Los Diálogos de Platón son obra y persona de Sócrates, escenario y
personaje; dichos y hechos, rigor del método y un sutil recorrido por los principales conceptos
filosóficos que aún nos interpelan (y lo seguirán haciendo) a diario.
Continúo el camino a
través de una obra, la de Platón, en la que nunca deja de sorprenderme, a
medida que avanzo, la excelente teatralidad de unos diálogos que diríanse
nacidos para ser representados en el escenario, porque Platón sabe, además, sin
acotación alguna, que ya tiene mérito, trasladarnos la “situación”, el contexto
humano en forma de gestos, entonaciones, y aun hasta me atrevería a decir que
visajes, que forman parte de la conversación, y el lector se lo pasa en grande
observando la fina ironía socrática y los usos y costumbres de la ciudad
dialéctica por excelencia. El Alcibíades,
con un discípulo a quien Sócrates ama con verdadera pasión, lleva por subtítulo
“de la naturaleza del hombre” y aunque Sócrates establece la necesidad de
afirmar esa naturaleza en el alma y en la inteligencia, partiendo del precepto
délfico, “conócete a ti mismo”, pronto el diálogo deriva hacia la formación de
la persona y hacia la ambición política del discípulo, a quien Sócrates le
dicta una breve lección de ciencia política que aún hoy merecería ser escuchada
por los aprendices de todo y sabios de nada que aspiran a gobernarnos “para
nuestro bien”. Hela aquí, encadenada: Lo
que más temo es que te alcance la corrupción, una vez te domine el amor del
pueblo. Ya a muchos hombres de valía entre los atenienses ha ocurrido así
“porque el magnánimo pueblo de Erecteo” es de apariencia hermosa, aunque sea
necesario desnudarle para verle en su verdad.. (…) Has de prepararte no a
ejercer el mando y el poder, a tu antojo, tanto en tu beneficio como en el de
la ciudad, sino a procurar la justicia y la sabiduría. (…) No es, por tanto, el
poder absoluto, querido Alcibíades, lo que has de procurar, tanta para ti como
para la ciudad, si deseáis ser felices, sino más bien la virtud. En el
diálogo titulado Cármides o de la
sabiduría moral, Platón plantea el tema del conocimiento y de qué sea la
sabiduría. Se trata, pues, de una suerte de gnoseología a modo de tanteo, como
si únicamente quisiera plantear el tema, lo que hace con un interlocutor,
Critias, que considera que la verdadera sabiduría no solo estriba en el
tradicional “conócete a ti mismo”, sino también en “saber que se sabe”, que
equivaldría, a su parecer, a la posesión definitiva del saber, el cual, casi
por arte de birlibirloque, engendraría el saber d todas las ciencias habidas y
por haber, algo que a Sócrates le repugna intelectualmente: No puedo afirmar que sea posible una ciencia de la ciencia, ni
tampoco, en caso de que esta ciencia existiera, sostener que se identifique con
la sabiduría, antes de haber examinado si la sabiduría, entendida así, nos
sería útil o no. Al cabo, viene a decirnos Sócrates, no hay más saber que
el concreto de las diversas disciplinas, porque, de otro modo, el que desconoce esta ciencias particulares,
sabrá solamente que sabe, pero sin saber el qué (…) La sabiduría no consiste,
pues, en saber qué cosas sabe uno o qué cosa ignora, sino solamente, por lo que
parece, en saber que uno sabe o que no sabe. Traída la disputa a nuestros
días, bien pudiéramos hablar de esa famosa disparidad de criterios pedagógicos
entre quienes ven necesario aprender a aprender y quienes estiman que es
imprescindible aprender “algo”, pero no es el momento, está claro, de hundirnos
en semejante ciénaga. En definitiva, como concluye Sócrates el
diálogo-tentativa: Yo sigo persuadido de que la sabiduría es un gran bien y de que, si la
posees, eres objeto del favor de los dioses. A cualquier intelector que escoja,
como yo, adentrarse en el bosque dialéctico de los Diálogos de Platón, le llamará la atención, sobre todo, la infinita
disponibilidad para el diálogo de los protagonistas de los mismos, y no solo de
