sábado, 21 de diciembre de 2013

Lecturas ad locum: Los Anales, de Tácito



Cornelio Tácito:
Annalium ab excessu divi Augusti libri 
(Libros de anales desde la muerte del divino Augusto)

De un tiempo a esta parte se han popularizado los viajes turísticos literarios. El Dublín de Joyce, con el ya internacionalmente famoso Bloomsday,  por ejemplo; el Madrid de los  Austrias de algunas novelas de Galdós o el de Luces de Bohemia de Valle; el París de Balzac, el Londres de Conan Doyle, el Bomarzo de Mújica Láinez o el Nueva York de Dos Passos, por ejemplo, son destinos que cada vez atraen a más viajeros amantes de lo que los economistas denominan el “valor añadido”. Frente a esta modalidad turística a mí me ha dado por una variante que bien puede atraer a los impenitentes lectores que se paseen por estas páginas. Consiste en llevarse como lectura de viaje alguna obra cuya acción transcurra en los lugares que vamos a visitar, no tanto para localizar ciertas referencias espaciales en el plano, cuanto para dedicarnos a leer dichas obras “en” esos espacios, en el famoso in situ, como si nuestra lectura fuera parte de la obra misma y, al volver alguna página, nos sorprendiéramos mencionados en ella como parte del paisaje, salvando todos los anacronismos, por supuesto. Podría fijar como precedente imperfecto la relectura de Campos de Nijar, de Goytisolo, hecha  durante el viaje que nos dio a conocer, a mi “conjunta” y a mí, aquella zona ásperamente andaluza. Aquel viaje se acerca más al típico viaje literario mencionado al principio, si bien el hecho de volver a leer la obra en los lugares descritos en ella puedo considerarlo una anticipación  de mi hábito actual. Hace cuatro años leí Brooklyn Follies  en dicho barrio y en el magnífico jardín japonés de su cuidadísimo Jardín Botánico, sin que ello me permitiera tener una opinión favorable de la obra, aburrida y previsible, shallow… Hace 30, sin embargo, leí, con devoción la Divina Comedia, no en Florencia, sino en Verona, Lucca y Rávena, lugares de su exilio donde es plausible que fuera componiéndola el perseguido vate.
Este año, en Roma, pero también en Nápoles y Capri, he leído los Anales de Tácito, un historiador que marca el inicio tímido de la historiografía moderna, pues reclama no solo la fidelidad a las fuentes, sino la neutralidad del redactor y la necesidad de avalar con documentación lo que se describe, discriminando cuándo se recogen meros rumores y cuándo se hace eco de hechos y dichos concretos verídicos, objetivos. Sentarse en una reparadora sombra del Foro romano para leer, en pleno ferragosto, el desarrollo de hechos ocurridos en esos lugares me ha llenado de una emoción extraña, casi indescriptible, porque es poderosa la voz narradora de Tácito y deja espacio para veleidades imaginativas. La época descrita se corresponde casi punto por punto con la magnífica novela histórica de Robert Graves Yo, Claudio, después convertida en más que memorable serie de televisión. De hecho, bien puede decirse que poco trabajo tuvo don Robert, a juzgar por la detallada información que nos facilita Tácito y la acertada  caracterología casi novelesca con que nos presenta los variados actores de sus Anales . Este historiador tuvo una enorme influencia doctrinal durante la época del Renacimiento y el Barroco españoles, porque su estilo lacónico y lleno de aforismos lo convirtió en modelo de prosa y en fuente de doctrina moral y política. De hecho, en las postrimerías del franquismo, aún hubo un grupo de intelectuales que firmaba sus artículos, en los que planteaba la exigencia de la democratización del país, bajo el pseudónimo de Tácito: Landelino Lavilla, Álvarez de Miranda e Íñigo Clavero estaban entre ellos.
