lunes, 24 de febrero de 2020

«Asesinato en la catedral», de Thomas Stearns Eliot. Entre la diatriba política y la hagiografía.




Una obra poética y política de T. S. Elliot, en la que se recrea el asesinato político de Tomás Becket.


Se trata de una obra “de encargo”, pero Eliot fue más allá de la efeméride, la conmemoración del asesinato de Tomás Becket en la catedral de Canterbury, y aprovechó para escribir una obra de profundo contenido político que bebe en las fuentes tradicionales del teatro griego antiguo, dada la presencia de un coro popular que le sirve para trasladarnos cómo afectaban a los administrados los conflictos entre el rey Enrique II de Plantagenet y quien fuera durante mucho tiempo su Canciller y, más tarde, una vez nombrado obispo, su «enemigo», por el simple hecho de haber escogido el «partido» de la Iglesia frente a la defensa de los postulados reales, que pretendían someter no solo a la propia Iglesia, sino también a los señores de la guerra que obstaculizaban su sueño unificador de Gran Bretaña, un proceso que no vería consolidar en su reinado.
La obra se estructura en una serie de diálogos de carácter estático en los que, desde diferentes puntos de vista se «sigue» la posición de Becket en el conflicto y se trata de elucidar el fundamento de su postura, que supuso un cambio radical. Se abre con una consideración de tipo general, expresada por el Coro: El destino espera en la mano de Dios, no en las manos de los hombres de estado que a veces hacen bien y a veces hacen mal, proyectando y conjeturando, y entre sus manos dan vuelta a sus designios en la trama del tiempo. Y a partir de ahí se inicia una suerte de diatriba, desde la perspectiva eclesiástica contra las «arbitrariedades» del poder político:  Nada veo concluyente en el arte del gobierno temporal, sino violencia, doblez y frecuente malversación. (…) Solo poseen una ley: alcanzar el poder y conservarlo, y el decidido maneja la ambición y la codicia de los otros. El débil es devorado por sí mismo. Se trata, como se advierte, de juicios absolutos que traspasan las épocas y son válidos en todo tiempo, lugar y circunstancias. Estamos, pues, ante una seria reflexión de Eliot sobre los fundamentos del poder político, aprovechando el caso particular del asesinato de Becket. En este punto, no está de más recordar, a propósito de esta obra, que hay una versión cinematográfica de este conflicto, Becket, dirigida por Peter Glenville y protagonizada por Richard Burton y Peter O'Toole, aunque la base documental de la misma no es la obra de Eliot, sino la de Jean Anouilh, Becket ou l'Honneur de Dieu.
Es evidente que la obra de Eliot, tiene más de auto sacramental que de drama con una mínima acción que permita un seguimiento narrativo y dramático del suceso. Me atrevería a decir que se trata más de una obra para ser leída que para ser representada, dado el nivel de reflexión y la calidad lírica de un verso de carácter bíblico que no huye de los recursos poéticos, si bien puestos siempre al servicio de dejar bien claras las diferentes posiciones de los protagonistas del conflicto, tanto desde el punto de vista de Becket y de los ciudadanos del coro que, tras denunciar cómo les afecta el desgobierno real, le piden a «su» obispo incluso que ponga canal de por medio y se exilie a Francia para salvar la vida, lo que hizo una vez: Arzobispo, seguro de tu hado y asegurado por él, tú a quien no asustan las sombras, ¿comprendes lo que pides? ¿Comprendes lo que significa para la pobre gente arrastrada por la trama del hado, la pobre gente humilde que vive entre cosas pequeñas, lo que significa en el cerebro de esa pobre gente el destino de la casa, el destino de su señor, el destino del mundo? ¡Oh Tomás, arzobispo, déjanos, déjanos, deja la áspera Dover y hazte a la vela para Francia! Tomás, nuestro arzobispo, siempre nuestro arzobispo, incluso en Francia. Tomás arzobispo, iza la blanca vela entre el cielo gris y el mar amargo, déjanos, déjanos por Francia.  De hecho, era de conocimiento público algo que presagiaba el final que nadie deseaba y que tantos querían evitar: Sabido es de todos que cuando el arzobispo se separó del rey, dijo al rey: “Milord -le dijo-, os dejo como un hombre a quien en esta vida ya no volveré a ver”. (…) Hay muchas opiniones sobre lo que quiso decir, pero nadie lo considera un feliz augurio, si bien volvió para prestarse a una reconciliación que solo lo fue en apariencia, porque la ira de Enrique II contra la defensa de la Iglesia y sus prerrogativas hecha por Becket alimentaba un resentimiento y un deseo de venganza que cuatro de sus caballeros satisficieron para deshonra de ellos y del propio rey, quien, tras la muerte del obispo/santo, fue obligado no solo a peregrinar con saya de estameña hasta la tumba de su oponente para rendirle tributo, sino que incluso fue azotado en público, desnudo, como expiación de lo que acabó entendiéndose más como un sacrilegio que como un asesinato político.
