martes, 28 de junio de 2016

“Vindicación de los derechos de la mujer”. Mary Wollstonecraft, contundente feminista persuasiva, e ilustrada europeísta de pro.


Autor: John Opie (1797)
    

Entre las razones del corazón y el corazón valiente de las razones de ayer, de hoy y de mañana: Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft.
       
Por esos azares del destino, y como ya anuncié cuando colgué el texto de Barbauld, traigo a este Diario un recensión del interesante, aunque algo repetitivo, libro de Mary Wollstonecraft -un apellido cuya traducción literal nos daría algo parecido a “el deseo hecho en piedra”- escrito en unas pocas semanas y con el subidón entusiasta de las primeras noticias que le llegaban de la Revolución Francesa. Se trata de una edición magnífica de Marta Lois Gonzalez para la editorial Istmo, con un prólogo muy documentado y unas notas a pie de página perfectamente dosificadas y con alto valor referencial. De hecho, lo acabó en Francia, adonde se desplazó, llevada por ese entusiasmo histórico, para vivir de primera mano acontecimientos que se revelaron tan trascendentales para la historia de Europa y del mundo. A su manera, actuó como quienes se presentaron en Berlín para contemplar la caída del muro, como el protagonista del libro de Ian McEwan, Los perros negros, por ejemplo. En estos días del Brexit, ya digo, no deja de llamar la atención que Wollstonecraft aúne la defensa de los derechos de la mujer con la visión europeísta de la extensión de los derechos humanos que supuso en su origen la Revolución Francesa. Estoy convencido de que le hubiera afeado a Cameron la estupidez política de convocar una bomba de relojería, que en eso se ha convertido el famoso Brexit. Ha estallado, finalmente, y aún no se atisba quién va a reparar los daños sociales provocados ni quién va a encargarse de limpiar el lugar de la explosión, lleno de escombros y destrucción. El libro no es propiamente un listado clásico de reivindicaciones, sino una suerte de ensayo más o menos compendioso de todas las ideas que Wollstonecraft defendió a lo largo de su vida, no solo intelectualmente, sino también en la práctica, como lo demuestra la creación de la escuela privada donde intentó traducir en la práctica sus adelantados ideales pedagógicos, muy parecidos a los de la Institución Libre de Enseñanza,  o su unión libre con Gilbert Imlay, un americano que luchó contra los ingleses por la independencia del nuevo país, con quien tuvo a su primera hija, a la que le puso el nombre de Fanny, el de su mejor amiga, con quien creó la escuela y que murió de parto en Lisboa, una muerte paralela a la suya, pues Mary murió al poco de haber tenido con el filósofo William Godwin a su hija Mary, la futura Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. Antes de Imlay, Mary ya se había enamorado arrebatadamente del pintor Fuseli, a quien le había propuesto una insólita convivencia “a tres” que horrorizó a la mujer del pintor, razón por la cual Fuseli optó por su mujer y abandonó a Wollstonecraft. Al casarse con Godwin (los dos contrayentes estaban en contra de la institución matrimonial, curiosamente…) se supo que Wollstonecraft no había estado casada con Imlay, por lo que su situación irregular de mujer amancebada y con una hija pasó onerosa factura al nuevo matrimonio, que perdió no pocas amistades, conocidos y familiares; ello nos indica, si bien muy escuetamente, que la propia vida de la autora tiene unos ingredientes “novelescos” tales, que por sí misma es merecedora de atenta y apasionada lectura, porque esa “mujer fuerte” que fue Wollstonecraft hubo de serlo en una sociedad cuyo rechazo cayó sobre ella inmisericordemente. No solo estaba amancebada con Imlay, sino que cuando este la abandonó, porque ya no encontraba aliciente en una Wollstonecraft volcada en la crianza de su hija y en su trabajo intelectual, en vez de en la pasión que ambos habían compartido, intentó suicidarse, sin ocultar en ningún momento que lo suyo no había sido un “accidente”, sino un deliberado intento de suicidio. La tensión entre las ideas y la pasión forma parte de la vida de Wollstonecraft, si bien su labor intelectual fue prioritaria para ella, como lo prueba no solo el presente ensayo, piedra angular del movimiento feminista europeo, sino su obra