Las cartas persas o el elogio razonado de la libertad de pensamiento: El
acercamiento crítico y satírico de Montesquieu a la sociedad humana desde la Francia
crepuscular de la Regencia.
Ser
azarófilo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Cuando leí las Cartas marruecas, de José Cadalso, uno
de los muchos libros con los que aún hoy le es posible a este lerenda
entretenerse sus buenos ratos, me dije que, a pesar de ser metodofóbico
–herencia, sin duda, de una lectura tan indigesta como temprana del desafiante
Feyerabend– debería, acto seguido, abrir las Cartas persas de las que hoy, a demasiados años de aquella lectura
tan grata de Cadalso, he salido, si no con idéntico entusiasmo, sí con la
admiración de quien ha descubierto un reposado y escéptico espíritu afín,
porque el liberalismo de a quien se considera como uno de sus creadores es
harto consolador en estos tiempos de banderías, de facciones y de secuaces
montaraces e ignaros de cualquier creducho
de tres al cuarto que se imparte desde el altar catódico y que busca a las
masas para sepultar a las personas.
Quizás Montesquieu, abogado no
brillante, pero teórico de la separación de poderes y defensor eminente de las
leyes como instrumento del pacto social, sea más conocido como autor de Del espíritu de las leyes, pero les
puedo asegurar a los intelectores que
me den algún crédito crítico que este divertimento, escrito a sus 32 años,
publicado anónimamente y con pie de imprenta falso, les deparará muy
placenteros momentos de lectura, a poco que puedan hacerla con el recogimiento,
el silencio y la serenidad de ánimo que la ocasión merecen. El libro tuvo un
éxito inmediato y, como no podía ser de otra manera, no tardó en entrar en el
índice de libros prohibidos ni un año, a pesar de que se siguiera editando y
leyendo. Ni seis años pasaron de su publicación antes de que Montesquieu fuera
recibido, sin embargo, como miembro de la Academia Francesa.
En esta ocasión, que es, como casi
siempre, la de la segunda mano, la de lance, he leído la edición de Carlos
Pujol, autor de un prólogo ajustado y dinámico, con una traducción de José Marchena, el irrenunciable Abate Marchena, apodo que,
sin duda, le fue adjudicado por antítesis, dado su descreimiento radical. Entre
ilustrados anda el juego, pues. Y al intelector
de hoy, sin duda le llamarán la atención deliciosas expresiones marcheneras
como Apellida favor, quiere que le den socorro los
eunucos para matar al impostor, mas nadie le obedece, con ese uso
requetebuscado de apellidar por
“clamar”, “apelar” o “pedir”.
Las Cartas persas surgen de una realidad
autobiográfica, pues remedan la situación personal del autor cuando llegó a la
capital proveniente de la provincia,
por más que Gascuña sea una de las principales, y se encontró desplazado, fuera
de sitio, convertido en un observador excéntrico que se abría a una realidad
que lo superaba con sus contradicciones y disparatadas y transgresoras
costumbres, porque Montesquieu es un testigo privilegiado del comienzo del
final del Antiguo Régimen, algo que, obviamente, no le pasa desapercibido. La
contemplación le afila un espíritu crítico y burlón que sin duda se fue
forjando en la convivencia con aquel ambiente prerrevolucionario tras el que,
sin embargo, inicia una vida pública bien alejada de cualquier veleidad
política radical. Como nos resume Carlos Pujol: Habiendo dejado de existir cosas sagradas, lo nuevo era la elegante
impiedad de los círculos libertinos, como la Sociedad del Temple, club de los
epicúreos que alardeaban de ser ateos e inmorales, y que solía frecuentar por
estos años un adolescente de buena pluma a quien los jesuitas habían enseñado a
escribir, un tal Arouet, hijo de notario, que más tarde sería conocido por
Voltaire. En realidad, su alejamiento como observador era congruente con
los extremos de una biografía que nos habla de un Montesquieu de quien se reían
por su acento gascón: Una persona
distraída, torpe, tímida e independiente de carácter. Y de pensamiento,
podríamos añadir, porque a lo largo de las Cartas persas, Montesquieu hace gala
de un pensamiento propio muy cercano a nuestra sensibilidad actual. Parte de
esa manera de ser tan de entonces y de hoy es su autodescripción por vía del
personaje central: nunca están ociosos
los que quieren instruirse; así, aunque yo no tengo asunto ninguno importante,
estoy continuamente ocupado. (…) Todo me interesa y de todo me maravillo, como
una criatura en cuyos órganos, tiernos todavía, se graban los más mínimos
objetos.