La obra se centra en el momento de la muerte, esto es, cuando Tomás se ha exiliado, se ha reconciliado con el rey y ha vuelto a ocupar su obispado en Canterbury y se cierne sobre él ese infeliz augurio que no se le escapa al propio protagonista, quien está dispuesto a hacerle frente con una serenidad estoica: El hombre poco aprovecha la experiencia ajena. Pero en la vida de un hombre nunca el mismo tiempo vuelve. (…) Únicamente el loco, fijo en su locura, imagina que hace girar la rueda en la cual gira, dice Tomás Becket para justificar su negativa a rehuir ese destino.
No se les escapa a los Tentadores, así son llamados, la verdadera realidad de la dualidad de poderes, el terrenal y el espiritual, y saben discernir, como lo supo Becket, la índole de los mismos: El Rey manda. El canciller gobierna soberano. Esta es una sentencia que no se aprende en las escuelas. Rebajar a los grandes, proteger al pobre. Bajo el trono de Dios, ¿puede hacerse algo más? Desarmar al rufián, fortalecer las leyes, gobernar por el bien de la mejor causa. Dispensar la justicia por igual para todos es prosperar en la tierra y tal vez en el cielo. (…) El poder verdadero se adquiere siempre a costa de una cierta sumisión. Vuestro poder espiritual es perdición terrena. El poder es presente, conferido a quien lo ejecuta. (…) ¡Sí! El hombre debe maniobrar. También los monarcas, cuando declaran la guerra al extranjero, necesitan amigos en casa. Recordemos que Becket asume en su persona las dos experiencias, la de Canciller que luchaba contra los nobles por asentar la hegemonía del poder real, y la de obispo que defiende a la Iglesia de Roma frente a las aspiraciones del rey: Gobernar a los hombres no es locura. (…) El poder es presente. La santidad viene más tarde. (…) Potestad temporal es hacer un mundo bueno, imponer el orden como el mundo lo entiende. Los que depositan su fe en el orden del mundo, que no fue fiscalizado por el orden de Dios, en confiada ignorancia, contienen el desorden, pero lo hacen más firme, engendran fatal dolencia, degradando lo que exaltan. El poder con el rey… Yo fui rey, y su brazo, y su mejor razón. Pero lo que fue gloriosa exaltación hoy sería sin duda un descenso envilecedor.
Eliot introduce entre sus consideraciones filosóficas y políticas un juicio nada favorable sobre la acción de los hombres, de quienes no parece esperar más que una actividad ciega, egoísta y absurda, y de quienes tiene la más deleznable opinión imaginable, fruto, sin duda, de su larga experiencia como Canciller del rey: Guerra, miseria y revolución, conspiraciones nuevas y pactos que se rompen, ser señor o criado en una hora, tal es el curso del poder terrenal. (…) El santo y el mártir reinan desde la tumba. (…) La vida del hombre es desilusión y fraude. Todas las cosas son irreales, irreales o desilusionadoras. La rueda de los fuegos artificiales, el gato de la pantomima. Los premios dados en una fiesta infantil. El premio concedido a una redacción inglesa, el diploma del licenciado, la condecoración del político. Todas las cosas se hacen menos reales, y el hombre pasa de irrealidad en irrealidad. Este hombre es terco, ciego, decidido a la destrucción de sí mismo. Pasando de decepción en decepción, de grandeza en grandeza a la ilusión final. Perdido en la maravilla de su propia grandeza, enemigo de la sociedad, enemigo de sí mismo. Frente a ese descenso a la indignidad se alza su potente figura ética, abrazada a un ministerio episcopal cuya acción sitúa, desde la perspectiva de la «ley de Dios», por encima de las rastreras ambiciones humanas. Digamos que, como se repite en la obra, Becket se manifiesta desde la perspectiva de la santidad, a la que lo elevó Alejandro III, a quien defendió incluso cuando este cayo en desgracia y hubo de abandonar Roma. Con todo, Eliot destaca la fidelidad de Becket al monarca, contra quien no quiere «rebelarse» y a quien acepta como legitimo poder político: Si goberné como águila sobre las palomas, ¿he de tomar la forma de un lobo entre los lobos? Continuad vuestras tradiciones como hasta ahora hicisteis. Nadie podrá decir que traicioné a un rey. (…) Construir y luego derribar -ya tuve ese pensamiento-, el desesperado ejercicio del poder que se debilita, dice en un momento dado de la obra el Obispo en defensa, incluso, de su propia actividad como Canciller, antes de ser nombrado obispo y abrazar la causa del papado.
Frente a la dignidad con que Becket asume su muerte inmediata, porque se sabe sentenciado a muerte: Ninguna vida buscan, sino la mía, y no estoy en peligro. Tan solo cerca de la muerte, dice con insuperable belleza de dicción y concepto cuando ha de hacer frente a las exigencias del coro, de los súbditos que le exigen que se salve para salvarlos, porque saben que la condenación del pastor es la condena del rebaño que apacienta: Los señores del Infierno están aquí. Se enroscan en torno a ti, se tienden a tus pies, balanceándose y aleteando en el aire negruzco. ¡Oh, Tomás arzobispo! Sálvanos, sálvanos, sálvate para que así nos salvemos nosotros. Destrúyete a ti mismo y seremos destruidos. (…) La paz de este mundo es siempre insegura, a menos que los hombres observen la paz de Dios. (…) Lo que se teje en el telar del hado, lo que se teje en los consejos de los príncipes, también se teje en nuestras venas y nuestros cerebros, se teje como una trama de gusanos vivos en las tripas de las mujeres de Cantorbery.