narrativa y su obra histórica acerca de los orígenes de la Revolución Francesa. Si algo sorprende del presente libro, Vindicación…, es su total modernidad y la claridad conceptual irrebatible con que Wollstonecraft no solo defiende principios que a algunos conservadores de nuestro tiempo les cuesta admitir, sino que se anticipa a conquistas que tardarán mucho tiempo en realizarse socialmente, como la coeducación, por ejemplo. El libro no solo es una defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres -Quiero al hombre como compañero; pero su cetro, real o usurpado, no se extiende hasta mí, salvo que la razón de un individuo demande mi homenaje; e incluso entonces la sumisión es a la razón y no al hombre-, sino que se ofrece a los lectores como una explicación del atraso de la mujer, sometida al mero papel de reproductora de la especie, un ser que ha de dedicarse prioritariamente a esa función y no tener otro objetivo en la vida que preocuparse de las cosas de la casa, de sí misma, desde la higiene hasta el aspecto, de conquistar a un hombre y de su familia. El libro no es solo, ya digo, un feroz y lúcido alegato contra la supremacía masculina que ha impedido que la mujer se desarrolle intelectualmente, sino una suerte de programa político de ordenación de la sociedad en el que también se incluyen aspectos de tanta importancia como el diseño de un sistema educativo que libere a hombres y mujeres, el derecho a voto de las mujeres, el establecimiento de derechos igualitarios en el contrato matrimonial y en las herencias, etc. Es decir, no hay ámbito social en el que Wollstonecraft no deje de recordar la injusticia que supone la organización social de su época, ese patriarcado en el que la mujer solo disfruta del poder indirecto que le confiere su relación individual con su esposo y su autoridad como madre de familia. Wollstonecraf escoge a Rousseau como adversario, y a fe que lo tiene fácil, porque el ginebrino dice tantas barbaridades acerca del papel de la mujer en la sociedad, condensadas todas ellas en el capítulo V de su Emilio o la educación, donde describe a la “pareja ideal” de Emilia, a la que bautiza, paradójicamente, con el nombre de Sofía, que resulta poco menos que imposible no vapulearlo con total garantía de éxito:  Rousseau expresa que una mujer jamás debería, ni por un momento, sentirse independiente, que debería moverse por el miedo a ejercitar su astucia natural, y que se trata de hacer de ella una esclava coqueta, con el fin de convertirse en un objeto de deseo más seductor, una compañía más dulce para el hombre, cuando quiera relajarse. Lleva sus argumentos todavía más lejos, pretendiendo extraerlos de los indicios de la naturaleza, e insinúa que verdad y fortaleza, las piedras angulares de toda virtud humana, deberían ser cultivadas con ciertas restricciones, porque, en relación al carácter femenino, la obediencia constituye la gran lección que debe inculcarse con vigor implacable, dice ella que dice Rousseau, pero cuando inserta en su estudio las citas textuales del ginebrino, entonces sí que las carnes se nos abren por completo: La investigación de verdades abstractas y especulativas, de principios y axiomas de las ciencias, en definitiva, de todo lo que tiende a generalizar nuestras ideas, no es la provincia adecuada de las mujeres; sus estudios todos deben remitirse a la práctica. (…) Todas las reflexiones de las mujeres deben dirigirse, en lo que se refiere de modo inmediato a sus deberes, al estudio de los hombres o a la consecución de aquellas habilidades agradables que tienen el gusto por objeto; porque las obras de genio están más allá de su capacidad; tampoco tienen suficiente precisión o capacidad de atención para triunfar en las ciencias exactas. (…) Debe estudiar a fondo la mente del hombre, no la mente de los hombres en general, de forma abstracta, sino la disposición de aquellos hombres de los que depende, bien por la ley de su país, bien por la fuerza de la opinión, (…) La mujer tiene más ingenio, el hombre más genio; la mujer observa, el hombre razona: de este concurso deriva la luz más clara y el conocimiento más perfecto que es capaz de adquirir por sí misma la mente humana. No obstante el celo reformador de Wollstonecraft, si algo hace atractivo su libro es esa suerte de escepticismo