miércoles, 16 de mayo de 2018

Quinta serie de Los episodios nacionales de Benito Pérez Galdós.






De una Revolución sin plan, la Setembrina, a una República sin republicanos para acabar hundiéndose, España, en el marasmo del caciquismo de la Restauración o la gloriosa invención narrativa del irrefutable ojo clínico de Galdós.

Bien, llego al final de mi aventura intelectora con Los episodios nacionales y lo lamento horrores, porque se me había convertido en un hábito estupendo eso de tener siempre un volumen en las manos que me deparaba la ración cotidiana indispensable de galdosina, la conocida droga narrativa que todos los lectores del enigmático Galdós, a pesar de cuanto se conoce de su vida, suelen paladear con infinito placer. A su manera, y salvando las distancias, me ocurre otro tanto con las obras de Simenon, aunque no me he propuesto una lectura sistemática de ellas, como sí lo he hecho con estos Episodios cuya intelectura culmino, cumpliendo lo que me dije a mí mismo mientras estudiaba Filología Hispánica: cuando te jubiles los leerás de un tirón, para que nada te estorbe ni distraiga de ese placer -intuición que ahora se ha convertido en constatación. Quienes hayan entrado de cuando en cuando en este Diario habrán advertido que, a pesar de mi programa de lectura galdosiano, he ido alternándolo con otras lecturas más ligeras de las que también he dado noticia en este espacio. No traicionaba mi plan, sino que, según las circunstancias, viajes, salas de consulta, etc., no quería exponerme a perder los valiosos libros de la colección de Espasa-Calpe en que los he leído o a “cargar” con ellos, dado su peso. Así, no hace mucho leí en un desplazamiento en AVE los Ensayos liberales de Marañón, por ejemplo, como leí el Jardín de flores curiosas, de Torquemada, y como, dentro de poco, si aún no hubiera culminado mi aventura, daría noticia de La secreta guerra de los sexos, de la Condesa de Campo-Alange, cuya intelectura acabaré de aquí a pocos días. En el fondo, dilecto intelector, habrás advertido que todas esas intelecturas no han sido sino el único modo eficaz que he encontrado para alargar en el tiempo la convivencia con los Episodios. Mi desconsuelo se ha visto  compensado con la leve y comprensible decepción que me ha supuesto saber que he acabado un proyecto incompleto, que Galdós no logró coronarlo como tamaña aventura se merecía, a pesar del incomparable esfuerzo gigantesco que Galdós, sin comparación alguna en nuestra literatura, realizó con un rigor impecable y con una fortuna narrativa que, he de reconocerlo, hace las delicias de los galdosianos, pero puede satisfacer otros paladares intelectores, porque ¡es tanta la maestría del madrileño en su mester que no admitirlo es, sobre injusto, un grave error de apreciación literaria! La quinta serie abarca desde la solución dinástica buscada por Prim, Amadeo de Saboya, que le cuesta la vida, hasta la Restauración borbónica en la persona de Alfonso XII, en quien no tarda en abdicar Isabel II, consciente de que solo de esa manera podrá la dinastía volver a reinar en España. Si esta serie destaca por algo es, a mi entender, por la invención de los diferentes narradores que se toman el relevo. El proyecto de Galdós, queda nítido desde el inicio de la serie y es una reafirmación del motivo que lo animó a crear un fresco histórico incomparable: indagar en la vivencia común, cotidiana, anónima, de la Historia que se está escribiendo en el presente de sus personajes, no todos ellos ni insertos en el drama histórico ni primordialmente interesados por esos aconteceres de naturaleza institucional al que, por crianza, interés o inclinación, son completamente ajenos. Es decir, lo que Unamuno calificaría como “intrahistoria”:  Los íntimos enredos y lances entre personas, que no aspiraron al juicio de la posteridad, son ramas del mismo árbol que da la madera histórica con que armamos el aparato de la vida externa de los pueblos, de sus príncipes, alteraciones, estatutos, guerras