabajo de grado en Humanidades sobre Karl Löwith: La relación entre naturaleza e historia, que leí con entusiasmo, ni hubiera conocido al autor ni hubiera leído su lúcido testimonio autobiográfico. 


        La verdad es que a estas alturas de siglo casi parece cosa de maravilla que un joven de 24 años se gradúe en Humanidades con un trabajo de filosofía sobre un autor considerado “menor”, un discípulo de Heidegger, autor éste de quien acabó distanciado, entre otra cosas, por la decidida participación del autor de Ser y tiempo en el movimiento nacionalsocialista y la condición de judío represaliado de Löwith. Que la filosofía aún sea capaz de estimular a los jóvenes, independientemente de los magros horizontes de supervivencia económica que puede ofrecer, para que le dediquen sus mejores esfuerzos intelectuales, en edad tan dada a la dispersión y a la seducción de infinitos reclamos vulgares, me conmueve y me reconforta. Agradezco sobremanera no sólo que me permitiera leer el trabajo, sino también que pudiéramos comentarlo y que me iluminará en tantos aspectos que, dada la índole perversa y caprichosa de mis lecturas, desconocía, no solo del autor, que era nuevo para mí, sino también de algunos más conocidos, como Heidegger, Nietzsche, Hegel y Burckhardt, entre otros. Que haya tenido, además, la santa paciencia de centrarse en un aspecto tan específico como el de la relación entre naturaleza e historia, aún ensancha más mi admiración y mi reconocimiento, porque no ignoro lo vicioso que es el entendimiento cuando se entra en la obra de un filósofo. Su madre, Ana Rojas, que en paz descanse, muy querida amiga, compañera de profesión y lúcida intelectora, estará a reventar de satisfacción por esta humilde hazaña de su hijo.
 Karl Löwith es el perfecto intelectual, el scholar, en la más antigua tradición medieval, dispuesto a ir a estudiar con quien pudiera aprender, como hizo con Husserl, primero, y luego con Heidegger, una persona desinteresada de todo cuanto no fueran sus estudios y las teorías en las que centraba todos sus esfuerzos intelectuales, para temor de sus padres hasta que logró un puesto de profesor en la universidad. Leyó su trabajo de licenciatura sobre Nietzsche en 1923 y más tarde llegó a escribir un libro sobre él, en 1935. No es de extrañar si tenemos en cuenta lo que dicen en el testimonio: Ya leíamos el Zaratustra en el pupitre del colegio, preferentemente durante la clase de religión protestante, un filósofo que es y será, para Löwitz, el compendio de la sinrazón alemana o del espíritu alemán, por más que Nietzsche se considerase, precisamente, el fustigador número uno de ese espíritu, hsta el punto de reivindicar el origen polaco de sus antepasados y, por ende, de él mismo. De su devoción al verdadero filósofo en quien culminó una línea filosófica que se inició con Hegel queda huella indeleble en el excelente libro de divulgación titulado, precisamente, De Hegel a Nietzcshe, casi de obligada lectura. De ella me he quedado con la imagen de un Schelling anciano teniendo por estudiantes de sus lecciones magistrales a estudiantes tan diversos como Kierkegaard, Bakunin, Engels o Burckhardt. Desde la óptica naturalista de Schelling y la subjetiva de Fichte, Löwith traza la línea genealógica de la filosofía alemana con una claridad y amenidad que nos permite comprender ese viaje desde la esencia hasta la existencia, desde el espíritu hasta la historia: La idea tal como la entendía Hegel no podía expresar ningún ‘proceso natural’, sino un proceso del espíritu. Por eso Hegel no concebía la razón de la naturaleza que, para él, era impotente –mientras que Goethe la consideraba omnipotente–, sino la razón de la historia. Goethe, su contemporáneo, hablaba, sin embargo, de que ‘el enfermo de dialéctica’ podría recuperar la salud mediante el estudio probo de la naturaleza, pues ésta es siempre y eternamente verdadera y no permite semejante enfermedad. Una reacción parecida a la de Feuerbach cuando habla del teólogo Heinrich Paulus, con quien estudió, y su ‘expectoración de una sagacidad fracasada’: una telaraña de sofismas y un instrumento de tortura, mediante el cual las palabras se maltrataban hasta llegar a confesar algo que jamás habían significado.”