último sobre las menguadas posibilidades de ciertos cambios sociales y su escasa fe en el poder que ahora le atribuimos a algunas instituciones, como por ejemplo a la educación: No considero que la educación personal pueda hacer milagros, tal como le atribuyen algunos escritores optimistas. Los hombres y las mujeres deben educarse, en gran medida, a través de las opiniones y costumbres de la sociedad en la que viven. O la ecuanimidad de un juicio atento siempre a la ponderación y a la justeza: He tenido antes la ocasión de observar que un derecho siempre comprende un deber, y creo que puede inferirse igualmente que pierden el derecho aquellos que no cumplen el deber.   La suerte de precipitación con que fue escrito el libro le impidió a la autora eliminar las constantes repeticiones que se centran, sobre todo en una idea básica: la mujer ha de desarrollarse intelectualmente. Se trata de una especie de motivo recurrente que aparece en cada capítulo y en algunos varias veces, casi como una jaculatoria que, repetida ad náuseam, fuera capaz de hacer realidad el justo y perentorio deseo que incluye. A esa necesidad ha de sumársele la de la independencia económica, a través del ejercicio de una profesión, porque solo desde la independencia económica, como es sabido, pueden establecerse relaciones de igualdad. El libro, de hecho, es una severa crítica incluso a las mujeres que aceptan semejante estado de postración social e individual: La mujeres deben tratar de purificar su corazón, pero ¿pueden hacerlo cuando sus entendimientos sin cultivar las hacen dependientes por completo de sus sentidos para estar ocupadas y divertirse, cuando ninguna actividad noble las sitúa por encima de las pequeñas vanidades diarias o les permite refrenar las emociones salvajes que agitan la caña, sobre la que cualquier brisa pasajera tiene poder? Salir de esa suerte de falsa torre de marfil donde los hombres se empeñan en encerrarla es la obligación de todas y cada una de las mujeres, si es que quieren ser libres y desarrollar su pensamiento en igualdad de condiciones con los hombres, pues solo con los mimbres de la igualdad se construyen sociedades no opresivas ni represivas. Las mujeres han de rechazar, han de combatir el estereotipo que las convierte poco menos que en sacerdotisas de la belleza, en persecución de la cual han de emplear todos los días de su vida: Las mujeres se encuentran en todas partes en ese estado deplorable porque, con el fin de preservar su inocencia, como se denomina cortésmente a la ignorancia, se les oculta la verdad y se les hace asumir un carácter ficticio antes de que sus facultades hayan adquirido alguna fuerza. Como desde la infancia se les enseña que la belleza es el centro de la mujer, la mente se ajusta al cuerpo y, deambulando por su jaula dorada, solo busca adorar su prisión. Como se advierte, la modernidad de los planteamientos de Wollstonecraft es total. lo cual dice muy poco de nuestras sociedades, todo sea dicho de paso, y menos aún de esas en las que el papel de la mujer, como en las dominadas por el Islam, se acerca lamentablemente al de la subordinación absoluto a los dictados del hombre. La perspicacia de Wollstonecraft a la hora de descubrir la conformación del modelo social opresivo de la mujer se extiende a la relación implícita entre el maltrato animal y su extensión al maltrato en el seno de la familia, como algo casi “natural”: La humanidad para con los animales debería ser particularmente inculcada como parte de la educación nacional, pues no es en la actualidad una de nuestras virtudes nacionales. (…) Esta crueldad habitual se adquiere primero en la escuela, donde uno de los juegos raros de los niños es atormentar a los pobres animales que se encuentran en su camino. La transición, conforme crecen, de la barbaridad con las bestias a la tiranía doméstica sobre las esposas, niños y sirvientes, es muy fácil. La justicia, o incluso la benevolencia, no será una fuente poderosa de acción a menos que se extienda a la creación entera; más aún, creo que puede tomarse como axioma que aquellos que pueden presenciar el dolor sin conmoverse pronto aprenderán a infligirlo. La posición política de Wollstonecraft es bastante radical para su tiempo, porque se sitúa claramente contra un sistema político que a su juicio