sábado, 25 de febrero de 2017

Segunda noticia de las “Obras Completas” de Platón: Del “Alcibíades” hasta el “Menexeno”.



Los Diálogos de Platón son obra y persona de Sócrates, escenario y personaje; dichos y hechos, rigor del método y un sutil recorrido por los principales conceptos filosóficos que aún nos interpelan (y lo seguirán haciendo) a diario.

Continúo el camino a través de una obra, la de Platón, en la que nunca deja de sorprenderme, a medida que avanzo, la excelente teatralidad de unos diálogos que diríanse nacidos para ser representados en el escenario, porque Platón sabe, además, sin acotación alguna, que ya tiene mérito, trasladarnos la “situación”, el contexto humano en forma de gestos, entonaciones, y aun hasta me atrevería a decir que visajes, que forman parte de la conversación, y el lector se lo pasa en grande observando la fina ironía socrática y los usos y costumbres de la ciudad dialéctica por excelencia. El Alcibíades, con un discípulo a quien Sócrates ama con verdadera pasión, lleva por subtítulo “de la naturaleza del hombre” y aunque Sócrates establece la necesidad de afirmar esa naturaleza en el alma y en la inteligencia, partiendo del precepto délfico, “conócete a ti mismo”, pronto el diálogo deriva hacia la formación de la persona y hacia la ambición política del discípulo, a quien Sócrates le dicta una breve lección de ciencia política que aún hoy merecería ser escuchada por los aprendices de todo y sabios de nada que aspiran a gobernarnos “para nuestro bien”. Hela aquí, encadenada: Lo que más temo es que te alcance la corrupción, una vez te domine el amor del pueblo. Ya a muchos hombres de valía entre los atenienses ha ocurrido así “porque el magnánimo pueblo de Erecteo” es de apariencia hermosa, aunque sea necesario desnudarle para verle en su verdad.. (…) Has de prepararte no a ejercer el mando y el poder, a tu antojo, tanto en tu beneficio como en el de la ciudad, sino a procurar la justicia y la sabiduría. (…) No es, por tanto, el poder absoluto, querido Alcibíades, lo que has de procurar, tanta para ti como para la ciudad, si deseáis ser felices, sino más bien la virtud. En el diálogo titulado Cármides o de la sabiduría moral, Platón plantea el tema del conocimiento y de qué sea la sabiduría. Se trata, pues, de una suerte de gnoseología a modo de tanteo, como si únicamente quisiera plantear el tema, lo que hace con un interlocutor, Critias, que considera que la verdadera sabiduría no solo estriba en el tradicional “conócete a ti mismo”, sino también en “saber que se sabe”, que equivaldría, a su parecer, a la posesión definitiva del saber, el cual, casi por arte de birlibirloque, engendraría el saber d todas las ciencias habidas y por haber, algo que a Sócrates le repugna intelectualmente: No puedo afirmar que sea posible una ciencia de la ciencia, ni tampoco, en caso de que esta ciencia existiera, sostener que se identifique con la sabiduría, antes de haber examinado si la sabiduría, entendida así, nos sería útil o no. Al cabo, viene a decirnos Sócrates, no hay más saber que el concreto de las diversas disciplinas, porque, de otro modo, el que desconoce esta ciencias particulares, sabrá solamente que sabe, pero sin saber el qué (…) La sabiduría no consiste, pues, en saber qué cosas sabe uno o qué cosa ignora, sino solamente, por lo que parece, en saber que uno sabe o que no sabe. Traída la disputa a nuestros días, bien pudiéramos hablar de esa famosa disparidad de criterios pedagógicos entre quienes ven necesario aprender a aprender y quienes estiman que es imprescindible aprender “algo”, pero no es el momento, está claro, de hundirnos en semejante ciénaga. En definitiva, como concluye Sócrates el diálogo-tentativa:  Yo sigo persuadido de que la sabiduría es un gran bien y de que, si la posees, eres objeto del favor de los dioses. A cualquier intelector que escoja, como yo, adentrarse en el bosque dialéctico de los Diálogos de Platón, le llamará la atención, sobre todo, la infinita disponibilidad para el diálogo de los protagonistas de los mismos, y no solo de Sócrates; esa actitud admirable de “detenerse”, de sustraerse del flujo temporal y sus perentorias exigencias y estar abiertos a la investigación minuciosa de cualquier propuesta, de cualquier sugerencia, de