Una novela «de personaje» y una novela «total»: Dos muestras eximias de un mismo genio narrativo.
Bien, ahora
que tengo unas horas libres, aun cuando sienta el hálito acezante de otros
compromisos en el cogote que se inclina ante lo único que reverencia: los
libros, me siento a expresar lo único que cabe ante dos muestras novelísticas
como las presentes: la admiración incondicional, por más que ambas obras «daten»
y los usos narrativos hayan cambiado de la noche al día con cuanto el siglo
veinte nos ha propuesto como modelos que llegan a su culminación en obras como
las de Virgina Woolf o el siguiente libro que aguarda su turno crítico: Finnegans
Wake, cuya primera lectura tanto me ha impresionado para bien, esto es, para descubrir
la arquitectura lúdica de una visión que podríamos llamar, con un par
neologismo que acaso al propio Joyce gustara, ya mitistoria, ya mitopeia.
Tiempo
detendremos para detenernos como se merece en la obra de Joyce. Lo nuestro,
ahora, es abordar dos novelas muy diferentes, Eugenia [como pide la tradición
editorial de castellanizar el Eugénie francés] Grandet, de 1833 y Las ilusiones
perdidas, de 1836-1843, dado que se publicó en tres partes, a las que
siguió, aún, una continuación: Esplendor y miserias de las cortesanas
que era, a su vez, una tetralogía, continuación que aguarda su turno lector,
dada su extensión. Lo curioso de mi inmersión en Balzac, después de lo mucho
que saboreé Piel de zapa, mi primer acercamiento al autor, es que ambas
lecturas las han provocado las dos películas sobre cada uno de los títulos que
vi hace muy poco y que me hicieron sospechar de la inmensa calidad de los
originales, como así ha resultado ser.
Eugenia
Grandet es una típica obra de estudio de un personaje, que aquí se amplía a
dos, porque la protagonista sufre la competencia narrativa de su propio padre,
todo un carácter que Balzac sabe dibujar con un relieve que, muy a menudo,
opaca a la propia protagonista, dado que vive bajo su estricta férula, sometida
de un modo instintivo a la autoridad paterna, de la que no consigue
desprenderse ni aun después del fallecimiento del padre, posterior al de la
madre. Desde la orfandad, se diría que todo habría de cambiar para la
protagonista, pero su desengaño amoroso condicionará una «nueva» vida que lo
tiene todo de antigua y de fiel continuación de la estirpe a la que pertenece.
El retrato del
padre como terrateniente y republicano «de ocasión» se manifiesta en el modo perspicaz
como Balzac lo describe casi como una creación natural del «terruño», un hombre
avaro, de austerísimas costumbres y un lince para los negocios, pues solo vive
para engrandecer su patrimonio: Financieramente hablando, el señor Grandet
tenía algo del tigre y de la boa, sabía tenderse, agazaparse, contemplar
durante largo rato a su presa y saltar sobre ella; luego abría las fauces de su
bolsa, engullía un montón de escudos y se acostaba tranquilamente como la
serpiente que digiere impasible, fría metódica. Un hombre tan poco propenso
a perder el tiempo hablando que cuatro frases, exactas como fórmulas
algebraicas, le servían habitualmente para abarcar y resolver todas las
dificultades de la vida y del comercio: «No sé, no puedo, no quiero ya veremos», lo cual me parece una
exquisitez psicológica y estilística por parte de Balzac que rinde hasta al más
aristarco de los críticos. Sobre Balzac pesa la leyenda del «descuido»
estilístico —algo que se ha esgrimido también contra otro gigante de la novela:
Benito Pérez Galdos, émulo fantástico del francés—, pero he de reconocer que a
lo largo de las mil páginas de estas dos novelas son innumerables los aciertos
estilísticos y temáticos de Balzac. La novela realista del XIX tenía mucho de
cajón de sastre, porque el público no quería únicamente una trama que lo
atrapase, sino informaciones que ampliasen su reducido mundo —¡no todos los
lectores eran parisinos!—, y ahí es donde entran informaciones de tipo
económico, como las teorías de Bentham o detalles de tipo regional como el
léxico de la zona: En Anjou, frippe,
palabra del léxico popular, expresa todo aquello que sirve de acompañamiento al
pan, desde la manteca extendida sobre la rebanada, que es la frippe más
vulgar, hasta el dulce de albérchigo, que es la más distinguida de las frippes,
y, por supuesto alguna muestra del nutrido arsenal del anecdotario histórico,
como la anécdota que revela el origen napoleónico de una frase repetida hasta
la saciedad y cuyo origen, al menos yo, he descubierto al leer esta novela: «Hay
que lavar la ropa sucia dentro de casa, decía Napoleón». Afirmación que ha
opacado la que la complementó en su discurso en la Convención, al volver del
primer exilio: «Francia me necesita más de lo que yo necesito a Francia».
