miércoles, 18 de junio de 2025

«Duelo sin brújula», de Carme López Mercader o «Más allá hay dragones…».

 


     

Enfrentarse a la terra incógnita del duelo y tener valor para contarlo: una pudorosa ofrenda de amor más allá de la muerte. 

          Aun no siendo un mariísta contumaz, siempre he apreciado lo mucho que sobre el arte de novelar nos ha entregado Marías en sus obras, y sí que me convertí, andando el tiempo, en seguidor fiel de sus brillantes columnas en la última página del suplemento semanal de El País. Lo he leído desde Todas las almas, lo cual significa que ha sido, la suya, una presencia intelectual cercana y estimulante desde hace mucho. Ignorante de su enfermedad, la noticia de su muerte me sorprendió y me «tocó», en la medida en que solo era dos años mayor que yo. Desde la vitalidad cotidiana de a quien ni siquiera se le pasa por la cabeza la desaparición, salvo por planteamiento retórico, narrativo o reflexivo, la muerte súbita de Javier Marías fue lo que coloquialmente describimos como «un palo», porque la cercanía que se consigue con los autores a través de las columnas semanales es muy estrecha y deja huella, se convierte en un interlocutor privilegiado, por experiencia, por formación y por capacidad creativa. Si, además, respirabas políticamente al unísono con él contra la degradación democrática que ha supuesto el paso del caudillo Sánchez por nuestra paupérrima democracia, capaz de albergar la mayor mediocridad imaginable, el vínculo se volvía casi «familiar».

          Las parejas de larga duración tienen códigos de convivencia muy  propios y un ecosistema particular de subsistencia especialmente ajeno a las uniones fugaces que no traspasan el umbral de los quince años de convivencia sin quebrarse estrepitosamente, como nos dicen las estadísticas que sucede en España. Parte de esos hábitos sería, por ejemplo, un cierto pudor «declarativo»: «A ambos nos parecía una redundancia decir con palabras lo que nos resultaba obvio, lo que más allá del matrimonio nos mantenía unidos: que nos queríamos y queríamos estar juntos». A ese respecto hay una dulce confesión en el libro que no revelo, porque leída en su momento revela a su vez la complicidad que sustentaba su relación.

Carme López Mercader ha sido la compañera, amiga y mujer de Javier Marías durante más de 30 años, y la pérdida del seu home, como ella reivindica llamarlo, y el duelo consiguiente, es el contenido de este último libro, así lo confiesa ella, editora junto al seu home de Reino de Redonda, una editorial que solo seguirá activa, ya, mientras genere ingresos para ir reeditando sus fondos. De hecho, los beneficios de este último libro irán a la Fundación Javier Marías para la investigación del impacto neurológico del SDRA. Como confiesa en el libro, Carme López vivía ya muy ajena al mundo editorial, que había sido su mundo, a pesar de mantener los contactos esenciales para poder seguir manteniendo viva Reino de Redonda.

          No por el hecho de haber estado unida a alguien más o menos tiempo, el efecto terrible de la perdida es más intenso, pero sí que desordena en mayor o menor medida tu vida. Y ese choque brutal, y la inexperiencia y la ausencia de brújula para moverse en la terra incógnita que se abre ante sus pies, tras el fallecimiento de tu pareja, se suman para intensificar el desconcierto, la tristeza y sufrir lo que la autora describe como «la inclinación del eje del mundo cambia con la desaparición», porque todo, absolutamente todo, cambia. No es lo mismo la vida sola que la vida en compañía de Marías. Es una obviedad, pero, al tiempo, algo que los demás no acaban de comprender.

          Este libro de Carme López (solo he encontrado otra referencia suya. Unas misteriosas pistas, un álbum ilustrado para primeros lectores) es un testimonio de cómo ha vivido ella una experiencia para la que nadie, por más que se haya educado en los clásicos del estoicismo, está preparado. Tengo en la memoria, muy presentes, y están reseñadas en este Diario, las emotivísimas narraciones de Julian Barnes, La pérdida de profundidad, de Fernando Savater, La peor parte. Memorias de amor y de Francisco Umbral, Mortal y rosa, como para no haber captado hasta la más mínima emoción que destila un libro tan dolorido como este de Carme López Mercader.