cualquier afirmación fundada o peregrina que alguien arroja sobre el tablero imaginario del diálogo para que se practique la más fina vivisección de esas realidades conceptuales que no siempre acaban siendo desentrañadas claramente por los debatientes. Es el caso del diálogo Laques o del valor, en el que se plantea si existe o no una ciencia del valor y si es capital en la educación de los hijos. Como ya he ido comprobando en los diálogos leídos, el particular método Socrático, que procede por vía de aproximación comparativa para ir eliminando antes lo que no es cada concepto que lo que propiamente es, buena parte del diálogo se emplea en considerar aspectos que pueden, en principio, parecer marginales pero cuya relación con el tema central no tarda en ponerse de manifiesto. Como dice Laques, Si ella tuviera algún valor [la ciencia del valor], no habría pasado inadvertida a los lacedemonios, cuya vida entera se pasa en estudiar y practicar los conocimientos y los ejercicios que pueden asegurarles la superioridad en la guerra. Puede parecernos extemporánea a nuestras preocupaciones habituales una reflexión acerca del valor, pero recordemos, del Alcibíades, lo que Sócrates considera la mejor formación de los jóvenes: cuando alcanzan por dos veces los siete años, entregan al muchacho a los llamados pedagogos reales que son persas de edad madura elegidos entre los mejores en número de cuatro: uno, como el más sabio; otro, como el más justo; un tercero, como el más prudente, y por último, uno considerado como el más valeroso, y tenemos, resumidos, los valores fundamentales de la perfecta educación: la sabiduría, la justicia, la prudencia y el valor.  En el Laques se discute acerca de en manos de quién dejar la educación de los hijos y si es conveniente o no confiarlos a los paidotribos, como propone Sócrates y, en última instancia, a quienes poseen la verdadera sabiduría. La tendencia a educar a los hijos según la opinión pública, en vez de hacerlo según la especialidad de quienes saben, la pone Sócrates en cuestión cuando dice que no conviene experimentar en cuestiones tan delicadas: Pensad que hacéis una experiencia peligrosa, no en un cario [Equivale, la expresión “en un cario”, a “conejillo de indias”. Experimentar con un cario, un mercenario, equivalía a hacerlo con una persona a quien ni se considera, por baja, como persona.], sino en vuestros hijos y en los de vuestros amigos y procurad entrenaros, como suele decirse, en el oficio del alfarero, no haciendo un jarrón. Nicias, otro de los intervinientes en el diálogo, lo deja bien claro: Se hace uno más prudente para el futuro, si uno está en la disposición, según el precepto de Solón, de aprender durante toda la vida y de no creer que la vejez por sí sola nos aporta la sabiduría. La misma idea con la que Sócrates, que no pudo pagarse las lecciones de los Sofistas, remacha el diálogo amparándose en Homero:  Si alguno de vosotros se sonríe ante la idea de que. A nuestra edad, podamos aún ir a la escuela, me revestiré de la autoridad de Homero, quien ha dicho que “la vergüenza es mala cuando va acompañada de la indigencia”.   Finalmente, aunque no haya una conclusión sobre lo que pueda entenderse por el valor, y menos aún si hay una ciencia que lo estudie específicamente,  Sócrates nos indica que la fortaleza del alma se confunde a veces con el valor. Idea que recoge Nicias para oponerse a la concepción popular del valor: los seres a quienes tú, con el vulgo, llamas valerosos, los llamo yo temerarios, y llamo valerosos a aquellos que están dotados de reflexión, los únicos de quienes hablo. Bien está que recojamos, aunque sea una definición de la antítesis del valor, lo que nos dice Sócrates sobre el temor:  el temor es una espera del mal futuro. Cuando Platón aborda el tema de la amistad, lo cual hace en Lisis o de la amistad, es conveniente para el intelector comenzar por el final: Hemos dado un espectáculo bastante ridículo, yo, que soy ya viejo, y vosotros, hijos míos. Nuestros oyentes, al irse, van a decir de nosotros que, teniendo la pretensión de ser amigos -y con este título me coloco entre vosotros-, no hemos sido capaces de descubrir qué es un amigo, y ello porque en esas palabras de Sócrates se condensa un rasgo de su quehacer filosófico