Cornelio Tácito:
Annalium ab excessu divi Augusti libri
Annalium ab excessu divi Augusti libri
(Libros de anales
desde la muerte del divino Augusto)
De un tiempo a esta parte
se han popularizado los viajes turísticos literarios. El Dublín de Joyce, con el
ya internacionalmente famoso Bloomsday, por ejemplo; el Madrid de los Austrias de algunas novelas de Galdós o el de
Luces de Bohemia de Valle; el París de Balzac, el Londres de Conan Doyle, el
Bomarzo de Mújica Láinez o el Nueva York de Dos Passos, por ejemplo, son
destinos que cada vez atraen a más viajeros amantes de lo que los economistas
denominan el “valor añadido”. Frente a esta modalidad turística a mí me ha dado
por una variante que bien puede atraer a los impenitentes lectores que se
paseen por estas páginas. Consiste en llevarse como lectura de viaje alguna
obra cuya acción transcurra en los lugares que vamos a visitar, no tanto para
localizar ciertas referencias espaciales en el plano, cuanto para dedicarnos a
leer dichas obras “en” esos espacios, en el famoso in situ, como si nuestra lectura fuera parte de la obra misma y, al
volver alguna página, nos sorprendiéramos mencionados en ella como parte del
paisaje, salvando todos los anacronismos, por supuesto. Podría fijar como
precedente imperfecto la relectura de Campos de Nijar, de Goytisolo, hecha durante el viaje que nos dio a conocer, a mi
“conjunta” y a mí, aquella zona ásperamente andaluza. Aquel viaje se acerca más
al típico viaje literario mencionado al principio, si bien el hecho de volver a
leer la obra en los lugares descritos en ella puedo considerarlo una
anticipación de mi hábito actual. Hace
cuatro años leí Brooklyn Follies
en dicho barrio y en el magnífico jardín japonés de su cuidadísimo
Jardín Botánico, sin que ello me permitiera tener una opinión favorable de la
obra, aburrida y previsible, shallow…
Hace 30, sin embargo, leí, con devoción la Divina
Comedia, no en Florencia, sino en Verona, Lucca y Rávena, lugares de su
exilio donde es plausible que fuera componiéndola el perseguido vate.
Este año, en Roma, pero
también en Nápoles y Capri, he leído los Anales
de Tácito, un historiador que marca el inicio tímido de la historiografía
moderna, pues reclama no solo la fidelidad a las fuentes, sino la neutralidad
del redactor y la necesidad de avalar con documentación lo que se describe,
discriminando cuándo se recogen meros rumores y cuándo se hace eco de hechos y
dichos concretos verídicos, objetivos. Sentarse en una reparadora sombra del
Foro romano para leer, en pleno ferragosto, el desarrollo de hechos ocurridos
en esos lugares me ha llenado de una emoción extraña, casi indescriptible,
porque es poderosa la voz narradora de Tácito y deja espacio para veleidades
imaginativas. La época descrita se corresponde casi punto por punto con la
magnífica novela histórica de Robert Graves Yo,
Claudio, después convertida en más que memorable serie de televisión. De
hecho, bien puede decirse que poco trabajo tuvo don Robert, a juzgar por la
detallada información que nos facilita Tácito y la acertada caracterología casi novelesca con que nos
presenta los variados actores de sus Anales
. Este historiador tuvo una enorme influencia doctrinal durante la época del
Renacimiento y el Barroco españoles, porque su estilo lacónico y lleno de
aforismos lo convirtió en modelo de prosa y en fuente de doctrina moral y
política. De hecho, en las postrimerías del franquismo, aún hubo un grupo de
intelectuales que firmaba sus artículos, en los que planteaba la exigencia de
la democratización del país, bajo el pseudónimo de Tácito: Landelino Lavilla,
Álvarez de Miranda e Íñigo Clavero estaban entre ellos.