Sócrates; esa actitud admirable de “detenerse”, de sustraerse del flujo
temporal y sus perentorias exigencias y estar abiertos a la investigación
minuciosa de cualquier propuesta, de cualquier sugerencia, de cualquier
afirmación fundada o peregrina que alguien arroja sobre el tablero imaginario
del diálogo para que se practique la más fina vivisección de esas realidades
conceptuales que no siempre acaban siendo desentrañadas claramente por los
debatientes. Es el caso del diálogo Laques
o del valor, en el que se plantea si existe o no una ciencia del valor y si
es capital en la educación de los hijos. Como ya he ido comprobando en los
diálogos leídos, el particular método Socrático, que procede por vía de
aproximación comparativa para ir eliminando antes lo que no es cada concepto
que lo que propiamente es, buena parte del diálogo se emplea en considerar
aspectos que pueden, en principio, parecer marginales pero cuya relación con el
tema central no tarda en ponerse de manifiesto. Como dice Laques, Si ella tuviera algún valor [la ciencia
del valor], no habría pasado inadvertida
a los lacedemonios, cuya vida entera se pasa en estudiar y practicar los
conocimientos y los ejercicios que pueden asegurarles la superioridad en la
guerra. Puede parecernos extemporánea a nuestras preocupaciones habituales
una reflexión acerca del valor, pero recordemos, del Alcibíades, lo que Sócrates considera la mejor formación de los
jóvenes: cuando alcanzan por dos veces
los siete años, entregan al muchacho a los llamados pedagogos reales que son
persas de edad madura elegidos entre los mejores en número de cuatro: uno, como
el más sabio; otro, como el más justo; un tercero, como el más prudente, y por
último, uno considerado como el más valeroso, y tenemos, resumidos, los
valores fundamentales de la perfecta educación: la sabiduría, la justicia, la
prudencia y el valor. En el Laques se
discute acerca de en manos de quién dejar la educación de los hijos y si es
conveniente o no confiarlos a los paidotribos, como propone Sócrates y, en
última instancia, a quienes poseen la verdadera sabiduría. La tendencia a
educar a los hijos según la opinión pública, en vez de hacerlo según la
especialidad de quienes saben, la pone Sócrates en cuestión cuando dice que no
conviene experimentar en cuestiones tan delicadas: Pensad que hacéis una experiencia peligrosa, no en un cario [Equivale,
la expresión “en un cario”, a “conejillo de indias”. Experimentar con un cario, un mercenario, equivalía a
hacerlo con una persona a quien ni se considera, por baja, como persona.], sino en vuestros hijos y en los de
vuestros amigos y procurad entrenaros, como suele decirse, en el oficio del
alfarero, no haciendo un jarrón. Nicias, otro de los intervinientes en el
diálogo, lo deja bien claro: Se hace uno
más prudente para el futuro, si uno está en la disposición, según el precepto
de Solón, de aprender durante toda la vida y de no creer que la vejez por sí
sola nos aporta la sabiduría. La misma idea con la que Sócrates, que no
pudo pagarse las lecciones de los Sofistas, remacha el diálogo amparándose en
Homero: Si alguno de vosotros se sonríe ante la idea de que. A nuestra edad,
podamos aún ir a la escuela, me revestiré de la autoridad de Homero, quien ha
dicho que “la vergüenza es mala cuando va acompañada de la indigencia”. Finalmente, aunque no haya una conclusión
sobre lo que pueda entenderse por el valor, y menos aún si hay una ciencia que
lo estudie específicamente, Sócrates nos
indica que la fortaleza del alma se
confunde a veces con el valor. Idea que recoge Nicias para oponerse a la
concepción popular del valor: los seres a
quienes tú, con el vulgo, llamas valerosos, los llamo yo temerarios, y llamo
valerosos a aquellos que están dotados de reflexión, los únicos de quienes
hablo. Bien está que recojamos, aunque sea una definición de la antítesis
