Una aproximación (incursión o razia, tal vez...) original, concienzuda y gozosa a la historia de la literatura y al amor al libro y a la lectura: la biblioteca como arquitectura vital.
Tan acostumbrado estaba a oírle hablar al
autor de sus «bibliotecas imaginarias» que no acabo de acostumbrarme, vaya la verdad por delante, a que Emerson, tan
racionalista, a través de Borges, tan imaginativo, se haya hecho con la preeminencia
de un título que de origen ya era alto, sonoro y significativo, como otros de
su cosecha(El fantasma anidó bajo el alero, El número de la Bella o
Apócrifos del Libro, entre otros). Tomémoslo, dada la proverbial
humildad del autor, como un homenaje a uno de sus autores de cabecera, de quien
no solo se recoge una biblioteca imprescindible, la de Babel, sino también algunas
citas de mucho peso a las que el autor suele acudir con su memoria eidética
para compartir con sus hechizados lectores el caudal de sabiduría, intuiciones,
descubrimientos, insinuaciones, constataciones y primorosos datos de lecturas —¡muchas de las cuales, como los «hombres
libro» de Farenheit 451, el autor conserva en su mágico magín— que ha
devenido, en este libro, un tan inusual como mirífico acercamiento a buena
parte de las cumbres literarias de todos los tiempos, porque las «bibliotecas
imaginarias» recogidas por Emilio Pascual —¡Hermes Trismegisto ha bendecido la
santa y devota paciencia del lector lento y minucioso que en la colmena
hexagonal de su pasión ha elaborado este dulce repaso por los frutos sabrosos
de lecturas tan perfectamente digeridas, tan majestuosamente asimiladas!— solo
pueden entenderse como un rendido homenaje, como digo en el título, al libro
como objeto, a las bibliotecas como arquitectura de una vida y al amor a la
lectura que cambia la vida de quien, ¡ay!, se atreve a abrir uno de ellos y
queda uncido ya a una cadena infinita a la que solo la muerte es capaz de
ponerle fin. Quien lee esculpe su alma, como me ha sugerido la homofonía de
Gabinete y Ganivet, y añadiría que quien la escribe, ¡con tanto arte!, la lega
a la posteridad. Y, sin embargo, en este libro de libros, biblia de la lectura
apasionada, también se recoge la escalofriante de quien, como en una
desquiciada película de terror, la destruye, al fundirse materialmente con
ellos…, pero no nos adelantemos.
Escribo lo anterior como si tuviera un
«plan» hermenéutico para comentar una obra tan singular; pero debo confesar que, como el militar kakanio
que visita la magna e imperial Biblioteca de Kakania , perplejo ante la razón
esgrimida por el bibliotecario que lo
guía: no leer más que los títulos, los índices y los catálogos, ando igual de
perdido, aunque, a diferencia del militarote, tan agradecido por el feliz
alumbramiento que no he podido por menos que leerla dos veces: de corrido la
primera, porque la admiración te lleva al hilo seguido —a pesar de la
recomendación del autor: ir picando a deshoras—, imposible de abandonar cuando
de materias tan sustanciales se habla en libro, y la segunda lápiz en mano y deteniéndome sin tiempo en
cuanto imantaba la mina del lápiz, dejándola ramonear a su antojo, porque, efectivamente, me ocurre lo mismo
que a un personaje de una de las bibliotecas, mancillador de incunables y otras
joyas, Carlos Brauer, personaje de La
casa de papel, de Carlos María Domínguez, un archicurioso «bibliófilo sin
amor», quien respondía, «con un orgullo caníbal un tanto grosero» a quienes le
reprochaban que arruinara «ediciones muy valiosas con sus horrendos garabatos»:
«Yo cojo con cada libro, y si no hay marca no hay orgasmo». La nota a pie de
página para ese «cojo» argentino —notas que conforman, de hecho un Gabinete
paralelo tan o más atractivo que el propio texto— derrocha una vena humorística
y crítica que hará las delicias de los lectores.
