Un escritor parcialmente olvidado: Noel Clarasó.
Noel Clarasó i Serrat
(1902-1985) Nació en Alejandría. Fue hijo del conocido escultor catalán Enric
Clarasó i Daudí, cuya obra se centró en la escultura funeraria, vertiente
creativa en la que consiguió no pocas
obras de mérito, como el Memento
homo, galardonada con la medalla de oro en la Exposición Universal de
París, y en la que se representa al hombre cavando su propia tumba, según puede
verse en el Cementerio de Torrero, en Zaragoza, porque allí preside el panteón
de la familia Aladrén, si bien en el de Barcelona hay una copia; o la
excepcional Alegoría del Tiempo, una pieza
deudora del Moisés de Miguel Ángel, representado en el acto de arrancar las
hojas del libro de la vida. Enric Clarasó fue activo miembro del modernismo
catalán, en compañía de Casas y Rusiñol, de quienes fue íntimo amigo.
Nuestro autor, cuya futura
dedicación humorística debió suponer para él una rebelión en toda regla contra
la severa dedicación artística de su padre, inició la carrera de Derecho, pero
no la acabó. Fue Técnico del Ayuntamiento de Barcelona, en el área de parques y
jardines, actividad profesional a la que dedicó varios libros. Fue también
articulista en La Vanguardia. Sus
artículos se consiguen en PDF en la hemeroteca del diario y constituye un
placer leerlos de forma gratuita. Noel Clarasó es lo que se conoce aún en nuestros
dias como un escritor “todo terreno” capaz de escribir, con un altísimo nivel
de calidad, una biografía, un ensayo luminoso, un libro de autoayuda, hacer
traducciones, cultivar la novela, el teatro y, sobre todo, sus muy conocidas
compilaciones de aforismos y frases célebres, disciplina en la que se convirtió
en todo un experto y que influyó decisivamente en su manera de escribir.
Incluso creó un heterónimo, León Daudí con el anagrama de su nombre propio,
Noel, y el segundo apellido paterno, heterónimo al que dio carta de naturaleza
al incluirlo en su célebre Antología de
textos y citas, de Ediciones Acervo, donde recoge 61 aforismos de su
personaje. Como Daudí publicó, además, en la editorial Zeus, tres manuales muy
interesantes (hoy solo accesibles a través del circuito de segunda mano, muy
activo en Internet): Prontuario del
lenguaje y estilo, 1963. Prontuario
de citas célebres, 1964 y el Prontuario de poesía castellana, de
1965. Fue un seguidor aplicado de la escuela de las Greguerías de Ramón. De ahí su libro Observaciones y máximas de Blas, precedente, sin duda, del
Diccionario de Coll.
Clarasó se hizo famoso en
España por haber sido guionista para TVE, para la que escribió series como Tercero izquierda (La obra teatral
original en la que se inspira, del propio Noel Clarasó, ya había sido llevada
al cine por Francisco Prósper en 1963, con el título Confidencias de un marido), con una pareja de actores
excepcionales: José Luis López Vázquez y Elvira Quintillà, o Hermógenes Pérez, para
servirle (con el sosísimo Carlos Larrañaga –que se redimió como actor, sin
embargo, en Los gozos y las sombras,
de Torrente–), donde volcó su particular humor blanco y escéptico, muy próximo
al de los creadores de La Codorniz y a autores como Mihura o Jardiel Poncela.
Fue guionista de José María Forqué en la adaptación que éste hizo de su novela El diablo toca la flauta, novela muy
próxima a la que aquí nos ocupará en breve: El
asesino de la luna.
