sábado, 28 de septiembre de 2024

«La noche que llegué al café Gijón», de Francisco Umbral.

 

El maestro de la crónica, el tesoro de la memoria y las grandezas y miserias del mundillo intelectual: el escritor crustáceo...

La España de los años sesenta fue muy diferente en sus inicios y en su final de década. En aquellos años se produce la expansión económica que lleva al Régimen a establecer acuerdos preferentes con la Comunidad Económica Europea y se produce el estallido turístico que va a transformar nuestro país, acercándolo a los estándares europeos en cuento a las costumbres y el desarrollo se refiere, pero no, por supuesto, en cuanto a libertades políticas, dada la fortaleza del Régimen, cuyo afán represor sangriento se extiende hasta poquísimo antes de la muerte del dictador.

La noche que llegué al café Gijón —y me viene a la memoria la discusión gramatical sobre el título, el cual, al decir de los puristas, hubiera debido ser La noche en que llegué al café Gijón, con esa preposición que no debería perderse, como vemos que sucede con otras en nuestros días— es un libro de memorias, sí, pero también la autobiografía de la construcción lenta y trabajosa de un yo literario que buscaba su incardinación en nuestro ecosistema intelectual, buena parte del cual se ubicaba entonces en el legendario café. Umbral abandona la provincia, Valladolid, y se aventura en la modesta jungla madrileña, por ponerlo en términos de thriller creativo, para labrarse un porvenir de escritor de lo que salga, a juzgar por cómo va tanteando aquí y allá y prueba diferentes formas de introducirse en el mundo de quienes aspiran a vivir de su pluma, algo que muy pocos consiguen, desde luego, y lo sorprendente no es que Umbral lo lograra, sino que, además, fuera autor de obras que destacan por mérito propio en la literatura española del siglo XX, y ahí está una obra a la altura del canon estilístico que él cifra en Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, El contenido del corazón, de Luis Rosales y Pasión de la tierra de Aleixandre, los que constituyen, según Umbral,  la trilogía de grandes prosas líricas escritas por poetas en nuestro siglo español. Umbral no es propiamente poeta, pero el carácter lírico de su prosa procede de la frecuentación de la poesía, siendo JRJ, su «poeta por excelencia».

Umbral es el creador de un género insólito en el que, como en este libro sucede, se mezcla la crónica de un tiempo, el apunte biogtráfico, la confesión autobiográfico, pinceladas de crítica literaria y una sentida «autobiografía literaria» en la que nos da las claves de su obra, de su estilo y de sus preocupaciones, por más que todo remita, en última instancia, a su propia persona, como confiesa desafiante: El escritor sin género sólo puede apoyarse en sí mismo. Ignoraba entonces, está claro, que él había de ser el creador de un género nuevo, uncido inmarcesiblemente a su persona, una suerte de género fluido que pasaba del periodismo a la literatura con una insultante facilidad, de modo que si destacó como articulista literario, también lo hizo como literato cronista, y ahí está una novela grandiosa, valleinclanesca como La leyenda del César visionario, que no me dejará mentir; pero donde alcanza su cenit es en el diario íntimo, en la crónica personal del desgarro de ese sí mismo que pasa por la más terrible de las experiencias, la muerte de un hijo, y se salva y se condena por la literatura: Mortal y rosa lleva por nombre, y es, a mi juicio, el mejor libro autobiográfico escrito en España en la segunda mitad del siglo XX. Como ya escribí acerca de él con anterioridad, permítanme la autocita: «Sí, claro que hay «resentimiento», y un torrente de mala hostia y mala leche y desesperación que se desborda constantemente en arrebatos líricos que son el equivalente de la respuesta de Umbral, en el documental, a aquella señora que, queriendo consolarlo, le dijo, respecto de la pérdida de su hijo: «Si Dios lo ha querido…»: «¡Pues muy hijo de puta Dios, muy hijo de puta…!». Gran parte de este libro es una contrablasfemia contra la de la vida que siega la vida de una criatura en cierne, y se leen, en cada línea, los más de ciento cincuenta quilos de presión de las mandíbulas apretadas con que el autor acompaña la temblorosa caligrafía de su herida mortal. Cada una de las páginas de Mortal y rosa, desde la mitad del libro hacia adelante, tiene más de sudario que de página en blanco, porque Umbral teje en ellas el cuello alzado y la bufanda que muy a duras penas le protegieron del frío pavoroso que se le metió hasta el corazón de los adentros de su amor y de su pasión de padre, ¡y cómo se abriga al hielo!: El frío dentro de mí, como un jarrón venenoso, como la entraña inhóspita de mí mismo. […]  Exiliado de tu reino de luz y voz, vago por los países del frío, y seré ya para siempre el apátrida, el que pasa, en la tarde, con el cuello del abrigo subido, mirando luces y escaparates, porque te has ido a algún sitio y me has dejado fuera, porque solo tú acertabas con el centro tibio de la vida, y yo no acertaré jamás, y tengo conciencia de expatriado, y todo a mi paso es arrabal, suburbio, alejamiento del secreto rubio del mundo.[…] Qué dentro del frío me has abandonado, qué perdida mi mano grande en la vaguedad del mundo, sin la firmeza breve de tu mano. Qué frío, hijo, en esta mañana fría, el rincón quieto, blanco y desolado de tus juguetes».