Y
en esas he estado estos días, inmerso en el laberinto de autores reales e
imaginarios en tantas «bibliotecas por cuyas estancias de todo tipo, suntuosas
y miserables —veo al autor como un don Juan de la lectura: «yo a las cabañas
bajé,/yo a los palacios subí,/yo los claustros escalé»…, si bien su memoria
resulta tan dulce como amarga la del original— me ha paseado el autor con una
habilidad narrativa que aún me sorprende el tan sabio e ingenioso juego,
entretejido de correspondencias, que ha sabido urdir entre las notas a pie de página
y los textos de las más de setenta bibliotecas que hubieran sido innúmeras si,
como ocurre con las tesis doctorales, el autor no les hubiera puesto punto
final antes de que el volumen quedara, vade retro Átropos!, entre sus
inéditos. Aunque el autor no recoge la biblioteca de Saint James [Jonathan
Swift: Un completo y verídico relato de la batalla librada el viernes pasado
entre los libros antiguos y modernos en la biblioteca de Saint James],
donde los antiguos y modernos escenifican un divertidísimo e inmortal combate,
sí que le son de aplicación las palabras del príncipe de los ingenios satíricos:
«Y para decir la verdad, parece que no hay parte más difícil del conocimiento
que la de saber cuándo terminar. […] El escribir es como una visita en la que
la ceremonia de despedirse dura más tiempo que toda la conversación anterior».
Bien está, pues, que la sensatez haya vencido al delirio del visitante de «bibliotecas»,
siempre insatisfecho por las que faltan, para que nos complazcamos los lectores
en todas las que nos regala, que no son moco de pavo, a fe.
Es cierto que
han abundando las «monografías» críticas sobre cualquier tema de los muchos que
trata la literatura, y la imaginación de los eruditos para inventárselas es
digna de admiración, un poco al estilo de los que dedican un generoso espacio
de sus bibliotecas a un solo tema o a un solo libro, como el caso del padre de
Tristram Shandy y su pasión por las narices y por Hafen Slawkenbergius, cuya
obra en latín traduce para convertirla en su libro de cabecera: «siempre estaba
al alcance de su mano, como si fuera un libro de cánones o de oraciones. Así
estaba de sobado y manoseado, contrito y atrito, con señales de dedos por
doquier». En cierto modo, esta magna obra de Emilio Pascual es, también, stricto
sensu, una «monografía», si bien tan peculiar que, dada su naturaleza, se
convierte en una suerte de original y autobiográfica Historia universal de la literatura,
en la medida en que reproduce fielmente la más que densa biografía lectora de
su autor… Del mismo modo que los autores suelen, a menudo, pintarse a sí mismos
en sus obras, como figurantes o camuflados en otros personajes de mayor
relieve, dejo aquí dicho que nuestro bendito y socarrón autor se dibuja a sí
mismo en la figura del padre del galdosiano don Emilio… digo don Rafael Bueno
de Guzmán y Ataide…
No es inusual, a pesar de que choque con el concepto habitual de «biblioteca», la biblioteca de un solo libro, como le sucede al inmortal Betteredge, lector de una sola obra, Robinson Crusoe, o a este de otra: la Biblia. Pero tiempo tendrán los lectores, por sí mismos, para ir descubriendo el retablo de maravillas que el autor ha dispuesto con rigor erudito, despejado ingenio, luminosa claridad y pasión desenfrenada. Yo sigo perdido en cómo comentar esta joya literaria sin que pueda mi inexperiencia o mi ineptitud llevar a los lectores a lo contrario de lo que deseo fervientemente: que se engolfen en este libro como se embebió BBB en otro, La historia interminable, «biblioteca» preceptivamente recogida en este volumen que los lectores hubiéramos querido también interminable, porque cada uno tenemos nuestras «bibliotecas imaginarias», por supuesto, y mientras el autor opta por la jocosa La mosca sabia, de Clarín, ¡cómo echo yo de menos la de Fernando Vidal en Un jornalero, un erudito dispuesto a ofrendar su vida para que las turbas revolucionarias no incendien la biblioteca donde él trabaja a destajo! La queja clásica hipocrática Ars longa… acaso explique por qué los muchos años de maduración y elaboración que requeriría una segunda entrega de estas «bibliotecas imaginarias», que es obra de décadas, pueda ver la luz; pero nunca, en caso de que la hubiera, habría libro que pudiera parangonarse, en el desmentido del refrán, con el amado Quijote de su autor. Sí que es deseable, sin embargo, reediciones aumentadas, por supuesto, y brindo por ello.
