martes, 22 de marzo de 2016

La cultura en el quiosco: “Las cartas filosóficas” y las “Memorias” de Voltaire al alcance de todos los bolsillos y lectores.


                   

      Seguimos siendo destinatarios gozosos de Las cartas filosóficas, y nos sorprenden las Memorias de uno de los forjadores del librepensamiento europeo y de la tolerancia como práctica individual y social: Voltaire.

 Voltaire es un autor al que siempre se ha de regresar, sea a sus textos, sea a los de quienes, como Savater, hacen de él el eje alrededor del cual articulan propuestas tan atractivas como su novela El jardín de las dudas, en su momento un incomprensible finalista del Premio Planeta de novela, por más que fuera concebida como una suerte de compilación de citas del escritor francés, con un benemérito afán divulgador. Como es tema común y manido el de que la cultura esté al alcance de las masas, he provechado la publicación semanal de los volúmenes filosóficos de Gredos que llegan a los quioscos de prensa -dentro de poco de todo menos de prensa propiamente dicha- para completar lecturas que, por esos azares intelectores de la vida, fueron quedando orilladas a lo largo del camino. Me refiero a dos textos de muy diferente naturaleza, Las cartas filosóficas, publicadas inicialmente en Basilea como Lettres ecrites de Londres sur les anglois et autres sujets. Par M.D. V***, y las Memorias, que abarcan dos décadas de su vida y fueron publicadas tras su muerte, aunque se contiene en ellas su “aventura” alemana en la corte de Federico “El Grande”, de donde hubo de salir por piernas, tal como él mismo dejó escrito: Un día, después de la lectura, La Mettrie, que decía al rey todo lo que se le pasaba por la cabeza, le dijo que había muchos celos de mi favor y fortuna. “Dejad hacer, le dijo el rey, se exprime la naranja y se la tira cuando se ha tragado el zumo”. La Mettrie no dejó de comunicarme este bello apotegma digno de Dionisio de Siracusa. Decidí desde entonces poner a buen recaudo la mondadura de la naranja.  En un breve volumen, Voltaire describe su estancia en la corte alemana de Federico II El Grande, y narra la particular historia del enfrentamiento entre el rey déspota Federico Guillermo I y su hijo, con unas escenas de auténtica crueldad insoportable. Voltaire se convirtió en algo así como el confidente literario de Federico II: Me trataba de hombre divino; yo le trataba de Salomón, y, sin su aprobación, el rey nada daba por bueno de su creación.
La “mondadura” de la naranja en cuestión tuvo una vida bien asendereada, por el afán impenitente de enfrentarse a la intolerancia, la superstición, la ignorancia y cualesquiera injusticias que reclamaran su afán de protagonismo social, que no fue poco, y casi tanto como su afán de acumular riquezas, en lo que tuvo gran éxito. Junto a ese afán llamémosle revolucionario, Voltaire cultivó desde muy joven la  literatura y el panfleto, lo que le acarreó no pocos sinsabores, como ser recluido en La Bastilla tras haber escrito una sátira contra Duque de Orleáns y su hija, la duquesa de Berry, de donde salió siendo el mismo con otro nombre, Voltaire, único que desde entonces usaría como emblema y como bandera. Tras un malogrado intento de llevar a un rival noble al campo de armas para dirimir en duelo cierto asunto de rencillas amorosas, Voltaire volvió a La Bastilla y, pocos meses después, fue desterrado a Inglaterra, y allí es donde se gestaron las Cartas filosóficas que se leen con tanto placer como curiosidad, porque no deja de llamar la atención del lector moderno la insistencia de Voltaire en contraponer poco menos que el paraíso intelectual de las islas británicas con el yermo espiritual y artístico de la Francia de su época. El retrato indirecto de Francia, a partir de los elogios de la vida cultural, política y religiosa de Inglaterra, no puede ser menos amargo y patético. Recuerda, en parte, la visión que los ilustrados franceses tenían de la España tradicional e inquisitorial. De algún modo, aquel atraso francés respecto de la liberal Inglaterra es lo que denunciaba en sus Memorias: Aristóteles fue muy sabio al retirarse a Calcis cuando el fanatismo dominaba en Atenas. Por otra parte, el estado del hombre de letras en París es inmediatamente superior al de un titiritero. Voltaire no fue un ateo, porque bien claro dejó escrito cómo le gustaría ser recordado tras su muerte: Muero adorando a Dios, amando a mis amigos, sin odiar a mis enemigos y detestando la superstición, pero en esa misma declaración deja patente su inquina feroz contra la superstición religiosa que erigía la religión en dogma y sus preceptos en leyes para regir la sociedad, y su defensa de la libertad de religión, incluida la ausencia de ella, y de la libertad en general:  Siempre he preferido la libertad a todo lo demás. Pocos hombres de letras hacen un uso semejante de ella. La mayoría son pobres; la pobreza debilita el valor; y todo filósofo en la corte se hace tan esclavo como el primer oficial de la Corona.  El volumen, entretenidísimo, lleva una extensa y clarividente introducción de Martí Domínguez, lo que hace de este libro, que incluye una selección afortunada del Diccionario filosófico portátil, una obra que saciará la sed de cultura de cualquiera que se queje de que la verdadera cultura no está al alcance del pueblo: 13 euros por 353 páginas que contribuirán muy positivamente a la formación de algo que parece muy ajeno al espíritu tradicional español: la tolerancia. Las cartas inglesas empiezan, precisamente por una defensa de la rica vida religiosa inglesa, destacando su liberad frente a la intransigencia del resto de Europa: Este es el país de las sectas. Un inglés, como hombre libre, va al cielo por el camino que más le acomoda, lo que le lleva a una conclusión que aún, en según qué países, pongamos por caso Irlanda o Polonia, no dejaría de ser un desafío social de primera magnitud: Si no hubiese en Inglaterra más que una religión, sería de temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello; pero como hay treinta, viven en paz y felices. A partir de entonces, Voltaire nos describe la creación de la secta de los cuáqueros en unas páginas que se leen con delectación, por la riqueza de los detalles y, sobre todo, por la fina ironía, para con sus compatriotas, con que destaca sus muchos avances, sobre todo sociales: Por ese tiempo [hacia 1675] apareció el ilustre Guillermo Penn, que estableció el poder de los cuáqueros en América, y que les hubiera hecho respetables en Europa, si los hombres pudiesen respetar la virtud bajo apariencias ridículas. Después de recibir unas tierras en el Nuevo Mundo, como pago de una deuda que la casa real tenía contraída con su familia, [Penn] Partió para sus nuevos estados con dos barcos cargados de cuáqueros que le siguieron. Se llama desde entonces al país Pennsilvania, por el nombre de Penn. Allí fundó la ciudad de Filadelfia. (…) Fue también el legislador de Pennsilvania; dio leyes muy sabias, ninguna de las cuales ha sido modificada desde entonces. (…) Era un espectáculo completamente nuevo, ese soberano al que todo el mundo tuteaba, y a quien se hablaba sin descubrirse uno, un gobierno sin sacerdotes, un pueblo sin armas, ciudadanos completamente iguales, semejantes a la Magistratura, y vecinos sin envidias. A lo largo de las cartas, Voltaire, que fue, sobre todo, un fino observador de lo real, pasa revista al estado del pensamiento y de la ciencia en la Inglaterra que Cromwell legó a la posteridad, con sus luces y sus sombras. Recuérdese que frente a la libertad de culto se podía perseguir a los católicos, por ejemplo. Al mismo tiempo, sin embargo, Inglaterra disfrutó de una vida parlamentaria que podía considerarse lo más cercano a una democracia tal y como ahora la concebimos, lo que choca con las monarquías absolutas del resto de Europa y especialmente la francesa: La nación inglesa (…) ha establecido finalmente ese gobierno, sensato, en el que el Príncipe, todopoderoso para hacer el bien, tiene las manos atadas para hacer el mal; en el que los señores son grandes sin insolencia y sin vasallos y en el que el pueblo comparte el gobierno sin confusión. Lo que le llama la atención, no obstante, es que lo verdaderamente importante de la cultura, lo que ha determinado, en cierta manera la evolución del pensamiento y de la ciencia en Occidente tenga un mínimo eco popular: ¿No es una cosa divertida que Lutero, Calvino, Zwinglio, todos ellos escritores ilegibles, hayan fundado sectas que se reparten Europa, que el ignorante Mahoma haya dado una religión a Asia y África, y que los señores Newton, Clarke, Locke, Le Clerc, etc., los mayores filósofos y las mejores plumas de su tiempo, hayan podido apenas establecer un pequeño rebaño que incluso disminuye todos los días? Ser consciente de pertenecer a una élite no le priva de intentar hacer llegar el mensaje de los verdaderos valores y logros intelectuales y artísticos a la mayoría de la gente, de ahí el cultivo del teatro y de la novela, por más que sean “de ideas”, como Cándido o el Optimismo o la tragedia El fanatismo o Mahoma, que fue prohibida en 1742, poco después de ser representada en París, del mismo modo que fue quemado el ejemplar de Las cartas inglesas en el parlamento de París, lo que forzó al autor a refugiarse en el castillo de la marquesa de Chatêlet, con quien compartió 16 años de estudio  y pasión. El elogio de la vida inglesa lo es, principalmente, del carácter emprendedor de sus gentes, que Voltaire asocia a la conquista de las libertades democráticas:  El comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra, ha contribuido a hacerles libres, y esta libertad ha extendido a su vez el comercio; así se ha formado la grandeza del Estado. (…) No sé, empero, quién es más sutil a un Estado, un señor bien empolvado que sabe precisamente a qué hora el rey se levanta, a qué hora se acuesta, y que se da aires de grandeza haciendo el papel de esclavo en la antecámara de un ministro, o un negociante que enriquece a su país, da desde su despacho órdenes a Surate y al Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo. (…)  Una nación comerciante está siempre muy alerta a sus intereses y no desdeña ninguno de los conocimientos que pueden ser útiles en su negocio. A título de curiosidad más que notable puede leerse el contenido de la carta undécima, en la que el autor nos habla de la vacunación contra la