Noel Clarasó es un escritor
que pertenece también a la literatura catalana. Fue el último ganador del
prestigioso Premi Crexell, en 1938, con una obra Francis de cera, que aún sigue inédita, hasta que en 1982, ya en
democracia, volvió a reanudarse la concesión del premio. En 1956 publicó El gep i Un camí; en 1968, L’altra ciutat y, muy poco antes de
fallecer, en 1984, publicó: Un benestar
semblar: novel.la. Ni que decir tiene que es un autor absolutamente
marginado en la literatura catalana, para la que simplemente no existe, y un
autor al que conviene otorgar, en la literatura en castellano, la importancia
que merece una obra como El asesino de la
luna, tan llena de propuestas innovadoras que se adelantaron más de medio
siglo a su tiempo.
Como jamás tuvo Clarasó un no
para cualquier proyecto de escritura que se le ofrecía, fue el autor de una
suerte de libros que caen dentro del marbete de la miscelánea, muy propio de un
genero “cajón de sastre” que también tiene su tradición en nuestras Letras,
como lo atestiguan Suárez de Figueroa, Juan de Zabaleta y otros autores como
Diego Torres Villarroel, autor de almanaques, como el buen Lichtenberg, por
cierto. De sus muchos libros del primum
vivere, quiero destacar El arte de perder el tiempo, un texto
transversal, muy del gusto de la actualidad. Su contenido bien puede
considerarse como un antecedente lejano del contenido de muchos de los blogs
que abastecen la red de sueños truncos o fecundas obras inéditas.
A pesar de todo lo escrito,
puede considerarse bastante pobre la información que hay en internet sobre Noel
Clarasó, e incluso sorprende que sólo pueda hallarse de él una fotografía, más
próxima a los arrebatos funerarios de su padre que a las risas de su propia
idosincrasia. La mayor parte de la información tiene que ver con su faceta
aforística, que me interesa sobremanera, pero no para esta ocasión. De este
contacto con tan notable autor, me impongo la grata obligación de leer tres
títulos que buscaré a toda costa: Historia
de una familia histérica. Novela de malas costumbres; Mi barrio feo. Novela de la vida posible, y El libro de los tontos. Con esas lecturas creo que estaré en
condiciones de hacer una valoración casi definitiva del autor.
EL ASESINO DE LA LUNA
Y ahora vayamos con el
verdadero objeto de este estudio. Lo descubrí, como todas mis lecturas
inolvidables, en un montón de libros viejos en el mercado de Sant Antoni, de
donde salgo, siempre, con un soberbio ataque de urticaria producido por los
ácaros del polvo que se reúnen en aquel recinto todos los domingos para
celebrar su victoria sobre las esperanzas, los orgullos y las fatuidades de los
aspirantes a celebridades literarias. No me demoro mucho en la elección: la
experiencia me permite, con una breve cata, volver para mi cueva relamiéndome
por el futuro placer que me deparará la lenta lectura de la pieza cobrada con
tan poco esfuerzo y desembolso. No tuve
más que abrir la cuarta página del volumen para descubrir en el epígrafe que
podía estar ante una obra nunca leída como yo estaba dispuesto a hacerlo: Pasiones, acciones y reacciones de un hombre
que pretendió comprender demasiado pronto el sentido de la vida, escritas según
una referencia de tercera persona, hecha de memoria sobre un relato original de
viva voz. En el relato estaba la vida de un hombre; en la referencia la de
otro, y en este libro la de todos, yo incluido. Quédate, lector, con la que más
te guste de las tres cosas.
En efecto, henos aquí ante la
famosa mise en abyme propia del
género de la autoficción con la que se
despista al lector para que nunca sepa a qué carta quedarse sobre la identidad
del narrador, del personaje central o del autor. Este juego de matrioskas lo lleva a cabo Clarasó con
una habilidad notabilísima, según se puede juzgar por el epígrafe que acabo de
transcribir. Se trata, pues de una obra
sumamente moderna, de inspiración deconstructivista avant la lettre, con esa indeterminación del autor, el narrador y
el personaje que presagiaba lo que después, capítulo a capítulo, se fue
convirtiendo, a medida que leía, en un acabado ejemplo del novísimo género de
la autoficción, aunque con reparos. Clarasó se propone esclarecer el
significado del concepto autobiografía
y la imposibilidad de acceder a una comprensión clara del término o, en su
defecto, a una definición que permita la complicidad del lector. De hecho, al
lector se le mete siempre en un embolao del que con dificultad puede salir,
porque el propio narrador no tiene claro en ningún momento que lo que se trae
entre manos acabe teniendo un significado claro o preciso.
