martes, 14 de abril de 2020

«La educación del género humano» (1780), de Gotthold Ephraim Lessing o un ilustrado en apuros…



El extraño y oscuro viaje místico-religioso hacia la Razón de un ilustrado bibliotecario, crítico de arte, dramaturgo y filósofo por libre...

Cuando adquirí La educación del género humano lo ignoraba casi todo de Lessing, salvo su espíritu tolerante e ilustrado que llevó al teatro con una obra clásica en la formación de los alemanes, Nathan, el sabio, hasta que llegó el nazismo, como es fácil de comprender, y su estudio sobre la representación artística a propósito de una obra tan impresionante como el Laocoonte y sus hijos, presumiblemente de los artistas de Rodas Agesandro, Polidoro y Atenodoro. Lessing estableció en ese ensayo la distinción básica entre la poesía y la pintura y escultura, reservando para la primera el dominio del tiempo (sonidos articulados) como su característica fundamental esencial y para las segundas el espacio (mediante la forma y los colores). Igualmente, y dentro de la atención que le dedicaron los autores alemanes a nuestros autores barrocos, Lessing fue traductor de La vida es sueño, de Calderón. Al parecer, en el origen de esas disquisiciones acerca de las diferencias entre pintura y poesía, sobre todo, debe situarse, según Lessing, la caracterización que de ambas hiciera el poeta griego Simónides de Ceos: “la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda”.
Con tan escaso bagaje, reconozco que me esperaba una disertación pedagógica en la línea de una tradición de tratados que arranca, probablemente, de Luis Vives y que pasa por Rousseau y acaba, pongamos por caso, en la escuela moderna de Ferrer y Guardia.  Al hojearlo y ver que se había escrito mediante la técnica de los aforismos, acaso tomada de la devoción que tenía Lessing por Spinoza, advertí enseguida que la línea de reflexión iba más por el arduo y enrevesado camino de una lectura insólita de la palabra de Dios que por el arte antiguo de la Paideia, pero no dudé en salir de la librería de segunda mano con él, prometiéndomelas tan felices como siempre que cualquier volumen supera ese rápido escrutinio y acaba formando parte de mi vida, antes que de mi biblioteca.
También he de reconocer que a quien la idea de Dios apenas le parece una ficción afortunada y exitosa, como es mi caso,  una reliquia aún actuante de los tiempos arcaicos de la superstición, el miedo y el desamparo, no le es fácil aceptar este mundo de creencias que se ofrecen como verdades absolutas y se toman con una seriedad digna de debates medievales como de los que arranca este texto de Lessing, porque su teoría de las tres edades del género humano: la niñez del Antiguo Testamento; la madurez del Nuevo Testamento y la culminación de la Razón ilustrada tiene su origen en las doctrinas, en aquel momento heréticas de Joaquín de Fiore, recogidas en su obra Concordia del Nuevo y del Antiguo Testamento (Liber Concordiae Novi ac Veteris Testamenti, en el original latino).
         Como nos resume Emilio Estiu en las esclarecedoras notas que le pone al casi esotérico texto de Lessing:  Según su filosofía de la historia, el hombre ha ido progresando y a la vez cambiando de una manera real en sus conceptos acerca de la divinidad y de las relaciones entre Dios y el hombre. Hubo una primera época en la que Dios regía a los hombres por la Ley: es la edad del Padre o del Antiguo testamento; la segunda época, la de su propio tiempo, era la edad del Hijo, en la que los hombres obedecen a Dios por la fe en el ejemplo de Cristo; llegará una tercera época -que Joaquín profetizaba como muy cercana y que se iniciaría hacia 1260- que será la edad del Espíritu Santo- y en la cual el hombre contemplará directamente con el alma a la divinidad. Entre una edad y otra hay un proceso dialéctico por el cual la última, al trascender a las anteriores, no las anula, sino que las conserva como contenidos de ella y como pasos necesarios de su aparición. «El primer tiempo -dice Joaquín- ha sido el del conocimiento, el segundo el de la sabiduría, el tercero será el de la plena inteligencia. El primero ha sido la obediencia servil, el segundo la servidumbre filial, el tercero será la libertad. El primero ha sido la experiencia, el segundo la acción, el tercero será la contemplación. El primero ha sido el temor, el segundo la fe, el tercero será el amor […] La primera edad se refiere al padre, que es el autor de todas las cosas, el segundo al Hijo, que se dignó revestirse con nuestro barro, el tercero será la edad del Espíritu Santo de quien el apóstol dice: Donde está el Espíritu del Señor está la libertad».
         De alguna manera, lo que está en juego dialéctico es lo que Umberto Eco llamó «la triple calígine: la eternidad del mundo, la unicidad del intelecto y la ausencia de penas ultraterrenas», todas ellas ideas que nacen en la lectura que hace Averroes de Aristóteles y que chocan con la ortodoxia de la iglesia católica. Por ese sendero que transita Lessing y que lo lleva a la reinterpretación del Antiguo y Nuevo Testamento, comparándolos con la educación de un niño, al que se ha de estimular para que él mismo llegue hasta el uso de la razón, asumiendo en sí la herencia del camino recorrido, hay una relectura de la elección del pueblo judío como epítome de la Humanidad: de ser un pueblo rústico y sin más dios propio que el de conveniencia, hasta convertirse, por influjo de culturas superiores como la persa, en el pueblo escogido que descubre la supremacía del Dios Único y la inmortalidad del alma, no sin un duro proceso de rechazos y reinterpretaciones de su relación con Dios a través de los profetas y de los creadores, en Babilonia, del Libro de libros.
