DOBLE CLARASODOSIS ESTIVAL: Treinta años y un día (Novela
matrimonial) y Los herederos de Santa Tecla (Novela de la vida imposible)
I. Treinta
años y un día:
La culminación Lubitschiana de la trilogía
contra el matrimonio.
Desde la original Captatio benevolentiae
con que, en epígrafe, abre Clarasó su novela Treinta años y un día, ya
nos percatamos del espíritu lúdico y malvado con que el autor afronta la
creación de una novela sobre el fracaso y la mediocridad: Los personajes de este libro no son razonables. Se dejan llevar de su
estado de ánimo, de sus sentimientos y sus pasiones. Esto quita sensatez al
libro y creo que no gustará a nadie. Pero no importa; a mí tampoco me gusta y
así ya se establece desde el principio una conformidad de opinión entre el
autor y los lectores. Sabiendo que dispone de la libertad absoluta para
escribir sus obras, de la que no gozan, paradójicamente, autores más atentos a
la inmortalidad y la fama, Clarasó se permite ciertas alegrías de composición
que, so capa de humor, nos ofrecen una valiosa percepción del género, sobre el
que le gusta reflexionar para marcar una suerte de distancia brechtiana que le
permite verter su humor corrosivo, de puro blanco. En esta novela, llena de
hallazgos estructurales Clarasó se inventa dos recursos introductorios a los
capítulos que forman parte de esa dedicación suya al cultivo y la recopilación
de aforismos, por un lado, y a los diálogos de besugos del genero absurdo, por
otro. En la línea de La Codorniz,
sobre la que se extiende en Los herederos
de Santa Tecla, al describir una entrevista con Álvaro de Laiglesia, se inventa
los Diálogos para brillar en sociedad,
llenos de un ingenio muy próximo a Mihura y, sobre todo a su gran maestro:
Oscar Wilde, cuyas réplicas ingeniosas ensaya una y otra vez, con notable
acierto en no pocas ocasiones. La
Cordorniz, por cierto, es lectura habitual del protagonista de Treinta años y un día. Les acompañan los
Busilismos para antes de empezar una
lectura seria, aforismos estrictos a los que bautiza con un nombre que se
suma a la larga lista de ellos con que los cultivadores del género han querido
distinguirse de sus colegas. A partir del busilis
del “busilis de la cuestión”, procedente
del famoso equívoco medieval in diebus illis, Clarasó sintetiza para nosotros el contenido
del capítulo al que precede. Tomemos como ejemplo el segundo de ellos, tan
definidor del tono corrosivo que presidirá el análisis de las relaciones
matrimoniales a las que alude el título de sentencia judicial: Una fiesta de familia se distingue de un
lance de honor en que en una fiesta de familia no es indispensable el derramamiento
de sangre.
La presente novela, Treinta años y un día, cierra la
trilogía de ellas dedicadas a la vida matrimonial junto con la primera, Cuarto creciente, luna llena, cuarto
menguante, de expresivo título, y la segunda, La paz del hogar, de título antifrástico. Dada la escasez de estudios -¿hay alguno?- sobre la obra de Clarasó, he de dejar constancia de que dos fuentes me dan informaciones distintas. Según la segunda, la segunda novela de esta trilogía se titula Un ideal y siete realidades -sigo intentando elucidar cuál de las dos es la propia de la trilogía, aunque las dos están escritas en 1948 y nada me extrañaría que pudiera tratarse de la misma novela con títulos distintos, pero aún no he llegado a ninguna conclusión. Sigo en ello-. Los tres títulos nos
sitúan perfectamente en la perspectiva conceptual desde la que se nos ofrece
una visión de la vida matrimonial bastante compartida a nivel popular, sobre
todo a juzgar por las prevenciones contra ella que aparecen en todos los
refraneros del mundo. Treinta años y un
día, organizada mediante la técnica del flash-back, a partir del brindis
por la celebración de las bodas de plata de los protagonista relativos, porque
se trata de una novela coral en la que se va pasando el testigo del
protagonismo a familiares, amigos y vecinos con envidiable agilidad, se
extiende, desde el pasado hasta el reencuentro con el presente, momento amargo
en que Adrián Vago del Campo, neurólogo, lanza su discurso desencantado,
escéptico y agrio sobre la institución a la que se ha reintegrado diecinueve
años después de haberla abandonado. En una época de fomento de la natalidad
como la primera hora del régimen franquista, sorprende poderosamente un alegato
antimatrimonial tan contundente como el de esta novela en la que ni el humor ni
el amor pueden endulzar la hiel que destila.