viruela conocida gracias a la expansión inglesa por todo el globo. El tema de la inoculación variólica interesó bastante a Voltaire, quien, por haber padecido la enfermedad, conocía bien sus estragos y la necesidad de combatirla. La iniciadora fue la señora de Wortley-Montagu [al comienzo del reinado de Jorge I] quien, estando su marido de embajador en Constantinopla, le dio la viruela a un hijo suyo recién nacido, siguiendo el modelo persa bien conocido en Oriente Medio, aunque dicha práctica halló una fuerte oposición en Inglaterra, donde las autoridades eclesiásticas consideraron la técnica de la inoculación una herejía musulmana, y, por consiguiente, fue prohibida su práctica. Lady MOntagu describió su estancia en Turquía en unas cartas tituladas Turkish Embassy Letters, dignas de elogio. Las cartas siguen repasando la vida inglesa y destacan, sobre todas las cosas, las figuras de Newton y de Locke. La teoría de la gravedad fue el gran descubrimiento científico y Locke el filósofo empirista que hace del materialismo casi casi una profesión de fe…: La filosofía consiste en detenerse cuando la antorcha de la física nos falta,  podríamos tirar de paradoja. De la literatura británica, Voltaire se acerca a la tendencia satírica en la que tan cómodo se siente y elogia a un autor como Samuel Butler, pero no el conocidísimo de Erewhon o El destino de la carne, sino otro Samuel Butler, el de la Restauración (1612-168), contemporáneo de John Milton, que escribió un poema satírico que Voltaire compara con el carácger transgresor de Rabelais. Butler ridiculizó en su sátira el puritanismo y fue un alma gemela de Voltaire en la defensa de la tolerancia: Hay sobre todo un poema inglés que desespero de haceros conocer; se llama Hudibrás. Su tema es la guerra civil y la secta de los puritanos ridiculizados. Es Don Quijote, en nuestra Sátira Menipea fundidos juntos; es, de todos los libros que he leído jamás, el que he encontrado más lleno de ingenio; pero es también el más intraducible. ¿Quién iba a creer que un libro que capta todas las ridiculeces del género humano, y que tiene más pensamientos que palabras, no puede soportar la traducción? (…) Todo comentador de frases ingeniosas es un tonto.
         Con todo lo que las cartas son, de acercamiento a otra cultura y de visión objetiva de lo ajeno, lo que más me ha interesado de ellas ha sido el fisking implacable que Voltaire le dedica a los Pensamientos de Blaise Pascal. He ahí un duelo de ingenios que a lo largo de la última carta y dos apéndices hará las delicias de cualquier intelector, porque Voltaire, poco amigo de empingorotamientos, se acerca a la intolerante pasión, y casi demencia, pascaliana con una actitud, sobre todo, muy puntillosa, dispuesto a no dejar pasar ni una sola afirmación sin el correspondiente varapalo, mofa, escarnio o refutación. Sorprende que use una técnica que ahora tenemos como “el no va más” de la modernidad, como Arcadi Espada supo usarla con gracia insuperable en su antológico fisking al nuevo Estatuto de Cataluña, que no era demanda popular y que fue aprobado con un escaso 30% del censo electoral total. Como dice al inicio de sus apostillas: Yo me atrevo a tomar el partido de la humanidad contra ese misántropo sublime. Y desde ese compromiso va a ir rebatiendo ciertas afirmaciones pascalianas casi indefendibles. Me acuerdo aún de la obra de teatro El encuentro de Descartes con Pascal joven, escrita por Jean-Claude Brisville y dirigida e interpretada, en el papel de Descartes, por Josep Maria Flotats. Aunque la representación cojeó por el oponente que le daba la réplica, muy por debajo de la excelencia de Flotats, la obra mostraba a la perfección ese choque entre la razón y la pasión que reproduce, a su manera, Voltaire en el final de las Cartas filosóficas. Lo peor del fisking, y es que también a Voltaire le pasaba lo que decía de Homero Horacio: quandoque bonus domitat Homerus…, es el hecho de limitarse a contradecir al apasionado fanático, como cuando Pascal dice: ¡Qué tonto proyecto ese de pintarse que tuvo Montaigne! Y eso no de pasada y contra sus máximas como le termina por pasar a todo el mundo, sino por sus propias máximas y por su designio primero y principal, pues decir tonterías por azar o debilidad es un mal ordinario, pero decirlas a propósito, eso ya no es soportable. Y  Voltaire se limita a oponerse sin más: ¡Qué encantador proyecto tuvo Montaigne de pintarse ingenuamente, tal como hizo!, pues así pintó la naturaleza humana; ¡y qué pobre proyecto el de Nicole de Malebranche o de Pascal, de censurar a Montaigne! En otras partes, sin embargo, la viveza de las afirmaciones y las réplicas: Pascal: El puerto orienta a los que están en un barco; ¿pero dónde encontraremos ese punto en la moral? Voltaire: En esta única máxima, aceptada por todas las naciones: “no hagas a otro lo que no quisieras que te hicieran a ti mismo. Son frecuentes los sarcasmos y las incongruencias señaladas por ambos autores, como cuando Pascal se ríe del olvido, por parte de los hombres, de las leyes de Dios y se atienen a las humanas: Pascal: Es una cosa divertida de considerar el que haya gentes en el mundo que, habiendo renunciado a todas las leyes de Dios y de la naturaleza, se han hecho otras ellos mismos, a las que obedecen exactamente, como por ejemplo, los ladrones, etc.  ParaVoltaire, por el contrario: Eso es algo más útil que divertido de considerar; pues eso prueba que ninguna sociedad de hombres puede subsistir un solo día sin reglas.  Llama la atención la radical oposición entre ambos pensadores por lo que hace a una aspiración a la que hoy acaso denominaríamos justicia social: Pascal: Sin duda la igualdad de bienes es justa. Voltaire: La igualdad de bienes no es justa. No es justo que cando se hagan las partes, los extranjeros mercenarios que vienen a ayudarme a hacer mi cosecha recojan tanto como yo. Ya vimos cómo elogiaba en cartas anteriores la laboriosidad, el comercio y la acumulación de riquezas como signo de progreso. De mayor enjundia, y voy acabando, queridos intelectores, es la visión del ser humano que expone Pascal con una intensidad emocional a la que la retórica no le quita acuidad alguna, y ante la que el racionalista Voltaire no puede reaccionar sino con la descalificación ad hóminem.  ¡Qué quimera es el hombre! -exclama Pascal- ¡Qué novedad! ¡Qué caos! ¡Qué tema de contradicción! Juez de todas las cosas, imbécil, gusano, depositario de lo verdadero, amasijo de incertidumbre, gloria y escoria del universo. Si se alaba, le rebajo, si se rebaja, le alabo, y le contradigo siempre, hasta que comprenda que es un monstruo incomprensible. Un discurso que a los intelectores asiduos a los clásicos españoles enseguida nos trae a las mientes el inmortal  monólogo de Pleberio ante el cadáver de su hija Melibea en La Ceslestina, una de las cumbres de la literatura universal. Voltaire, sin embargo, sobrepasado por semejante pathos, solo acierta a salirse por la tangente de esa descalificación a la que aludíamos: Verdadero discurso de enfermo. A pesar de la oposición, y por más que Voltaire ejerza el triste papel de comentario puntilloso que no deja pasar una, no es menos cierto que se trasluce en su fisking al apasionado pensador una admiración irreprimible, como cuando Pascal se queja del empingorotamiento del saber erudito frente al popular: No hay que empingorotar el espíritu.; las maneras tensas y penosas le llenan de una tonta presunción por una elevación extraña y por una hinchazón vana y ridícula, en lugar de una alimentación sólida y vigorosa; y una de las razones principales que más alejan a los que entran en estos conocimientos del verdadero camino que deben seguir es la imaginación, que toma la delantera, pretendiendo que las cosas buenas son inaccesibles, dándoles el nombre de grandes, elevadas y sublimes. Eso lo echa todo a perder. Quisiera llamarles bajas, comunes, familiares, esos nombres les convienen mejor; odio las palabras hinchadas. Frente a lo que Voltaire apenas ofrece una salida de vuelo gallináceo: Es la cosa lo que odiáis, pues en lo tocante a la palabra, hace falta una que exprese lo que os disgusta. Se trata, como se advierte,  de una actitud impertinente que, desgraciadamente, no está a la altura de la ocasión, tomando el famoso rábano  por las hojas. Algo parecido, si viene en la vertiente falsamente erudita es su respuesta a la cita de Pascal:  “Fero gens nullan ese vitam sine armis putat”. Prefieren la muerte a la paz; los otros prefieren la muerte a la guerra. Toda opinión puede ser preferida a la vida, cuyo amor parece tan fuerte  y  natural. Según Voltaire: Es de los catalanes de quien Tácito ha dicho esto; pero no hay de quien se haya dicho o se pueda decir: “Prefiere la muerte a la guerra”, pero, en realidad, fue Tito Livio quien, hablando de los hispanos, no de los catalanes, escribió: Ferox gens nullam vitam rati sine armis ese, a propósito de quienes se mataban a sí mismos antes que caer en manos del enemigo. Muchas otras afirmaciones sustanciales de Pascal quedan apenas sin respuesta, acaso porque íntimamente Voltaire coincidiera con su paisano:
A medida que se tiene más ingenio, se encuentra que hay más hombres originales. Las gentes vulgares no encuentran diferencia entre los hombres.
         ¡Vanidad de la pintura, que atrae la admiración por el parecido de las cosas cuyos originales no se admiran!
         Y a menudo, a pesar del retintín corrector, no puede Voltaire dejar de expresar su admiración por el apasionado clermontois: Todo lo que vemos del mundo no es más que un rasgo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. Ninguna idea se aproxima a la extensión de sus espacios. Por mucho que hinchemos nuestras concepciones no damos a luz más que átomos en lugar de la realidad de las cosas. Es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Voltaire precisa la fuente de donde toma Pascal el pensamiento, del Timeo de Locres,. Del alma del mundo y de la naturaleza, el diálogo de Platón, y, a continuación, desliza el respeto hacia su compatriota: Pascal era digno de inventarla, pero hay que darle a cada cual lo suyo. En oportuna nota, Fernando Savater, traductor de estas cartas y anotador de las mismas, nos informa de que la misma idea también figura en De docta ignorancia, de Nicolás de Cusa, otra vereda abierta por donde quién sabe cuándo llegaré a transitar antes de poner el pie en el estribo…