Añádase a ello el descubrimiento del verdadero significado de voces que lo han
cambiado en nuestra lengua, como es el caso de «pacotilla»: «Porción de géneros que los marineros u
oficiales de un barco pueden embarcar por su cuenta libres de flete», para
venderlos allá donde recalen y sacarse un dinero extra.
La historia
que nos cuenta Eugenia Grandet es simple: El hermano del tío Grandet se arruina
y, antes de suicidarse, le pide que cuide de su hijo, a quien envía, a Anjou
para que Grandet lo ayude a sobrevivir. El joven lechuguino llega al pueblo con
sus aires mundanos y su prima queda cautivada enseguida por sus maneras y su origen,
dado que ella jamás ha salido del pueblo, y casi ni de la casa donde vive, para
evitar exposiciones innecesarias y peligrosas siempre, a juicio de su padre.
Poco a poco se enamora del joven y ambos se prometen amor eterno. Grandet
favorece que el joven se embarque para «hacer las Indias», frente al
desconsuelo de su hija, Pasado el tiempo, el joven hace fortuna y regresa a
París, donde se promete con la hija de quien puede ayudarlo a entrar en la
Administración con un excelente y honroso puesto. De ello la prima se entera
¡dos meses después de su vuelta!, cuando ya es ella también huérfana. Como tema
omnipresente en la obra de Balzac, las deudas juegan un papel determinante,
porque el primo no podrá casarse hasta que sus deudas sean satisfechas, a lo
que su tío se había negado, engañando a los acreedores. Llega el momento de la
verdad y la prima ha de tomar una decisión. Y el resto ya lo leerán ustedes. De
lo que no quiero dejar de informarles es de la sensibilidad de Balzac para personajes
que, como en este caso Eugénie, representan el duro fracaso existencial: En
todo momento las mujeres tienen más motivos de dolor que el hombre y sufren más
que él. El hombre tiene su fuerza, y el ejercicio de su poder actúa, se mueve,
se ocupa en algo, piensa, abraza el porvenir y encuentra en ello consuelo, Así
le pasaba a Charles. Pero la mujer permanece, se queda frente a frente con su
pena y nada la distrae de ella; llega hasta el fondo del abismo que la pena le
ha abierto, lo mide y a menudo lo llena con sus deseos y sus lágrimas. Eso le
pasaba a Eugénie. Empezaba a conocer su destino. Sentir, amar, sufrir y
sacrificarse será siempre la historia de la vida de las mujeres. Eugénie debía
ser mujer en todo menos en aquello que les sirve de consuelo. Su felicidad,
amasada como los clavos esparcidos por la muralla, según la sublime expresión
de Bossuet, no llenaría ni un solo día el hueco de la mano. Desde los 10 años se nos cuenta la vida de la protagonista y, tras las peripecias que la llevan desde la rebeldía
frente al padre —que la fuerza a declararse en huelga de hambre— y la sucesión
del éxtasis amoroso y el fatal desengaño, a los treinta años Eugénie aún no
conocía ninguna de las felicidades de la vida. Estamos, pues, ante una
historia triste, muy triste, ante una vida más parecida a una maldición que a
otra cosa. De ahí que cuando expresa al cura sus dudas sobre si casarse o
entrar en religión, el cura le diga: El matrimonio es una vida y el velo es
una muerte. La inteligencia superior de Eugénie y su sensibilidad
exquisita, manifestada a lo largo de la novela, la llevan a plantearle al cura
una seria cuestión de conciencia: —¿Sería pecado permanecer en estado de
virginidad en el matrimonio? —Este es un
caso de conciencia cuya solución me es desconocida. Si quiere usted saber lo
que el célebre Sánchez piensa sobre el asunto en su tratado De matrimonio,
mañana se lo puedo decir. [De matrimonio, fue un tratado escrito por
el jesuita Tomás Sánchez de Córdoba(1550-1610), lo que demuestra, por otro
lado, la calidad de la información que usaba
Balzac para sus obras].