La situación de la que partimos,
un autoinculpado, ante el juez de guardia, de haber asesinado a la luna, tiene
ecos del humor del mejor Mihura, del más inspirado Jardiel y del lirismo absurdo
de Tono. A través de un extensísimo monólogo fragmentario, el narrador
multiplicará sus historias, como Sherezade, ante los oídos agradecidos de un
juez que comparte el vino y la noche con él para que no cese el manantial de
historias, la mayoría de ellas interesantísimas y muy divertidas, que le
servirá para distraerle en su inacabable noche de guardia. Lo primero que atrae
al lector es el intento del narrador por escribir su biografía, pero antes, y
en vez de la tópica captatio
benevolentiae, despliega el narrador, a modo de introducción, ante los oídos incrédulos y perplejos del
juez, que actúa como sustituto del lector, un brillante ejercicio de crítica
literaria en que repasa la aparición de la luna en textos de escritores como
Nicomedes Pastor Díaz, Miguel de Unamuno, Antonio Machado, José María de
Sagarra, Mauricio Bacarisse, Jorge Gillén, Juan Larrea, Lorca, Alberti y
Shelley, para llegar a la conclusión de que no podía haber dejado de hacer lo
que ha hecho: asesinarla. A partir de ahí, bien puede decirse que el narrador
se ha granjeado las simpatías del lector y su aquiescencia a lo que le proponga
como aventura narrativa, un reguero de historias que seguirá con el interés de
quien va sorprendiendo en cada capítulo algún rasgo de interés, y el primero de
ellos la rica personalidad desengañada, escéptica y bien humorada del narrador,
trasunto evidente del propio autor. Es importante esta identificación y nuestro
asentimiento porque ahí se fragua el contrato de complicidad que nos permite,
como quería Bousoño en su teoría poética, asentir a las propuestas del autor,
por inverosímiles que sean las historias, todas ellas de apariencia realista,
que nos ofrece.
El segundo fragmento, después
del primero dedicado al marco narrativo, su estancia en el juzgado, que abre y
cerrará la obra, se titula Biografía desordenada, y su primer
párrafo es esclarecedor: Soy un hombre
sencillo, sin aspiraciones, cobarde, aconsejado, de ideales mezquinos. Un
hombre en tono menor. De tipos como yo, repetidos hasta la saciedad, se forman
las multitudes de fácil manejo. Tengo más de masa que de individuo. Nadie me
advierte en la calle y sólo quedo bien en las fotografías de grupo (…) Y en
donde mejor me hallo es como parte de un todo clasificado que diluya la
personalidad: en una cola o en la sala de espera de un dentista.
Los lectores de este
Diario habrán advertido enseguida el nexo evidente entre este asesino lunático
y el manzanero Juan Poz que aspiró a
fundirse en la masa vecinal para escapar al yugo ridículo del malditismo. No
acaban ahí las semejanzas, pero no quiero arrimar el ascua a mi escuálida
sardina, sino poner de relieve las virtudes nítidas de este poderoso cuento de
cuentos que sabe hechizar al lector con la personalidad de un narrador muy de
nuestros días: escéptico, irónico, cercano al silencio, amante de la belleza,
sensible y muy alejado de los tópicos aldeanos al uso de la España vulgar.
