sábado, 15 de abril de 2023

«El gabinete mágico. Libro de las bibliotecas imaginarias», de Emilio Pascual o «el escultor de su alma»…

 


Una aproximación (incursión o razia, tal vez...) original, concienzuda y gozosa a la historia de la literatura y al amor al libro y a la lectura: la biblioteca como arquitectura vital.

 

Tan acostumbrado estaba a oírle hablar al autor de sus «bibliotecas imaginarias» que no acabo de acostumbrarme,  vaya la verdad por delante, a que Emerson, tan racionalista, a través de Borges, tan imaginativo, se haya hecho con la preeminencia de un título que de origen ya era alto, sonoro y significativo, como otros de su cosecha(El fantasma anidó bajo el alero, El número de la Bella o Apócrifos del Libro, entre otros). Tomémoslo, dada la proverbial humildad del autor, como un homenaje a uno de sus autores de cabecera, de quien no solo se recoge una biblioteca imprescindible, la de Babel, sino también algunas citas de mucho peso a las que el autor suele acudir con su memoria eidética para compartir con sus hechizados lectores el caudal de sabiduría, intuiciones, descubrimientos, insinuaciones, constataciones y primorosos datos de  lecturas —¡muchas de las cuales, como los «hombres libro» de Farenheit 451, el autor conserva en su mágico magín— que ha devenido, en este libro, un tan inusual como mirífico acercamiento a buena parte de las cumbres literarias de todos los tiempos, porque las «bibliotecas imaginarias» recogidas por Emilio Pascual —¡Hermes Trismegisto ha bendecido la santa y devota paciencia del lector lento y minucioso que en la colmena hexagonal de su pasión ha elaborado este dulce repaso por los frutos sabrosos de lecturas tan perfectamente digeridas, tan majestuosamente asimiladas!— solo pueden entenderse como un rendido homenaje, como digo en el título, al libro como objeto, a las bibliotecas como arquitectura de una vida y al amor a la lectura que cambia la vida de quien, ¡ay!, se atreve a abrir uno de ellos y queda uncido ya a una cadena infinita a la que solo la muerte es capaz de ponerle fin. Quien lee esculpe su alma, como me ha sugerido la homofonía de Gabinete y Ganivet, y añadiría que quien la escribe, ¡con tanto arte!, la lega a la posteridad. Y, sin embargo, en este libro de libros, biblia de la lectura apasionada, también se recoge la escalofriante de quien, como en una desquiciada película de terror, la destruye, al fundirse materialmente con ellos…, pero no nos adelantemos.

Escribo lo anterior como si tuviera un «plan» hermenéutico para comentar una obra tan singular;  pero debo confesar que, como el militar kakanio que visita la magna e imperial Biblioteca de Kakania , perplejo ante la razón esgrimida por el  bibliotecario que lo guía: no leer más que los títulos, los índices y los catálogos, ando igual de perdido, aunque, a diferencia del militarote, tan agradecido por el feliz alumbramiento que no he podido por menos que leerla dos veces: de corrido la primera, porque la admiración te lleva al hilo seguido —a pesar de la recomendación del autor: ir picando a deshoras—, imposible de abandonar cuando de materias tan sustanciales se habla en libro, y la segunda  lápiz en mano y deteniéndome sin tiempo en cuanto imantaba la mina del lápiz, dejándola ramonear a su antojo,  porque, efectivamente, me ocurre lo mismo que a un personaje de una de las bibliotecas, mancillador de incunables y otras joyas, Carlos Brauer, personaje de  La casa de papel, de Carlos María Domínguez, un archicurioso «bibliófilo sin amor», quien respondía, «con un orgullo caníbal un tanto grosero» a quienes le reprochaban que arruinara «ediciones muy valiosas con sus horrendos garabatos»: «Yo cojo con cada libro, y si no hay marca no hay orgasmo». La nota a pie de página para ese «cojo» argentino —notas que conforman, de hecho un Gabinete paralelo tan o más atractivo que el propio texto— derrocha una vena humorística y crítica que hará las delicias de los lectores.

 Y en esas he estado estos días, inmerso en el laberinto de autores reales e imaginarios en tantas «bibliotecas por cuyas estancias de todo tipo, suntuosas y miserables —veo al autor como un don Juan de la lectura: «yo a las cabañas bajé,/yo a los palacios subí,/yo los claustros escalé»…, si bien su memoria resulta tan dulce como amarga la del original— me ha paseado el autor con una habilidad narrativa que aún me sorprende el tan sabio e ingenioso juego, entretejido de correspondencias, que ha sabido urdir entre las notas a pie de página y los textos de las más de setenta bibliotecas que hubieran sido innúmeras si, como ocurre con las tesis doctorales, el autor no les hubiera puesto punto final antes de que el volumen quedara, vade retro Átropos!, entre sus inéditos. Aunque el autor no recoge la biblioteca de Saint James [Jonathan Swift: Un completo y verídico relato de la batalla librada el viernes pasado entre los libros antiguos y modernos en la biblioteca de Saint James], donde los antiguos y modernos escenifican un divertidísimo e inmortal combate, sí que le son de aplicación las palabras del príncipe de los ingenios satíricos: «Y para decir la verdad, parece que no hay parte más difícil del conocimiento que la de saber cuándo terminar. […] El escribir es como una visita en la que la ceremonia de despedirse dura más tiempo que toda la conversación anterior». Bien está, pues, que la sensatez haya vencido al delirio del visitante de «bibliotecas», siempre insatisfecho por las que faltan, para que nos complazcamos los lectores en todas las que nos regala, que no son moco de pavo, a fe.

