Introducción epistolar al uso y disfrute del latín *siemprevivo —innovemos en el huerto del Señor…— que nos abre de par en par las puertas del sancta sanctórum de saberes y placeres que deberían de ser nuestras memorabilia…
Salutem
Plúriman!
Cuando recibo un
nuevo libro de Emilio Pascual, esta vez con la gentil coautoría de sus tres
privilegiados interlocutores, siempre me digo lo mismo: «¡Lo ha vuelto a hacer!»,
aunque, como en el caso de este libro, tan sorprendente como rara avis en el panorama editorial, me
lleve la desilusión inicial de que, rasgado con precipitación el sobre, el
contenido no me permita leer en la portada Las bibliotecas imaginarias,
o como acabe llamándose el esperado, el deseado volumen que no acaba de ver la
luz poderosa del negro de la impresión.
La expresión se
corresponde con la insólita variedad de los registros autorales de Emilio,
reconocidos urbi et orbi por la fiel legión de sus admiradores, a
quienes ha sabido cautivar por su imaginación, por su límpido estilo ingenioso, por su oratoria incomparable, por
su memoria enciclopédica, por su curiosidad inmarcesible y por un sentido de la
amistad tan virtuosamente clásico como sus saberes y su amor a la lengua
latina, de la que se ha hecho adalid para regocijo de sus interlocutores y de
cuantos lectores entren, para quedarse extasiado, como en un bosque mágico del
ciclo artúrico, en sus páginas deslumbrantes, llenas de la mejor cultura a la
que todos deberían acceder para apreciar, exactamente, la virtus que nos
convierte en personas auténticamente civilizadas, ¡y entiéndase ello como conditio
sine qua non!
Bien pudiera pensar,
algún lector, más tostado que moreno…, que
las cartas cruzadas con los tres hijos del editor de este libro sean una ficción
de la que se haya valido el autor para escribir su hermosa defensa del latín y
de las humanidades de la más amena forma posible; pero no, el editor lo deja
claro en el introito a la obra y a los lectores no nos queda sino maravillarnos
de que Emilio Pascual haya sido capaz de tejer una red de complicidades tan
entrañable con su tres jóvenes interlocutores para acabar construyendo alrededor
del latín una obra de ingeniería lingüística en todo paralela a las aún admirables
obras del ingenio constructivo romano. Si la Torre de Babel condujo a la ininteligibilidad,
el zigurat que construye Emilio Pascual, con amplias terrazas donde se
reflexiona sobre lo humano, lo divino y lo infernal…, se asemeja a la famosa
biblioteca de Alejandría, pósito del nutritivo saber de todos los tiempos («Graneros
públicos», nos recuerda Emilio que las llamó Marguerite Yourcenar), en la que
figuró, por orden de Osimandias, la célebre inscripción: Medicina ánimi. Reconozcamos, porque así lo exige la justicia de los hechos, que ha de atribuírsele al editor, Jesús Herrán, la visión editorial de haber visto un volumen donde la amistad simplemente construyó una fértil y jugosa correspondencia entre un polígrafo cervantino y tres criaturas a quienes deslumbró y sedujo con las mismas Divinas palabras que libraron a Mari-Gaila de la muerte. Hay pues una importante labor de reconstrucción documental, y ahí Emilio, casi como Deus ex machina, proveyó con singular eficacia para el buen fin de la empresa.
A quienes
vivimos a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, durante, en, entre, hacia,
hasta, mediante, para, por, según, sin, so, sobre, tras, versus y vía las
palabras…, la lectura de este libro supone una inmersión dulcísima en el
conocimiento de una lengua jamás muerta y construida, además, con un espíritu sintético
que nos llena de admiración: Corruptio óptimi pésima («La corrupción de lo
mejor (o de los mejores) es la peor de todas») o este otro ejemplo de Horacio
que me permito añadir de mi colección particular: Venus non erubescendis
adurit ignibus («Venus te abrasa con fuegos que nada tienen de vergonzoso»)
¡Cómo fuimos capaces de convertir en lenguas analíticas el prodigio sintético
del latín!