Llama la atención, de la
estructura del libro, que cada fragmento se abra con un aforismo del autor y se
cierre con otro ajeno, en una suerte de círculo de sabiduría que le permite al
lector no sólo distraerse sino aleccionarse, amparándose el autor en el tópico
horaciano del docere et delectare (aunque
a veces lo vemos más cercano de la catarsis aristotélica), pero sin énfasis
ninguno. Antes bien, la presencia del aforismo en el plano estructural se acaba
contagiando en el plano estilístico y es muy frecuente que la narración esté
salpicada de aforismos que nos revelan, tanto como los hechos, la compleja y
atractiva personalidad del narrador/asesino. A su manera, el narrador exhibe,
así, su parentesco con otros narradores autobiográficos como Guzmán de
Alfarache, trasechador de moralejas, o
con otros de prosapia aforística como el Tomás Rodaja de una obra maestra del
género aforístico que es El Licenciado
Vidriera.
No deja de ser irónico que el
protagonista sea librero, y que lo sea, además, a domicilio, como si la
literatura no pudiera venderse más que de tú a tú en el ámbito acogedor de la
vivienda propia: Uno de aquellos
clientes, el que compraba más, creía de buena fe que ser intelectual consistía
en exhibir una biblioteca muy nutrida. A mí aquella opinión me divertía y me
chocaba. Pero después, con los años, he sabido que no era más equivocada que
otra. He aquí un ejemplo elocuente del tono elocutivo del narrador, a medio
camino entre el Machado de los Proverbios y Cantares y el Lichtenberg
de los Aforismos, pasando por la herencia evidente del narrador de Amor y pedagogía, donde habitaba, ¡no lo
olvidemos!, otro eminente aforista: D. Fulgencio de Entrambosmares.
El protagonista, que lleva
durante toda su vida una existencia gris y triste, no simpatiza ni con el mundo
ni con sus habitantes, y no pierde ocasión de manifestar esa animadversión y un
pensamiento nihilista muy propio de las personas reflexivas y sensibles: El hombre suele tener un gran corazón y una
pequeña inteligencia, al revés de lo que él supone; y en vez de seguir los
impulsos del corazón se confía a su miseria intelectual. De ahí que el
hombre sea: aburrrido y monótono. Cambia
de costumbres porque las costumbres son tontas e innecesarias; las impone el
clima o una tradición que sigue por pereza de pensar. El personaje,
expuesto desde muy joven a las fuerzas del mal, como remedo del antihéroe de la
picaresca, enseguida descubre los códigos esenciales de la existencia: Era la vida, así, y yo era una parte de la
vida. Desde entonces la trampa, la ficción, el engaño, la mentira, el disimulo,
el logro de un bien a costa de un mal ajeno y el ponerse algunos de acuerdo
para fastidiar a otro me han parecido sentimientos y acciones naturales en el
hombre. O esta otra desoladora constatación: El ideal no existe. Esta es una palabra que no corresponde a ningún
significado y que se ha introducido en el diccionario para envenenar el sentido
de las otras palabras. Es una palabra que se goza en el mal y sólo hay una
manera de librarse de su influencia: suprimirla.
El protagonista parece aquejado de
erostratismo, pero sólo si consideramos superficialmente sus acciones, porque
su desengaño es de tal naturaleza que se lo lleva a él mismo por delante, hacia
una quimera que, como confiesa, le permita evadirse de su sinvivir: Sé que mi vida de ahora, pequeña, desvaída,
anodina, sin emoción, sin agresividad, sin placer, sin un resquicio abierto a
lo inesperado, ha de ser hasta la muerte una repetición de sí misma. Y para
soportarla en paz he repetido mi hazaña de la niñez. Entonces incendié el
taller de cajas de cartón para librarme de él. Ahora he asesinado la luna para
librarme de ella. Esos atropellos son la única posibilidad de los que no
sabemos evadirnos.