         Es cierto que han abundando las «monografías» críticas sobre cualquier tema de los muchos que trata la literatura, y la imaginación de los eruditos para inventárselas es digna de admiración, un poco al estilo de los que dedican un generoso espacio de sus bibliotecas a un solo tema o a un solo libro, como el caso del padre de Tristram Shandy y su pasión por las narices y por Hafen Slawkenbergius, cuya obra en latín traduce para convertirla en su libro de cabecera: «siempre estaba al alcance de su mano, como si fuera un libro de cánones o de oraciones. Así estaba de sobado y manoseado, contrito y atrito, con señales de dedos por doquier». En cierto modo, esta magna obra de Emilio Pascual es, también, stricto sensu, una «monografía», si bien tan peculiar que, dada su naturaleza, se convierte en una suerte de original y autobiográfica Historia universal de la literatura, en la medida en que reproduce fielmente la más que densa biografía lectora de su autor… Del mismo modo que los autores suelen, a menudo, pintarse a sí mismos en sus obras, como figurantes o camuflados en otros personajes de mayor relieve, dejo aquí dicho que nuestro bendito y socarrón autor se dibuja a sí mismo en la figura del padre del galdosiano don Emilio… digo don Rafael Bueno de Guzmán y Ataide…

 No es inusual, a pesar de que choque con el concepto habitual de «biblioteca», la biblioteca de un solo libro, como le sucede al inmortal Betteredge, lector de una sola obra, Robinson Crusoe, o a este de otra: la Biblia. Pero tiempo tendrán los lectores, por sí mismos, para ir descubriendo el retablo de maravillas que el autor ha dispuesto con rigor erudito, despejado ingenio, luminosa claridad y pasión desenfrenada. Yo sigo perdido en cómo comentar esta joya literaria sin que pueda mi inexperiencia o mi ineptitud llevar a los lectores a lo contrario de lo que deseo fervientemente: que se engolfen en este libro como se embebió BBB en otro, La historia interminable, «biblioteca» preceptivamente recogida en este volumen que los lectores hubiéramos querido también interminable, porque cada uno tenemos nuestras «bibliotecas imaginarias», por supuesto, y mientras el autor opta por la jocosa  La mosca sabia, de Clarín, ¡cómo echo yo de menos la de Fernando Vidal en Un jornalero, un erudito dispuesto a ofrendar su vida para que las turbas revolucionarias no incendien la biblioteca donde él trabaja a destajo! La queja clásica hipocrática Ars longa… acaso explique por qué los muchos años de maduración y elaboración que requeriría una segunda entrega de estas «bibliotecas imaginarias», que es obra de décadas, pueda ver la luz; pero nunca, en caso de que la hubiera, habría libro que pudiera parangonarse, en el desmentido del refrán, con el amado Quijote de su autor. Sí que es deseable, sin embargo, reediciones aumentadas, por supuesto, y brindo por ello.

     

        Hay una hermosa palabra catalana, Lletraferit, pobremente traducida al castellano como «letraherido», que define a la perfección el origen de esta obra magna. Hay una suerte de doble  impulso místico y conquistador que lleva a una persona a dedicar su vida al íntimo placer de la lectura que, a diferencia de otros no menos intensos, es, como lo demuestra este libro, perfectamente transferible, de lo que esta reseña quiere dar fervorosa razón. No creo que el futuro me desmienta si digo que una de las grandes virtudes de este elogio de la pasión lectora que acabo de leer y releer —la relectura es la condición que fijó Goytisolo, por ejemplo, para identificar  un «clásico» frente a otras obras— es la de acabar convirtiéndose en una suerte de  vademécum (entrado en carnes sabrosas…) de lecturas para muchas generaciones, actuales y futuras.

No se sale indemne de sus páginas, se llegue como se llegue, cándido o moreno lector, porque la herida de la que brota, paradójicamente, la sed lectora del autor nos descubre lecturas insospechadas que anotamos inmediatamente, espoleados por el placer que nos ha hecho descubrir  el placer solitario del autor… Curiosamente, Juan de Zabaleta decía que «los animales sin discurso, en cogiendo la presa, buscan el rincón. Coger un hombre el plato y meterse con él en su silencio es salirse del convite y desmentirse de hombre»; pero el lector por excelencia hace eso exactamente: coge su presa y busca su rincón, o su cubil, como nos recuerda el autor que hacía Montaigne: «Este es mi cubil. Intento conservar totalmente el dominio sobre él y sustraer este único rincón de la comunidad conyugal, filial y civil. En cualquier otra parte tengo solo una autoridad verbal: en esencia, confusa. ¡Mísero aquel, a mi parecer, que no tenga en su casa un lugar donde pertenecerse, donde hacerse a sí mismo la corte, donde ocultarse! […] Paso en él la mayor parte de los días de mi vida y la mayor parte de las horas del día»

¡Si andaré desorientado sobre como comentar esta obra magna que la cita recién transcrita ha acabado aquí en vez de ser usada para lo que la había seleccionado, epígrafe de esta crítica! ¡No quiero ni imaginar dónde acabarán cayendo las otras dos que redundan sobre el dulce vicio de la lectura!: la de Petrarca, traducida por Ezequiel Solana [abuelo de los Solana políticos], y la de Gracián, contemporáneo de Zabaleta! En lo que sí caigo ahora es en que la de Petrarca bien hubiera quedado al lado de lo del «vademécum», pero como acabo de repetir el vocablo encomiástico, pues aquí que la enjareto, con el convencimiento de que complacerá a todos cuantos la lean: «Aunque viva alejado del mundo, tengo amigos cuyo trato es muy amable; amigos de todos los tiempos y países, que se han ilustrado en la guerra, en los negocios públicos y en las ciencias. Con ellos no tengo que incomodarme para nada, y están siempre a mi disposición, pues los mando venir y los despido cuando me place. Lejos de importunarme, responden a mis preguntas. Unos me cuentan los sucesos de los siglos pasados, otros me revelan los secretos de la naturaleza. Este me enseña a morir bien; aquel me distrae con la agudeza de su ingenio o calma mis enojos con su buen humor y jovialidad. Hay algunos que endurecen mi alma contra los sufrimientos, y otros que me llevan por sendas de flores halagado por risueñas esperanzas. En cambio de tantos favores, no piden más que un modesto cuarto donde se hallen al abrigo del polvo. Cuando salgo de casa me hago acompañar de algunos de ellos por las sendas que recorro, pues la tranquilidad de los campos les gusta más que el bullicio de las ciudades. [..] Esos buenos amigos son los libros de mi biblioteca».

