El
extraño y oscuro viaje místico-religioso hacia la Razón de un ilustrado
bibliotecario, crítico de arte, dramaturgo y filósofo por libre...
Cuando adquirí La educación del género humano lo
ignoraba casi todo de Lessing, salvo su espíritu tolerante e ilustrado que
llevó al teatro con una obra clásica en la formación de los alemanes, Nathan,
el sabio, hasta que llegó el nazismo, como es fácil de comprender, y su
estudio sobre la representación artística a propósito de una obra tan
impresionante como el Laocoonte y sus hijos, presumiblemente de los artistas de
Rodas Agesandro, Polidoro y Atenodoro. Lessing estableció en ese ensayo la
distinción básica entre la poesía y la pintura y escultura, reservando para la
primera el dominio del tiempo (sonidos articulados) como su característica
fundamental esencial y para las segundas el espacio (mediante la forma y los
colores). Igualmente, y dentro de la atención que le dedicaron los autores
alemanes a nuestros autores barrocos, Lessing fue traductor de La vida es
sueño, de Calderón. Al parecer, en el origen de esas disquisiciones acerca
de las diferencias entre pintura y poesía, sobre todo, debe situarse, según
Lessing, la caracterización que de ambas hiciera el poeta griego Simónides de
Ceos: “la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda”.
Con tan escaso bagaje, reconozco que me esperaba una
disertación pedagógica en la línea de una tradición de tratados que arranca,
probablemente, de Luis Vives y que pasa por Rousseau y acaba, pongamos por
caso, en la escuela moderna de Ferrer y Guardia. Al hojearlo y ver que se había escrito
mediante la técnica de los aforismos, acaso tomada de la devoción que tenía
Lessing por Spinoza, advertí enseguida que la línea de reflexión iba más por el
arduo y enrevesado camino de una lectura insólita de la palabra de Dios que por
el arte antiguo de la Paideia, pero no dudé en salir de la librería de
segunda mano con él, prometiéndomelas tan felices como siempre que cualquier
volumen supera ese rápido escrutinio y acaba formando parte de mi vida, antes
que de mi biblioteca.
También he de reconocer que a quien la idea de Dios apenas le
parece una ficción afortunada y exitosa, como es mi caso, una reliquia aún actuante de los tiempos
arcaicos de la superstición, el miedo y el desamparo, no le es fácil aceptar
este mundo de creencias que se ofrecen como verdades absolutas y se toman con
una seriedad digna de debates medievales como de los que arranca este texto de Lessing,
porque su teoría de las tres edades del género humano: la niñez del Antiguo
Testamento; la madurez del Nuevo Testamento y la culminación de la Razón
ilustrada tiene su origen en las doctrinas, en aquel momento heréticas de
Joaquín de Fiore, recogidas en su obra Concordia del Nuevo y del Antiguo
Testamento (Liber Concordiae Novi ac Veteris Testamenti, en el
original latino).
Como nos resume Emilio Estiu en las
esclarecedoras notas que le pone al casi esotérico texto de Lessing: Según su filosofía de la historia, el
hombre ha ido progresando y a la vez cambiando de una manera real en sus
conceptos acerca de la divinidad y de las relaciones entre Dios y el hombre.
Hubo una primera época en la que Dios regía a los hombres por la Ley: es la
edad del Padre o del Antiguo testamento; la segunda época, la de su propio
tiempo, era la edad del Hijo, en la que los hombres obedecen a Dios por la fe
en el ejemplo de Cristo; llegará una tercera época -que Joaquín profetizaba
como muy cercana y que se iniciaría hacia 1260- que será la edad del Espíritu
Santo- y en la cual el hombre contemplará directamente con el alma a la
divinidad. Entre una edad y otra hay un proceso dialéctico por el cual la
última, al trascender a las anteriores, no las anula, sino que las conserva
como contenidos de ella y como pasos necesarios de su aparición. «El primer
tiempo -dice Joaquín- ha sido el del conocimiento, el segundo el de la
sabiduría, el tercero será el de la plena inteligencia. El primero ha sido la
obediencia servil, el segundo la servidumbre filial, el tercero será la
libertad. El primero ha sido la experiencia, el segundo la acción, el tercero
será la contemplación. El primero ha sido el temor, el segundo la fe, el
tercero será el amor […] La primera edad se refiere al padre, que es el autor
de todas las cosas, el segundo al Hijo, que se dignó revestirse con nuestro
barro, el tercero será la edad del Espíritu Santo de quien el apóstol dice:
Donde está el Espíritu del Señor está la libertad».