A lo largo de los 71 fragmentos que
componen el libro hay muchas vetas reflexivas muy interesantes, pero en estos
tiempos de la metaliteratura y la autoficción, las meditaciones acerca del arte
de narrar, de las condiciones de la biografía, de la naturaleza de la ficción,
etc., cobran un interés evidente para lectores que han tenido que vérselas con
múltiples ejercicios narrativos en los que se juega con los límites de los
géneros e incluso con la existencia objetiva de los mismos, de ahí que se lean
con placer no pocas reflexiones como las siguientes, tan explícitas que me
evitan tener que dar explicaciones innecesarias. No quiero dejar de constatar,
no obstante, la pureza y pertinencia de estas meditaciones, tan por encima de las
de tantos y tantos aprendices que se nos publicitan como valores consolidados
de nuestras Letras actuales, y a quienes la simple mención de Noel Clarasó les
debe de provocar un repelús parejo al de ser considerados epígonos menores de Arturo Reverte:
1.La
vida se vive bien, a veces, pero siempre se explica mal. Un episodio cualquiera
real, un choque de carácter, una agresión, un amor, una sombra de pasión enseña
cien veces más que un montón de libros. Pero también distrae menos. A la vida
le falta emoción, sal y vinagre de lo raro y lo inesperado. A los libros, no.
La habilidad del escritor consiste en salpicar de emoción falsa las escenas
vulgares sencillamente humanas.
2. Las novelas corresponden también a los dos únicos tipos: las que
describen la vida de las personas y las que hacen vivir a los personajes.
3. ¿Qué valor tiene ser protagonista de una historia? Ninguno. El caso es
que la historia exista y poderla contar y hasta desfigurar. Todo el valor está
en lo que cada uno pone de su parte al desfigurar la primitiva historia. Pero
los hombres preferimos, quizá para dar menos explicaciones, atribuirnos todas
las historias y presentarnos siempre como
protagonistas. Es más cómodo.
Yo también algunas veces me apodero de las
historias ajenas y me revisto de ellas como de un ropaje prestado. Algunas me
caen pintadas. En otras me muevo con torpeza. Y así se escriben las historias y
se inventan las biografías. Los que no hemos tenido argumento ni hemos sido
jamás protagonistas del verdadero drama o de la aventura esencial, no tenemos
otro remedio, si queremos llamar la atención, que inventar una biografía, darle
una cierta unidad, descabellarla un poco después para que parezca más auténtica
e introducirnos en ella, de noche, como un ladrón.
Todos podemos
inventar un pasado. He aquí una idea maravillosa. He repetido tantas veces
algunas historias falsas de i juventud, las he enriquecido con tantos detalles
verosímiles que ya las veo ahora como las imágenes de un auténtico film de mi
vida.
¡Cuánta levadura en esas tres
reflexiones! ¡Cuánta perspicacia! ¡Cuánta sabiduría literaria! Y lo más
importante, expuestas todas con la sencillez de quien no tiene que demostrar
nada a nadie, porque Noel Clarasó no mendigó un reconocimiento que no buscaba,
como le pasa a Zafón. Él era consciente de su arte y, al menos en esta
novela/ensayo, lo derrochó con una generosidad que espero, a partir de esta
recensión, tenga el aplauso que nuestra historia literaria le debe.
Me reservo para casi el final un
“apunte” que, aparecido en esta novela, que es del 47, muy anterior al de
Canetti, dedicado a John Aubrey, en 1978, permite comprobar el clasicismo
vanguardista (valga el oxímoron) del planteamiento de Clarasó. A quien leyera
mi entrega sobre Canetti le sorprenderá leer lo siguiente: Me
gustaría escribir en forma de biografías breves la historia de toda la gente
que he conocido. Cien, quinientas o mil biografías; no lo sé. Todas anodinas y
sin argumento. Una breve pintura del personaje y un final inventado, porque la
mayoría de la gente que he conocido aún vive.
Aparte el
final, creo que se podrían escribir casi todas con las mismas palabras, sólo
cambiando los nombres de los protagonistas. Y, sin embargo, somos todos
distintos. No existen dos rostros iguale ni dos voces que se confundan. ¿Qué
hay en la voz? ¿Tan matizada es la gama del sonido que puede dar lugar a dos
mil millones de voces distintas? Y no solo es la voz. La risa, la tos, el ruido
de los pies al andar es distinto en cada uno de nosotros.
