La amena y variada correspondencia de un precursor de Montaigne o el
esmerado arte de la prosa exquisita al servicio del humanismo y la política.
Leí durante la carrera
universitaria aquel best-seller
europeo que fue Menosprecio de corte y
alabanza de aldea y algunos pasajes de su Marco Aurelio, e inevitablemente El villano del Danubio, un pasaje del
libro que circuló en copias manuscritas antes de que saliera editado el libro,
y que fue recreado por Tirso de Molina y por Lafontaine. Se trata de un texto
utopista, en la línea del de Tomás Moro, publicado diez años antes, y centrado
en la figura del “buen salvaje” opuesto al refinamiento de la nobleza. Su
brevedad, sin embargo, su concisión, contribuyó a la rápida popularidad del
mismo. Antonio de Guevara, que como segundón fue enviado a la Corte para
abrirse camino, acabó tomando el hábito franciscano para acabar escalando
puestos en la Corte hasta llegar a ser predicador real y Cronista oficial, por
más que nunca se dignara escribir crónica alguna del reinado de Carlos I. Ello
no obstó para que tuviera una posición elevada en la corte e incluso para que
interviniera, desde el bando del Emperador, en la Guerra de las Comunidades o
revuelta de los comuneros, como se aprecia en algunas de las cartas que se
contienen en el volumen Epístolas
familiares que acabo de leer con tanto placer y entusiasmo que me apresuro
a recomendar su lectura a cuantos aún son aficionados al retirado y silencioso
arte intransitivo de la lectura de los clásicos, siempre tan propensos a
depararnos sorpresas como la propia de la lectura de esta obra
sorprendente. Radica lo sorpresivo de la
misma en que se adelanta, en cierto modo, a Michel de Montaigne en el cultivo
de un arte epistolar que prefigura lo que sería el gran descubrimiento del
francés: el ensayo, como género literario maridado con la autobiografía, porque
el objeto de la pluma de Montaigne es él mismo, como repite a menudo en su
obra. Guevara no se centra tanto en sí mismo como Montaigne, por supuesto,
pero, en la medida en que responde a consultas la mar de peregrinas sobre mil
asuntos de muy diversa naturaleza, las epístolas acaban conformando una suerte
de poliantea en la que no faltan las confidencias íntimas, los relatos
clásicos, las habladurías de la Corte, los apólogos, la investigación
humanista, las reflexiones sobre la dieta, el matrimonio, la virtud e incluso
la teoría política, a propósito de su intervención directa, supongo que por encargo
del Emperador, en el asunto de la revuelta comunera para tratar de reconducir
al sometimiento al rey a los airados nobles que, frente a la influencia de los
extranjeros de confianza del rey en el gobierno de Castilla, acabaron
promoviendo poco menos que la desaparición de Castilla y la emergencia de una
suerte de ciudades-estado o reinos independientes, para lo que se aliaron con
las clases populares. Guevara no era un hombre de acción, al menos él tiende a
retratarse como un hombre de Corte que se mueve a disgusto en ella y echa
constantemente de menos el retiro del convento para poder dedicarse al estudio
y a la escritura. Estamos en presencia, pues, de un intelectual al que su
condición de obispo encumbrado en la Corte lo lleva a participar en hechos
históricos que chocan con su necesidad imperiosa de retirarse a la soledad que
añora su condición de filósofo; un hombre que se ha ido construyendo a sí mismo
poco a poco y que es consciente de qué es la construcción de una vida
acreditada por los hechos, no por virtudes supuestamente sobrevenidas por
nacimiento o herencia de clase: La honra
es muy poco tenerla y muy mucho merescerla.