Este testimonio autobiográfico de Löwith se nos ofrece como un documento de altísimo valor para entender los entresijos de la vida académica alemana en el periodo de1923 a 1940, crucial para Alemania y no menos para el mundo. A través de la descripción de Löwith asistimos a la aceptación acrítica del ideal nacionalista y racista por parte de quienes deberían haberse opuesto a esa barbarie desde sus cátedras. No se trata de la primera tentativa autobiográfica del autor, pues ya escribió otra, centrada en su adolescencia: Fiala, la historia de una tentación, que, Hasta donde he podido investigar, permanece inédita entre los papeles de su legado. Es evidente que la tentación es la del conocimiento y que esa autobiografía está escrita en clave de bildungsroman. Se agradecería una edición, ni que fuera digital. Esa tentación sería la que Max Weber definiría para él, años después, en una conferencia a la que asistió en una librería de Münich y que se titulaba: La ciencia como vocación. Forma parte, con La política como vocación, del libro que se tituló El político y el científico y parece plausible que Löwith asistiera a ambas, a juzgar por el convencimiento expresado en su testimonio de que el magisterio de Weber hubiera sido el único capaz de abortar la adhesión generalizada de la inteletualidad alemana a las aberraciones del nacionalsocialismo.
        Löwith participó, como tantos judíos de los conocidos como asimilados, en muchos casos con nulos vínculos con la comunidad judía de sus localidades, en la Primera Guerra Mundial, donde resultó herido y hecho prisionero en un largo cautiverio en Finalmarina, donde solo logró entenderse, en parte, en latín con el sacerdote. Le quedó, sin embargo una admiración casi incondicional por el país, Italia, y por el talante del italiano. De hecho, se exilió en Italia hasta que las leyes raciales del fascismo le obligaron a emigrar a Japón, desde donde pasaría, finalmente, a Norteamérica, punto de llega de muchos de sus colegas judíos, como Leo Strauss, por ejemplo, de quien Gregorio Luri ha escrito una biografía intelectual “desfacedora de entuertos” interesantísima. Es muy ilustrativo el cotejo que establece entre el alemán y el italiano: El alemán es pedante e intolerante, pues siempre asume todo como un principio, separándolo de la persona. (…) a la “gentilezza” de los italianos se contrapone la eficacia antipática del alemán, que se granjea el respeto, pero no la amistad. (…) Para el italiano medio, el lema fascista “Credere, obbedire, combattere” es una sentencia retórica que pasa por alto sonriendo, mientras que para el alemán la sentencia de Hitler: “mi voluntad es vuestro credo” es un dictamen que tiene profundidad y requiere compromiso, compromiso que con la ayuda de los intelectuales germanistas se traduce en “adhesión, fidelidad y heroísmo”. (…) Puede que los italianos no merezcan confianza y parezcan desleales, pero siempre son ellos mismos, mientras que los alemanes siempre representan algo, una posición, un título, una cosmovisión o lo que sea.
        Entre las muchas reflexiones de interés que salpican el libro, quizás se lleve la palma el análisis del proceso de “rendición” académica a las tesis hitlerianas y la descripción de una realidad social vista desde la perspectiva de quien fue marginado por el sistema, de un “apestado” a quien su condición de judío le prohibía el ejercicio de la profesión e incluso el desarrollo de su vida normal en el país, razón por la cual hubo de exiliarse, primero a Italia, luego a Japón y, finalmente, a Norteamérica.  Sorprende que, desde el apoliticismo de su práctica académica, exigido por Weber como una condición del magisterio, tardara tanto en darse cuenta del alcance exacto de la locura nacionalsocialista: No podía interesarme por la lucha de los partidos políticos, pues desde la izquierda hasta la derecha todos litigaban por cosas que no me incumbían y que solo significaban obstáculos a mi desarrollo. Una especie de justificación a mi postura llegó con la publicación, en 1918, del libro de Thomas Mann Consideraciones de un apolítico. Recordemos, sin embargo, que, más tarde, Mann también hubo de exiliarse y que abandonó su apoliticismo para luchar decididamente contra el régimen nazi. Pero esa típica actitud del intelectual antiactual volcado en la vocación atemporal de su disciplina, no le impidió a Löwith comprobar, horrorizado, a qué niveles de degradación llegarían incluso personas como Heidegger, por quien él sentía un respeto infinito. Como bien advirtió, el “espíritu” del nacionalsocialismo no tiene tanto que ver con lo nacional o con lo social como con aquella determinación radical y aquella dinámica que reniegan de toda discusión y entendimiento, porque sólo confían en sí misma –el propio poder ser (alemán). Son casi siempre expresiones de violencia las que determinan el vocabulario de la política nacional-socialista y el de la filosofía de Heidegger. Un