La lectura de los Anales no sólo es interesante por la
visión de la política de la época Imperial, sino, sobre todo, porque a Tácito
nada humano le es ajeno, y él es un observador atentísimo a las corrientes
sociales que se manifiestan durante los años que describe. Para el lector
desinformado, hay en estos dos volúmenes muchas sorpresas, entre las cuales,
acaso, el dominio de la oratoria que exhibe Tiberio sea lo primero que le llama
la atención. Como en el caso de la petición formulada por Marco Hórtalo para
que el emperador lo sacara de la pobreza, a él, nieto de Hortensio, el gran
orador. Tiberio se excusa de esta manera: [Si tal hiciera] Se relajaría el esfuerzo personal y crecería la indolencia si nadie saca
sus temores o esperanzas de sí mismo, y si todos esperan tranquilos la ayuda
ajena, holgazanes para sí y carga para nosotros. Un certero dardo actual a
quienes todo lo fían a la subvención estatal y nada a su propia iniciativa.
A lo largo de toda la obra
están presentes los principales rasgos de la civilización romana, entre los que
la importancia de la oratoria no es el que menos espacio ocupa. El libro está
lleno, sin embargo, de un rico anecdotario que favorece la lectura del mismo,
como, por ejemplo, el conocimiento de algo tan insospechado como que Calígula
sea un diminutivo de cáliga, la
sandalia típicamente militar, con la que se le relaciona por haber vivido en
los campamentos romanos siendo niño en compañía de sus padres.
Dada mi dedicación al
mundo del aforismo, no puede extrañarle al lector de estas páginas que aporte
aquí una muestra significativa de ese saber sentencioso que cimentó el
prestigió de Tácito desde que escribió sus Anales
hasta nuestros días, en que aún es objeto de estudio y de admiración:
A los rumores habría que dejarles tiempo para que
envejecieran: casi siempre los inocentes se ven desprotegidos ante los odios
frescos.
Las esperanzas de dominación van al principio cuesta
arriba, pero tras arrancar no faltan apoyos y servidores.
En un estado de corrupción moral es tan peligrosa la
adulación cuando es nula como cuando es excesiva.
Me veo obligado a dudar de si la inclinación de los
príncipes hacia unos y su odio hacia otros depende, como lo demás, del hado y
suerte ingénita, o si, por el contrario, hay algo que depende de nuestra
sabiduría y es posible seguir un camino libre de granjería y de peligros entre
la tajante rebeldía y el vergonzoso servilismo.
La verdad, a la que da sombra la adulación.
Cuán estrecho es el confín entre la ciencia y el error, y
qué oscuridades oculta la verdad.
Tal es la costumbre del vulgo, que busca un culpable para
los males fortuitos.
Los ánimos de los hombres se reblandecen en la calamidad.
Los males públicos son aprovechados por los individuos
como ocasión de ganarse gracia.
Si es más lamentable el verse acusado por amistad o el
acusar a un amigo, no me atrevería a decirlo.
Casi siempre ocurre que, tras unos comienzos
enérgicos, al final se impone la indiferencia.
La infamia es, para los que ya lo han hecho todo el
último de los placeres.
El
aspecto de los lugares no se cambia del mismo modo que los rostros de los
hombres.
Todo
gran escarmiento tiene algo de inicuo, pues se compensa el daño de unos pocos
con el bien común.
Muchas veces se cometen más
errores tratando de hacer bien que ofendiendo.
Hay virtudes que provocan la
aversión, como la severidad sin quiebra y el ánimo que no se deja ganar por
granjerías.