         Para entender bien el drama íntimo que se refleja en estos aforismos, hemos de tener en cuenta que la Ilustración chocaba de frente con cualquier idea de lo suprarracional, que rechazaba radicalmente. Lessing, por lo tanto, desde una creencia en la metempsicosis, muy propia de la época, va a intentar demostrar la gran aventura del género humano hacia su independencia racional a través de las fases de creencia en el Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento. Debajo de este debate subyacía otro: si la ética racional era o no independiente de la moralidad heredada de la religión. Como recuerda Feliu en el prólogo, Lessing solía decir: Según el conocimiento, somos ángeles; según la vida, diablos. Y esa tensión está presente a lo largo del teto de forma inequívoca, porque para Lessing  el valor de la conducta moral depende de la pureza con que el hombre concibe sus relaciones con Dios.
         Nos enfrentamos, pues, a una narración casi épica de esas tensas relaciones con Dios que nacieron en el pueblo liderado por Moisés en su éxodo y que se religaron con la actualización del testimonio y el legado de quien se proclamó Hijo de Dios. Siempre, además. No lo olvidemos, con la analogía de la educación como referente último de la misma para hacer accesible la interpretación: [20] Mientras que Dios conducía a su pueblo elegido por todos los grados de una educación infantil, los otros pueblos de la tierra continuaban su camino guiados por la luz de la razón. La mayor parte de ellos habían quedado muy por atrás del pueblo elegido; solo algunos lo aventajaban. Y también esto ocurre con los niños que se dejan crecer solos: muchos siguen siendo totalmente incultos pero otros se educan a sí mismos de un modo asombroso. La tesis básica de la obra es que la Revelación divina va a impulsar el descubrimiento de la Razón por parte de los fieles de un modo más ventajoso que el acceso a la misma por cuenta y riesgo de cada cual y de cada sociedad. A mí me llama la atención el esencial paralelismo que subyace entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, porque escoger un pueblo inculto como vehículo de afirmación existencial del Dios único y del sentido del más allá tras la muerte es esencialmente el mismo proceso que siguió Jesucristo al escoger a los hombres menos preparados, los más humildes, como sus discípulos para asegurar la transmisión de su nueva Alianza con la especie humana, mediante la cual le sería perdonado a todos el pecado original y disfrutarían de la gloria divina tras la muerte, afirmando la inmortalidad del alma que no recogía el Antiguo Testamento.
         Lessing describe cómo los israelitas se preguntaron, estando sometidos a los persas, por qué ellos no tenían concepciones religiosas más razonables: [39] Así -en virtud de la doctrina persa más pura- los judíos no solo reconocieron en su Jehová al más grande de todos los dioses nacionales, sino a Dios mismos: lo encontraron como tal en sus Sagradas Escrituras nuevamente buscadas, y pudieron mostrarlo así a los otros, porque realmente estaba en ellas. Manifestaban además un horror tan grande por cualquier representación sensible del mismo -semejante horror por lo menos estaba indicado en estas Escrituras- como el de los persas. No es extraño, pues, que su culto encontrara gracia ante los ojos de Ciro, aunque él lo considerara muy lejos todavía del puro sabeísmo [El culto de los habitantes de Saba], pero también muy por encima de las groseras idolatrías que se habían apoderado de la tierra abandonada por los judíos. Recordemos que la idolatría de los judíos permaneció durante mucho tiempo después de aquella famosa adoración del becerro de oro en las faldas del Sinaí. Pasar del Dios bélico y todopoderoso al Dios único, al que es, como esencia de lo real y de la vida, no fue un camino fácil y, como hemos indicado antes, fue una concepción que comenzó a desarrollarse entre ellos al contacto con culturas más avanzadas, como la persa.
         Sigamos con ese desarrollo del pensamiento que describe Lessing. Una vez que el pueblo escogido es capaz de alzarse a la concepción de un Dios más allá de los castigos y las recompensas, de un Dios útil en función de su ayuda para someter a otros pueblos y otros dioses, aparece Cristo: [53]Tenía que llegar un pedagogo mejor para que arrebatara de las manos del niño al agotado libro elemental. Llegó Cristo. El género humano, seleccionado por Dios en la «persona» del pueblo judío, ya había «madurado». O sea, pasamos del temor a Dios a una visión del sujeto en libertad, autónomo, éticamente responsable de sus propios actos. O dicho en la terminología pedagógica que usa Lessing: El niño [el pueblo judío] llegó a ser joven: las golosinas y los juguetes [las recompensas y castigos del Dios todopoderoso y terrible] cedieron su puesto al deseo incipiente de ser tan libre, respetado y feliz como sus hermanos mayores [los sabios griegos egipcios y los cultos persas de Babilonia].