Heidegger a quien se retrata como solícito pastor nazi conduciendo a su rebaño: Heidegger hizo desfilar a los estudiantes de Friburgo hasta la mesa electoral para que depositaran en bloque su voto positivo a la determinación de Hitler. (…) Estas elecciones no tendrán parangón con ningún otro proceso electoral –afirmó el filósofo metido a agitador político–. La especificidad de estas elecciones radica en la sencilla magnitud de la decisión que implican. La inexorabilidad de su sencillez y fin no permiten ninguna vacilación ni titubeo. Esta última decisión nos lleva al límite último de la existencia (Dasein) de nuestro pueblo, y ¿cuál e este límite? El límite está en la exigencia radical de toda existencia que mantiene y salvo su propio honor, y por la cual el pueblo conserva su dignidad y la firmeza de su carácter.(…) Hay solo una sola voluntad para el ser (Dasein) pleno del Estado. El Führer ha despertado esa voluntad en el pueblo y lo ha fundido en un único propósito. ¡Nadie puede permanecer alejado el día en que estamos llamados  demostrar esa voluntad! Una actitud que entronca con su propia doctrina del Dasein, como nos sintetiza Löwith: La definición filosófica de la “existencia” (Dasein) como un factum brutum que “es y debe ser” (Ser y tiempo, pág. 29), una existencia severa y enérgica, desprovista totalmente de belleza y amabilidad, se corresponde exactamente con el “realismo heroico” de los rostros alemanes creados por el nacionalsocialismo tal y como nos miran desde las fotografías de las revistas. A partir de ahí no es difícil imaginar las intolerables aberraciones que hubo de contemplar un filósofo inerme ante el suicida desfile hacia el despeñadero de la irracionalidad de sus colegas y de sus alumnos. Un aplicado estudiante que hizo suya la humilde posición de Husserl ante el saber, como nos lo describe al hablar de su enseñanza:  En los ejercicios del seminario nos obligó a prescindir de las grandes palabras, a examinar cada concepto en cada uno de los fenómenos en que aparecía, y a responder a sus preguntas “en monedas pequeñas” en vez de en billetes grandes. Era un “escrupuloso intelectual”, tal como escribe Nietzsche en  el Zarathustra. Nada que ver, pues, con la ampulosidad pretenciosa y pomposa de las apelaciones hitlerianas al sano espíritu de la germanidad, de las que Heidegger se hizo portavoz.  Como le confirmó su buen amigo, el musicólogo Heinrich Besseler, con quien comparte la portada del libro, incluso la educación más refinada no puede preservarse de los desvaríos cuando la inteligencia se rinde ante la sangre y la tierra. (…) Puesto que las tácticas y decisiones políticas –me escribió en 1932– se forman en gran medida en el “inconsciente” no hemos de sorprendernos que personas sin prejuicios y juiciosas se vuelvan asombrosamente ilógicas y cortas de entendimiento en cuanto se habla de política (…) Añadía que, naturalmente, no podía descartarse que con tanto cambio “no se rompiera la porcelana”* (empleando el dicho popular alemán que así llama a los judíos.) Dejo para el final la consignación de las llamadas “leyes de vida del estudiante alemán” por las que estos habían de regirse por el bien de la patria una espeluznante letanía de disparates que, sin embargo, tienen la virtud de no pasar nunca de moda, a juzgar por las diversas reediciones históricas del original:
1.Estudiante alemán, no es necesario que vivas, pero sí que cumplas con tu deber hacia tu pueblo. Lo que hayas de ser, que lo seas como alemán.
2.La honra es la ley primordial y la mayor dignidad para el hombre alemán. La herida en la honra sólo puede lavarse con sangre. La fidelidad a tu pueblo y a ti mismo es tu honra.
3.El ser alemán significa tener carácter. Has sido llamado para adquirir en el combate la libertad del espíritu alemán. Busca las verdades que están disponibles en tu pueblo.
4.En la servidumbre hay más libertad de la que hay en un puesto de mando. De tu creencia, tu entusiasmo y tu voluntad combativa depende el futuro de Alemania.
5.Para ser nacionalsocialista hay que nacer tal, pero más aún, es menester ser educado en ello y, aún más que nada, debe uno mismo educarse.
6.Subordinación y disciplina son las bases imprescindibles de la comunidad y el principio de toda educación.
        Que habría de ponerse en relación con los manifiestos que circulaban por las universidades entonces, como el presente Manifiesto general de los estudiantes alemanes Contra el espíritu antialemán:
5. El judío solo puede pensar de forma judía, cuando escribe en alemán miente.
7. Deseamos respetar al judío como a un extranjero y tomarnos en serio la nacionalidad, por eso exigimos de la censura que las obras judías se editen en hebreo. Si sus obras se publican en alemán tiene que ser bajo el epígrafe de traducción. (…) El idioma alemán solo estará a disposición de los alemanes.
 11.Exigimos la selección de profesores y estudiantes que asegure su intelecto alemán.
