domingo, 3 de agosto de 2025

«Elogio del caminar», de David Le Breton, o la vida auténtica.

                                                         

                    

El caminar como forma de vida; el camino como piedra de toque.

 

          El antropólogo y sociólogo francés David Le Breton ha fijado su atención en un hecho humano cuya capacidad de definición podría llegar incluso a calificar la especie, si nos atenemos al ensayo de Gustavo Bueno, donde defiende el concepto de homo viator en justa correspondencia con la de homo ludens u homo ridens, por ejemplo, como una definición válida de la persona, atendiendo no solo a la realidad material del desplazamiento, sino a la metafórica de la vida como camino hacia el más allá. Veremos que Le Breton ha dedicado un capítulo de su libro precisamente al peregrinaje como una clase de caminata muy particular, usualmente de índole religiosa. Y Bueno dedica, en su ensayo un apartado a la elucidación del concepto «viaje», porque ni todos lo son ni todos son verdaderos, sino que existen los fingidos, los ficticios.

          Le Breton parte de una definición: Caminar es un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y el espacio. Es un despojamiento provisional ocasionado por el contacto con un filón interior que se debe solo al estremecimiento del instante; implica un cierto estado de ánimo, una bienaventurada humildad ante el mundo, una indiferencia hacia la tecnología y los modernos medios de desplazamiento, que irá ampliando y matizando a lo largo de una exposición en la que aportará las opiniones de muchos autores relacionados con la actividad de caminar o que hayan reflexionado sobe ella, como Roland Barthes: «es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial y por lo tanto el más humano».

          Desde el punto de vista compositivo de la obra, el lector tiene la tentación de pensar que Le Breton ha tenido la suficiente humildad como para no interrumpir los testimonios copiosos de quienes perfilan con perspicacia y nitidez qué sea la experiencia de caminar y la pureza de un hecho que se ha de realizar en estricta soledad, porque, al parecer de Stevenson, del viajar en compañía, en pareja, por ejemplo, ya no podemos hablar de «caminar», sino de algo parecido a una «merienda campestre». «Puedo disfrutar del trato con los demás —confiesa Stevenson— en una habitación; pero al aire libre la naturaleza es compañía suficiente para mí.»

          Es cierto que lo más chocante del caminar, de las caminatas, del viajar a pie a través del paisaje, de por sí ya tan acotado y privatizado, es que nos parezca un anacronismo en un mundo en el que reina el hombre apresurado y que escoge como medio de locomoción artilugios totalmente opuestos a lo que en este libre se entiende por «viajar», si ello se hace a pie, enfrentado a la realidad física del territorio, con todo lo que ello tiene de reto para el caminante. Le Breton no habla de ello, claro, pero el «caminante» aislado es, también, una figura sospechosa, es «el extraño», el «levente», el «otro» y tiende a precavernos ante lo que podemos entender como una amenaza, contra nosotros o contra nuestros bienes. En la tradición usamericana, pero en también en la nuestra europea de siglos anteriores, el extranjero, el «forastero» no siempre es bien venido ni se espera nada bueno de quien, acaso, no tenga oficio ni beneficio y de quien nos puede venir un daño. Es raro que Le Breton no haya querido indagar en esa vertiente del caminar, pero hemos de entender que, con el título del libro, Elogio del caminar, la obra dedique su espacio a la loa de una actividad que se ha de realizar en términos de curación del espíritu y reencuentro con lo mejor de nuestra naturaleza.

