domingo, 30 de diciembre de 2012

Holy motors: Las metamorfosis de Ulises





Motor, cámara, ¡ acción!

Si sales de la sala sin atreverte a asentir y guardando memoria estremecida, al incorporarte al tráfico humano y mecánico de la calle, de cuanto ha sucedido en la pantalla y en ti; si lo que acabas de ver te ha, literalmente, arrebatado el mismo de tu ti mismo para cuartearlo, sumirte en el desconcierto desmembrado más absoluto y obligarte a dolorosas labores de reunificación, entonces acabas de ver Holy motors, una experiencia, una película, no el adocenado puñado de secuencias almibaradas que reciben también, injustamente, el mismo nombre y que paradójicamente okupan, con el beneplácito de los modorros, las salas de cine del mundo entero.
Holy motors es hija de una tradición que nos sirve a los espectadores para comprender, desde su genealogía, el contexto del que emerge  su ambiciosa pluralidad de significados y/o provocaciones. No es propiamente una película para cinéfilos, como no lo son El árbol de la vida, Anticristo, Bailar en la oscuridad o Crash, y sí lo fueron, en su día La Bête o Gotto, l’ile de l’amour; pero es difícil ver la película sin una mirada educada en esa tradición que la exige, la educación. No es menos cierto, por otro lado, que a menudo hemos visto mucho gato famélico y fatamorgánico en la pantalla, porque la pereza y la incongruencia, más la ceguera inducida por cinco imágenes supuestamente deslumbrantes, aspiran a independizarse de la tradición sin darse cuenta de que rodean, más ruedan, el vacío del gesto insignificante, pretencioso.
Es probable que el rechazo con que algunos responden a la compleja interpelación de la película sea una estrategia defensiva para evitar los daños que nos inflige su contemplacion. ¿A quién le gusta que le cuestionen el yo y le revelen que no es sino una máscara, la vieja per-sona(re) del gran teatro del mundo que cualquiera puede llevar por nosotros, incluso con mayor espontaneidad y propiedad, con un proceder genuino de infinita mayor capacidad persuasiva? Ahí está, para demostrarlo, la intensidad emocional del mundo de representación cinematográfico que es, en esencia, al eficaz modo televisivo cinematográfico de El show de Truman, Holy motors: somos los roles programados que representamos, y en los efímeros momentos de transición no tenemos tiempo sino para ajustarnos, con exquisita profesionalidad, al decoro del siguiente reto interpretativo.
Hay, sin duda un sólido discurso deconstructivo en el que se apoya una historia tan excesiva y magnifica como la de Holy motors, pero las nueve vidas del increíble actor que nos retrotrae a las metamorfosis ovidianas bien pueden considerarse individualmente como las no menos antiguas tranches de vie del venerable naturalismo o, a su extraña manera, el estimulante object trouvé del surrealismo eclesiástico. En ninguna de las nueve historias halla reposo el espectador para su tensión inmóvil, porque Holy motors es una de esas películas que te empuja los riñones contra el respaldo y dibuja la máxima crispación en el ángulo recto de las piernas dobladas. La mirada, mientras, asiste, devastada, a la barroca, y a la vez sutil, avalancha de imágenes de imperecedero recuerdo, como el deslumbrante encuentro erótico, en la fábrica, de los pseudoninjas estrellados, una coreografía y puesta en escena a la altura de las mejores de Pina Bausch; o la soberbia e impactante revisión de la bella y la bestia.
Para este espectador, singular y plural al tiempo, como el impecable actor que, ya fatigado por los muchos años de trabajo, intenta superarse profesionalmente, a costa de su propia salud, hay en la película una salida llena de ambigüedad, ternura y desolación que tengo por uno de los momentos cumbre de la película, si ello es posible dada el extraordinario nivel de interés de todos los trabajos que ha protagonizar. Me refiero al encuentro fortuito y efímero con quien fue su mujer cuando ésta, actriz como él, va camino, en su santa cabalgadura, de representar el último vuelo de una azafata en un edificio en ruinas de nombre transparente: Samaritaine.
De las ruinas de la civilización del consumo no puede uno viajar sino hacia la muerte definitiva o hacia un nuevo comienzo de la especie, como nos indica en paradoja kafkiana el intrigante final de la película.
Por otra parte, para los amantes de la reflexión psicológica habrá sido toda una revelación la salida en que el asesino se asesina a sí mismo, en su doble perfecto: una muestra especular y sanguinaria llena de sugerencias sobre lo real y su doble, sobre el cuerpo y la sombra, sobre el yo y el superyó en su incesante lucha sin tregua posible.
Acaso haya quienes lean la película en clave fantástica, y para quienes holy motors tenga incluso una connotación religiosa, pero ha de recordarse que la película arranca accediendo el protagonista  a la representación filmada a través de un bosque por el que  se interna al modo inequívoco de la quest del ciclo artúrico en plena naturaleza contemporánea: subido a su montura –camerino del montaje en el que actúa-, deshace entuertos y agravios, aporta seguridad a quienes carecen de ella y le da sentido a existencias que se contemplan en sus representaciones del modo fantasmal y aséptico como la audiencia del cine está separada de la vida que se proyecta en las pantallas.
Acaso la palabra que resuma mi experiencia sea desasosiego, tan amada por mí, con el añadido de la orfandad emocional que conlleva. La conclusión, sin embargo, de este acto biográfico no es otro que repetirlo, que volver a vivirlo, mitológicamente, para hallar en los detalles inadvertidos de la película, algunas imágenes que nos permitan reconstruir el móvil, o los móviles de tan ulisiana película, si los hay.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Elías Canetti: el arte de la breviografía.