admirable: no siempre el pensamiento nos lleva a esclarecer el objeto sobre el que se vierte la reflexión. Y eso ocurre en este caso con la amistad. Propio de ese vaivén constante del método Socrático es llegar a una definición que, de repente, deja de tener sentido porque a nuestro filósofo callejero se le ocurre algo que contradice lo definido y deja a los conversadores en el punto de partida, o casi: Yo mismo -dice Sócrates a continuación- estaba lleno de alegría, encantado de haber hecho tan buena caza y de tenerla finalmente en mis manos. Luego, yo no sé cómo, me vino una duda extraña; sospeché que nuestras conclusiones eran falsas y, lleno de desolación, exclamé: Lo siento, hijos míos, me temo que nuestro tesoro no exista más que en nuestro sueño. ¿A continuación de qué? Pues de haber afirmado que lo que ellos quieren decir, según y lo entiendo, mi querido Lisis, al decir que lo semejante es amigo de lo semejante, es que no puede existir amistad más que entre los buenos, apoyándose para defenderlo en Homero:  Los poetas son, en efecto, los padres de todo saber y son nuestros guías: “siempre un dios empuja lo semejante hacia lo semejante” y se lo da a conocer, y recordar enseguida el juicio de Hesíodo: “el alfarero odia al alfarero; el rapsoda odia al rapsoda, y el pobre odia al pobre”  y añadía que esto mismo ocurre con todo; que, por una necesidad universal, los celos, las querellas y la hostilidad reinan entre las cosas que más se asemejan, así como reina la amistad entre las más distintas. Parece que el diálogo se halla, en efecto, en un callejón sin salida, pero por encima de los pasos dialécticos que siguen los intervinientes, hemos de rescatar la confesión autobiográfica que Platón va introduciendo en los Diálogos para ofrecernos el más acabado retrato de su maestro: Desde mi niñez hay una cosa que he deseado siempre; todo el mundo tiene su pasión: para uno, esta son los caballos; para otro, los perros; para otros, el oro o los honores. En cuanto a mí, todos estos objetos me dejan frío; pero, en cambio, deseo vivamente conseguir amigos, y un buen amigo me complacería mucho más que la codorniz más bella del mundo, que el más hermosos de los gallos, incluso, ¡por Zeus!, que el más hermoso de los caballos o de lo perros. Yo creo, ¡por el perro!, que preferiría un amigo a todos los tesoros de Darío: hasta tal punto estoy ávido de amistad. El Eutifrón o de la piedad es un diálogo que se acerca mucho al debate forense, o que lo toma como pretexto para discurrir sobre qué sea la piedad, lo cual, en una sociedad tan religiosa como la griega no era tema baladí, sino axial. Al fin y al cabo, a Sócrates se lo llevó por delante una acusación de impiedad, como se reconoce al principio de diálogo: Según Sócrates, Melitos, hombre de largos cabellos, de no mucha barba y de nariz corva, dice que soy algo así como un artífice de dioses, y aduciendo que hago nuevos dioses y que no creo en los antiguos, lanza contra mí esta acusación. A lo que Eutifrón le responde: lo comprendo, Sócrates, y creo que se refiere a esa voz interior que tú dices se deja oír en ti en toda ocasión. A partir de un caso muy especial, Eutifrón denuncia a su padre por haber matado arbitrariamente a un esclavo suyo, ganándose la incomprensión de cuantos lo rodean, incluido el propio Sócrates, con quien, en ágil diálogo buscan qué sea o deje de ser lo piadoso. Eutifrón pone de relieve, sin embargo, una de esas típicas contradicciones que alimentaron la depuración del discurso lógico: Afirmo que es piadoso eso mismo que yo voy a hacer ahora, pues ya se trate de homicidios, o de robos sacrílegos, o de cualesquiera otras acciones, la piedad exige el castigo del culpable, sea este padre, madre u otro individuo que no viene al caso; no hacerlo es precisamente lo impío. En tal sentido, Sócrates, comprobarás cuál es la prueba decisiva que yo aduzco de que la ley sea así. Ya la he dado a conocer a muchos otros: no cabe concesión alguna al impío, sea este quien sea. Pues estos mismos, los hombres que creen que Zeus es el mejor y el más justo de los dioses, reconocen que encadenó a su padre que devoraba a sus hijos injustamente, y que a su vez el padre de este mutiló al suyo por otras cosas parecidas. Y en cambio se muestran indignados contra