         [58] De este modo, Cristo fue el primer Maestro auténtico y práctico de la inmortalidad del alma. [Auténtico, en palabras de Lessing, «por las profecías que parecían acabadas en él» […], «por los milagros que ejecutó» […] «y por su propia resurrección»]. Lo sorprendente es lo que añade, desde la perspectiva ilustrada a continuación: No nos interesa ahora discutir sobre si esta resurrección y estos milagros se pueden demostrar o no, como tampoco nos interesa saber quién haya sido la persona de este Cristo, es decir, deslinda claramente la crítica histórica positiva de lo que simbólicamente representa, en términos de progreso racional, la aventura de reflexión religiosa que nos lleva desde la superstición hasta el dominio de la Razón a través de la Revelación divina. Uno sospecha, con todo, que esa Razón ilustrada que se encarnó en Lessing, un campeón absoluto de la tolerancia religiosa, un rasgo de su personalidad algo más que inusual en su época, ¡y aun hoy!, la concibe este más como un regalo de Dios que como una conquista de la Humanidad, propiamente. Algo se revuelve dentro de él cuando se plantea lo que para cualquier racionalista debería de ser obvio: El Universo no necesitó ayuda de Dios para existir, como dijo Hawkins. De igual modo, es irrelevante para la existencia de la especie humana sobre la Tierra, y para la andadura sinuosa que ha trazado sobre ella y que seguimos trazando, ¡quién sabe si hasta el apocalipsis predicho por el de Patmos, pero sin intervención supraterrenal!
¿En qué sentido, pues, cabe preguntarse, la nueva doctrina de Cristo sobre la inmortalidad del alma “ha dado un nuevo impulso a la razón humana”? La explicación de Lessing tiene que ver con la tradición judeocristiana como un camino privilegiado frente a otras «soluciones» como supone el resto de religiones o las religiones orientales sin dios, como el budismo: [65] Durante diecisiete siglos han ocupado a la inteligencia humana más que cualquier otro libro: la han iluminado como ningún otro, aun cuando no haya sido más que por la luz que en ellos introducía el entendimiento humano mismo. En este sentido, Lessing considera que la existencia de un único libro, (La Biblia, con los Evangelios) fue más ventajoso para el entendimiento humano que si cada pueblo por sí hubiese tenido su propio y particular libro elemental; del mismo modo que también fue ventajoso por el hecho de que durante cierto tiempo cada pueblo tuviese a este libro como el non plus ultra de sus conocimientos. Ve Lessing en él una suerte de depositario de verdades reveladas a las que solo podremos llegar con la Razón, pero sin renunciar a los pasos anteriores que nos han permitido trascender los textos y entender conceptos definitivos, «fundacionales», como la identificación de Dios como el principio «único» de todo lo que es o la inmortalidad del alma, mediante la muerte y resurrección de Cristo.
Y aquí llegamos al momento en que Lessing se extravía por una hermosa demostración del sentido de la Santísima Trinidad que supera cualquier expectativa de verosimilitud para un agnóstico e incluso para un Ilustrado como él mismo lo fue, a su manera. Él la propone como una suerte de demostración de la unicidad de Dios, más allá de las vías «humanas» que escogió para reafirmarla, a través del ungimiento del Hijo: [73] Por ejemplo, la doctrina de la Trinidad. Si se pusiera fin a infinitos tanteos errados, ¿esta doctrina no conduciría acaso al entendimiento humano al reconocimiento de que es imposible que Dios pueda ser uno, en el sentido en que las cosas finitas son unas? ¿No lo llevaría a la admisión de que también su unidad es una unidad trascendental que no excluye una especie de pluralidad? ¿No es necesario que Dios, por lo menos, tenga la más perfecta representación de Sí mismo, es decir, una representación en la que se encuentre todo lo que está en Él? ¿Y se encontraría en ella todo lo que en Él está si solo tuviera de su realidad necesaria y de sus demás cualidades una mera representación o una mera posibilidad? Esta posibilidad agotaría la esencia de sus restantes cualidades; ¿pero agotaría también a su realidad necesaria? No lo creo. Por tanto, o Dios no puede tener una perfecta representación de sí mismo o esta perfecta representación es igualmente una realidad necesaria tal como Él mismo, etc. Cierto que mi imagen en un espejo no es más que una vacía representación de mí mismo, porque solo tiene de mí lo que los rayos luminosos proyectan sobre su superficie. Pero si esta imagen tuviese todo, absolutamente todo lo que yo tengo, ¿sería todavía una vacía representación o un verdadero desdoblamiento de mi yo? Cuando creo reconocer en Dios un desdoblamiento semejante, más que equivocarme, someto mis conceptos al lenguaje [limitado]; pero lo que sigue siendo incontradictorio es que quienes quisieron tornar popular esta idea difícilmente se hubieran podido expresar de modo más claro y hábil que llamándole un Hijo que Dios engendra para la eternidad. [76] No se me reproche que semejantes sutilezas sobre los misterios de la religión están prohibidas. En los primeros tiempos del cristianismo la palabra misterio significaba algo completamente diferente a lo que ahora comprendemos por ella y la configuración de las verdades reveladas en verdades de razón es absolutamente necesaria si es que el género humano quiere verse ayudado por ellas. Es cierto que cuando fueron reveladas no eran todavía verdades de razón: pero fueron reveladas para que llegaran a serlo. [78] No es cierto que las especulaciones sobre estos temas hayan causado jamás daño y hayan perjudicado a la sociedad civil. No se ha de llevar esta objeción a las especulaciones mismas, sino a la locura y tiranía de querer dirigirlas y de no permitirlas a los hombres que las habían ejercitado.