         De momento, voy a dejar constancia de un par de amigables sugerencias que me lanzarán, en breve, al vicio de añadir más volúmenes a mi ya abarrotada, aun a fuer de modesta, biblioteca; aun a riesgo de poner en peligro la paz conyugal, porque, francamente, escasean ya los espacios domésticos donde instalarlos, y dentro de poco bien puede parecerse mi casa a la de Carlos Brauer… En La biblioteca de German Chaizes, se halla la primera: Mockingbird, de Walter Tevis. Sin embargo, el contexto de ese hallazgo sirve para apreciar la compleja arquitectura compositiva de este libro, y el juego de interrelaciones constante que se establece entre el texto y las notas. 

El autor usa la imagen de las cerezas plurales sacadas del cesto para ilustrar cómo es imposible escoger una lectura sin que la acompañen dos o tres o cientos más: «Y pues la literatura es como las cerezas, que siempre salen enlazadas, añadiré que…»: Y ahí, en esas adiciones —¡eso sí que es «sumar», y el otro desleído, hojarasca en urbe…!— es donde el lector de esta obra halla una recompensa lectora que colma el pasmo con que ha comenzado a leer desde la primera página. . Que en una de sus bibliotecas las digresiones nos lleven a otras o de unos personajes a otros se ejemplifica a las mil maravillas en La biblioteca de Germain Chaze, en la que aparece Kostas Jaritos, quien emerge de una nota a pie de página para convertirse en sujeto singular de un tipo de lector nada frecuente, el que solo lee diccionarios…, lo que da pie a una suerte de *subbiblioteca que a los aficionados a la lexicografía nos toca muy de cerca. Nuestra sorpresa, ¡y para mí mayúscula!, pues desconocía tan prometedora lectura, aunque vi la adaptación, en una serie magnifica, de una de sus novelas, Gambito de dama,  es la irrupción de otra *subsubbiblioteca: la de Paul Bentley, protagonista de El pájaro burlón, de Walter Tevis, Mockingbird, en el original, quien, en un futuro distópico en el que ha desaparecido la lectura, descubre un diccionario, un «bosque de palabras», que lo lleva a redescubrirla. Aficionado a las películas mudas, un intertítulo se le queda fijado y se convierte poco menos que en su mantra: Solo el sinsonte canta en la linde del bosque. Ignoro el grado de satisfacción que me deparará La bella Hortensia, de Jacques Roubaud, a cuya lectura me empuja La biblioteca de la bella Hortensia, pero el mundo al revés de las bibliotecas que se describe en ella, algo así como una variante bibliográfica de El proceso de Kafka —dicho desde la ignorancia de su contenido, por supuesto, y escribiendo «de leídas»— le sirve al autor para regalarnos la transcripción de las 17 condiciones de la «biblioteca ideal negativa» concebida por tan eximio frecuentador de ellas como Umberto Eco. Se trata de una relación desternillante que tiene, en la novela, un paralelismo no menos divertido y que los avisados lectores de este Gabinete apreciarán como se merece.

         Si el desorden de mi crítica proviene del pasmo en que me sumergió la lectura torrencial de un caudal de sabiduría, sensibilidad, exigencia crítica y poderoso amor al libro y a la lectura, que no siempre son realidades que se exijan, como demostró el bibliotecario de Kakania o la bibliofilia, a veces en parte fetichista, poco amante de la lectura, es justo decir en mi descargo intelector que estas bibliotecas no siguen otro orden que el del capricho del autor que las ha escrito. Así pues, los lectores irán pasando de unas a otras con el aliciente *thrilleresco de cuál será la próxima maravilla que descubran. A los lectores empedernidos les traerán recuerdos de sus propias lecturas, a los recién iniciados en el vicio solitario les descubrirán todo un mundo de sugerencias que harán bien en seguir. Y a todos los lectores, sin mayores distinciones, nos sorprende la sabia combinación de humor y erudición con que el autor ha escrito su peregrina invención, émula de cuantas le han servido para hilar sus bibliotecas; esa sabiduría que él asocia con Jovellanos: «El hombre vale lo que sabe; pero no vale más el que sabe más, sino el que sabe mejor. Aquel podrá tener mayor número de ideas; pero este le tendrá mayor de ideas buenas, y estas valen más que aquellas, por eso se dijo que hay burros cargados de letras» —razonamiento, por cierto, que ha de parecerle absolutamente esotérico a la *inconjugable ministra de Educación—, y que yo remito a una fuente anterior: Zabaleta: «Quien no sabe saber, no sabe». En todo caso, el verdadero y salutífero hontanar que es el El gabinete mágico aliviará la sed de lecturas de todos aquellos que estén construyendo sus propias bibliotecas, trasunto de sus vidas, sancta sanctorum de su más recóndita intimidad y de su siempre incierta identidad. Bien cabe aquí, como parte de nuestra identidad lectora, recordar los dos primeros versos de Un lector, de Borges: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito;/a mí me enorgullecen las que he leído». El autor no ignora que la escritura nos permite acercarnos a la gloria, a la fama, a la inmortalidad; pero que solo la lectura nos depara la más pura felicidad.