La lectura de los Anales no sólo es interesante por la visión de la política de la época Imperial, sino, sobre todo, porque a Tácito nada humano le es ajeno, y él es un observador atentísimo a las corrientes sociales que se manifiestan durante los años que describe. Para el lector desinformado, hay en estos dos volúmenes muchas sorpresas, entre las cuales, acaso, el dominio de la oratoria que exhibe Tiberio sea lo primero que le llama la atención. Como en el caso de la petición formulada por Marco Hórtalo para que el emperador lo sacara de la pobreza, a él, nieto de Hortensio, el gran orador. Tiberio se excusa de esta manera: [Si tal hiciera] Se relajaría el esfuerzo personal y crecería la indolencia si nadie saca sus temores o esperanzas de sí mismo, y si todos esperan tranquilos la ayuda ajena, holgazanes para sí y carga para nosotros. Un certero dardo actual a quienes todo lo fían a la subvención estatal y nada a su propia iniciativa.
A lo largo de toda la obra están presentes los principales rasgos de la civilización romana, entre los que la importancia de la oratoria no es el que menos espacio ocupa. El libro está lleno, sin embargo, de un rico anecdotario que favorece la lectura del mismo, como, por ejemplo, el conocimiento de algo tan insospechado como que Calígula sea un diminutivo de cáliga, la sandalia típicamente militar, con la que se le relaciona por haber vivido en los campamentos romanos siendo niño en compañía de sus padres.
Dada mi dedicación al mundo del aforismo, no puede extrañarle al lector de estas páginas que aporte aquí una muestra significativa de ese saber sentencioso que cimentó el prestigió de Tácito desde que escribió sus Anales hasta nuestros días, en que aún es objeto de estudio y de admiración:
*    A los rumores habría que dejarles tiempo para que envejecieran: casi siempre los inocentes se ven desprotegidos ante los odios frescos.
*    Las esperanzas de dominación van al principio cuesta arriba, pero tras arrancar no faltan apoyos y servidores.
*    En un estado de corrupción moral es tan peligrosa la adulación cuando es nula como cuando es excesiva.
*    Me veo obligado a dudar de si la inclinación de los príncipes hacia unos y su odio hacia otros depende, como lo demás, del hado y suerte ingénita, o si, por el contrario, hay algo que depende de nuestra sabiduría y es posible seguir un camino libre de granjería y de peligros entre la tajante rebeldía y el vergonzoso servilismo.
*    La verdad, a la que da sombra la adulación.
*    Cuán estrecho es el confín entre la ciencia y el error, y qué oscuridades oculta la verdad.
*    Tal es la costumbre del vulgo, que busca un culpable para los males fortuitos.
*    Los ánimos de los hombres se reblandecen en la calamidad.
*    Los males públicos son aprovechados por los individuos como ocasión de ganarse gracia.
*    Si es más lamentable el verse acusado por amistad o el acusar a un amigo, no me atrevería a decirlo.
*    Casi siempre ocurre que, tras unos comienzos enérgicos, al final se impone la indiferencia.
*    La infamia es, para los que ya lo han hecho todo el último de los placeres.
*    El aspecto de los lugares no se cambia del mismo modo que los rostros de los hombres.
*    Todo gran escarmiento tiene algo de inicuo, pues se compensa el daño de unos pocos con el bien común.
*   Muchas veces se cometen más errores tratando de hacer bien que ofendiendo.
*   Hay virtudes que provocan la aversión, como la severidad sin quiebra y el ánimo que no se deja ganar por granjerías.