Me temo que, en el fondo, el afán dialéctico de Lessing no es otro que convencernos de que la Razón es la hipóstasis evidente de Dios y que a ella solo se llega a través, como ya hemos dicho anteriormente, de la revelación, independientemente de la «realidad histórica» que pueda ser la base incontrovertible e irrefragable de la misma. Por ello es por lo que su concepción de la Trinidad es consustancial a su planteamiento, y el modo como se resuelve el acceso a la Razón desde la Revelación. Emilio Estiu nos dirige al texto complementario en el que Lessing expresa su pensamiento con total claridad y pertinencia respecto de lo que estamos tratando:  En Das Christentum der Vernunft (El cristianismo de la razón), se lee:  1. El Ser perfectísimo y único no se ha podido ocupar, desde la eternidad, sino con la contemplación de lo perfectísimo. 2.  Lo perfectísimo es Él mismo y por tanto Dios solo se ha podido pensar, desde la eternidad, a sí mismo. 3. Representar, querer y crear son en Dios una misma cosa. Por tanto, se puede decir: todo lo que Dios se representa lo crea también. […] 5. Dios se ha pensado desde la eternidad en toda su perfección; esto es, Dios creó desde la eternidad un Ser al que no le faltaba ninguna de las perfecciones que Él mismo posee. […] 9. Cuanto más de común tienen dos cosas, tanto más grande es la armonía entre ellas. Por tanto, la mayor armonía tiene que estar entre dos cosas que tienen todo en común; es decir, entre dos cosas que juntas son solo una. 10. Tal es lo que ocurre con Dios y el Hijo-Dios o la Imagen idéntica de Dios; y las Escrituras llaman a la armonía que existe entre ellos Espíritu que viene del Padre y del Hijo. 11. En esta Armonía está todo lo que está en el Padre y por tanto todo lo que está en el Hijo; luego, esta Armonía es Dios. 12. Pero esta Armonía es Dios; de modo que no lo sería si el Padre y el Hijo no fueran Dios; y ambos no podrían ser Dios si no hubiese esta armonía: esto es: los tres son Uno.
Me parece evidente la oscuridad del planteamiento de Lessing y las constantes peticiones de credulidad que dirige al lector para que las «verdades reveladas» puedan devenir «verdades de razón». Y ese esa es la tesis central de La educación del género humano, en realidad, o dicho con sus propias palabras, [82] La educación, tanto en el género como en el individuo, tiene su fin. Quien ha sido educado, fue educado para algo. Así pues, la Razón deviene ese instrumento que nos permite conocer, sobre todo, la existencia del Dios único y la convicción, consecuente, de que existe tal cosa como la inmortalidad del alma. A lo largo del desarrollo propositivo del libro, Lessing, que estaba leyendo en los días de la redacción de este «opúsculo», la obra de Charles Bonnet, Palingenesia filosófica [Palingénésie philosophique (1769)], se adentra en esa suerte de eterno retorno nietzscheano con una fe digna de mejor causa: [93] Cada hombre en particular tiene que haber recorrido (más temprano o más tarde) el mismo camino por el cual el género alcanza su perfección. «¿Pero tiene que haberlo recorrido en una y la misma vida? ¿Puede haber sido en la misma vida un judío carnal y un cristiano espiritual? ¿Puede en la misma vida haber sobrepasado a los dos?» [94] Difícilmente será así. Pero ¿por qué cada uno de los hombres, individualmente considerados, solo podría haber existido en este mundo únicamente una vez? [95] ¿Es esta hipótesis tan risible por ser la más antigua? ¿O porque cayó en ella el entendimiento humano antes de ser destruido por el espíritu sofístico de las escuelas?[96] ¿Por qué no habría de retornar tantas veces como sea capaz de alcanzar nuevos conocimientos y habilidades? ¿Llevaría tanto conmigo de una sola vez que no valdría la pena volver? [97] ¿No es mía la eternidad entera? Esta concepción de la preexistencia del alma y la creencia en la metempsicosis era bastante común en la época. Se encuentra en obras juveniles de Kant y Herder la sostiene en sus Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad , con el mismo fin que Lessing: para que el progreso del género humano sea a la vez el desenvolvimiento del alma individual. Para completar el pensamiento de Lessing al respecto, se ha de bucear en otros escritos del autor, como nos propone Emilio Estiu en las valiosas notas que nos aclaran el sentido último del oscuro texto de Lessing:  en Dass mehr als füynf Sinne für den Menschen sein können (Que para el hombre pueden existir más de cinco sentidos), Lessing escribe:  Mi sistema es, por cierto, el más antiguo de todos los sistemas filosóficos. Pues en verdad no es más que el sistema de la preexistencia del alma y de la metempsicosis que no solo fue pensado por Pitágoras y Platón, sino también, antes que por ellos, por los egipcios, caldeos y persas, es decir, por todos los sabios de Oriente. Y ya este hecho le es favorable. La opinión primera y más antigua, siempre es, en cosas especulativas, la más verosímil, debido a que el sano entendimiento del hombre enseguida se percató de ellas.
