El
género que sale del armario: *Canonicación
del aforismo. (II)
En esta segunda entrega de la calurosa
acogida crítica a Pensar por lo breve
quiero centrarme en lo que los posibles lectores de la entrega anterior habrán
echado de menos: los 2.549 (salvo error u omisión) aforismos de la antología y
el análisis de los mismos, juicio crítico incluido, a pesar de los pesares.
Acabé el texto anterior agradeciéndole a José Ramón González que me hubiera
dado la oportunidad de reflexionar de nuevo sobre ciertos aspectos de la aforística,
algunos de ellos obvios; los otros, nuevos. Entre los obvios estaba la
valoración de la disposición formal de los aforismos en el espacio de la
página, porque se trata de un género en el que la brevedad, además de ser
fundamento básico del mismo, exige la parvedad: pocos han de ser, y suficientemente oreados, los aforismos que
compongan un volumen. Eugenio Trías, en La
dispersión, señalaba con
clarividente intuición que el espacio que
separa un aforismo de otro es una invitación a olvidar, lo que representa
una visión del género que se acerca más a la poesía que a la reflexión
filosófica. El espacio en blanco no es un marco del aforismo, sino su razón de
ser: el aforismo surge del silencio, como un abracadabra etimológico –y pragmatista–:
“Creo lo que digo”, aunque otras versiones nos lo traducen como “Envía tu rayo
hasta la palabra”o “Envía tu rayo hasta la muerte”; y busca precipitarse en él, a fuerza de
contención expresiva. No afecta, sin embargo, ese principio compositivo, a las
antologías, como, por la muestra, es evidente que sucede; pero, y de ahí la
abundancia de editoriales “independientes” que los publican, los libros de
aforismos requieren esa generosidad tempo/espacial de la que ya henos hablado.
El hecho de que tantos libros de aforismos hayan aparecido en editoriales de
corto radio de alcance social indica bien a las claras que estamos ante lo que podríamos
llamar la pariente pobre de los géneros, por delante de la poesía, que hasta
ahora se llevaba la gloria de ser la “palabra esencial” y sus creadores la de
ser la encarnación de “la voz de la tribu”. Aún está por ver la dimensión socioliteraria que
acabarán teniendo los cultivadores de este género aforístico que cada día que pasa gana
más adeptos, si bien no está de más consignar aquí que se trata de un dominio
literario en el que algunos poetas se mueven con envidiable soltura y en el que
algunos pensadores reconocidos naufragan aparatosamente: no se hizo el aforismo para la boca del rumiante…, podríamos decir,
sin ánimo ofensivo, lo cual prueba, por si hiciera falta prueba alguna, que el
aforismo es siempre algo más que mero pensamiento y algo distinto de la pura
lírica o el travieso juego lúdico. De todas maneras, una muestra tan extensa
como la presente peca, quizá, de esa afición a la “física de los grandes
números” que fácilmente se cuela de rondón en el mundo de la aforística, como
lo exhiben algunas infames páginas de internet: 20.000 aforismos, 25.000
refranes, 30.000 proverbios, publicitan: ¡el saber universal a un clic de
ratón! Si una de las más famosas colecciones
de aforismo, el Viking Book of Aphorisms
no pasa de los 3.000, contando la historia universal del género, es evidente
que en una entrega de la magnitud de la presente haría falta una poda
extraordinaria para reducir a sus justos términos la producción aforística
memorable –una de las condiciones del aforismo, según Carlos Marzal: No hay
nadie tan idiota como para no ser capaz de escribir un aforismo memorable –
y relegible, porque es necesario distinguir, en primer lugar, entre los
aforismos rutinarios y los que marcan la ruta del género como faros que los principiantes toman como punto de referencia.
Entre los nuevos aspectos de la
aforística sobre los que esta antología me ha movido a reflexionar está lo que,
al final, se ha convertido en el primer intento de clasificación retórica de los mismos, un proceso
que he llevado a cabo aprovechando tan generosa oportunidad como la de esta
publicación. Se trata de un afán taxonómico que me ha permitido, por ese bonito juego de la inclusión y la
exclusión, fijar las líneas básicas de la producción aforística que se recoge
en la antología, lo que, per se,
equivale a disponer de una suerte de mapa mediante el que recorrer los
principales parajes aforísticos de nuestro noviviejo género ahora remozado. No
se trata, por supuesto, de nada definitivo, pero creo que todos los avances que
puedan hacerse en este terreno, aún por desbrozar, de la consolidación del
nuevo género de la Aforística habrán de ser tenidos en cuenta.
