Entre
el roman à clef, la 13, Rue del Percebe, la autoficción y el noble cajón
de sastre…
A ver
cómo me las maravillaría yo para, teniendo una sintonía total con el autor,
gustándome el estilo «casual», dicen los cursis, esto es, desenfadado, de
muchísimos de sus comentarios, compartiendo buena parte del background,
dicen los que se dan pisto, literario, cultural,
social, político e imaginario…, para defender que no he podido conectar con esta
entretenida y muy osada aventura literaria -a la que le cabe el marbete de
novela porque, como dijo Cela, lo es cualquier texto que bajo él se dé a la
imprenta- , aun hallando, a cada paso, fragmentos aislados llenos de gracia,
ingenio, saber y cultura casi high brow…, que dicen los
cosmopaletos. Pues eso, ¡que cómo me las maravillaría yo! Sobre todo después de
haber ido con mi Conjunta (y con gran ilusión compartida) a comprarla antes de las
vacaciones, para deleitarnos, para disfrutar de lo que ella, paisana contigua
del autor, nacida en Artigas, esperaba tras haber leído, ella, Paseos con mi
madre. Este lector crítico quiere creer que el «mal» está en él, que no ha «sabido»
leer el libro como este se merece.
Uno
abre un libro, sobre todo si es de ficción, aunque en la historia uno de las
personajes confiesa su cansancio de la ficción, en lo que parece un pensamiento
prestado por parte del autor y narrador, Javier: Yo antes leía mucha
ficción, pero me desaficioné. Que fatiga. Me duele cada vez más la cabeza -dijo
Isis, y nunca sabe qué va a encontrarse, como nuestro buen amigo Forrest,
con quien el «estilo» apotegmático del narrador tanto tiene en común (Allí
es una palabra zanahoria, como su propio nombre indica te la ponen siempre
delante o el perspicaz Ahora en
vez de razonar se dice desarrollar. En fin, hemos cambiado la razón por el
rollo), una suerte de reencarnación del jardinero fiel de Being There,
de Jerzy Kosinski, el entrañable Mr. Chance, asociado ya para siempre al rostro
impecable del extraordinario Peter Sellers.
De
entrada, la peripecia de una pandilla de friquis de lo paranormal es un motivo
narrativo tan legítimo como cualquier otro para construir una novela en torno a
una quest, que dicen los amantes del ciclo artúrico -allí el Grial; aquí
la madre de todos los «agujeros»-, que, andando la narración, acaba perdiéndose
un poco de vista, de tal manera que cuando un personaje, el luchador manco, dice:
Es que ya no sé de qué parte estaba…, al lector crítico no le queda más
remedio que escribir en el margen de libro : ¡Ya somos dos!, dado el
trasiego de agujeros y viajes entre una parte y otra de una sola realidad o de
diferentes realidades, que no acaba de estar muy claro en esa narración «emmental»
que recuerda el plano holístico (de hole, no del todo) de Yellow
submarine sobre el que aparecen y desaparecen Nowhere Man y los cuatro
beatles.
Si a
ese trasiego le añadimos la facilidad mortadélica para disfrazarse que tienen
todos los personajes, nos hallamos ante una historia que exige del lector una
lectura con una hoja Excel o bien su dimisión en tan ardua tarea y, formalizada
la renuncia, dejarse llevar por un flujo
que no acaba de fluir como al lector le gustaría, y no por la «rareza» de la
historia, sino por esa falta de sintonía entre el mundo del lector y el del
autor, aun compartiendo, paradójicamente, muchas cosas. Se trata, pues, de una
cuestión estrictamente formal, de estructura novelística, aunque el uso de
materiales de muy distinta extracción haya contribuido también a esa suerte de
caos más o menos controlado por el autor: hechos reales, anécdotas, análisis
políticos, reflexiones existenciales, chistes de relativa eficacia, invenciones
desatadas, etc. Pensemos que el propio autor, sabio autocrítico, pone la venda
antes de la herida: Por lo general en la literatura de ciencias ocultas lo
más oculto es la literatura.