jueves, 17 de marzo de 2016

Examen crítico de las evaluaciones académicas de Secundaria.




Concurso de cates/mates o cómo evaluar rompiendo el aro de la cordura…
         [La publicación en el blog Profesor en Secundaria de una semblanza de las sesiones de evaluación, Tras una tarde de evaluaciones, me ha empujado a dar a la luz pública este examen crítico de ellas que hice en su momento, cuando estaba en activo. Nada quiero conseguir con esta publicación que no sea abundar en ese toque de atención a las autoridades académicas sobre el deterioro de una herramienta pedagógica llamada a servir para fines muy distintos de los que, para mi desazón, aún siguen teniendo nefasta vigencia. Quede aquí como un paréntesis en modo alguno nostálgico, sino reivindicativo, aunque sea nula mi capacidad de influencia para la corrección de una práctica tan deturpada.]

Me veo en la obligación moral de hacer de abogado del diablo para hablar sobre una práctica del ejercicio docente sobre la que siempre me he sentido insatisfecho, si bien sobre mí y los colegas con  quienes he formado las diferentes  juntas de evaluación a las que  he asistido durante toda mi carrera profesional ha de recaer toda la responsabilidad por las posibles negligencias cometidas. Acabamos de dejar atrás unas sesiones maratonianas de evaluación que, a mi parecer, si todas se parecen a las que yo he vivido, dejan tanto que desear, que no es de extrañar la decepción profesional que originan. Me gustaría repasar brevemente esta práctica que tan importante habría de ser en nuestra actividad profesional  y que, sin embargo, se ha convertido en una actividad mecánica carente de contenidos y de objetivos, y, por consiguiente, de la mínima eficacia que debería tener.
Lo primero que se ha de criticar es el absurdo evidente de programar las sesiones de evaluación al final de la jornada escolar, de por sí ya suficientemente densa y tensa. Como se han de hacer fuera del horario escolar, el tiempo asignado a cada evaluación no suele pasar de la hora, por lo que las posibilidades reales de convertir la sesión en una herramienta de análisis pedagógico individual de cada uno de los alumnos se esfuma apenas el tutor ha consumido el primer cuarto de hora, de los cuatro disponibles, y no hemos pasado de las tópicas consideraciones globales o, como mucho, estamos a la altura del número tres de una lista de treinta alumnos.
Así que se entra en la dinámica del “vamos caso por caso”, todo va a depender, ¡ay!, de la capacidad de organizar una reunión de trabajo que tengan los tutores correspondientes y de la flexibilidad con que están dispuestos a oír las mismas nimiedades  repetidas ad nauseam. Sobre lo primero es obvio que no vivimos en un país en el que las reuniones de trabajo se ajusten a normas que las hagan productivas, porque, al menos en el sector de la enseñanza, antes parecen una invitación a la relación social que una jornada de trabajo con unos objetivos bien definidos. Lo habitual, lo que resulta insufrible, es que, disponiendo de 60 minutos para 30 alumnos, cualquiera de ellos nos ocupe 15 sin que a la junta de evaluación le preocupe lo más mínimo qué haya de ser de los restantes. Cualquier sugerencia en ese sentido: “¿No nos estamos demorando demasiado?”, supone un acelerón de tal naturaleza que quienes tengan la mala fortuna de seguir en la lista a aquél “tapón”, apenas concitarán de los apremiados  tres o cuatro expresiones de rigor: “necesita trabajar un poco más”, “no es preocupante”, “los hay peores”, y poco más; excepto que alguien se descuelgue con “a mí no me ha presentado los deberes del tal, el tal, el tal  y el cual de octubre, y claro…” 
Más allá, con todo, de la dinámica de la sesión, que reproduce esquemas organizativos y productivos propios del siglo XVII, quisiera llamar la atención sobre el nivel del análisis que efectuamos en esas sesiones, porque tengo el convencimiento de que la incompetencia y esterilidad del mismo bien aconsejaría renovarlas de arriba abajo, eliminarlas y convertirlas en el viejísimo “cantar las notas”, “ponerlas en las actillas” o algo equivalente.  A nadie que haya padecido sesiones de evaluación puede serle ajeno el rubor psicológico y pedagógico que levanta, en cualquiera mínimamente sensible a los juicios bien fundados, los sedicentes con que solemos despachar una evaluación tras otra, con la vista puesta en el momento de liberarnos de semejante condena y poder acogernos cuanto antes al sagrado de nuestros hogares, ínsulas de excepción en el mar de  vulgaridad que nos rodea, que nos acosa y que nos intimida (otro día me preocuparé de otro mal que se deriva de ese acoso marítimo: la infame necedad que, como una marea exclusivamente creciente, se va apoderando de nosotros tras tantísimos años de contacto con la ignorancia y el primitivismo emocional, a los que se suma  la incompetencia absoluta de nuestras autoridades educativas); ínsulas donde el bálsamo de fierabrás, la fórmula del de cada cual sólo cada cual la sabe, es capaz de repararnos para permitirnos afrontar la siguiente jornada.
“Se ha dejado ir”, “se está estrellando”, “falta mucho”, “no hace nada”, “no me presenta las cosas”, “va viniendo, va haciendo”, “sería recuperable”, “muy juguetón”, “es muy justo” –éste es la estrella analítica, sin duda alguna, merecedora de hacernos acreedores a todos sus usuarios del  anillo freudiano (muy otro, evidentemente, del de la NBA), y quien esté libre de pecado, que esconda el dedo…–, “se organiza mal”, “no tiene hábitos”, “tiende a rebotarse”, “¿qué padres tiene esta criatura?”, “de buena gana lo enderezaba yo con un par de ****** bien dadas”, “es impresentable”, “no se entera de nada”, “¿qué ha hecho en Primaria?” “tonto no es, desde luego”, “el día que quiera ponerse”, “pues a mí fulanita me ha dado un cambio bestial, parece otra”, “no me trae el chándal”, “es que está en un grupo que se las trae”, “esta es una ****** de mucho cuidado, y tiene una mala baba que se la pisa”, “yo lo tuve en mi tutoría el año pasado y lo entendí todo cuando me vi con el padre…”, “repite y va para UAC”, “lo pillaron fumando un porro en los lavabos”, “las lenguas no son lo suyo”, “necesitaría un refuerzo, un profesor particular”, “conmigo no aprobará jamás”, “suspende como todos, ¡y estamos haciendo divisiones! ¡En primero de ESO!”, “aquí está perdiendo el tiempo, eso está claro”, “no se deja enseñar”, etc.
¿Quién no ha usado en alguna ocasión cualquiera de estos tópicos desgastados, a fuer de repetidos, que no construyen discurso ni análisis, sino justo todo lo contrario: lo ahogan? Del mismo modo que hay alumnos-tapones que impiden progresar en la evaluación, hay juicios taxativos que, paradójicamente, permiten dinamizarla, al cortar de raíz cualquier posibilidad dialéctica: “Es lo que hay”, llega a oírse como justificación, si alguien cree –con incombustible fe pedagógico-carbonera– que merecería la pena “escuchar otras opiniones” de los junteros para saber a qué atenernos con el discente en cuestión.

La insatisfacción es el resultado de semejante acto jurídico, porque sentenciamos con una alegría que asusta al más atrevido. Y siempre salgo de esos tribunales inapelables con la conciencia culpable de no haber sabido estar a la altura de lo que se espera de nosotros como profesionales de la enseñanza. Derivamos  hacia el pseudoanálisis psicológico con una facilidad que sólo está a la altura de nuestra incompetencia en la materia –salvo quien la tenga, aunque en estos casos, los juicios aún son más deplorables…(En la impresionante película de Joaquim Jordà, El otro lado del espejo, acabada unos meses antes de morir, y de obligada visión, se relata cómo el psicopedagogo de un centro escolar se refiere a una afectada de agnosia como “el residuo de la sociedad”…)– y renunciamos a lo que debería ser competencia nuestra exclusiva: el proceso de aprendizaje: llegar a saber por qué –al margen de los ponderables tradicionales de la falta de trabajo, etc.– los alumnos son incapaces de progresar en tal o cual asignatura, y tratar de ponerle remedio. Es evidente que las viejas recetas siguen teniendo validez, que son los alumnos los que han de aprehender el conocimiento, no éste instalarse en ellos casi feéricamente, con la consiguiente varita mágica, pero no es menos cierto que no podemos despreocuparnos de ese campo del conocimiento que tanto podría ayudarnos a establecer diagnósticos pedagógicos certeros que nos permitieran ayudar al mayor número posible de nuestros alumnos, siempre y cuando la administración educativa entendiese que una sesión de evaluación no es un trámite relegable extramuros de la jornada educativa, sino un pilar básico de nuestra actividad profesional. ¡Cuántos daños irreparables provoca el fetichismo de la “hora de clase” intocable!  

jueves, 10 de marzo de 2016

La investigación y la creación o la amenaza de la doble hélice del extravío.


La sed de datos convierte la imaginación en un hontanar de arena: el caso de X.