Su fama fue creciendo con el tiempo, de igual modo que ascendía en la
escala social, y ahí hemos de ver la explicación de su relación con tantos
nobles que se dirigen a él en busca de consejo, para que los ilumine sobre
algún aspecto doctrinal, para que les confirme la fuente originaria de tal
expresión clásica o incluso para solicitarle que se digne escribir una carta de
amor para que un viejo noble pueda conquistar los favores de una joven dama (Escrebisme una cosa, la cual habíades de
tener vergüenza de la escribir, pues la tengo yo agora de os responder;
conviene a saber, que al cabo de sesenta y cuatro años, andáis agora muy metido
en amores. Enviáisme también a rogar en vuestra letra que os escriba una carta
de amores para vuestra amiga, en la cual persuada a que cumpla con vos, aunque
olvide un poco a Dios. (…) En tal
edad como la vuestra, más os habéis de regir por la campana que tañe a las diez
a queda, que no por la que tañe de
mañana a prima) , que a esos extremos de cotidianidad extravagante y
curiosa se llega en estas epístolas, un ramillete de preocupaciones de la vida
cotidiana, no siempre culta, pero sí siempre humana e interesante, porque el
conjunto de las epístolas, sin constituir la Crónica del reinado de Carlos I
que nunca escribió, sí que son una radiografía casi naturalista -como diría
Américo Castro de ellas- del primer tercio del siglo XVI. El atractivo de estas
epístolas va, sin embargo, bastante más allá del curioso contenido de las
mismas, para centrarse en el trabajado estilo del autor, curtido en la creación
de las estructuras cuatrimembres, las paralelísticas, las similicadentes y, por
supuesto, y casi como “marca de fábrica”, en el uso constante del homoioteleuton o prosa rimada, y todo ello,
sin embargo, y aunque cueste creerlo, sin perder en ningún momento el tono de
confidencia llana con que se conversa con alguien íntimo o cercano; en modo
alguno se trata de una prosa afectada, sino elaborada, que es muy diferente,
pero Guevara es muy consciente del carácter casi coloquial que han de tener las
cartas, y lo imprime a las suyas, aunque ello no obsta para que las salpique de
citas latinas -un recurso omnipresente en Montaigne, por cierto- que usualmente traduce, aunque no siempre, y
las abarrote de referencias a obras clásicas, en lo que constituye un recorrido
por las “autoridades” clásicas greco-latinas de las que tan cerca se siente el
humanista al que la política y la religión tantas horas del placer del estudio
le robaron, y también de anécdotas propias de esas colecciones de apotegmas que
ocuparon un lugar importantísimo en la producción literaria española de finales
del XVI. Tomemos como ejemplo estas dos enumeraciones, que parecen anticiparnos
el barroco: Una sobre el estado de
casado, contra el que escribe desde la objetividad del religioso y desde la
misoginia medieval que aún no acaba de desaparecer del todo, a pesar de la
revalorización de l mujer que supuso el Dolce
Stil Nuovo poético: La riqueza
congoja, la pobreza entristece, el navegar espanta, el comer empalaga y el
caminar cansa; los cuales trabajos todos vemos entre muchos estar derramados,
sino es en los casados, que están todos juntos; porque el hombre casado pocas
veces le vemos que no ande acongojado, triste, cansado, empalagado y aun
asombrado, digo asombrado de lo que le puede acontescer y su mujer osar hacer.