mí por el hecho de que persigo a mi padre por un acto injusto, lo que prueba que se contradicen consigo mismos al juzgar lo que hacen los dioses y lo que yo hago. La denuncia de su propio padre, un caso extremo, como advertimos, da pie al intento, frustrado, de definir la piedad, una definición que parte de la sumisión a los dioses, según lo establece Eutifrón: Es piadoso, en efecto, lo que resulta grato a los dioses, e impío lo que no les agrada. Y ya tenemos, rápida como el rayo de Zeus, la perspicaz objeción socrática: Lo que es piadoso, ¿es aprobado por los dioses por ser piadoso, o bien es piadoso porque es aprobado por los dioses?, como técnica definitoria de una personalidad inconfundible y muy consciente de sí misma: lo que hay de más notable en mi arte es que soy diestro en él contra mi propia voluntad. Es interesante siempre en todos los diálogos el movimiento dialéctico que nos permite ir disolviendo las contradicciones que Sócrates descubre tras cada afirmación de cualquiera de los participantes en el diálogo. No son infrecuentes las exclamaciones de desesperación por sentirse enredados en esa tela de araña que Sócrates tejía para obligar a sus adversarios a desdecirse o a reconocer las limitaciones de sus asertos. En el asunto de la naturaleza de la piedad, sin embargo, nada se resuelve, porque el asunto se enmaraña en la relación que han de mantener los hombres con los dioses, de ahí que Sócrates, que promete no cejaré en la búsqueda [de qué sea lo piadoso] hasta que llegue a saberlo, reconviene a Eutifrón por haber denunciado a su padre basándose en un concepto de la piedad escasamente fundado: Si no discernías con seguridad lo que es piadoso de lo que no lo es, no hay razón para que hubieses lanzado la acusación de homicidio contra tu anciano padre, por culpa de un hombre a sueldo Y habrías debido contar, por el contrario, con el temor a los dioses para no verte expuesto a no obrar rectamente, así como con el debido respeto, a la opinión de los hombres. Al fin y al cabo, frente a la endeble concepción de lo piadoso que defiende Eutifrón, Sócrates tiene claro que, de ajustarse a lo que defiende su interlocutor, la piedad se convertiría en una técnica comercial que regulase los intercambios entre los dioses y los hombres. Hemos de recordar, a propósito del Eutifrón, sin embargo, la fama de venado que tenía este entre los atenienses. Eutifrón se presentaba así mismo como un ser inspirado por los dioses y, al mismo tiempo, como un doctor en materias religiosas. El ataque de Sócrates, pues, coincide con el sentir mayoritario de los atenienses. Tengo tan aburridos a los imposibles intelectores que se sumen a este viaje mío a través de Platón, que me da un sí sé qué de defraudarles con una visión hipersuperficial de uno de los grandes diálogos platónicos, el Gorgias o de la retórica, al que solo puede hacérsele justicia siguiendo esa lucha socrática contra tres adversarios de diferente entidad: Gorgias, Polo y Calicles, razonamiento a razonamiento, porque la habilidad que exhibe Sócrates para desenmascarar a los sofistas en este diálogo torrencial va más allá de lo que yo pueda resumir en dos o tres intervenciones. El asunto capital, en todo caso, sería la debelación de los sofistas, encabezados por la elegancia discursiva de Gorgias y continuados por la intemperancia de dos fanáticos como Polo y Calicles, quienes incluso llegan a recurrir al insulto para intentar contrarrestar el carácter apodíctico del razonamiento socrático. Parte del tono “bronco” del diálogo ha de entenderse en el contexto de ser el Gorgias un diálogo combativo contra un libelo de Polícrates que intentaba reverdecer entre los atenienses el rencor hacia Sócrates. Puesto Gorgias en la tesitura de decir cuál es para él el mayor bien, después de haberle recordado Sócrates una canción de banquetes en la que se recuerda que tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor, o, en sus palabras: Creo que no me equivoco al pensar que tú has oído en los banquetes aquella canción en la cual se hace una enumeración y se dice que el bien más precioso consiste en disfrutar de la salud, que el segundo es haber nacido hermoso y el tercero, como dice el autor de la canción, adquirir riquezas sin cometer fraude; el retórico siciliano, que tanto éxito obtuvo por su elocuencia en Atenas, le responde que lo que es verdaderamente, Sócrates, el bien mayor; algo que, al propio tiempo que es causa de la independencia de los que la poseen, permite a estos tener autoridad sobre los restantes ciudadanos en su ciudad.