Segunda
calicata en el autor de La vida como es. La úlcera,
Premio Nacional de Literatura en 1948 o con el humor la posguerra escuece menos... o ansí.
No siempre, ya se sabe, los gustos
de los lectores coinciden con los jurados del Premio Nacional de Literatura,
pero no deja de ser significativo que Zunzunegui esté en la reducida lista de
los autores que lo han conseguido dos veces, y en la que figuran Miguel Delibes
o Antonio Muñoz Molina, por ejemplo, aunque también autores mucho menos leídos,
como Castillo-Puche. Después del de 1948, volvió a recibirlo en 1962 por El Premio. Lo digo, porque ignoro la
difusión que tuvo la obra que acabo de leer, y que, a diferencia de la
anterior, La vida como es, abandona
el realismo tradicional de vena dramática para ensayar una novela cómica con un
humor cercano a aquel que comenzó a practicarse n la revista La ametralladora y
que seguiría, después, en La Codorniz, es decir, un humor heredero del del genio
creador de Ramón Gómez de la Serna, a quien la presente novela debe no poco del
tono de la narración y del planteamiento absurdo que hace de ella una lectura
agradable aunque no especialmente imprescindible. Se advierte también, por la
crueldad del naturalismo de ciertas reacciones que hay una influencia, no logro
determinar en qué grado, de la tragedia grotesca de Arniches, que tanto tiene
que ver con la vida popular en pequeñas comunidades, como la de Villaalta. El
planteamiento es excelente, pero cierta morosidad y cierta dispersión en la
trama, como compuesta por tres bloques perfectamente diferenciados y casi sin relación
entre ellos, como si se hubieran unido, para darle sentido, tres historias
diferentes en la de un solo personaje. Don Lucas, un emigrante de Aldeaalta, un
pueblo costero de la costa norte cántabra, que hizo fortuna en Méjico, es
convencido de que ha llegado el momento de optar a la plaza libre de indiano
que hay en su pueblo, y nadie con mejores títulos, es decir, fortuna, que él,
para optar al puesto. La novela arranca con la anunciada llegada del indiano,
que va a traer la prosperidad al pueblo en que nació, en una familia humilde,
como estipula la tradición del indiano, por supuesto. La situación cómica
estriba en que todo el mundo parece estar al corriente de cuáles sean las condiciones
del título de indiano, cuáles sus obligaciones y qué ha e hacer o dejar de
hacer quien tome posesión de ese título. A su manera, pues, Lucas tiene que
hacer un aprendizaje que le irá reduciendo tanto su margen de autonomía que ha
de hacer no pocos esfuerzos para no desesperar de su aceptada condición y volverse
a Méjico. Que la plaza de indiano salga a oposición por parte del Ayuntamiento y
que Lucas oposite a ella, nos da una idea de por donde van los tiros del humor
costumbrista con que se afronta esta aventura de Lucas en su villa natal. La
segunda parte de la narración se centra en un personaje, “el americano”,
Rodolfo, un exseminarista que, antes de ordenarse, decide dejarlo todo y
emigrar a América. Hace una mediana fortuna y vuelve a su pueblo, enamorado del
progreso, dispuesto a ilustrar y formar a sus vecinos a través del fomento de
la lectura, para lo que abre una librería de venta y alquiler de libros. De
mejor ver que él y con una simpatía natural, la existencia del “americano”
frente al acreditado “indiano” le parece al indiano un insulto intolerable.
Conclusión, contrata a un viejo conocido para que pague a unos sicarios que le
den una paliza que lo disuada de irse
del pueblo. La competencia, aunque sea la de un “americano” medio pobretón, la ve
Lucas como una amenaza para su posición generosamente ganada. Cuando la conjura
mafiosa llega a oídos del alcalde y del jefe de la policía, don Lucas pasa por
una fase de arrepentimiento y vergüenza que poco menos que lo lleva a
eclipsarse de la vida pública. Ahí arranca la segunda parte, muy homogénea y
arrebatadoramente disparatada de la aventura comercial e inventora de Rodolfo, “el
americano”, quien conocedor en profundidad de todo lo relativo a la caza -así
defiende él que se ha de decir- de la ballena y defendiendo la invención del
arpón eléctrico, que matará a las ballenas por electrocución -la prueba que
hacen con un burro famélico, a punto de morir, prueba el desarrollo disparatado
de l aventura-, propone a sus convecinos “embarcarse” en la creación de una
nave ballenera que salga, como lo hicieron sus antepasados, a cazar esas ballenas.