y paces. Con una y otra madera, acopladas lo mejor que se pueda, levantamos el alto andamiaje desde donde vemos en luminosa perspectiva el alma, cuerpo y humores de una nación… Por lo expuesto, y algo más que callo, pedida la licencia, o tomada si no me la dieren, voy a referir hechos particulares o comunes que llevaron en sus entraña el mismo embrión de los hechos colectivos. Conviene insistir en que en esta última serie Galdós intensifica la calidad de las tramas amatorias y se aparta de los esquemas tópicos par perfeccionar la psicología de los personajes y presentárnoslos como individualidades que nos atraen y de quienes queremos saberlo todo, como el caso de la pareja Fernanda (hija de Santiago Ibero) y el donjuanesco don Juan de Urríe, un caso extremo en el que la trama incluye hasta el asesinato de la amante del donjuán con quien este burla a Fernanda, ¡a manos de la propia Fernanda!, lo que acabará implicando un trastorno depresivo notable que tiene en un sinvivir a sus padres, de ahí que Ibero llegue a decir algo que debió de levantar notable polvareda en su tiempo: Ya hemos dicho que el mal ocasionado por un hombre infame, otro puede curarlo. Ya sabes mi lema: “Un hombre, un hombre para la niña”. Fíjate que no digo “un marido”, ni siquiera “un novio”, sino “un hombre”. (…) Si en efecto se nos enamora de este joven, dejémosles que hagan lo que quieran. ¿Qué la deshonra? Ese será el mal menor, en todo caso preferible al estado presente… Ya te lo he dicho, mujer: “Contra un cataclismo, otro cataclismo”. ¿NO has oído que un clavo saca otro clavo? Pues un hombre saca otro hombre… Venga la resurrección de la niña, aunque nos traiga un poco de vilipendio. ¿Qué supone una mácula en la extensión de eso que llamamos “ser”, “vivir”? Exhaló Gracia un suspiro que quería decir: “Amén”.  Lo que viene después de que la hija, Fernanda, haya dado una inequívoca muestra de liberalismo en las costumbres frente al consejo de un cura: -Mi tío lo dice: “Niñas que estáis ciegas de amor, frotaos los ojos con el desprecio de los hombres… Despreciadlos y curaréis” -Por cura y por viejo -replicó Fernanda, dejándose llevar camino abajo-, no es tu tío el mejor médico para estas enfermedades del alma… En esta quinta serie va a acentuar su protagonismo el hijo de Lucila, Vicente Halconero, un revolucionario impedido por su cojera de participar en las Milicias o en cualesquiera acciones que requieran el ardor bélico con el que él ha nacido, un militar de vocación postrado en la cama, podríamos decir. Derivado hacia la vida intelectual, experimentará, no obstante, la descarga de adrenalina de la acción física, a resultas de la cual es gravemente herido y se ve de nuevo obligado a convalecer largo tiempo, pero a Galdós le sirve para trazar, a través de él, algo así como la biografía literaria de un joven de su época. La cita es larga, de acuerdo, pero el contenido más que interesante, porque nos permite observar los fundamentos de su formación: Las primeras borracheras las tomó el neófito con Víctor Hugo, que en verso y prosa le entusiasmaba y enloquecía. Vino luego Lamartine con sus dramáticos Girondinos; siguieron Thiers con El Consulado y El Imperio con sus admirables Historias. En su fiebre de asimilación empalmaba la Filosofía con la Literatura, y tan pronto se asomaba con ardiente anhelo a la selva encantada de Balzac, La comedia humana, como se metía en el inmenso laberinto de Laurent, Historia de la Humanidad. Por complacer a su padrastro don Ángel Cordero, apechugó con Bastiat y otros pontífices de la Economía política, y para quitar el amargar de estas áridas lecturas, se entretuvo con la socarronería burguesa del Jerónimo Paturot. Impelido por intensa curiosidad, dedicose el incipiente lector a los maestros alemanes. Devoró a Goethe y Schiller; se enredó luego con Enrique Heine, Atta Troll, Reisebilder, y por esta curva germánica volvió a Francia con Teófilo Gautier, Janin, Vacquerie, que le llevaron de nuevo a la espléndida flora