Pero nos alejamos del preámbulo: Si este libro te gusta, recomiéndalo a tus amigos;
si no te gusta regálaselo. Con semejante declaración de intenciones abre
Clarasó una obra que, amparándose en el tradicional humor negro que se ha
gastado siempre el país para la institución matrimonial, las suegras, los
cuñados, las solteronas, los hijos, etc.,
le cupo la fortuna, en su momento, de no ser declarada “nociva”, “peligrosa”
e incluso “subversiva”, porque la insociabilidad del narrador, trasunto de la
del autor, y su intolerancia hacia la ranciedumbre de las maneras de ser y de
estar de sus compatriotas raya en lo
agresivo, como no deja de manifestar casi en cada escena de las muchas que
componen la obra, más cerca de la composición teatral que de la novelística, y
de ahí procede, entiéndase así, la alusión a su maestro Wilde. Lo importante de
la novela son los diálogos llenos de ingenio y de respuestas plenas del mejor wit inglés, como se sugiere desde la
introducción a cada capítulo. Sin salir del preámbulo, mientras se deja afeitar
por un barbero que atiende al tiempo a la pipa y a la navaja, nos revela que mi primera intención había sido escribir una
novela sentimental y seria como un ciprés de cementerio. Pero ahora, después de
haber pensado el argumento, ya no me será posible. Escribiré un libro
insustancial y seguiré cultivando, a pesar mío, ese estilo triste, amargado y nauseabundo
que se llama, no sé por qué razón, humorismo.
En Treinta años y un día, como quería Ortega, el estilo descrito por el autor es
a la vez el contenido de la obra. El consejo con que nos invita a usar sus Diálogos para brillar en la sociedad es
una acabada y perfecta muestra de la misantropía que impregna, como sello
inconfundible, toda la obra: Siempre es conveniente brillar en la conversación porque así, al menos, uno evita el humano
dolor de soportar que los demás hablen demasiado en su presencia. Hablar para
no dejar hablar, he aquí el lema. Lo que bien podría ser tildado de Tratado
de la misantropía, en vez de novela, se va conformando a lo largo de la obra
mediante juicios severísimos que tienden al aforismo, o mejor, a la máxima,
porque todos ellos son de inequívoco carácter moral, y amoral. Hay un mucho de atrabiliario
en el personaje del narrador, trasunto inequívoco del autor, y más aún de
insobornablemente franco, por más que se trate de esa inurbana franqueza de las
verdades del barquero que se dicen a quienes nunca esperan oírlas e incluso en
el momento y en el lugar menos adecuados. A lo largo de la desventurada
historia matrimonial de Adrián Vago y Concordia Maduro, el autor va
desarrollando lo que todos conocemos sobradamente y él resume con mucho ingenio
al comienzo del capítulo 3: El amor es,
en ciertos casos de afortunada conjugación, un feliz arrebato. Pero en el amor, como en la gramática, hay
muchos verbos irregulares. Clarasó parece haber querido conjugarlos todos
ellos a través de los desdichados, pero parlanchines, personajes que pueblan su
fábula moral. Llama la atención que lleve a sus páginas un fracaso matrimonial
de forma tan naturalmente aceptada por sus protagonistas y por los amigos y
conocidos, como si la moral del régimen, tan estrecha en los años que se
describen en la novela, cuando aparecen por Barcelona “los vieneses”
renovadores de las revistas pseudopicantes, con Franz Johan a la cabeza, poco o
nada tuviera que ver con la de los ciudadanos de una urbe como la Barcelona apenas
pocos años posterior a la de Nada, de
Laforet, cuyo depresivo paisaje humano apenas aparece en las páginas de la
novela, puesto que se trata de un intento de “alta comedia”, situada en clases benestants, pudientes, de la burguesía
barcelonesa.