Y en ese punto acaba Lessing un opúsculo escrito desde una idea panteísta de Dios que choca, necesariamente, con el afán ilustrado de quien quiere abrirse camino con la Razón en la senda llena de espinos de la superstición humana. Lo que defiende Lessing es que solo la idea de Dios nos hace mejores y le da sentido a nuestras vidas, pero la ética no religiosa es capaz de proveer a cualquiera de los mismos valores positivos sin tener que ceder ante una explicación tan simple de nuestra existencia como especie sobre el planeta. Se vive tan humanamente sin la ficción de Dios que a algunos nos resulta incomprensible el empecinamiento de nuestros congéneres en vivirla, la ficción, con una pasión que desborda nuestra capacidad de entendimiento. Sí, seguramente la religión es una sumisión gozosa al misterio, ese concepto que, para Lessing, difiere mucho de cómo se entendía en los albores del descubrimiento «razonado» del Dios único, sede de la realidad toda, fundamento y destino último de ella. Se trata de una superstición, en efecto, pero he de añadir que, junto a la barbarie intolerante que ha generado a lo largo de la Historia -e incluso en la Prehistoria-, no es menos cierto que esa creencia ha contribuido ampliamente al desarrollo tanto del pensamiento como, sobre todo, del arte, algo que me parece indiscutible. ¡Qué sería del turismo europeo de los agnósticos sin las visitas a los templos y a las ruinas! Yo viví inmerso en la acrítica cultura religiosa de mis progenitores hasta los 14 años. Ni un día más ni un día menos. Desde entonces esa ficción ha quedado relegada, para mí, a un capítulo interesantísimo de la antropología, la abstrusa «filosofía» de la religión, excepción hecha de la gloriosa mística, y poco más. «Siervas», «esclavas», y otras denominaciones semejantes de algunas órdenes religiosas dan fe del poder de esa ficción, del mismo modo que las Actas de los mártires cristianos -que he leído con delectación- dan fe del menosprecio de la propia vida ante la afirmación del Dios mudo y oculto a cuyos representantes en la Tierra tanto cuesta creer… Como escribió  Wallace Stvens: Es la creencia y no el dios lo que cuenta.


miércoles, 1 de abril de 2020

Elogio de la crestomatía: «El viaje de Astolfo en busca del Juicio…» en el «Orlando furioso,» de Ludovico Ariosto.



Un episodio fantástico y moralizante que pudiera considerarse una influencia en Los sueños, de Quevedo. Un viaje a la luna anterior en un siglo al celebrado de Cyrano de Bergerac.
—¿Ya no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte, en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
                                                                       (Don Quijote I, capítulo XXV)

Las crestomatías siempre han estado al servicio de la enseñanza, porque la selección de textos fundamentales de nuestra Literatura ha servido para enseñar a leer, para educar el gusto literario y como modelo de estilo para muchas generaciones de estudiantes. Con la llegada de nuevas promociones de profesores educados en otra mentalidad y deseosos de poner a disposición del alumnado las obras completas, no solo fragmentos escogidos de las mismas, ha decaído hasta casi desaparecer ese hermoso arte de la compilación de textos fundamentales de nuestra Literatura para la enseñanza. En realidad, ha decaído la edición comercial de las mismas, porque esos libros fueron sustituidos por las antologías que cada profesor de Literatura confeccionaba desde su perspectiva estética. Cuantos hemos sido profesores disponemos de ese arsenal privado de textos con que hemos facilitado el aprendizaje de la asignatura.
En esta ocasión, y dada la evidente limitación que guía siempre el uso de los textos en la enseñanza, el presente nunca llegue a utilizarlo, pero siempre lo he tenido por uno de esos fragmentos que todo el mundo debería de leer alguna vez. Eta es la razón de ofrecérselo a los intelectores amantes no solo del género épico, aventuras de carácter caballeresco, sino también del género fantástico, tan ligado a ellas, como hemos leído con extrema delectación en Chrétien de Troyes, y, sobre todo del ingenio que apuntaba ya al Barroco, en tiempos del Renacimiento, como lo prueban las imitaciones de Barahona de Soto, Las lágrimas de Angélica y el poema narrativo de Lope, La hermosura de Angélica. A mí, más allá de la perspectiva religiosa que adquiere aquí el viaje al más allá en busca del rescate de la cordura de Orlando, me llamó la atención en su momento la felicísima invención de los frascos del juicio que todos tenemos en aquel mundo donde se guardan además, ¡otro hallazgo inmortal!, las cosas que perdemos en este. Me ha venido a la memoria al hacer la crítica de La muerte cansada, de Fritz Lang, donde aparecemos, los seres humanos como velas que se van consumiendo hasta que se apagan al llegar al final de nuestro tiempo asignado. La extrema finura de la invención también me ha traído a la memoria Los sueños, de Quevedo, si bien en este la mordacidad es muy diferente de la suave dulzura que se desprende de los versos de Ariosto, aunque, a falta de una traducción definitiva en verso, he optado por la traducción en prosa de Manuel Aranda, de 1872. Ya metidos en harina filológica, recordemos que la primera versión del poema, la publicó Ariosto en 1516 en dialecto ferrarés, que hubo una segunda versión en 1521 con algún uso del toscano y, finalmente, con el añadido de 6 cantos a los 40 iniciales, se publicó en 1532 la edición definitiva en lengua toscana, de la que el cardenal Pietro Bembo, amante de Lucrecia Borgia, había escrito su primera gramática: Prosas sobre la lengua vulgar.