Para cualquier escritor en cierne, la lectura de este libro ha de ser reconfortante, porque se plasma en él algo que los «triunfadores» olvidan con facilidad: los duros comienzos que amenazan con hacerte desistir de tu vocación literaria. Se ha de tener un temple especial para encajar negativas editoriales —¡qué me van a decir a mí, que las he llevado al título de esta bitácora!— y seguir confiando en las propias fuerzas, la propia imaginación, el propio ingenio y las propias obras, porque la literatura es arte de muchas sorpresas y nunca se sabe cuál tasación será la aquilatada y duradera. Lo importante, y Umbral lo sabía perfectamente, era hacer obra…: Desde entonces [cuando escribía el libro sobre Larra] casi siempre he necesitado tener un libro en la horma por esa sensación de unidad, de seguridad, de continuidad que da el estar haciendo una cosa larga y seguida, aunque sea poco a poco. Si no, parece que la vida se deshilvana. El libro en marcha le pone argumento a la vida, que generalmente no lo tiene. Lo duro era hacer esa obra y que, presentada a quienes tenían en su poder publicarla, no le hicieran caso. Me siento muy afín a esos sentimientos que revela el autor cuando llevó un volumen de cuentos, editados e inéditos. Pavón tuvo el «desliz» de decirle que a Aldecoa, el maestro del cuento en aquellos años, le había gustado el primer cuento, y hasta que sonó el teléfono, en una de las varias pensiones en que vivió al principio en Madrid, fuente inagotable de experiencias que llevaría a sus libros… Yo daba vueltas en la gran cama de la pensión de Ayala. […] Fui temblando al teléfono. […] Que no, que de momento no, que sí pero no, que bueno pero no, que a ver si más adelante, que esto y lo otro. Que no. Volví a mi cuarto y lloré en la cama boca arriba (no boca abajo, como las señoritas de las películas). […] No sabían aquellos dos escritores el daño que me habían hecho. […] Luego pensé —supongo— que había que seguir como habría seguido de no presentarse aquella falsa oportunidad. Había que seguir como si la oportunidad no se hubiese presentado nunca. […] La literatura era la mediocre rutina que es, incluso antes de haber empezado uno a ser literato.

La dureza del choque entre el idealismo y la realidad literaria, con sus miserias, sus bajezas y sus urdimbres siniestras, no solo pone a prueba al autor, sino que lo confirma aun más en su obsesión por llegar a ser lo que finalmente fue: un maestro de la prosa literaria y periodística, en igualdad de condiciones, y una celebridad que se permitía contemplar el fenómeno socioliterario desde un desdén aprendido en mil fracasos, la verdadera universidad del carácter.