La distribución de la cuota por
autores no revela, en principio, sino las afinidades electivas del compilador,
como se aprecia por el hecho de que Fernando Menéndez sea el autor con más obra
recogida, seguido por Ramón Eder, Dionisia García, Jordi Doce, Juan Varo y
Vicente Núñez. En un segundo grupo vendrían autores como Carlos Marzal, José
Luis Gallero, Luis Felipe comendador, Rafael Gonzalo Verdugo, Ángel de Frutos
Salvador y Andrés Ortiz-Osés. En un tercero, Eugenio Trías, Carlos Edmundo de
Ory, Ángel Guinda, Rafael Argullol, Luis Valdesueiro y, después de estos grupos, apenas habría ya diferencia entre los
restantes. Esta contabilidad en modo alguno tiene nada que ver con la posible
calidad de los aforismos recogidos, porque dentro de un mismo autor no es
infrecuente que haya notables abismos de calidad entre unos y otros aforismos,
algo que solo se justifica desde el punto de vista de la paternidad. Esos
desniveles cualitativos quizás tengan que ver con el carácter intuitivo del
género, con esa naturaleza de hallazgo
feliz, completamente ajeno al
método, algo que es consustancial al aforismo. Cuando se tiende la
plantilla para escribir una aforismo es cuando se queda uno plantado fuera del
género, y se trata de una tentación a la que ningún aforista parece hurtarse, a
juzgar por lo leído.
Bien, no demoremos más el inicio
del análisis que había prometido. He clasificado 366 aforismos, lo que
equivale, aproximadamente, a un 14% del total. No es una base de datos
espectacular, pero nos permitirá tener una idea aproximada de lo que el lector
se encontrará en el volumen. Por otro lado, tampoco quiero excederme de las mil
palabras del derecho de cita que gentilmente están obligados a ceder los dueños
del copyright de la obra.
El primer grupo de aforismos que
hemos de considerar es el que denomino Parodiásticos,
de los cuales lo mejor que puede decirse es que constituyen un diálogo vivo con
la tradición, aunque no siempre la réplica está a la altura del interlocutor.
Se trata de aforismos que toman como pie no forzado referencias literarias,
filosóficas o literarias de dominio común, al menos para los buenos lectores:
Ángel Crespo: Ser y no ser: he aquí el poema.
Ramón Eder: Uno no puede ahogarse dos veces en el mismo río.
Rafael Marín: La cópula del Sueño y la Razón engendra
monstruos.
Miguel Ángel Arcas: Cuando desperté, mi soledad todavía estaba allí.
Juan Varo Zafra: Misantropía, dame el
nombre exacto de las cosas.
El segundo grupo en orden de
importancia numérica es el que denomino Paradoxales,
por constituir la paradoja uno de los recursos constructivos fundamentales del
género aforístico, dado el carácter
transgresor y desubicador del discurso aforístico. La paradoja desconcierta y
desorienta al lector, y le fuerza a recomponer el sentido del aforismo desde su
propia lectura y nivel de comprensión:
Jordi Doce: No basta con tener razón. Hay que aparentar no tenerla.
Enrique Baltanás: Soy como el árbol, fiel a sus raíces,
continuamente alejándose de ellas.
Vicente Núñez: ¿Quién está libre de ser esclavo?
Ángel Guinda: La poesía es una pregunta a todas las
respuestas.
Ricardo Martínez Conde: Escribe como duda, con la misma convicción.
El tercer grupo es el de los Metaforismos, exigencia de cualquier
género, que acaba indefectiblemente
interrogándose por su naturaleza y sus límites, como ha hecho la novela
con Cervantes, el teatro con Pirandello o la poesía con Bécquer:
Andrés Ortiz-Osés:
El aforismo no es un lenguaje limitado
sino lenguaje-límite: limita con el silencio del sentido.
Manuel Neila: Lo que dice un aforismo es la punta de un
iceberg cuya parte sumergida corresponde a lo que sugiere.
Fernando Menéndez: Los aforismos son relámpagos del
pensamiento.