        Este documento, de tanto interés para el estudio de uno de los periodos fundamentales de la historia, la República de Weimar, de cuyo análisis ponderado tantas enseñanzas se extraen para entender el fenómeno de los nacionalismos, vegetaba entre los papeles del escritor hasta que su viuda, a requerimiento de algunos amigos a quienes les franqueó el acceso a los mismos, fue convencida de la pertinencia de su publicación. No podemos por menos que estarles agradecidos.



*Muy curiosa, en efecto, la explicación del sobrenombre porcelana adjudicado a los judíos. He aquí el resultado de la discreta investigación que la traductora o el editor deberían haber llevado a cabo para poner la pertinente nota a pie de página:  Judenporzellan o “porcelana de los judíos” –nos explica Xavier Casalsuna especie de impuesto que en virtud de un decreto de 1769 los hebreos de Berlín tenían que pagar por ley siempre que necesitaban un certificado oficial, ya sea de matrimonio, de defunción o para fundar un negocio. Se trataba de adquirir porcelana por un valor de entre 300 y 500 táleros, lo que por entonces equivalía al salario de varios años de un operario medio. Así llegaron a producirse unas 1400 ventas forzosas por un valor de 280.000 táleros. Con esta singular medida, sin parangón en otros Estados, Federico el Grande pretendía impulsar su juguete particular, la Real Manufactura de Porcelana (KPM) que él había fundado y cuya marca de fábrica era precisamente un cetro real en color “azul de Prusia”. Se trataba de derrotar a su gran competidor, la prestigiosa porcelana sajona de Meissen, cuyo emblema son dos espadas cruzadas.

P.S. No quiero dejar de señalar el descuido ortográfico y estilístico de la presente traducción, que hubiera requerido un trabajo de edición bastante más cuidado. Sobre todo cuando en el mercado hay excelentes profesionales dedicados a dicho oficio, aún, como he podido comprobar, más que necesario.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Memento Mori… El Artista ante su desaparición (no deseada).


                       


Variación no envarada… sobre lo ineluctable.


         Ignoro cuándo se me enquistó el pensamiento que, desde entonces, actúa en mí como un agente corrosivo, y a veces corrisivo, a juzgar por el humor negro desde el que me veo contemplando supuestos de tan sólita como frágil naturaleza. Nadie sabe el día ni la hora, cierto es; pero ¿a quién no se le amontonan desapariciones ajenas o cercanos y traumáticos procesos de degeneración física de un tiempo a esta parte? Descubrir lo siempre sabido no necesariamente es dar de bruces con el Mediterráneo, porque siempre hay matices nuevos e insólitas perspectivas en el choque con el mar de nuestro tiempo tasado.
 El Artista, por ejemplo, puede llegar a angustiarse por algo nada insignificante como en mitad de la lectura de qué libro se le ocurrirá a Átropos cortar la hebra de su vida, tejida pacientemente por Clotos y cuya longitud Láquesis estableció con criterios inapelables. El Artista mira los estantes de las obras no leídas y comienza a despreciar posibilidades: ¡sobre todo que no le sorprenda a mitad de Los episodios Nacionales o de En busca del tiempo perdido!, permanentemente en el salón de las lecturas perdidas; y menos aún enfrascado en alguna lectura extravagante como los Estudios sobre semántica de Gottlob Frege, siempre postergada, pero siempre ocupando el espacio del absurdo compromiso en la gaveta superior de su mesa de trabajo. Para ese supuesto de la incompletitud lectora, lo mejor sería excluir cualquier novedad y reducirse, radicalmente, a la relectura, y tener siempre a mano la única lectura de cabecera: los Ensayos de Montaigne, cuya voz confidencial le parece al Artista la suya propia, de ahí el lugar de privilegio: el único libro en la mesilla de noche, junto a la lectura en curso que comparte fugazmente el protagonismo, y algunas veces con tanta solidez como la del propio Montaigne, como el actual Libro de los pasajes de Benjamin, recorrido hasta ahora con delicada morosidad y, desde esta entrada, con inmediata avidez…
Mayor incomodidad aún siente, el Artista, cuando piensa en cuál será la obra durante la escritura de la cual  le sorprenderá el tajo de la guadaña para quedar incompleta por los siglos de los siglos, sin ese consolador punto final que a veces pone el cansancio, otras la vanidad y, la mayoría de las veces, la ineptitud. ¿Será un verso, un aforismo, la sinopsis de un proyecto, una cruel mimismografía, una escena teatral, una crítica de cine, una entrada en el blog, como esta torpe variación, un correo electrónico, una carta…? Algo tengo la seguridad de que será imposible: que sea la lista de la compra, pues jamás he escrito ninguna… En cualquier caso, sea lo que fuere, formará parte del viejo libro de los esbozos y del más antiguo aún de los títulos, para darle cumplida entidad a los cuales ni veinte vidas serían tiempo suficiente…