permite instituciones tan gravosas como inoperantes, comenzando por la propia monarquía, lo cual tampoco es extraño si se considera el fervor que despertó en ella la Revolución Francesa: Los impuestos sobre los elementos más necesarios de la vida permiten a una tribu interminable de príncipes y princesas ociosos pasar con estúpida pompa delante de una multitud boquiabierta, que casi venera el mismo desfile que tan caro le cuesta. Esto es mera grandeza bárbara, algo como las inútiles y salvajes procesiones de centinelas montados a caballo en Whitehall, lo que nunca pude contemplar sin una mezcla de desprecio e indignación. Pocos en la Gran Bretaña de hoy, ni siquiera entre los laboristas, se expresarían de manera tan contundente, me parece… En realidad, sorprende la reticencia con que Wollstonecraft sugiere que se hace inevitable no solo la participación “pasiva” de la mujer a través del voto, sino que ha de haber mujeres en el Parlamento: Puede que provoque la risa, al sugerir una idea que pretendo perseguir, en algún tiempo futuro, pues realmente pienso que las mujeres deberían tener representantes, en vez de ser arbitrariamente gobernadas sin que se les permita ninguna participación directa en las deliberaciones de gobierno. Estamos en 1792, lo recuerdo, por si a alguien se le había olvidado, y la primera parlamentaria elegida para la Cámara de los Comunes fue Constance Markiewicz en 1918, por el Sinn Féin, que no tomó posesión del escaño. Después de ella, por los Tories fue elegida Lady Astor, en 1919, que sí la tomó. ¡Qué menos podía esperarse de una mujer a la que le cumple realmente el calificativo de revolucionaria, porque muchas de sus ideas han alimentado desde entonces la necesaria rebelión contra estructuras sociales que han supuesto una seria limitación no solo de las libertades individuales, sino, sobre todo, de la inequívoca represión de los derechos de las mujeres! Esa rebelión se manifiesta claramente cuando llama a desprendernos de automatismos como la “obediencia debida”: El deber absurdo, inculcado muy a menudo, de obedecer a los padres solo en razón de su status como padre, encadena con grilletes a la mente y la prepara para una sumisión servil a todo poder menos la razón. (…) El padre que es obedecido ciegamente es obedecido por pura debilidad o por motivos que degradan el carácter humano.
 La condición de filósofa de Mary Wollstonecraft se manifiesta también en su Vindicación… cuando, entre los muchos aspectos de la realidad que trata en relación con la condición de la mujer, nos sorprende con el esbozo, de hondo carácter lírico, de una interesante gnoseología: Aquella rápida percepción de la verdad, que es tan intuitiva que desconcierta la investigación y nos impide determinar si es reminiscencia o raciocinio, al perderse su rastro en la celeridad con que irrumpe en la nube oscura. (…) Cuando la mente es un ave agrandada por los vuelos divagantes o la reflexión profunda, las materias primas se ordenarán a sí mismas en cierta medida. (…) ¡Qué poco poder poseemos sobre este sutil fluido eléctrico y qué poco poder puede obtener la razón sobre él! Estos delicados e intratables espíritus parecen ser la esencia del genio y, resplandeciendo en su ojo de águila, producen en el grado más eminente la energía feliz de asociar pensamientos que sorprenden, gratifican, deleitan e instruyen. Desde esa perspectiva, y a pesar de que ella misma sucumbió al romanticismo propio de su tiempo, Wollstonecraft defiende la primacía de la amistad sobre el amor: La amistad es un afecto serio, el más sublime de todos los afectos, porque se funda en los principios y se cimenta con el tiempo. Todo lo contrario debe decirse del amor. En gran medida, el amor y la amistad no pueden coexistir en el mismo seno; incluso cuando son inspirados por diferentes objetos, se debilitan o destruyen mutuamente, y por el mismo objeto sólo pueden sentirse en secuencia. De ahí que, para conseguir ese ideal, Wollstonecraft lo fíe todo al progreso del conocimiento, que equivale para ella al de la virtud: Sin conocimiento no puede haber moralidad. ¡La ignorancia es una frágil base para la virtud! Finalmente, a nivel estructural, aunque el libro tiene mucho de amalgama que esconde cierto desorden y no pocas repeticiones de la tesis fundamental, la mujer ha de