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 Canetti en sus Apuntes.

               Sin pecar por exceso, bien puede decirse que la autoficción, y en menor medida la autobiografía, serán los géneros literarios del siglo XXI, frente al predominio que la novela tradicional y experimental, desde Tolstoi a Joyce, tuvo en el XIX y en el XX. Junto a ellas, va abriéndose paso un nuevo género, la aforística, cuya dimensión biográfica –la expresión compleja de lo que podríamos llamar la Breviografía de quienes la cultivan– es evidente y no requiere ulteriores demostraciones.
Desde la consolidación romántica del discurso fragmentario con la aparición de Polen, de Novalis, hasta nuestros días, cuando no hay nadie, de cuantos se precian de pertenecer a la desconcertada República de las Letras, que no presuma de haber escrito y publicado un libro de aforismos, con mayor o menor fortuna, este nuevo género de la aforística, que acoge dentro de él formas muy variadas, desde el apunte hasta textos propiamente filosóficos, como los de Wittgenstein, tiene una vertiente autobiográfica que pretendo destacar a partir de los Apuntes de Elías Canetti (Fiel retoño alemán de la literatura española, como él se define en esos Apuntes que no dejó nunca de escribir desde que inició la redacción de su opera magna: Masa y poder. Canetti, por otro lado, es transcripción sefardí de Cañete, pueblo de Cuenca donde le nombraron hijo adoptivo, por ser la cuna de su familia), de los que hay una magnífica edición reciente en Debolsillo, edición de Ignacio Echevarría y traducción de Cristina García Ohirich, Genoveva Dieterich, Juan José del Solar y Beatriz Galán.
A lo largo de los 36 años que duró su dedicación a Masa y poder, Canetti frecuentó los apuntes, casi como un terapia de oxigenación que lo apartara de su obsesiva tarea. Andando el tiempo, sin embargo, acabaron convirtiéndose, acaso, en una obra tan o más importante que la propia Masa y poder o los dos volúmenes de su autobiografía, a los que los apuntes no refutan ni corrigen, sino que complementan. En La antorcha al oído,  segundo de sus volúmenes autobiográficos, después de La lengua absuelta, Canetti describe la fulguración intuitiva que le llevó a embarcarse en su magno proyecto flaubertiano: Esta iluminación, que tan claramente recuerdo, tuvo lugar en la Alsrstrasse. Era de noche; me llamó la atención el reflejo rojizo de la ciudad en el cielo, que iba mirando con la cabeza erguida. Al caminar despreocupadamente tropecé varias veces, y en uno de esos traspiés, con la cabeza vuelta hacia arriba y el cielo rojo –que en realidad no me gustaba nada– ante mis ojos, me vino la idea de que había un instinto de masa en permanente oposición al instinto individualista, y que la lucha de ambos permitía explicar el curso de la historia humana. Puede que no fuera una idea nueva, pero para mí lo era, por la violencia inaudita con que me subyugó. Tuve la impresión de que todo cuanto estaba ocurriendo en el mundo podía deducirse de ella. Desde ese momento, situado en 1924, inició un trabajo, sin previsión de fecha final, en el que consumió lo mejor de sus dotes intelectuales. Los apuntes, ya digo, fueron una válvula de escape, pero tienen la estructura propia de un diario caprichoso en el que aparecen críticas literarias, viajes, semblanzas, aforismos propiamente dichos, confesiones, memorias, etc., de ahí su importancia para perfilar adecuadamente la biografía de un personaje tan particular.
Que los libros de aforismos pertenecen al género autobiográfico es una verdad tan de tomo y lomo que sólo hay que leer Intelijencia, de Juan Ramón Jiménez para convencerse, o Monsieur Tete y Tel Quel, de Valéry. No hablo solo de lo que podríamos denominar biografía intelectual, al estilo de la famosa biografía literaria de Coleridge, sino de la autopercepción como ser humano en su plenitud, una visión holística. ¿De qué otra manera cabe concebir, si no, el aforismo juanramoniano en que compara el cepillado de los dientes con el aseo del propio esqueleto, con ese humor negro tan propio de la tradición española, y que aflora en Platero y yo con tan sombríos tintes solanescos?
Los dos volúmenes autobiográficos de Canetti llegan únicamente hasta 1930. De ahí en adelante, del único modo que podemos “reconstruir” su biografía íntima es a partir de los libros de apuntes que acabó dando a la imprenta con títulos tan hermosos como La provincia del hombre (de inequívocas resonancias quevedescas: Reina en ti propio, tú que reinar quieres/ pues provincia mayor que el hombre eres) o El suplicio de las moscas. A través de ellos, Canetti varía el punto de vista tradicional de la autobiografía, que mira siempre hacia el pasado con intención reconstructora, para instalarse en el presente desde el que, a menudo, retrocederá al pasado no para reconstruirlo, sino para enlazarlo con su presente, de modo que la diacronía inevitable de esa mirada se convierta en sincronía plena: el pasado es, también, presente anticipado. Con todo, y dada su peripecia vital tan compleja en el plano emocional, los apuntes requieren, a veces, del complemento de la autobiografía propiamente dicha para entender ciertas afirmaciones, como la de  tener por lectura predilecta los diarios de Hebbel. En La antorcha al oído (eco de la otra persona y su obra que tanto influyó en su vida, Karl Kraus, escritor y editor de La Antorcha), Canetti relata los inicios de su relación con Veza Taubner Calderón, con quien luego compartiría su vida hasta la muerte de ella, y nos revela el origen de esa predilección:  hablar de temas intelectuales no era algo ocioso ni pedante, sino completamente natural. Había ideas de otros que a uno le respondían como ecos, corroborando las propias. Veza las conocía, abría los Diarios de Hebbel y me mostraba algo que yo acababa de decir pero que, al no saberlo antes, no me daba vergüenza. Sus citas jamás paralizaban, sólo surgían cuando el efecto era estimulante. Ella misma aventuraba ideas propias, animada por las muchas que conocía. Fue Veza quien por entonces introdujo en mi vida a Lichtenberg.
Los Apuntes tienen tal riqueza de percepciones, de ideas, de aforismos, de retratos, de sugerencias, de intuiciones que diríase que constituyen un terreno en el que Canetti lanzaba esas semillas para que después pudieran fructificar sus pensamientos e incluso sus obras. De la lectura de los dos tomos sale el lector lleno de impulsos literarios, no sólo aforísticos sino poéticos, narrativos y aun dramáticos, y con ganas inmediatas de ponerse a la labor creadora con la misma entrega con que Canetti se dedicó a escribirlos. De igual manera, los Apuntes constituyen una biografía intelectual interesantísima, pues Canetti nos ofrece en ellos muchas páginas dedicadas al comentario de autores que lo marcaron e incluso que le permitieron sobrevivir, pues sin su frecuentación, muy otra hubiera sido su vida, como cuando dice que sin Cervantes, Gogol, Dostoievski y Büchner no sería yo nada: un espíritu sin fuego ni aristas. Pero sólo he podido vivir porque existe Stendhal. Él es mi justificación y mi amor por la vida.
Que las devociones literarias tienen un componente subjetivo que las vuelve inservibles como canon está fuera de toda duda. Veza, su mujer, llegó a decirle que ella no podría tomar en serio a un individuo que pusiera a Gogol por encima de Tolstoi. ¿Cómo superar un divorcio semejante? A través de los ensayos que Gogol dedicó a Tolstoi y que Canetti le regaló con indudable capacidad estratégica en las lides amoroso-intelectuales…
De los apuntes emerge un retrato de Canetti bastante preciso, tanto desde el punto de vista intelectual como desde el vital. Apuntes es una obra  llena de confesiones, unas aleccionadoras, otras sorprendentes, y todas ellas interesantes, en un grado que depende de las preferencias de cada lector. Como con los tradicionales botones de muestra, voy a abrir yo ahora la mercería para que tal variedad de formas y colores anime a los visitantes de este rincón a lanzarse a la lectura de esos dos volúmenes. Que la aforística sea un género cada vez más popular se debe en buena parte a la libertad de lectura y relectura que tales libros nos ofrecen. Si antes de la popularidad de los aforismos, era preceptivo llevar en la guantera del coche un libro de poemas para situaciones de emergencia, esto es, embotellamientos imprevistos, no me cabe duda de que en estos tiempos de la fragmentación entronizada es un libro de aforismos el que ha de ocupar ese estratégico lugar.
Abundan en la mercería de Apuntes lo que podríamos concebir como un tratado o arte de sobrevivir:
Uno solo puede vivir no haciendo con mucha frecuencia lo que se propone.
No concluir nada, iniciar y dejar abierto, ¿o será esto una simple receta del viejo astuto que abre mil cosas para no cerrarse él mismo?
Vive para incordiarse a sí mismo.
Hacer del miedo una esperanza. Impostura o hazaña del escritor.
Volverse impreciso, ocultar la opinión propia, decirlo todo aproximadamente, degenerar en oráculo.
Hasta la modestia simulada sirve de algo: ayuda a otros a tener confianza en sí mismos.
Uno que vuelve a su patria en muchos países.
La evolución de una persona consiste fundamentalmente en las palabras que desecha.
Cambiar de lugar para poder soportar la perseverancia del pensamiento.
A quien menos entiendo es a mí mismo. Pero es que no quiero entenderme. Solo quiero utilizarme para comprender todo lo que existe aparte de mí.
Si  él hubiera aprovechado el tiempo, no habría llegado a nada.
La mayoría de los hombres dicen “Dios” para esconderse de sí mismos.
Viajar sin que se nos desgaste el interés por los hombres.
No debe convertirse en conocimiento nada que no lo haya atormentado a uno sin piedad.
No te propongas nada, entonces vendrá por sí mismo.
Es necesario, de vez en cuando, soportar la vida sin tareas.
¿Hay algo más aterrador que ir con la época? ¿Hay algo más mortífero?