de Víctor Hugo. Mayores estímulos se sed ardiente le empujaron hacia Rousseau y Voltaire, de donde saltó de un brinco a las constelaciones de la antigüedad clásica, Homero, Virgilio, Esquilo, el cual, como por la mano, le condujo hacia el espléndido grupo estelario de Shakespeare, Otelo, Hamlet, Romeo y Julieta. De aquí, por derivaciones puramente caprichosas, fue a parar a Jorge Sand, Enrique Murger y al desvergonzado Paul de Kock. El espíritu del neófito se remontó de improviso, requiriendo arte y emociones de mayor vuelo. Releyó historias y poemas, y buscando al fin con la belleza la amargura que a su alma era grata, se refugió en Werther como en una silenciosa gruta llena de maravillas geológicas, y ornada con arborizaciones parietarias de peregrina hermosura. No tardó Halconero en tomar grande afición a la literatura concebida y expuesta en forma personal: las llamadas Memorias, relato más o menos artificioso de acaecimientos verídicos, o las invenciones para suplantar a la realidad se revisten del disfraz autobiográfico, ya diluyendo en cartas toda una historia sentimental, ya consignando en diarios apuntes las sucesivas borrascas de un corazón atormentado. En densas epístolas puso Rousseau su Nueva Heloísa, y en espasmos de amor y desesperación, diariamente trasladados al papel, contó Goethe las desdichas del enamorado de Carlota. De este arte apasionado, melancólico y amarguísimo se prendó tanto el hijo de Lucila que sin quererlo, y por inopinadas comezones de la edad juvenil, fui inducido a imitarlo… Todo lo relativo a los sucesos históricos posteriores a la Revolución de Setiembre, también conocida como La Gloriosa, el intento de Prim de introducir en España una dinastía sin la malhadada historia de los Borbones -contada magistralmente por Michel del Castillo en Las lobas del Escorial, para quien quiera regocijarse en la descripción magistral de aquella depravación tontuna-, su posterior asesinato -sobe el que hicieron no hace mucho una excelente adaptación televisiva: Prim. Asesinato de la calle del Turco-, la conjura de carlistas y progresistas contra Amadeo I, la posterior renuncia de este y la proclamación de la Primera República, más celebrada, paradójicamente en los balcones por la aristocracia que por los proletarios: Doscientos cincuenta y ocho votos contra treinta y dos decidieron que España no era ya monarquía sino república. (…) Con puntualidad absolutamente espontánea, pues no mediaron órdenes ni avisos, aparecieron iluminados casi todos los balcones de Madrid en la noche del 11 al 13 de febrero. (…) Sin más auxilio que nuestro criterio y el conocimiento en cierto modo adivinatorio que teníamos del vecindario matritense, leímos aquella página y la diputamos por vergonzosa y repugnante. Las casas de los republicanos, que eran los legítimos triunfadores en la jornada del 11 de febrero, estaban a obscuras, y en cambio los palacios aristocráticos, las moradas de las damas católicas y de los señorones alfonsinos y carlistas brillaban con espléndido alumbrado, signo de lisonjeras esperanzas. Mayormente nos escandalizó la cínica refulgencia de las cosas donde se albergaban los corifeos del viejo progresismo , que hasta el día 10 fueron cortesanos y servidores de don Amadeo; y la inmediata extensión de los movimientos cantonales, entre los que solo triunfo el de Cartagena, constituyen una sucesión de hechos históricos capaces por ellos mismos de atraer poderosamente el interés de los lectores. Todo muy atractivo, sí, pero hete aquí que de pronto por la mente se Galdós se cruza una idea disolvente: encarnar a la propia Historia, Clío, darle categoría de personaje y convertirla en algo así como la madre amantísima del último narrador, Proteo Liviano (Yo, Proteo Liviano, mensajero de los Dioses), Tito Livio, Tito, un enano don Juan (Yo no sé qué tengo, señores que me leéis, no sé qué tengo… Lo mismo es hablar yo con una mujer, que esta se pone tierna y no tarda en enloquecer por mí… No sé lo que tengo, repito, no