Mala fama ha
tenido en el siglo XX el estudio del latín —¡arda en los infiernos babélicos
aquel ministro franquista de sonrisa *profidénica que ofició la inhumación
del latín y entronizó el deporte en los patios!, y de cuyo nombre no he querido
acordarme —, y Emilio no pierde la ocasión de mostrar cómo ese cultivo del latín
sufrió una erosión terrible desde tiempos muy antiguos, cuando aún era,
incluso, la lengua de cultura en todas las universidades europeas, pero a
través de sus inigualables dotes didácticas logra convertir la aproximación al
estudio del mismo en un proceso lúdico del que no solo se extrae un placer
indescriptible, sino también conocimientos que han de memorizarse, siguiendo la
sentencia de Isidoro de Sevilla, de cuyas Etimologías es deudora esta obra, por su
afán enciclopédica y salvando las ambiciones de una y otra empresa,
naturalmente: Rerum ómnium thesaurus memoria est («La memoria es el
tesoro de todas las cosas»), a pesar de la mala fama que padece en nuestros días
la memoria para las autoridades. Para Emilio, uno de los pocos seres que he
conocido con memoria eidética, esta es una de las grandes humanizadoras: «Sé quién
soy porque recuerdo quién fui. Todo autoanálisis se sumerge en el pasado. La
memoria me configura, me otorga una identidad. Yo soy mi memoria. Recuerdo,
luego existo», recoge Pascual del libro Orar
con las cosas, de J.M. Cabodevilla.
Mediante frases no
siempre sencillas, pero sí siempre interesantes, que les propone a sus
interlocutores, el autor se derrama en todas las direcciones posibles de su
cultura enciclopédica, y tanto nos llevan esas frases a una reflexión sobre el
patriotismo, a partir de la muy citada sentencia horaciana Dulce et decorum
est pro patria mori o la totalmente desconocida de Pacuvio: Patria est
ubicumque est bene, que recuerda, sin duda, a la aún más sintética, y por
ende más latina: Ubi bene, ibi patria —y no tardan en aparecer,
¡lógicamente!, Samuel Johnson y Ambrose Bierce…—, como nos deleitamos con el
conocimiento propio de las más entretenidas misceláneas y polianteas del origen
de las siete notas del lenguaje musical a partir del himno de Paulo Diacono: UT
queant laxis/REsonare fibris/MIra gestorum/FAmuli tuorum/SOLve polluyti/LAbii
reatum/Sancte Ioannes, o nos detenemos en las leyendas de los relojes de
sol, entre las cuales la más terrible no es la más conocida: Vúlnerant
omnes, última necat («Todas hieren, la última mata»).
Por lo leído, y
no quiero extenderme más en sus contenidos para no chafarles a los intelectores
el rico surtido de maravillas de feria verbal que van a encontrar en este
prodigioso volumen, intuyen perspicazmente los tales que este libro debería de
ser declarado bien de interés cultural y ser puesto a disposición de todos
nuestros discentes para descubrir el rico venero de unos saberes que pueden no
solo cambiarles la vida, sino descubrir en ellas inclinaciones hasta ahora
somorgujadas en las cenagosas aguas de distracciones audiovisuales que de ningún modo pueden competir con la palabra viva,
con la palabra que da la vida; porque aunque aquí también figure, como es
preceptivo el nihil sub sole novum, esta declaración de amor a las
palabras y al saber, sapere aude («Atrévete a saber»), nos permite
saber, por ejemplo que esa misma cita popularizada por Kant y, ¡ay!, por una serie televisiva: Merlí, tiene
una parte final que, ¡ya es curioso!, no hay quien se atreva a recordar: sapere
aude, INCIPE!, algo a lo que estas Conversaciones de grupo con latín al
fondo nos van a ayudar como nadie lo había hecho antes. Hoy he sabido, y sirva
esto de energía eólica que cambie el panorama social, que el número uno de las
pruebas de selectividad de este 2022 va a matricularse en Clásicas: Gaudeamus
Ígitur iúvenes dum sunus!
El volumen, en
cuya edición, al margen de la editorial Valnera, se ve también la mano de un escritor a quien
su trabajo como editor le ha robado un tiempo precioso para su obra, por más
que su prestigio en ese campo se parangone con su labor creativa —y ahí está su
impagable labor en la colección Tus Libros, de Anaya y su paso por
Cátedra, donde dejó el legado de la insuperable Bibliotheca AVREA—, se
complementa con un apéndice que incluye buena parte de las frases latinas
usadas en el texto y un índice onomástico elaborado por Juan Poza con tanto
rigor y exquisitez como él tiene por costumbre.
En calidad de persona interpuesta,
agradece el autor de esta crítica al autor de estas Conversaciones… el
cariño con que cita la obra de un menesteroso y azacaneado escritor, Dimas Mas,
quien tanto lo admira como afecto le tiene.