Es probable que a muchos lectores de este Diario Desencajado quizás les atraigan más los fragmentos en los que Canetti desarrolla sus ideas literarias, ya sea sobre el ejercicio de la escritura, ya sobre el canon inevitable, ya sobre  la crítica literaria. A pesar de la prevención de Canetti contra los aforismos, como enseguida se verá, se le lee resignado a tener que dejarse etiquetar así, algo que tiene su antecedente en los de Lichtenberg, los cuales fueron escritos como meros apuntes, como ocurrencias, y solo al editor de los mismos se le ocurrió bautizarlos como Aforismos, el nombre con el que se hicieron célebres en toda Europa:
El arte consiste en elegir acertadamente lo que no se hará.
La prosa de Salustio me agradaba y me sirvió de preparación para abordar al autor latino que acabaría por integrarse totalmente en mí: Tácito. [Considérese que Tácito es un autor cuya doctrina moral y política enseguida se recopila en colecciones de aforismos a partir del s. XVI. Pasa por ser, además, el príncipe del estilo lacónico.]
Buscar frases que nadie haya masticado todavía.
Los idiomas encuentran su fuente de la eterna juventud unos en otros.
[Canetti es ejemplo señero de lo que George Steiner llamaba escritores extraterritoriales en el libro de idéntico nombre, Extraterritorial; es decir, aquellos que abandonan su lengua materna para escribir en otra, como en el caso de Nabokov, que pasó del ruso al inglés; de Beckett, que pasó del inglés al francés, de Blanco White, que pasó del castellano al inglés, de Eugenio D’Ors, que pasó del catalán al castellano, de Cioran, que pasó del rumano al francés o de Canetti, que pasó del español sefardí al alemán, aunque dominaba también el inglés (estudió la Primaria en Inglaterra) y el francés.] [Compárese esta encendida declaración de amor a todas las lenguas con la cicatería prohibicionista de un régimen político-lingüístico como el de la región catalana…]
Sin el desorden de la lectura no hay un solo escritor. [Este aforismo sirve de justificación permanente para este Diario de un artista desencajado, tan disperso, tan errático, tan selvático, a veces…]
La modesta tarea del escritor quizá sea, en fin de cuentas, la más importante: la transmisión de lo leído. [Esta tarea se cumple, a mi entender, de dos formas, como ahora mismo lo hago yo o a través de la propia obra de creación, en la que se ha de trasparentar la tradición de la que esa obra forma parte, de la que se ha alimentado. Todo ello sin que acabe uno en triste imitador, como sucedió con los epígonos del realismo mágico de Márquez o del modernismo de Rubén Darío.]
Prisionero en una autobiografía: todo lo evocado está ahora allí y sigue actuando. Ya no puede suprimirse ni ocultarse. Exige su nuevo derecho. Se desquita de la larga clandestinidad. Se enfurece ante cualquier cuestionamiento. [Esta penetrante reflexión de Canetti me invita a una larga disquisición sobre el fenómeno autobiográfico, pero me contengo y mello la punta de la pluma virtual para no abusar de la paciencia de mis sufridos lectores. Pero amenazo: volveré sobre ello…]
Ninguna escritura es lo suficientemente secreta como para que el hombre se exprese en ella con veracidad.
Nombrar es el mayor y más serio consuelo del hombre.
La muerte de los aforismos es su similitud, su forma intercambiable. Marchitos ya antes del primer aliento. Lo opuesto: la exhalación de Joubert.
Es posible que la brevedad le haya hecho perderse lo que merece la pena en las frases, sus crecidas y estiajes, sus altos y bajos, sus venturas y desventuras. Quizá no habría que comprimir las frases, tal vez no debieran ser destilación, sino plétora inagotable. Entonces, durante todos esos años de escritura, él se ha privado de ese placer encomiando en vano la ascesis de la parquedad.