Tener amigos escritores es una maldición como cualquier otra. No son especialmente gente sociable y cuesta lo que no está escrito, ni por ellos ni por mí ni por nadie, salvo la presente entrada, soportar sus delirios, sus manías, sus impertinencias, sus efusivas confidencias y sus proyectos disparatados, caso de que nos hagan, ¡oh privilegio de privilegios!, partícipes de ellos. Llamemos X a quien, por su nombre, tampoco le diría nada a los amables intelectores que tienen tiempo para perderlo en estas entradas que no llevan a ninguna parte. El tal X, de genio desabrido, raro humor, escasa elegancia, parva creatividad y extravagante estilo, vertido en tres libros sin lectores, lleva quince años metido en una investigación de la que, según me ha confesado, con algo más que fiero dolor de muela podrida, ni sabe cómo salir ni sabe, siquiera, si quiere hacerlo, dada la esterilidad creativa a la que lo ha llevado dicha investigación, que deja más que pequeña la mía propia para una tesis sobre la aforística que avanza tan lentamente como mi pereza lo consiente. X, no. Él es trabajador infatigable -alguna virtud había de tener…- y a medida que va almacenando datos como un poseso, más va descubriendo para añadirlos a la pirámide donde me imagino que, finalmente, habrá de ser sepultado el aborto de su novela. Se ha convertido en un virtuoso del dato, y ello le lleva a la convicción de que si no sabe “exactamente” que el día de compras de Navidad se llama en Berlín “Domingo de plata”; que fue en la encíclica Casta connubi donde se fijó el rechazo católico a los métodos de control de la natalidad que no fueran los “naturales”; que un dólar valía en la hiperinflación alemana del año 23 la escalofriante cifra de 2.500.000.000 marcos; que fue Jack Weinberg el creador del famoso lema: “No te fíes de nadie que pase de los 30 años”; que Katherine Hepburn fue la primera en usar slacks, pantalones de franela de corte masculino; que Eric Gill diseñó el tipo de imprenta Times Roman; que le ha sido necesario adquirir en un coleccionista un CD de Paul O’Montis para conocer de primer oído la voz de uno de los grandes del cabaret berlinés; que fue el insoportable Eddie Cantor el primero en popularizar Yes, we have no bananas, éxito popular que fue prohibido por los nazis o que Schl.m.m. era una abreviatura mediante la que se proponía, discretamente, a alguien hacer el amor: Schlaf mit mir…; que si no sabe todo eso y miles de c osas más que va recogiendo con paciencia de erudito digno de mejores causas y temas, le será imposible escribir ni un solo capítulo de esa novela que muy probablemente no acabe viendo la luz jamás. A X, cuando recurre a la enumeratio hay que apearlo enseguida de ella, porque, de lo contrario, le dan a uno las tantas con un recitativo del que apenas, dada la heterogeneidad de los datos, puede retener nada. Los ejemplos anteriores se los he pedido por correo electrónico. X no lee a sus contemporáneos, como es práctica habitual entre los innúmeros genios sin lectores que son planta común en la península ibérica, de ahí que pueda escribir esta entrada con total tranquilidad respecto de su reacción. Todo lo más que pudiera ocurrir es tener el descansado privilegio de que me sea retirada su amistad y confianza… Pero los X que en el mundo son necesitan audiencia, y yo estoy especializado en esa rara virtud que consiste en ejercer el arte de escuchar, ergo… X suele, muy contrariado, arrepentirse de su descabellada actividad y suele prometer tan solemne como enfáticamente que renunciará a ella para “ubicarse” (sic, X es así…) en el primer borrador de una obra ya clásica sin haber sido escrita, aunque concebida infinidad de veces. Por suerte me está vetado el acceso a las vanidosas circunvoluciones cerebrales de X -nunca teñidas por el rojo vivo de las emociones cordiales- y no he tenido la suerte de comprobar en qué estado de ideación se halla la novela más y mejor datada (de big data, no de fechar) de la historia del género; pero no andará muy lejos de las clásicas “mantillas”. La obsesión por el dato es un mal esterilizador en el que conviene no caer. El realismo, a pesar de lo que propone Ortega en sus Ideas sobre la novela, no necesariamente pasa por una imposible mímesis de lo real conseguida mediante la acumulación de esas minucias que, sí, le dan un “aire de verdad objetiva” a lo narrado, pero que poco contribuyen a la construcción de la realidad si los lectores no se enfrentan a una expresión viva, por peregrina que sea, de las emociones, de las ideas y de los hechos. No necesariamente una “puesta en escena” realista nos acerca mejor a la realidad, algo que no ignoran los escenógrafos de la ópera, como en la reciente versión de La flauta mágica ideada por Barrie Kosky, quien se ha inspirado, para crearla, en el cine mudo, con un brillante resultado. A X no hay manera de convencerlo de que no por poder describir casi fotográficamente un espacio en una época determinada la historia que narre tendrá mayor poder de persuasión…; tiene tan contumaz voluntad de notario que no hay quien lo disuada de que ha de respetar, y no invertir, la jerarquía narrativa: que los personajes y sus peripecias vitales siempre son más importantes que el decorado en el que se mueven y aquellas se suceden… ¡En balde es! Luego se queja de la sequedad espiritual que dice que lo habita, y de que “no se le ocurre nada” que sea capaz de arrastrarlo a la redacción “febril” de lo que, según él, tiene “perfectamente claro” en su imaginación…, algo de lo que me permito dudar con no escaso fundamento, a juzgar por lo poco que X suele contar de la trama. Hay escritores que nunca hablan con nadie de lo que escriben; X es distinto: habla de ello y no hay quien lo pare: está convencido de que al recontar una y mil veces lo que escribe logra decantarlo, quintaesenciarlo, descubrir lo esencial y desprenderse de las limaduras…, por eso, dado su pertinaz silencio al respecto, me caben pocas dudas, por no decir ninguna, respecto de que hayan pasado de las musas al papel sus borrosas pretensiones narrativas. Es cierto que una novela biográfica sobre alguien célebre exige un plus de verosimilitud y de fidelidad, por eso a mí jamás se me ocurriría emprender un proyecto de esa naturaleza y me he decantado por una autobiografía tradicional, Juventud en Poz, que va saliendo casi con fórceps, a fuerza de plantearme problemas narrativos y éticos casi irresolubles. Le he aconsejado a X que queme todas sus fichas y que escriba la novela de por qué no pudo escribir la novela… El desprecio, la arrogancia, la conmiseración y la compasión se han esculpido en su rostro, ellos sí, con absoluta propiedad mimética… “No sabes lo que dices…, ni lo que escribes”, ha apostillado con esa perfidia genuina de quienes se sienten superiores y te restriegan la suela de sus coturnos por la incipiente calva… Allá él. Advertido lo dejé. Divertido me alejé.

lunes, 29 de febrero de 2016

La lectura perversa (y polimorfa).

                  
Pierre-Auguste Renoir. Retrato de Edmond Maitre. El lector (1871

Divagación sobre el lector extraviado.


La lectura no parece concitar sino elogios unánimes. Y la unanimidad es, con frecuencia, el indicio inequívoco de la aberración. Que la cultura no es salvaguarda moral de nada, se ha dicho y repetido hasta la saciedad. Que un sano analfabetismo tiene, a menudo, un vigor espiritual extraordinario, no se le escapa a nadie. Hay quienes consideran que de la literatura española, siendo lo que es, un tesoro de incalculable valor, una suerte de patrón oro de la literariedad, nada hay tan excelso como el Romancero viejo, obra popular por excelencia, fruto de mil retoques, supresiones, añadidos y variantes, por más que en el origen de cada romance, en su irrecuperable forma original, haya habido un nombre y dos apellidos. Hay, sin embargo, una lectura alienadora, despersonalizadora, de la que no suele hablarse. No me refiero, es obvio, a la lectura de todos aquellos libros que poco o nada tienen en sí de buenos y sí todo de execrable, sino a la actitud del lector, a esa extraña disposición ante la obra, habitualmente literaria, pero no necesariamente, porque dicha actitud se extiende al campo amplísimo de las Humanidades, en el que cabe, ¡y cómo no!, la divulgación científica; esa disposición, digo, que lleva al lector poco menos que a la negación de lo leído, aunque, mejor pensado, no es tanto la “negatividad” la propiedad básica de esa curiosa acción lectora, y nada intelectora, cuanto la indiferencia, la distancia, la incredulidad o propiamente el olvido inmediato. ¡Cuánto habré leído que propiamente no he leído! Debo de ser el ignorante con más horas de lectura del mundo… Viene de lejos, claro está, de cuando leer sin comprender o haciéndolo a medias, como las medias verdades de las confidencias equívocas, no garantizaba sino poco más que una imagen políticamente correcta e intelectualmente perversa. El lector perverso, polidisciplinariamente perverso, podríamos decir, es algo así como una especie de senderista poco sensible a la naturaleza y con escasas dotes de orientación: camina, es cierto, pero se pierde lo mejor del camino, aunque probablemente a lo largo de su vida haya recorrido cientos o miles de ellos, y su memoria no guarda ningún recuerdo sustantivo que le permita evocar lo que, en su vida, ha sido un factor decisivo para definirlo: caminar, leer. Ya sea en periodos creativos, ya en los áridos de la sequedad espiritual, cuando Citano está más cerca del canto del cisne que Perengano de liarse con la lengua para alumbrar algún fruto borde, leer con una pasión feroz que no excluye la ceguera ni la desidia, ¿cómo ha de entenderse, sino como una perversión enfermiza? Dejo de lado esa fértil divagación en que solemos caer los lectores, bien porque alguna línea o palabra nos ha dado pie, bien porque, por benemérito arte de birlibirloque, nos exiliamos en la abigarrada Babia para contemplar a nuestras anchas minúsculos acontecimientos de nuestras confusas vidas, bien porque, desde que hemos abierto el libro, íbamos ya predispuestos a engolfarnos en ciertas digresiones  -que no, ¡ay!, transgresiones…- por las que necesitábamos andar con pie confiado y ligero; la orillo, digo, y me atengo a lo sustancial: a la desustanciación de lo leído, a la ininteligibilidad súbita que nubla el entendimiento del lector de excelente vista, quien reconoce todas las palabras de todas las frases, pero se ve incapaz de arrancarle a esa sólida y trabada arquitectura sintáctica la más mínima pizca de significado. Las hojas del libro se convierten, entonces, en binzas cebolludas y amenazan con desmoronársenos entre los dedos, como en un cuento de terror ciertos cadáveres súbitamente expuestos a la luz. Nadie suele reconocer que incurre con cierta periodicidad en la lectura fementida, pongámonos quijanescos, y menos aún que buena parte de las que constituyen su formación lectora han sido de esa raigambre modorra, porque no es reconocimiento que evite la vergüenza o la descalificación, cuando no la befa y el escarnio. Me adelanto a las censuras, pues, y sin arrogancia ninguna, me reconozco veterano frecuentador de esa perversión. Ninguna exculpación es posible. Me he ido muy lejos siempre de donde más cerca de la vida estaba. ¿Por miedo? ¿Por precaución? ¿Por vergüenza? ¿Por incompetencia? Lo ignoro. Y ni siquiera sé si me gustaría saberlo. Es un hecho. Ha sido un hecho. Convivo con él. De esa torpe variante de la acedía, o de la desolación, ha salido de todo, ungüentos mágicos de botica y bostezos insólitos tras los regüeldos blanquecinos de esa imposible digestión del vacío estéril. La lectura perversa es lectura, ojo, no se ponga en duda, porque se malentendería cuanto de paradoja e incluso de oxímoron hay en esa perseverante actitud de quienes aguantamos horas, repito, horas, con el libro en las manos y volvemos, de tanto en tanto, a tropezar con esta o aquella frase más o menos, en ese contexto de desdén, absurda, para inmediatamente regresar a nuestro extravío, extrañados por la dificultad expresiva de aquellos a quienes mecemos en las manos con una ternura solo comparable a la que nosotros les suscitaríamos a ellos. ¡Cuántos libros no son sino espejos infranqueables! Algo de torpe mosca perdida en su olvidada transparencia somos los lectores perversos, en efecto.

jueves, 25 de febrero de 2016

“Aventuras del bachiller Trapaza. Quintaesencia de embusteros y maestro de embelecadores”. Alonso de Castillo Solórzano.



Una obra picaresca menor, las Aventuras del bachiller Trapaza, para un interés lector mayor: Incluso en los clásicos segundones hay placeres primeros.