(…) Me refiero al hecho de poder persuadir mediante el discurso, hablando ante un tribunal, a los jueces; en el Consistorio, a los miembros del Consejo, en la Asamblea popular, a los miembros de la misma y, en fin, en cualquier reunión de trascendencia ciudadana, a los que asisten a ella. Es de tal naturaleza la fe de Gorgias en su maestría retórica que enseguida trasluce un entusiasmo propio de quien se sabe en disposición de un poder magnífico e incomparable: ¡Si tú supieras, Sócrates! ¡Si supieras que en cierto modo tiene en sus manos la retórica todos los poderes! (…) En efecto, no existe asunto alguno acerca del cual no pueda hablar con más persuasión ante una muchedumbre el hombre elocuente que el de cualquier profesión. Tan grande y de tal condición es el poder de ese arte. Ahora bien, una vez que Sócrates discrimina el tipo de audiencia a quienes se dirige, “los que no saben”: al decir “ante una muchedumbre” ¿quieres decir “ante los que no saben”? Pues ante los que saben no será más persuasivo que el médico, creo yo y constatar  la esencia que lo caracteriza: el arte oratoria no necesita en absoluto tener un conocimiento profundo de las cosas; le basta con haber encontrado un medio de persuasión que le ermita aparecer ante los ignorante como más sabio que los realmente sabios, Gorgias concluye con una declaración de fe en el embaucamiento profesional: pues bien, Sócrates: ¿no es grande la comodidad que supone el no quedar por debajo de los hombres de ninguna profesión sin haber aprendido todas, sino una sola, que es la retórica? Contra lo que va a luchar Sócrates inmediatamente es contra la idea de que la sofística o la retórica sean un arte: adquisición experimental o rutinaria de un modo de producir cierto encanto y placer, la llama, añadiendo que la adulación constituye lo más importante de ella. Enfrentado posteriormente a Polo y a Calicles a cara de perro, el diálogo continúa hasta llegar a la intervención de Calicles en que defiende avant la lettre la teoría nietzscheana del superhombre y la doble moral de los señores y de los esclavos: en mi opinión son los hombres débiles y la masa los que establecen las leyes. (…) A mi entender la misma naturaleza demuestra que es justo que el que vale más tenga más que su inferior, y el más capaz que el más incapaz. Pero lo que sorprenderá al intelector es la descalificación de la práctica filósofica en las personas adultas que defiende Calicles: la filosofía es ciertamente, amigo Sócrates, una ocupación grata, si uno se dedica a ella con mesura en los años juveniles; pero cuando se atienda a ella más tiempo del debido, es la ruina de los hombres.  (…) Cuando veo la filosofía en un jovencito, me complazco, me parece que le cuadra, y estimo que ese hombre es de condición libre, y si, por el contrario, no presta atención a la filosofía, considero que es un hombre servil y que jamás deberá considerarse digno de nada bello ni grande. Mas cuando veo que un hombre entrado en años filosofa y no desiste de ello, encuentro que necesita que le golpeen, amigo Sócrates. Casi podríamos concluir que, al decir de Calicles, Grecia no es país para viejos…filósofos. Sócrates, sin embargo, no duda en conducir el diálogo hacia un terreno que le es favorable, el de la ética y el de la aspiración al bien y a lo justo. Según Sócrates, el hombre que no es idóneo para la vida en común no puede contar con la amistad. Dicen los sabios, amigo Calicles, que la sociabilidad, la amistad, el buen orden, la prudencia y la justicia mantienen unidos cielo y tierra, dioses y hombres, y por esa razón llaman “cosmos” (orden) a todo ese conjunto, y no desorden ni intemperancia, y no tarda nada en meter el dedo en la llaga del herida del sofista: ¿hay alguien que habiendo sido antes malvado, injusto, intemperante e insensato, se haya convertido en hombre honesto merced a Calicles, sea extranjero o ciudadano de Atenas, esclavo o libre? (…) ¿A qué hombre dirás haber hecho mejor gracias a tu trato? ¿Cómo no te