El fresco social que
dibuja Clarasó, porque hay mucho de pictórico en esta sucesión de cuadros,
muchos de los cuales componen episodios con planteamiento nudo y desenlace, lo
que le priva a la novela de una progresión dramática que la acredite como tal,
permite al lector tener una visión bastante aproximada de las diversas
manifestaciones de la naturaleza humana que el autor describe con mordacidad e
incluso causticidad. La nómina de personajes le permite incluir ciertos “tipos”
que, sin ser trascendidos hasta la individualidad, están tan bien perfilados
dentro de su topicidad que el lector agradece el virtuosismo del autor y la
facilidad feliz con que aprovecha esa topicidad para arrancar la sonrisa y a
veces la carcajada del lector. El artificio de Clarasó está tan bien
construido, que el lector común apenas distinguirá que el tópico usurpa el
lugar de la individualidad. Suelen ser pequeños detalles de la vida muy común
aquellos en los que el autor, prodigioso observador de las costumbres, por
nimias que sean, vierte su experiencia: Ella
ha cumplido ya los veintinueve, en los que permanecerá tres o cuatro años, y es
ahora como ha sido siempre, llenita por fuera y vacía por dentro, sin que lo
primera la prive de ser esbelta ni lo segundo de opinar sobre todo lo divino y
lo humano, nos dice de una de las hijas del matrimonio Vago Maduro, mientras
que de la otra nos explica que a los
veinte años se había ya entregado de lleno a la vida intelectual. Frecuentaba algunos
salones en donde se reunían artistas y filósofos y cultivaba como ellos la
frase ininteligible. La frase de doble sentido es propia de las reuniones de
gente alocada y de las alegres cenas. La frase de un solo sentido es propia de
los hogares y la frase sin ningún sentido es propia de las reuniones de gente
de gran categoría intelectual. Renuncio a transcribir alguno de los
intentos poéticos de Casita, la segunda hija del matrimonio, pero el lector
sagaz habrá intuido que no desmerecen de los del famoso sobrino de Mesonero
Romanos…De ella se cuenta la historia de un amor que, como se titula el
capítulo 6: Sigue y acaba mal la historia
de Casita, porque se enamora de un pintor bohemio, un azotacalles muerto de hambre, lo describe el narrador, que sin
llegar a ser una copia del Alexander Sebastian de Lo que piensan las mujeres de Lubitsch, no le anda lejos, y menos
aún el toque habilidoso que Clarasó
sabe imitar a la perfección. De la tercera, la más independiente y moderna, su
madre la describe con el humor inconfundible que le presta el narrador: –Mariluz es otro caso. No hay quien pueda
con ella. Es borrascosa. Una tempestad. Está envenenada por la vorágine de los
tiempos modernos. A ella, que le den tenis y golf y coches y viquens,
rallispers, piquisniquis y todas esas costumbres copiadas del extranjero en las
que yo no entro. No tiene un pelo de tonta y confío en que sabrá casarse bien.
Releída de nuevo la descripción, más
parece inspirarse Clarasó en los modelos cinematográficos de los que hablamos
que propiamente en la realidad del año 1948 en que se publica la novela, aún
lejos el país del desarrollismo y del turismo que revolucionarían las
costumbres españolas y su secular mojigatería.