La otra, una confidencia sobre su condición de cortesano a su pesar: De mí le hago saber que estoy con todas las
condiciones del buen pleiteante; es, a saber: ocupado, solícito, congojoso,
gastado, sospechoso, importuno, desabrido y aun aborrido, porque pleiteamos el
señor arzobispo de Toledo y yo sobre la Abadía de Baza, sobre la cual tengo por
mí una famosa sentencia. Sin querer
abusar del término, Antonio de Guevara es un autor “moderno”, en lo que la
modernidad intelectora tiene de
antiguo, esto es, de devoción por el conocimiento, por el estudio, por la
frecuentación de los clásicos, por la curiosidad desmesurada por todo, por la
autoexigencia del rigor expresivo, por el interés por todo lo humano y lo
divino que jamás le es ajeno, o por la amplitud de miras humanista que lo lleva
a considerarse antes ciudadano del mundo que hijo de una nación concreta: Estos insulanos agitas eran en toda la
Grecia tenidos por hombres muy cuerdos, y no poco esforzados, y ordenaron entre
sí mismos que ninguno se osase llamar natural de aquella isla si no hubiese
primero hecho alguna notable hazaña, porque, según decían ellos, la tierra es
la que se ha de presciar de tener tales hijos, que los hijos de ser más de una
que de otra tierra. Antonio de Guevara nos ofrece con estas Epístolas familiares un valioso modelo
de intelector, precursor de Montaigne. No estamos ante una obra perfecta -no
son pocos los que acusan a Guevara de no ser riguroso en el uso de las fuentes,
de inventarse algún destinatario y de no haber renunciado a la imaginación en
su manual del príncipe cristiano que es el Reloj
de príncipes, ampliación del Libro
áureo de Marco Aurelio, pero, en su género, me parece una colección que no
tiene desperdicio y una fuente, fiable en lo que de fiable tienen las versiones
de los hechos en política desde uno de los bandos, interesante, en todo caso,
sobre esa Guerra de las Comunidades que tanto divide a los historiadores. Su
visión de la Corte casi como un auténtico nido de víboras Américo Castro señala
el éxito indiscutible que tuvo la obra de Guevara en Francia, por ejemplo: las famosas Epistres Dorées se editaron en francés más de diez veces
entre 1556 y 1578; y hubo también unas veinte ediciones del Horloge des
Princes (Reloj de Príncipes) entre 1531 y
1608. Traigo los datos para despejar las dudas de quienes, neciamente,
piensen que se trata de una obra localista que no trasciende las fronteras
patrias. De igual manera que a Gracián poco menos que nos lo descubrieron los
alemanes, bien podemos deducir de ese éxito francés que a ellos haya de deberse
la revalorización de un autor que, ciertamente, no parece gozar de excesivo
predicamento entre nuestros intelectuales, aunque sí, afortunadamente, como
esta recensión quiere indicar, entre nuestros intelectores, de quienes me erijo en portavoz accidental y
entusiasta. A mí, particularmente, me han llamado la atención las referencias
autobiográficas con que Guevara esmalta su respuestas, sobre todo aquellas que
nos revelan no tanto un pensamiento como un carácter, un modo de estar en el
mundo con el que cualquier puede simpatizar, empatizar o meramente sentirse
cercano. Se trata de detalles que revelan un modo de reaccionar que delata la
dimensión exacta de su humanidad, sea por sus méritos, sea por sus defectos. A
nadie puede llamar a engaño la mentalidad conservadora del prelado, pero todos
podemos advertir en sus escritos su talante liberal y la ecuanimidad de sus
juicios sobre las innumerables flaquezas humanas, propia de quien ha
frecuentado los clásicos y, sobre todos ellos, ha escogido como guía el
estoicismo de Marco Aurelio y el idealismo del “divino” Platón. Y lo cierto es
que empieza por él mismo, porque son frecuentes las confidencias sobre su
persona y sus estado de ánimo, como cuando nos revela que Escrebir corto o largo, escribir tarde o temprano, escribir polido o
desabrido, ni está en el juicio que lo ordena, ni en la pluma que lo escribe,
sino en la materia de que se trata, o en
el tiempo que lo lleva; porque si está hombre desgraciado escribe lo que no
debe, y si está contento dice lo que quiere. Homero, Platón, Esquines y
Cicerón, en sus escritos, y por ellos, se quejan, y aun nunca se acaban de
quejar, que cuando sus republicas estaban quietas y pacíficas, ellos estudiaban
y leían y escrebían y que cuando estaban alteradas y remontadas, ni podían
estudiar, ni menos escrebir. Añadamos el juicio sobre sus propias
capacidades y la objetividad con que es capaz de discernir sus estados de
agudeza y de embotamiento: Veces hay que
tengo el juicio tan acendrado y tan delicado, que a mi parescer barrenaría un
grano de trigo, y hendería por medio un cabello, y otras veces le tengo tan
boto y tan remontado, que ni acierto en la yunque con el martillo y ni aun sé
labrar de mazo y escoplo. Son muy interesantes sus reflexiones teóricas
sobre lo que ahora los cursis llaman la gobernanza.