del valor, lo que nos dice Sócrates sobre el temor: el temor
es una espera del mal futuro. Cuando Platón aborda el tema de la amistad,
lo cual hace en Lisis o de la amistad,
es conveniente para el intelector comenzar por el final: Hemos dado un espectáculo bastante ridículo, yo, que soy ya viejo, y
vosotros, hijos míos. Nuestros oyentes, al irse, van a decir de nosotros que,
teniendo la pretensión de ser amigos -y con este título me coloco entre
vosotros-, no hemos sido capaces de descubrir qué es un amigo, y ello
porque en esas palabras de Sócrates se condensa un rasgo de su quehacer
filosófico admirable: no siempre el pensamiento nos lleva a esclarecer el
objeto sobre el que se vierte la reflexión. Y eso ocurre en este caso con la
amistad. Propio de ese vaivén constante del método Socrático es llegar a una
definición que, de repente, deja de tener sentido porque a nuestro filósofo
callejero se le ocurre algo que contradice lo definido y deja a los
conversadores en el punto de partida, o casi: Yo mismo -dice Sócrates a continuación- estaba lleno de alegría, encantado de haber hecho tan buena caza y de
tenerla finalmente en mis manos. Luego, yo no sé cómo, me vino una duda
extraña; sospeché que nuestras conclusiones eran falsas y, lleno de desolación,
exclamé: Lo siento, hijos míos, me temo que nuestro tesoro no exista más que en
nuestro sueño. ¿A continuación de qué? Pues de haber afirmado que lo que ellos quieren decir, según y lo
entiendo, mi querido Lisis, al decir que lo semejante es amigo de lo semejante,
es que no puede existir amistad más que entre los buenos, apoyándose para
defenderlo en Homero: Los poetas son, en efecto, los padres de todo
saber y son nuestros guías: “siempre un dios empuja lo semejante hacia lo
semejante” y se lo da a conocer, y recordar enseguida el juicio de Hesíodo:
“el alfarero odia al alfarero; el rapsoda
odia al rapsoda, y el pobre odia al pobre”
y añadía que esto mismo ocurre con todo; que, por una necesidad
universal, los celos, las querellas y la hostilidad reinan entre las cosas que
más se asemejan, así como reina la amistad entre las más distintas. Parece
que el diálogo se halla, en efecto, en un callejón sin salida, pero por encima
de los pasos dialécticos que siguen los intervinientes, hemos de rescatar la
confesión autobiográfica que Platón va introduciendo en los Diálogos para ofrecernos el más acabado
retrato de su maestro: Desde mi niñez hay
una cosa que he deseado siempre; todo el mundo tiene su pasión: para uno, esta
son los caballos; para otro, los perros; para otros, el oro o los honores. En
cuanto a mí, todos estos objetos me dejan frío; pero, en cambio, deseo
vivamente conseguir amigos, y un buen amigo me complacería mucho más que la
codorniz más bella del mundo, que el más hermosos de los gallos, incluso, ¡por
Zeus!, que el más hermoso de los caballos o de lo perros. Yo creo, ¡por el
perro!, que preferiría un amigo a todos los tesoros de Darío: hasta tal punto
estoy ávido de amistad. El Eutifrón o
de la piedad es un diálogo que se acerca mucho al debate forense, o que lo
toma como pretexto para discurrir sobre qué sea la piedad, lo cual, en una
sociedad tan religiosa como la griega no era tema baladí, sino axial. Al fin y
al cabo, a Sócrates se lo llevó por delante una acusación de impiedad, como se
reconoce al principio de diálogo: Según Sócrates, Melitos, hombre de largos cabellos, de no mucha barba y de nariz corva, dice que
soy algo así como un artífice de dioses, y aduciendo que hago nuevos dioses y
que no creo en los antiguos, lanza contra mí esta acusación. A lo que
Eutifrón le responde: lo comprendo,
Sócrates, y creo que se refiere a esa voz interior que tú dices se deja oír en
ti en toda ocasión. A partir de un caso muy especial, Eutifrón denuncia a
su padre por haber matado arbitrariamente a un esclavo suyo, ganándose la
incomprensión de cuantos lo rodean, incluido el propio Sócrates, con quien, en