De alguna manera, lo que está en juego
dialéctico es lo que Umberto Eco llamó «la triple calígine: la eternidad del
mundo, la unicidad del intelecto y la ausencia de penas ultraterrenas», todas
ellas ideas que nacen en la lectura que hace Averroes de Aristóteles y que
chocan con la ortodoxia de la iglesia católica. Por ese sendero que transita
Lessing y que lo lleva a la reinterpretación del Antiguo y Nuevo Testamento,
comparándolos con la educación de un niño, al que se ha de estimular para que
él mismo llegue hasta el uso de la razón, asumiendo en sí la herencia del
camino recorrido, hay una relectura de la elección del pueblo judío como
epítome de la Humanidad: de ser un pueblo rústico y sin más dios propio que el
de conveniencia, hasta convertirse, por influjo de culturas superiores como la
persa, en el pueblo escogido que descubre la supremacía del Dios Único y la
inmortalidad del alma, no sin un duro proceso de rechazos y reinterpretaciones
de su relación con Dios a través de los profetas y de los creadores, en
Babilonia, del Libro de libros.
Para entender bien el drama íntimo que
se refleja en estos aforismos, hemos de tener en cuenta que la Ilustración
chocaba de frente con cualquier idea de lo suprarracional, que rechazaba
radicalmente. Lessing, por lo tanto, desde una creencia en la metempsicosis,
muy propia de la época, va a intentar demostrar la gran aventura del género
humano hacia su independencia racional a través de las fases de creencia en el
Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento. Debajo de este debate subyacía otro:
si la ética racional era o no independiente de la moralidad heredada de la
religión. Como recuerda Feliu en el prólogo, Lessing solía decir: Según el
conocimiento, somos ángeles; según la vida, diablos. Y esa tensión está
presente a lo largo del teto de forma inequívoca, porque para Lessing el valor de la conducta moral depende de la
pureza con que el hombre concibe sus relaciones con Dios.
Nos enfrentamos, pues, a una narración
casi épica de esas tensas relaciones con Dios que nacieron en el pueblo
liderado por Moisés en su éxodo y que se religaron con la actualización del
testimonio y el legado de quien se proclamó Hijo de Dios. Siempre, además. No
lo olvidemos, con la analogía de la educación como referente último de la misma
para hacer accesible la interpretación: [20] Mientras que Dios conducía a su
pueblo elegido por todos los grados de una educación infantil, los otros
pueblos de la tierra continuaban su camino guiados por la luz de la razón. La
mayor parte de ellos habían quedado muy por atrás del pueblo elegido; solo
algunos lo aventajaban. Y también esto ocurre con los niños que se dejan crecer
solos: muchos siguen siendo totalmente incultos pero otros se educan a sí
mismos de un modo asombroso. La tesis básica de la obra es que la Revelación
divina va a impulsar el descubrimiento de la Razón por parte de los fieles de
un modo más ventajoso que el acceso a la misma por cuenta y riesgo de cada cual
y de cada sociedad. A mí me llama la atención el esencial paralelismo que
subyace entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, porque escoger un pueblo
inculto como vehículo de afirmación existencial del Dios único y del sentido
del más allá tras la muerte es esencialmente el mismo proceso que siguió
Jesucristo al escoger a los hombres menos preparados, los más humildes, como
sus discípulos para asegurar la transmisión de su nueva Alianza con la especie
humana, mediante la cual le sería perdonado a todos el pecado original y
disfrutarían de la gloria divina tras la muerte, afirmando la inmortalidad del
alma que no recogía el Antiguo Testamento.