No suelo meditar, sin embargo, ni sobre el cómo ni sobre el cuándo de la inevitable desaparición. El vitalismo unamuniano que me empuja me lo impide; la voluntad de ser que me urge, me lo veda; el deseo de percibir que me espolea, me lo prohíbe. Y me da exactamente igual. Cuando despedí a mi padre, mis propios hijos se despidieron, emocionados, de mí, tras haberme oído leer en el funeral algunas de las Coplas de Manrique dedicadas, injustamente, a uno de los dos responsables de mis días. Curioso funeral en vida fue, a fe, casi en diferido, me atrevería a decir si la irracionalidad política no hubiera deslustrado el concepto. Me alegra haberlo podido vivir. Me doy por cumplido.  La meditación de las postrimerías la asocio con el fulgor, con lo subitáneo, con el tradicional “envía tu rayo hasta la muerte” del abracadabra del birlibirloque, un auténtico prodigio sacado de la chistera de la consumación, de la finitud. Sí y no me pillará por sorpresa el corte de la tijera. Suelo acogerme a la bondad científica con que he contemplado siempre, dada mi afición singular a los procesos degenerativos, tan vitales como la potencia y el apogeo, el desarrollo de las enfermedades y la adaptación inevitable a las limitaciones biológicas. Hay, se comparta o no, un narcisismo del deterioro, que yo ejerzo con plena consciencia: soy notario fidedigno de mi propia devastación, y levanto acta tan escrupulosa como apasionada de las mutaciones constantes de mi organismo. Sin complacencia. Con esa bondad y caridad científicas propias del Dr. Jeckyll. Y, a pesar de todo, no hay en ello ni una brizna de literatura. A día de hoy sé que estoy curado de espanto y que mi desaparición tendrá, en el momento en que se produzca, algo de don excepcional, de último regalo generoso del proceso vital que sigo viviendo con absoluta pasión desde que decidí escoger la vida frente a la muerte que imponía la huésped ingrata de la desesperación adolescente. Nadie sabe, decía al principio, ni el día ni la hora. Y mentí, artificiosamente, porque he querido rendir homenaje con esta variación no envarada a la emocionante lección de Ars moriendi que hace pocas semanas ha dictado una persona tan excepcional como Oliver Sacks con motivo del conocimiento más que aproximado de su día y de su hora, un prodigio de llaneza y emotividad que no deja indiferente al lector: No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores. Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.




viernes, 6 de marzo de 2015

A propósito de Berdiáyev: Un paseo por el existencialismo cristiano crítico.



                                   

Nikolái Aleksándrovich Berdiáyev: Una Nueva Edad Media (1924): Excelente diagnóstico; mística propuesta teocrática.

Hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, Europa fue, desde la entrada en el siglo XX un hervidero de filosofías, teorías, pensamientos, doctrinas, ideologías, psicologías, corrientes artísticas y descubrimientos científicos, entre otras manifestaciones de la creatividad humana,  que, en su conjunto, imponen un severo respeto a quien pretenda navegar en ese mar proceloso de la razón, de la irracionalidad y del arte con la intención de levantar una carta de marear que permita no sentirse absolutamente perdido.
Viene este inicio a cuenta de una relectura que acabo de hacer de un librito casi olvidado, Una nueva Edad Media, de Nicolás Berdiaeff –editado en 1932, cuando se traducían los nombres rusos en los títulos, pero escrito en 1924–, si no olvidado completamente, porque sus doctrinas poco predicamento pueden alcanzar en nuestros días, fuera de círculos cercanos a lo que ni sé si aún se denomina, impropiamente, “democracia cristiana”, porque ignoro si “lo cristiano” aún vende políticamente, como para atraer votantes con ese reclamo, en estos tiempos eminentemente materialistas y poco dados a cualquier trascendencia. “Inspiración cristiana” sí que muchos la exhiben en sus credenciales, partidos socialistas incluidos: “humanismo cristiano”, suelen decir, exactamente, sin concretar demasiado en qué consiste, más allá del decálogo mosaico y algunas citas evangélicas –nunca la de “no haber venido a traer la paz, sino la espada”, claro…–.