El Café Gijón, antonomasia de la vida intelectual y mundana de la época del franquismo, aunque existió antes y aún sigue abierto, es un muestrario no solo de la vida literaria, sino de la vida social y política de unos años en los que la dictadura imprimía en las conciencias la dura huella de la autocensura. El propio autor lo dice: Lo que pasa es que yo, además, en mis artículos quería decir otras cosas, disparar cada día contra la sociedad franquista una pistola pavonada y romántica o un pistolón bronco y casi irónico. Pero eso, por entonces, estaba muy difícil. Su obra periodística le permitió, poco a poco, ir sacando la cabeza en aquella época de autores consagrados a los que, como en todas, no les gusta la competencia ni el desafío de los jóvenes que codean incansablemente para abrirse paso. Umbral se especializó en el género de las entrevistas, y ello le permitió entrar en contacto con buena parte de la nómina de autores consagrados que aparecen en su libro, en el que se echa absolutamente de menos un índice onomástico que nos permita ir con facilidad a la relectura de algunos «nombres» que se nos quedan entre los cientos que habremos de leer a lo largo de toda la obra. ¡Menos mal que, de tanto en tanto, Umbral recapitula en el apartado autobiográfico y nos deja bien clara la nómina de sus influencias!: En mi interior galería juvenil lucían unos cuantos nombres como hogueras cordiales, indelebles y arbitrarias: Heráclito, Quevedo, Proust, Juan Ramón, Baudelaire, Neruda, Gómez de la Serna y pocos más. Quizá Henry Miller, recién descubierto. Quizá Valle-Inclán y Larra, también muy trabajados por entonces. Con esta docena escasa de prosistas y poetas puedo decir que se ha molturado casi todo lo que he escrito. Habría que añadir el humor de Mihura, el lirismo de Carlo Emilio Gadda o de Lawrence Durrell. La potencia metaforizante de García Lorca. Pero, en resumen, me sentía progresivamente heredero del barroco español puesto al día con su burla, su metáfora y su hermosa curvatura. Y a mí me sorprende que, siendo yo de una generación y media posterior a la de Umbral, coincidamos en esta nómina, aunque advierto que no ha incluido un autor del que habla elogiosamente en otra parte del libro: Samuel Beckett, tan importante en mis años de formación. Se despacha a gusto, sin embargo, contra los dos referentes máximos de aquella época: Azorín y Baroja, de quienes abomina, y le guarda un respeto máximo a Camilo José Cela, quien, acaso en el fondo, fuera su «modelo», al menos de escritor  que logra vivir solo de la pluma, a pesar de ciertas renuncias y exigencias mediáticas que ambos cumplieron siempre con exquisita profesionalidad. De lo que huyó siempre, acaso con un exceso de celo, fue del encasillamiento, del alfiler que te clava sobre el fieltro y te convierte en pieza de museo: Comprendí lo que ya sabía: que en este país te colocan tres adjetivos y dos frases y ya nadie varía eso en cincuenta o cien años de vida literaria.

En la evolución del escritor, un paso importante es el de hospedarse en las pensiones a tener «una habitación propia», porque, como le explicó un tótem del articulismo de entonces:  Le había oído yo decir a César González Ruano en el Teide, con la voz importante, los ojos espantados y el cigarrillo en las manos ducales, que el escritor tiene que tener una casa, que la bohemia del oficio hay que contrapesarla con la seguridad de una casa, por lo menos eso, un sitio seguro para dormir y trabajar, porque entonces se puede aguantar sin comer, sin hacer el amor, sin dinero ni amigos. Dentro de la casa, aunque sea modesta (quizá mejor si es modesta) el escritor teje su obra como el gusano su capullo. No había leído por aquel entonces Umbral el famoso libro de Virginia Woolf, Una habitación propia, pero bien puede decirse que la vida de nuestro autor cambia cuando tiene esa madriguera que, poco a poco, lo irá distanciando de la frecuentación de cafés como el Gijón y otros centros de reunión de intelectuales, porque las obras no se escriben solas, y ya lo dijo Valle-Inclán, que era mucho más difícil escribir una novela que un cuento, «porque te obliga a estar más tiempo sin salir de casa…». Al fin y al cabo, es declaración de principios del autor que el escritor es lobo estepario que ha de crearse su soledad entre los demás o a solas. Una mujer, un amigo, un socio, un editor, cualquiera puede malograr al escritor.

Estas memorias contienen innumerables retratos de personajes y personas, famosos y anónimos, cuyo interés dependerá del lector. No hay que olvidar, sin embargo, que Umbral cultivó una pose de provocador, aunque desde dentro del sistema, no desde el margen, y menos desde la marginación, cultural o política. Umbral está encantado de observar y retratar, desde su puesto de secundario entonces, una realidad con muchas caras, desde las putas finas de Chicote hasta las progres de voz cazallera del Gijón y otras especies diversas. Cada cual elegirá con qué se queda. Particularmente, mi elección se orienta hacia dos personajes muy distintos: el articulista y escritor Eusebio García Luengo y el artista conceptual Alberto Greco. Es el propio Umbral quien nos dice que, harto de los figurones de relumbrón, a quienes estaba obligado profesionalmente a entrevistar, a él le llamaban la atención esos otros seres cuya discreción no ocultaba el brillo de su personalidad: De vuelta ya del conocimiento de los grandes y consagrados, me entregaba yo más bien al descubrimiento de los raros, de los escritores incatalogables, inconsagrables, en los que estaba la literatura en estado puro, aunque siempre excelso, ni falta que hacía. […] Eusebio García Luengo era lo mejor que se podía encontrar en este sentido. […] Muy delgado, algo hundido, lento y pacífico, siempre sin prisa, teorizante de esquina y filósofo al azar. Eusebio García Luengo era un conversador fascinante. Todo le nacía de un fondo sistemáticamente paradójico e irónico y el único que no advertía su burla era el sometido en aquel momento a ella. Eusebio hacía unos asombrosos artículos orales que no tenían nada que ver con los artículos que publicaba luego en los periódicos, llenos de discreción, moderación, dubitación, interrogación y generalidades. […] Yo creo que así como el escritor por escrito puede amedrentarse en el diálogo y quedar opaco, el escritor oral se amedrenta ante la cuartilla, a veces.[…] Hablando, las ideas y las palabras nos vienen a la boca. Escribiendo hay que ir a buscarlas. No todo el mundo está dispuesto a ese acarreo. Si tendrá capacidad de persuasión Umbral, que ando ya a la caza de dos novelas de Luengo de las que jamás oí hablar:  El malogrado y No sé. De Alberto Greco, la noticia es más escueta, pero también más impactante: Alberto Greco, argentino, el primer artista conceptual en España se suicidó en una pensión de Barcelona escribiendo previamente en su mano izquierda la palabra «Fin» y dejando una novela manuscrita que se llamaba Una mierda sin olor.