formarse para adquirir independencia económica del hombre y situarse en un plano de igualdad con él, hay un capítulo, el 5º, en el que adelantándose aún más a su tiempo, la autora realiza un impecable fisking de las teorías de Rousseau, pero también de otros pedagogos y moralistas ingleses de su época. Las citas seguidas o precedidas de sus comentarios conforman un método de crítica similar al fisking que con tanto éxito practicó Arcadi Espada en España, por ejemplo, en su lúcida crítica al Estatuto de Cataluña pergeñado por el Tripartito, de infausto recuerdo, y entre cuyos delétereos efectos puede contarse el crecimiento del proyecto secesionista. Vindicación de los derechos de la mujer es un ensayo de tesis con el que resulta muy difícil discrepar, salvo cuando a la autora le ataca cierta vena puritana y se descuelga con juicios como que los matrimonios con descendencia han de renunciar a su vida sexual en la edad madura para hacerse cargo plenamente de la educación de los hijos como objetivo fundamental de sus vidas. La imagen de la armonía conyugal la cifra la autora en el indeleble recuerdo que ha de crear en la familia el acto de la lactancia contemplado por el esposo, por ejemplo, y no le falta razón, desde luego, y lo digo desde mi experiencia personal al respecto, pero de ahí a poco menos que tener que abrazar el celibato en aras de la formación de los infantes media un buen trecho… Mary Wollstonecraft tiene un estilo diáfano y eficaz, casi apodíctico. Suele intercalar algún que otro brillante aforismo, la verdad constituye un límite muy débil cuando se interpone en el camino de una hipótesis, acaso contagiada de su trato con el círculo de intelectuales al que tuvo acceso cuando accedió a trabajar para el editor liberal Joseph Johnson, en cuyas célebres tertulias participó, y es muy amiga de remachar la misma idea una y otra vez hasta conseguir que le quede bien claro, sobre todo a sus posibles lectoras, que no han de ceder al chantaje de disfrutar de un “poder femenino” basado en la explotación miserable de sus encantos sexuales, a cambio de continuar en el hoyo profundo de la ignorancia. Y este libro, que debería ser de cabecera de todas las jóvenes españolas y leído por todos los hombres, consigue plenamente su objetivo. 

miércoles, 15 de junio de 2016

Anna Laetitia Barbauld: activista y poeta romántica protofeminista del siglo XVIII



El discurso de una mujer romántica en defensa del trabajo intelectual como realización vital: Anna Laetitia Barbauld: Against inconsistency in our expectations.

                 ¡Quién no teme las sugerencias de las notas a pie de página, esas invitaciones crueles a apartarse del sendero de la investigación en curso para descubrir territorios ignotos o autoras, como Barbauld en este caso, absolutamente desconocidas y tan atractivas! El sendero no es otro que el ya anunciado en la entrada sobre Rousseau acerca de Mary Wollstonecraft y su Vindicacion de los derechos de la mujer, un más que justificado clásico del feminismo y del pensamiento sin más. Mientras distraigo no pocas horas para acabar esa entrada, he hecho caso a la imperiosa nota a pie de página y me he ido a la caza y captura del breve ensayo que Wollstonecraft recomienda encarecidamente, porque, como he imaginado, he tenido la intuición de que podría estar en la línea del célebre cuento de Clarín El jornalero, al que ya le dediqué mi atención en su momento. Y así ha sido, me parece que el texto de Barbauld merece la pena ser rescatado y puesto a disposición de los intelectores que disfruten con el arte del razonamiento y el vuelo majestuoso de la inteligencia. No quiero extenderme en los pormenores de una vida más que movidita y llena de éxitos poéticos e intelectuales, una vida de activista cultural y política en parte arruinada por un matrimonio desafortunado del que solo con la muerte accidental del marido pudo librarse. Algo parecido le ocurrió a Wollstonecraft, como ya veremos, una suerte de desacuerdo entre su pensamiento y su vida afectiva que les pasó, a ambas, una onerosa factura existencial. En cualquier caso, mi interés, ahora, es poner a disposición de quien estime conveniente conocer a esta autora, un texto que no dejará indiferente a sus intelectores, espero:


 *AGAINST INCONSISTENCY IN OUR EXPECTATIONS.