Lo propiamente importante, con todo, no son estos aforismos que esmaltan sus Anales, sino, al margen de las noticias de toda índoloe que nos ofrece, la reflexión sobre su cometido de historiador, tan alejada, por cierto, de los compromisos mitológicos y fundacionales de tantos pseudohistoriadores –porque más les casaría el título de fabuladores...– catalanes, recientemente tan “en candelabro”… Tácito es plenamente consciente de la necesidad de remitirse a fuentes fiables:  No ignoro que parecerá fabuloso el que haya habido mortales que, en una ciudad que de todo se enteraba y nada callaba, llegaran a sentirse tan seguros. (…) Ahora bien, no cuento nada amañado para producir asombro, sino lo que oí a personas más viejas y lo que de ellas leí, y de rechazar los rumores: El motivo por el que he recogido y criticado el rumor ha sido el de invalidar con un claro ejemplo las falsas habladurías, y la de rogar a aquellos en cuyas manos caiga nuestro trabajo (que no) antepongan los rumores ni las cosas increíbles que se escuchan con avidez a la verdad y a los hechos que no han sido alterados en función de lo maravilloso; así como de adoptar una imparcialidad ante los hechos que aún es, para él, un objetivo, no una conquista, porque nuestro historiador se entromete en el curso de la narración de los hechos, si bien pide disculpas enseguida, advirtiendo que transgrede un principio irrenunciable: Acerca del origen de Curcio Rufo, de quien algunos contaron que era hijo de un gladiador, no quisiera declarar falsedades, pero me da vergüenza relatar la verdad. (…) Tiberio trató de disimular sus pocos honrados orígenes con estas palabras: “Curcio Rufo me parece nacido de sí mismo”. Resulta interesante también la  convicción de Tácito acerca de la importancia de ciertos hechos en apariencia marginales o anecdóticos, pues ellos, a su juicio, permiten explicar ciertos sucesos históricos: No ignoro que la mayor parte de los sucesos que he referido y he de referir pueden parecer insignificantes y poco dignos de memoria; pero es que nadie debe comparar nuestros anales con la obra de quienes relataron la antigua historia del pueblo romano. (…) Sin embargo, tiene su utilidad el examinar por dentro hechos a primera vista intrascendentes, pero de los que con frecuencia surgen grandes cambios de la situación. Aquí podría parecer que se acerca al concepto unamuniano de la intrahistoria, pero el ciudadano común, el pueblo llano, apenas aparece más que como sujeto pasivo  de la Historia, casi como mera decoración de la “alta política”  de la clase dirigente. Con todo, Tácito sabe establecer la importancia real de ciertos sucesos que, en apariencia, parecen tangenciales al devenir de la “gran” historia.
La imparcialidad histórica, esa suerte de fenomenológico poner entre paréntesis las propias ideas, deseos, pasiones, emociones y juicios para no “contaminar” el relato, está ausente  de los Anales, pero tampoco su presencia es tan dominante como para que ésta se convierta en una obra moralizadora, ni Tácito en un dómine cuyo único afán sea edificarnos. Por otro lado, las vidas nada “ejemplares” cuya crónica le toca escribir casi fuerzan a la invectiva distanciadora, aunque muy a menudo son estimables reflexiones sobre el poder, la historia o la naturaleza humana el resultado el resultad de ese choque entre su afán de verdad y los irracionales hechos que le toca relatar: Aun entre las conductas honestas se mantiene a duras penas el pudor, ¡Cuánto más difícil era que se conservara la dignidad de la moderación o un resto de honestidad en medio de aquella competición de vicios! O, más adelante: Aun cuando yo estuviera narrando guerras exteriores y muertes sufridas por el estado, al ser tan similares en sus circunstancias, se hubiera apoderado de mí la saciedad, y debería esperarme el tedio de los demás, quienes ya no querrían saber de muertes de ciudadanos, aunque gloriosas, tristes y continuas. Pero es que en estas circunstancias la servil sumisión y la cantidad de sangre desperdiciada en plena paz agobian mi ánimo y lo hacen encogerse de tristeza. A quienes lleguen a conocer todo esto no pediré, a modo de defensa, sino que me permitan no odiar a quienes perecieron con tanta resignación. Aquella cólera de los dioses contra Roma no fue, como los desastres militares o la cautividad de ciudades, tal que se pueda dejar de lado una vez contada. Concédase a la posteridad de los hombres ilustres el que al igual que en sus exequias quedan al margen de la sepultura común, así, en la narración de sus momentos supremos, reciban y tengan un recuerdo individual.