          La visión beatífica del caminar la concentra el autor en una serie de consideraciones idealizadoras que nos proponen afrontar el hecho de caminar más como una terapia psicológica que como un viaje singular en estos tiempos de la mecanización: Dar el primer paso es sinónimo de cambiar de existencia por un tiempo más o menos largo. Esa aspiración moderna de luchar contra la despersonalización que suponen unas vidas demasiado previsibles y en las que la lucha por la vida en modo alguno implica ya ni el desplazamiento habitual ni el caminar de un sitio para otro donde uno pueda hallar ese difícil pan nuestro de cada día. En tiempos de duro anonimato —y descollar en las redes sociales no obedece sino a ese sino: ampliar el círculo de quienes nos conozcan e incluso nos admiren—, de propensión al trauma y al trastorno, el hecho de caminar es incluso contemplado como un acto de rebeldía que nos acerca, como quieren los exoayudantes, a «la mejor versión de nosotros mismos»:  El caminante es un hombre disponible que no tiene que rendir cuentas a nadie; es el hombre de la ocasión, de lo oportuno, el artista del tiempo que pasa, un vagabundo de las circunstancias que se aprovisiona de descubrimientos a lo largo del camino. La metáfora de la vida como camino, que lleva, en su más alta expresión a la identificación de la instancia religiosa con él: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», no solo implica una dimensión espiritual, sino, fundamentalmente, física:  Caminar reduce la inmensidad de mundo a las proporciones del cuerpo. […] Como todas las empresas humanas, incluso la de pensar, caminar es una actividad corporal, pero implica más que ninguna otra la respiración, el cansancio, la voluntad, el coraje ante la dureza de a ruta o la incertidumbre de la llegada. Y de ahí que el autor dedique un generoso espacio no solo a las adversidades del camino, sino a la impedimenta necesaria para afrontar la marcha. Pero, sobre todo, le preocupa la dimensión «íntima» de tan compeja actividad: Caminar es un modo de conocimiento que recuerda el significado y precio de las cosas, un rodeo fructífero para reencontrar el goce del acontecer. […] Las percepciones sensoriales se limpian de su rutina, se inventan otro uso del mundo. «Rutina», ese es el enemigo contra el que lucha el caminante cuando se echa al camino, en cualquier dirección y con cualquier intención, aunque sea la religiosa. Recordemos que «hacer el camino» es la expresión que sustituye, desde hace mucho, el antiquísimo «peregrinar a Compostela», de acuerdo con esa visión secular que va apoderándose de las tradiciones religiosas seculares para resignificarlas y hacerlas suyas.

          Si tenemos en cuenta que el caminante ha de caminar solo, si nos ceñimos a la definición del caminar que en este volumen se defiende, no tardamos en enfrentarnos con una de las grandes revelaciones del acto de caminar: «el silencio», definido por Le Breton como el fondo del que debe nutrirse quien camina a solas. Como bien añade, poco después,  el paisaje no está conformado únicamente por lo que el hombre ve, sino también por lo que el hombre oye, y esa sí que es una gran experiencia para quien se lanza al camino, como antiguamente se lanzaba uno a la aventura: El silencio compartido es una figura de la simplicidad, que prolonga la inmersión en la serenidad del espacio. Y, propiamente, no es tanto hablar del silencio como la total ausencia de sonidos, sino de la emergencia para nuestra audición de otros sonidos inusuales o irreconocibles: los animales, el viento atravesando las ramas de los árboles, cualquier crujido propio de la tierra viva por la que atravesamos. Como dice  el autor: la experiencia de caminar descentra el yo y restituye el mundo, inscribiendo así de pleno al ser humano en unos límites que le recuerdan su fragilidad a la vez que su fuerza. Recordemos que un mundo tranquilo y silencioso acaba por convertirse en un mundo inquietante en el que se sienten perdidos todos aquellos que están acostumbrados al ruido, por eso el hecho de caminar activamente se convierte en una suete de metamorfosis del individuo: el camino nos transforma.  O como dice Le Breton a modo de conclusión: No se hace un viaje; el viaje nos hace y nos deshace, nos inventa.

          El libro está lleno de testimonios que nos hablan no solo de los placeres del camino, sino, también, de las adversidades innúmeras sufridas por los caminantes vocacionales y casi profesionales, como recuerda  Alain Borer, quien  cuenta que ni los mulos ni los camellos hacían más de una vez en su vida el trayecto de Harar a la costa: morían durante el camino o eran abatidos al llegar por la dureza del esfuerzo. Rimbaud recorrerá a pie este itinerario una quincena de veces, en las peores condiciones. Él, que se soñaba un «peatón, nada más», pierde la pierna debido a estas marchas agotadoras y a un compromiso con el mundo que sus poemas no permiten apenas presagiar.

          El libro dedica espacio a gestas, porque así han de considerarse, como la de algunos caminantes que quisieron descubrir lugares inexplorados en el continente africano o atravesar parajes inaccesibles como en el Himalaya. Usualmente europeos y usamericanos, pero no solo ellos, sino que también nos habla de la tradición oriental, como Bashō, el poeta japonés que renuncio a la vida social y recorrió a pie todo el país, buscando inspiración para sus haikus. También se nos refiere la predilección por el caminar de autores como Rousseau o Kierkegaard, de quien se nos recuerda una excelente máxima: «Mis pensamientos más fecundos los he tenido mientras caminaba, y jamás he encontrado un pensamiento demasiado pesado que el caminar no pudiera ahuyentar».