El buen gobierno es uno de los referentes clásicos del discurso de quien en su Reloj de príncipes escribió un manual
del arte del buen gobierno, inspirado, sin duda, en la Republica de Platón: Si en las cortes de los príncipes no hubiese
tantos caballos en las caballerizas, tantos halcones en las alcándaras, tantos
truhanes en las salas, tantos vagamundos por las plazas ni tanto desorden en
las despensas, soy cierto que ni ellos andarías tan alcanzados ni los vasallos
tan agraviados. El retrato del legislador lacedemonio Licurgo, hecho por
Plutarco, lo ofrece Guevara como el modelo de príncipe, y es digno de remarcar,
no solo la austeridad de quien ejerce el poder, sino la dimensión social que ha
de tener su obra. Si tenemos en cuenta que en la Guerra de las Comunidades
actuó al lado del Emperador y frente a los supuestos alborotadores populares,
llama la atención esta dimensión social que, para él, ha de tener el buen
gobernante: Plutarco dice deste Licurgo
que fue bajo de cuerpo, algo descolorido, amigo de callar, enemigo de hablar,
hombre de poca salud y mucha virtud. Nunca fue notado de cosa deshonesta, nunca
perturbó la República, nunca vengó injuria, nunca hizo injusticia, ni dijo a
nadie palabra mala. Era en el comer, templado; en el deber, sobrio; en el dar,
largo; en el rescebir, recatado; en el dormir, corto; en el hablar, reposado;
en el negociar, afable; en el oír, paciente; en el expedir, pronto; en el
castigar, manso, y en el perdonar, benigno. (…) También se escribe de que fue
el primero que invento en Grecia haber
casas públicas de los bienes públicos fundadas y dotadas a do los
enfermos se curasen y los pobres se recogiesen. (…) Ordenó y mandó Licurgo que
todos los montes y prados y casas y heredades se partiesen e igualmente se
dividiesen, para quitar que no hubiesen ricos que tiranizasen, ni pobres que se
quejasen. (…) Cinco cosas les enseñaban cada día que guardasen, las cuales un
pregonero, puesto en un alto de la plaza, las pregonaba diciendo: “Lo que manda
el Senado de Licaonia es que honréis a los dioses, seáis pacientes en las
adversidades, obedezcáis a los censores, os vecéis a los trabajos y que volváis
de las guerras muertos o vencedores. Las Epístolas familiares nos ofrecen
también un modelo de perfecto caballero cortesano muy en relación con la obra
de Baltasar de Castigliones, El cortesano, nuncio del Papa en Toledo durante el
reinado de Carlos V y a quien, a buen seguro, hubo de tratar de Guevara, pues
la sensibilidad humanística de ambos es idéntica: Lo que al caballero le hace ser caballero es ser medido en el hablar,
largo en el dar, sobrio en el comer, honesto en el vivir, tierno en el perdonar
y animoso en el pelear, por más que su visión de la Corte se corresponda con
la de la Caína, o poco menos: Decís, señor, que os escriba qué es la cosa
en que más ocupo el tiempo, y a esto os respondo que, según los cortesanos,
tenemos por oficio malquerer, cizañar, blasfemar, holgar, mentir, trafagar y
maldecir, con más verdad podremos decir del tiempo que le perdemos que no que
le empleamos. (…) En las cortes de
los príncipes yo confieso que hay conversación de personas, mas no hay
confederación de voluntades, porque aquí la enemistad es tenida por natural y
la amistad por peregrina. (…) Es de
tal condición la Corte, que los que más se visitan peor se tratan, y lo que
mejor se hablan peor se quieren. Las cartas contienen noticias de todo
tipo, y reflexiones de notable interés, pero es curioso observar la atención
que le dedica Guevara al funcionamiento del rudimentario servicio de
comunicación epistolar de la época. Después de señalar que Pirro, rey de los epirotas, fue el primero que inventó correos,