A quienes no sean particularmente afectos a la obra literaria de Umbral, cabe decirles que el valor documental de este libro, tanto sobre su propia persona como sobre el panorama intelectual de aquella época, es altísimo, lo cual es una razón de peso, a mi entender, para comprender aquella «circunstancia» de la que habló Ortega como contrapeso, límite y estímulo del yo guiado por la razón vital. Umbral no es muy optimista, como buen conocedor de la naturaleza humana, y prueba de ello es el final de la obra: Había que empezar donde él [Ramón Gómez de la Serna, autor de Automoribundia, su último gran libro] había terminado: en el desencanto. Ese mismo año en que acaba el libro, Jaime Chávarri estrena lo que devino un fenómeno sociológico en España y acabó convertido en el lema de una época: El desencanto, un documental biográfico sobre el poeta del Régimen Leopoldo María Panero y su familia, que incluso vería una continuación pasados  dieciocho años del estreno de El desencanto: Después de tantos años, dirigido esta vez por Ricardo Franco.

 

 

 

martes, 17 de septiembre de 2024

«Exégesis de los lugares comunes», de Léon Bloy.

  



La acidez hermenéutica y el desprecio social-cristiano del combativo Léon Bloy hacia los sepulcros blanqueados de la burguesía

          Sepan aquellos que no conozcan a Léon Bloy que este combativo libro de un autor tan desconocido, incluso para lectores habituales, como ensalzado por grandes de tan distinta tradición como Kafka o Borges, escogió, al modo de nuestro glorioso Juan Ruiz, el ofrecimiento de la continuación de esta obra a quien quisiera seguir sus pasos críticos, e incluso previó el nombre que habría de llevar esa continuación: El secreto de polichinela. Advertidos quedan todos aquellos cuyo ingenio discurra por caminos semejantes a los de este autor literalmente «maldito», a fuer de cristiano auténtico y exaltado, y confiado creyente en la venida del Paráclito. Cualquiera que se dedique a la escritura habrá reparado una y mil veces en estos lugares comunes que, en vez de servir de encuentro entre los hablantes, sirven como negación del pensamiento libre y como exhibición de la pereza expresiva, amén de ser, al menos para Bloy, un «distintivo» de clase: ¿De qué se trata, en realidad, y qué son los lugares comunes, sino el lenguaje en que se expresan los burgueses? Para estudiarlos, sin embargo, Bloy plantea una exigencia sine qua non: Los lugares comunes solo se revelan a quienes los estudian con humildad y una gran pureza de corazón. No basta, pues, con el ingenio y la mala leche con que el autor encara la exégesis y que manifiesta repetidamente en forma de exabruptos e insultos precisos y muy maliciosos, sino que se ha de llevar a cabo esa labor desde un fondo de pureza que ama la expresión primigenia del pensamiento no gregario.

 Llevo tiempo tomando nota  de algunos de ellos que darían, sin duda, para mojar la pluma en la misma tinta al ácido que usa Bloy para la exégesis de los suyos. Dejaré este de muestra, para que se entienda lo que da de sí en nuestros atribulados días políticos de tentaciones totalitarias un proyecto como el de Bloy: «Dejarse la piel».  Para tener una idea exacta de su uso depravado solo hay que atribuírselo a quien lo ha usado inmoderadamente: Vogueyoli Díaz —permítaseme la licencia bautismal en este artículo sobre uno de los grandes calumniadores  de nuestro pasado literario menos conocido…—, y con eso queda dicho todo, y aun semiescrita la andanada contra la actual encarnación del «Burgués», sujeto histórico a quien adjudica Bloy el uso de los lugares comunes como un idiolecto. Bueno, al Burgués y a Napoleón, como anota en el comentario de Nadie está obligado a lo imposible: Napoleón, el mayor promotor de lugares comunes que haya existido, dijo que la palabra «imposible» no era francesa. La generación actual, mucho menos épica, tiene un diccionario más extenso.