Quiero
creer que la insistencia de Montesquieu, en realidad Charles-Louis de Secondat,
barón de La Brède, si bien posteriormente y para la fama, barón de Montesquieu,
en heredar la baronía de su tío, cuyo
título usar, frente al de barón de La Brède, heredado de su madre, se debió a
la similitud fonética entre Montesquieu y Montaigne, su más famoso paisano y,
para este lector, influencia determinante en la creación de una personalidad
que tanto se asemeja a la del modelo, no solo por la querencia por la tranquila
vida provinciana, sino también por el amor al estudio y a la reflexión, amén de
a la escritura, como es notorio. El propio Montesquieu se retrata con
precisión, en la órbita de su modelo: Casi
nunca he sabido lo que era la pena y aún menos el tedio. Mi máquina está
construida de una manera tan feliz que todos los objetos me afectan con la
fuerza suficiente para que puedan proporcionarme placer, pero no con la
suficiente para causarme congoja.
Las Cartas persas es uno de esos libros inclasificables que rompen los
moldes genéricos e instauran uno nuevo, o lo más parecido a él. A medio camino
entre los tratados de sociología, política y antropología, la Historia, la
sátira de costumbres y la novela, no cabe duda de que la invención de las
cartas ficticias cruzadas entre los persas que ha escogido el autor para
ejemplificar la excentricidad de su visión de la realidad de su tiempo lo tiene
todo de novelesco, si no fuera porque el contenido de las cartas desmiente la
existencia de una trama y unos personajes que evolucionen, excepto hacia el
final, cuando una recreación del Anfitrión
de Plauto nos depara auténticos momentos novelescos, que luego se confirman en
las reacciones de las concubinas del serrallo del protagonistas: Usbek, que,
curiosamente, y aun siendo persa, habría de traducirse como Uzbeco. Se acercan,
estas cartas, en gran medida, a un género que popularizará el romanticismo: el
artículo de costumbres, un género al que la formación ilustrada de Larra dotó
de una dimensión política que aún hoy debería ser un ejemplo para las nuevas
generaciones de periodistas. Desde esa libertad de composición, Montesquieu, a
través de los interlocutores persas irá desgranando una visión mordaz, y hasta
cierto punto corrosiva, del París de la Regencia, como se demuestra en este
fragmento en que se pondera la importancia de los parlamentos en la política
populista del Regente, Felipe de Orleáns: Parécense
los parlamentos a aquellas ruinas que hollamos bajo las plantas, pero que nos
recuerdan la idea de algún célebre templo. (…) Estos vastos cuerpos han seguido
la vicisitud de las cosas humanas rindiéndose al tiempo que todo lo destruye, a
la corrupción de costumbres que todo lo ha enflaquecido, a la potestad soberana
que todo lo ha derribado. Pero el regente que se ha querido congraciar con el
pueblo, ha dado al principio muestras de respeto a estos simulacros de la
libertad pública; y como si fuera su ánimo restaurar el templo y el ídolo, ha querido
que fuesen mirados como apoyo de la monarquía y cimiento de toda legítima
autoridad.