De vez en cuando conviene adentrarse en obras que, sin ser las de relumbrón en ciertas épocas, sino centón de ellas, permiten tener una visión de conjunto de un periodo literario o de un género, en este caso el de la picaresca, al que pertenece las Aventuras del bachiller Trapaza, obra de un autor acaso poco leído hoy en día, pero por el que conviene pasear por un doble motivo: para mejor apreciar las obras cumbre del género, desde el Guzmán hasta El Buscón, y para deleitarnos en un uso del lenguaje que dista años luz de la grisura del que se nos endilga como lenguaje “transparente”, “económico”, “sobrio” o “eficaz” en las obras de literatos recientes, donde diríase que un destello léxico noventayochista, por no retroceder mucho, casi podría arruinar una reputación. Tengo por costumbre no dejar pasar el año sin leer, como mínimo, alguno de estos clásicos que permiten forjar un juicio más ajustado de una época. Se hace figura quien se singulariza, escribe Solórzano; y parece haberme esclarecido la intención, porque, aunque solo sea para acabar revelándolo en este Diario, es un placer añadido el de frecuentar obras, como la presente, que apenas tiene lectores; obras recónditas, como ese portal Nuruega, tanta era su oscuridad, que describe Solórzano. No tengo plan lector ninguno, y me guía el azar y el capricho en la elección de mis lecturas, pero, de siempre, me he impuesto dos obligaciones anuales: leer un clásico español y otro greco-latino. A partir de ahí tanto pueden acabar siendo seis como esa una obligatoria. Nunca lo sé.
 Las aventuras del bachiller Trapaza, sus bachillerías del embuste y el embeleco, constituyen un repertorio de lugares comunes del género que Solórzano consigue hacer legible a condición de que le perdonemos lo insustancial de la trama, la escasa singularidad de los personajes y algunas obras intercaladas más a beneficio de inventario que propiamente porque vengan “de molde” al desarrollo de los acontecimientos, si bien el entremés de la castañera tiene su gracia y el de la suplantación de la Monja Alférez, por ver a la cual piden pagar la entrada, también. Desde los orígenes hasta un presente aciago, pasando por todos los padecimientos imaginables, la vida de Trapaza es un sinfín de tretas, de ardides, para intentar hacer fortuna y obtener una sólida posición social. Casi todo el espectro social desfila por las páginas del libro y a cada momento hay pretexto para trazar una radiografía satírica y jocosa de la sociedad de la época. Como se trata de una obra de aluvión, esto es, en la que se van sumando escenas que tienen por protagonista a Hernando (o Fernando) Trapaza, cómico hijo de sus cómicos padres: Pedro de la Trampa y de Olalla Tramoya, nada que no sea lo que ocurre en el momento tiene la más mínima importancia. Casi podría hablarse de ella como de una novela “gestáltica”, centrada en el “aquí y ahora”. Nada ocurre que tenga, como trasfondo, un plan, un proyecto vital, una aspiración, un programa de vida, una cadena de actos ordenados a un fin: el presente continuo, el momento impostergable, domina la acción y, por ello mismo, la lastra. ¿Cómo concitar el interés del lector hacia el futuro, esa prolepsis inevitable de quien lee? Sustituyéndola por una realización de los episodios como unidades discretas cuya eficacia radica en su propia individualidad, nunca en la acumulación de las mismas. No se trata de un conjunto de cuentos, pero casi. Todos los autores señalan la inspiración bocacciana de Solórzano, más evidente en el conjunto de relatos Los alivios de Casandra. Eso lleva a que la desigualdad entre unos y otros episodios convierta la lectura en una suerte de sorpresa permanente, en un “a ver qué viene ahora” y “a ver cómo sale de esta” que no siempre satisface de igual manera al lector.
El hecho de estar narrada en tercera persona, a diferencia de la primera, típica de la picaresca, introduce una perspectiva, la del narrador omnisciente, que hace más llevadera la lectura, porque, fácilmente identificable con el autor, el relato se nos presenta trufado de juicios, reflexiones morales y estéticas que permiten, hasta cierto punto, una identificación del lector con esa voz, como cuando advierte: El juego ha sido siempre destruición de la juventud y polilla de las haciendas. Gracias a ese narrador se introduce en la narración una distancia que acentúa el carácter casi guiñolesco de Trapaza, porque se trata, en última instancia, de un ser desprovisto de interioridad, de profundidad psicológica y emocional, solo atento a las necesidades básicas, entre las que buscar trapaceramente su bienestar es la primera. Poco a poco, a medida que avanza la obra, el tono crítico-festivo impuesto por el narrador le permite al lector la obtención de ciertas recompensas lectoras, entre las que no son las menores el uso de un lenguaje con el mejor sabor de la época, como enseguida veremos. La obra no tuvo un éxito arrollador, porque se editó pocas veces, en comparación con otras; pero tuvo la continuación que se promete en la obra: La garduña de Sevilla, hija de Trapaza y Estefanía, lo que permite hablar de la saga Trapaza, del mismo modo que en las novelas de caballerías se continuaban las aventuras de los hijos de los protagonistas, como las famosas Sergas de Esplandián, que continuaban las de su padre Amadís de Gaula.
Desde el punto de vista del lector contemporáneo no filólogo resulta peliagudo establecer una lista de valores del libro que inciten a una lectura entregada, porque es muy posible que la distancia con el asunto y con el estilo sea tanta que no halle asidero al que agarrarse para mantenerse en la lectura. Voy a intentar, en lo sucesivo, traer a colación algunas citas del texto que nos permitan vislumbrar, a través de ellas, la riqueza lingüística y estilística que anime a hacer esta lectura, cuya recompensa en modo alguno puede compararse con la que depara la de obras como el Guzmán de Alfarache o el mismísimo Lazarillo, pero sí con otras obras, si menores, de notable interés, sin embargo, como La segunda celestina de Feliciano de Silva, cuya lectura encarezco incluso con antelación a la presente.
La visión moralista y la estupenda pluma de Solórzano para el retrato costumbrista satisfarán, creo yo, al lector más exigente, como se puede apreciar cuando, como parodia de otras obras, y con no poca sorna, las introduce: ¡Oh, cudicia, lo que haces! ¡Oh miseria, a qué de bajezas te pones! Ninguno ha tenido las dos, que con la primera no se haya visto en muchas afrentas y con la segunda no haya gastado más que hiciera un generoso. Baste de sermoncito y volvamos a Trapaza. Una habilidad que no cede ante verdaderos detalles de perspicacia social y psicológica, como en aquella aguda reflexión: aquella era la hora en que más se conoce la que es perfecta hermosura o fingida, que es acabada una mujer de levantarse de la cama. La creación de un personaje como el hidalgo don Tomé, arruinado caballero trazado sobre la plantilla del escudero del Lazarillo, no deja de tener su gracia al haber añadido la dimensión poética que permite cierto juego metaliterario, pues el tal Tomé es horrísono poeta culterano: Gémina luz viviente/presta ocasos purpúreos zafiros,/no ya visibles, algente/sí, en cóncavos retiros,/por quien delio esplendor anima giros. La descripción del tal Tomé, venía este caballero con vestido negro de gorguerán, acuchillado sobre tafetán pajizo. Traía muy largas guedejas, bigotes muy levantados, gracias al hierro y a la bigotera que habrían andado por allí; un sombrero muy grande, levantadas las dos faldas a la copa, con unos alamares pajizos y negros, toquilla de cintas de Italia destos dos colores y por roseta un guante, que debía de ser de alguna ninfa; al cuello, una banda de las mismas cintas, con gran rosa atrás, cosas para calificar por figura profesa al tal sujeto, se completa enseguida con la delicadeza poética con que acoge a Trapaza como secretario: ninguna cosa me satisface más que vos que me hayáis hablado a mi modo, porque yo soy exquisito en el dialecto, y así gusto que quien más me comunicare tome el modo de hablar que yo tengo. Por el libro desfilan otros tópicos como el del viejo enamorado que paga con creces esa dificultad que señala el autor: Cuando el amor se apodera de canas es dificultoso el poderse echar dellas. Así, Estefanía, quien sigue su carrera delictivoimpostora de forma paralela a Trapaza, que está enamorado de ella, y de quien acabará teniendo una hija, fuerza la caída en sus redes de un incauto, de un viejo que trocando los frenos a las edades, con la hermosura de Estefanía al lado, olvidóse de las muchas navidades que tenía, y sacando esfuerzos de su flaqueza, quiso mostrarse más alentado que pedían sus años, y así dentro de seis meses, dio consigo en la sepultura.

Finalmente, que tampoco quiero extenderme más allá de a lo que una leve cata obliga,  cualquier aficionado a la lengua no dejará de hallar en el libro un repertorio de voces que le compensará del posible tedio que le provoque el encadenado de episodios. Así, voces como Gomia, ese nombre damos al que come mucho y desordenadamente, aplicados a un personaje, como a la mujer del médico, metafóricamente, nos deleita con un hallazgo retórico más que notable: la esposa del médico era gomia de Navidades, porque parecía insaciable en consumir años a causa de su mucha edad. Traerse de runfla un escribano y dos corchetes, esto es, en hilera. El uso de un cultismo inesperado: Os ha sucedido la desgracia porque vuestro estado anda en lites, de lis, lites: pleito judicial. Una metáfora afortunada: Mil veces esta calle me pespunta…, esto es, la pasea. O la evocadora descripción de una celestina: Esta señora era algebrista de voluntades o zurcidora de amores. Las insólitas caravanas que no son sino las diligencias que uno hace para lograr alguna pretensión. O, y ya termino, el insólito darse un verde de tal cosa, que vale hartarse, atracarse de ello.

miércoles, 17 de febrero de 2016

El humor quintaesenciado de Noel Clarasó: “Diccionario humorístico”.





Noel Clarasó o el humor ordenado lexicográficamente;  Diccionario humorístico: humor genuino de la mejor estirpe española: Juan Ruiz, Quevedo, Ramón,  Jardiel, Tono,  Mihura…