La figura de Berdiáyev, con su vehemencia individualista y religiosa nos permite acercarnos a una sensibilidad rusa muy curiosa, porque, sin ser enemigo de la revolución soviética en sus inicios, acabó siendo expulsado de Rusia junto a otros 160 intelectuales en lo que se conoció como el “barco filosófico”, si bien con anterioridad, en 1913 fue desterrado a Siberia de por vida por el zar debido a sus críticas a la Iglesia ortodoxa, castigo del que fue liberado gracias a la Revolución, que no tardaría en deshacerse de él…
Su pensamiento está supeditado a sus fortísimas creencias religiosas, una vivencia propia de una visión existencial del cristianismo que aparece en no pocos pensadores y literatos rusos, siendo el máximo representante de todos ellos Soloviov, autor de un diálogo esotérico llamado Sophía y reafirmador  del cosmismo ruso creado por Nikolái Fiodorov. Se trata de un conjunto de creencias, supersticiones, intuiciones y mixtificaciones que, sin embargo, obtuvieron un enorme crédito en Rusia. La teoría básica de aquellas doctrinas, defendida también por Berdiáyev es la de que la persona forma parte de una unidad superior gobernada por Dios, que es el destino espiritual último de aquella y su razón de ser en el mundo, de habitarlo. Cualquier proyecto humano, así pues, ha de coincidir con el plan divino, hacerse uno con él, pues solo de lo divino recibe lo humano su sentido.
Este libro, sin embargo, más político que religioso, pero sin dejar de ser poderosamente ideológico, nos permitirá leer un diagnóstico de la Europa de su tiempo sorprendentemente cercano a muchos de los postulados políticos más recientes. Pasearse por los textos de aquellos con quienes no se comparte la naturaleza última de sus postulados filosóficos es siempre estimulante, porque ello permite, de verdad, un auténtico contraste de ideas y, a través de este, un afinamiento crítico de las propias posiciones.
En nuestros días, en que la mixtificación ha convertido la política en un bien de consumo y la ideología en el pálido recuerdo de épocas lejanas, como ésta del propio Berdiáyev, es necesario que escojamos entre el grano y la paja, para saber a qué atenernos. Recientemente, a modo de grosero ejemplo, la activista Ada Colau, partidaria Sí-Sí de la secesión de Cataluña, reivindicaba, como herencia política, la figura del anarquista Puig Antich, cuyos presupuestos ideológicos –nunca demasiado claros, pues él lo que quería era ser “hombre de acción”– pueden considerarse en las antípodas de las de la activista emergente, pero se da la banal circunstancia de que la señora Colau nació el mismo año en que Antich fue asesinado por el régimen franquista, y de ahí ya emerge incluso una posición ideológica, nada menos. Este tipo de empanadillas mentales, producto de la inequívoca falta de rigor con que solemos adentrarnos en las disciplinas académicas e incluso en el ámbito relajado del supuesto “dominio común” explica a la perfección la desorientación, las supercherías, los fraudes y el desconcierto de nuestra sociedad y de los aspirantes a representantes políticos que pululan en ella.
         Berdiáyev, en cuatro ensayos íntimamente ligados: El fin del Renacimiento; La nueva Edad Media; Reflexiones sobre la revolución rusa y La democracia, el socialismo y la teocracia, nos ofrece una visión muy sui géneris de un momento crucial en la historia de Europa, el periodo de entreguerras, cuando se ha salido de una atrocidad y se está a punto de entrar en otra que superaría a la anterior y de la cual la Europa actual es la heredera escarmentada. No entraré en detalle en cada uno de los capítulos, sino que me limitaré a señalar aquellos juicios que, sin duda, le serán familiares al intelector contemporáneo.
Comencemos por la sensación que tiene Berdiáyev, en 1924, de asistir a algo así como a lo que Fukuyama llamó recientemente “el fin de la historia”, teniendo en cuenta su experiencia rusa, reprimido tanto por el antiguo régimen como por el nuevo, en un periodo de gestación y consolidación de los fascismos y tras haber salido malherido el continente de la Primera Guerra Mundial: Penetramos en el reino de lo desconocido y de lo no vivido, y lo hacemos sin júbilo, sin radiante esperanza. El porvenir es sombrío. Ya no podemos creer en las teorías del progreso que sedujeron al siglo XIX, y según las cuales el próximo porvenir debe ser cada vez mejor, más bello, más amable que el pasado que se aleja. Hay algo de visionario en este pensador cristiano cuyos planteamientos forman parte del pensamiento crítico de nuestros días: Se aproxima el tiempo en que se planteará para todos la cuestión de si el progreso fue un “progreso” o si, por el contrario, ha sido una “reacción” siniestra, una reacción contra el sentido del universo contra las auténticas bases de la vida. Entendámonos sobre las palabras que empleamos, a fin de evitar discusiones ociosas e ineficaces por completo. Está claro que, para él, las verdaderas bases de la vida tienen que ver con ese cosmismo de raíz religiosa que nos hace depender de algo así como “el gobierno de Cristo”, porque la ventura de la especie humana sobre la Tierra solo tiene sentido si forma un todo con el plan divino y se ajusta a él. Con todo, el análisis social e histórico que hace Berdiáyev