El sueño del inventor en que negocia con las ballenas cuál va a ser el cupo de
ellas que se deje cazar por el fatal invento que las diezmará tiene todas las
trazas de ese humor blanco de posguerra del que ya hemos hablado, pero lleno de
gracia e inventiva. Toda esta historia, que tiene un eco lejanísimo de Moby
Dick, siquiera sea por la exhaustividad con que se nos habla de los balleneros, la ballena y el
negocio que representa, ocupa casi la mitad del libro, con muy breves
excursiones a la vida de don Lucas, como el intento de desposarse con una vieja
aristócrata del lugar, arruinada y poseedora de un palacio que, en vez de
restaurar, como pretendía, para irse a vivir allí, dejando el hotel donde está
hospedado, acaba dejando que se deteriore para incendiarlo por su propia mano y
acusar a unos gitanos que lo habían okupado temporalmente, quienes lo habían
echado de allí navaja en mano cuando fue a expulsarlos de “su” propiedad.. La
aventura del “americano” acaba como el rosario de la aurora, pues cuando los
tripulantes disparan el primer arpón eléctrico se produce una descarga eléctrica
de tal naturaleza que los heridos por ella, y que han saludado a la muerte sin
ninguna cordialidad, acaban cogiendo al inventor en vilo y lanzándolo al mar, a
muerte segura. Tiempo después, oxidado el arpón y el barco fletado, un antiguo
buque militar, aparece un extranjero por el pueblo y compra el arpón. Lo
perfecciona, lo patenta y llegan al pueblo las noticias del inmenso negocio que
ha sido en el sector pesquero dicho invento. Más tarde, el genio del inventor tan
brutalmente castigado es reconocido por todo el pueblo y se le rinden los
homenajes de rigor. Aquí comienza la tercera parte, que es la que da título a
la novela. Al indiano le detectan una úlcera y, a partir de ese momento, la
úlcera cobra vida propia, como si fuera su hija. Con ella se acuesta, con ella
se levanta con ella viaja, con ella va a la ópera, con ella va al Prado y con
ella conversa con la familiaridad con que se suele conversar con las úlceras,
claro está. Porque no es una úlcera cualquiera, sino una “úlcera de indiano”, casi
un fenómeno teratológico que lleva a Madrid para buscar más opiniones médicas
que le orienten sobre como tratarse. Esos viajes a Madrid le suponen un alivio
de su presencia en el pueblo que acaban siendo para Lucas una bendición. La
llegada al pueblo de un nuevo médico, Pablito, que, rico de cuna, visita a los pobres,
añadiendo limosna a su visita, y quitándole la clientela y el modus vivendi al
doctor que lleva toda su vida en el pueblo, logra curarle la hernia a Lucas, lo
cual provoca un terremoto ecosistémico en el pueblo de tal naturaleza, que,
después de la muerte del indiano, porque no sabe vivir sin su úlcera, aquella
que era tema de conversación con los vecinos, y hasta ilustración en la pared
de la escuela, los vecinos, armados con todo tipo de útiles agresivos, buscan
al doctor para lincharlo, por quitarle a su indiano. La novela acaba, a pesar
de todo lo dicho, con unos versos de Shelley en el funeral de Lucas:
A ship is floating in harbor now
A wind is hovering over the
mountains brow,
There is a path on the seas azure
floor,
No keel has ever ploughed that path
before.
(Un barco surca el puerto en este
momento
Un viento ronda sobre la cumbe de
las montañas;
Y en el azul del mar se abre una
senda
Que nunca antes quilla alguna ha arado)
Y con esas nada complacientes del
autor: Y es que mientras el mundo sea
mundo, serán vengativos, brutales, desagradecidos, rencorosos y envidiosos los
corazones de los hombres.