         Una crítica de escasos folios no puede aspirar a desentrañar el secreto de la magia que ha usado el autor para forjar su obra, y mucho menos a practicar una de esas «reducciones» gastronómicas que extraiga la esencia de tan generosos ingredientes, pero sí que me puedo dar el gustazo de destacar algunos momentos estelares desde mi muy subjetiva lectura, porque hay ciertos pasajes que a cualquier lector «convulso» —porque lo es así o no será…— se le clavan en lo más profundo. Ocurre con la identificación que cualquier lector, más amante de lo escrito que de la adversa realidad, experimenta con el protagonista de La historia interminable: De la biblioteca de Bastian, alias BBB, congénere lector de Jakob Mendel, el retratado con tan buena mano por Zweig, enigmático y atractivo misterio de la «concentración [lectora] absoluta», los lectores desaprensivos, ¡que haylos!, no deberían desentenderse de una nota que, además de constituir un análisis extraordinario de BBB, vale para todo hijo de vecino: Ellos —escribe Pascual— no habían podido leer la Filosofía de la tensión, de Ignacio Izuzquiza, e ignoraban que «el ser humano es un ser condenado a la rareza y a la excepción. De hecho, cultivar las propias rarezas no es sino cultivar la propia sensibilidad».

Sí, en efecto, leer es una rareza, y según las últimas estadísticas (más de un millón de exlectores…), cada día que pasa más. Todo, la llamada «inteligencia artificial» incluida, parece conjurarse para convertir al lector en un ser marginal, extraño, raro, un ser al que incluso quieren hurtarle la versión original de los clásicos para convertirlos en lectura precocinada, esto es, predigerida…Que los lectores somos secta es innegable. Y El gabinete mágico es, frente a ese punto de vista estadístico tan pesimista, una suerte de contraseña vitalista y entusiasta, como las que se usan cuando dos personas que no se conocen físicamente, sino solo epistolarmente, y son devotos de este vicio solitario, dicen que llevarán este o aquel libro para ser reconocidos en un encuentro en persona. De hoy en adelante, llevar bajo el brazo el Gabinete mágico nos identificará como miembros activos de esa secta universal.

         A propósito de la La biblioteca tangerina del bulevar, en Don Julián, de Juan Goytisolo, trae a colación el autor, en una de esas notas a pie de página que constituyen un Gabinete en la sombra, al modo británico, un aforismo de Litchenberg: «El primer libro que habría que prohibir en el mundo sería un catálogo de libros prohibidos», algo que, sin embargo,  choca profundamente con la convicción de Goytisolo del impulso lector fecundo que contienen dichos catálogos, como expresó en múltiples ocasiones —yo se lo oí en Barcelona en una conferencia en el Colegio de Arquitectos hacia el 79 más o menos—: para él, la Historia de los heterodoxos españoles, de Marcelino Menéndez Pelayo, ¡obra nunca lo suficientemente alabada!, fue la guía más segura para descubrir una nómina de autores que le supusieron un enriquecimiento intelectual sin parangón. Emilio Pascual es licenciado en Filología Hispánica, lo cual me trae a la memoria un olvido suyo, que en puridad no lo es: que no cite el libro de libros que bien pudiera considerarse biblia de filólogos, el Manual de bibliografía de la literatura española, de José Simón Díaz, que el pidaliano doctor Labandeira exigía que todos sus alumnos adquiriéramos desde el primer día de clase del primer curso. No es una biblioteca «imaginaria», ciertamente, pero, desde una perspectiva de lector y autor familiarizado con la ficción, persona y manual me parecen escapados de una ficción tan intensa como las que él retrata en estas bibliotecas imaginarias, ¡cuánto de borgiano tiene ese Manual!

         Emilio Pascual ha sido y es, como editor, un lector «profesional», lo que no ha matado en él el placer de la lectura, como suele suceder cuando una pasión se convierte en obligación, y parte de esa lectura minuciosa consiste en la titánica lucha contra las erratas y en la fijación definitiva de los datos pertinentes del texto que se edita. Desde esa perspectiva, ¡con qué orgullo se puede escribir una nota en la que se advierte de que «una errata de Bouvard y Pécuchet haya subsistido hasta 2021, Kiell, por Keill:  «James Keill (1673-1719) médico, filosofo, escritor y traductor escocés»! Se trata de uno de esos felices descubrimientos que nos llegan al alma lectora a los muchos aficionados a las ediciones críticas. De su vida profesional, su segunda notabilísima naturaleza, tras la de portentoso escritor tardío, baste recordar haber sido editor de la celebrada colección Tus libros, los clásicos de la editorial  Anaya, de Cátedra y ahora de Oportet. Más adelante, en la biblioteca de Kakania, Pascual, con su proverbial generosidad, puesta tantas veces al servicio casi incondicional de los autores a los que ha editado, tiene a bien ilustrarnos con el verdadero y documentado origen de la tan manida como deturpada cita si vis pacem para bellum: «En realidad la cita del Compendio de técnica militar de Vegecio decía: Qui desiderat pacem, praeparet bellum: ‘Quien desee la paz, que prepare la guerra» (III, pról..). Es el sino de toda cita universalmente repetida y aceptada».

         Si hay películas que merecen ser analizadas fotograma a fotograma, El Gabinete mágico es un libro que «exige», tales son sus virtudes, un comentario detallado de cada una de las bibliotecas, labor que en modo alguno corresponde a una reseña, por supuesto; y de ahí el sabio consejo del autor para que lo lea en pequeñas “diócesis” y con benevolente humor. Lo que sucede es que a los lectores que nos iniciamos tarde y anárquicamente en la secta lectora nos puede la lectura bulímica, y de ahí, a su vez, la lectura y relectura, ambas gozosas, de una obra que está llamada a erigirse en grimorio  de los sectarios —recuerdo, de paso, que entre estas bibliotecas también figura la de los «asesinos», a quienes el fundador de su secta dio nombre: Hassan Sabbah—, sobre la que, como las famosas sortes virgilianae [la devoción del autor prefiere, muy comprensiblemente,  las sortes quijotescas…], podemos descubrir en todo momento una lectura que echarnos a los ojos hambrientos…