Las ilusiones
perdidas es una obra central en la Comedia humana, el ambicioso
proyecto novelístico con que Balzac quería retratar fielmente la sociedad de su
tiempo. Esta novela la concibió como el eje alrededor del cual se articulaba el
proyecto y a fe que se esmeró lo suyo en su creación, porque la elección del
personaje Lucien Rubempré, en realidad Chardon, y en este juego de preferencias
entre el apellido sin brillo paterno, un boticario de pueblo, y el de la madre,
una ínfima aristócrata salvada por su marido de la guillotina, se desvela, en paerte,
el conflicto del personaje central, un poeta de provincias que aspira a comerse
el mundo en París, adónde va siguiendo a su enamorada, Louise (o Anaïs) de Bargeton, una aristócrata
enamorada del arte y de la poesía en particular que domina un salón literario
en el que quiere hacer triunfar a toda costa a su descubrimiento: Lucien, quien
la corteja y la admira hasta seguirla a París para vivir su aventura del gran
mundo que quiere conquistar. Lucien, dicho sea de paso, es un joven quimérico
amante del lujo y del triunfo, pero poco dispuesto a pasar por las horcas
caudinas del trabajo y el esfuerzo para conseguir ambas cosas. De hecho, vivirá,
al comienzo, a expensas de su mejor amigo y de su hermana, quienes acaban
casándose, y ambos asumen el compromiso de velar económicamente por el hermano
y cuñado, porque reconocen en él al artista llamado a grandes cosas. El título
de la novela es lo suficientemente expresivo del desengaño que sufrirá el joven
a lo largo de su aventura, lo que viene a constituir una típica novela de las
llamadas bildungsroman o «novela de aprendizaje», aunque en este caso,
el aprendizaje vital lo va a ser del dolor y el fracaso más profundo, el que
linda con la miseria, el abuso de los demás y el fracaso artístico total. La
novela está divida en tres partes, tres novelas en realidad, con temáticas muy
distintas. En la primera, Los dos poetas, se recrea en la vida de provincias el
amor de Lucien y Madame de Bargeton, aunque se dedica buena parte del libro al
desarrollo de una información pertinente a la trama: la elaboración del papel y
el mecanismo de producción de la imprenta que hereda David, su cuñado, de su
padre, Nicolas Sechard, quien en su calidad de impresor nunca supo leer ni
escribir, nos dice Balzac. Las digresiones informativas de la novela forman
parte del contrato implícito con los lectores de la época, a quienes no solo se
les promete acción, aventuras, lances galantes y ambientes privilegiados a los
que la gran mayoría de los lectores nunca tendrían acceso, sino también
noticias exóticas que, sin embargo, andando la novela, acabarán teniendo un
relieve importantísimo. Cuando en el curso de los acontecimientos, David y
Lucien se reencuentran, ello sucede en un momento de desesperación en el que
Lucien, como el protagonista de La piel de zapa, duda entre seguir
viviendo o suicidarse, situación extrema que tanto sirve para acabar una novela
cuanto para empezarla: Cuando quiso la casualidad que los dos compañeros de
colegio volvieran a encontrarse, Lucien, cansado ya de apurar la amarga copa de
la miseria, estaba a punto de tomar una de esas decisiones extremas tan propias
de los veinte años. La originalidad de Las ilusiones perdidas es que
sirve para ambas cosas.