Y sin más preámbulos enojosos, pongo a disposición de los intelectores este encantador viaje en busca de propio juicio… donde se guarda el de cada cual. Renuncio, en estos tiempos de confinamiento riguroso, a imaginar siquiera sea sucintamente, cómo estarán los frascos del juicio de nuestras autoridades en aquel empíreo hasta el que llegó Astolfo…, si llenos o vacíos.

Astolfo [duque de Inglaterra] refrenó su corcel, dirigiéndolo a paso lento hacia el palacio, que tenía más de treinta millas de circunferencia, y se puso a contemplar extasiado la belleza de aquellos contornos. El mundo fétido y deleznable que habitamos le pareció entonces, comparado con la suavidad, magnificencia y delicioso aspecto de aquel país, una mansión miserable y ruin, objeto del desprecio y de la ira del Cielo y de la naturaleza. Cuando llegó cerca del refulgente edificio, se quedó extático de asombro, al ver que todo su recinto estaba formado por una sola piedra preciosa, más roja y brillante que el carbúnculo. ¡Obra sublime de un arquitecto superior a Dédalo! ¿Cuál de nuestros más afamados edificios podrá compararse a ti? ¡Enmudezca a tu lado la gloria de las siete maravillas del mundo, tan ponderadas por nosotros!
En el luciente vestíbulo de aquella morada dichosa se presentó al Duque un anciano, cubierto con un manto más rojo que el minio y una túnica más blanca que la leche. Sus cabellos eran blancos, y blanca asimismo la suelta barba que hasta el pecho le llegaba: por su aspecto venerable parecía uno de los bienaventurados elegidos del Paraíso. Dirigiéndose con agradable rostro al Paladín, que acababa de apearse respetuosamente de su corcel, le dijo:
—¡Oh, noble caballero, que por la voluntad del Cielo te has elevado hasta el Paraíso terrestre! Aun cuando ignoras la causa de tu viaje, y desconoces el fin de tus deseos, ten, sin embargo, entendido que no sin misterio has llegado hasta aquí desde el hemisferio ártico. Has atravesado inconscientemente ese vasto espacio, para oír mis consejos y saber cómo has de socorrer a Carlos, y librar a la Santa Fe del peligro en que se encuentra; pero guárdate, hijo mío, de atribuir tu presencia en estos sitios a tu ciencia o a tu valor, pues de nada te hubieran servido tu trompa ni tu caballo alado, si Dios no te lo hubiese permitido. Más tarde trataremos de este asunto detenidamente, y te diré cuanto debes hacer: ahora ven a recrearte con nosotros, pues tu prolongado ayuno debe serte ya molesto.
El anciano prosiguió hablando con Astolfo, y le dejó sumamente maravillado cuando, revelándole su nombre, le dijo que era uno de los evangelistas, aquel Juan tan querido del Redentor, cuyas palabras hicieron creer a sus hermanos que la muerte no pondría fin a sus días, siendo causa de que el Hijo de Dios dijera a Pedro: —«¿Por qué te inquietas, si quiero que él se quede hasta mi vuelta?». Y aun cuando no dijo: «No debe morir», ellos lo supusieron así. Fue transportado a aquellos lugares, donde encontró a Enoch juntamente con el gran profeta Elías, a quien había precedido, los cuales no han visto aun llegar su última hora, y gozarán de una primavera eterna, lejos de una atmósfera nociva y pestilente, hasta que las trompetas angélicas anuncien que vuelve Cristo sobre la blanca nube.
Aquellos Santos hicieron al caballero una grata acogida, y le ofrecieron una habitación en el palacio. El Hipogrifo encontró en otro departamento pienso excelente y abundante. Sirviéronle al Paladín diversos frutos de tan delicioso sabor, que consideró disculpables a nuestros primeros padres si el deseo de gustarlos les obligó a desobedecer las órdenes del Eterno Padre.
Luego que el Duque venturoso hubo satisfecho la necesidad inherente a su naturaleza humana, tomando un alimento exquisito y disfrutando un tranquilo reposo, pues en aquella morada se le dispensaron toda clase de comodidades y atenciones, dejó el lecho cuando la Aurora había salido ya de los brazos de su anciano esposo, á quien ama a pesar de su edad avanzada, y vio que se dirigía hacia él el discípulo más querido del Señor, el cual le tomó de la mano, y empezó a tratar con él de muchas cosas que deben permanecer en silencio. Después le dijo:
—Tal vez ignoras, hijo mío, lo que en Francia sucede, aun cuando vienes de ella. Has de saber que vuestro Orlando, por haber olvidado su deber, ha sido castigado por Dios, a quien ofenden doblemente las faltas de sus hijos más queridos que las de los que niegan su santa ley. Orlando, que recibió de Dios al nacer una fuerza sobrenatural y un denuedo extraordinario, y alcanzó el don no concedido a mortal alguno de ser invulnerable, porque el Señor quiso constituirle en defensa y escudo de su santa Fe, como constituyó a Sansón en defensa de los Hebreos contra los Filisteos sus enemigos, ha pagado los inmensos beneficios de su Hacedor con suma ingratitud; pues abandonó al pueblo cristiano en los momentos en que más necesitaba de su auxilio, y arrastrado de su amor criminal hacia una infiel, por dos veces ha intentado, cruel e impío, quitar la vida a uno de sus primos. Para castigarle, ha permitido Dios que vaya errante por el mundo, privado de razón y enteramente desnudo; y de tal modo ha ofuscado su inteligencia, que no le es dado conocer a nadie, ni aun a sí mismo. Según se lee en los libros santos, Nabucodonosor sufrió un castigo semejante: el Señor hizo que aquel poderoso monarca viviera durante siete años privado de juicio y apacentándose de yerba y heno como un buey; pero como el delito del Paladín ha sido menor que el de Nabucodonosor, la voluntad divina ha fijado en tres meses el tiempo en que ha de estar purgándolo. Así, pues, el único objeto que el Redentor ha tenido para permitirte llegar hasta aquí, ha sido el de que supieras por mi boca el medio de restituir su juicio a Orlando. Verdad es que necesitas emprender otro viaje conmigo y abandonar toda la Tierra: debo conducirte al círculo de la Luna, que es de todos los planetas el que más próximo está de nosotros; porque solo en él existe la medicina que ha de curar a Orlando de su locura. En cuanto dicho astro derrame esta noche su luz sobre nuestras cabezas, nos pondremos en camino.