Luis Valdesueiro: Arte aforística: concreción y belleza.
Erika Martínez: Todo aforismo exige su refutación.
El cuarto grupo es el de las Greguerías. Ramón se empeñó toda su
vida en deslindar la greguería del aforismo, pero no triunfó en el empeño: Tampoco es aforística la greguería. Lo
aforístico es enfático y dictaminador. No soy un aforista. Reprochaba al
aforismo su sequedad sentenciosa, tan próxima a la máxima, y su falta de humor.
En su momento pudo tener algún sentido el intento diferenciador. Las nuevas
generaciones son conscientes de que “aforismo” es, hoy en día, marbete que
acoge también, con feliz entusiasmo risueño, las amables greguerías de toda la
vida:
Rafael Pérez Estrada: Con el ángel caído empieza la gravedad.
Ramón Andrés: Cebo de los creyentes, la eternidad.
Miguel Ángel Arcas: ¿Cuál es el sueño de un barco? / ¿Navegar o llegar a puerto?
Lorenzo Oliván: Sólo quien vuela bien alto consigue darle
esquinazo a su sombra.
Carlos R. Pavon: El protocolo es la
moral de los mediocres.
El quinto grupo, y lamento que
haya quinto malo, es el de los aforismos a los que he llamados Aforemnes o Prosopopéyicos, uno de los más tristes paisajes que nos muestra el
aforismo de cualquier época, porque traslucen el engolamiento, el envaramiento,
la pomposidad vana de la afectación que con ajustada expresión criticaba
Cervantes: Llaneza, muchacho, no te
encumbres, que toda afectación es mala... Monterroso, por su parte –y hasta
por su porte…– nos dejó un texto definitivo sobre la “falsa solemnidad” al que
remito a quien quiera entender el porqué de la afectación que lastra con el
enorme peso de la pedantería tantos y tantos aforismos de los que apenas
ofrezco esta expresiva docena más que adocenada. Bien podría haberles llamado también
Coturnales, por aquello de las ínfulas de los cómicos de la farándula, pero
quédense en Aforemnes, que expresa ceñidamente la pomposa cojera de que hacen
gala:
Rafael Argullol: Sólo somos
auténticamente libres cuando olvidamos que formamos parte de la rutina de la
eternidad.
Rafael Argullol: La entera
civilización occidental es una respuesta a la soledad.
Antonio Fernández Molina: Vivir
conversaciones donde no suenen los vocablos.
Antonio Fernández Molina: Cruzar
un poema lleno de espinas.
Dionisia García: El tiempo no pasa
por los escritores altos.
Ricardo Martínez Conde: ¡La
consumación de las estaciones nos trae el entendimiento de la lentitud!
Fernando Menéndez: En el corazón,
florecen laberintos.
Luis Felipe Comendador: Sé que mis
versos son efímeros a pesar de la inmortalidad que los madura.
Rafael Gonzalo Verdugo: llevo en
mi corazón la estela de todos los mundos que fracasaron.
Juan Varo Zafra: A lo más profundo
ladra la nada.
Carmen Camacho: Yo estoy hecha de
derribos.
Ricardo Martínez Conde: ¡Tardes de
invierno, cuadernos en blanco que intimidan!
El sexto grupo es el de los denominados
Aforobvios, pariente cercano del
quinto grupo y producto de ese ensimismamiento intuitivo que, de repente,
producto del mismo fulgor, nos deja ciegos para impedirnos reconocer que hemos
caído en la obviedad más chata del mundo. Nadie está exento de no ver lo obvio,
pero lo que en un político forma parte de su ADN, en un aforista es pecado
imperdonable:
Dionisia García: Residimos,
fundamentalmente, en nosotros mismos.
Ricardo Martínez Conde: ¡Todo
viaje es hacia el final!
Álvaro Salvador: El horror merodea
constantemente, el horror no descansa.
Miguel Ángel Arcas: La mediocridad
no afecta sólo a los mediocres.
Rafael Gonzalo Verdugo: Los
obstáculos del camino forman parte del camino.