Cuando llega el desenlace y se presentan los cuatro caballeros del rey que obran siguiendo lo que ellos interpretan como el «deseo» del rey y acaban con la vida de Becket en la sede misma de la catedral de Canterbury, su discurso no solo traza brevemente la cronología histórica que lleva a ese desenlace, sino que, en un ardid dialéctico irreprochable, piden que se les exima de toda culpa porque ese asesinato, a ojos de cualquiera que haya conocido la determinación de Becket de no escapar a su destino (El hombre justo es como el león denodado, que ignora el miedo Aquí estoy) lo consideran sus ejecutores ¡como un suicidio!, dada la convicción del asesinado de cuál era su destino y de los ningunos medios de los que se sirvió para escapar de él, como, en alguien menos santo, hubiera sucedido. Dicen los caballeros:  Os pido que reflexionéis profundamente esto: ¿cuáles eran las intenciones del arzobispo? ¿Cuáles eran las intenciones del rey Enrique? En la respuesta a estas preguntas está la clave del problema. (…) Durante el reinado de la difunta reina Matilde y la irrupción del desgraciado usurpador Esteban, el reino estuvo muy dividido. Nuestro rey vio que lo único necesario era restablecer el orden, moderar el excesivo poder de la administración local, ejercida generalmente con miras egoístas y con frecuencia sediciosas, y reformar el sistema legal. Entonces se propuso que Becket, que se había revelado como un gobernante extremadamente capaz -nadie lo niega-, reuniera los cargos de canciller y arzobispo. (…) ¿Y qué sucedió? En el momento en que Becket a instancias del rey fue nombrado arzobispo, dimitió del cargo de canciller, se hizo más sacerdote que los sacerdotes, y de una manera ofensiva y ostentosa adoptó una vida ascética, afirmando, seguidamente, que existía un orden más alto que el que nuestro rey, y él, como servidor del rey, se había esforzado en establecer durante tantos años. Y que -Dios sabe por qué- los dos órdenes eran incompatibles. (…) Desgraciadamente, hay momentos en que la violencia es el único medio de asegurar la justicia social. (…)  Desde el momento en que fue nombrado arzobispo, invirtió completamente su política, se mostró por completo indiferente al destino de la nación, se condujo, en efecto, como un monstruo de egoísmo. (…) Insistió en que se abrieran las puertas cuando aún nos dominaba la ira. ¿He de decir algo más? Creo que en presencia de estos hechos no dudaréis en emitir un veredicto de suicidio a causa de una mente enferma. Es el único veredicto piadoso que se puede pronunciar con respecto a quien, después de todo, fue un gran hombre.
Antes del «suceso» dramático y a modo de anticlímax, el Coro del pueblo ha plasmado con soberbia elocuencia la inminencia de la irrupción de la muerte y de su temible efecto sobre cualquier vida: La muerte tiene cien manos y pasa por mil caminos. Puede venir a la vista de todos, o avanzar invisible.  Un hombre puede alumbrar su camino con una linterna y, no obstante, caer en un foso.  Se puede subir por la escalera en pleno día y, no obstante, resbalar sobre un escalón roto. Un hombre puede sentarse a la mesa y, no obstante, sentir el frío en la ingle. (…) El horror del viaje sin esfuerzo hacia la tierra vacía, que no es tierra, sino solamente vacío, ausencia, la Nada, donde aquellos que fueron hombres no pueden volver la mente hacia la diversión, el engaño, la evasión en el sueño, la apariencia, donde el alma no puede ser burlada, porque no hay objetos ni sonidos, ni colores ni formas para distraer, para divertir el alma de su propia contemplación, vilmente unida para siempre, nada con nada.
La gloria del «martirio» de Tomás Becket lo convirtió en un hombre santo casi inmediatamente después de su muerte, lo que aprovechó el Papa, Alejandro III, para canonizarlo y usar su muerte violenta como un argumento de autoridad para imponer una penitencia a quien se consideraba «instigador» del sacrílego asesinato. La fama del nuevo santo se extendió enseguida y quedó memoria de su vida en no pocas iglesias y catedrales donde se le rindió culto, como aquí en España, dado que Leonor de Plantagenet, hija de Enrique II casó con Alfonso VIII de Castilla, de ahí que en Soria, en la iglesia de San Nicolás, se conserve un fresco con la representación de la muerte de Tomás Becket. Lo mismo ocurrió en la Iglesia de Santa María, en Tarrasa donde existe otro fresco con el mismo motivo. También en villas pequeñas, como Layana, en la comarca de las Cinco Villas, en Anento (Zaragoza), en Vegas de Matute (Segovia), en Caldas de Reyes (Pontevedra) o Avilés , Tomás Becket se convirtió en santo patrón.