atreves a responder si realmente tienes en tu haber alguna obra de ese género de cuando aún eras un particular antes de iniciar tu actuación política? A lo que Calicles solo responde con una lamentación de derrotado: pendenciero eres, Sócrates. Insisto en que me entristece la superficialidad con que pretendo inducir al intelector a acudir raudo a la lectura de estos diálogos tan jugosos, entretenidos, sabrosos e instructivos, pero a medida que voy sumando las lecturas más cuenta me voy dando del disparate que cometo. Ni siquiera sé si el entusiasmo de la buena intención -pavimentadora infernal- será capaz de absolverme o disculparme. El Menexeno o la oración fúnebre parece un ejercicio paródico del género del discurso fúnebre con motivo de las exequias de los héroes caídos en combate en defensa de Atenas. De hecho, el discurso de Aspasia, supuesta maestra de Sócrates, es recordado íntegramente por su discípulo, lo cual es ya, de por sí, una buena burla de aquella especialidad retórica alimentada de lugares comunes. Con todo, y a pesar de esa intención burlesca, hay no pocas ideas y juicios en el texto que, al margen de su condición tópica, siquiera sea por su manera de enunciación, merecen ser rescatados, a mi modesto entender. Sócrates se burla del país de los bienaventurados en que le hacen vivir los oradores de dicho género, mientras le duran los efectos dl bello discurso emotivo, pero aun a pesar de esa actitud es evidente que ciertos tópicos merecen ser recordados. Dejo fuera lo que tenía previsto y me centro en uno, el principal, el del precepto délfico: la máxima “nada en demasía” posee una antigua reputación de exactitud; y es porque es efectivamente exacto. El hombre que hace depender de sí mismo todas las condiciones capaces de conducir a la felicidad o a lo que se le acerca, sin hacerlo depender de otros, cuyos éxitos o reveses condenarían a su propia suerte a ir a la deriva, ese tal se ha preparado la mejor vida; este es el hombre sabio, el hombre de pro, el hombre sensato; tanto si consigue riquezas o hijos como si los ve desaparecer, él es quien obedecerá plenamente a la máxima: él no mostrará ni alegría ni dolor excesivos, porque no confía más que en sí mismo. Vuelvo en breve…


domingo, 12 de febrero de 2017

Un capítulo picante de "La España vulgar"



Una invitación a la lectura.

Como advierto que la lectura de las Obras completas de Platón me impone un tempo que puede revelarse incompatible con mi primitiva intención de no intercalar en este Diario entradas entre las dedicadas a ese empeño megalómano en el que ando inmerso, me complace entretener a posibles intelectores, frecuentes y ocasionales, con algunas desviaciones que me permitan continuar con mi plan lector original, del que en breve ofreceré la segunda entrega. Engaño a propósito a los lectores del titular que no frecuenten este Diario, porque la intención no es otra, lo confieso paladinamente, sino que piquen, esto es, incitar a la compra del libro La España vulgar, no por necesidad, ¡loado sea Hermes!, sino por justificable afán divulgativo.


10.1.  De patriotas y patriotos

El libelista se resiste a la tentación de dejarlo todo y atreverse con esa suprema manifestación de la vulgaridad que es la creación estadística de la realidad, deidad inequívocamente sigloveintera  donde las haya, porque, más allá de las campañas electorales y otras verbenas políticas señaladas,  hay  credos, como el nacionalista –en singular, sí, porque todos son uno y el mismo, siempre y en todo lugar–, que merecen todas las abominaciones posibles, puesto que ninguno como él suma a la perfección la cima de la vulgaridad y el abismo de los bajos instintos para encarnar el máximo exponente de la ranciedumbre moral más abyecta. Vale decir, además, que ninguna fuerza política, por alejada que se proclame de ese misoneísta –en buena lógica– barrizal emocional xenófobo y racista,  se libra de la infección de ese virus deletéreo, de las salpicaduras de viruela de la ciénaga. Por acción, porque se lleva en la sangre, como alegan con orgullo los abanderados de esa peste, o por reacción, para no dejarse birlar los votos con que llegar al PODER, todas las débiles fuerzas políticas acaban sucumbiendo al irracionalismo salvaje que propaga el virus  nostratis.