          Me ha emocionado, muy particularmente, el estilo seco y directo, sin buscar la floritura literaria ni las galas de la retórica, para comunicar lo que ella describe como el dolor «feroz» que impide pensar y que la acompaña mientras «Avanzas hacia el vacío y hacia esa nada que va a ser tu mundo sin él». No hay manera de referirse a lo sucedido, sino con las palabras más comunes e impactantes, aquellas con las que todos nos sentimos identificados: la desaparición de con quien lo has compartido todo es «una catástrofe vital absoluta». Sí, tal cual, sin paliativos. Y en esa situación límite, en la que uno aún ni siquiera se ha orientado, mientras lucha con los «dragones» que los antiguos cartógrafos decían que había más allá de esa terra incógnita, la aspiración de la encarnación del dolor es nítida: «Los dolientes solo queremos dos cosas: que nada de lo que ha pasado haya pasado y que nos dejen en paz. Que no se fijen en nosotros, que nos permitan […] pasar desapercibidos». ¡Cómo se clava en quien ni siquiera se reconoce a sí misma, porque «la identidad cambia con la pérdida», y la persona aún vive en una suerte de robotización que le permite salir a paso de los gestos mecánicos del vivir cotidiano, esa pregunta que nos parece inocua y se sufre como una carga explosiva de profundidad: «¿Cómo estás?» «Esa pregunta a mí ha llegado a sacarme calladamente de mis casillas. Lo que deseo: que nadie me pregunte nada, que me ignoren». ¡Y lo que cuesta, en tiempo de duelo, preservar la propia soledad donde seguir conviviendo aún con el fallecido, cada cual a su manera y en función de cómo haya sido su convivencia a lo largo de los años!

          Hay una afirmación en el libro que me parece el fundamento que le ha permitido escribirlo: «Creo que ambos supimos cuidar el sentimiento y la convivencia durante el tiempo que nos fue concedido». He aquí una hermosa descripción del único mecanismo que permite la longevidad en las relaciones amorosas: el cuidado constante, permanente y la imaginación con que se ha de cultivar dicha relación: el hábito es la negación de la vida en común, la imaginación que los niega, su nutriente básico para que nunca se instalen en el seno de la pareja con sus deletéreas monotonías. Y el respeto a la independencia del otro es una pieza fundamental en esa relación de complicidad que requiere, como no puede ser de otro modo, aficiones comunes que la sustenten: en el caso que nos ocupa los viajes, el cine, la investigación erudita, el trabajo común… en suma, y como revela Carme López que dijo Marías en una de sus obras:  «El matrimonio es una institución narrativa». Ellos lo hablaban todo.

La afición individual exclusiva de Carme López es la travesía de montaña —Marías era, al parecer, un acreditado urbanita…—, y en esa mezcla de deporte y esparcimiento aprendió sobradamente que uno siempre ha de caminar a su propio ritmo, que no puede seguir otro que no sea el suyo. Y esa lección se manifiesta en las muchas veces en que, en este libro, se rebela contra los bienintencionados deseos delos amigos que la incitan, ¡insensatos ignorantes!, a «rehacer» su vida. ¡Como si algo así fuera factible para quien sufre la perdida tan duramente como ella lo describe: «Hay momentos en los que sin querer se baja la guardia, y el duelo, siempre alerta […] te asalta a traición, te derriba y te sacude entera como un pressing catch de libro». Y no hay noche en que no se anhela que cese el dolor y que se cumpla el viejo sueño de la afición de Marías a los fantasmas, como el burlón que trata con la señora Muir: que haya una dimensión en que ambos se encuentren, aunque haya ella de vencer los sólidos prejuicios racionales que le impiden aferrarse a esa esperanza.

     De sus veladas compartidas, recuerda Carme López un diálogo entre un viejo indio y una mujer blanca en una película: «Mi espíritu está dentro de ti y el tuyo dentro de mí», y a mí me ha venido a la memoria, y con él cierro esta respetuosa intromisión en el duelo ajeno, uno de mis pozaforismos:

 «Te intuyo», dijo, como absoluta declaración de amor…

sábado, 7 de junio de 2025

«Historia de los muertos. 5», De F. Javier García de Castro.

 

El magnífico pulso narrativo que culmina la aventura existencial de Bea, Sara y Toni, supervivientes en un mundo abocado al desastre de las mutaciones.

 

          Llegó por fin a mi Kindle la quinta entrega de una obra sobre la que albergaba dudas de si llegaría a convertirse en pentalogía o no. Confirmado que sí, esta nueva entrega de las aventuras de la heroica y singular Bea, una contumaz resistente cuya peculiar constitución biológica se convierte, en esta entrega, en el secreto alrededor del cual gira una trama en la que, de nuevo en una colonia que ha sabido resistir, a su manera, la invasión de los muertos vivientes y hambrientos, su ingenio habrá de permitirles sobrevivir frente a enemigos que ya no son los mismos de las entregas anteriores. 