El
séptimo grupo lo forman los aforismos a los que denomino Apodícticos, que tampoco andan muy lejos de los dos grupos
anteriores, aunque aspiran a emparentar directamente con la sentencia y la
máxima por su impersonalidad y pretendida universalidad. En el marco de esta
reflexión retórica sobre el aforismo, he llegado a pensar que la figura
retórica más íntimamente emparentada con él es el Epifonema, del que el aforismo constituiría, a su vez, una sinécdoque. El carácter concluyente del
epifonema, la virtud de rúbrica brillante y persuasiva de un razonamiento -los fúlmina
in cláusula de la epigramática- lo comparte con el aforismo, que alude a un
discurso de innecesaria pero inexcusable enunciación:
Fernando Menéndez: Un pensamiento no depende de su belleza sino de sus axiomas.
José Luis Gallero: Sólo quien no logra nada –y mientras no logra nada– aprende.
Andrés Trapiello:
el hombre sagaz siempre es oblicuo.
Mario Pérez Antolín: Emocionar como un poeta, contar como un novelista, pensar como un
filósofo y, sobre todo, callar como un cartujo.
Pablo Miravet:
El destino miente, el carácter somete.
El octavo grupo lo forman los
aforismos que hacen bueno el de Samuel Johnson: El infierno está empedrado de
buenas intenciones (que otros atribuyen, por cierto, a San Bernardo
de Claraval), y a los que denomino Homiléticos,
en congruencia con la actitud y la intención de quienes los escriben y sin desmerecer,
¡hasta ahí podríamos llegar!, el talante filantrópico que anima a sus creadores,
por supuesto. Como expresión del pensamiento destilado, quintaesenciado, el
aforismo puede sufrir también el contagio de la predicación y confundir juicios
subjetivos con verdades o dogmas:
Castilla del Pino: No hagas el mal
porque te lo haces.
Rafael Argullol: En los días de
soledad debemos ir a la caza de lo mejor de nosotros mismos.
Fernando Aramburu: La gramática
civiliza.
Jordi Doce: No esgrimas tu
sinceridad como un arma.
Andrés Neuman: Nuestra fuerza
radica en la honestidad de nuestros límites.
A partir del noveno grupo, los Calambúricos:
Ángel Guinda: Estilo: este hilo de
voz que con la vida enhebro.
Ángel de Frutos Salvador: Haz
hablar al azar.
Rafael Gonzalo Verdugo: Estética:
Estilo de la ética.
nos adentramos en el conocido terreno de
recursos formales propios del género, como el de los Paronímicos:
Cristóbal Serra: Quieras o no: la Revolución francesa es hito y también
hiato.
Andrés Ortiz-Osés: Las identidades
cerradas son cerriles.
Álvaro Salvador: Cretinos y
discretos tienen los mismos deseos.
el de los Paradiastólicos:
Castilla del Pino: Lo indescifrado
es un problema, no un misterio.
Ángel Crespo: El diablo sabe pero
no entiende.
José Luis Gallero: Lo grande exige
ambición; lo pequeño, audacia.
Juan Varo Zafra: Sencillo, a
veces; simple, jamás.
el de los Derivativos:
Guillermo Puerto: Existió sin ser:
fue sido.
Álvaro Salvador: El seductor,
cuando seduce, se disfraza de seducido.
Luis Valdesueiro: Unas palabras
hieren, otras son la herida.
Juan Varo Zafra: Nunca fuimos lo
que éramos.
y el de los Quiásmicos:
Luis Valdesueiro: Hablar hacia
dentro, callar hacia fuera.
Luis Felipe Comendador: El cielo
de un poeta es su silencio. El infierno, la palabra.
Andrés Ortiz-Osés: Simplificar lo
complejo para poder vivirlo, y complejizar lo simple para poder revivirlo.
Finalmente,
quiero ofrecer una brevísima muestra de otros procedimientos que forman parte
del arsenal de recursos utilizados por los aforistas y que todos los lectores
distinguen a simple vista, no sólo por su carácter fijo, casi de matriz –El aforismo es lengua matriz de la intuición,
me permití formular, modestamente, en su momento–, sino también porque su
existencia es una prueba inequívoca de que hacen, los aventureros lectores, una
lectura genérica adecuada, lo que les permite moverse con mayor confianza en y
entre los textos aforísticos. Saberse en
el ámbito inequívoco de un género satisface buena parte de las expectativas del
lector, si bien es parte intrínseca de lo literario forzar esas expectativa
para llevar a los lectores más allá de la comodidad genérica, hacia la
incertidumbre y el fértil desasosiego consiguiente. No es mi intención agotar
la catalogación de los recursos formales usados en la construcción de los
aforismos, pero quedaría bastante cojo este intento taxonómico si no
aparecieran los siguientes:
Bucléicos:
Rafael Gonzalo Verdugo: Poeta: Escritor de poesías que inventan al poeta que las escribe.