Hay personajes “clásicos”
como el solterón Pepe Marco a quien le aparece, ya en la vejez, un primer amor
que quiere reverdecer laureles, para asegurarse la vejez, y a quien sólo puede “despachar”
con la organización de un sarao con concierto vecinal incluido que toma como
modelo la corte de los duques en El Quijote y que está lleno de gracia, ritmo y
absurdo, en el más puro estilo del humor jardeliano y mihuresco, autores ante
los que Clarasó no cede ni un palmo de ingenio ni otro de gracia, y con quienes
habría de ocupar ese puesto destacado en el humor español de posguerra, porque,
además, su humor, el de Clarasó, a diferencia del de sus compañeros de
generación, tiene una veta negra, genuinamente española, que nos permite
considerarlo como un epígono aventajado de nuestros grandes clásicos. Otro tipo
tradicional, la solterona, se multiplica aquí por tres que viven juntas y de
las que el autor compone un cuadro inmisericorde. Marina, Fermina y Teresita,
sin embargo, que compiten por atraer la atención de un casado que busca
descansar en una playa solitaria unos días, nos ofrecen una competición llena
de momentos memorables que hoy compararíamos con los gags de las sitcom a que han acostumbrado los
guionistas a los telespectadores. Y es que algo de comedia de situación tiene
esta novela estructurada en cuadros estáticos en los que compiten la mordacidad
descriptiva con los diálogos wildeanos constantemente, para divertimento
constante del lector. En la escena del reencuentro de los protagonistas, 19
años después de haberse separado, porque su yerno y su hija quieren que “arreglen”
una situación socialmente tan incómoda para ellos, arreglo al que se prestan ambos cónyuges sin amor ni
entusiasmo ni interés ni curiosidad, del mismo modo que se avienen a celebrar
las bodas de plata con seis años de retraso, leemos: Concordia arrugó la nariz y un sollozo se confundió con sus últimas
palabras. –No hace falta que llores nadie nos ve. Se trata, como se
advierte, de una situación “muy de comedia americana” al estilo de los guiones
del más salvaje que Wilde, con un personaje, el neurólogo, trasunto directo del
propio autor, a juzgar por la descripción del mismo: Y así era, en efecto, Adrián no
se sentía íntimamente ligado a nadie, retrato que se va completando a lo largo
del libro, como la que al comienzo del capítulo 11 añade el narrador: Adrián, que no había nacido, según sus
propias frases, para soportar a los demás, y a quien ya le parecía milagro que
los demás le soportasen a él. . Esa misma actitud de no querer mezclarse
con el prójimo al que se prefiere léjimo,
concede a la novela un altivo tono de derrota y escepticismo que acrecienta su
valor, como contraste, al menos, del entusiasmo imperial de los primeros años
del franquismo. En cualquier parte del libro salta enseguida la descalificación
de la especie y la crítica de los poco semejantes, como ocurre en el Diálogo para brillar en sociedad que
abre el capítulo 11:
-¿Usted me comprende?
-Casi sin hablar. La presumo, la adivino.
-(Decepcionada; a
las mujeres nunca les gusta que se las comprenda tan aprisa). ¿Si?
-No le extrañe; sólo la vulgaridad es impenetrable. Sin embargo,
ser vulgar tiene ciertas ventajas. Es la única manera de congeniar con casi todo
el mundo.
He de reconocer que el
libro está lleno de observaciones de muy distinta naturaleza que salpimentan la
prosa al estilo de lo que a Almodóvar le gustaba de las películas de Hitchcock:
que siempre se aprendía algo en ellas, como la manera correcta de untar una
tostada, por ejemplo, que decía el manchego. En este caso, expone Clarasó una
teoría curiosa cuyo fundamente científico parece sólido: Dos bolsas blancas le hinchaban la piel debajo de los ojos. Es la sal,
dicen algunos técnicos; el exceso de sal que se ha ingerido. Es posible. La sal
o el vinagre de la vida. Todo hace daño y todo se acumula debajo de la piel.
Dentro de la crítica de
costumbres que vertebra cada cuadro, destaca especialmente la súbita apetencia
de la mujer de ser pintada por el retratista de moda en la ciudad, Daniel
Urive, a quien el narrador nos presenta/retrata con una sola frase: Valía la pena e hacerse retratar por él sólo
para oírle durante las sesiones. Un gusto caro y refinado. Y además en el
precio estaba incluido el cuadro. La fiesta de presentación en sociedad del
retrato de Concordia se convierte en una de las escenas más logradas de la
novela, desarrollada con un sentido del ritmo y la progresión verdaderamente
notables.