          Que Bloy sea un hombre del XIX, más que del XX, en cuyo primer tercio fallece, puede inducir a considerarlo algo muy lejano, pero a poco que cualquier intelector tenga a bien iniciar la lectura de estas exégesis se dará cuenta de la «modernidad» de su ataque a la estrecha mentalidad pequeñoburguesa contra la que él luchó toda su vida, cosechando tantas enemistades como fracasos literarios, pues por lo que no iba a pasar, así le cayeran los famosos chuzos de punta, ¡que le cayeron! —la soledad, el hambre, la miseria, las enfermedades, el desprecio oficial, el rechazo del «mundillo» literario…— era por escribir una literatura que halagara a los adoradores de Mammón y negadores de Cristo. Antes la miseria, que afrontó con una dignidad casi de profeta bíblico. Su primera obra, El desesperado, ha creado un molde, podríamos decir, del autor maldito, y he de reconocer que su protagonista, Marchenoir, de nombre simbólico, ha sido uno de mis referentes literarios. De hecho, no anda lejos el «desencajado» de mi artistería de baratillo de su «desesperado», trasunto absoluto de su persona. Las otras dos obras suyas que he leído, la novela La mujer pobre y el ensayo La salvación por los judíos, le podrán permitir a  los lectores interesados tener una visión bastante profunda del mundo del escritor cristiano cuyas creencias desafiaron a la sociedad de su época con una actitud que bien podría ser considerada como fanática, desde el punto de vista de la tolerancia ideológica y religiosa. Bloy no era un escritor a quien le agradaran las «medias tintas», y para él no existía la imparcialidad si se trataba de la vivencia profunda y devota del cristianismo primitivo, porque entre los enemigos «tradicionales» de Bloy figuraba en primer lugar la Iglesia Católica a la que él denostaba como el joven Cristo echó a los mercaderes del templo.

          A pesar de lo escrito, el atractivo temático y estilístico, sobre todo este último, de la obra de Bloy no ha dejado de cosechar admiradores de mediano y alto relieve que ven en su obra una de las manifestaciones literarias más creativas de su tiempo y de los sucesivos. A lo largo de la lectura de estas exégesis, lo iremos descubriendo, pero antes de empezar con ellas, me adelanto para empezar con una de las últimas, aquella en la que Bloy habla de su propia figura como escritor, y que servirá de prólogo necesario que enmarque su figura singular y maldita que vivió siempre en los márgenes de la sociedad, paria entre los parias, místico entre los descreídos, quien se autocalificaba como Peregrino de los Absoluto, porque, como escribió en La mujer pobre: «Hay una sola tristeza: la de no ser santos». A propósito del lugar común Todo tiene un comienzo, Bloy escribe: Si para mí comenzara eso que llamáis extrañamente mi gloria, si la gente se pusiera a leerme, si los jóvenes se desarraigaran de Barrès y de algunos otros que se le parecen para trasplantarse a mí, ¿no comprendéis que al dejar de ser eterno el fracaso de mis libros, hasta la noción misma de la Eternidad divina, que subsiste todavía un poco en algunos cerebros, estaría amenazada y correría el riesgo de apagarse? Al mismo tiempo, yo tendría eso que llamáis un comienzo, es decir, un fin probable, inevitable y cercano. Inmediatamente, mis admiradores más ardientes me encontrarían vulgar, deteriorado, echado a perder, trillado, cascado, enmohecido, desgastado como una vieja levita, polvoriento, descascarillado, agrietado, caduco, canoso, arcaico, fósil, antediluviano, prehistórico, paleontológico, inmemorial y, lo peor de todo, romántico. ¡Prefiero mil veces la oscuridad eterna, la oscuridad dichosa, la virgen negra con dedos como espinas que fue siempre mi compañera y cuya fidelidad me otorga una eterna adolescencia!

          No son pocos los lugares comunes en cuya exégesis Bloy recurre a su persona para entrañar la explicación , de modo que acabe predominando en el texto un sesgo biográfico que hace mucho más atractiva la lectura. Pongamos como ejemplo el luchar común Es usted original: No hay acusación más temible. Todo puede ser perdona excepto eso. Todos los hombres son iguales, y el sufragio universal, al que tantas cosas buenas debemos, lo demuestra de sobra. Pensar o actuar de un modo distinto al de todo el mundo es insultante para la multitud. Platón, que quería rodear la república con los más sólidos muros, dejando fuera a todos los que podían atentar contra la moral, rechazaba despiadadamente a los poetas y demás eternos descontentos que llamamos hoy en día artistas originales. Lo mejor sería acabar con ellos de una vez. La auténtica moral, vislumbrada por el divino Platón, consiste en formar parte del rebaño, parecerse a todo el mundo; y la estricta honradez burguesa consiste en no abusar de la confianza del propietario dando que hablar.