Lessing describe cómo los israelitas se
preguntaron, estando sometidos a los persas, por qué ellos no tenían
concepciones religiosas más razonables: [39] Así -en virtud de la doctrina
persa más pura- los judíos no solo reconocieron en su Jehová al más grande de
todos los dioses nacionales, sino a Dios mismos: lo encontraron como tal en sus
Sagradas Escrituras nuevamente buscadas, y pudieron mostrarlo así a los otros,
porque realmente estaba en ellas. Manifestaban además un horror tan grande por
cualquier representación sensible del mismo -semejante horror por lo menos
estaba indicado en estas Escrituras- como el de los persas. No es extraño,
pues, que su culto encontrara gracia ante los ojos de Ciro, aunque él lo
considerara muy lejos todavía del puro sabeísmo [El culto de los habitantes de
Saba], pero también muy por encima de las groseras idolatrías que se habían
apoderado de la tierra abandonada por los judíos. Recordemos que la
idolatría de los judíos permaneció durante mucho tiempo después de aquella
famosa adoración del becerro de oro en las faldas del Sinaí. Pasar del Dios
bélico y todopoderoso al Dios único, al que es, como esencia de lo real y de la
vida, no fue un camino fácil y, como hemos indicado antes, fue una concepción
que comenzó a desarrollarse entre ellos al contacto con culturas más avanzadas,
como la persa.
Sigamos con ese desarrollo del pensamiento
que describe Lessing. Una vez que el pueblo escogido es capaz de alzarse a la
concepción de un Dios más allá de los castigos y las recompensas, de un Dios
útil en función de su ayuda para someter a otros pueblos y otros dioses,
aparece Cristo: [53]Tenía que llegar un pedagogo mejor para que arrebatara
de las manos del niño al agotado libro elemental. Llegó Cristo. El género
humano, seleccionado por Dios en la «persona» del pueblo judío, ya había
«madurado». O sea, pasamos del temor a Dios a una visión del sujeto en
libertad, autónomo, éticamente responsable de sus propios actos. O dicho en la
terminología pedagógica que usa Lessing: El niño [el pueblo judío]
llegó a ser joven: las golosinas y los juguetes [las recompensas y castigos
del Dios todopoderoso y terrible] cedieron su puesto al deseo incipiente de
ser tan libre, respetado y feliz como sus hermanos mayores [los sabios
griegos egipcios y los cultos persas de Babilonia].
[58] De este modo, Cristo fue el
primer Maestro auténtico y práctico de la inmortalidad del alma.
[Auténtico, en palabras de Lessing, «por las profecías que parecían acabadas en
él» […], «por los milagros que ejecutó» […] «y por su propia resurrección»]. Lo
sorprendente es lo que añade, desde la perspectiva ilustrada a continuación: No
nos interesa ahora discutir sobre si esta resurrección y estos milagros se
pueden demostrar o no, como tampoco nos interesa saber quién haya sido la
persona de este Cristo, es decir, deslinda claramente la crítica histórica
positiva de lo que simbólicamente representa, en términos de progreso racional,
la aventura de reflexión religiosa que nos lleva desde la superstición hasta el
dominio de la Razón a través de la Revelación divina. Uno sospecha, con todo,
que esa Razón ilustrada que se encarnó en Lessing, un campeón absoluto de la
tolerancia religiosa, un rasgo de su personalidad algo más que inusual en su
época, ¡y aun hoy!, la concibe este más como un regalo de Dios que como una
conquista de la Humanidad, propiamente. Algo se revuelve dentro de él cuando se
plantea lo que para cualquier racionalista debería de ser obvio: El Universo
no necesitó ayuda de Dios para existir, como dijo Hawkins. De igual modo,
es irrelevante para la existencia de la especie humana sobre la Tierra, y para
la andadura sinuosa que ha trazado sobre ella y que seguimos trazando, ¡quién
sabe si hasta el apocalipsis predicho por el de Patmos, pero sin intervención
supraterrenal!