         El amor todo lo puede, cierto, pero a los amantes de la lectura en vez de cegarlos les abre más los ojos, por ello se incluyen también en el volumen las extravagancias y aun los disparates, como los personajes que intentan leer toda una biblioteca por orden alfabético, o las casi atracciones de circo que suponen los «niños sabios», ficticios y reales, como Valentinito Torquemada o Jesús Rodríguez Cao, ambos, como buenos «monstruos« de la naturaleza, muertos prematuramente [a Hildegard, niña prodigio, sin embargo, fue su propia madre quien la *prematurizó, si bien alcanzó los 19 años de edad…]. Ya vimos que el emperador chino que destruyó cuantos libros encontró en su país ha tenido émulos en todo el mundo y todas las épocas, y ahí están las quemas de libros, como la célebre de los nazis, para atestiguarlo. Esta última tuvo un testigo que pasó desapercibido a la multitud vociferante, Erich Kästner, cuya obra clásica, Emilio y los detectives, fue considerada de inspiración comunista por los nazis. Kästner, digo, asistió a la entrega de sus propios libros a las llamas.

 De cuantas reflexiones hay en libro tan lleno de saber y de pasión, escojo, un poco al azar, la perplejidad de cuantos entran en casa de quien ha formado biblioteca: «Cuando se accede a una biblioteca numerosa siempre tenemos una pregunta tópica en los labios: «¿Y los ha leído todos?». Un amigo suele responder: «La Enciclopedia Británica solo Borges» [ El amigo del autor, eso sí, debería precisar que, en realidad, han sido dos, hasta donde nos es dado conocer, los lectores de esa enciclopedia: Borges y Aldous Huxley, quien, durante muchos años de su vida, incluyó siempre en su equipaje un tomo de la misma]. Pero, ante la misma pregunta, Sylvestre Bonnard respondió: «Desgraciadamente sí; por eso no sé nada, pues ninguno de estos libros deja de desmentir al otro», un razonamiento casi calcado de la apología de las bibliotecas que esgrime Fernando Vidal en Un jornalero, de Clarín,  frente a los obreros incendiarios que quieren acabar con el saber «burgués»; una breve lectura altamente recomendable.

         El autor, casi en doloroso epicedio, lamenta, en la despedida, no solo no haber podido allegar más Bibliotecas, ante la amenaza cierta de que ninguna de ellas viera la luz, sino la imposibilidad de poder acceder a toda la riqueza escrita y perdida, en la ficción y en la realidad, como recuerda René Alleau en una conferencia recogida por el autor: «¿Qué tesoros contenían los millares de libros que fueron quemados el año 213 antes de Jesucristo, por orden del emperador Chi-Huang-Ti, [Qinshi Huangdi, actualmente, y más conocido acaso por el fastuoso mausoleo con servidores de terracota, en números chinos…, con los que se hizo honrar póstumamente]  con fines únicamente políticos?» Hace bien poco he escrito la crítica en este Diario de uno de los que «se salvó de la quema», el Yijing, porque circulaba disfrazado de «manual de adivinación», cuando en realidad, como no ignoran quienes lo hayan leído es un compendio de la más profunda filosofía china.

Y aquí, poniendo el pie en el estribo…, ya solo cabe añadir como gozoso hasta siempre el tercer elogio clásico que había seleccionado, el de Baltasar Gracián: —¡Oh, fruición del entendimiento! ¡Oh, tesoro de la memoria, realce de la voluntad, satisfacción del alma, paraíso de la vida! Gusten unos de jardines, hagan otros banquetes, sigan estos la caza, cébense aquellos en el juego, rocen gas, traten de amores, atesoren riquezas, con todo género de gustos y de pasatiempos; que para mí no hay gusto como el leer ni centro como una selecta librería.

         En efecto, a ese «centro», jardín de senderos que se bifurcan, como los que ha sembrado Emilio Pascual en su obra deleitosa, me retiro, porque El gabinete mágico convoca al paseo… Vale et valete.

martes, 11 de abril de 2023

«Yijing» («El libro de los cambios»). La adivinación desde la sabiduría.

     


Un libro de respuestas que te enseñan a formular las preguntas: un compendio del saber tradicional y cultural de la China. 

                 De bien mozo, allá por los veinte, quise leer el entonces llamado I Ching, ahora Yijing (del mismo modo que el tradicional Mao-Tse-Tung se nos convirtió en Mao Zedong…), y algo, ignoro el qué, me detuvo. ¿Por qué la intuición tan a menudo sabe más de nosotros que nosotros mismos? De haberlo abierto entonces y haberme aplicado a su lectura, dadas mis seculares lagunas, hubiera salido bien escaldado y acaso renunciando a una lectura que ahora, medio siglo más tarde, se ha convertido en uno de los mayores placeres de mi vida. En parte ello se debe a que la edición de Atalanta (2019) traducida y anotada por Jordi Vilà, que incluye los comentarios de Wang Bi, en traducción y notas de Albert Galvany, no solo es la traducción de un libro y de uno de sus principales comentaristas, sino un auténtico tratado de sinología, en la medida en que la creación del Yijing se remonta a nada menos que a once siglos antes de Cristo, esto es, casi seis siglos anterior a la fijación del canon bíblico judío. A través de las precisas anotaciones de los autores no solo entramos en interesantes disquisiciones etimológicas, sino en la Historia de China y, fundamentalmente, en sus supersticiones, sus creencias y sus dos filosofías básicas: La de Confucio, que no escribió una sola línea, y la de Laozi, autor del inmortal  Daodejing (tradicionalmente Tao Te King). Ambos fueron lectores del Yijing y ambos, con sus doctrinas, influyeron en él y, por supuesto, en Wang Bi, cuya prematura muerte a los 24 años nos privó, sin duda de una obra que acaso pudiera ser comparada con la de sus dos referentes. De hecho, su lectura y comentarios del Yijing suponen un antes y un después, porque a partir de él el Yijing  deja de ser un «mero» manual adivinatorio y se convierte en la representación del universo en su totalidad y unidad. Wang Bi supone una síntesis del «retorno a la naturaleza» de Laozi y el ideal social  y administrativo de Confucio. Y esa es la lectura filosófica que, antes de Wang Bi, hicieron Confucio y Laozi —se cuenta de Confucio que en los últimos años de su vida dedicaba largas horas a la lectura del Yijing—, y, tras él, todos nosotros. Porque el Libro de los Cambios, desde la perspectiva occidental, es un auténtico manual de la sabiduría tradicional china, reinterpretado por mentes tan poderosas como las de los tres pensadores citados.

