Sara Torres, "Pelo Cohete" |
El
epicedio narrativo en la muerte de Sara Torres, «Pelo Cohete», escrito, ¡a duras penas!, por Fernando
Savater, su novio, o los que lloramos mucho vemos más claro que los demás, por
eso lloramos.
La peor parte de mi vida
consiste en tener que contar cómo fue lo mejor y cuánto de maravilloso perdí
cuando se fue para siempre.
Es propio de las almas anchas
y profundas atormentarse: las tempestades ocurren en el mar, no en los charcos.
Había
comenzado a escribir esta recepción adherida, que no crítica, justo después, en
el cuaderno donde improvisé la despedida a mi hermano mayor, muerto
repentinamente, muy a mi hondo pesar, el pasado mes de julio. «No sé, si soy,
después de haber llorado tantas veces a lo largo de la lectura, el crítico más
adecuado para explicarles a los intelectores sus virtudes y sus defectos, porque
La peor parte nada tiene de libro al uso, ni siquiera en el terreno de
las memorias, cuando quien escribe se confiesa totalmente desmemoriado”, había comenzado a escribir en ese cuaderno de
viaje, porque acabé el libro en Cardona y, antes de extractar las citas
posibles, quise adelantarme a todo para confesar la lectura emocionada que
acababa de hacer.
He
llorado, en efecto, ¡y mucho!, pero ando yo con el lagrimal flojo desde la
muerte de mi hermano, en primer lugar, y, después, ¡cómo no conmoverse con una
historia de amor tan estrecha y duradera!, cuando quien esto escribe vive la
suya aún más larga y no menos intensa, pero, ¡afortunadamente!, sin el giro
dramático que ha tenido la de Fernando Savater y que él nos cuenta en este
libro lleno de momentos enternecedores, pero, también, ¡biografía obliga!, de
sano humor y de compromiso político. La que no aparece ni por asomo en todo el
libro es esa disciplina siempre en disputa, la Filosofía, de la que él, en su
rama de la Ética, siempre ha sido profesor universitario. Con razón dice él, un
confeso vitalista y amante de saber alegrarse la vida casi con cualquier cosa,
motivo o circunstancia: Mi verdadero defecto, empero, era (y lo ha sido
hasta hace muy poco) uno realmente devastador, de esos que condenan a la
trivialidad los asuntos reputados más serios de la vida, pero que a la vez nos
salvan de caer en abismos sin fondo que se tragan enteritos a personas más
formales: me refiero a mi prodigiosa capacidad de divertirme, en cualquier
circunstancia y contra viento o marea. (…) Salvo en los cócteles y en las
conferencias de mis colegas, soy capaz de exprimir gotas de diversión de
cualquier felpudo.
No se
da el caso en este libro, el que más le ha costado escribir y en el que más ha
querido rendir tributo a «Pelo cohete» que verter su caudaloso río de penas,
lágrimas y desesperaciones varias, aunque reconoce, eso sí, que la vida, su
vida, ya no puede ser la misma, porque la naturaleza de su unión con Sara
Torres lo había marcado indeleblemente. Quedarse solo le ha supuesto una
experiencia trascendental: Lo primero que aprendí, como ya he dicho, es que
uno puede perder las ganas de vivir sin por ello adquirir ni mucho menos el
apetito de morir.