Hay una hermosa palabra catalana, Lletraferit, pobremente traducida al castellano como «letraherido», que define a la perfección el origen de esta obra magna. Hay una suerte de doble impulso místico y conquistador que lleva a una persona a dedicar su vida al íntimo placer de la lectura que, a diferencia de otros no menos intensos, es, como lo demuestra este libro, perfectamente transferible, de lo que esta reseña quiere dar fervorosa razón. No creo que el futuro me desmienta si digo que una de las grandes virtudes de este elogio de la pasión lectora que acabo de leer y releer —la relectura es la condición que fijó Goytisolo, por ejemplo, para identificar un «clásico» frente a otras obras— es la de acabar convirtiéndose en una suerte de vademécum (entrado en carnes sabrosas…) de lecturas para muchas generaciones, actuales y futuras.
No se sale indemne de sus páginas, se
llegue como se llegue, cándido o moreno lector, porque la herida de la que
brota, paradójicamente, la sed lectora del autor nos descubre lecturas
insospechadas que anotamos inmediatamente, espoleados por el placer que nos ha
hecho descubrir el placer solitario del
autor… Curiosamente, Juan de Zabaleta decía que «los animales sin discurso, en
cogiendo la presa, buscan el rincón. Coger un hombre el plato y meterse con él
en su silencio es salirse del convite y desmentirse de hombre»; pero el lector
por excelencia hace eso exactamente: coge su presa y busca su rincón, o su
cubil, como nos recuerda el autor que hacía Montaigne: «Este es mi cubil.
Intento conservar totalmente el dominio sobre él y sustraer este único rincón
de la comunidad conyugal, filial y civil. En cualquier otra parte tengo solo
una autoridad verbal: en esencia, confusa. ¡Mísero aquel, a mi parecer, que no
tenga en su casa un lugar donde pertenecerse, donde hacerse a sí mismo la
corte, donde ocultarse! […] Paso en él la mayor parte de los días de mi vida y
la mayor parte de las horas del día»
¡Si andaré desorientado sobre como
comentar esta obra magna que la cita recién transcrita ha acabado aquí en vez
de ser usada para lo que la había seleccionado, epígrafe de esta crítica! ¡No
quiero ni imaginar dónde acabarán cayendo las otras dos que redundan sobre el dulce
vicio de la lectura!: la de Petrarca, traducida por Ezequiel Solana [abuelo de
los Solana políticos], y la de Gracián, contemporáneo de Zabaleta! En lo que sí
caigo ahora es en que la de Petrarca bien hubiera quedado al lado de lo del «vademécum»,
pero como acabo de repetir el vocablo encomiástico, pues aquí que la enjareto,
con el convencimiento de que complacerá a todos cuantos la lean: «Aunque viva
alejado del mundo, tengo amigos cuyo trato es muy amable; amigos de todos los
tiempos y países, que se han ilustrado en la guerra, en los negocios públicos y
en las ciencias. Con ellos no tengo que incomodarme para nada, y están siempre
a mi disposición, pues los mando venir y los despido cuando me place. Lejos de
importunarme, responden a mis preguntas. Unos me cuentan los sucesos de los
siglos pasados, otros me revelan los secretos de la naturaleza. Este me enseña
a morir bien; aquel me distrae con la agudeza de su ingenio o calma mis enojos
con su buen humor y jovialidad. Hay algunos que endurecen mi alma contra los
sufrimientos, y otros que me llevan por sendas de flores halagado por risueñas
esperanzas. En cambio de tantos favores, no piden más que un modesto cuarto
donde se hallen al abrigo del polvo. Cuando salgo de casa me hago acompañar de
algunos de ellos por las sendas que recorro, pues la tranquilidad de los campos
les gusta más que el bullicio de las ciudades. [..] Esos buenos amigos son los
libros de mi biblioteca».