ágil diálogo buscan qué sea o deje de ser lo piadoso. Eutifrón pone de relieve,
sin embargo, una de esas típicas contradicciones que alimentaron la depuración del
discurso lógico: Afirmo que es piadoso
eso mismo que yo voy a hacer ahora, pues ya se trate de homicidios, o de robos
sacrílegos, o de cualesquiera otras acciones, la piedad exige el castigo del
culpable, sea este padre, madre u otro individuo que no viene al caso; no hacerlo
es precisamente lo impío. En tal sentido, Sócrates, comprobarás cuál es la
prueba decisiva que yo aduzco de que la ley sea así. Ya la he dado a conocer a
muchos otros: no cabe concesión alguna al impío, sea este quien sea. Pues estos
mismos, los hombres que creen que Zeus es el mejor y el más justo de los
dioses, reconocen que encadenó a su padre que devoraba a sus hijos
injustamente, y que a su vez el padre de este mutiló al suyo por otras cosas
parecidas. Y en cambio se muestran indignados contra mí por el hecho de que
persigo a mi padre por un acto injusto, lo que prueba que se contradicen
consigo mismos al juzgar lo que hacen los dioses y lo que yo hago. La
denuncia de su propio padre, un caso extremo, como advertimos, da pie al
intento, frustrado, de definir la piedad, una definición que parte de la
sumisión a los dioses, según lo establece Eutifrón: Es piadoso, en efecto, lo que resulta grato a los dioses, e impío lo
que no les agrada. Y ya tenemos, rápida como el rayo de Zeus, la perspicaz objeción
socrática: Lo que es piadoso, ¿es aprobado
por los dioses por ser piadoso, o bien es piadoso porque es aprobado por los
dioses?, como técnica definitoria de una personalidad inconfundible y muy
consciente de sí misma: lo que hay de más
notable en mi arte es que soy diestro en él contra mi propia voluntad. Es
interesante siempre en todos los diálogos el movimiento dialéctico que nos
permite ir disolviendo las contradicciones que Sócrates descubre tras cada
afirmación de cualquiera de los participantes en el diálogo. No son
infrecuentes las exclamaciones de desesperación por sentirse enredados en esa
tela de araña que Sócrates tejía para obligar a sus adversarios a desdecirse o
a reconocer las limitaciones de sus asertos. En el asunto de la naturaleza de
la piedad, sin embargo, nada se resuelve, porque el asunto se enmaraña en la
relación que han de mantener los hombres con los dioses, de ahí que Sócrates,
que promete no cejaré en la búsqueda [de
qué sea lo piadoso] hasta que llegue a saberlo, reconviene a Eutifrón por
haber denunciado a su padre basándose en un concepto de la piedad escasamente
fundado: Si no discernías con seguridad
lo que es piadoso de lo que no lo es, no hay razón para que hubieses lanzado la
acusación de homicidio contra tu anciano padre, por culpa de un hombre a sueldo
Y habrías debido contar, por el contrario, con el temor a los dioses para no
verte expuesto a no obrar rectamente, así como con el debido respeto, a la
opinión de los hombres. Al fin y al cabo, frente a la endeble concepción de
lo piadoso que defiende Eutifrón, Sócrates tiene claro que, de ajustarse a lo
que defiende su interlocutor, la piedad
se convertiría en una técnica comercial que regulase los intercambios entre los
dioses y los hombres. Hemos de recordar, a propósito del Eutifrón, sin embargo, la fama de venado que tenía este entre los atenienses. Eutifrón se presentaba así mismo como un ser inspirado por los dioses y, al mismo tiempo, como un doctor en materias religiosas. El ataque de Sócrates, pues, coincide con el sentir mayoritario de los atenienses. Tengo tan aburridos a los imposibles intelectores que
se sumen a este viaje mío a través de Platón, que me da un sí sé qué de
defraudarles con una visión hipersuperficial de uno de los grandes diálogos
platónicos, el Gorgias o de la retórica,
al que solo puede hacérsele justicia siguiendo esa lucha socrática contra tres