Hablamos de los personajes
tópicos que pueblan el libro, pero también los hay originales, diseñados sobre
una característica que los singulariza como el recientemente fallecido Sharpe
caracterizó a aquel inolvidable personaje de Una dama en apuros que no entendía el lenguaje figurado y al que
habiéndosele dicho que “se perdiera” para dejar de molestar, se adentra en un
bosque cercano con ese objetivo. Mariano Romillo ocupa, con su singularidad, el
último cuadro del libro antes de regresar al brindis inicial, cerrando, así, el
flash back que lo estructura. El narrador define de buen principio, para
ponernos al corriente, a Romillo: Pasaba
por ser un gran distraído y era algo más: era un técnico de la interpretación
equivocada de los seres y de los acontecimientos. Con esa presentación,
sentado el precedente del rompetechos ibañezco, no es de extrañar que nos
dejemos llevar gustosos por la ley del equívoco:
Conoció a Casita en un concierto intimo, o sea en un casa
en donde alguien que tocaba bastante mal el piano deleita una concurrencia que
no sabía distinguir la música buena de la mala. Mariano Romillo al despedirse de
la señora de la casa, dijo:
-Encantado. Hemos
pasado una tarde admirable. Siempre he sido muy aficionado a los juegos de
manos –y pasó la mano por debajo del brazo de un amigo suyo que también se
acababa de despedir. El amigo le advirtió:
-No han sido juegos de manos. Ha sido un concierto de
piano y flauta.
-Ya me pareció que había demasiado ruido.
Mariano noto algo raro en la voz de su amigo, como si
sonara con mayor finura que de costumbre. Al principio creyó que su amigo
imitaba la flauta. Le miró de soslayo y observó que había cogido el brazo de
una mujer
-Perdón; creí que era usted Martínez.
-No; soy Casita Vago Maduro.
-¿Lo sabe todo?
-¿Qué?
-¿No me decía usted un poema?*
-No; le decía mi nombre.
(*Aquí la cultura del
lector ha de tener presente el referente que permite entender el chiste, y que
no es otro que el conocido del emperador Adriano: Animula, vagula, blandula…)
El último capítulo, que
retoma el primero, nos permite leer completo el discurso de Adrián Vago
dirigido a sus familiares y amigos en tan señalada ocasión como la celebración de
sus fules bodas de plata. Quizás exagero la nota crítica si lo pongo en
relación con el discurso de Pleberio que cierra La Celestina, pero a la vista de estas dos afirmaciones que cierran el de Adrián –nombre, por cierto, tan
cercano al Andrenio de El
Criticón gracianesco…–, que cada cual saque sus conclusiones:
La vida no suele tener argumento y a lo único que
llegamos, si llegamos a algo, es a separar el sueño de la realidad, a vivir
como todo el mundo vive, en una atmósfera fría y vacía de emociones y a
refugiarnos de vez en cuando en el rincón de los sueños, con el olvido por antorcha,
la imaginación por estandarte, tapados los oídos y los ojos cerrados.
Estamos todos unidos por invisibles lazos en esta olla
podrida de contenido torpe y anodino que se llama humanidad, y nuestra posición
en la mesa depende muchas veces de la forma del hueco que los demás nos dejan
libre.
Ahí queda eso. No sin antes dejar anotada,
sin embargo, la jocosa reflexión del autor al inicio del último capítulo, donde
le advierte al lector que si hubiera leído el índice y hubiera visto que este
capítulo seguía al primero, hubiera podido acogerse a la “invitación al lector”
que le propone el autor: Si éste adquiere
la costumbre de pasar del primero al último capítulo en todas sus lecturas, se
ahorrará doscientas páginas, grosso modo, por libre, y si lee mucho, puede
ahorrar mil páginas por mes, doce mil al año, y dejar en la vejez una buena
fortunita de páginas ahorradas a sus distinguidos sucesores. Y aquí quede
también mi recomendación personal de que no se ahorre el lector ni una de las
doscientas páginas grosso modo con que Clarasó pone punto final a
su trilogía de novela matrimoniales.