Vuelvo sobre
la «tacha» de descuidado que se le ha atribuido a Balzac, pero cuando uno lee presentaciones de personajes
como, por ejemplo, la de Madame de Bargeton, ¿qué puede pensar, sino que el
escritor abreva su pluma en la más nutritiva de las inspiraciones?: Tenía ella el defecto de emplear esas
grandes frases recargadas de palabras enfáticas, tan ingeniosamente llamadas
«paparruchas» en la jerga del periodismo, de las que todas las mañanas ofrece
una buena ración a sus suscriptores, quienes se las tragan a pesar de ser muy
poco digeribles. […] Malgastaba su vida en perpetuas admiraciones y se
consumía en medio de extraños desdenes. […] Sentía ganas de hacerse
hermana de santa Camila e ir a morir de fiebre amarilla en Barcelona, cuidando
enfermos: ¡eso sí que era un objetivo grande y noble! […] Todas sus
cualidades superiores ulceraron su alma en el momento en que se apoderó de ella
el frío de la provincia. ¡Ay, la negra provincia de Flaubert! Esos espacios
opresivos en los que tanto cuesta «respirar» la libertad que exigen los
espíritus elevados y el arte en general: La falta de vida social es uno de
los mayores inconvenientes de la vida rural. Cuando no se está obligado a hacer
por el prójimo esos pequeños sacrificios exigidos por la urbanidad y el arreglo
personal, se acaba por adquirir la costumbre de no preocuparse por los demás.
Entonces todo se vicia en nosotros, tanto las formas como el talento. De
ello es de lo que escapan ambos amantes en la misma carroza, rumbo a la segunda
novela de la trilogía: Un gran hombre de provincias en París.
En la segunda
novela de la trilogía, la más interesante e intensa, porque se narra el auge y
la caída de Lucien Rubempré, vamos a encontrarnos con que el rival de Lucien en
Anjou, el barón de Châtelet acabará desviando a Louise de seguir manteniendo a
su protegido, quien se verá obligado a endeudarse con su hermana y su cuñado,
quienes le dan, en realidad, el dinero que no tienen, lo que acabará llevándolos,
a pesar de la imprenta heredada, a la pobreza, pero es ya adelantarnos
demasiado. Lo importante de esta novela, más allá de las peripecias del protagonista
es el retrato fidelísimo de La sociedad literaria del primer tercio del siglo
XIX y el desarrollo de un fenómeno cultural, el periodismo, muy ligado a la
primera, a la política y al teatro, es decir, cualquier actividad que necesite
de un altavoz para llegar a la mayor cantidad de gente posible. Las abundantes
noticias del documento vivo que es la novela la convierten en una lectura
imprescindible para conocer al dedillo el París de la Restauración, en el que
conviven tantas tendencias como
intereses busquen legitimarse ante la opinión pública.
Lo interesante
de esta nueva entrega de la trilogía es el distanciamiento entre Louise y
Lucien, porque la primera ha de competir con el segundo para instalarse ella
misma en una sociedad en la que la introduce una prima suya, quien poco a poco
la va educando para aclimatarla en los círculos aristocráticos que frecuenta.
En parte abandonado a su ventura, Lucien, que corre el riesgo de convertirse en
el hazmerreír de esos y otros círculos, acabará acercándose al mundo del
periodismo en el que se teje y entreteje una vida de favores, venganzas,
señuelos, complicidades y abusos que tan pronto te hacen formar parte del bando
liberal como del monárquico, porque, no nos engañemos, en este último es en el
que Lucien Rubempré quiere acreditarse como heredero de la baja nobleza que
ostenta el apellido de su madre. Su súbita fama, por la facilidad para la
sátira y el insulto aquilatado, lo acerca al mundo del teatro, y lo lleva a
enamorarse de una actriz de moda, con quien se instala en notorio concubinato y
vive una suerte de amor fou que poco a poco, viviendo por encima de sus
posibilidades, lo llevará a la ruina y a vivir la amarga experiencia de la
muerte de su amada. Los altibajos de Lucien en un mundo lleno de trampas y
falsas alianzas se siguen en la novela casi como un thriller psicológico lleno
de alternativas siempre interesantes.