De todo ello ha de deducirse, por fuerza, una visión negativa de los asuntos humanos y de las posibilidades explicativas de la historia como disciplina: Cuantas más vueltas doy a los acontecimientos recientes y a los antiguos, tanto más claramente me encuentro con que el capricho anda en todas las cosas humanas.  Y ya se sabe que por donde trisca el capricho es raro que discurra el curso de la razón. Cuando oigo estas y otras historias parecidas, [Relativas a las arbitrariedades de Tiberio], no sé si pensar que las cosas de los mortales ruedan según el hado y una necesidad inmutable o bien según el azar, una reflexión, como se advierte, que calcará Fernando de Rojas para ponerla en boca de Pleberio cuando hace el planto por su hija Melibea,  uno de los monólogos fundamentales de la literatura española, del mismo modo que lo es también el de la pastora Marcela del Quijote. Cuán estrecho –nos dice, finalmente, a guisa de conclusión de su denodado esfuerzo histórico– es el confín entre la ciencia y el error, y qué oscuridades oculta la verdad. Una visión sorprendentemente moderna respecto de las posibilidades de conocer “realmente” la inabarcable dimensión oculta de la verdad, como nos lo han permitido conocer las revelaciones de Snowden o, antes, las de Assange.
Tácito es un defensor de las tradicionales virtudes romanas, sometidas a durísima prueba con los gobiernos de los sucesores de Augusto, especialmente con  Calígula y con Nerón, cuyos años de gobierno pueden leerse como sendas monografías de la depravación que incluso hacen bueno a Tiberio o a Claudio, el primero, un excelente orador, el segundo, un gramático aficionado que consiguió imponer tres nuevas letras al alfabeto latino que, sin embargo, no han quedado. Son constantes a lo largo del libro las apelaciones a las esencias romanas puestas en entredicho por las acciones incalificables de los monstruosos emperadores a los que, sorprendentemente, tanto tardaron en pararles los pies. Para no alargarme en exceso, dejaré una muestra de la oratoria tiberiana, de modo que se aprecie el elogio que Tácito hace de ella:

No ignoro que en banquetes y reuniones se denuncian estos excesos y que se pide un límite; pero si alguno promulga una ley y establece penas aquellos mismos clamarán que se subvierte la ciudad, que se fragua la perdición de los más resplandecientes ciudadanos, que nadie está totalmente libre de culpa. Y sin embargo, tampoco las enfermedades corporales viejas y agravadas por crónicas pueden reprimirse a no ser con remedios duros y ásperos; el espíritu a un tiempo corrompido y corruptor, abrasado y ardiente, es preciso apagarlo con remedios no más leves que las pasiones que lo abrasan. De tantas leyes que los mayores excogitaron, tantas que promulgó el divino Augusto, están aquéllas abolidas por el olvido, y éstas, lo que es más escandaloso, por el desprecio, con lo que han venido a hacer del lujo algo más seguro. Pues si deseas lo que aún no está prohibido, puedes temer que se te prohíba; pero si violas impunemente las prohibiciones, ya no te quedará ni miedo ni vergüenza. ¿Por qué reinaba antaño la austeridad? Porque cada cual se moderaba a sí mismo, porque éramos ciudadanos de una sola ciudad; tampoco cuando nuestro dominio se limitaba a Italia teníamos esas tentaciones. Aprendimos en las victorias exteriores a consumir los recursos ajenos, y en las civiles también los nuestros. Y después de todo, ¡qué limitada importancia tiene eso sobre lo que llaman la atención los ediles, qué poca consideración exige si se mira a lo demás! Porque, por Hércules, nadie nos cuenta que Italia está necesitada de ayuda exterior, que la vida del pueblo romano se desenvuelve día a día entre las incertidumbres del mar y de las tempestades [el cereal que llegaba por barco desde África y Oriente]; y si los recursos de las provincias no nos subvinieran a señores, esclavos y campos, parece que tendrían que protegernos nuestros parques y nuestras villas. Ésta es, senadores, la preocupación del príncipe: si se la descuida arrastrará al estado a la ruina. Para lo demás hay que aplicar el remedio dentro del alma: que a nosotros el honor, a los pobres la necesidad, a los ricos la hartura nos haga mejores. O si alguno de los magistrados promete tanta actividad y severidad que se siente capaz de salir al paso del problema, yo lo alabo y reconozco que me libera de una parte de mis fatigas. Pero si lo que quieren es acusar los vicios y luego, cuando el asno les ha proporcionado la gloria, dejan abiertos los enconos para pasármelos a mí, creedme, senadores, que tampoco yo estoy ansioso de resentimientos; y si por el bien del estado los afronto graves y muchas veces injustos, tengo derecho a rechazar los vanos y sin fundamento y que ni a mí ni a vosotros reportan beneficio alguno.”