         Aunque los trigramas y la adivinación a través de las piedras, de los huesos y del vientre de las tortugas forma parte de la historia ancestral del pueblo Chino, será en la transición de la dinastía Shang a la Zhou cuando el rey Ji Chang, tras largos años de meditación, fija el canon de los 64 hexagramas que ha permanecido hasta nuestros días. El último rey de la dinastía Shang, Di Shing fue un monarca depravado que asesinó a uno de sus hermanos y respetó al otro porque se hizo el loco, lo que le garantizaba la inmunidad. Ji Shang, monarca de los Zhou, un rey bondadoso y justo, casado con tres hermanas de Di Shing, suscitó los celos de Di Shing, quien lo capturó y encerró en una cueva durante muchos años. Fue Ji Shang quien creó la superposición de los trigramas tradicionales, heredados del mitológico  Fu Xi, creando el hexagrama, lo que potenciaba su capacidad predictiva. Añadió los «dictámenes» y conformó el libro casi como ahora nosotros lo conocemos. Cuando la dinastía Zhou se hizo con el poder, Ji Shang fue convertido poco menos que en un héroe nacional , ejemplo de moralidad, y recibió el sobrenombre de «Rey Civilizador». En los años finales de la dinastía Zhou, hacia el 770 a.C., el Libro de los Cambios fue adoptado por los nobles, quienes convirtieron el libro en una suerte de manual de príncipes para educar a sus propios hijos a imitación del junzi, «hijo del príncipe», el ideal de persona noble. Un género que ve la luz en Europa a partir del siglo XIII y que tiene en El Príncipe, de Maquiavelo su culminación.

Gracias al hecho de tratarse de un manual de adivinación, podemos leer y aprender hoy del Jiying, porque se salvó de la brutal quema de libros y exterminio de intelectuales dictada por  Qinshi Huangdi  el primer emperador de la China unificada, a quien hoy se conoce más por los guerreros de terracota que fueron enterrados con él, y que han despertado la admiración universal, tanto como el odio que en vida suscitó su despiadada obra de gobierno. Piénsese que a esos 700 intelectuales exterminados se les enterró vivos, por ejemplo… Qinshi Huangdi se adelantó lo suyo a Stalin y a los jemeres rojos, sin duda.

         Fu Xi, el mitológico padre de la civilización china fue el descubridor de los ocho trigramas sobre los que se edificará el Yijing. Atribuyendo a las líneas de los mismos los valores Yin y Yang, si estas son continuas o partidas, estableció las propiedades de los trigramas, dotando a cada uno de ellos de un  nombre, un significado, un atributo, un símbolo y un parentesco. Los populares principios yin y yang no han de entenderse como fuerzas primarias, sino como un sistema clasificatorio. Etimológicamente, los conceptos yin y yang se referían a las laderas sombrías o iluminadas de una montaña. Tampoco han de entenderse como fuerzas opuestas, sino, en todo caso, complementarias.

En el largo proceso de construcción del Yijing, sus variados autores quisieron destacar sobre todo que en la descripción de los fenómenos lo único permanente es el cambio, la transformación la evolución. Bien podríamos que el concepto de fluidez y de cambio es el fundamento del Yijing, como si nos metiéramos en el rio heraclitiano en el que es imposible bañarse dos veces en él. De ahí su nombre: Libro de los Cambios. Se trata de una concepción filosófica alejada de esas verdades inmutables que ha buscado siempre la civilización occidental. La única seguridad oriental es que todo es mudable, y en ella se acerca, en parte, a la concepción mitológica de la Rueda de la Fortuna, que «nunca pudo estar quieta», como dice nuestro Romancero, y nos muda de estado cada vez que gira.

         De Fu Xi nos queda, básicamente, la conocida como «secuencia de Fu Xi»: los ocho trigramas se disponen en forma circular en el orden contrario a las agujas del reloj, con el trigrama Quian en la parte superior

                            


         El contenido del Yijing tiene en cuenta tres ámbitos distintos y complementarios que vienen a totalizar la realidad: El Libro de los Cambios contiene el Dao del cielo, el Dao de la Humanidad y el Dao de la tierra. Sobre  nuestra relación con todos ellos el Yijing nos da una respuesta si la pregunta es acertada. Desde antiguo se avisaba ya que no acreditaba ni saber ni prudencia consultar con frecuencia el Yijing, el cual se había de reservar para los momentos auténticamente trascendentales en nuestra vida.

         El método de adivinación definitivo fue fijado por Zhu Xi (1130-1200), el filósofo chino más destacado después de Confucio, quien lo cifró en uno de los dos libros que escribió sobre el Yijing:  Yixue Qimeng («Iniciación al Estudio del Libro de los Cambios»), un manual en el que se detalla el proceso de adivinación.

         Originalmente se usaban tallos de milenrama (perejil silvestre), una suerte adivinatoria relativamente complicada, que no taró en cohabitar con otra más simple: el uso de tres monedas a cuyas «cara y cruz», una representando el yin y la otra el yang, se les atribuía un valor 2, al yin, y un valor 3, al yang. Se lanzaban las tres monedas tantas veces como líneas tiene el hexagrama, y se va perfilando el valor de cada línea, que solo pueden ser 6, 7, 8 y 9, con lo que identificamos la condición de cada línea y obtenemos el hexagrama resultante que nos llevará al texto para hacer la consulta.