Ilustrativo de
esos vaivenes es el desdén con que considera a su antigua protectora, Madame de
Bargeton. El desengaño de Lucien por haber concebido a Louise como una gran
dama se manifiesta ahora de forma muy distinta: ¡Una mujer alta, seca, con
la cara rojiza, ajada, más que rubicunda, angulosa, afectada, amanerada,
pretenciosa, provinciana en su hablar, y sobre todo mal arreglada! […] Lucien,
avergonzado de haber amado a aquel hueso de sepia, se prometió aprovechar el
primer ataque de virtud de su Louise para dejarla. ¡Y cómo le gustó a
Balzac ese hallazgo descriptivo del «hueso de sepia» que repite hasta una
docena de veces en la novela! De hecho, en los artículos en los que se la
ridiculiza por su emparejamiento, tras quedar viuda, con el barón de Châtelet,
se exprime hasta dejarlo aún más seca que la propia protagonista provinciana: Entre
madame de Bargeton, a quien el barón Châtelet hacía la corte, y un hueso de
sepia, existía un gracioso paralelismo que hacía reír por más que no se
conociera a las dos personas objeto de la burla. Se comparaba a Châtelet con
una garza. Los amores de esta garza que no podía tragarse el hueso de sepia y
que se rompía en tres pedazos al dejarlo caer, provocaban una risa irresistible.
[…] «Cortejo fúnebre de la Garza, llorada por la Sepia» Ahora ya todo el mundo
en la alta sociedad se refiere a madame de Bargeton con el apodo «Hueso de
sepia», y a Châtelet n o se le conoce de otro modo que como «barón Garza».
Pero es en la
descripción del mundo del periodismo en el que sobresale Balzac en este
volumen, porque ve en él lo peor de la sociedad, algo así, como la institución
social de la mentira como medida de todas las cosas: El periodismo es un
infierno, un abismo de iniquidades, de mentiras, de traiciones, que es
imposible atravesar y del que es imposible salir indemne si no es protegido,
como Dante, por el divino laurel de Virgilio. […]
—La influencia y el poder del
periodismo no están sino en sus albores —dijo Finot—; el periodismo, en su
infancia, ya crecerá. Dentro de diez años se verá sometido a la publicidad. El
pensamiento será el sol que lo ilumine todo…
—Lo marchitará todo —añadió Blondet
interrumpiendo a Finot.
[…]
—Ya —dijo Blondet—, si la Prensa no
existiese, no habría necesidad de inventarla; pero vivimos gracias a ella…
—Y morirán a causa de ella —sentenció
el diplomático—. ¿No ven que la superioridad de las masas, en caso de que se
las instruya, hará que la grandeza del individuo sea más difícil, que al
sembrar la razón en el corazón de las clases bajas lo único que cosecharán será
la revuelta y que serán ustedes sus primeras víctimas?
Curiosamente, en esta anticipación de
Balzac se puede advertir cómo el ensanchamiento de la instrucción y el acceso
de las personas a las nuevas tecnologías facilitan la horizontalidad de la
información y la opinión, frente al verticalismo de los media tradicionales,
que van quedándose sin espacio privilegiado y han de competir con una
pluralidad de fuentes y opiniones como nunca antes se les hubiera ocurrido
imaginar que existirían. De todos modos, y aunque sea cita larga —pero los intelectores
de este blog están acostumbrando a estas performances…— no me
resisto a reproducir esta tirada de Balzac sobre el periodismo que me parece
muy en su punto, teniendo en cuenta lo que hoy, al menos en España, hemos de
leer…: El periodismo, en vez de ser
una especie de sacerdocio, se ha convertido en un medio en manos de los
partidos; de medio ha pasado a ser un negocio; y, como todos los negocios, no
tiene ni credo ni ley. Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la
que se venden al público palabras del color que éste quiere. Si existiera un
periódico para jorobados, probarían mañana y tarde la belleza, la bondad y la
necesidad de los jorobados. Un periódico no está hecho ya para ilustrar, sino
para halagar las opiniones. Por ello, dentro de un tiempo, todos los periódicos
serán viles, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos; matarán las ideas, las
filosofías y a los hombres, y florecerán por eso mismo. Disfrutarán del
privilegio de todo organismo colectivo: se hará el mal sin que nadie sea
responsable de ello. […] Napoleón definió este fenómeno moral, o
inmoral, como se prefiera, con una frase sublime que le dictaron sus análisis
acerca de la Convención: «Los crímenes colectivos no comprometen a nadie». El
periódico puede permitirse la más abyecta conducta y nadie se cree
personalmente manchado por ella. […] Si el periódico inventa una infame
calumnia, finge limitarse a reproducirla, y si alguien se ofende por ello, sale
del paso disculpándose por la libertad que se ha tomado. Si se le lleva ante
los tribunales, se quejará de que nadie haya venido previamente a pedirle una
rectificación; pero ¿y si se la pedís? Entonces os la negará riéndose en
vuestras barbas, con la excusa de que no son más que bagatelas. Si su víctima
gana la causa, la escarnece, y si tiene que pagar una indemnización cuantiosa,
llamará al demandante enemigo de las libertades, del país y del progreso.