  
Poco a poco llevo a cabo mi incursión en los muchos campos genéricos por los que transitó un autor célebre en su época y olvidado en la actual, Noel Clarasó, a quien vuelvo cada vez que me tropiezo con algo suyo por las librerías de lance. Clarasó tocó muchos géneros, pero si en alguno tuvo especial fortuna fue en el de esos libros que solo cabe clasificar bajo el marbete de miscelánea o “cajón de sastre”, me refiero a sus tratados de urbanidad, de didáctica de la expresión, de jardinería o a su monumental Antología de textos y citas de la editorial Acervo, publicado en 1970, o al que hoy me ocupa, el Diccionario humorístico, publicado en la Colección Arco de las Ediciones de la Osa Menor en 1950. Clarasó es, por muchas razones, un autor singular cuya importancia objetiva aún no ha sido establecida por los críticos, a pesar de la revalorización de tantos autores de posguerra como se llevado a cabo en los últimos tiempos. Salvador Pániker lo entrevistó en su libro Conversaciones en Cataluña, y en él lo describe como un autor extraordinariamente catalán: trabajador, ordenado, irónico, desconfiado, solitario y místico. En la conversación, Clarasó hace gala de su método de trabajo, cuya base fundamental es un archivo (una “base de datos”, diríamos hoy) envidiable e incomparable, construida día a día, y en la que el autor hallaba cuantos datos requería para sus muy diversas obras y, sobre todo, para su columna, durante 40 años en La Vanguardia, Los pro y loscontra, ubicada en la dignísima página de Pasatiempos, cuando aún el crucigrama no era “de autor”, pero sí los jeroglíficos,  del eterno Ocón de Oro. Clarasó, a pesar de la descripción de Pániker, está aún más olvidado en la literatura catalana en la que fue ganador del Premio Crexells en 1938, el último de la época republicana, con una novela Francis de Cer que, hasta donde yo sé, jamás ha sido editada. Escribió más obras en catalán, pero no parece que haya despertado el interés de los editores catalanes, acaso por la relevancia del autor en la literatura en castellano. En todo caso es un ejemplo más de la naturalidad bilingüe del catalanismo bien entendido y dominante, tanto entonces como hoy.
         La tendencia de Clarasó al pseudónimo, a la pluriidentidad, lo convierte en un autor al que me siento espontáneamente inclinado, dada mi propia afición a los heterónimos. El más famoso de los de Clarasó es León Daudí, un anagrama de su propio nombre y el segundo apellido de su padre, el escultor Enric Clarasó, un pseudónimo que le sirvió para el protagonista de sus novelas policiacas y como autor de frases ingeniosas. De hecho, en su enciclopedia de textos y citas aparece por duplicado, como Noel Clarasó y como León Daudí. Bien podría haber aparecido también como Blas, el personaje de quien recopila sus pensamientos en Observaciones y máximas de Blas.
El presente Diccionario humorístico, en la vena de otros famosos como el del Diablo, de Bierce, el de frases hechas de Flaubert o el más reciente Diccionario de Coll, bien podría haberse titulado también Diccionario de Clarasó, porque en él hallamos al genial inventor de unas definiciones lexicográficas que, emparentadas con los proverbios, los aforismos, los refranes y las greguerías, consiguen que el lector pase ratos excepcionales, a los que puede recurrir cuando otros menesteres más ingratos le hagan fruncir el ceño, torcer la boca o recurrir a la blasfemia… o en circunstancias como el cuidado de los enfermos, las esperas en las salas médicas o los viajes en transporte urbano. El subtítulo del volumen es una pista de por dónde va el contenido: Este diccionario contiene más de 3000 definiciones que explican un sentido nuevo de las palabras inaceptable desde todos los puntos de vista para los que solo saben tomarse la vida en serio. A partir de aquí, así pues, los lectores sabrán que internarse en el presente Diccionario humorístico, supone una incursión en un humor muy concreto, heredero del de la posguerra y de aquella escuela del humor que fue La Codorniz o el teatro de Jardiel Poncela y de Mihura. Si a ello le añadimos la herencia perceptible de Ramón Gómez de la Serna y de sus greguerías, aunque no solo de ellas, tendremos una descripción más o menos aproximada del marco en que se encuadra el humor de Clarasó. 
         Quisiera destacar, porque me parece admirable, la inmensa capacidad de trabajo de Clarasó, quien jamás desmayó en su esfuerzo, y prueba de ello son los más de 70 libros publicados y los innumerables artículos de prensa. En términos de invención, aunque el nivel crítico de exigencia tenga sus más y sus menos, un volumen de 3000 frases ingeniosas supone un derroche de creatividad que asombra a cualquiera; y que más de un centenar de ellas sea extraordinario, para quien esto escribe, resulta literalmente abrumador. Las dotes de observación de Clarasó exceden de lo común y de ello se beneficia el lector, a quien el autor parece siempre tener presente, porque, al fin y al cabo, en la medida en que se convirtió en escritor profesional, fue fiel siempre a su método de trabajo y a su triple objetivo básico: interesar, entretener y sorprender. Dada su afición a la jardinería, no es de extrañar que le revelara a Pániker que su ideal de vejez era la del hortelano de un convento de frailes, aunque ese “retiro” lo practicó en vida, dedicado a su oficio de escritor polifacético, a lo que contribuyó, sin duda su recalcitrante soltería, como la de Miguel Mihura. Que el humor parezca estar reñido con la vida en pareja es una derivada por la que acaso en algún momento convenga hacer una excursión. En todo caso, y aunque la mujer es el personaje indiscutible del libro, el interés de Clarasó por la práctica totalidad de los asuntos humanos nos depara verdaderos hallazgos entre los que quiero señalar algunos que me parecen algo más que afortunados. Hemos de partir de la base de la definición de humor con que arranca en el escueto prefacio:  El humor es, para nuestro autor, la apariencia sin transparencia, es decir, y aunque sea mucho decir, una suerte de objetividad esencial que se detiene en el cuerpo de la cosa, desdeñando el alma o la trascendencia de la misma. Como añade poco después, para los espíritus sencillos, el humor es siempre implacablemente lógico. Esa lógica, está claro que es la del absurdo, una corriente literaria en la que bebió Clarasó como lo hicieron todos los humoristas a partir de las vanguardias. Con esa premisa, y en riguroso orden alfabético, nos encontramos con Adolescencia, la edad entre la pubertad y el adulterio, donde ya se va perfilando un pensamiento de marcado carácter tradicional; con Alcohol: Líquido incoloro que lo conserva todo menos los secretos; con Amor: El único deporte con adversario en que los dos salen perdiendo, donde se sigue perfilando el  antisentimentalismo propio del humor Clarasoniano; con Cabeza: La cabeza es la única parte del cuerpo que conviene perder de vez en cuando; con Calor y Frío: El calor es más molesto que el frio; lo que ocurre es que el frio viene en la peor época del año; en verano nadie lo notaría, donde advertimos con nitidez la impronta humorística propia de aquella época: el frío viene en la peor época del año…, esa suerte de hallazgo espontáneo del humor en la expresión natural del lenguaje coloquial; con Carne y Alcohol: Es difícil emborracharse cuando la carne está pronta, sobre todo si el alcohol es débil, donde se parodia el evangelio; con Cartas de amor: Las cartas de amor se empiezan sin saber lo que se va a decir y se terminan sin saber lo que se ha dicho, que insiste en la crítica radical del sentimentalismo, sobre todo del ñoño; con Casados sin hijos: Los casados que no tienen hijos son como un soltero partido en dos, donde advertimos la huella indeleble de las Greguerías de Ramón; con Comprender: El hombre inteligente dice a la mujer que la comprende; el necio trata de demostrárselo, donde advertimos esa suerte de cosmopolitismo mundano que está de vuelta de todo y que casi coloca al aforista por encima del bien y del mal; con Cultura: La cultura consiste en no disparatar cuando se habla de cosas que los otros saben mucho mejor; con Desistir: Desistir honradamente de los buenos propósitos también es, en cierta manera, ser hombre de carácter, un perfecto ejemplo de la sabiduría existencial de quien, más allá de la frivolidad de muchas de las reflexiones contenidas en el volumen, sabe ascender a auténticas reflexiones emparentadas con los mejores autores del género aforístico; con Habilidad: No luzcas tus habilidades en público; si todo te sale bien, nadie te alabará; si fracasas, se reirán de ti; con Hablar: Al que nunca habla de sí mismo, nadie le paga en la misma moneda, tan ilustrativo de su perspicacia y sutileza; con Hacer: Una madre tarda veinte años en hacer de su hijo un hombre, y otra mujer hace de él un tonto en veinte minutos, donde a esa suerte de misoginia de época se le suma un feliz ocurrencia semántica; con Hombre y abrigo: Al hombre, para colgarlo, le quitan el abrigo; y al abrigo, para colgarlo, le quitan el hombre, en el que la veta sombría de no pocas de sus reflexiones emerge con una aspereza que no difumina el acierto de la perspicacia; con Indeciso: El hombre indeciso, si persiste, se ahorra mucho trabajo, que parece una descripción del presidente en funciones Mariano Rajoy; con Largo: Los sueldos están bien; pero los meses son demasiado largos, en que se recurre a la inversión del planteamiento para descubrir el humor;  con Lógica: Los que dominan la lógica aplastante no demuestran nada, pero aplastan a los otros; un hombre aplastado no es un hombre convencido, donde se aprecian con nitidez las aplastantes dotes racionalizadoras del autor;  con Pelmazo: Un pelmazo es una persona que no tiene el don de la conversación, pero sí el don de la palabra, una prueba irrefutable de una experiencia común condensada con la mayor eficacia y el consenso prácticamente universal; Pulgas: Los ladridos del perro no asustan a sus pulgas, un auténtico prodigio de reflexión paradójica; con Recordar y olvidar: Algunos hombres, para recordar, se atan un hilo alrededor del dedo; y otros, para olvidar, se atan una cuerda alrededor del cuello, tan sombría como “exigida” por la práctica cotidiana trivial que en ella se refleja; con Ser y parecer: Parecer lo que se es es mucho más difícil que no ser lo que se parece, donde el retruécano se pone al servicio de una reflexión de honda raigambre clásica;  Sordo: Los sordos de un solo oído siempre están de perfil, una perfecta greguería ramoniana; con Versión: Toda escena entre un hombre y una mujer tiene tres versiones distintas: la del hombre, la de la mujer y lo que de veras ha sucedido, que, como buena parte del corpus definido, tienen a la guerra de sexos como motor de la creación humorística, algo de contrastada eficacia para el gran público, de ahí la popularidad del autor, quien la refrendó a través de los guiones de series televisivas tan famosas en su momento como Tercero izquierda, con un actor tan fantástico como José Luis López Vazquez, un genio español del humor histriónico, nuestro Groucho particular, o de una película, El diablo toca la flauta, de José María Forqué, que exigiría una revisión urgente, con otro actor descomunal como José Luis Ozores, y con guión del propio Clarasó; con Vulgar: Ser vulgar tiene ciertas ventajas; es la única manera de congeniar con todo el mundo, menos con los escogidos, que suelen ser insoportables, en el que el autor hace una declaración de principios frente a las élites culturales que, sin duda, lo miraron siempre por encima del hombro, por más que su obra, hecha con mimbres de la mejor calidad, les dé sopa con hondas a muchos de esos exquisitos, auténticos esquistos fragilísimos…