sábado, 7 de diciembre de 2013

Confesiones de un "docilitador" de nuevo cuño...

 El docilitador (o el cortaúñas).*
 (Basado en hechos reales)

docilitar: Hacer a alguien dócil, suave, apacible, capaz de recibir fácilmente la enseñanza. (RAE)

Antes, siempre, aunque no sin reparos, ponía “Docente” en la casilla dedicada a la “profesión” en el impreso de renovación del DNI. La última vez que me caducó tuve que escoger entre la realidad y la ficción. Escogí la realidad y acabé poniendo Docilitador. Declarar mi profesión a los demás, por el motivo que fuera, suponía el embarazo de tener que defender unos periodos de vacaciones con un periodo ciceroniano capaz de persuadir a mis interlocutores de la bondad de mis argumentos, es decir, de la hórrida aspereza del desempeño profesional. Desde que me declaro docilitador, en vez de docente, la percepción ajena de mi trabajo ha cambiado de modo radical. Donde antes se precisaba una elocuencia ática, ahora recibo una compasión empática que justifica e incluso ve cortos esos periodos vacacionales: “Debe de ser muy duro, ¿no?” “¡Ciento ochenta adolescentes a tu cargo! Yo tengo dos y ya estoy desesperada…” “¡Qué valor, encerrarte con tantas fieras! ¡Y cada uno hijo de su padre y de su madre!” “¿Y dices que nos has hecho ningún curso de artes marciales? ¡Admirable!” “El vuestro sí que es estrés, no el de esos controladores salvajes…”
La degradación franca de las condiciones de mi puesto de trabajo y de mis funciones en un INS me han obligado a este cambio que se adecua a la perfección al nombre de mi nueva profesión. De poder explicar la crisis intelectual del 98, según el oportuno estudio de Inman Fox, a la labor de docilitación actual, media un abismo, en efecto, pero, sin pretender ser cínico, porque la situación es lo suficientemente patética como para no caer en el vicio retórico, es evidente que, desde la perspectiva material, el progreso ha sido notable: pocas horas de trabajo previo; pocas horas de corrección posterior; jornada laboral aceptable; vacaciones espléndidas; insufribles reuniones que se convierten en ocasión idónea para que el cuerpo se exprese libremente en forma de sopor tan invencible como disculpable (¿quién puede luchar contra la naturaleza cuando ésta se desata?); clases de docilitación que desarrollan el espíritu de mando y que exigen dominar la añosa  y previsible retórica del “por vuestro bien, vuestro futuro, vuestra autoestima, vuestra integración social, el día de mañana, personas de provecho, etc.”
Como en cualquier disciplina, también en la docilitación –lo propio sería docilitacencia– hay algunos insoslayables highlights –discúlpeseme el barbarismo, producto de la afición a las piezas estelares de la ópera– que se repiten a lo largo de la impartición de la materia:
“He dicho que está prohibido desperezarse en clase”
“Siéntese bien, hombre de Dios, la espalda contra el respaldo de la silla, los codos sobre la mesa, que no está Vd. en un bar, sino en una clase”
“¡Pero cómo se le ocurre escupir en el suelo! ¿Dónde se ha creído Vd. que está! Coja un papel, limpie esa porquería y tírelo después a la papelera, inmediatamente”.
“Haga el favor de no sorber los mocos, que es de muy mala educación –y un puntito nauseabunbo–. Los pañuelos de papel están para algo, ¿no le parece? ¿Pero es que nadie le ha dicho que convertir las narices en una cafetera es algo que está mal visto socialmente”
“¡Pero quiere dejar de darle pataditas a su compañero de delante! ¿Es que no recuerda cuáles son los animales que se expresan mediante coces?”