Son muchas las manifestaciones exotéricas del nacionalismo, pero entre ellas ninguna tan eximia como el trinitario  amor a “lo nuestro”, a “nuestra lengua” y a “nuestra patria”, el atávico sentido de la propiedad del territorio, en definitiva. El sectarismo elevado a los altares. Nada como el lema de los cuarteles de la Guardia Civil, Todo por la patria, para expresar de forma inequívoca la devoción nacionalista que no admite contestación posible salvo que se incurra en el delito de lesa traición. Una, grande y libre es lema que se extiende por la pell de brau con embelesados ardores guerreros que devalúan, hasta reducirlo al silencio, el espíritu crítico que se opone a la majadería constante del fanatismo patriotero. Y aquí en España estamos harto servidos de furibundos patriotas, y sobre todo patriotos, dispuestos a imponer sus patrias a papirotazo de estatutos con ínfulas de constitución y a garrotazos de decretos-ley con ínfulas de dogmas.
 No hay lengua como la nuestra; no hay gastronomía como la nuestra; no hay paisajes como nuestros paisajes; no hay costumbres como nuestras costumbres; no hay gracia como la nuestra; no hay seriedad como la nuestra; no hay cultura como la nuestra; no hay espíritu emprendedor como el nuestro; no hay vino como el nuestro; no hay costas como las nuestras; no hay sierras como las nuestras; no hay tradiciones como las nuestras; no hay ciudades como las nuestras; no hay artistas como los nuestros; no hay saber estar como el nuestro; no hay cielo como el nuestro; no hay música como la nuestra;  no hay..., dice la larguísima y monótona cantilena enfadosa y estomagante del, en lo alto de la sublimación, encendido amor a la  abstracción y a los símbolos que deviene, como quintaesencia, la estatalidad, porque sin estado donde estar no hay ser en que devenir; sin fronteras que marcar y expandir, sin lengua que imponer, y sin carnet de buena ciudadanía, ¿qué queda del sueño de la nación?
Todos los patriotas, en resumen, son propietarios celosos de esa propiedad intangible e indefinible, y no sólo la defienden, sino que también la definen, aunque difuminen la razón al hacerlo,  y establecen las fronteras y los dogmas que no se han de traspasar y se han de creer respectivamente, como los viejos dogmas de fe de la niñería católica. E incluso renuevan apolillados estatutos de sangre para establecer el censo electoral y determinar quiénes pueden y no pueden votar independencias, segregaciones, puertorriqueñerías o desacomplejado Estado Soberano, con las mayúsculas iniciales emblemáticas.
Pongamos por caso, sin extraviarnos en las fantasías genealógicas, el zarzuelero propósito del contrato a los inmigrantes, defendido por el nacionalismo tradicionalista español y los nacionalismos periféricos, especialmente por el catalán, parte de cuya esencia patria consiste en el victimismo a ultranza y la atenta llamada al somatén! para organizar la defensa contra los invasores, como clamaba en el desierto de la prensa comarcal la férrea Ferrusola: “nos quedaremos sin iglesias, Cataluña será un paisaje de mezquitas”, al-armaba la dama de hierro. Hermanados, pues, en los mismos presupuestos teórico-religioso-folclóricos, ambos nacionalismos se empeñan, a toda costa, en definir en qué consiste ser catalán o español, como si tuvieran la patente de tales invenciones, de tales ficciones, como si sólo ellos tuvieran, no derecho, sino el derecho, a decidir quiénes pertenecen y quiénes no a la horda escogida por Dios sobre la faz de la Tierra.