Pero estos
datos diferenciales no pueden constar en una biografía. Se puede decir que un
personaje tenía una risa especial y su voz especial y su manera de andar. No se
puede decir cómo era su voz, ni su risa, ni su gesto para distinguirlos de los
demás.
Los
novelistas, en su lucha contra el adjetivo. Hablan de voces claras,
estridentes, cálidas, apagadas, bien templadas, gangosas, secas, ásperas,
dulces. Pero todos estos calificativos no hacen una verdadera distinción. Creo
que ninguna descripción puede distinguir
a una persona de las demás. Un retrato, sí. Y quizás es tan interesante
hojear un álbum de retratos como leer una colección de biografías breves.
Estas últimas meditaciones sobre el
estilo se corresponden con otra veta que hay en la novela, la reflexión sobre
el lenguaje, que ocupa un fragmento completo, el 22: Una palabra en flor, del que me limito a extractar una breve parte
que expresa con toda contundencia la profunda reflexión sobre la lengua que
llevó a cabo un artífice de ella, un teórico y un practicante poco dado a la
verborrea y mucho al laconismo: ¿De qué puede quejarse un hombre que ha
recibido el don de la palabra y un libro en donde constan las cien mil palabras
de su lenguaje que ya han sido aceptadas y reconocidas por un organismo
oficial? Si no sabe qué hacer, que se dedique a estudiarlas y a distribuirlas a
lo largo de su vida.
El hombre que conoce las palabras, las estudia a fondo, las
domina y no las usa en vano sino en toda su pureza y su belleza, ¿qué más puede
desear? El hombre desea muchos tesoros distintos de la palabra, lo sé, pero
esto es debido a su desconocimiento del valor de la palabra. Y por lo mismo que
desconoce su valor no se atreve a usarla y a servirse de ella como de un arma
poderosa.
Muy pocas palabras son esenciales para la conversación.
Casi todas expresan conceptos extremos y opuestos dos a dos: sí y no, bueno y
malo, frío y caliente. Los términos intermedios no se necesitan para hablar.
Pero a todo lo que existe le corresponde de verdad uno de esos términos medios.
La palabra se expresa a sí mismo, pero no expresa jamás una realidad exterior.
Es sumamente difícil conocer el verdadero sentido de una
palabra. Todos lo destrozamos y por falta de conocimiento hacemos gala de dar a
las palabras una falsa interpretación. Las ensartamos unas detrás de otras
precipitadamente, las desnudamos para no perder tiempo, les quitamos todo su
valor para que luego no se revuelvan contra nosotros. Ya no es el sentido de la
palabra lo que nos interesa, sino la voz, el gorjeo, la pura articulación o la inarticulación
de sonidos.
Nuestras palabras son ruidos de la naturaleza. El ruido del
hombre sobre la tierra. Quizá algunos hombres hablan. Los demás, la mayoría,
hacen ruido.
(…)
Los hombres gozan hablando cuando nada se han de decir. Y
esto estaría muy bien porque la palabra en sí es un goce. Pero ellos fingen que
hablan para decir algo y pretenden atender, no al sonido puro, sino al sentido
de las palabras. Este ha sido siempre su gran error.
(…)
Lo cierto es que la palabra cuanto más escasa, más retenida
y más sobria, más llena es de significado. La palabra poética, la que lo
expresa todo sin decir casi nada, nunca reside en las bocas de los parlanchines.