adversarios de diferente entidad: Gorgias, Polo y Calicles, razonamiento a
razonamiento, porque la habilidad que exhibe Sócrates para desenmascarar a los
sofistas en este diálogo torrencial va más allá de lo que yo pueda resumir en
dos o tres intervenciones. El asunto capital, en todo caso, sería la debelación
de los sofistas, encabezados por la elegancia discursiva de Gorgias y
continuados por la intemperancia de dos fanáticos como Polo y Calicles, quienes
incluso llegan a recurrir al insulto para intentar contrarrestar el carácter apodíctico
del razonamiento socrático. Parte del tono “bronco” del diálogo ha de
entenderse en el contexto de ser el Gorgias
un diálogo combativo contra un libelo de Polícrates que intentaba reverdecer
entre los atenienses el rencor hacia Sócrates. Puesto Gorgias en la tesitura de
decir cuál es para él el mayor bien, después de haberle recordado Sócrates una
canción de banquetes en la que se recuerda que tres cosas hay en la vida:
salud, dinero y amor, o, en sus palabras: Creo
que no me equivoco al pensar que tú has oído en los banquetes aquella canción
en la cual se hace una enumeración y se dice que el bien más precioso consiste
en disfrutar de la salud, que el segundo es haber nacido hermoso y el tercero,
como dice el autor de la canción, adquirir riquezas sin cometer fraude; el
retórico siciliano, que tanto éxito obtuvo por su elocuencia en Atenas, le
responde que lo que es verdaderamente,
Sócrates, el bien mayor; algo que, al propio tiempo que es causa de la
independencia de los que la poseen, permite a estos tener autoridad sobre los
restantes ciudadanos en su ciudad.(…) Me refiero al hecho de poder persuadir
mediante el discurso, hablando ante un tribunal, a los jueces; en el
Consistorio, a los miembros del Consejo, en la Asamblea popular, a los miembros
de la misma y, en fin, en cualquier reunión de trascendencia ciudadana, a los
que asisten a ella. Es de tal naturaleza la fe de Gorgias en su maestría
retórica que enseguida trasluce un entusiasmo propio de quien se sabe en
disposición de un poder magnífico e incomparable: ¡Si tú supieras, Sócrates! ¡Si supieras que en cierto modo tiene en sus
manos la retórica todos los poderes! (…) En efecto, no existe asunto alguno
acerca del cual no pueda hablar con más persuasión ante una muchedumbre el
hombre elocuente que el de cualquier profesión. Tan grande y de tal condición
es el poder de ese arte. Ahora bien, una vez que Sócrates discrimina el
tipo de audiencia a quienes se dirige, “los que no saben”: al decir “ante una muchedumbre” ¿quieres decir “ante los que no saben”?
Pues ante los que saben no será más persuasivo que el médico, creo yo y
constatar la esencia que lo caracteriza:
el arte oratoria no necesita en absoluto
tener un conocimiento profundo de las cosas; le basta con haber encontrado un
medio de persuasión que le ermita aparecer ante los ignorante como más sabio
que los realmente sabios, Gorgias concluye con una declaración de fe en el
embaucamiento profesional: pues bien,
Sócrates: ¿no es grande la comodidad que supone el no quedar por debajo de los
hombres de ninguna profesión sin haber aprendido todas, sino una sola, que es
la retórica? Contra lo que va a luchar Sócrates inmediatamente es contra la
idea de que la sofística o la retórica sean un arte: adquisición experimental o rutinaria de un modo de producir cierto
encanto y placer, la llama, añadiendo que la adulación constituye lo más
importante de ella. Enfrentado posteriormente a Polo y a Calicles a cara de
perro, el diálogo continúa hasta llegar a la intervención de Calicles en que
defiende avant la lettre la teoría
nietzscheana del superhombre y la doble moral de los señores y de los esclavos:
en mi opinión son los hombres débiles y
la masa los que establecen las leyes. (…) A mi entender la misma naturaleza
demuestra que es justo que el que vale más tenga más que su inferior, y el más
