Me siguen castigando con sus respuestas desencajantes. ¡Nada les parece bien, ni estimulante ni curioso ni atractivo ni digno de la semiescasa inversión que supondría, publicar apenas unas cuatrocientas hojillas de nada, para quienes editan centenares de miles de ellas llenas de bodrio, bazofia y aguachirle. Comienza a hinchárseme el hígado con tanto desdén sistemático, pero, a pesar de todo, sigo emborronando decenas de archivos y folios en los que mis ficciones levantan su vida espesa y cincelada, con una voluntad artesana que poco o nada tiene que ver con los bodrios en serie que tanto les gustan a los mierditores de nuestros días, aunque cabría el mierditoras genérico, porque la profesión se ha feminizado, como la enseñanza, y quien quiera sacar conclusiones allá él o ella allá. Me he vuelto ¡empiriocríptico...!
Aquel que fui ya tiene hasta página inicial sobre mí, pero también le van a dar a él por el alambique, ¡qué cojones! Más vale que se la guarde y me deje en mi paz jobairada y jobdida, con la tejuela y la laceración del cuerpo y del alma. Sí, son como dioses esos editores del carajo, pero yo soy un agnóstico y hasta un ateote como el Guimarán vetusto, sin haber tenido comercio religioso jamás. ¡Pues no estaba dispuesto a decir, arrastrado por el orgullo, que no los necesito para nada, y que se pueden quedar en el empíreo de sus banalidades, entre los nubarrones de sus trivialidades betsellerizadas! ¡Ay, cómo podemos llegar a desbarrar los borrados, los aniquilados!, ¡los nunca estampados! ¡Y cómo duele, a día de hoy, que es año de casi siempre, la antigua bravata infantil: Te doy una hostia que te estampo! ¡Ojahermes!
Hay obsesiones enfermizas, y una de ellas es, con toda precisión, la de dejar de ser novel para convertirse en caballero real del reino de la novelería andante. Los armados dicen que nada cambia, que publicar sin publicitar es como mear en el mar, y que a veces es más digno el silencio que sufrir la indiferencia y el desdén. Quizás. Nunca se sabe. Pero juegan con ventaja. Quien fui disfrutó de esa fortuna y no fue afortunado, salvo en amores. Váyase a saber. No se puede ser escritor sin escribir, ¡y yo me jarto a ello!; pero tampoco sin publicar, tampoco sin que los desvelos de las novelas se encarnen en cuerpos de tomo y lomo, vanidosos, ufanos, narcisistas, megalómanos..., y necesariamente absurdos.
No ignoro que la visita a una librería de viejo es el mejor antídoto contra la obsesión fetichista de la publicación. ¡Cuántos cadáveres pulcramente ordenados en sus nichos anchoados! Pero ahí están, al menos, al alcance de la mano que los expolve o exborre para vivir quién sabe qué nueva, vieja o eterna vida. Lo cierto es que desde el cajón de las ficciones dormidas jamás, por sí solos, llegarán sino, herederos mediante, al contenedor de papeles y cartones. ¡Hospedarse en los anaqueles de las librerías de viejo es, sin duda, haber triunfado! Allí está el poso de lo preciable y lo despreciable, allí la joya y la ganga, allí la prueba del gran olfato y también la del moco espeso de los tasadores acatarrados, de los justipreciadores gargajientos. ¡Qué largo el camino para llegar desde la muerte hasta la resurrección! ¡Y qué frío!