Durante el resto del día, trató el Apóstol de estas cosas y otras muchas; pero tan luego como el Sol se sepultó en el mar y asomó sus cuernos la Luna, preparose un carro que estaba destinado para recorrer las regiones celestiales: era el mismo en que desapareció en otro tiempo Elías de ante la vista de la asombrada multitud en las montañas de la Judea. El santo Evangelista unció a él cuatro corceles más resplandecientes que las llamas; Astolfo se colocó en él, empuñó las riendas y lo lanzó hacia el Cielo. Remontose el carro por los aires con tanta velocidad, que llegó en breve a la región del fuego eterno; pero el Santo amortiguó milagrosamente su ardor mientras la atravesaron. Después de haber pasado por la esfera del fuego, se dirigieron desde ella al reino de la Luna; vieron que en su mayor parte brillaba como un acero bruñido y sin mancha, y lo encontraron igual, o poco menos, contando en su tamaño los vapores que le rodean, a nuestro globo terráqueo con los mares que lo circundan y limitan.
Astolfo consideró allí con doble asombro que aquel astro, el cual nos parece un reducido círculo cuando le examinamos desde aquí abajo, era inmenso visto de cerca, y que necesitaba fijar con toda detención sus miradas cuando quería distinguir la tierra y el mar que la rodea, pues estando envuelta en la oscuridad, apenas eran perceptibles desde aquella elevada altura sus contornos. Descubrió en la Luna ríos, lagos y campos muy diferentes de los nuestros: otras llanuras, otros valles, otras montañas, otras ciudades y otros castillos muy distintos, y otras casas de una elevación cual nunca había visto el Paladín: allí existen además extensas y solitarias selvas, donde las Ninfas se entretienen en dar continua caza a las fieras.
Como la causa de la ascensión del Duque a las regiones de la Luna no había sido la de recorrerlas minuciosamente, tuvo que limitarse a apreciar su conjunto, y siguió al santo Apóstol, que le condujo a un valle encerrado entre dos montañas, en el cual se hallaban admirablemente recogidas todas las cosas que se pierden por culpa nuestra, por causa del tiempo o por los reveses de la fortuna: en una palabra, todo cuanto aquí se pierde va a parar allí. No hablo de los reinos o de las riquezas que la suerte prodiga o arrebata, sino de lo que esta no tiene facultades para dar o quitar. Allí se encuentran muchas reputaciones, que el tiempo, cual gusano roedor, corroe y concluye por destruir: allí se hallan infinitos ruegos y votos que los pecadores dirigen a Dios: las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo que se pierde inútilmente en el juego, la ilimitada ociosidad de los ignorantes, los proyectos vanos que no llegan a ejecutarse, los deseos no menos vanos, son tantos, y tantos que llenan la mayor parte de aquel valle: en resumen, allí arriba podréis encontrar todo cuanto aquí abajo habéis perdido.
Conforme iba pasando el Paladín por entre aquellos montones de cosas perdidas, dirigía preguntas a su guía con respecto a ellos: llamole, sobre todo, la atención uno de estos formado por vejigas hinchadas, en cuyo interior resonaban, al parecer, gritos tumultuosos; y supo que eran las coronas antiguas de los asirios, los lidios, los persas y los griegos, tan famosas en otros tiempos y hoy apenas conocidas. Después vio una masa confusa de anzuelos de oro y plata, que eran los regalos que, con esperanza de mayor recompensa, se ofrecen a los reyes, a los príncipes y a los poderosos. Vio unas guirnaldas, entre las que había redes ocultas; y preguntando lo que significaban, oyó que eran las lisonjas y adulaciones. Los versos hechos en alabanza de los magnates estaban representados por cigarras de molesto y discordante canto. Los amores mal correspondidos lo estaban por cadenas de oro y grillos de pedrería. Reparó en un montón de garras de águila, y supo que eran el emblema de la autoridad que los reyes dan a sus ministros: los fuelles que estaban esparcidos por todos los ribazos de la montaña, eran las promesas y los favores que los príncipes conceden a sus Ganimedes, y que se disipan con la edad florida de estos. Además vio Astolfo ruinas de castillos y ciudades mezcladas con tesoros: preguntó a su guía por ellas, y supo que eran tratados o conjuraciones mal encubiertas. Vio serpientes con rostro de doncella, indicando las acciones de los ladrones y monederos falsos; y vio bocas destrozadas de diferentes maneras, resultado de la triste condición de los cortesanos. Reparó en una gran masa de manjares esparcidos por el suelo, y preguntó al Apóstol lo que aquello significaba.