sé…) cuya peripecia vital a medio camino entre lo documental y lo fantástico me parece un hallazgo narrativo extraordinario y que hará algo más que las delicias de los intelectores en los que pueda haber sembrado la semilla loca de leer esta aventura novelística sin parangón en nuestra historia literaria, y creo que tampoco en la de ningún otro país, que son Los episodios nacionales. El propio narrador, sin embargo, se presenta por extenso, consciente de la importancia de su desempeño individual en todo cuanto ha de contar, a pesar de insistir en su escasa capacidad para hacerlo concienzuda, clara y ordenadamente: Misterios de la conciencia, misterios de la política, ¿quién os entiende, quién os deslinda, quién os baraja? Perdóneme el piadoso público la falta de método que habrá notado en mis escritos, los cuales aparecen reñidos con el orden cronológico. Este defecto mío radica en el fondo de mi naturaleza, y sin darme cuenta de ello refiero los acontecimientos invirtiendo su lugar en el tiempo. Si nunca me ha entrado en el cerebro la aritmética, tampoco hice migas con la cronología, y sin pensarlo refiero lo de hoy antes que lo de ayer, y la consecuencia antes que el antecedente… Va siempre por delante lo que hiere mi imaginación con más viveza… Al franquearme contigo, noble y cachazudo lector, presumo que desearás conocerme, saber quién soy, de dónde he salido, y el cómo y por qué de mi metimiento, de mi colaboración en estas historias. Por de pronto diré que soy un hombre chiquitín de cuerpo, grande de espíritu y dotado de amplia percepción para ver y apreciar las cosas del mundo. Reservo por ahora mi verdadero nombre, y entre los diferentes motes que suelo usar en mi labor periodística, escojo el más adecuado, que es también el más breve: Tito (…) Mi abolengo es, pues, de una variedad harto jocosa. Yo, con paciencia y saliva, quiero decir tinta, he reconstruido mi árbol, y en él tengo señoras linajudas, títulos de Castilla, que casi se dan la mano con logreros y mercachifles de baja estofa; tengo un obispo católico, un cura protestante, una madre abadesa, dos gitanos, una moza del partido, un caballero del hábito de Santiago y varios que lo fueron de industria… Soy, pues, un quedo de múltiples y variadas leches. Debo declarar que de la heterogeneidad de mis fundamentos genealógicos he salido yo tan complejo, que a menudo me siento diferente de mí mismo. (…) En la época de mi cuento amadeísta, tenía yo 23 años.  Habiéndolos leído todos con imperecedero agradecimiento a su autor por haber dedicado tanto tiempo de su vida a tan magna obra, me pregunto cómo es posible que RTVE no haya aún pensado en hacer una serie que, sin duda, lograría los mayores índices de audiencia jamás logrados en las televisiones desde que se mide (y controla) la audiencia. En su lugar, han de sufrir, quienes la vean, sucedáneos absurdos como ese Ministerio del Tiempo de difícil visión con cierta experiencia lectora y visual. Pero entremos en la presentación de Clío, quien, poco después, con la entrada en acción de Proteo Liviano -que, al margen de la alusión al historiador Tito Livio, incluye una sutil al Larvatus prodeo de Descartes, si no me paso de hermeneuta, claro-, se convertirá en la magistral Mariclío, especialista en metamorfosis. Cuando aparece, lo hace en una escena en la que Vicente Halconero acaba en un prostíbulo:  Al tener que referir el cómo y el cuándo recibió Halconero la carta, y dónde fue a leerla con el curioso manuscrito que contenía, la Historia, más pudibunda y remilgada en aquel caso que en otro alguno, se tapó la cara y disfrazó su voz para que no se la tuviese por persona de baja ralea. (…) La narradora de los grandes hechos humanos no tuvo reparo en decir que la costurerilla encontró a don Vicent saliendo de su casa (…); pero, dicho esto, se negó rotundamente a puntualizar y describir el sitio adonde fue a parar con su cuerpo el hijo de Lucila. Digna de respeto es la gazmoñería de la sabia matrona. Por conducto