Lo propiamente importante,
con todo, no son estos aforismos que esmaltan sus Anales, sino, al margen de las noticias de toda índoloe que nos ofrece, la
reflexión sobre su cometido de historiador, tan alejada, por cierto, de los
compromisos mitológicos y fundacionales de tantos pseudohistoriadores –porque
más les casaría el título de fabuladores...– catalanes, recientemente tan “en
candelabro”… Tácito es plenamente consciente de la necesidad de remitirse a
fuentes fiables: No ignoro que parecerá fabuloso el que haya habido
mortales que, en una ciudad que de todo se enteraba y nada callaba, llegaran a
sentirse tan seguros. (…) Ahora bien, no cuento nada amañado para producir
asombro, sino lo que oí a personas más viejas y lo que de ellas leí, y de rechazar los rumores: El motivo por el que he recogido y criticado el rumor ha
sido el de invalidar con un claro ejemplo las falsas habladurías, y la de rogar
a aquellos en cuyas manos caiga nuestro trabajo (que no) antepongan los rumores
ni las cosas increíbles que se escuchan con avidez a la verdad y a los hechos
que no han sido alterados en función de lo maravilloso;
así como de adoptar una imparcialidad ante los hechos que
aún es, para él, un objetivo, no una conquista, porque nuestro historiador se
entromete en el curso de la narración de los hechos, si bien pide disculpas
enseguida, advirtiendo que transgrede un principio irrenunciable: Acerca del origen de Curcio Rufo, de quien algunos contaron que era
hijo de un gladiador, no quisiera declarar falsedades, pero me da vergüenza
relatar la verdad. (…) Tiberio trató de disimular sus pocos honrados orígenes
con estas palabras: “Curcio Rufo me parece nacido de sí mismo”. Resulta interesante también la
convicción de Tácito acerca de la importancia de ciertos hechos en
apariencia marginales o anecdóticos, pues ellos, a su juicio, permiten explicar
ciertos sucesos históricos: No ignoro que la mayor parte de los sucesos que he referido y he
de referir
pueden parecer insignificantes y poco dignos de memoria; pero es que nadie debe
comparar nuestros anales con la obra de quienes relataron la antigua historia
del pueblo romano. (…) Sin embargo, tiene su utilidad el examinar por dentro
hechos a primera vista intrascendentes, pero de los que con frecuencia surgen
grandes cambios de la situación.
Aquí podría parecer que se acerca al concepto unamuniano de la intrahistoria,
pero el ciudadano común, el pueblo llano, apenas aparece más que como sujeto
pasivo de la Historia, casi como mera
decoración de la “alta política” de la
clase dirigente. Con todo, Tácito sabe establecer la importancia real de
ciertos sucesos que, en apariencia, parecen tangenciales al devenir de la
“gran” historia.
La imparcialidad
histórica, esa suerte de fenomenológico poner entre paréntesis las propias
ideas, deseos, pasiones, emociones y juicios para no “contaminar” el relato,
está ausente de los Anales, pero tampoco su presencia es tan dominante como para que ésta
se convierta en una obra moralizadora, ni Tácito en un dómine cuyo único afán
sea edificarnos. Por otro lado, las vidas nada “ejemplares” cuya crónica le
toca escribir casi fuerzan a la invectiva distanciadora, aunque muy a menudo
son estimables reflexiones sobre el poder, la historia o la naturaleza humana
el resultado el resultad de ese choque entre su afán de verdad y los
irracionales hechos que le toca relatar: Aun entre
las conductas honestas se mantiene a duras penas el pudor, ¡Cuánto más difícil
era que se conservara la dignidad de la moderación o un resto de honestidad en
medio de aquella competición de vicios! O, más adelante: Aun cuando yo estuviera narrando guerras exteriores y muertes sufridas por
el estado, al ser tan similares en sus circunstancias, se hubiera apoderado de
mí la saciedad, y debería esperarme el tedio de los demás, quienes ya no
querrían saber de muertes de ciudadanos, aunque gloriosas, tristes y continuas.
Pero es que en estas circunstancias la servil sumisión y la cantidad de sangre
desperdiciada en plena paz agobian mi ánimo y lo hacen encogerse de tristeza. A
quienes lleguen a conocer todo esto no pediré, a modo de defensa, sino que me
permitan no odiar a quienes perecieron con tanta resignación. Aquella cólera de
los dioses contra Roma no fue, como los desastres militares o la cautividad de
ciudades, tal que se pueda dejar de lado una vez contada. Concédase a la
posteridad de los hombres ilustres el que al igual que en sus exequias quedan
al margen de la sepultura común, así, en la narración de sus momentos supremos,
reciban y tengan un recuerdo individual.
De todo ello ha de deducirse, por fuerza, una
visión negativa de los asuntos humanos y de las posibilidades explicativas de
la historia como disciplina: Cuantas más vueltas doy a los acontecimientos recientes y
a los antiguos, tanto más claramente me encuentro con que el capricho anda en
todas las cosas humanas. Y ya se sabe que por donde trisca el capricho
es raro que discurra el curso de la razón. Cuando oigo estas y otras
historias parecidas, [Relativas a las arbitrariedades de Tiberio], no sé si
pensar que las cosas de los mortales ruedan según el hado y una necesidad
inmutable o bien según el azar, una reflexión, como se advierte, que calcará Fernando de Rojas para
ponerla en boca de Pleberio cuando hace el planto por su hija Melibea, uno de los monólogos fundamentales de la
literatura española, del mismo modo que lo es también el de la pastora Marcela
del Quijote. Cuán estrecho –nos dice, finalmente, a guisa de conclusión de su
denodado esfuerzo histórico– es el confín
entre la ciencia y el error, y qué oscuridades oculta la verdad. Una visión
sorprendentemente moderna respecto de las posibilidades de conocer “realmente”
la inabarcable dimensión oculta de la verdad, como nos lo han permitido conocer
las revelaciones de Snowden o, antes, las de Assange.