“WHAT is more reasonable, than that they who take pains for any thing, should get most in that particular for which they take pains?  They have taken pains for power, you for right  principles; they for riches, you for a proper use of the appearances of things: see whether they have the advantage of you in that for  which you have taken pains, and which they  neglect : If they are in power, and you not,  why will not you speak the truth to yourself,  that you do nothing for the sake of power, but  that they do everything? No, but since I  take care to have right principles, it is more reasonable that I should have power. Yes, in respect to what you take care about, your principles. But give up to others the things in which they have taken more care than you. Else it is just as if, because you have right principles, you should think it fit that when  you shoot an arrow, you should hit the mark  better than an archer, or that you should forge better than a smith.”
Carter's Epictetus.

As most of the unhappiness in the world arises rather from disappointed desires, than from positive evil, it is of the utmost consequence to attain just notions of the laws and order of the universe, that we may not vex ourselves with fruitless wishes, or give way to groundless and unreasonable discontent. The laws of natural philosophy, indeed, are tolerably understood and attended to; and though we may suffer inconveniences, we are seldom disappointed in consequence of them. No man expects to preserve orange-trees in the open air through an English winter; or when he has planted an acorn, to see it become a large oak in a few months. The mind of man naturally yields to necessity; and our wishes soon subside when we see the impossibility of their being gratified.
Now, upon an accurate inspection, we shall find, in the moral government of the world, and the order of the intellectual system, laws as determinate fixed and invariable as any in Newton's Principia. The progress of vegetation is not more certain than the growth of habit; nor is the power of attraction more clearly proved than the force of affection or the influence of example. The man therefore who has well studied the operations of nature in mind as well as matter, will acquire a certain moderation and equity in his claims upon Providence. He never will be disappointed either in himself or others. He will act with precision; and expect that effect and that alone from his efforts, which they are naturally adapted to produce. For want of this, men of merit and integrity often censure the dispositions of Providence for suffering characters they despise to run away with advantages which, they yet know, are purchased by such means as a high and noble spirit could never submit to. If you refuse to pay the price, why expect the purchase? We should consider this world as a great mart of commerce, where fortune exposes to our view various commodities, riches, ease, tranquility, fame, integrity, knowledge. Everything is marked at a settled price. Our time, our labor, our ingenuity, is so much ready money which we are to lay out to the best advantage. Examine, compare, choose, reject; but stand to your own judgement; and do not, like children, when you have purchased one thing, repine that you do not possess another which you did not purchase. Such is the force of well-regulated industry, that a steady and vigorous exertion of our faculties, directed to one end, will generally insure success. Would you, for instance, be rich? Do you think that single point worth the sacrificing everything else to? You may then be rich. Thousands have become so from the lowest beginnings by toil, and patient diligence, and attention to the minutest articles of expense and profit. But you must give up the pleasures of leisure, of a vacant mind, of a free unsuspicious temper. If you preserve your integrity, it must be a coarse-spun and vulgar honesty. Those high and lofty notions of morals which you brought with you from the schools, must be considerably lowered, and mixed with the baser alloy of a jealous and worldly-minded prudence. You must learn to do hard, if not unjust things; and for the nice embarrassments of a delicate and ingenuous spirit, it is necessary for you to get rid of them as fast as possible. You must shut your heart against the Muses, and be content to feed your understanding with plain, household truths. In short, you must not attempt to enlarge your ideas, or polish your taste, or refine your sentiments; but must keep on in one beaten track, without turning aside either to the right hand or to the left. " But I cannot submit to drudgery like this—I feel a spirit above it." Tis well: be above it then; only do not repine that you are not rich. Is knowledge the pearl of price? That too may be purchased—by steady application, and long solitary hours of study and reflection. Bestow these, and you shall be wise. " But (says the man of letters) what a hardship is it that many an illiterate fellow who cannot construe the motto of the arms on his coach, shall raise a fortune and make a figure, while I have little more than the common conveniences of life." Et tibi magna satis!