¿En qué sentido, pues, cabe preguntarse, la nueva doctrina de
Cristo sobre la inmortalidad del alma “ha dado un nuevo impulso a la razón
humana”? La explicación de Lessing tiene que ver con la tradición judeocristiana
como un camino privilegiado frente a otras «soluciones» como supone el resto de
religiones o las religiones orientales sin dios, como el budismo: [65]
Durante diecisiete siglos han ocupado a la inteligencia humana más que
cualquier otro libro: la han iluminado como ningún otro, aun cuando no haya
sido más que por la luz que en ellos introducía el entendimiento humano mismo.
En este sentido, Lessing considera que la existencia de un único libro, (La
Biblia, con los Evangelios) fue más ventajoso para el entendimiento humano
que si cada pueblo por sí hubiese tenido su propio y particular libro elemental;
del mismo modo que también fue ventajoso por el hecho de que durante cierto
tiempo cada pueblo tuviese a este libro como el non plus ultra de sus
conocimientos. Ve Lessing en él una suerte de depositario de verdades
reveladas a las que solo podremos llegar con la Razón, pero sin renunciar a los
pasos anteriores que nos han permitido trascender los textos y entender
conceptos definitivos, «fundacionales», como la identificación de Dios como el
principio «único» de todo lo que es o la inmortalidad del alma, mediante la
muerte y resurrección de Cristo.
Y aquí llegamos al momento en que Lessing se extravía por una
hermosa demostración del sentido de la Santísima Trinidad que supera cualquier expectativa
de verosimilitud para un agnóstico e incluso para un Ilustrado como él mismo lo
fue, a su manera. Él la propone como una suerte de demostración de la unicidad
de Dios, más allá de las vías «humanas» que escogió para reafirmarla, a través
del ungimiento del Hijo: [73] Por ejemplo, la doctrina de la Trinidad. Si se
pusiera fin a infinitos tanteos errados, ¿esta doctrina no conduciría acaso al
entendimiento humano al reconocimiento de que es imposible que Dios pueda ser
uno, en el sentido en que las cosas finitas son unas? ¿No lo llevaría a la admisión
de que también su unidad es una unidad trascendental que no excluye una especie
de pluralidad? ¿No es necesario que Dios, por lo menos, tenga la más perfecta
representación de Sí mismo, es decir, una representación en la que se encuentre
todo lo que está en Él? ¿Y se encontraría en ella todo lo que en Él está si
solo tuviera de su realidad necesaria y de sus demás cualidades una mera
representación o una mera posibilidad? Esta posibilidad agotaría la esencia de
sus restantes cualidades; ¿pero agotaría también a su realidad necesaria? No lo
creo. Por tanto, o Dios no puede tener una perfecta representación de sí mismo
o esta perfecta representación es igualmente una realidad necesaria tal como Él
mismo, etc. Cierto que mi imagen en un espejo no es más que una vacía
representación de mí mismo, porque solo tiene de mí lo que los rayos luminosos
proyectan sobre su superficie. Pero si esta imagen tuviese todo, absolutamente
todo lo que yo tengo, ¿sería todavía una vacía representación o un verdadero
desdoblamiento de mi yo? Cuando creo reconocer en Dios un desdoblamiento
semejante, más que equivocarme, someto mis conceptos al lenguaje [limitado];
pero lo que sigue siendo incontradictorio es que quienes quisieron tornar
popular esta idea difícilmente se hubieran podido expresar de modo más claro y
hábil que llamándole un Hijo que Dios engendra para la eternidad. [76] No se me
reproche que semejantes sutilezas sobre los misterios de la religión están
prohibidas. En los primeros tiempos del cristianismo la palabra misterio
significaba algo completamente diferente a lo que ahora comprendemos por ella y
la configuración de las verdades reveladas en verdades de razón es
absolutamente necesaria si es que el género humano quiere verse ayudado por
ellas. Es cierto que cuando fueron reveladas no eran todavía verdades de razón:
pero fueron reveladas para que llegaran a serlo. [78] No es cierto que las
especulaciones sobre estos temas hayan causado jamás daño y hayan perjudicado a
la sociedad civil. No se ha de llevar esta objeción a las especulaciones
mismas, sino a la locura y tiranía de querer dirigirlas y de no permitirlas a
los hombres que las habían ejercitado.