Rinde beneficios electorales espolear los sentimientos de pertenencia a la horda, como no lo ignoran, como buenos imitadores de los machos alfa, los dirigentes deportivos cuando calientan  partidos de la máxima, fuegos en los que a algunos les ha caído la pena máxima de perder la vida, y a otros se les ha curado el fanatismo a partir de que les abrieran el cráneo para que, ¡por fin!, les entraran las ideas que les permitieran aborrecer el salvajismo de la bandería ciega.
Lo que le sorprende al libelista es que ese “amor a la patria”, denso, profundo, irracional, no se lo tatúen  los patriotas en el bíceps o en el pecho como se tatúan –o al menos así lo hacían tiempo ha– los legionarios el clásico “amor de madre”, porque apenas hay diferencia entre ambos amantes. Entiende el libelista que no lo hagan en las nalgas, y lo aplaude, aunque fue batalla patriótica, en el caso catalán, por ejemplo, que apareciera el emblema del país, la C mayúscula, en el culo de los coches, del mismo modo que sobre él tatúan, los más devotos, la borriquería como moderna seña de identidad inequívoca.
En el país de las taifas, los motivos para poner lindes y menospreciar a los vecinos salen de debajo de las piedras; del mismo modo que son infinitos los agravios que se cultivan como flores de invernadero. El infatigable esfuerzo por distinguirse consume generaciones híbridas en el regusto amargo de la pureza imposible. La obtusa religión del nostratismo, con sus ritos ortodoxos, heterodoxos y paradoxos, suele manifestarse a través de complejos rituales iniciáticos que desbordan cualquier capacidad imaginativa. Si infinitos son los caminos del Señor católico; infinitas son las ordenanzas de la nostreidad (cualquiera de ellas) sin las que no se halla gracia ante los definidores del credo, ante los poseedores del protobién máximo, de la inefable fortuna del plurilingüe y común: soy.............., casi ná; Como si el revés del soy no fuera, como de hecho lo es, su negación, la multiplicidad impropia y vital del yo...
En el país del sainete, género teatral de extendida fortuna, pues no hay territorio donde no haya brotado con la fuerza ambigua de la crítica y la complacencia, buena parte de la vida política –sobre todo el subgénero específico  de las  tensiones  separatistas– tiende a verse en términos de tal, por más que quienes los escriben e interpretan calcen coturnos y quieran presentarlos al gran público como altisonantes y catárticas tragedias, todas ellas variantes deplorables y patéticas del “ser o no ser”. Quizás la inclusión en el esperpento valleinclanesco, como a menudo suele hacerse por parte de los ignorantes del género teatral,  dotara a esas piezas mediocres de una calidad artística de la que, de todas todas,  carecen, de ahí que el libelista se abstenga de tomarlo como referencia; del mismo modo que nunca se le ocurriría hablar de charlotada o de quijotada para referirse a ellas, como ya escribió con anterioridad, teniendo en cuenta la excelsitud de las referencias a las que esos vocablos aluden, dignas de un aprecio humano y artístico que excede con creces la simple compasión que levantan, en el avezado espectador, esos dimes y diretes separatistas, esas trifulcas a pie de ley, esas sarracinas –tan taifescas–, esas zurribandas dialécticas, esas zaragatas de payaso sin gracia, esas zalagardas maliciosas, esas pelazgas vecinales, esas gazaperas públicas..., como la protagonizada por los tarroesencialistas de Convergència en su versión “doméstica” e institucional al arremeter, a calzón quitao, contra un M.H. –frío, frío, no es matrícula de honor..– que llegó tarde a Pentecostés y apenas le calentó ni una brizna de llama de la lengua impropia, y hacerlo además con los más prístinos modos xenófobos y, ¡sin embargo!, con un impecable look  atempranillado de racial bandolero español de Sierra Morena.
El libelista lamenta tener que abandonar en este punto y aparte tan fértil terreno para el humor como para el desconsuelo cual es el de las pendencias politiqueras, tópico de barra de bar donde se mima el arte del insulto y la descalificación, y donde cualquier matarife despelleja, entre sorbo y sorbo de cañita tirada, con pontificales prejuicios apodícticos;  pero ha de seguir levantando triste acta de la vulgaridad extendida a diestro y siniestro por la geografía física y humana de este país testucero.