Para quienes quieran seguir disfrutando, y como anticipo del total de la obra, si la encuentran en esos bazares de la sorpresa que son las amadísimas librerías de lance, dejo aquí el resto de las entradas del diccionario que había seleccionado, siendo consciente de que muchas de ellos merecerían ser destacadas en mi selección de la selección:
Admiración: Muchas admiraciones literarias obedecen a no haber leído ninguna de las obras del escritor admirado.
Agradar: Para agradar a las personas inteligentes hay que alabarlas por las cualidades que no tienen; para agradar a los tontos, el mismo sistema es bueno.
Altruismo: El arte de hacer cosas en favor del prójimo por razones personales.
Amar y Odiar: El amor es mucho más fuerte que el odio; podemos amar sin conocer, pero solo podemos odiar al que conocemos bien.
Ancianidad: Hasta ahora solo se ha descubierto un sistema de vivir cien años: cuidarse mucho a los noventa y nueve.
Aplauso: Al principio de un discurso los aplausos expresan fe, hacia la mitad, esperanza, y al final, caridad.
Brillante: Los brillantes son una prueba evidente de que no es oro todo lo que reluce.
Capital y Trabajo: El dinero que se pide prestado a otro es el capital; y lo que hace después el otro para recuperarlo s el trabajo.
Carácter: Lo que queda de cada uno de nosotros cuando se ha perdido todo lo demás.
Celos: Los celos son una pasión, aunque parecería más gramatical que fueran carias pasiones.
Cobardía: Condición que muchos hombres se atribuirían, si tuvieran suficiente valor para ello.
Competencia e Inteligencia: La competencia de los hombres se conoce cuando hablan de lo que entienden; la inteligencia, cuando hablan de lo que no entienden.
Conciencia: Después de una mala acción pública es más fácil acallar la conciencia propia que la lengua de un vecino.
Confortable: El dinero no da la felicidad; pero es lo único que permite no ser feliz de una manera confortable.
Conocerse a sí mismo: El hombre que se conoce bien a sí mismo no muestra mucho afán por enmendar a sus vecinos.
Consuelo: La mujer es el único consuelo del hombre que, por causa de la mujer, necesita consuelo.
Convencer: Los razonamientos no convencen a nadie; los gritos tampoco, pero hacen perder menos tiempo.
Conversación: Lo menos parecido a una conversación es el diálogo de los profesores de idiomas con sus discípulos cuando les enseñan a sostener una conversación.
Crítico: Los críticos son las solteronas del arte.
Curso natural: Es el que siguen todas las cosas, aunque muchas veces nos parezca que nosotros las hemos forzado.
Decir: Algunos hombres nunca dicen lo que quieren decir; no es difícil entender lo que dicen, pero es difícil entenderlos a ellos.
Dermatólogo: El dermatólogo es el médico más afortunado, pues sus clientes raras veces mueren y raras veces se curan.
Diplomacia: El arte de dar a entender a un hombre que está equivocado, diciéndole que toda la razón está de su parte.
Disertación: El resultado de diluir una idea de un minuto en una palabrería de una hora.
Dominarse: Para hablar bien de otro, uno ha de aprender a dominarse.
Duro: Los pollos que se mascan con dificultad parecen nacidos de un huevo duro.
Encantadora: La mujer más encantadora es la que nos permite caer en sus brazos sin caer en sus manos.
Escritor y obra: Aunque el escritor suele valer más que su obra, es más cómodo soportar la obra que soportarlo a él.
Estilo: Cualquier forma literaria que no consista en ir diciendo las cosas con claridad una después de otra.
Experto: El hombre que dice hoy lo que ha de suceder mañana, y mañana explica las razones por las que ha sucedido otra cosa.
Fe y felicidad: Fe y felicidad se distinguen en el precio; por esto se habla de la fe del labriego, no de su felicidad. La fe es barata porque ha de estar al alcance de los pobres.
Filántropo: Un filántropo es un rico pobre de recursos.
Fracaso: Muchos fracasos proceden de haber olvidado que las cosas solo se arreglan cuando están estropeadas del todo.
Generalmente: La mujer, generalmente, está generalmente hablando.
Grito: Un grito corto es más eficaz para hacer callar al prójimo que un argumento largo.
Hablar de otro: Si hablas mal de otro, se defenderá; si hablas bien, se molestará porque no has hablado mejor.
Hablar y callar: No por mucho hablar se dicen más cosas, ni por mucho callar, se sabe menos.
Hombre: El animal doméstico que pasa menos tiempo en casa.
Hombre: Los hombres no se conocen en un año, pero se inventan en un día.
Incognito: Al hombre se le conoce por sus obras; pero muchos viajan de incógnito.
Insomnio: El insomnio es una de las formas más expresivas del triunfo del espíritu sobre la materia.
Interpretar: Di siempre las cosas, aun al hablar con sinceridad, de suerte que se puedan interpretar de dos maneras.
Inversión: La primera condición para que una inversión de dinero no sea un mal negocio es que el dinero lo ponga otro.
Investigación: Tomar el material de otro escritor es plagio; tomarlo de muchos a la vez es investigación.
Ironía: La ironía es el peine que nos da la experiencia cuando ya, por la edad, hemos perdido el cabello.
Libro: Nada estropea tanto un libro como su lectura.
Libro: Muchos libros caen en el olvido; sobre todo los que han sido prestados.
Línea curva: La distancia más amable entre dos puntos.
Línea recta: La distancia más triste entre dos puntos.
Madurez: El hombre, en la madurez, empieza a tener ideas claras sobre la mujer; antes, en la juventud, solo tiene sentimientos confusos.
Mal: Las cosas que se han aprendido a hacer mal, cuanto mejor se saben, peor.
Mal menor: Todo mal es un mal menor; lo peor no ha sucedido nunca.
Mal sin dolor: La falta de sabiduría es un mal sin dolor.
Mansedumbre: El día que los toros decidan acabar con las corridas solo  tienen un sistema con el que se consigue todo: la mansedumbre.
Matrimonio: Hay quien no puede opinar sobre el matrimonio porque está debajo.
Monogamia: La unión de un hombre con una sola mujer se llama monogamia; pero no siempre se equivocan los que la llaman monotonía.
Mueble: Hay otros muebles tan feos como los pianos, pero por lo menos callan.
Necesidad del país: Lo que todo país necesita es que menos gente se ocupe de satisfacer las necesidades del país.
Negro: Es peligroso casarse con una mujer que parezca más guapa vestida de negro.
Nombre: Un nombre, en sí, no es bueno ni malo; lo malo es, a veces, la persona que contesta cuando se dice aquel nombre.
Nombre: La mujer que muestra prisa en llamar a un hombre por su nombre propio, probablemente busca el apellido.
Novela policiaca: En la novela policiaca perfecta solo el lector está libre de sospecha.
Ojos: Algunas mujeres cierran los ojos cuando un hombre las besa; pero nunca cuando un hombre besa a otra mujer.
Optimista: Un hombre cuya máxima fundamental es esta: vale más perder que perder más.
Otros: Los otros son lo que más nos consuela de ser como somos.
Palabra: Si los hombres solo hablaran cuando tuvieran algo que decir, dentro de diez generaciones se habría perdido el uso de la palabra.
Paracaídas: Nadie se ha quejado aún de que no se le haya abierto el paracaídas.
Pensamiento original: Para tener pensamientos originales hace falta haber leído mucho.
Periódico: Un conjunto de superficialidades impresas en el dorso de los anuncios.
Pesimista: Un pesimista es un hombre que en el queso de Gruyère solo ve los agujeros.
Piernas: La mujer está muy segura de su inteligencia; pero si quiere convencer a un hombre le muestra las piernas.
Pleito: Algo que nadie desea tener y que nadie desea perder cuando lo tiene.
Poeta desesperado: Uno que empieza por poner fuego en sus versos y acaba por poner sus versos en el fuego.
Prometer: Es más fácil prometer un bienestar que darlo; el que más da es el que da esperanzas.
Proteger: Dios nos protege, pero no contra nuestros enemigos; porque también ellos son hijos de Dios.
Proverbio: Los que viajan solos no pueden comprobar la sabiduría del proverbio: más vale viajar solo que mal acompañado.
Psicología: Una ciencia que nos cuenta lo que todo el mundo sabe, en un lenguaje que casi nadie entiende.
Puntual: Ser puntual es el sistema más seguro de esperar a los demás.
Punto de vista: Toda cuestión tiene dos puntos de vista: el equivocado y el nuestro.
Pura verdad: La pura y simple verdad raras veces es pura y nunca es simple.
Quedar: Muchas de nuestras desgracias proceden de no habernos sabido quedar en casa.
Reloj: Para que la gente se fije en un reloj valioso ha de estar parado; si anda, sólo se fijan en la hora.
Reparar: El daño que hace una sola frase sincera en un momento de acaloramiento no se puede reparar en un año de atención.
Seductora: Hay mujeres tan seductoras que uno prefiere que se casen con otros.
Segundas nupcias: Casarse con una viuda es como vestirse en prendería; la ropa usada, si no huele al primer dueño, lo recuerda siempre.
Sentido del tacto: El amor es ciego; por esta razón los enamorados tienen tan desarrollado el sentido del tacto.
Sexo: Los dos sexos se parecen en una cosa: ambos desconfían de las mujeres.
Silencio: El mejor sustitutivo de la inteligencia.
Situación general: Si quieres halagar a alguien, ponte serio y pregúntale lo que piensa de la situación general.
Sombra: La mujer se parece a la sombra propia; si la sigues, se va; si huyes de ella, te sigue.
Substituir: Hay personas que se substituyen a sí mismas con gestos y con palabras, más grandes que sus ideas.
Sueño: Para que los sueños se conviertan en realidad hay que madrugar mucho.
Suerte: La suerte es el ídolo de los perezosos, que solo protege a los demás.
Suerte: Si un hombre galantea a una mujer y ella llama a un policía, es una suerte para el hombre; peor habría sido que ella llamase a un cura.
Tachaduras: Grafismos que muchas veces revelan la calidad de un escritor.
Telegrama: Texto que escribe un hombre que tiene prisa y lleva otro hombre que no tiene tanta a un tercero que no tiene ninguna.
Tentación: Se ha de tener el valor de sucumbir a las tentaciones, y la humildad de no hacer gala de este valor.
Tocar: Tocar de pies en el suelo nunca ha querido decir no llevar zapatos.
Trabajo, descanso y vacaciones: Es fácil combinar el trabajo con el descanso; pero es casi imposible combinar las vacaciones con el descanso.
Uñas: Los relajes parados son inofensivos, como gatos con las uñas cortadas.
Vacío: Hasta las personas desagradables, cuando se marchan, dejan un vacío.
Venganza: La venganza es una virtud tan aristócrata, que se opone al ejercicio de todas las demás.
Vergonzoso: Algo vergonzoso hay en el dinero, cuando nadie se atreve a confesar todo el que tiene.