[…] Y en un momento dado puede hacer creer lo que quiera a quienes lo leen
todos los días. Luego, nada que le desagrade podrá ser patriótico, y pretenderá
tener siempre la razón. […] Con tal de emocionar o divertir a su
público, el periódico sería capaz de servir a su padre crudo y condimentado
nada más que con la sal de sus chanzas. […] Veremos los periódicos
dirigidos primero por hombres honorables, y caer más tarde en manos de los más
mediocres dotados de la flexibilidad y bajeza de la goma elástica de la que
carecen los grandes genios, o bien en manos de tenderos con dinero para comprar
a las plumas más prestigiosas. ¡Ya vemos tales cosas! Pero, dentro de diez
años, el primer chaval salido del colegio se creerá un gran hombre, se subirá a
la columna de un periódico para abofetear a los mayores que él, y les derribará
para ocupar su puesto. No le faltaba razón a Napoleón al amordazar a la Prensa.
Apuesto a que, si la oposición llegara al Gobierno, los periódicos que le ha
prestado su apoyo le harían acto seguido la guerra si no obtuvieran todo cuanto
desean, utilizando los mismos artículos con los que ahora atacan al Gobierno
del rey. Y cuantas más concesiones se haga a los periodistas, más exigentes se
volverán estos. Los periodistas de prestigio consolidado serán sustituidos por
otros hambrientos y pobres. La herida es incurable, será cada vez más maligna,
cada vez más enconada, y cuanto mayor sea el mal, más tolerado será hasta el
día en que reine la confusión en la prensa debido a su proliferación, como en
Babilonia. Todos nosotros sabemos muy bien que los periódicos irán más lejos que
los reyes en lo que a ingratitud se refiere, más lejos que el sucio negocio
especulativo y abusiva, y que consumirán nuestras inteligencias vendiendo un
tercio de nuestra materia gris; pero todos nosotros escribiremos en ellos como
esos mineros que explotan una mina de plata, a sabiendas de que morirán en ella.
No voy a disputar sobre la falta de estilo de Balzac, pero lo que está claro es
que su capacidad visionaria lo acredita como un excelente augur.
En este ambiente, pues, es en el que
Lucien se engaña y se desengaña, yendo desde el triunfo social en dos de los
bandos en liza, porque en su naturaleza está la traición instalada como un
medio inocuo para alcanzar sus verdaderos intereses, sorprende la lucidez con
que Balzac contempla un mundo lleno de aspiraciones y mediocridades en el que
Rubempré acaba siendo un triste juguete de los poderosos que acaba roto,
despreciado y sumido en la desesperación, porque su máxima aspiración: «¡Dios mío!, ¡oro al precio que sea! —se
decía Lucien—. El oro es el único poder ante el cual esta gente se arrodilla»
es tan inestable como su efímera fortuna, porque el gran derrochador es, al
mismo tiempo, hijo de la fantasía del dinero caído del cielo: mientras tiene,
gasta sin tasa; cuando cae en la miseria y las deudas es cuando ha de programar
su vuelta a la «provincia», con altivez, pero derrotado, tal y como se lo
indicó, con tiempo, uno de sus interlocutores, Étienne Lousteau, quien lo
introduce en el mundo del periodismo y logra convertirlo en una cotizada
estrella del oficio: Mi pobre amigo, yo llegué como usted, con el corazón
lleno de ilusiones, movido por el amor al Arte, llevado por impulsos
invencibles hacia la gloria; me he encontrado con las realidades del oficio,
las dificultades del mundo de la edición y la cara amarga de la miseria.