comenta el retraso con que ha recibido
una carta: Aunque partió de allá por agosto,
llegó acá a quince de noviembre; de manera que vuestras cartas, señor, son tan
cuerdas y tan bien proveídas, que antes que salgan de su tierra dejan ya hecho
el agosto y vendimia. Si como era carta fuera cecina, ella hubiera tenido
tiempo para venir bien sazonada, porque ya hubiera tomado la sal y aun
descolgádose del humo. Y aquí advertimos ese sano humor irónico de quien lo
gasta con generosidad, para delectación de sus lectores, los de ayer y lo de
hoy, porque el ingenio es impagable y se conserva tan lozano como el día que se
escribió aunque se lea casi quinientos años después…, como lo demuestra la cita
clásica con que ilustra la irregularidad temporal en la recepción de las
cartas: Filistrato, en la vida de
Apolonio Tianeo, dice que era costumbre entre los ipineos de poner las datas de
las cartas en los sobreescritos dellas, para que si fuesen de pocos días
escritas, las leyesen, y si fuesen añejas, las rasgasen. Guevara es un
apologeta de la correspondencia, a la que otorga un lugar fundamental en las
relaciones humanas, algo casi obligado en un humanista, una figura que no puede
concebirse sin una fluida relación epistolar con compañeros de estudio y
erudición, tan alejados geográficamente: Para
el hablar no es menester más de viveza; mas para el escribir es necesario mucha
cordura, porque para probar si un hombre es cuerdo o loco no es más menester de
ponerle unas espuelas en los pies o una pluma en la mano. O, como escribe más
adelante, sobre las pruebas para determinar la sindéresis de los sujetos: Para conocer a un hombre si es cuerdo o
loco, mucha parte es mirarle si escribe sobre
acuerdo y habla sobre pensado, porque no ha de escribir el hombre lo que
le viene a la memoria, sino lo que le dita la razón. A los intelectores,
tan apegados a los libros, los que llevamos un veneno que no nos permite ni
hacer distingos entre los de papel y los electrónicos, la lectura de ciertos
pasajes de las epístolas nos reconfortan especialmente, porque compartimos con
Guevara esa condición de, lletraferits, que decimos en catalán, y de ahí el
enfado morrocotudo del autor cuando descubre que, a traición, le han robado un preciado
libro de su colección: Entre hombres
doctos las burla entiéndense hasta decirse palabras, mas no hasta hurtarse
escrituras. Como, señor, no tengo otra hacienda que grangear, ni otros
pasatiempos en que me recrear, sino en los libros que he procurado y aun de
diversos reinos buscado, creedme una cosa, y es que llegarme a los libros es
sacarme los ojos; así como la declaración de amor a la tradición libresca: Yo no pienso que la sabiduría está en los
hombres canos, sino en los libros viejos. El buen rey don Alonso, que tomó a
Nápoles, decía que todo era burla, sino leña seca para quemar, caballo viejo
para cabalgar, vino añejo para beber, amigos ancianos para conversar y libros
viejos para leer. Los libros viejos tienen muchas ventajas a los nuevos; es a
saber, que hablan verdad, tienen gravedad y muestran autoridad; de lo cual se
sigue que los podemos leer sin escrúpulo y alegar sin vergüenza. Ante las
constantes solicitudes de sus corresponsales para que investigue para ellos
extremos del conocimiento que exigen una dedicación que los otros no son
capaces de valorar en su justo termino de esfuerzo físico, material e
intelectual, Guevara se reivindica, ¡en época tan temprana!, como un
profesional del estudio que exige ser pagado de acuerdo con su dedicación y con
los resultados de la misma: Si vuestro
amo, el Almirante [don Fadrique Enríquez], quiere ser bien servido, también
quiero ser yo muy bien pagado, y la paga ha de ser por oficio de cronista, de