se revela de una actualidad que lo acredita como un preclaro analista social: Para poder continuar viviendo, los pueblos en quiebra se verán quizá obligados a emprender otro camino: el de la limitación de las ambiciones de la vida –poniendo un freno al aumento indefinido de las necesidades–, el de la limitación de la procreación; será el camino de un nuevo ascetismo, es decir, la negación de las bases del sistema industrial-capitalista. (…) Se estará obligado a volver a la naturaleza, a la economía rural y a los oficios: La ciudad deberá aproximarse al campo, precisará organizarse en asociaciones económicas y en corporaciones. Necesitará sustituir el principio de la competencia por el de la cooperación. El principio de la propiedad individual será conservado en su fundamento eterno, pero será limitado y espiritualizado. Ya no existirán esas monstruosas fortunas individuales propias de los tiempos modernos. No habrá mayor igualdad, pero no habrá ya más hambrientos ni menesterosos. ¿Qué otro plan proponen los movimientos alternativos? Si hasta Sarkozy propuso en su momento la refundación del capitalismo, a la vista de los males objetivos que podrían conducirnos a la desintegración social, está fuera de toda duda que Berdiáyev leyó bien, en sus días, la naturaleza perversa del sistema capitalista, si abandonado a la lógica diabólica del beneficio y a las leyes sin control de mercado. Tampoco hemos de desdeñar la visión que tuvo Berdiáyev sobre el futuro papel de la mujer en la sociedad, si bien su profecía nace de la visión simbólica de la mujer como fuerza telúrica frente al hombre como fuerza racional: Lo que caracterizará también, me parece, a la nueva Edad Media es que, en ella, la mujer desempeñará un gran papel. La cultura exclusivamente masculina ha sido agotada, consumida por la Guerra Mundial. Así, vemos que, en esos últimos años de grandes pruebas, la mujer ha desempeñado un papel considerable, elevándose a altas cumbres. La mujer está más ligada que el hombre al alma del mundo, a las primeras fuerzas elementales con las cuales el hombre comulga a través de la mujer. La cultura masculina es demasiado racionalista, se ha alejado demasiado de los misterios inmediatos de la vida cósmica y vuelve a ellos a través de la mujer. En definitiva, el famoso crepúsculo de las ideologías sobre el que escribió con torpe sagacidad retrógrada Gonzalo Fernández de la Mora es ahora, en boca del líder de Podemos, Pablo Iglesias, la reflexión más moderna: ni de izquierdas ni de derechas, grita el gran demagogo. Pero Berdiáyev lo dijo mucho antes y mucho mejor: Atravesamos una crisis mundial de todas las ideologías y de todas las formas de política y de sociedad. Todo parece agotado ya en la vida exterior; no hay nada que pueda inspirar a los pueblos civilizados. Todas las viejas fórmulas políticas caen en desuso. (…) La política envuelve la vida humana como una formación parasitaria que le absorbe la sangre. La mayor parte de la vida política y social de la humanidad contemporánea no es una vida real, ontológica, es una vida ficticia, ilusoria. Tiene mérito intuir la gran fantasmagoría en que se acabaría convirtiendo la política cuando aún ni siquiera se habían asentado los fascismos ni la Segunda Guerra Mundial había cambiado radicalmente nuestra percepción de todo, de la Historia del capitalismo de la religión y de la democracia.
La crítica de Berdiáyev se centra en el resultado de la labor destructora del escepticismo y del positivismo, que han secado de raíz la fuente espiritual que anima la presencia de la especie humana sobre la Tierra. A su entender, también el socialismo es heredero directo del capitalismo, una de sus lógicas manifestaciones. La labor de zapa de los tiempos nuevos que inició el Renacimiento llevó en línea recta a la actual postración de la humanidad. De hecho, más que de la “muerte de Dios”, Berdiáyev cree que habríamos de hablar de la “sustitución de Dios”, teniendo en cuenta la fuerte índole religiosa de un movimiento como el socialismo, que reproduce el esquema de la Iglesia católica, y recuérdese que católica significa universal y que el socialismo es, por definición, internacionalista:  La socialización transformada en religión es el incontestable desenlace del Renacimiento, el agotamiento de esa individualidad humana que se había sublevado en la época del Renacimiento. El individualismo extremo y el socialismo extremo son dos formas de ese desenlace. Y, en ambas, la individualidad del hombre está comprometida, la identidad humana se entenebrece. El humanismo abstracto, separado de las bases divinas de la vida, de la concreción espiritual debe conducir a la destrucción del hombre y de su identidad. (…) En Nietzsche el humanismo se renuncia y se destruye bajo la forma individualista; en Marx es bajo la forma colectivista. (…) El superhombre substituye en Nietzsche al dios perdido.(…) La colectividad sustituye, en Marx, al Dios perdido. (…) Hay verdaderamente en el colectivismo de Marx algo inhumano, de antihumano: la personalidad del hombre se pierde, la identidad del hombre se entenebrece. El colectivismo de Marx no admite la individualidad humana, con su vida interior infinita, que admitía y glorificaba no ha mucho tiempo, el humanismo de Herder y de Goethe.