         La consulta al Libro de los Cambios no es tarea sencilla, porque, como se advierte en su texto, el hecho de que los cuatro valores numéricos resultantes de lanzar al azar las monedas aparezcan en una de las seis posiciones del hexagrama implica una predicción que modifica, hasta cierto punto, el valor propio del hexagrama al que la suerte nos haya llevado. El trigrama inferior, que está en la base del «edificio» hexagramático, se relaciona con las experiencias del pasado y destaca los aspectos subjetivos de la situación; el trigrama superior, por su parte, se asocia con el futuro, o mejor dicho, con la transición de presente hacia el futuro y se manifiestan en él los aspectos objetivos del asunto. Por otro lado, los hexagramas tienes hexagramas opuestos que conviene consultar también para «afinar» la predicción.

         La lectura de los 64 hexagramas, como ya he dicho, supone una inmersión absoluta en un mundo conceptual que no resulta bastante alejado, y, a mi modo de ver, mucho más complejo que el de los antiguos oráculos griegos y latinos. Las pitias y las sibilas pueden considerarse modestas aprendices respecto de la explicación total que signnifica el Libro de los Cambios. Está claro que una lectura cronológica del mismo nos permite descubrir consejos sorprendentes y afirmaciones que nos desconciertan, pero no se trata de un libro que admita ese modo de leer, pues su carácter de manual adivinatorio exige que se lancen las monedas y que seamos guiados hacia un hexagrama de los 64 que tenemos a nuestra disposición para sacar en claro una guía o una ayuda que nos permita guiar nuestra conducta conforme a esa idea fundamental de que todo está sujeto al cambio permanente. Yo lo he leído de corrido y he gastado las minas correspondientes para los constantes subrayados a que la lectura obliga. Después hice una consulta práctica y debo reconocer que, en efecto, el Yijing me enseñó que la sutileza de la pregunta es incluso más importante que la revelación del libro. De antiguo quedaban proscritas cualesquiera preguntas que exigieran un no o un sí como respuesta. El Yijing no es un manual de respuestas prácticas, sino un ayuda eficaz para «afinar» nuestra visión de la realidad y, por supuesto, de nuestra propio destino. Wang Bi lo deja meridianamente claro en sus comentarios al texto: No existe nada que sea aberrante, pues necesariamente todas las cosas obedecen a su razón interna. Así, las cosas son complejas, pero no caóticas; múltiples, mas no confusas. A lo largo de sus comentarios recibimos una iluminación que nos ayuda a entender el valor del Yijing: ¿Qué es la transformación? —nos alecciona— Es aquello que surge de la interacción entre la tendencia innata de las cosas y los estímulos externos. Y, finalmente, para disuadirnos de ver el Yijing como una herramienta mecánica de precisión nos dice que ni el cálculo más meticuloso es capaz de determinar el cómputo numérico [de las tranformaciones], ni el más inteligente de los sabios es capaz de concertarlas, ni las leyes y las reglas pueden dar cuenta de ellas, ni las mediciones pueden calibrarlas. No obstante, el estudio del Yijing tiene una suprema recompensa:  Sólo quien comprende las líneas de los hexagramas es «capaz de complacer los corazones», de «refinar la reflexión», de percibir las categorías en las disputas y de advertir lo común en la disparidad.

         Antes de concluir con algunos destellos mágicos de los 64 hexagramas que componen el Yijing, quisiera recordar que la leyenda atribuye  la creación de la escritura china a los trigramas de Fu Xi y, por lo tanto,  muy relacionada con las prácticas adivinatorias practicadas a partir de los signos que se interpretaban en las rocas, los huesos calcinados o el vientre de las tortugas, todos ellos relacionados con las rayas en caprichosas disposiciones.

         Kun, el principio pasivo, simboliza la Tierra. Y su imagen nos dice: «Como un saco bien atado. Sin desgracia, sin elogios.» Si se es precavido, se evitaría una calamidad. Las notas, siempre tan esclarecedoras, de los autores de la edición, nos aportan visiones complementarias como la de Laozi: (Cap. V) El Cielo y la Tierra no son benevolentes, tratan a todos los seres como si fueran perros de paja.

         Meng, ignorancia, simboliza el Agua y la Montaña. Por lo general, quien no sabe trata de preguntar a quien sabe, y quien sabe no busca una respuesta. El turbado busca la lucidez, pero quien ya es lúcido no persigue la turbación. La imagen principal dice: Bajo la montaña brota una fuente: tiempo de ignorancia. Se ignora hacia dónde fluye; ésa es la imagen de la ignorancia.

Las diferentes notas de la edición constituyen, en muchos casos, una oportuna explicación de su contenido, y escojo una de ellas para que sea vea cómo la lectura del libros supone una excelente inmersión en la cultura china:

 Li she da chuan, «será favorable cruzar el gran río». Frase emblemática del Libro de los Cambios, que aparece once veces en el texto. […] El sentido de esta frase sería parecido al coloquialismo «mojarse», que se refiere a tomar una decisión en la que no existirá la vuelta atrás, a decantarse por una opción y seguirla hasta el final. […] Quizás el origen de la frase venga del miedo a cruzar el Río Amarillo o de la expedición militar que lo cruzó al mando del rey Zhou para acabar con el último rey de la dinastía Shang.

De igual manera, otras escarban en la etimología para que apreciemos la creación de significados en el corpus léxico chino:

El término chino que se utiliza para designar el matrimonio de una mujer significa «retornar», «volver» (gui), puesto que tradicionalmente se consideraba que la familia de su futuro marido era, en realidad, su verdadera familia.