teólogo, de amigo y consejero, que pues no puedo ganar de comer con la lanza,
lo tengo de ganar con la pluma. De todos modos, su exquisita servicialidad
lo lleva incluso al etremo de atender solicitudes que a cualquiera, dado su
condición monástica, le parecerían indecorosas, y de ahí el arrepntimiento de
haber traducido la corresondencia amorosa de Marco Aurelio, por ejemplo, o de
oner en claro las biografías de tres cortesanas célebres, Lamia, Flora y Layda,
a quien su corresponsal había confundido con santas en un retrato. He aquí su “retractación”
por aquella correspondencia amorosa: Siendo,
como yo era, en sangre limpio; en profesión, teólogo; en hábito, religioso, y
en condición , cortesano, bien excusado fuera a mí oficio de enamorado; es a
saber, en pararme a escribir aquellas vanidades, o aquellas liviandades; por lo
cual, yo, pecador, digo mi culpa, mi gravísima culpa, pues ofendí a mi gravedad
y aun a mi honestidad. Muchos señores y aun señoras, se paran a linsongearme y
alabarme del alto estilo en que traduje aquellas cartas y de las razones tan
delicadas y enamoradas que puse en ellas, y mejor salud les dé Dios que yo tomé
dello gloria, ni aun vanagloria, porque así me afrento cuando me hablan en
aquella materia, como si me echasen una pulla. Finalmente, que no quiero
abusar una vez más de los escasísimos intelectores que se atreven a entrar en
este Diario, también, como sucede en
Montaigne, hay en las Epístolas Familiares espacio para las noticias curiosas, sobre
todo en el capítulo de las costumbres de pueblos bárbaros o lejanos cuyas prácticas
tan alejadas están de las de los lectores de Guevara, pero también otras como
la afición del autor a leer epitafios (No
puedo negar que, a manera de borracho que huele a do hay buena taberna, así a
mí se me van los ojos a do hay una sepultura antigua, para ver si hallare allí
alguna letra que leer, y algún letrero que sacar), un género literario
sobre el que ando ya tomando notas para una futura entrada, o su interés por la
dieta alimentaria, por ejemplo.. Dejo aquí, espigadas al azar, algunas de ellas
que, a buen seguro, sorprenderán a buena parte de esos mínimos intelectores:
Ley Falcídica: Por el primer delito cometido fuese el hijo avisado; por
el segundo, fuese castigado, y por el tercero, que fuese el hijo ahorcado, y el
padre, desterrado.
Los masajetas, en muriendo el hombre o la mujer, les sacaban toda la
sangre de las venas y, juntos aquel día todos sus parientes, bebían la sangre y
después enterraban el cuerpo.
Los batros, que era una gente muy bárbara, curaban al humo todos los
cuerpos, como se curan agora las cecinas, y después entre año, en lugar de
cecina echaban un pedazo del cuerpo del muerto en la olla.
Si al padre se le moría el hijo, o el hijo al padre, o el amigo a su
amigo, usaban algunos de los egipcios raerse la mitad de los cabellos de la
cabeza, en señal que se les había muerto el amigo, que era la mitad de su
corazón.
Adriano mandó poner estas palabras en su sepulcro: “Perii turba
medicorum”. Como si más claro dijera: “No me habiendo podido matar mis
enemigos, vine a morir a manos de médicos”.
Laercio y Lactancio dicen que las causas por las que los griegos
evitaban los médicos eran porque: cogían
en mayo yerbas odoríferas que tenían en sus casas, y porque se sangraban una
vez en el año, y porque se bañaban una vez en el mes, y porque no comían más de
una vez al día.
Bien está que acabemos
con el aforismo que, acaso, más se haya destacado de estas Epístolas familiares, nacido, propiamente, de la directa
experiencia del autor, a tenor de lo leído en ellas: El aconsejar es un oficio tan común que lo usan muchos y lo saben hacer muy pocos.