Podríamos
decir, aunque parezca un contrasentido, después de lo llorado, más que de lo
dicho, que La peor parte sea un libro vitalista, pero es que es así: la evocación que Fernando Savater hace de Sara
Torres es una hermosa carta de amor y lealtad, y como tal ha de ser leída. Savater
repite varias veces a lo largo del texto que solo escribía para «conquistar» a
su novia, que solo buscaba la recompensa de su aprobación, la única que le
valía la gloria o, en caso contrario, la desazón más sombría: Te debo algo
más que las lágrimas porque te gustaba que escribiera para ti y a mí nunca nada
me gustó más que darte gusto. Del mismo modo que García Márquez popularizó
aquello de que escribía para que lo quisieran, Savater hace suyo el aserto y lo
entraña hasta un nivel extraordinario de «dependencia»: Desde hace treinta
años, yo escribía para que ella me quisiera más. Cualquier escritor en un
situación de pareja como la de Savater se suele plantear cómo influye su
relación en su escritura. En mi caso particular, mi variante es que escribo
porque me quieren, y, llegado el caso, de una (¡vade retro!) desestimación,
literal, de mi persona, no creo, sinceramente que fuera capaz de seguir
escribiendo ni una línea.
Algo
tiene el amor, en efecto, para que sea tan poderoso. Y este libro de Savater
es, esencialmente, una celebración del amor concreto, el de él y Sara, un amor
que no rehúye ni la afirmación que más me ha llegado al alma: En el fondo no
fuimos amantes ni «compañeros» (horrible expresión, propia de los naipes o del
tenis, pero no del amor), tampoco matrimonio: fuimos novios, siempre novios, de
los de toda la vida, de los de «anda cuelga tú», «no, tú primero». La de
veces que he escandalizado a mi propia hija cuando la reprendo jovialmente por
alguna salida de pata de banco y le recuerdo que no se está dirigiendo a su
madre, ¡sino a mi novia!, y que mucho cuidadín… Leer esa comunión de
concepto en el libro de Savater ¡cómo no me iba a emocionar! La sólida unión
entre los protagonistas del libro es de una naturaleza tan entrañable que se ha
de haber vivido algo igual para entrar en la vida de ambos con el respeto y el
cariño con que Savater nos invita a hacerlo.
El libro
está repleto de la sabiduría narrativa que el autor ha derramado a lo largo de
una fértil carrera de publicista que ha atendido a una multitud de aspectos de
nuestra vida cotidiana, de ahí que no
falte en el libro ese aire sentencioso que él tan bien domina, el de la cita
exacta, que se extiende a su propio pensamiento y al dolorido sentir con que
decidió ofrecer esta libro a su novia del alma suya: Hoy mi lectora esencial
ya no está y el paraíso de dos que compartimos se ha convertido en infierno de
uno. Pues sí, algo así como la «expulsión del paraíso» es lo que nos cuenta
Savater en este homenaje a quien fue su vida, a la persona por quien sentía,
por primera vez en su vida, el amor esencial: Un amor que no desazona y
perturba cuando está vivo, que no aniquila cuando pierde irrevocablemente lo
que ama, puede ser afición o rutina, pero no auténtico amor.
Hay, mezclada con el dolor de la rememoración,
una teoría del amor que «comprarán» inmediatamente cuantos lo hayan
experimentado al nivel que él lo hizo: Nunca dejé de preferirla, ni siquiera
llegué jamás a plantearme mi incuestionable preferencia por ella. Jamás he
dicho a otra mujer «te quiero» ni en el más histriónico engatusamiento para
llevármela a la cama; hubiera sido una blasfemia contra la única divinidad
respetable, el amor verdadero. Fernando Savater descubrió, por suerte para
él, y ello forma parte de lo más doloroso de su presente, el poder de ese
sentimiento amoroso sobre cada uno de nosotros: Nadie individualizado por el
amor, que es lo que nos hace ser de veras únicos para los otros como lo somos
para nosotros mismos, puede ser sustituido ni reemplazado. ¿Qué otra cosa es el
amor sino lo que nos hace irreemplazables? Y el corolario a ese
descubrimiento, lo halló en Goethe: «Da más fuerza saberse amado que saberse
fuerte».