          Lo habitual es que el autor comente el lugar común en una breve explicación de carácter satírico, pero no es infrecuente que prefiera abordarlo desde la narración o el apólogo. Así, son frecuentes las narraciones en las que el autor se despacha a gusto contra esa mentalidad mediocre que él atribuye a quien considera su enemigo por excelencia, el Burgués, con la mayúscula de un nombre propia a cuya imagen y semejanza están todos cortados. No es el más representativo, pero como se incluye a sí mismo, lo que nos permite seguir esbozando su retrato,  escojo Dios ya no hace milagros: Esta es una manera educada, suave, Casi piadosa, de decir que no los ha hecho nunca. Es el lugar común preferido del abate Doncel y de tantos otros eclesiásticos y laicos devotos.

Fui presentado a un caballero que, al saber mi nombre, se propuso inmediatamente deslumbrarme y me dijo que él encontraba pueril esperar grandes cosas o incluso sencillamente, cosas extraordinarias.

—Por lo que a mí respecta —añadió— puedo decir que nunca me ha ocurrido nada.

La enormidad de la majadería me dejó por un momento sin habla. Una vez recuperado, hice educadamente esta objeción:

—Caballero, debe de ser usted un poco distraído o bien un ingrato, ya que ha elegido para decirme eso el momento en que precisamente le sucede algo inaudito, que no había imaginado ni esperado nunca que le sucediera.

—¿El qué?

—Ha tenido usted el honor de conocerme —respondí yo con naturalidad, dando la espalda a aquel imbécil.

          En la medida en que Bloy pertenece, propiamente, y por voluntad propia, a la «escoria» de la sociedad, y dependió durante mucho tiempo de la caridad ajena, no es extraño que en su obra haya un latido social muy intenso, una empatía absoluta con quienes sufren, porque en su peregrinaje hacia el Absoluto Bloy dejó de prestar atención a lo físico, asediado cono vivía por la búsqueda de Dios y por prepararse para la llegada del Paráclito. Pensemos en ese lugar común que él vivió en carne propia cuando pidió limosna: No llevo suelto. Para explicarlo, dramatiza la situación: «¿Quiere Vd. que le vaya a buscar cambio?», dice el otro. […] Proposición espantosa. El Burgués se imagina estar oyendo la voz de un ladrón que le menaza de muerte. [Va él mismo a buscarlo, pero, en realidad, busca a dos guindillas que detienen al pedigüeño] El desgraciado dormirá en chirona, eso seguro, y a los pobres niños que esperan la cena les rechinarán los dientes toda la noche, porque estas cosas terribles ocurren. Quien no ha visto ni oído a un niño al que rechinan los dientes no sabe lo que es el dolor humano. Y no, no estamos ante la versión «literaria» de la realidad, porque dos de los cuatro hijos que tuvo Bloy con su tercera mujer, Jeanne Molbech, murieron propiamente de inanición. Su primera mujer fue una prostituta, Ana maría Roulé, que murió enajenada en un manicomio, y la segunda fue Berta Dument que murió de tétanos.

          Los lugares comunes los entiende Bloy como la expresión máxima del sujeto histórico al que él denomina Burgués, cuyas aspiraciones materialistas son exactamente lo opuesto de sus aspiraciones metafísicas. Y no, no hay término medio entre los adoradores del dinero y el negocio y quien busca la salvación del alma y del mundo: 

         Los negocios son los negocios. Es el ombligo de los lugares comunes. Es la ftrase que resume el siglo. Lugar común tras lugar común, Bloy dibuja un retrato mordaz y perspicaz de las chatas aspiraciones de una clase social solo atenta al beneficio, y de los adláteres que, por vía de asentimiento, aunque no sea alborozado, contribuyen a su permanencia en el poder. Sí, Bloy tiene mucho de profeta antiguo que clama contra los pecados de la mediocridad, la hipocresía, el fariseísmo, la ignorancia ¡y el mal gusto!