De momento, voy
a dejar constancia de un par de amigables sugerencias que me lanzarán, en
breve, al vicio de añadir más volúmenes a mi ya abarrotada, aun a fuer de
modesta, biblioteca; aun a riesgo de poner en peligro la paz conyugal, porque,
francamente, escasean ya los espacios domésticos donde instalarlos, y dentro de
poco bien puede parecerse mi casa a la de Carlos Brauer… En La biblioteca de
German Chaizes, se halla la primera: Mockingbird, de Walter Tevis. Sin
embargo, el contexto de ese hallazgo sirve para apreciar la compleja
arquitectura compositiva de este libro, y el juego de interrelaciones constante
que se establece entre el texto y las notas.
El autor usa la imagen de las cerezas
plurales sacadas del cesto para ilustrar cómo es imposible escoger una lectura
sin que la acompañen dos o tres o cientos más: «Y pues la literatura es como
las cerezas, que siempre salen enlazadas, añadiré que…»: Y ahí, en esas
adiciones —¡eso sí que es «sumar», y el otro desleído, hojarasca en
urbe…!— es donde el lector de esta obra halla una recompensa lectora que colma
el pasmo con que ha comenzado a leer desde la primera página. . Que en una de
sus bibliotecas las digresiones nos lleven a otras o de unos personajes a otros
se ejemplifica a las mil maravillas en La biblioteca de Germain Chaze,
en la que aparece Kostas Jaritos, quien emerge de una nota a pie de página para
convertirse en sujeto singular de un tipo de lector nada frecuente, el que solo
lee diccionarios…, lo que da pie a una suerte de *subbiblioteca que a
los aficionados a la lexicografía nos toca muy de cerca. Nuestra sorpresa, ¡y
para mí mayúscula!, pues desconocía tan prometedora lectura, aunque vi la
adaptación, en una serie magnifica, de una de sus novelas, Gambito de dama, es la irrupción de otra *subsubbiblioteca:
la de Paul Bentley, protagonista de El pájaro burlón, de Walter Tevis, Mockingbird,
en el original, quien, en un futuro distópico en el que ha desaparecido la
lectura, descubre un diccionario, un «bosque de palabras», que lo lleva a
redescubrirla. Aficionado a las películas mudas, un intertítulo se le queda
fijado y se convierte poco menos que en su mantra: Solo el sinsonte canta en
la linde del bosque. Ignoro el grado de satisfacción que me deparará La
bella Hortensia, de Jacques Roubaud, a cuya lectura me empuja La
biblioteca de la bella Hortensia, pero el mundo al revés de las bibliotecas
que se describe en ella, algo así como una variante bibliográfica de El
proceso de Kafka —dicho desde la ignorancia de su contenido, por supuesto,
y escribiendo «de leídas»— le sirve al autor para regalarnos la transcripción
de las 17 condiciones de la «biblioteca ideal negativa» concebida por tan
eximio frecuentador de ellas como Umberto Eco. Se trata de una relación
desternillante que tiene, en la novela, un paralelismo no menos divertido y que
los avisados lectores de este Gabinete apreciarán como se merece.