          Estamos tan acostumbrados a la propaganda de las botas «adecuadas» para caminar que no me resisto a reseñar la experimentada opinión de un autor cuya obra cobra actualidad año tras año, Víctor Segalen, arqueólogo que realizó varias expediciones en China y acerbo crítico del conceto de «exotismo». Su reivindicación de la sandalia como calzado indispensable del caminante me ha hecho pensar en los corredores tarahumara, indios mejicanos, habituados a correr larguísimas distancias con unas snadalias que, a un corredor de maratones como yo, un fondista fondón, me mete escaloríos en el cuerpo por las lesiones que me ausarían, acostumbrado como estoy a la mullida amortiguación de las zapatillas que me preservan, sobre todo, el tendón de Aquiles, el sóleo y los gemelos:  La sandalia es, para las plantas de los pies, así como para todo el peso del cuerpo, un auxilio igual que el que aporta el bastón a la palma de la mano y al equilibrio de los riñones. Es el único calzado posible del caminante en campo abierto, y el resumen del zapato: una fina capa que se interpone entre el suelo y el cuerpo que pesa y vive […]; gracias a ella, el pie no sufre y, sin embargo, siente la experiencia delicada del terreno. Gracias a ella, y a diferencia de cualquier otro tipo de calzado, el pie se expande y se estira, y separa bien los dedos. El gordo trabaja por su cuenta, y los demás se abren en abanico. Doy fe, sin embargo, porque, siguiendo la moda que se impuso de correr con zapatillas minimalistas, hubo un tiempo en que acababa los entrenamientos corriendo descalzo por la pista mullida de hockey hierba, de que la sensación de contacto del pie desnudo con el firme, cual sea, es otra dimensión de la locomoción, por supuesto.

          Tal y como vivimos en este siglo XXI, las ciudades abarrotadas y el campo despoblado, el libro no podía dejar de prestar atención a esa variante urbanita del caminante a campo traviesa: el flâneur. El concepto, nacido en la lengua francesa ya en el siglo XVI, se convirtió, a partir del momento en que Baudelaire se apropio de él, en una de las señales características del observador ciudadano, muy opuesto al simple «mirón», sin connotación sexual. A principios del siglo XX Walter Benjamin se encargaría de articular toda una teoría alrededor de ese concepto como símbolo de la modernidad. Y hoy es una figura fácilmente reconocible en nuestras ciudades, porque a él se asocia una connotación cultural indudable. De hecho, podemos rastrear una cierta base identitaria entre el snob inglés, el dandy y el flâneur. «El observador —dice Baudelaire— es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito». El flâneur es un sociólogo diletante, pero también es en potencia un novelista, un periodista, un político, un cazador de anécdotas. Benjamin dice de él que «va a hacer botánica al asfalto».

Que la ciudad es territorio de caza visual, sonora y moral,  y laboratorio donde el flâneur obtiene piezas que alimentan su archivo y nutre sus futuras conversaciones, está fuera de duda. No solo en la naturaleza el caminante puede descubrirse a si mismo y reconciliarse consigo, aunque sea un espacio privilegiado. La urbe requiere otra mirada, por supuesto, pero incluso en su interior podemos llegar a dejarnos impresionar por un silencio extraño, como es el del ensimismamiento, lo cual parece contradecirse con la extrema atención que el flâneur presta a su entorno; pero la predisposición interior serenísima frente a bullicio, el ruido, las prisas, los humos, frente a las agresiones, en suma, propias de la ciudad, permite al flâneur evitar el desmoronamiento y la desesperación:¡cuánto tiene de alma insobornablemente solitaria el flâneur entre la multitud!

Con los caminantes a campo traviesa comparte, sin duda, el flâneur la bendición del caminar que resume Le Breton: El caminar desnuda, despoja, invita a pensar el mundo al aire libre de las cosas y recuerda al hombre la humildad y la belleza de su condición. El caminante es hoy el peregrino de una espiritualidad personal, y su camino le procura recogimiento, humildad, paciencia; es una forma ambulatoria de plegaria, librada sin restricciones al genius locis, a la inmensidad del mundo alrededor de uno mismo.