Neológicos:
Carlos Edmundo de Ory: Todo suicida es existicida.
Carlos Edmundo de Ory: Soy un sabelonada.
Toposales:
Cristóbal Serra:
Refulgente es la memez, y la agudeza, tan difícil de descubrir como aguja en
pajar.
Jordi Doce:
Nadie menciona el miedo, mucho más común, a lo conocido.
Jordi Doce:
¿Y la insatisfacción del deber cumplido?
y
Sinestésicos:
Antonio Fernández Molina: El letal olor de la estupidez.
No le habrá pasado desapercibido al lector atento
que un buen número de los aforismos catalogados pueden pertenecer a dos o más de los grupos propuestos, porque es característico
del género de la quintaesencia tener ese espíritu sincrético. Así pues, la
inclusión en uno o en otro atiende a lo que podríamos llamar rasgo dominante
del aforismo, elección que cae de lleno en ese casi obligado e ineludible margen de subjetividad con que han de hacerse
estas taxonomías.
He
querido dejar para la conclusión de esta presentación crítica el comentario
sobre el criterio de selección del corpus aforístico seguido por José Ramón
González, puesto que plantea un curioso problema genérico y canónico que
convendría resolver para unificar criterios entre lectores y, sobre todo,
estudiosos de la lacónica materia. Ha sido voluntad inicial del antólogo la de
incluir en la antología aforismos pertenecientes a obras publicadas como
volúmenes dedicados exclusivamente al aforismo, y ello se cumple en la mayoría
de los casos. En los casos en que no sucede así, el autor justifica la
inclusión de un corpus de aforismos extraídos de algunos libros, frecuentemente
de naturaleza genérica inclasificable, próximos a las Silvas de varia lección,
por el valor intrínseco de los tales, en condición de estricta igualdad con
los concebidos tradicionalmente como
tales. ¿Es genéricamente legítimo
dicho proceder? Aceptarlo supone, a mi parecer, concebir el aforismo como un
texto específico e independiente que puede aparecer en cualquier contexto con
idéntico valor, de modo que, extraído de esos contextos ajenos al tradicional libro
de aforismos de autor, pueda formar parte de uno que no ha sido concebido como
tal por autor alguno, sino por el antólogo de turno. Es evidente que la figura
del editor en este género cumple un papel de primera importancia, porque en
comparación con la publicación habitual de los aforismos en voluminosas
antologías, han sido, hasta hace poco, relativamente escasas las obras
concebidas por sus autores con una distribución inmodificable y no aleatoria de
los aforismos, de acuerdo con el criterio organizador de su autor. Se trata de
una cuestión abierta a muchas interpretaciones, porque, en relación con el
canon, según se conciba el género, podrían, y acaso deberían, reeditarse los
aforismos machadianos, por ejemplo, para formar un solo volumen unitario,
desgajándolos de su pertenencia a libros concebidos como obra acabada por el
poeta, como es el caso de Campos de
Castilla y Nuevas canciones, si
bien no pocos de esos aforismos se publicaron de forma independiente en la
prensa, lo que abonaría la opción de la concepción del aforismo como un texto
específico no ligado ni necesaria ni genéticamente al contexto en el que
aparece. Diferente es, me parece, el caso de los aforismos extraídos de obras a las que están ligados como parte
esencial del texto, cual es el caso de los volúmenes tradicionales de aforismos
extraídos de las obras de grandes autores: Cervantes, Shakespeare, Goethe, etc.
Aquí lo dejo. Como se advierte, la Aforística es un nuevo género lleno de
atractivas cuestiones pendientes de ser resueltas, siquiera sea de forma
provisional. En ello estamos. En ello está José Ramón González y prueba
evidente de tan noble, apasionada e inteligente dedicación es esta antología, Pensar por lo breve, que bien podría
haber llevado por subtítulos Emocionar
por lo intenso y Deslumbrar por lo lúcido.