capaz que el más incapaz. Pero lo que sorprenderá al intelector es la descalificación
de la práctica filósofica en las personas adultas que defiende Calicles: la filosofía es ciertamente, amigo Sócrates,
una ocupación grata, si uno se dedica a ella con mesura en los años juveniles;
pero cuando se atienda a ella más tiempo del debido, es la ruina de los
hombres. (…) Cuando veo la filosofía en
un jovencito, me complazco, me parece que le cuadra, y estimo que ese hombre es
de condición libre, y si, por el contrario, no presta atención a la filosofía,
considero que es un hombre servil y que jamás deberá considerarse digno de nada
bello ni grande. Mas cuando veo que un hombre entrado en años filosofa y no
desiste de ello, encuentro que necesita que le golpeen, amigo Sócrates. Casi
podríamos concluir que, al decir de Calicles, Grecia no es país para viejos…filósofos. Sócrates, sin embargo, no duda en
conducir el diálogo hacia un terreno que le es favorable, el de la ética y el
de la aspiración al bien y a lo justo. Según Sócrates, el hombre que no es idóneo para la vida en común no puede contar con la
amistad. Dicen los sabios, amigo Calicles, que la sociabilidad, la amistad, el
buen orden, la prudencia y la justicia mantienen unidos cielo y tierra, dioses
y hombres, y por esa razón llaman “cosmos” (orden) a todo ese conjunto, y no
desorden ni intemperancia, y no tarda nada en meter el dedo en la llaga del
herida del sofista: ¿hay alguien que
habiendo sido antes malvado, injusto, intemperante e insensato, se haya
convertido en hombre honesto merced a Calicles, sea extranjero o ciudadano de
Atenas, esclavo o libre? (…) ¿A qué hombre dirás haber hecho mejor gracias a tu
trato? ¿Cómo no te atreves a responder si realmente tienes en tu haber alguna
obra de ese género de cuando aún eras un particular antes de iniciar tu
actuación política? A lo que Calicles solo responde con una lamentación de
derrotado: pendenciero eres, Sócrates.
Insisto en que me entristece la superficialidad con que pretendo inducir al
intelector a acudir raudo a la lectura de estos diálogos tan jugosos,
entretenidos, sabrosos e instructivos, pero a medida que voy sumando las
lecturas más cuenta me voy dando del disparate que cometo. Ni siquiera sé si el
entusiasmo de la buena intención -pavimentadora infernal- será capaz de
absolverme o disculparme. El Menexeno o
la oración fúnebre parece un ejercicio paródico del género del discurso
fúnebre con motivo de las exequias de los héroes caídos en combate en defensa
de Atenas. De hecho, el discurso de Aspasia, supuesta maestra de Sócrates, es
recordado íntegramente por su discípulo, lo cual es ya, de por sí, una buena
burla de aquella especialidad retórica alimentada de lugares comunes. Con todo,
y a pesar de esa intención burlesca, hay no pocas ideas y juicios en el texto
que, al margen de su condición tópica, siquiera sea por su manera de
enunciación, merecen ser rescatados, a mi modesto entender. Sócrates se burla
del país de los bienaventurados en que le hacen vivir los oradores de dicho
género, mientras le duran los efectos dl bello discurso emotivo, pero aun a
pesar de esa actitud es evidente que ciertos tópicos merecen ser recordados.
Dejo fuera lo que tenía previsto y me centro en uno, el principal, el del
precepto délfico: la máxima “nada en
demasía” posee una antigua reputación de exactitud; y es porque es
efectivamente exacto. El hombre que hace depender de sí mismo todas las
condiciones capaces de conducir a la felicidad o a lo que se le acerca, sin
hacerlo depender de otros, cuyos éxitos o reveses condenarían a su propia
suerte a ir a la deriva, ese tal se ha preparado la mejor vida; este es el
hombre sabio, el hombre de pro, el hombre sensato; tanto si consigue riquezas o
hijos como si los ve desaparecer, él es quien obedecerá plenamente a la máxima:
él no mostrará ni alegría ni dolor excesivos, porque no confía más que en sí
mismo. Vuelvo en breve…