A
quien le suene a amenaza que podría extenderme más sobre El asesino de la luna
para atender a todas las riquezas de inventio,
dispositio y elocutio que contiene, le consolará saber que pongo punto final a
esta invitación a la lectura de una obra que no defraudará, al menos, a quienes
La manzana de Poz les pareció digna
de elogio y aprecio. Como los lectores de este Diario conocen mi dedicación
investigadora al mundo del aforismo, y como Noel Clarasó, bien por sí mismo,
bien a través de su heterónimo León Daudí, apenas es conocido hoy en internet
más que por sus chispeantes aforismos de honda raigambre inglesa, quiero
concluir esta presentación de su novela con algunos aforismos que, por haber
sido extractados de la novela juntamente con los que, definidos como tales,
encabezan algunos fragmentos de la misma, difícilmente serán encontrados en
esas páginas que no le honran como se merece:
·
El hombre es un animal de
costumbres, dicen, pero que se harta pronto de ellas. Creo que es el animal
menos constante en sus costumbres de todos los de la creación.
·
El hombre siempre es enemigo
natural de otro hombre desconocido. La amistad es un estado de excepción y el
amor una excepción rarísima.
·
Las cosas que se han aprendido
a hacer mal, cuanto mejor se saben, peor.
·
Un pasado, en realidad, no es
nada, pero sirve de consuelo a muchas almas y de tema a muchas conversaciones.
·
Los hombres veneran la memoria
de sus padres aunque no se acuerden de nada más que de una imagen falsa.
·
El ser humano es
incomprensible para los otros seres humanos; solo algunos animales domésticos
le comprenden. Pero estos no escriben sus memorias y no se sabe lo que piensan
del hombre.
·
Una cosa es la vida y otra la
novela. Una cosa es la filosofía y otra el pensamiento.
·
No tenía conversación. Sólo
sabía contar su historia.
·
Me dejo engañar como todo el
mundo. ¡Qué fuerza tiene la palabra! Asegure usted la cosa más absurda y alguna
convicción ajena se tambaleará.
·
No es conveniente que los
niños descubran la existencia de palabras que expresan una cualidad de la que
ellos carecen.
·
Yo nunca he admirado a un
sabio o a un político eminente. Los sabios me dan una impresión de pobres
gentes convencidos de la verdad de un error cualquiera y hundidos en él. Los
políticos eminentes me parecen títeres. Se les aprieta un botón y sueltan una
andanada de palabras; las únicas que hay en la cajita de música. Y he admirado
siempre a los payasos de circo y a los jardineros municipales que se suben a
los árboles en otoño para cortarles las ramas.
·
Sí: es cierto que Dios hace
llover y hace salir el sol para justos y pecadores, pero los hombres tienen
otro criterio de clasificación, se dividen en ricos y pobres.
·
Como todos los hombres muy
sensibles, no podía vivir solo y no dejaba vivir a los que le acompañaban.
·
Los hombres hacen las frases
al derecho y las cosas al revés.
·
Hay quien sostiene que para
encontrar una cosa perdida, lo primero es empezar por perderse uno mismo.
·
El hombre mejor situado para
triunfar no es el que sabe dominar sus pasiones, sino el que sabe dominar las
pasiones ajenas.
·
El amor es una oscuridad en
donde se pierde el más avisado.
·
Sólo hay dos maneras de ser
desgraciado en el amor: desear lo que no se tiene o tener lo que no se desea.
·
No hay sino investigadores
temporales de la verdad. Uno permanente es una imposibilidad humana.
·
“Un día llegué a descubrir el
camino de la verdad; este es el único castigo de los que nos empeñamos en
encontrarla” [Paráfrasis de Rusiñol: Los que buscan la verdad merecen el
castigo de encontrarla].
·
Después de cincuenta años de vida
he llegado a una sola conclusión, de la que creo estar seguro: los actos del
hombre no tienen nada que ver con sus ideas.
·
Donde fueres haz lo que
vieres; pero donde fueres viejo, que los otros vean lo que haces tú.
·
Vivimos en armisticio con
algunos grupos de hombres. En alianza, con ninguno.
·
Las razones aplastantes sólo
aplastan si se saben expresar en ráfagas violentas de palabras.
¡Qué aproveche el festín