Lo
que está claro es que La noche fenomenal no es, de ninguna de las
maneras, una novela “al uso”, de corte realista, con una buena creación de
personajes, conflictos cercanos a la mayoría de los lectores y con un interés
por el destino de aquellos que mantiene en vilo a los lectores hasta el
desenlace. Escribí en el título de esta recensión que se trataba de una suerte
de roman à clef, que dicen los seguidores del nouveau roman, en la que aparecen
personajes reales: el autor/narrador con su propio nombre, Javier, el editor
Batlló, Félix de Azúa, etc., y otros fácilmente identificables como el profesor
Osías, el célebre Jiménez del Oso, de cuyos programas era seguidor devoto no
por los misterios paranormales que me explicara, sino por él, como personaje que
ha descrito Andújar con absoluta propiedad: El profesor Osías, la persona
con las ojeras más profunda del universo, con los ojos sobre acantilados…;
pero estoy dispuesto a admitir que, más allá, de ese juego narrativo, la
historia apela a la complicidad de unos lectores afines al autor y a quienes
puede hacerle gracia la sucesión, algo caótica, para qué nos vamos a engañar,
de referencias que se acumulan con un efecto próximo al batiburrillo de enseres
que suele reunirse en el famoso cajón de sastre.
Desde
buen comienzo, el autor, dueño de un inconfundible estilo periodístico y
radiofónico, traslada a las páginas de la novela esa peculiar manera suya de
plantarse ante la realidad, a medias entre la «epojé» filosófica y la
pretendida ingenuidad del espectador ingenuo, e incluso «de pueblo», que es
afectación cara al autor, como lo prueba su fidelidad a los orígenes y su
sentido de pertenencia a la clase menestral catalana hija de la inmigración, y
que tanto le honra. Ello implica, en el plano narrativo, que lo mejor de la
historia -al menos para quien esto escribe- lo hallaremos en una variada gama
de comentarios que, ¡afortunadamente!, son lo suficientemente numerosos como
para que al lector no le venza el aburrimiento de la disparatada trama absurda,
pero suficientemente escasos como para no acabar de perfilar los rasgos
reconocibles de una variación del género de la novela de aventuras, distópica o
fantástica.
El
abanico de recursos que usa Pérez Andújar, de forma totalmente espontánea, lo
recuerdo, tiene que ver con el de sus propias preocupaciones sociales,
literarias, existenciales, etc. Si recordamos el pregón de las fiestas de la
Mercè, que le supuso la enemiga de ese escalofriante mundo sectario y
supremacista del secesionismo catalanista, nos acercaremos bastante al repertorio del que
hablo. Hay, sin embargo, para los lectores algo curtidos, un tono que nos
resulta familiar, y no es otro que el del detective diletante de las novelas de
Eduardo Mendoza: El caso es que a mitad de su explicación el sherpa dio un
salto y salió por piernas. Yo creí que le había dicho algo horrible sin darme
cuenta, así que para consolarme me acabé su Coca-Cola y su bolsa de patatas,
pero se las tuve que restituir, ya que al rato se presentó con este frasco. El
crítico, menos aristarco que nunca, dada la bonhomía del autor, a quien me une
una profunda corriente de afecto literario y personal, quiere entender que se
trata de un homenaje. Del mismo modo que puede serlo la influencia poderosa del
mundo de los tebeos y de los géneros populares como las aleluyas, los pliegos
de cordel y los romances de ciegos que iban contando crímenes truculentos
dibujados en un cartelón que iban punteando a medida que avanzaba el relato,
tal y como se aprecian en los pareados que preludian cada capítulo/viñeta del
libro. La sucesión de episodios en pisos de muy distinta naturaleza y con
personajes tan variopintos remite en el acto a la famosa 13, Rue del Percebe
de Ibáñez.
La
lectura está sazonada, en esta especie de «olla podrida», con algo más vaca que
carnero, como indicaba, por un mundo de referencias literarias que van
desde la primera recensión de Lovecraft hecha por Juan Eduardo Cirlot (un
personaje muy próximo al mundo de los símbolos) hasta la loa del goliardo Rutebeuf,
que es, para el autor -filólogo de formación, no lo olvidemos…-, la Atapuerca de los poetas malditos. En él
está toda esa manera de vivir y esa maneta de escribir, que luego va desde
Villon hasta Verlaine y hasta Panero, Leopoldo María digo. (…) Y los
monólogos sarcásticos y melancólicos, las canciones de los cabarets del viejo
Berlín, también están ya en él. (…) Los llamamos malditos, pero en parte
en aquel siglo XIII era todo una maldición. Sus contemporáneos Jean Bodel
d’Arras y Baude Fastoul eran poetas enfermos de lepra. Gente de piel dura, y no
quiero hacer con esto un comentario gracioso, pasando, entre otras
referencias, por una reivindicación de Blaise Cendrars, de la lectura de cuya novela Moravagine, dice
el autor: me sentó como si me hubiera tragado una botella de lejía. Hoy no
se escribe con ese asco de la vida y de todo.