«Complicidad»
es un concepto que explica bien la unión singular de dos seres que entretejen
sus vidas respectivas para conseguir, sin proponérselo, una unidad superior, un
«nosotros» que está por encima de nuestros pequeños egoísmos y narcisismos: en
el auténtico «nosotros» de una pareja no hay lugar ya para los yoes, por más
que a veces pretendan asomarse y manifestarse, porque cualquier manifestación
del yo extrae la fuerza para realizar lo que sea de ese plural en el que se ha
integrado, y solo gracias a él. Savater lo describe gráficamente cuando
describe cómo recibe a Sara con unas rosas en la estación: «Hola, por fin,
se me ha hecho largo, qué tal tú, son muy bonitas, tonto». Y yo sentía dentro
del pecho una afirmación universal, como una cruz al mérito concedida por doses
pícaros y generosos pero también exigentes, algo que ya nunca ha vuelto a
pasarme. Esa «afirmación universal» es la plenitud del amor y de la vida.
Muy lejos de ella estaba Juan Ramón Jiménez cuando escribió a propósito de su
mujer Zenobia Camprubí: ¡Qué trabajo me cuesta/ llegar, contigo, a mí!
Menudean los fragmentos en los que Savater
recuerda, emocionado -¡y con qué facilidad contagia esa emoción al intelector
«entregado» enseguida, desde el primer capítulo, a la recreación de su «proceso
de amores» con Pelo Cohete!- su relación con Sara, de la que yo escojo esta
exclamación de ella en la que volvemos a encontrar la misma «afirmación
universal» que había sentido Savater: «Qué bien nos arreglamos los dos,
¿eh?» , y a la que responde inmediatamente el autor: Y así fue, vida
mía. Hasta que nos separó lo que no tiene arreglo…
El
libro nos cuenta, hasta donde el pudor de su novia lo permite, porque ella era
muy reservada con zonas de su pasado que la perturbaban, de forma sucinta, pero
elocuente, la vida de Sara, el modo brusco como se conocieron, la independencia
gatuna de ella y su valor cívico: No he conocido mujer más femenina y menos afeminada.
Por eso tenía tanto coraje. No puede extrañarnos que Savater destaque de
ella, además de su vitalidad desbordante, una notable inteligencia y es
encantadora la manera que tiene de pedirles a los intelectores respeto para un juicio en modo alguno
parcial: Pelo Cohete fue la persona más genuinamente inteligente que he
conocido. (…) Cuando digo «inteligencia», hagan el favor de concederme que sé
lo que me estoy diciendo. Para ser franco («hablando a calzón quitado» es la
picante expresión que emplean en el Cono Sur), no me tengo precisamente por
tonto, sobre todo comparado con lo que corre por ahí y es admirado como una
franquicia de los Siete Sabios de Grecia. Y ya se sabe el valor que tiene
la inteligencia en las relaciones amorosas: Un espíritu embotado, vulgar,
repetitivo, envilece enseguida toda hermosura; en cambio, la presteza de
ingenio auténtico, original, hace «resplandecer» inmediatamente los rasgos
menos agraciados. Quizá una muestra inequívoca de esa inteligencia es que [a
ella] solo le eran antipáticos los prepotentes, los arrogantes sin mérito,
por pura presunción, fueran de la cepa que fuesen. Estamos hablando, pues,
de una mujer «fuerte», «corajuda», de lo que en las conversaciones coloquiales
decimos «todo un carácter», de ahí que Savater recoja, con sublime corolario,
esa faceta suya: Cada vez que se enfadaba conmigo (¡y cómo se enfadaba!,
algunos aún creen que siempre estábamos peleando) yo sufría por ella, porque se
hiciera daño fingiendo hacérmelo. Es propio de las almas
anchas y profundas atormentarse: las tempestades ocurren en el mar, no en los
charcos.