—Was it in order to raise a fortune that you consumed the sprightly hours of youth in study and retirement? Was it to be rich that you grew pale over the midnight lamp, and distilled the sweetness from the Greek and Roman spring? You have then mistaken your path, and ill employed your industry. " What reward have I then for all my labours?" What reward ! A large comprehensive soul, well purged from vulgar fears, and perturbations, and prejudices; able to comprehend and interpret the works of man—of God. A rich, flourishing, cultivated mind, pregnant with inexhaustible stores of entertainment and reflection. A perpetual spring of fresh ideas; and the conscious dignity of superior intelligence. Good heaven! and what reward can you ask besides? " But is it not some reproach upon the economy of Providence that such a one, who is a mean dirty fellow, should have amassed wealth enough to buy half a nation? " Not in the least. He made himself a mean dirty fellow for that very end. He has paid his health, his conscience, his liberty for it; and will you envy him his bargain? Will you hang your head and blush in his presence because he outshines you in equipage and show? Lift up your brow with a noble confidence, and say to yourself, I have not these things, it is true; but it is because I have not sought, because I have not desired them; it is because I possess something better. I have chosen my lot. I am content and satisfied. You are a modest man—You love quiet and independence, and have a delicacy and reserve in your temper which renders it impossible for you to elbow your way in the world, and be the herald of your own merits. Be content then with a modest retirement, with the esteem of your intimate friends, with the praises of a blameless heart, and a delicate ingenuous spirit; but resign the spleen did distinctions of the world to those who can better scramble for them. The man whose tender sensibility of conscience and strict regard to the rules of morality makes him scrupulous and fearful of offending, is often heard to complain of the disadvantages he lies under in every path of honour and profit. "Could I but get over some nice points, and conform to the practice and opinion of those about me, I might stand as fair a chance as others for dignities and preferment." And why can you not? What hinders you from discarding this troublesome scrupulosity of yours which stands so grievously in your way? If it be a small thing to enjoy a healthful mind, sound at the very core, that does not shrink from the keenest inspection; in ward freedom from remorse and perturbation; unsullied whiteness and simplicity of manners; a genuine integrity" Pure in the last recesses of the mind ; "if you think these advantages an inadequate recompense for what you resign, dismiss your scruples this instant, and be a slave-merchant, a parasite, or—what you please. " If these be motives weak, break of betimes;" and as you have not spirit to assert the dignity of virtue, be wise enough not to forgo the emoluments of vice. I much admire the spirit of the ancient philosophers, in that they never attempted, as our moralists often do, to lower the tone of philosophy, and make it consistent with all the indulgences of indolence and sensuality. They never thought of having the bulk of mankind for their disciples; but kept themselves as distinct as possible from a worldly life. They plainly told men what sacrifices were required, and what advantages they were which might be expected. "Si virtus hoc una potest dare, fortis omissis  Hoc age deliciis " If you would be a philosopher these are the terms. You must do thus and thus: there is no other way. If not, go and be one of the vulgar. There is no one quality gives so much dignity to a character as consistency of conduct. Even if a man's pursuits be wrong and unjustifiable, yet if they are prosecuted with steadiness and vigour, we cannot withhold our admiration. The most characteristic mark of a great mind is to choose some one important object, and pursue it through life. It was this made Caesar a great man. His object was ambition; he pursued it steadily, and was always ready to sacrifice to it every interfering passion or inclination. There is a pretty passage in one of Lucian's dialogues, where Jupiter complains to Cupid that though he has had so many intrigues, he was never sincerely beloved. In order to be loved, says Cupid, you must lay aside your aegis and your thunder-bolts, and you must curl and perfume your hair, and place a garland on your head, and walk with a soft step, and assume a winning obsequious deportment. But, replied Jupiter, I am not willing to resign so much of my dignity. Then, returns Cupid, leave off desiring to be loved—He wanted to be Jupiter and Adonis at the same time. It must be confessed, that men of genius are of all others most inclined to make these unreasonable claims. As their relish for enjoyment is strong, their views large and comprehensive, and they feel themselves lifted above the common bulk of mankind, they are apt to slight that natural reward of praise and admiration which is ever largely paid to distinguished abilities ; and to expect to be