Joubert tiene seriedad, gracia y profundidad. Estas tres cualidades participan proporcionadamente en su pensamiento, y por eso está más cerca de la Antigüedad que cualquier otro aforista. Un aliciente especial es su falta de peso. Su melancolía no lastra sus frases, sino que les da el condimento de una bondad participante. Es atacado, sin duda, pero él no ataca. Su pudor no le permite morder; su sentido de la duración lo mantiene alejado de todo lo pequeño. Capta lo espiritual como si fuera un movimiento del aire. Siente las ideas y las palabras como aliento, o como un vuelo de aves que subieran y bajaran planeando.
Mientras escribo me siento seguro. Quizá solo escriba por eso. Aunque da igual lo que escriba. Lo que no puedo es dejar de hacerlo. Puede ser cualquier cosa, siempre que sea para mí; no una carta, nada que sea impuesto o exigido desde fuera. Pero si paso varios días sin escribir nada, me siento perplejo, desesperado, opaco, vulnerable, receloso, amenazado por cientos de peligros.
Él se pasa dos meses poniendo orden para luego formular dos frases. En el caos, las frases se sienten venenosas.
Para hallar crédito, el relato deberá ante todo provocar asombro, sólo lo asombroso es creído.
Él no escribía sus novelas. Las caminaba
Musil aún estará ahí cuando se bostece sobre Thomas Mann. [¿No parece una versión aforística del cuento célebre de Monterroso?]

Finalmente, aunque en el autoritario orden lógico hubiera debido de encabezar este artículo sobre los apuntes de Canetti, quiero acabar con la definición que nos ofrece Canetti sobre su  costumbre de apuntar cuanto se le pasaba por la cabeza como método de supervivencia, en su sentido literal: vivir extraordinariamente:

“Diálogo con el interlocutor cruel”(1965) Recogido en La conciencia de las palabras (1975)
Los apuntes son espontáneos y contradictorios. Contienen ideas que a veces brotan de una tensión insoportable, pero a menudo también de una gran ligereza. Es inevitable que un trabajo al cual nos dedicamos día a día, durante años, nos resulte a veces arduo, estéril o tardío. Lo odiamos, nos sentimos cercados por él: sentimos que nos deja sin aliento.
Lo que hay de insoportable en un trabajo impuesto puede resultar muy peligroso para el trabajo mismo. Un hombre –y esta es su mayor suerte– es un ser plural, múltiple, y sólo puede vivir por cierto tiempo como si no lo fuese. En los momentos en que se ve a sí mismo como  esclavo de sus objetivos, no hay sino una cosa capaz de ayudarlo: ceder a la pluralidad de sus inclinaciones y anotar, sin elección previa, lo que le pase por la cabeza. Y esto debe aflorar como si no viniese de ningún sitio ni condujese a lugar alguno: será en general algo breve, ágil, a menudo fulminante, no verificado, ni dominado, carente de vanidad y de todo objetivo. (…) A lo que surja de ese modo –y suele surgir muchísimo– es mejor no darle importancia. Si logra hacerlo realmente durante muchos años, conservará la confianza en su espontaneidad, que es el oxígeno de este tipo de apuntes; pues si alguna vez llega a perderla, los apuntes no le servirán ya para nada y bien puede seguir con su trabajo habitual.