Aunque
compartieron lucha cívica e intelectual
contra el terrorismo de ETA, mundo al que Pelo Cohete fue afín antes de que se
iniciara la Transición del 78, Savater nos describe un noviazgo lleno de
escenas cotidianas y extensibles a cualquier pareja con inquietudes estéticas
parecidas a las suyas: esos momentos en los que te duermes durante la
proyección de la película de cada noche, en que arreglas algo de la casa, en
los que compartes compras comunes, en los que te sorprende un atavío del
otro…Ellos, concretamente, compartían la afición a los géneros fantástico y de
terror, en los que pasaban por exquisitos especialistas. Ella más que él, según
confesión de Savater: Entre las mil cosas que nos unían dur comme le fer
hubo algunas inconfesables y otras ingenuas, la mayoría ingenuamenete
inconfesables. La más explícita fue nuestra afición… qué digo afición, pasión,
por lo fantástico y monstruoso. ¡Y menos mal que el autor se confiesa un
desmemoriado total, nada apto para cultivar con fiabilidad el género
memorialístico!: Mi mayor dificultad para desempeñarme como memorialista es
que se me olvida todo (nombres, fechas, lugares, situaciones) con prontitud
asombrosa. Solo me quedan grabados algunos episodios inconexos, como flotando
en el vacío, y es la imaginación quien rellena el hueco entre ellos con sus
intencionados caprichos. De lo que puedo dar fe, sin embargo, es de que de
lo esencial Savater guarda una memoria excelente, porque lo «esencial» son los
sentimientos que atesora. El resto, como señala con su habitual lucidez, es
accesorio: A pesar de haber constituido el tema poético por excelencia, el
amor no puede realmente ser descrito
porque carece de exterior: es todo por dentro.
La
vida de activista de Sara Torres contra el terrorismo, el nacionalismo y a
favor de la democracia, la compartió con su novio, quien se ha singularizado
valientemente en ese deber cívico de alzar la voz contra la irracionalidad
nacionalista siempre dispuesta a defender antes los derechos de la tribu que
los derechos individuales. No he querido
hacer una contabilidad del espacio que le dedica a su enfermedad y muerte y del
que le dedica a la lucha cívica, pero a los seguidores políticos de Savater no
les defraudará la lectura de unos páginas en las que se despacha a gusto,
también en nombre de su novia, contra el principal peligro que afronta nuestra
democracia: el resurgir de los nacionalismos totalitarios de los 30 del pasado
siglo, convenientemente disfrazados con su versión cibernética y su demagogia
del culto al voto fuera de la ley. Ambos hubieron de vivir con escoltas, dado
el peligro físico que corrían, lo que los llevo, él tan donostiarra de pura
cepa y enamorado de su ciudad, a veranear en Palma de Mallorca, en un
apartamento ( Ese pequeño apartamento alquilado en San Telmo fue en realidad
lo más «nuestro» que tuvimos), por su seguridad. Resulta muy emotiva la
relación que estableció Sara con su guardaespaldas, un joven extremeño con
quien incluso llegaron a hacer turismo por esa bella tierra. De hecho, el
escolta extremeño, Juan Carlos, que apareció por el tanatorio cuando la
velaban: Creo que era el único allí que lloraba más que yo. Y es que aunque
era, al parecer, proverbial el «carácter fuerte» de Sara, también lo era el
tacto en el trato, como dan fe cuantos tuvieron relación con ella, los
Pagazaurtundúa entre otro.
Me ha
llamado la atención una revelación que rezuma actualidad por los cuatro
costados. Pelo Cohete preparó un vídeo con algunos highlights de la
propaganda nacionalista… Recuerdo como pieza destacada un rap bailado por
niños de ocho o diez años, encapuchados como alevines de etarras y con un
estribillo que pedía con malos modales que los españoles se fueran de Euskal
Herria… Copias de esa cinta, que era un formidable esfuerzo informático sobre
las bases propagandística del separatismo y el terrorismo fueron enviadas a
periodistas de los principales medios de comunicación tanto escritos como
audiovisuales, sin respuesta ni resultado alguno. (…) Hoy, cuando escribo estas
líneas en los últimos días de 2018, mantienen la misma actitud de avestruces
cívicamente suicidas respecto a Cataluña. En efecto, estamos comprobando in
situ la labor de alienación ideológica que se practica en muchas escuelas de
Cataluña sin que los diferentes gobiernos centrales crean que tengan nada que
decir al respecto. Otro tanto podría decirse de la frivolidad con que muchos
han abordado la sangrante realidad vivida en el País Vasco, que ha hecho
incluso emigrar a cuantos directa o indirectamente han percibido que sus vidas
corrían serio peligro de permanecer allí. Savater es meridianamente claro al
respecto: En efecto, siempre me ha asombrado el despiste del resto de los
ciudadanos españoles sobre lo que ocurría en mi desdichada patria chica.