Me temo que, en el fondo, el afán dialéctico de Lessing no es
otro que convencernos de que la Razón es la hipóstasis evidente de Dios y que a
ella solo se llega a través, como ya hemos dicho anteriormente, de la revelación,
independientemente de la «realidad histórica» que pueda ser la base incontrovertible
e irrefragable de la misma. Por ello es por lo que su concepción de la Trinidad
es consustancial a su planteamiento, y el modo como se resuelve el acceso a la
Razón desde la Revelación. Emilio Estiu nos dirige al texto complementario en
el que Lessing expresa su pensamiento con total claridad y pertinencia respecto
de lo que estamos tratando: En Das
Christentum der Vernunft (El cristianismo de la razón), se lee: 1. El Ser perfectísimo y único no se ha podido
ocupar, desde la eternidad, sino con la contemplación de lo perfectísimo.
2. Lo perfectísimo es Él mismo y por
tanto Dios solo se ha podido pensar, desde la eternidad, a sí mismo. 3. Representar,
querer y crear son en Dios una misma cosa. Por tanto, se puede decir: todo lo
que Dios se representa lo crea también. […] 5. Dios se ha pensado desde
la eternidad en toda su perfección; esto es, Dios creó desde la eternidad un
Ser al que no le faltaba ninguna de las perfecciones que Él mismo posee. […]
9. Cuanto más de común tienen dos cosas, tanto más grande es la armonía
entre ellas. Por tanto, la mayor armonía tiene que estar entre dos cosas que
tienen todo en común; es decir, entre dos cosas que juntas son solo una. 10.
Tal es lo que ocurre con Dios y el Hijo-Dios o la Imagen idéntica de Dios; y
las Escrituras llaman a la armonía que existe entre ellos Espíritu que viene
del Padre y del Hijo. 11. En esta Armonía está todo lo que está en el Padre y
por tanto todo lo que está en el Hijo; luego, esta Armonía es Dios. 12. Pero
esta Armonía es Dios; de modo que no lo sería si el Padre y el Hijo no fueran
Dios; y ambos no podrían ser Dios si no hubiese esta armonía: esto es: los tres
son Uno.
Me parece evidente la oscuridad del planteamiento de Lessing
y las constantes peticiones de credulidad que dirige al lector para que las «verdades
reveladas» puedan devenir «verdades de razón». Y ese esa es la tesis central de
La educación del género humano, en realidad, o dicho con sus propias
palabras, [82] La educación, tanto en el género como en el individuo, tiene
su fin. Quien ha sido educado, fue educado para algo. Así pues, la Razón
deviene ese instrumento que nos permite conocer, sobre todo, la existencia del
Dios único y la convicción, consecuente, de que existe tal cosa como la inmortalidad
del alma. A lo largo del desarrollo propositivo del libro, Lessing, que estaba
leyendo en los días de la redacción de este «opúsculo», la obra de Charles
Bonnet, Palingenesia filosófica [Palingénésie philosophique
(1769)], se adentra en esa suerte de eterno retorno nietzscheano con una fe
digna de mejor causa: [93] Cada hombre en particular tiene que haber
recorrido (más temprano o más tarde) el mismo camino por el cual el género
alcanza su perfección. «¿Pero tiene que haberlo recorrido en una y la misma
vida? ¿Puede haber sido en la misma vida un judío carnal y un cristiano
espiritual? ¿Puede en la misma vida haber sobrepasado a los dos?» [94]
Difícilmente será así. Pero ¿por qué cada uno de los hombres, individualmente
considerados, solo podría haber existido en este mundo únicamente una vez? [95]
¿Es esta hipótesis tan risible por ser la más antigua? ¿O porque cayó en ella
el entendimiento humano antes de ser destruido por el espíritu sofístico de las