La
noche fenomenal, si bien se lee, es una suculento plato variado de
sugerencias, de ocurrencias, incluso de diagnósticos políticos y sociales, e
incluso de algunos chistes con escasa suerte: Cuando un río describe una
curva se le llama meandro, pero a mí no me gusta pronunciar esa palabra pues me
acuerdo de un amigo que tuve que se llamaba Leandro y, claro, me lo imagino en
el urinario. (…) Ya lo decía Séneca el Viejo: errare humanum est. ¿Sabe
lo que significa? Pues quiere decir: es humano pronunciar la erre. Pero
junto a esos descensos del gusto, están las remontadas excepcionales del autor al
que reconocemos en su habilidad característica para el comentario que nos suele
ofrecer un punto de vista novedoso desde el que asomarnos a la realidad
cotidiana, y algo de eso hay en pensamientos tan lúcidos como este: Dos por
dos son cuatro. Pero hablar por hablar, ¿cuánto hablar da?, algo que nos
ofrece de continuo en esa línea temática de la narración que podríamos llamar
la «crítica del lenguaje», una zambullida ingeniosa en la reflexión sobre los
límites de nuestro mundo, que son, como lo estableció Wittgenstein, los propios
de nuestro lenguaje. Son constantes los chapuzones en esa crítica del lenguaje,
y siempre salimos de ellos con la sensación de habernos refrescado, de estar en
condiciones de escaparnos de las trampas que cualquier sistema conceptual suele
tendernos para «encauzar» nuestro propio y singular punto de vista: -Ostras,
Javier, creo que tendríamos que fundar la ciencia de las criptopalabras. Las
palabras excluidas, incomprensibles en cualquier idioma. Palabras que solo
alguien, solo algunos, han oído una vez, de pasada, casualmente, o que ninguna
persona ha oído jamás, pero aun sí se supone que existen porque han dejado un
rastro. Es muy posible que, para la
creación de esa ciencia, les viniera bien el recién aparecido diccionario El
Tesoro olvidado, de Dimas Mas, porque comparten ambos autores la misma sensibilidad
léxica. Aunque discutible, no es menos cierto que los juegos de la confusión
son, también, una herramienta eficaz en la pluma del autor: Todo quisque les
pone trampas a los demás, y siempre me toca a mí pagar los patos rotos. Porque
un pato se rompe igual que puede romperse una pata. Los patos también son de
Dios. Es decir, son míos. Hasta ahí podríamos llegar-dijo Isis, que no se había
quitado la careta de David Bowie.
Es
muy probable que quien haya seguido estas líneas aún se pregunte si he sido
capaz de maravillármelas para escribir la crítica de un desencuentro lector y
un reencuentro literario y humano, porque junto a ese edificio de la Coca-Cola,
en San Adrián, por ejemplo, conocí yo a mi Conjunta in illo témpore…; y en la
FECSA de las tres chimeneas trabajó durante años mi muy querido *amilega
Benet. Seguramente no he salido con bien, porque sé, por propia experiencia,
los pliegues y repliegues de la vanidad de los autores y lo mal que llevamos,
en general, toda crítica que no sea como le gustan los votos a Pedro Sánchez, de “adhesión inquebrantable”;
pero Hermes sabe bien que aun no siendo, a mi modesto y desdeñable entender, un
libro “cuajado”, a buen seguro que tendrá lectores que lo alaben, lo ensalcen,
lo recomienden y aun lo veneren. Yo, de momento, me acercaré al bar París para
llevarle al dueño, que sale en el libro, una fotocopia de las páginas donde tal
cosa sucede, porque durante muchos años nos relevamos en la misma plaza de
aparcamiento: yo me iba a trabajar al extrarradio y él venía a la ciudad. Con
esto quiero indicar que La noche fenomenal tiene entre sus virtudes ser
una «novela de Barcelona», cuyo recorrido,
desde la calle Verdi, con la librería de Batlló y, en Torrijos, el Café Salambó,
regentado por Pedro Zarraluki, hasta
este bar PArís en la calle Muntaner, pasando por el Instituto Francis
en la Ronda de Sant Pere, nos ofrece un serpenteante viaje sentimental que encantará
a quienes vivimos en ella y «la vivimos».
Por demás
está recalcar que la nómina de personajes estrambóticos y acciones
disparatadas, acercan la narración al tipo de novela «delirante» que tiene su
público, evidentemente, entre el que, para mi desgracia, no me encuentro, aunque,
insisto, hay el suficiente ingenio y capacidad de invención verbal como para
que hasta el menos partícipe de ese gusto no dé la lectura por perdida y siga
siendo un admirador de las dotes imaginativas del autor. Es muy probable que se
haya producido una involuntaria confusión de registros elocutivos y de géneros,
pero eso ya quedaría para las arduas elucubraciones de críticos más sesudos.