Es lógico, desde esta perspectiva, que Berdiáyev lamente con insistencia la gran pérdida que supone el abandono de la conexión religiosa esencial de la persona y cómo el cultivo de la individualidad a ultranza, de la concepción monádica del ser, se acaba trasladando a la concepción de los estados. En su análisis de la Edad Media y del Renacimiento considera que en la Edad Media era imposible el nacimiento de los estados, que estos pertenecen a la “obra” de afirmación crítica y empírica de la individualidad,  propia del Renacimiento. Los particularismos cobran una dimensión separadora que era impensable en la Edad Media, cuyo universalismo está en relación con su aceptación de una concepción del orden de naturaleza teocrática: La historia de los tiempos modernos ha creado formas de nacionalismo que el mundo medieval desconocía. En Occidente, los movimientos nacionales y los separatismos nacionales han sido el resultado de la Reforma y del particularismo protestante. El fondo espiritual del catolicismo no hubiera jamás podido conducir a semejante separatismo. Se han formado mónadas nacionales cerradas, de la misma manera que las individualidades humanas se han transformado en mónadas cerradas. Sin embargo, Berdiáyev supo ver la imposibilidad de que ese mundo fragmentado de naciones aisladas pudiera sobrevivir a las amenazas de la decadencia democrática, porque la crítica de las limitaciones de la democracia es, en el fondo, la tesis fundamental del libro. Cuando se acercaba la crisis definitiva del modelo capitalista democrático, Berdiáyev intuyó, con clarividencia el cuadro resultante: Las nacionalidades cesan de acantonarse en sí mismas; es su destino: todos dependerán de todos. La organización de cada pueblo cuenta hoy con el estado del mundo entero. Lo que pasa en Rusia repercute en todos los países y en todos los pueblos. Jamás existió semejante contacto entre el mundo occidental y el mundo oriental, que durante tanto tiempo vivieron separados. La civilización cesa de ser europea, volviéndose mundial. Europa se verá en la necesidad de renunciar el monopolio de la cultura. Y ahí estamos, habiendo caído el comunismo soviético, habiéndose formado la Unión Europea y asistiendo a la reformulación de los valores democráticos que consigan la supervivencia del modelo frente al desarrollo chino bajo un régimen totalitario, por ejemplo.
La crítica de la democracia como un sistema nacido de la negación de los valores religiosos es una constante a lo largo de los cuatro ensayos, trátese ya de la democracia representativa, ya del comunismo soviético. Al fin y al cabo, a su parecer, las democracias han salido del pathos de la libertad, de la afirmación de los derechos absolutos de todo hombre, y es la afirmación de la libertad, de la facultad de escoger, la que se presenta como la verdad fundamental de la democracia. (…) Tocqueville y Mill, a quienes no se puede calificar de enemigos de la democracia, hablan con mucha inquietud de los peligros que amenazan a la libertad, a la individualidad de hombre.  Se trata, en definitiva, de un riesgo inherente a los fundamentos del sistema, el cual, a pesar de reclamarse como verdadera expresión del poder del pueblo, no deja de ser sino un vehículo para el ejercicio del poder de una minoría escogida: El poder jamás ha pertenecido ni pertenecerá al mayor número. Ello se contradice con la propia naturaleza del poder. El poder tiene, en efecto, una naturaleza jerárquica y una estructura jerárquica. Así sucederá en el porvenir. El pueblo no puede gobernarse a sí mismo, necesita directores. En las repúblicas democráticas no es por cierto el pueblo quien gobierna, sino una ínfima minoría de jefes de partidos políticos, de banqueros, de periodistas, etc. Lo que se llama la soberanía popular no es más que un instante en la vida del pueblo, el desbordamiento del poder instintivo del pueblo. La estructura de la sociedad y del Estado, la constitución del orden social, van aparejadas con la manifestación de la desigualdad y de la jerarquía: la concesión de la soberanía a una parte determinada del cuerpo social. Una opinión que está en el centro de nuestro debate político actual, que gira, como es sabido, alrededor de los intentos de quebrar el bipartidismo para aspirar a una verdadera presencia del pueblo en las decisiones que tanto le afectan.