escuelas?[96] ¿Por qué no habría de retornar tantas veces como sea capaz de
alcanzar nuevos conocimientos y habilidades? ¿Llevaría tanto conmigo de una
sola vez que no valdría la pena volver? [97] ¿No es mía la eternidad entera? Esta
concepción de la preexistencia del alma y la creencia en la metempsicosis era
bastante común en la época. Se encuentra en obras juveniles de Kant y Herder la
sostiene en sus Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad ,
con el mismo fin que Lessing: para que el progreso del género humano sea a la
vez el desenvolvimiento del alma individual. Para completar el pensamiento de
Lessing al respecto, se ha de bucear en otros escritos del autor, como nos propone
Emilio Estiu en las valiosas notas que nos aclaran el sentido último del oscuro
texto de Lessing: en Dass mehr als
füynf Sinne für den Menschen sein können (Que para el hombre pueden existir más
de cinco sentidos), Lessing escribe: Mi sistema es, por cierto, el más antiguo
de todos los sistemas filosóficos. Pues en verdad no es más que el sistema de
la preexistencia del alma y de la metempsicosis que no solo fue pensado por
Pitágoras y Platón, sino también, antes que por ellos, por los egipcios,
caldeos y persas, es decir, por todos los sabios de Oriente. Y ya este hecho le
es favorable. La opinión primera y más antigua, siempre es, en cosas
especulativas, la más verosímil, debido a que el sano entendimiento del hombre
enseguida se percató de ellas.
Y en ese punto acaba Lessing un opúsculo escrito desde una
idea panteísta de Dios que choca, necesariamente, con el afán ilustrado de
quien quiere abrirse camino con la Razón en la senda llena de espinos de la
superstición humana. Lo que defiende Lessing es que solo la idea de Dios nos
hace mejores y le da sentido a nuestras vidas, pero la ética no religiosa es
capaz de proveer a cualquiera de los mismos valores positivos sin tener que ceder
ante una explicación tan simple de nuestra existencia como especie sobre el planeta.
Se vive tan humanamente sin la ficción de Dios que a algunos nos resulta
incomprensible el empecinamiento de nuestros congéneres en vivirla, la ficción,
con una pasión que desborda nuestra capacidad de entendimiento. Sí, seguramente
la religión es una sumisión gozosa al misterio, ese concepto que, para Lessing,
difiere mucho de cómo se entendía en los albores del descubrimiento «razonado»
del Dios único, sede de la realidad toda, fundamento y destino último de ella. Se
trata de una superstición, en efecto, pero he de añadir que, junto a la barbarie
intolerante que ha generado a lo largo de la Historia -e incluso en la
Prehistoria-, no es menos cierto que esa creencia ha contribuido ampliamente al
desarrollo tanto del pensamiento como, sobre todo, del arte, algo que me parece
indiscutible. ¡Qué sería del turismo europeo de los agnósticos sin las visitas
a los templos y a las ruinas! Yo viví inmerso en la acrítica cultura religiosa
de mis progenitores hasta los 14 años. Ni un día más ni un día menos. Desde entonces
esa ficción ha quedado relegada, para mí, a un capítulo interesantísimo de la
antropología, la abstrusa «filosofía» de la religión, excepción hecha de la
gloriosa mística, y poco más. «Siervas», «esclavas», y otras denominaciones semejantes
de algunas órdenes religiosas dan fe del poder de esa ficción, del mismo modo
que las Actas de los mártires cristianos -que he leído con delectación-
dan fe del menosprecio de la propia vida ante la afirmación del Dios mudo y
oculto a cuyos representantes en la Tierra tanto cuesta creer… Como escribió Wallace Stvens: Es la creencia y no el dios lo que cuenta.