Tácito es un defensor de
las tradicionales virtudes romanas, sometidas a durísima prueba con los
gobiernos de los sucesores de Augusto, especialmente con Calígula y con Nerón, cuyos años de gobierno
pueden leerse como sendas monografías de la depravación que incluso hacen bueno
a Tiberio o a Claudio, el primero, un excelente orador, el segundo, un
gramático aficionado que consiguió imponer tres nuevas letras al alfabeto
latino que, sin embargo, no han quedado. Son constantes a lo largo del libro
las apelaciones a las esencias romanas puestas en entredicho por las acciones
incalificables de los monstruosos emperadores a los que, sorprendentemente,
tanto tardaron en pararles los pies. Para no alargarme en exceso, dejaré una
muestra de la oratoria tiberiana, de modo que se aprecie el elogio que Tácito
hace de ella:
No ignoro que en banquetes y reuniones se denuncian estos
excesos y que se pide un límite; pero si alguno promulga una ley y establece
penas aquellos mismos clamarán que se subvierte la ciudad, que se fragua la
perdición de los más resplandecientes ciudadanos, que nadie está totalmente
libre de culpa. Y sin embargo, tampoco las enfermedades corporales viejas y
agravadas por crónicas pueden reprimirse a no ser con remedios duros y ásperos;
el espíritu a un tiempo corrompido y corruptor, abrasado y ardiente, es preciso
apagarlo con remedios no más leves que las pasiones que lo abrasan. De tantas
leyes que los mayores excogitaron, tantas que promulgó el divino Augusto, están
aquéllas abolidas por el olvido, y éstas, lo que es más escandaloso, por el
desprecio, con lo que han venido a hacer del lujo algo más seguro. Pues si
deseas lo que aún no está prohibido, puedes temer que se te prohíba; pero si
violas impunemente las prohibiciones, ya no te quedará ni miedo ni vergüenza.
¿Por qué reinaba antaño la austeridad? Porque cada cual se moderaba a sí mismo,
porque éramos ciudadanos de una sola ciudad; tampoco cuando nuestro dominio se
limitaba a Italia teníamos esas tentaciones. Aprendimos en las victorias
exteriores a consumir los recursos ajenos, y en las civiles también los
nuestros. Y después de todo, ¡qué limitada importancia tiene eso sobre lo que
llaman la atención los ediles, qué poca consideración exige si se mira a lo
demás! Porque, por Hércules, nadie nos cuenta que Italia está necesitada de
ayuda exterior, que la vida del pueblo romano se desenvuelve día a día entre
las incertidumbres del mar y de las tempestades [el cereal que llegaba por
barco desde África y Oriente]; y si los recursos de las provincias no nos
subvinieran a señores, esclavos y campos, parece que tendrían que protegernos
nuestros parques y nuestras villas. Ésta es, senadores, la preocupación del
príncipe: si se la descuida arrastrará al estado a la ruina. Para lo demás hay
que aplicar el remedio dentro del alma: que a nosotros el honor, a los pobres
la necesidad, a los ricos la hartura nos haga mejores. O si alguno de los
magistrados promete tanta actividad y severidad que se siente capaz de salir al
paso del problema, yo lo alabo y reconozco que me libera de una parte de mis
fatigas. Pero si lo que quieren es acusar los vicios y luego, cuando el asno
les ha proporcionado la gloria, dejan abiertos los enconos para pasármelos a
mí, creedme, senadores, que tampoco yo estoy ansioso de resentimientos; y si
por el bien del estado los afronto graves y muchas veces injustos, tengo
derecho a rechazar los vanos y sin fundamento y que ni a mí ni a vosotros
reportan beneficio alguno.”