Al estilo barroco de los sueños de
Quevedo, los personajes entran en contacto con unas realidades que forzosamente
han de llamarles la atención por la disparidad de criterios que revelan a la
hora de organizar una sociedad, y no solo y necesariamente por profesar dos
religiones tan opuestas, la musulmana y la cristiana, a pesar de que dichas
creencias moldean la forma de concebir el mundo de los personajes. Desde su
juventud, Montesquieu se interesa por las civilizaciones orientales, y de ahí
su interés en ofrecer a los lectores, además, no solo un espejo de sus
costumbres, sino una descripción realista de esos usos orientales, lo que, en
el romanticismo se convertirá en un género consolidado. Es decir, que no
estamos ante una parodia del orientalismo, sino ante un interés fidedigno, de
ahí la importante dimensión dialéctica que adquiere en la obra el contraste de
culturas y religiones, por más que sea a través de las opiniones de Usbek y de
Rica, sobre todo, como elabora Montesquieu sus teorías acerca del amejoramiento
de la sociedad de su tiempo. De hecho, él reconoció que su propósito no era
“hacer leer", sino “hacer pensar”, objetivo ilustrado donde los haya, acorde
con su visión ilustrada de lo que es el hombre: ¡Qué desventurados son los hombres! Sin cesar fluctúan entre esperanzas
falaces y risibles temores, y en vez de fundarse en la razón se fraguan
monstruos que lo asustan o fantásticas sombras que los engañan. Y eso es lo
que las Cartas persas significan, la poderosa irrupción de las luces en el mundo
de la crítica social. A su manera, y haciendo un gambito del rigor, podrían
leerse estas Cartas persas como un lejano antecedente de la
crítica social de la Escuela de Frankfurt, si no peco de osado (amén de
ignaro).
El libro está lleno de observaciones
de todo tipo que al cazador de citas no le pasarán desapercibidas, como cuando
Usbek defiende que verdades hay que no
basta con persuadirlas y que es fuerza hacer que interesen, y de esta
naturaleza son las de la moral o que el
espíritu del hombre es todo contradicción. Las agudezas, ¡tan cercano aún
el Barroco!, nos sorprenden a cada paso de la lectura: El más poderoso príncipe de Europa es el rey de Francia. No tiene minas
de oro como su vecino el rey de España; pero es más rico que él porque saca su
riqueza de la vanidad de sus vasallos, más inagotable que las minas. O como
cuando sugiere que es menester vivir con
los hombres como ellos son: los que llaman personas finas suelen ser los que
más han cendrado el vicio, sucediendo acaso lo que con la ponzoña, que la más
sutil es la más peligrosa. Y a lo largo del libro va emergiendo, a retazos,
una suerte de confesión autobiográfica que permite conectar con mayor razón las
Cartas con los Ensayos de su paisano. Ya sea el denuesto del alcohol, cuanto más sus fatales efectos contemplo,
más le miro como la más terrible dádiva que hizo naturaleza a los mortales;
ya la defensa del suicidio y la crítica de la vanidad de la especie: Las leyes de Europa son terribles contra
los que se dan muerte a sí propios: les quitan, por decirlo así, segunda vez la
vida los arrastran con ignominia por las calles, los declaran infames y les confiscan
los bienes. (…) La sociedad se funda en
la utilidad recíproca; pero cuando se me hace gravosa, ¿quién me quita que
renuncie de ella? La vida se me ha concedido como un beneficio, luego la puedo
restituir cuando deja de serlo; que cesando la causa también debe cesar el
efecto.(…) ¿Convertido mi cuerpo en una espiga de trigo, en un gusano o en una
yerba, será entonces obra menos digna de la naturaleza, y desprendida mi alma
de cuanto terrenal en ella había, será por eso menos noble? Semejantes ideas,
querido Ibén, no tienen otro principio que nuestra loca vanidad. No conocemos
nuestra nada y queremos contra toda razón hacer raya en el universo,
representar un papel y ser de mucha importancia; nos figuramos que la
naturaleza baja de quilates cuando se aniquila un ser tan perfecto como
nosotros, y no nos convencemos de que un hombre más o menos en el mundo, ¿qué
digo?, todos los mortales juntos, cien millones de personas como nosotros no
son más que un sutil átomo imperceptible que distingue Dios solo porque son
inmensos sus conocimientos.