          Veamos en primer lugar cómo entiende el «lugar común» contra el que luchar lo agota, porque entiende que es insignificante su esfuerzo para luchar contra toda la sociedad: A decir verdad, a veces temo no poder terminar este inmenso trabajo de exégesis, ¡hasta tal punto  su materia me abruma y el tema me atonta!, dice el autor al comentar uno de esos lugares: Yo me lavo las manos como Pilatos. El Burgués no es precisamente religioso; no, pero está lleno de restos acumulados, más o menos visibles, como un fiel felpudo o una alfombra muy usada. […] «Yo me lavo las manos», dicho a propósito de cualquier cosa, significa sencillamente: «Me tiene sin cuidado», y el añadido «como Pilatos» no es más que una costumbre secular del lenguaje, una especie de ruido sordo análogo al de un cuerpo pesado cayendo por un precipicio. En otra ocasión, a propósito de No todo el mundo puede ser rico, el autor constata el carácter pétreo —como el de las buenas intenciones que pavimentan el camino al infierno…— de esos anodinos artefactos con los que el Burgués construye su discurso: El lenguaje de los lugares comunes, el más extraño de los lenguajes, tiene la maravillosa particularidad de decir siempre lo mismo, como el de los Profetas. Y aunque el «espectáculo» de los lugares comunes pueda ser divertido para quien como Bloy contempla su uso desde fuera de ese engranaje de la mediocridad que tritura cualquier aspiración hacia la excelencia o el buen decir, teme, con razón, no tener fuerzas para culminar su obra. Así lo dice en su comentario de Yo no necesito a nadie: Por tanto, yo soy Dios. Es sorprendente que esta sea la conclusión necesaria de casi todos los refranes burgueses. Lo he señalado más de una vez. Los lugares comunes penetran así unos en otros, como los tubos de un telescopio o como los vagones de un tren rápido al chocar con un tren de mercancías. Es divertido para el espectador, pero a la larga resulta aburrido. […] La repetición es el problema casi inevitable de un libro de este género. Espero, sin embargo, tener fuerzas para terminarlo. Pero si, para Bloy, hay un lugar común que resuma lo deleznable de estas muletillas burguesas que suplantan el pensamiento de verdad, el que aspira a encontrarla, es este: El sol sale para todos. Este lugar común […] parece más bien, con perdón, de baja extracción, como esos famosos derechos humanos cuya alegoría pretende ser. […] Pero he ahí el misterio de los lugares comunes. Desde hace al menos diez años no puedo oír el que ahora nos ocupa sin experimentar una especie de pánico. Nada más oírlo, reaparece ante mis ojos un espantoso usurero, ciego como Homero, pero cuyas sucias manos valían por una docena de ojos, y os atracaba a tientas con una presteza, una sutileza, una seguridad y una competencia inigualables. […] Le tenía afición, no sé por qué, a este lugar común, que repetía a propósito de cualquier cosa, otorgándole  imagino un poder mágico. Era algo aterrador, os lo aseguro, ver la cara de este compañero de las tinieblas hablando del glorioso sol mientras os clavaba sus dos ojos blancos.

          Si una breve «introducción» a este jugoso libro y a la personalidad de Bloy ya nos ha deparado tantas alegrías intelectoras, ¡imaginen las que encontraran en la lectura pausada de estas exégesis! Hay para todos y de todo, como en botica. Está claro que cada intelector destacará esta o aquella reflexión, lo que indica que ning8una reseña puede ahorrarnos la lectura e incluso la relectura. De hecho, la continuación que hizo Bloy de la primera entrega, con el mismo título y el subtítulo Nueva serie, se debe a la principal crítica que recoge en el Preludio: Hay que ponerse al alcance de todo el mundo. Esto es lo que se me ha pedido. Se me encuentra demasiado extraordinario, demasiado inaccesible. No me comprenden ni el notario, ni la devota ni el fabricante de supositorios. Las rudimentarias afirmaciones los irrefutables axiomas y hasta las perogrulladas más justificadas adquieren, en mí, como un aspecto de misterio que ofende al sentido común. He decidido por tanto, ponerme al alcance de todo el mundo. A mí, particularmente, me parece incomprensible esa crítica a su obra, porque si de algo peca Bloy es de una transparencia absoluta en la construcción de su gran enemigo, el Burgués, cuyo único discurso es el «lugar común».

Voy a reseñar algunos hallazgos expresivos de Bloy que acaso llamen la atención de los lectores del siglo XXI por su radical novedad, fiereza y contundencia expresiva, aunque permítanme que anteponga uno que ha sido utilizado por el Papa Francisco recientemente, quien es uno de los admiradores de Bloy, a quien, tengo para mí, no acaba de comprender del todo: Todas las religiones tienen algo bueno. Tiempo atrás, el gran rabino Zadoch Kahn, a propósito de uno de mis libros, me había proporcionado ese admirable lugar común que parece ser el comienzo del Evangelio según san Juan para los imbéciles y los maleantes.