              Se trata de un grupo numeroso, organizado jerárquicamente bajo la férrea dirección de una mujer cuya hija ha sido atacada por los muertos vivientes, y a la que se conserva en su muerte-vida mediante la alimentación que se le va proporcionando con una dosificación que convierte en auténtica despensa el reducto donde se conservan no pocos incautos muertos-vivientes que habrán de servir de dieta a la hija privilegiada. Todo ello hasta que, rescatada Sara en la playa de Santa Pola, pueda ser utilizada por la madre, dadas las propiedades incorruptibles del organismo de Bea, para que, devorada por la hija de la directora, pueda esta recuperar su condición humana y reintegrarse al seno de su familia y la comunidad que, instalada en el aeropuerto de Los Llanos, en Albacete, ha sabido resistir, en tiempos en que los muertos vivientes han mutado, misteriosamente, y se han convertido en auténticas fieras salvajes de dinámicos movimientos, capaces de acabar con cualquiera que se les enfrente.  No estamos hablando ya, así pues,  de aquellos viejos y primitivos resucitados cuya lentitud, torpeza y ausencia total de luces permitía luchar contra ellos con considerable ventaja desde la sanidad integral de una persona no contaminada por el virus que ha producido la mutación; sino de una situación nueva en la que esas fieras medio muertas o media vivas son capaces de atacar con un plan, una estrategia y, sobre todo, una rapidez de movimientos frente a los que es casi imposible defenderse.

          En esta entrega, que tiene todos los visos de convertirse en la última, porque en ella se resuelve el gran misterio de la amenaza a la supervivencia de la especie humana que se ha extendido por todo el planeta, volvemos a una situación básica que ya conocemos: la vida de una pequeña comunidad en la que no faltan los habituales resortes dinámicos de las más variadas psicologías enfrentadas. Bea, que encara la situación desde la desidia absoluta hacia el destino de la Humanidad y el suyo propio, y en quien se advierte la necesidad absoluta de ponerle fin a tan gran sinsentido como la lucha contra la mutación, va a convertirse en el objeto de una expedición usamericana enviada para rescatarla, a ella sola, con el fin de utilizarla como cobaya para conseguir un antídoto que permita luchar científicamente contra la mutación. La aparición, en consecuencia, de los soldados del imperio usamericano, como si del 7º de caballería se tratase, nos va a deparar una estupenda coronación de la entrega, después de habernos permitido «visitar» varias veces el Parador Nacional de Albacete, donde la madre desquiciada que quiere «usar» a Bea como carnaza regeneradora mantiene su despensa de muertos vivientes para ir alimentando a su hija hasta el momento en que pueda llevar a cabo su siniestro plan.

          A Javier García de Castro no le flaquea el pulso, desde luego, y su capacidad para la narración dinámica, llena de situaciones tan comprometidas y de tan difícil escapatoria hasta que el ingenio de Bea entra en juego, no se aparta un jeme de los hallazgos de las entregas anteriores. Sí es cierto que en este final de la serie, porque cada vez me convenzo más de que se ha llegado al final de la historia, predomina la vena llamémosla «ejecutiva» de Bea, porque las luchas internas que se producen en el grupo del aeródromo la obligan a imponerse desde su profunda experiencia de resistente capaz de hacer frente a casi cualquier peligro. No son tiempos que permitan intermedios reflexivos sobre la condición humana o sobre la amistad y la familia, sino situaciones llenas de una acción a resultas de la cual pueden acabar pereciendo todos. Y ello contando con la tensión que se instala en la base aérea cuando aterrizan los usamericanos con la intención poco menos que de secuestrarla, olvidándose de todos cuantos han tomado partido por ella y a quienes de ninguna manera va a dejar en la estacada, como bien se encargará de hacer.

          ¡Qué especial regusto de excelente obra le queda a un lector que ha llegado hasta esta quinta entrega («no hay quinto malo», nos recuerda el dicho popular) y comienza a recordar el largo camino seguido a través de casi toda España para acabar en esa provincia tan habitualmente preterida y cuyo Parador Nacional, si el libro se hace lo popular que deseo que se haga, multiplicará sus visitantes. Y en mí tendrá al primero, porque la descripción del Parador es tan ajustada a la realidad que, cuando me hospede, iré evocando las acciones que en su perímetro he leído en esta novela que sucedieron.

          Retrospectivamente, me parece que nuestros medios audiovisuales están desperdiciando un material que permitiría una serie decorosísima y llena de interés. Claro que el género de los muertos vivientes es un clásico recurrente, pero la aventura de Bea, de Sara y de Toni merece ese laurel de la versión cinematográfica, porque estamos hablando de una aventura que atraviesa España de punta a punta y permite una lectura jugosísima de nuestra actualidad y de nuestras variadas idiosincrasias. En fin, ojalá esta pentalogía diera ese gran salto del texto impreso a las pantallas, porque lo merece y porque sus lectores ávidos y fieles nos lo merecemos.

          Quedan invitados, de momento, a una lectura gozosa y seductora como pocas.