Si el desorden
de mi crítica proviene del pasmo en que me sumergió la lectura torrencial de un
caudal de sabiduría, sensibilidad, exigencia crítica y poderoso amor al libro y
a la lectura, que no siempre son realidades que se exijan, como demostró el
bibliotecario de Kakania o la bibliofilia, a veces en parte fetichista, poco
amante de la lectura, es justo decir en mi descargo intelector que estas
bibliotecas no siguen otro orden que el del capricho del autor que las ha
escrito. Así pues, los lectores irán pasando de unas a otras con el aliciente *thrilleresco
de cuál será la próxima maravilla que descubran. A los lectores empedernidos
les traerán recuerdos de sus propias lecturas, a los recién iniciados en el
vicio solitario les descubrirán todo un mundo de sugerencias que harán bien en
seguir. Y a todos los lectores, sin mayores distinciones, nos sorprende la
sabia combinación de humor y erudición con que el autor ha escrito su peregrina
invención, émula de cuantas le han servido para hilar sus bibliotecas; esa
sabiduría que él asocia con Jovellanos: «El hombre vale lo que sabe; pero no
vale más el que sabe más, sino el que sabe mejor. Aquel podrá tener mayor
número de ideas; pero este le tendrá mayor de ideas buenas, y estas valen más
que aquellas, por eso se dijo que hay burros cargados de letras» —razonamiento,
por cierto, que ha de parecerle absolutamente esotérico a la *inconjugable
ministra de Educación—, y que yo remito a una fuente anterior: Zabaleta: «Quien
no sabe saber, no sabe». En todo caso, el verdadero y salutífero hontanar que
es el El gabinete mágico aliviará la sed de lecturas de
todos aquellos que estén construyendo sus propias bibliotecas, trasunto de sus
vidas, sancta sanctorum de su más recóndita intimidad y de su siempre incierta identidad.
Bien cabe aquí, como parte de nuestra identidad lectora, recordar los dos
primeros versos de Un lector, de Borges: «Que otros se jacten de las
páginas que han escrito;/a mí me enorgullecen las que he leído». El autor no
ignora que la escritura nos permite acercarnos a la gloria, a la fama, a la
inmortalidad; pero que solo la lectura nos depara la más pura felicidad.
Una crítica de
escasos folios no puede aspirar a desentrañar el secreto de la magia que ha
usado el autor para forjar su obra, y mucho menos a practicar una de esas
«reducciones» gastronómicas que extraiga la esencia de tan generosos
ingredientes, pero sí que me puedo dar el gustazo de destacar algunos momentos
estelares desde mi muy subjetiva lectura, porque hay ciertos pasajes que a
cualquier lector «convulso» —porque lo es así o no será…— se le clavan en lo
más profundo. Ocurre con la identificación que cualquier lector, más amante de
lo escrito que de la adversa realidad, experimenta con el protagonista de La
historia interminable: De la biblioteca de Bastian, alias BBB, congénere
lector de Jakob Mendel, el retratado con tan buena mano por Zweig, enigmático y
atractivo misterio de la «concentración [lectora] absoluta», los lectores
desaprensivos, ¡que haylos!, no deberían desentenderse de una nota que, además
de constituir un análisis extraordinario de BBB, vale para todo hijo de vecino:
Ellos —escribe Pascual— no habían podido leer la Filosofía de la tensión,
de Ignacio Izuzquiza, e ignoraban que «el ser humano es un ser condenado a la
rareza y a la excepción. De hecho, cultivar las propias rarezas no es sino
cultivar la propia sensibilidad».
Sí, en efecto, leer es una rareza, y según
las últimas estadísticas (más de un millón de exlectores…), cada día que pasa
más. Todo, la llamada «inteligencia artificial» incluida, parece conjurarse
para convertir al lector en un ser marginal, extraño, raro, un ser al que
incluso quieren hurtarle la versión original de los clásicos para convertirlos
en lectura precocinada, esto es, predigerida…Que los lectores somos secta es
innegable. Y El gabinete mágico es, frente a ese punto de vista estadístico
tan pesimista, una suerte de contraseña vitalista y entusiasta, como las que se
usan cuando dos personas que no se conocen físicamente, sino solo
epistolarmente, y son devotos de este vicio solitario, dicen que llevarán este
o aquel libro para ser reconocidos en un encuentro en persona. De hoy en
adelante, llevar bajo el brazo el Gabinete mágico nos identificará como
miembros activos de esa secta universal.