Zapato: Prenda de vestir de la que carecen siempre las mujeres elegantes en el momento de vestirse.

martes, 9 de febrero de 2016

Philip Roth: “Los hechos”, autobiografía con reparos.

                          
Nora Krug
Los hechos: la autobiografía unamuniana de Philip Roth desde la infancia hasta lograr el éxito literario.



Hay cierta semejanza entre Woody Allen y Philip Roth, cuando uno entra en las obras de ambos lo hace como quien entra en casa de un viejo amigo: conocemos sus manías, sus delirios, sus miedos, sus fobias, su credo, sus virtudes…, y es difícil que nos sorprenda, aunque siempre nos sentimos cómodos en su compañía, y a veces hasta reconfortados de que el tiempo no desfigure a las personas hasta el punto de no reonocerlas o de sentirlas distanciadas. Con posterioridad a Los hechos, que fue su primer intento autobiográfico, Philip Roth es autor de otro texto del mismo género sobre la enfermedad y la muerte de su padre: Patrimonio. Una historia verdadera. Prefiero el segundo al primero, pero en Los hechos Roth utiliza un recurso de ficción que nos permite no solo leer el texto autobiográfico sino la autocrítica del mismo y, hasta cierto punto, unas migajas de teoría acerca de la naturaleza y propiedades del genero autobiográfico: Lo único que estoy diciendo es que un libro que se atiene fielmente a los hechos -un destilado de los hechos que renuncia a la furia imaginativa- puede liberar significados que la ficcionalización haya oscurecido, relajado o incluso invertido, y puede remachar unos cuantos clavos emocionales bastante puntiagudos. Roth parte, evidentemente, de la oposición entre la ficción con base autobiográfica, que constituye la mayor parte de su obra, como la nunca suficientemente elogiada El lamento de Portnoy, y la autobiografía centrada en los hechos desnudos de ese ornamento de ficción que los oscurece hasta desrealizarlos. El método seguido por Roth para la composición de esta obra autobiográfica está directamente emparentado con una obra como Niebla, de Unamuno, autor a quien ignoro si Roth leyó, aunque intuyo que no, porque, de haberlo hecho, es imposibe que no se hubiera colado alguna referencia a esa diálogo soberbio entre Augusto Pérez y don Miguel en casa de este último, cuando el atribulado personaje ajusta cuentas con su creador. Roth escoge a Nathan Zuckerman como privilegiado interlocutor y crítico de sus memorias de infancia, juventud y primera madurez. Le envía el manuscrito mediante una carta en la que le expresa cuál es su posición ante el género: En el péndulo de la autoexposición, que oscila entre el mailerismo agresivamente exhibicionista y el salingerismo secuestrado, diría que yo ocupo una posición intermedia, y le revela el origen del impulso autobiográfico: En la primavera de 1987, en el momento culminante de un periodo de diez años de creatividad, lo que iba a ser una operación quirúrgica de poca importancia se convirtió en una durísima y prolongada tortura física, origen a su vez de una depresión que me condujo hasta el borde de la disolución mental y afectiva. (…) Tras la depresión, lo que hacemos es abalanzarnos, llenos de agradecimiento, hacia la vida corriente, y aquella era mi vida en su variante más corriente. (…) Para recaer en mi vida anterior, para recobrar mi vitalidad, para transformarme en mí mismo, me puse a recoger la experiencia sin transformar. De hecho, fue el cansancio de la “furia imaginativa” -que es como Roth caracteriza a la ficción- lo que lo llevó a prescindir de los disfraces y ofrecer una versión desnuda de sus experiencias vitales, y de ahí, por consiguiente, el título escueto y casi programático del libro, Los hechos. El propósito del autor es muy laudable: Si algo refleja este manuscrito, es mi saturación de las máscaras, los disfraces, las distorsiones y las mentiras, pero la crítica que Zuckerman y su mujer hacen del manuscrito pronto nos convence no tanto del grado inequívoco de artificiosidad e incluso de ficción que hay siempre en la autobiografía, sino de la censura y de la cobardía del autor, quien renuncia a adoptar frente a sus “hechos”, la actitud transgresora que sí emplea en la ficción: Parece que te falta valor -el descaro, los redaños- para hacer en una autobiografía algo que en una novela considerarías totalmente esencial. De ahí, así pues, que Zuckerman se reivindique: quien posibilita que te destripes implacablemente, quien te hace de médium en los verdaderos enfrentamientos contigo mismo…, soy yo, convenciéndonos de que es en sus obras de ficción donde podremos hallar la “verdadera” autobiografía del autor. Es significativo que Zuckerman comience dudando del papel de cada cual: Ya ni siquiera estoy seguro de quién de los dos es el hombre de paja. Al principio pensé que era él, en su carta a mí… Ahora parece que soy yo, en mi carta a él. Es irrelevante afirmar que no confío en él cuando la manipulación es el mensaje, lo sé, pero el caso es que no, que no me fío. ¡Y cómo fiarse de ese viejo zorro astuto de Roth, que ha pasado las de Caín y ha escarmentado en mil conflictos, sobre todo amorosos, como el de su primer matrimonio con Margaret Martinson, extrañamente Josie en Los hechos, o el último con la actriz Claire Blomm, cuyas memorias vengativas no lo dejan bien parado, que se diga! De hecho, la acuciante duda metafísica de Zuckerman es, como no podía ser de otra manera, el desconocer la fuente recóndita de donde él y su mujer nacieron: ¿Quiénes somos, nosotros dos, en todo caso? Y ¿por qué? Tu autobiografía no nos cuenta lo que pudo ocurrir en tu vida para que nosotros surgiéramos de ti. Hay un enorme silencio en torno al asunto. Lo que Roth deja manifiestamente claro es la enseñanza que le depararon hechos como el de su primer matrimonio, por más que tropezara por segunda vez en la misma piedra, desdiciéndose: no podía desaprender de la noche a la mañana lo que varios años de batallas legales me habían enseñado, a saber: que nunca, pero nunca nunca, debía ceder al estado ni a su poder judicial la posibilidad de decidir con qué persona debo contraer el compromiso más profundo, ni de qué modo, ni durante cuánto tiempo. Hay algo, en Roth, de don Juan ingenuo que atenúa la acritud evidente con que encaró el drama matrimonial cuya historia se cuenta, como parte fundamental, en esta breve autobiografía en la que el estilo transparente y casi de acta notarial no se altera en ningún momento. Hay poco espacio para el virtuosismo estilístico y una deliberada voluntad documental. Se advierte, con todo, el enorme esfuerzo de contención llevado a cabo por el autor, aunque aquí y allá salten, de vez en cuando, algunas chispas de su cáustico humor. Por lo que se pregunta Zuckerman, tras leer el manuscrito es por la preeminencia de los hechos frente a la ficción, lo que equivale a interrogarse sobre sí mismo, claro está: ¿Por qué será que cuando hablan de los hechos se sienten en terreno más seguro que cuando hablan de la ficción? La verdad es que los hechos son mucha más reacios y difíciles de manejar e inconcluyentes, y verdaderamente pueden reducir a cero la propia modalidad de búsqueda que la imaginación abre. No es el caso de Los hechos, sin duda, porque es evidente el conocimiento que se adquiere de la vida de Philip Roth tras la lectura del libro, pero no es menos cierto que la lectura nos deja un poso de insatisfacción -ese “querer saber más y más” a que empuja la curiosidad por las vidas ajenas- que tiene todo que ver con la selección de la realidad efectuada por el autor:  Este manuscrito -escribe Zuckerman- opta claramente por la versión chico simpático. En una autobiografía no parece haber más elección que la de privilegiar dicha vertiente, quizá porque el género te señala que, seguramente, es más prudente suprimir la libre exploración de casi todos los demás aspectos que integran una personalidad humana. Es muy estimulante esta esquizofrenia autor-personaje mediante la que Roth reflexiona sobre el hecho autobiográfico y sus evidentes trampas y limitaciones. Zuckerman nos dice que conviene no ser ingenuos, aun a pesar de que el autor se reconoce como tal: también eso puede afirmarse de nosotros, sin mentir: somos muy ingenuos, incluso los más listos, y no solo de jóvenes, a la hora de medir exactamente el alcance de las revelaciones hechas por el autor y su actitud ante ellas, porque a lo largo de Los hechos tiene el lector la impresión de que solo tangencialmente tienen que ver esos hechos con la vida del autor, como si no le hubieran afectado, porque apenas hay descripciones convincentes de sus reacciones, más allá del acta escrupulosa de las respuestas sociales de rigor. O, como dice Zuckerman, no puedes o no quieres hablar de ti mismo por ti mismo, o sólo lo haces de ese modo tan decoroso. Eso es, sin duda, lo más decepcionante de la autobiografía: el pudor, que es de lo primero que se desembaraza Roth cuando se pone a escribir ficción. Y de ahí, por consiguiente, la convicción legítima del crítico Zuckerman, con la que nos identificamos los demás lectores: mi impresión es que has escrito metamorfosis de ti mismo tantas veces, que ya no tienes ni idea de qué eres o has sido alguna vez. Ahora, no eres más que un texto andante. ¡Que no es poco!, me atrevería a decir: ¡nada menos que un texto andante…! 

jueves, 4 de febrero de 2016

Dos poemas de la juventud airada rescatados en la vejez indignada.



                                                         
George Grosz

Poemas indultados*


                         (*Porque el ejercicio de la gracia, aunque suspende la condena, no borra el delito.)
                                



                        Al César lo que fue el César.
                       

                        I
Los muñones del César,
fétidos y torpes;
el poco esperma que rezuma
aún tiene ese vigor antiguo
con que engendrara cinco hijos.
              ¡Pobre César, desnudo
de sentido su inquieto miembro anciano!

Los ojos pequeños del César
vestidos de crepúsculo,
su pequeña nariz chata
bajo las grandes cristaleras.

La inmunidad del César
frente a los tiempos, abolida;
barrida la fe y los dogmas incólumes,
tiemblan sus trajes impecables
y la devastadora sonrisa.
             ¡Pobre César, estampa
anacrónica su reivindicación moderna!

El cuerpo escaso del César
a merced de extrañas lenguas,
su presencia de vieja águila
en jaula de nieve fotografiada.

Toda la vida del César,
caída y presente, átono esfuerzo
por evitar la oscura muerte
trepando por las canas plateadas.
            ¡Pobre César, extraño,
un poco más cerca del último silencio,
de la primera noche sin impulso;
del tierno reposo que aniquila y confunde el odio!

          
                                II

Me odio, en ti                     Me tranquilizo, de ti
reflejado, César.                 alejado, César.
Muchos de tus gestos         Escapar a tu yugo          
implacables y tiránicos,     fue una falsa victoria.
César visceral,                    Desde lejos mejor aprecio
se forjan en la alquimia      tu nefasta herencia.
de mi sangre                       Te venzo por amor.
siempre en parte tuya.        Y si fuiste enemigo
                                            y si fuiste lo que más odié
Me desespero, en ti             y si fuiste un dictador enérgico,
engendrado, César.              hoy, soldado de tu ejército imaginario,
Me trajo esa lujuria              te rindo vasallaje de amor
deprimente e irreprimida,     en esa fría distancia
trágica, cómicamente;          de quien sufre que seas
liberada en el vientre            quien eres (quien a veces se alegra),
de tu más fiel esclava.           parte cierta de mis días,
                                              fiera bestia que halló la luz
Me asombro, de ti                 al quedarse ciega,
tan próximo, César.              al volver de golpe los años
Vertiste tu impotencia           y agonizar con mirada de niño
de cólera disfrazada               y torpes maneras de anciano.
sobre mis puños crispados
que abro al percatarme,
renegando de tu estampa:
sádico energúmeno acomplejado.

Me destroza, en ti,
tu tristeza, César.
Tu desconcierto frente a todo
es, de alguna manera,
el mío propio;
pero tú venciste las dudas
con esa fe estúpida y violenta.
Tus argumentos reales
tan equivocados como impuestos
No han sido nada, César,
           ¿comprendes?,
 no son más que nada.