Fiel a su supuesta estirpe oriental,
el libro incluye algunas narraciones intercaladas de mucho mérito. Una de
ellas, la de los trogloditas, se nos ofrece en forma de utopía. Nos los
presenta como un dechado de perfecciones que cada sociedad debería imitar: Amaban a sus mujeres, que los querían
entrañablemente. Todo su esmero le cifraba en criar sus hijos en la práctica de
la virtud. Sin cesar les contaban las desventuras de sus paisanos, poniéndoles
a la vista su funesto ejemplo; hacíanles particularmente palpable que siempre
el interés de los particulares se halla en el común interés; que quien de él se
quiere separar se quiere perder; que no es la virtud cosa que cueste afanes;
que no la hemos de mirar como un penoso ejercicio, y que la justicia con los
otros es caridad consigo mismo. Otra es la narración del hermoso amor
incestuoso entre los gauros, persas seguidores de las doctrinas de Zoroastro.
Y, finalmente, la recreación de la obra Anfitrión, que depara momentos de
auténtica hilaridad. Porque el humor es la perspectiva esencial de la obra.
Nada se nos presenta con los tintes trágicos que a veces tienen según qué
acontecimientos, sino desde el sesgo humorístico que es propio de la suave vena
satírica del autor, muy lejos, en este aspecto, de la vitriólica de Voltaire,
por supuesto.
Quiero hacer mención especial de la
particular visión de España y Portugal que ofrece Montesquieu en las Cartas,
presentadas no como la visión de los persas visitantes, sino como un relato
intercalado a partir de la carta de un francés que estaba de viaje por la
península: Seis meses hace que viajo por
España y Portugal, y vivo en pueblos que desprecian a todos los demás, haciendo
únicamente a los franceses la honra de aborrecerlos. (…) Es la gravedad el
carácter distintivo de ambas naciones, y se manifiesta de dos modos
principalmente, por los anteojos y los bigotes. Los anteojos son prueba
demostrativa de que el que los gasta es sujeto consumado en las ciencias y se
ha engolfado en profundos estudios tanto que se le ha cansado la vista. (…)
Quien se está sentado diez horas al día consigue cabalmente doble aprecio que
quien no lo está más que cinco, porque se granjea la nobleza repantigándose en
una silla. (…) Permiten que salgan
sus mujeres a la calle con los pechos al aire pero no que enseñen e talón o que
descubran la punta del pie. (…) Entendimiento claro y sana razón se encuentra
en los españoles, mas no se busque en sus libros. Véase una de sus bibliotecas;
novelas a un lado y escolásticos a otro: cualquiera diría que ha hecho ambas
partes y reunido el todo un enemigo secreto de la razón humana. El único buen
libro que tienen es el que ha hecho ver lo ridículo que eran todos los demás.
Al margen de la incomprensión del valor del Quijote, algo plausible en aquella
época, choca al lector la nota a pie de página que se ve obligado a poner
Marchena a su traducción: Tales eran, en
efecto, las costumbres de los españoles a principios del sigo décimo-octavo; en
estos cien años han dado una vuelta entera. Ha quedado, sin embargo, en toda su
robustez la superstición, la ignorancia, su compañera; ha crecido
concentrándose el despotismo; se han estragado más y más las costumbres; se ha
aumentado la general miseria y no se sabe en qué parará esta horrorosa
progresión si no la detiene una mudanza radical en la forma de gobierno, como
no sea en la extinción de la nación entera. Un diagnóstico, como se
aprecia, de total actualidad constituyente… La necesaria ecuanimidad que rige
el proceder intelectual de Montesquieu, lo lleva a añadir una posible réplica a
lo leído por su compatriota: mucho
celebraría, Usbek, de ver una carta escrita a Madrid por un español que viajase
por la Francia, que bien creo que vengaría su nación. (…) Se me figura que
empezaría la descripción de París del modo siguiente: “Aquí hay una casa donde
encierran los locos: era de presumir que fuese la más espaciosa del pueblo; mas
no, que sería mezquino remedio para tanta enfermedad. Sin duda los franceses
que están reputados por tan de poco seso entre sus vecinos, meten algunos locos
en una casa para que crean que están en su juicio los que viven fuera.”