No es fácil escoger entre tantas maravillas literarias como nos depara esta Exégesis, pero, para no abrumar, trataré de hacer un ejercicio de contención y recoger exclusivamente aquellos que muestran la notabilísima originalidad del autor:

Poner el dinero a trabajar. Muchas personas revientan en las fábricas, o en negras catacumbas, para aterciopelar los cuellos de las vírgenes engendradas por capitalistas superfinos, y que puedan disfrutar de «la misteriosa sonrisa de la Gioconda». ¡A esto es a lo que se llama poner el dinero a trabajar! Sería imposible decir qué son exactamente los negocios. Son una diosa misteriosa algo así como la Isis de los patanes que ha suplantado a todas las otras diosas. No sería traicionar ningún secreto decir que tienen que ver con el dinero, el juego, la ambición, etc. Los negocios son los negocios, como Dios es Dios, es decir, por encima de todo. […] Cuando se pronuncian esas nueve sílabas, se ha dicho todo, se ha respondido a todo y no hay que esperar ninguna otra revelación. …Y la PÁLIDA FAZ de Cristo es todavía  más pálida en el fondo de los pozos y en los hornos.

    Los muertos no pueden defenderse. ¡Qué estupidez o qué hipocresía! ¿Cómo que no? Si precisamengte se defienden con el respeto que se les priofesa, que no permite que se les toque. [...] Muy pronto invadirán las viviendas de los ciudadanos, y hasta yo mismo me veré obligado, bajo amenazas, a colgar un día de mis paredes las nefastas jetas de Édouard Drumont, del doctor Maurice Lameculos [Maurice Barrés] o de Émile Zola, apodado el Cretino de los Pirineos.

          Ser ocurrente. Un verdugo, diez minutos antes de dejar caer la cuchilla, le decía a uno de sus clientes, dándole unas cariñosas palmadas en la espalda: «¡Le estoy echando a perder con tanto mimo, amigo mío, le estoy echando a perder!».

          Adviértase, en el siguiente, la dificultad de traducir al castellano algunos lugares comunes dichos de muy otro modo en francés, así como el destello surrealista del final bastante avant la lettre:

          Buscarle pelos al huevo. [Chercher la petite bête: «Buscar la bestezuela».] El comerciante que busca un error de cuentas en perjuicio de uno de sus clientes es un hombre que le busca pelos al huevo, un hombre agobiado. Es como si pretendiera cazar un tigre con la tabla de multiplicar y un paraguas.

          Cortejar a las artistas. Todas esas artistas no son más que una artista, siempre la misma desde hace generaciones. Tiene unos ojos como lámparas suspendidas en cuevas, la tez plomiza, la cara de calavera, los dedos crispados sobre su pecho marchito y, si queréis saberlo todo, baila la danza del vientre en las fondas de los cementerios.

          No hay oficio estúpido. Perdón, hay uno. El de sastre que pretende vestir a un monje. […] El encuentro de un monje y un Sastre es probablemente lo más extraordinario que se pueda imaginar, lo más loco, lo más chusco, lo más fantástico.

          La suerte nunca llega sola. Es como las chinches en la cama de un pobre. La suerte siempre viene acompañada. […] «La suerte de los malvados pasa como un torrente», decía Racine. La suerte de los buenos hace exactamente lo mismo y deja tras de sí un limo apestoso.

Ser ordenado. Una señora es ordenada […] cuando se preocupa […] de no utilizar el cepillo de dientes de su marido para limpiarse las uñas. ¿Es Dios ordenado, sí o no? […] La creación deja mucho que desear. Digámoslo sin tapujos: ha sido un fracaso e, incluso, boicoteada. Dios no ha hecho lo que se esperaba de él y es abusivo que exija el precio de la adoración. Un obrero que trabajara como él no duraría ni seis días en la fábrica.

          No transcribo ninguno de los cuentos con que ilustra Bloy algunos de los lugares comunes, aunque en ellos hay poderosa invención y acerba crítica a la realidad social de finales del XIX y comienzos del XX. Hay dos de obligada lectura. En uno de ellos habla de la ambición de quien alquila parte de su casa, compartimentada en habitaciones y se encuentra con lo que ahora se llama, al parecer, un inquiocupa. En otro, se critica los sanatorios en los que se mezclan a los enfermos normales y corrientes con los enajenados, establecimientos degradados en los que, una vez que se entra, todo indica que solo se sale con los pies por delante. Son frecuentes, en la Exégesis, las alusiones a los alquileres y el talante despiadado de los propietarios, siempre dispuestos a poner de patitas en la calle incluso a enfermos o niños. Todo ello no es, como dije anteriormente, «literatura», sino trasunto de la propia vida de Bloy, un autor que interpela al Poder desde la marginación, desde la indigencia, desde la Iluminación espiritual.