[…] Y no se crea que el mundo de la política es mucho mejor que este
mundillo literario: en ambos reina la corrupción, se es corruptor o corrompido.
[…] Una crítica hecha para encontrar una réplica inmediata en otro
periódico, paga más y vale más que un simple elogio que se olvida al día
siguiente. La polémica, mi querido amigo, es el pedestal de las celebridades.
Las deudas, algo en lo que Balzac era un experto absoluto, se vuelven, entonces,
en lo más parecido a la prueba definitiva del genio del deudor: ¡Las deudas!
¡No hay hombre importante que no las tenga! Las deudas representan necesidades
satisfechas, vicios exigentes. Un hombre no alcanza el éxito si no se ve
oprimido por la férrea mano de la necesidad.
La tercera novela, Los sufrimientos del
inventor, es un retorno a la provincia para seguir la aventura quijotesca de
David, su cuñado, quien rechaza hacerse cargo del día a día de la imprenta, que
cae bajo la responsabilidad de su mujer, la hermana de Lucien, Éve, quien, con
no pocas dificultades logra sacarla adelante, a pesar de que sobre la imprenta
pesa la asechanza de los propietarios de una imprenta rival que ansían a toda
costa hacerse con ella para tener un monopolio de la impresión en la comarca. David
está dedicado, secretamente, en cuerpo y alma, a la invención de un método de fabricación
de papel a partir de vegetales que lo hará, a su parecer, millonario, y ni
siquiera necesitará gestionar la imprenta que su padre, a modo de legítima, tras
la muerte de su madre, le cedió. Las penalidades del joven matrimonio, las tiranteces
de la relación entre David y su padre y la aparición de un pagaré por valor de
mil francos que Lucien libró en París a nombre de David y que los dueños de la
imprenta rival que lo han adquirido quieren hacer valer para que se la
traspasen a cambio de dicho valor centran el volumen con una especial densidad
narrativa. SE intercalan las cartas de Lucien a su hermana y a su cuñado y,
mientras, de forma harto vergonzosa, sin dinero ni gloria, vuelve a su casa
para acabar siendo una carga más para su hermana y su madre.
Cuando parece que la novela ha perdido algo de su primigenio
interés, sobre todo el del ajetreo social que supone la espléndida galería de
personajes con los que se cruza y relaciona Lucien en París, y cuando el
protagonista, como dijmos al principio se debate entre la obligación de dar la
cara ante sus familiares y la necesidad de huir a través del sucidio, aparece
un personaje que lo cambia todo y que nos promete unas glorias narrativas que
no nos da, porque la irrupción de Carlos Herrera, canónigo honorario del
Capítulo de Toledo, enviado secreto de Su Majestad Fernando VII, cuyo hábito
no hace al monje, en sus propias palabras. El personaje español se convierte en
el savador de Lucien, a quien adopta y a quien decide llevar a París con él
para instalarlo en el triunfo, no sin antes haber recibido el homenaje entre
sorna y befa de sus conciudadanos, que honran en él al poeta que ha sabido
llevar el nombre del lugar hasta la cima del arte y el prestigio social en
París. Herrera aparece, al final de la trilogía como la mejor de las promesas para
una continuación que, en efecto, Balzac acabará escribiendo y que yo, en cuanto
adquiera el volumen, con sus casi mil páginas, leeré con tanto placer como he
leído los tres objeto de esta recensión. Me darían las del alba si intentara
reproducir los hallazgos aforísticos, costumbristas, psicológicos o
sociológicos que Balzac ha incluido con sumo arte en su novela, por lo que permítaseme
que concluya esta recomendación ferviente de obra tan genial con dos
intuiciones de mucho fuste que Balzac nos regala: Los franceses inventaron
en mil setecientos noventa y tres una soberanía popular que ha acabado con un
emperador absoluto y, como si se desprendiera de la anterior: Hoy día,
jovenzuelo, la Sociedad se ha arrogado insensiblemente tantos derechos sobre
los individuos, que el individuo se ve obligado a luchar contra ella. Ya no hay
leyes, solo costumbres, es decir, maneras, siempre la forma.