“¡Quieren hacer el favor de hablar de uno en uno! Levanten la mano, si quieren hablar, y háganlo a medida que yo les diga que pueden hacerlo. ¿Pero cómo es posible que en más de seis meses de curso que llevamos aún no hayan entendido una orden tan sencilla como ésta?”
“¡Vd., ese chicle, a la papelera! ¿Pero cómo es posible que ¡a las ocho de la mañana! esté Vd. ya  masticando chicle? ¿Ha desayunado? ¿Cómo que tantos de Vds. no han desayunado? ¡Pero cómo creen que funciona el cerebro! O le dan Vds, su alimento, hidratos de carbono de asimilación lenta, o no me extraña que se despisten Vds. con esa facilidad asombrosa… Tomen nota de lo que ha de ser un desayuno saludable…”
“¡Que no griten, por el amor de Cristo! ¡Quién les ha dicho que los seres humanos se entienden a gritos proferidos al tiempo! ¿No se dan cuenta de que cada vez que gritamos  dejamos de ser personas? Lo propio de las personas es el diálogo, ¡y por riguroso turno!; lo propio de los animales, chillarse amenazadoramente al unísono”.
“¿Cuántas veces les he de decir que no les está permitido insultarse entre Vds., que los insultos son manifestaciones violentas que sólo conducen a un mayor grado de violencia?
“¿Cómo que no ha traído el material? ¿Entonces a qué viene Vd. a la clase, a pasar el rato, a hacer vida social, a molestar, de “visita”? ¿Y le parece normal? Ni un papel ni un bolígrafo ni nada… Pues así aquí no lo quiero: vaya a la sala de profesores y diga que está Vd. expulsado por no haber traído el material mínimo indispensable.”
“¡Pues claro que se va a sentar con su compañera y va a hacer el ejercicio con ella, hasta ahí podríamos llegar! Y más valía, la verdad, que la imitara un poco y se pusiera Vd. a trabajar”.
“Veamos, he explicado el ejercicio diez veces ¿y me quiere Vd. hacer creer que no lo ha entendido? Para entender algo, amigo mío, hay que hacer un esfuerzo por comprender; no puede uno repantigarse en la silla, como si hubiera venido a una sesión del Circo de la Alegría, en vez de a una clase. El conocimiento se aprende, sí, pero primero se aprehende, con su hermosa hache intercalada, y eso sólo puede salir de Vd., desgraciadamente...”
“¡Ay, que desgraciado poder tienen Vd. en sus inconscientes manos! ¡Un poder que no se lo merecen! Fíjense bien en lo que les digo: nadie, absolutamente nadie, tiene poder sobre la Tierra para hacerles a Vds, estudiar, si Vds. no quieren, ¡nadie!; ni nosotros ni sus padres ni las autoridades: ¡nadie! Si Vds. dicen que en esas ociosas molleritas no entra el más mínimo conocimiento, pues no entra. ¿No es una tragedia? ¡De calibre mayor!”
Podría seguir rellenando “planas” que en modo alguno servirían para enmendárselas a quienes nos las presentan impolutas, inmaculadas, llenas de insignificancia y triste determinismo; pero como botón de muestra casi da en sotana… He ahí, pues, parte de los contenidos de la profesión docilitadora, una tarea que tiene otras labores anejas como las de vigilancia de patios, de pasillos, de puerta de acceso al centro, de aulas, de acompañante de accidentados al ambulatorio, etc.,  muy propias de la capacitación profesional de quienes han hecho una carrera universitaria y han pasado unas oposiciones de las que, es un suponer, han salido investidos con la acreditación de un alto grado de competencia profesional. Sí, la profesión docente en la Secundaria se parece cada día más a la de los cirujanos que, por falta de plazas en la Sanidad, están empleados de pedicuros en los geriátricos y han cambiado el bisturí por el cortaúñas.

* Texto publicado en la desaparecida revista digital Deseducativos y que hoy rescato para hacerlo llegar a nuevos públicos.