        

         Tai, paz, simboliza el Cielo y la Tierra. Nueve en tercer lugar: No hay llanura sin desniveles; no hay ida sin regreso. Usar el oráculo en las situaciones difíciles no acarreará ninguna desgracia. No hay que preocuparse por la propia sinceridad, y se hallará felicidad en el salario asignado. [Wang Bi: Quien sea sincero, justo y leal no debe apenarse por su sinceridad y hallará su propia iluminación.]

Guan, contemplar, simboliza la Tierra y el Viento. El dictamen explica: [Wang Bi]: El Dao de la contemplación se despliega, no ya castigando e imponiendo el control sobre los otros, sino provocando su transformación. Lo divino carece de forma. La nota ilustrativa nos señala uno de los principios básicos del pensamiento chino y oriental, por extensión: Wang Bi alude aquí a una idea recurrente en la literatura filosófica de la China antigua, especialmente en los textos adscritos al taoísmo y a la estrategia militar, según la cual la dimensión de lo invisible, de la ausencia, wu, prevalece y predomina sobre la dimensión de lo tangible, lo visible, you. […] A lo que tiene forma es posible adecuarse de algún modo. Por esa razón, el sabio oculta su forma en la nada y deja su mente errando en el vacío. Una barrera puede impedir el paso del viento y del agua, mas no el del frío y el calor, pues estos carecen de forma; pueden penetrar lo más sólido. De forma complementaria, llama la atencion la aclaración etimológica que nos remite al búho de Minerva: En el Yijing, el significado del carácter guan suele ser «observar, contemplar». Sin embargo, en las inscripciones oraculares suele indicar algún tipo de pájaro, quizás una cigüeña o un búho.

         La composición del Yijing no se redujo solamente a los hexagramas, los dictámenes y el significado de la imagen y de los valores de las suertes en cada línea del hexagrama. Con el tiempo se le añadieron unos comentarios, usualmente encabezados por la expresión «El Maestro dice», que supuestamente hace alusión a Confucio, que se llamaron las Diez Alas. En ella se complementa de una manera discursiva los enigmáticos enunciados del manual adivinatorio. Leamos un fragmento de la Sexta Ala, como ejemplo:El Maestro ha dicho: El hombre vulgar no se siente avergonzado por actuar sin benevolencia, ni siente miedo de actuar sin equidad Si no ve beneficio, no actçua en absoluto. Si no es por la fuerza, no se muestra disciplinado. Si en asuntos menores se le disciplina [por la fuerza], en asuntos de gran importancia se mostrará precavido. Esa es la suerte del hombre vulgar: El Libro de los Cambios dice: Con los pies engrilletados, sus dedos quedan cubiertos. No habrá desgracia alguna. He aquí la explicación [...] Si la bondad no se cultiva, no habrá la suficiente como para proporcion arle a alguien un buen nombre. Si el mal no se cultiva, no habrá el suficiente como para arruinarle a alguien la vida. El hombre vulgar cree que una pequeña cantidad de bondad no aporta ningún beneficio y, por lo tanto, no la pone en práctica; tambiçen supone que una pequeña cantidad de maldad no le va a perjudicar y, por lo tanto, no la evita. Por eso, si se acumula el mal, llega un momento en que ya no se lo puede seguir ocultando, y los crçimenes llegan a ser tan grandes que ya no se pueden seguir perdonando.

                En términos generales, hay dos ideas que se consolidan en la reinterpretación constante del Yijing y que Wang Bi señala con meridiana claridad: El noble obtiene la virtud mediante la acción civilizadora y la ilustración  y  Utilizar la mente de modo parcial y estrecho constituye el dao de la vergüenza y la humillación. Estamos, pues, ante un tratado de moral muy ajustado a principios fundamentales que se cifran en dos concepciones que los autores del libro explican con tanta claridad que intentar una paráfrasis me temo que no conseguiría sino emborronar el razonamiento:  «Se requiere un fundamento, un principio originario, un patrón básico. Este principio recibe el nombre de wu (ausencia, no-ser) en el comentario que Wang Bi dedica al Laozi y li (razón interna) en su trabajo exegético del Yijing. Mientras que el término wu designa ante todo una noción de naturaleza ontológica, el termino li indica, por el contrario, un principio heurístico: representa «aquello por lo cual» o «aquello gracias a lo cual» cada ser es lo que es y se comporta de acuerdo con su naturaleza.  El li desempeña un papel fundamental en el comentario de Wang Bi al Yijing en tanto que principio de inteligibilidad de las mutaciones, pues, en opinión de Wang Bi, existe una estructura subyacente, es decir, una forma de orden en el seno mismo de la infinita particularidad o incluso del orden. De ahí que en la primera sección de sus observaciones generales sostenga: No existe nada que sea aberrante. Wang Bi trata de demostrar que todo cambio individual tiene lugar en el interior de cierto esquema general: la situación temporal en la cual adviene. En opinión de Wang Bi, el propósito principal para leer y estudiar el Yijing no es otro que abrir el horizonte de la acción humana de modo que uno pueda adaptarse a los cambios adecuadamente».

         A pesar de lo insatisfactorio que me resulta haber de concluir esta cala en el Yijing, porque lo suyo propio es pormenorizar los contenidos de los 64 hexagramas, permítanme que lo haga con un hexagrama que tanto echamos de menos, sobre todo en nuestra política:

         Qian, modestia, simboliza la Montaña y la Tierra.El dictamen explica; El Dao del cielo es vaciar lo que está lleno y beneficiar a los modestos, mientras que el Dao de la Tierra es transformar lo que ya está lleno y permitir que la modestia pueda fluir. La imagen dice: «El noble posee la modestia absoluta». Por ello utiliza la humildad para gobernarse a sí mismo. [Y Wang Bi añade:  Gobernar significa cultivarse. Nueve en tercer lugar: [Wang Bi]: Cultivar la modestia sin descanso: así es como se obtiene un presagio afortunado.