Todavía hace nada, cuando apareció la excelente novela Patria de Fernando
Aramburu, la gente me comentaba como despertando de una larga siesta: «Pero
¿todo esto es verdad? ¿Tuvisteis que aguantar ese martirio?».¡Y hay que ver la
cara que ponían y aún ponen algunos cuando les digo que la famosa novela es
mucho más suave y soportable que nuestra realidad cotidiana durante tantos
años! No olvidemos que, como pasa ahora con el prusés
antidemocrático catalán, los terroristas inspirados por Sabino Arana (un
personaje que se situó ideológicamente en su día un poco a la derecha de Gengis
Khan) atacaban al Estado porque era España y les daba igual que fuese
democrático o dictatorial; les bastaba saber que era España, nada podía ser
peor.
Recoge
Savater, con sumo dolor, el asesinato de Joseba Pagazaurtundúa -recordemos la unión
estrecha que Fernando y Sara han tenido siempre con Mayte, su hermana, y actual
europarlamentaria por Ciudadanos- y nos ofrece una de esas estampas que
desnudan la doble e hipocresía de ciertas fuerzas vascas, el pnv y la iglesia: Cuando
se presentó el lehendakari Ibarretxe [En la capilla de Joseba
Pagazaurtundúa], fue Iñaki, en representación de la familia, quien le
agradeció su presencia y su interés, pero le dijo que aquel espacio estaba
reservado ara los amigos y que él no era considerado uno de ellos. Lo mismo se
le hizo saber al repelente obispo (valga el pleonasmo) Uriarte, que por lo
visto se lo tomo muy a mal.
Contrasta
este activismo, ¡y muy poderosamente!, con una afirmación que no conviene pasar
por alto, aunque no tenga en el relato el relieve que merece, acaso porque a su
autor le parece una obviedad, pero que a cualquier intelector le conviene
recordar siempre, porque en esa actitud vital se fragua la libertad de la
conciencia y el gozo de vivir: Para mí vivir no es una experiencia política
(he conocido otros casos y muy respetables en que lo era) ni tampoco económica
o científica, sino poética. Y ya puestos, recordemos que, aunque es voz
para tan alto menester, el origen de la palabra, poético, es el «hacer»
artesanal, con las manos, del griego ποιέω.
En
fin, cierro aquí, porque a lo largo de esta recensión también se me han
escapado no pocas lágrimas, este homenaje de Fernando Savater a quien le daba
sentido a su vida y cuya muerte le ha dejado en ese territorio insólito de la
desorientación para quien con tanta lucidez, por suerte para sus intelectores,
sigue viendo lo que pasa, lo que nos pasa, lo que se le ha quedado dentro, la
peor parte, esa que ha exorcizado en estas páginas que a mí me remiten a La
pérdida de profundidad, de Julian Barnes, una reacción escrita, más
controlada en la extensión, al fallecimiento de su mujer. Dos libros que pesan
lo mismo, puestos en la balanza de las experiencias intelectoras: dos joyas del
dolor con las que uno disfruta leyendo tanto como sufre. Pero no me quiero
despedir sin esa cita con que Savater resume perfectamente lo que le ha
ocurrido: «Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse», dijo
Jacques Prévert (el poeta preferido de Pelo Cohete cuando la conocí).