called forth to public notice and favour: without considering that their talents are commonly very unfit for active life; that their eccentricity and turn for speculation disqualifies them for the business of the world, which is best carried on by men of moderate genius; and that society is not obliged to reward anyone who is not useful to it. The poets have been a very unreasonable race, and have often complained loudly of the neglect of genius and the ingratitude of the age. The tender and pensive Cowley, and the elegant Shenstone, had their minds tinctured by this discontent; and even the sublime melancholy of Young was too much owing to the stings of disappointed ambition. The moderation we have been endeavouring to inculcate will likewise prevent much mortification and disgust in our commerce with mankind. As we ought not to wish in ourselves, so neither should we expect in our friends contrary qualifications. Young and sanguine, when we enter the world, and feel our affections drawn forth by any particular excellence in a character, we immediately give it credit for all others; and are beyond measure disgusted when we come to discover, as we soon must discover, the defects in the other side of the balance. But nature is much more frugal than to heap together all manner of shining qualities in one glaring mass. Like a judicious painter she endeavours to preserve a certain unity of style and colouring in her pieces. Models of absolute perfection are only to be met with in romance; where exquisite beauty, and brilliant wit, and profound judgement, and immaculate virtue, are all blended together to adorn some favourite character. As an anatomist knows that the racer cannot have the strength and muscles of the draught-horse; and that winged men, griffins, and mermaids must be mere creatures of the imagination; so the philosopher is sensible that there are combinations of moral qualities which never can take place but in idea. There is a different air and complexion in characters as well as in faces, though perhaps each equally beautiful; and the excellencies of one cannot be transferred to the other. Thus if one man possesses a stoical apathy of soul, acts independent of the opinion of the world, and fulfills every duty with mathematical exactness, you must not expect that man to be greatly influenced by the weakness of pity, or the partialities of friendship: you must not be offended that he does not fly to meet you after a short absence; or require from him the convivial spirit and honest effusions of a warm, open, susceptible heart. If another is remarkable for a lively active zeal, inflexible integrity, a strong indignation against vice, and freedom in reproving it, he will probably have some little bluntness in' his address not altogether suitable to polished life; he will want the winning arts of conversation; he will disgust by a kind of haughtiness and negligence in his manner, and often hurt the delicacy of his acquaintance with harsh and disagreeable truths. We usually say—that man is a genius, but he has some whims and oddities—such a one has a very general knowledge, but he is superficial;  &c. Now in all such cases we should speak more rationally did we substitute therefore for but. He is a genius, therefore he is whimsical; and the like. It is the fault of the present age, owing to the freer commerce that different ranks and professions now enjoy with each other, that characters are not marked with sufficient strength: the several classes run too much into one another. We have fewer pedants, it is true, but we have fewer striking originals. Everyone is expected to have such a tincture of general knowledge as is incompatible with going deep into any science; and such a conformity to fashionable manners as checks the free workings of the ruling passion, and gives an insipid sameness to the face of society, under the idea of polish and regularity. There is a cast of manners peculiar and becoming to each age, sex, and profession; one, therefore, should not throw out illiberal and common place censures against another. Each is perfect in its kind. A woman as a woman: a tradesman as a tradesman. We are often hurt by the brutality and sluggish conceptions of the vulgar; not considering that some there must be to be hewers of wood and drawers of water, and that cultivated genius, or even any great refinement and delicacy in their moral feelings, would be a real misfortune to them. Let us then study the philosophy of the human mind. The man who is master of this science, will know what to expect from every one. From this man, wise advice; from that, cordial sympathy; from another, casual entertainment. The passions and inclinations of others are his tools, which he can use with as much precision as he would the mechanical powers; and he can as readily make allowance for the workings of vanity, or the bias of self-interest in his friends, as for the power of friction, or the irregularities of the needle.

[* Ofrezco la versión original por falta de tiempo para traducirlo, pero si algún gentil intelector se aplica a traducirlo y me la pasa, la traducción, la añadiría gustosamente a la entrada. Gracias]