—«Es la limosna, le dijo, que deja alguno para que se reparta después de su muerte.»
Atravesó después una montaña cubierta de variadas flores, las cuales en otro tiempo exhalaban un olor agradable, convertido a la sazón en un insoportable hedor: era la donación (si es lícito decirlo) que Constantino hizo al buen Silvestre. Vio una prodigiosa abundancia de varillas de liga, que eran ¡oh mujeres! vuestros atractivos y encantos.
No acabaría nunca, si hubiera de enumerar en mis versos todas las cosas que allí vio Astolfo: todo cuanto procede de nosotros se encuentra allí reunido, excepto la locura, que no existe en poca ni en mucha cantidad, porque permanece constantemente en la Tierra. Allí contempló Astolfo los días que había malgastado en su vida y sus acciones inútiles: pero no habría podido conocerlos en sus distintas formas, si su guía no le hubiera llamado la atención sobre ellos. Después llegó donde estaba lo que creemos poseer tan firmemente, que jamás se nos ocurre pedir a Dios que nos lo conserve; hablo del juicio, el cual se hallaba en un monte, tan exclusivamente solo, como mezcladas las otras cosas que dejo enumeradas. Era como un líquido sutil y húmedo, pronto á evaporarse si no se le tiene bien tapado, y estaba contenido en muchos frascos de diferentes dimensiones adaptados a tal objeto. En el mayor de todos ellos estaba encerrado el juicio del señor de Anglante, y le encontraron fácilmente entre tantos, porque llevaba esta inscripción: «Juicio de Orlando.» Los demás frascos tenían escrito también el nombre de aquellos cuyo juicio contenían. El Duque vio que su correspondiente frasco estaba vacío en gran parte; pero observó con sorpresa que muchos de los que él suponía en el pleno uso de su razón, no tenían mucha, a juzgar por la cantidad encerrada en sus frascos respectivos. A unos se la había hecho perder el amor; a otros el deseo de honores; a otros el afán de atesorar riquezas, que les obligaba a cruzar la vasta extensión de los mares: estos la habían perdido por tener demasiada confianza en sus señores; aquellos por ir tras las farsas de la magia; varios por su pasión por las alhajas, o los cuadros; y otros, en fin, por aquello que más anhelaban. Los sofistas, los astrólogos y aun los poetas tenían allí como en depósito gran parte de su juicio.
Mediante la venia del escritor del oscuro Apocalipsis, Astolfo se apoderó del suyo: aproximó a sus narices el cuello de la botella que lo contenía, y creyó sentir que la parte de juicio que había perdido, volvía a colocarse en su primitivo asiento; lo cual sería así, puesto que Turpin confiesa que Astolfo se portó durante mucho tiempo con la mayor prudencia, hasta que un nuevo error que cometió, le trastornó otra vez el cerebro.
El Paladín cogió también la botella más grande y más llena, donde estaba el juicio que solía hacer prudente y sabio al Conde; la cual no era tan ligera como presumió al verla reunida a las otras en la montaña. Antes que el Paladín descendiese de aquella esfera llena de luz, el santo Apóstol le condujo a un palacio situado a orillas de un río: todas sus estancias estaban llenas de copos de lino, seda, algodón y lana, teñidos de variados colores, unos vivos y brillantes, y otros sucios y oscuros. En la primera galería, una mujer entrada en años iba formando madejas con sus hilos en unas devanaderas, cual se ve a las aldeanas en el Estío devanar la seda de los capullos mojados, durante la época de la recolección. Cuando se concluía un copo, otra anciana acudía con uno nuevo, y se llevaba a otra parte lo ya devanado, mientras que una tercera se ocupaba en separar los hilos más finos de los más toscos, que la primera devanaba sin hacer esta separación.
—¿Qué trabajo se hace aquí, preguntó Astolfo a Juan, que no lo puedo comprender?
—Esas viejas son las Parcas, respondió el Apóstol, y con esos estambres van hilando las vidas de vosotros los mortales. La vida humana dura tanto como uno de esos copos; ni un momento más. La Muerte y la Naturaleza tienen sus ojos fijos aquí constantemente, para saber la hora en que cada cual debe dejar de existir. Aquella anciana se cuida de escoger los hilos más hermosos, porque se tejen después para servir de adorno al Paraíso: con los más toscos se hacen fuertes ligaduras para los condenados.
Todos los copos que habían pasado ya por las devanaderas, y estaban preparados para otros trabajos, tenían puestas unas pequeñas planchas de hierro, de oro o de plata con los nombres de aquellos a quienes correspondían. Después se iban haciendo con ellos compactos montones, y un anciano se los iba llevando, sin darse punto de reposo, sin cansarse nunca y volviendo siempre en busca de otros nuevos. Aquel viejecillo era tan listo y ágil, que parecía haber nacido para correr constantemente; y recogiendo aquellas madejas en su manto, se las llevaba a otra parte con la mayor diligencia. En otro canto os diré dónde se dirigía y el objeto de su trabajo, si me indicáis que tenéis placer en ello, prestándome la halagüeña atención que acostumbráis.