Llama poderosamente la atención el
espacio que Montesquieu le dedica en el libro a una larga disquisición sobre
las causas del despoblamiento del mundo y lo que ha de entenderse como un
cierto temor de que ello pudiera llevar a la desaparición de la especie humana.
Son demasiadas las teorías que se aducen para justificar las razones de ese
peligro cierto, pero le aseguro a los intelectores
que quieran sumergirse en la lectura del libro que no quedarán quejosos del
tiempo empleado en él.
La crítica de las figuras
institucionalizadas es constante, como la de los noveleros, los correveidiles,
que controlan, en parte, la vida ciudadana: En
ésta te hablaré de cierta nación que llaman los noveleros, los cuales se juntan
en un magnífico jardín [habla de los “nouvellistes” de las Tullerías] donde siempre halla ocupación su ociosidad.
Estos son los miembros más inútiles del estado y cincuenta años de sus
habladurías han producido el mismo efecto que hubiera resultado de cincuenta
años de silencio; y no obstante se creen sujetos de importancia porque
discurren sobre magníficos proyectos y ventilan los mayores intereses. O,
lo que hace con notable perspicacia, la de los literatos, que incluye una
curiosa clasificación de la poesía y de los poetas: Esos son los poetas, me dijo, quiero decir, los autores que tienen por
oficio poner grillos al sentido común y ahogar la razón a poder de adornos,
como antiguamente sepultaban a las mujeres bajo sus trajes y sus arreos. (…)
Esos son los poetas dramáticos, que a mi ver son los poetas por antonomasia y
los dueños de nuestras pasiones. (…) Esos otros son los líricos, que desprecio
tanto como aprecio los anteriores, y que cifran su arte en una melodiosa
extravagancia. (…) Los más peligrosos de cuantos autores hemos visto (…) son
los que afilan los epigramas, que son saetas muy penetrantes y muy delgadas que
hacen una honda llaga, la cal no se cura con remedio ninguno. (..) Vea Vm. Aquí
las novelas, cuyos autores son una especie de poetas que exageran a la par el
idioma de la razón y de los afectos, y pasan la vida corriendo tras de la
naturaleza sin alcanzarla nunca, siendo sus héroes tan ajenos a ella como los
dragones aladas y los hipocentauros.
Podría alargarme, porque el
repertorio de citas de la obra es tan extenso como interesante, pero como
invitación a los intelectores para que viajen en el tiempo a aquellos albores
de la ilustración, me parece haber abusado de su reconocida paciencia. Acabo,
finalmente, con una reivindicación de la ley como cimiento básico de la
sociedad y con una reivindicación de lo que él califica como ley básica de la
sociedad romana, lamentablemente perdida en sus días y mucho más aún en los
nuestros: Sean las que fueren las leyes,
siempre se han de obedecer mirándolas como la conciencia pública, a la cual se
debe conformar en todo caso a de los particulares. Confieso no obstante que han
puesto algunos legisladores mucho esmero en una cosa que indica que fueron muy
prudentes, y es en dar a los padres mucha autoridad en sus hijos. Cosa ninguna
alivia más a los magistrados, ninguna despeja tanto los tribunales, finalmente
ninguna conserva más sosiego en el estado, donde siempre las costumbres hacen
mejores a los ciudadanos que las leyes. Esta potestad es aquella de que menos
los hombres abusan; es la más sagrada de las magistraturas, la única que no
estriba en convenios y es anterior a los convenios todos. En los países donde
se ponen a cargo de los padres de familias más castigos y más recompensas se
nota que hay más orden en las familias. Los padres son vivos simulacros del
Criador del universo, el cual, aunque pudiera guiar a los hombres por su amor,
no deja de estrecharlos también con él por los vínculos de la esperanza y el
temor. No quiero concluir esta carta sin anotarte lo disparatado del espíritu
francés. Dicen que de las leyes romanas han conservado una infinidad de cosas
inútiles y aun perjudiciales, y no han adoptado la potestad paternal que habían
aquellas establecido como la primera autoridad legítima.