A propósito de
la La biblioteca tangerina del bulevar, en Don Julián, de Juan
Goytisolo, trae a colación el autor, en una de esas notas a pie de página que
constituyen un Gabinete en la sombra, al modo británico, un aforismo de
Litchenberg: «El primer libro que habría que prohibir en el mundo sería un
catálogo de libros prohibidos», algo que, sin embargo, choca profundamente con la convicción de
Goytisolo del impulso lector fecundo que contienen dichos catálogos, como
expresó en múltiples ocasiones —yo se lo oí en Barcelona en una conferencia en
el Colegio de Arquitectos hacia el 79 más o menos—: para él, la Historia de
los heterodoxos españoles, de Marcelino Menéndez Pelayo, ¡obra nunca lo
suficientemente alabada!, fue la guía más segura para descubrir una nómina de
autores que le supusieron un enriquecimiento intelectual sin parangón. Emilio
Pascual es licenciado en Filología Hispánica, lo cual me trae a la memoria un
olvido suyo, que en puridad no lo es: que no cite el libro de libros que bien
pudiera considerarse biblia de filólogos, el Manual de bibliografía de la
literatura española, de José Simón Díaz, que el pidaliano doctor Labandeira
exigía que todos sus alumnos adquiriéramos desde el primer día de clase del
primer curso. No es una biblioteca «imaginaria», ciertamente, pero, desde una
perspectiva de lector y autor familiarizado con la ficción, persona y manual me
parecen escapados de una ficción tan intensa como las que él retrata en estas
bibliotecas imaginarias, ¡cuánto de borgiano tiene ese Manual!
Emilio Pascual
ha sido y es, como editor, un lector «profesional», lo que no ha matado en él
el placer de la lectura, como suele suceder cuando una pasión se convierte en
obligación, y parte de esa lectura minuciosa consiste en la titánica lucha
contra las erratas y en la fijación definitiva de los datos pertinentes del
texto que se edita. Desde esa perspectiva, ¡con qué orgullo se puede escribir
una nota en la que se advierte de que «una errata de Bouvard y Pécuchet
haya subsistido hasta 2021, Kiell, por Keill: «James Keill (1673-1719) médico, filosofo,
escritor y traductor escocés»! Se trata de uno de esos felices descubrimientos
que nos llegan al alma lectora a los muchos aficionados a las ediciones
críticas. De su vida profesional, su segunda notabilísima naturaleza, tras la
de portentoso escritor tardío, baste recordar haber sido editor de la celebrada
colección Tus libros, los clásicos de la editorial Anaya, de Cátedra y ahora de Oportet. Más
adelante, en la biblioteca de Kakania, Pascual, con su proverbial generosidad,
puesta tantas veces al servicio casi incondicional de los autores a los que ha
editado, tiene a bien ilustrarnos con el verdadero y documentado origen de la
tan manida como deturpada cita si vis pacem para bellum: «En realidad la
cita del Compendio de técnica militar de Vegecio decía: Qui desiderat
pacem, praeparet bellum: ‘Quien desee la paz, que prepare la guerra» (III,
pról..). Es el sino de toda cita universalmente repetida y aceptada».
Si hay
películas que merecen ser analizadas fotograma a fotograma, El Gabinete
mágico es un libro que «exige», tales son sus virtudes, un comentario
detallado de cada una de las bibliotecas, labor que en modo alguno corresponde
a una reseña, por supuesto; y de ahí el sabio consejo del autor para que lo lea
en pequeñas “diócesis” y con benevolente humor. Lo que sucede es que a los
lectores que nos iniciamos tarde y anárquicamente en la secta lectora nos puede
la lectura bulímica, y de ahí, a su vez, la lectura y relectura, ambas gozosas,
de una obra que está llamada a erigirse en grimorio de los sectarios —recuerdo, de paso, que entre
estas bibliotecas también figura la de los «asesinos», a quienes el
fundador de su secta dio nombre: Hassan Sabbah—, sobre la que, como las famosas
sortes virgilianae [la devoción del autor prefiere, muy
comprensiblemente, las sortes
quijotescas…], podemos descubrir en todo momento una lectura que echarnos a
los ojos hambrientos…
El amor todo lo
puede, cierto, pero a los amantes de la lectura en vez de cegarlos les abre más
los ojos, por ello se incluyen también en el volumen las extravagancias y aun
los disparates, como los personajes que intentan leer toda una biblioteca por
orden alfabético, o las casi atracciones de circo que suponen los «niños sabios»,
ficticios y reales, como Valentinito Torquemada o Jesús Rodríguez Cao, ambos,
como buenos «monstruos« de la naturaleza, muertos prematuramente [a Hildegard, niña
prodigio, sin embargo, fue su propia madre quien la *prematurizó, si
bien alcanzó los 19 años de edad…]. Ya vimos que el emperador chino que
destruyó cuantos libros encontró en su país ha tenido émulos en todo el mundo y
todas las épocas, y ahí están las quemas de libros, como la célebre de los nazis,
para atestiguarlo. Esta última tuvo un testigo que pasó desapercibido a la
multitud vociferante, Erich Kästner, cuya obra clásica, Emilio y los
detectives, fue considerada de inspiración comunista por los nazis. Kästner,
digo, asistió a la entrega de sus propios libros a las llamas.
De
cuantas reflexiones hay en libro tan lleno de saber y de pasión, escojo, un
poco al azar, la perplejidad de cuantos entran en casa de quien ha formado
biblioteca: «Cuando se accede a una biblioteca numerosa siempre tenemos una
pregunta tópica en los labios: «¿Y los ha leído todos?». Un amigo suele
responder: «La Enciclopedia Británica solo Borges» [ El amigo del autor, eso
sí, debería precisar que, en realidad, han sido dos, hasta donde nos es dado
conocer, los lectores de esa enciclopedia: Borges y Aldous Huxley, quien,
durante muchos años de su vida, incluyó siempre en su equipaje un tomo de la
misma]. Pero, ante la misma pregunta, Sylvestre Bonnard respondió:
«Desgraciadamente sí; por eso no sé nada, pues ninguno de estos libros deja de
desmentir al otro», un razonamiento casi calcado de la apología de las
bibliotecas que esgrime Fernando Vidal en Un jornalero, de Clarín, frente a los obreros incendiarios que quieren acabar
con el saber «burgués»; una breve lectura altamente recomendable.
El autor, casi
en doloroso epicedio, lamenta, en la despedida, no solo no haber podido allegar
más Bibliotecas, ante la amenaza cierta de que ninguna de ellas viera la luz,
sino la imposibilidad de poder acceder a toda la riqueza escrita y perdida, en
la ficción y en la realidad, como recuerda René Alleau en una conferencia
recogida por el autor: «¿Qué tesoros contenían los millares de libros que
fueron quemados el año 213 antes de Jesucristo, por orden del emperador
Chi-Huang-Ti, [Qinshi Huangdi, actualmente, y más conocido acaso por el
fastuoso mausoleo con servidores de terracota, en números chinos…, con los que
se hizo honrar póstumamente] con fines
únicamente políticos?» Hace bien poco he escrito la crítica en este Diario
de uno de los que «se salvó de la quema», el Yijing, porque circulaba
disfrazado de «manual de adivinación», cuando en realidad, como no ignoran
quienes lo hayan leído es un compendio de la más profunda filosofía china.
Y aquí, poniendo el pie en el estribo…, ya
solo cabe añadir como gozoso hasta siempre el tercer elogio clásico que había
seleccionado, el de Baltasar Gracián: —¡Oh, fruición del entendimiento! ¡Oh,
tesoro de la memoria, realce de la voluntad, satisfacción del alma, paraíso de
la vida! Gusten unos de jardines, hagan otros banquetes, sigan estos la caza,
cébense aquellos en el juego, rocen gas, traten de amores, atesoren riquezas,
con todo género de gustos y de pasatiempos; que para mí no hay gusto como el
leer ni centro como una selecta librería.
En efecto, a
ese «centro», jardín de senderos que se bifurcan, como los que ha sembrado
Emilio Pascual en su obra deleitosa, me retiro, porque El gabinete mágico
convoca al paseo… Vale et valete.