más bajo se sabe que Halconero dio fondo en un gabinete exornado de frescachonas láminas al cromo, de panderetas y paisajes taurinos, y que a su vera se puso una linda muchacha rubia, la cual con gozosos modales y tiernas voces celebraba su presencia… (...) Lo que ocurrió en la entrevista con la ninfa de cabellos de oro, no se narra. La Historia está presente, y vuelta de cara a la pared para no ver nada, recomienda con bronca voz la total omisión de lo que allí se ve y se oye. Pero un poco más adelante, toma asiento junto a dos de los protagonistas mientras estos leen las condiciones publicadas para conceder la emancipación a la isla de Cuba, que fue sujeto de controversia ciudadana y política: En el momento en que Halconero esto leía, la Historia, que con los dos amigos había entrado invisible en la tasca indecente, se dejó ver… quiero decir que, espiritualmente hubo de presidir la reunión, y entre los dos jóvenes tomó asiento, sin mostrar repugnancia del ambiente plebeyo y vinoso. En la mesa puso la gentil matrona sus codos augustos, y con ambas manos sostuvo su rostro clásico, modelado por los padres de la estatuaria. Atentos los ojos y el oído a la lectura, que era recreo inocentísimo de dos almas españolas, no vio profanación en los lectores ni en el sucio lugar que les albergaba; antes bien, dio con su presencia grave solemnidad a lo que se leía. Su laureada frente no se humilló en aquel cuadro de apariencias groseras; los bordes de su clámide recamada de elegantes grecas, resbalaban de su cuerpo sobreaño y caían en el suelo entre polvo, heces de vino y salivazos, sin que estas confundidas suciedades en manera alguna los manchasen. Me parece evidente que en el personaje de Tito hay una cierta evocación de la profesión periodística que ejerció Galdós en sus primeros años en Madrid. De hecho, en la serie televisiva, Galdós es personaje destacado como periodista que investiga los sucesos. Ello lo prueba el retrato de José Luis Albareda, director de El Debate, que fue quien le abrió las puertas del periodismo, y de quien dice: Ni cuando te pone en los cuernos de la luna te envanezcas, ni demasiado te aflijas cuando te trate a zapatazos. Esa Mariclío tras cuyas intervenciones perderá el resuello el lector, se nos presenta, paradójicamente como le toca: adaptada a la circunstancia en la que ha de participar: De la tía Clío, por cuya procedencia y oficio le pregunté, díjome lo que a la letra copio: Es una vieja medio loca que en el piso bajo tiene una tienda de muebles, armas y papelorios antiguos. Lejos de aquí la hemos visto vestida de señora con borceguíes de tacón dorado, y aquí se nos presenta hecha un pingajo, con chinelas que dice fueron de una tal doña Urraca. Charlotea de trifulcas que pasaron u de las que están pasando, y es una criticona que no hace más que gruñir. Se va como viene, sin saludar a nadie y diciendo no más que: “Hasta ahora”. Y el ahora quiere decir “siempre”. A medida que los hechos se acercan a la experiencia propia del autor, Galdós acentúa los pronunciamientos políticos con un indudable acierto moderado, porque su condición de observador de dichos acontecimientos lo libra de la humana tentación de considerarlos desde la pasión individual. Desde esa perspectiva, lamenta el fracaso de Amadeo de Saboya: De aquel Gobierno se dijo que era una “república con Rey”. ¡Lástima que no hubiera sido cierto, y que no durara lo bastante para que se consolidase la utopía y se hiciera verdad de carne y hueso”, pero también se opone a los intentos desesperados de los republicanos por crear una República sobre las arenas movedizas de una voluntad popular que no la avalaba, salvo como pronunciamiento cantonal que acabó como el rosario de la aurora o toda ella con una insurrección, la de Pavía, con ocupación del Congreso por guardiaciviles en una operación muy pero que muy parecida al reciente golpe de estado de 1981. La propia Mariclío lo dice: -¡Ay, Tito, no sé cómo no me río hablando de estas cosas que son, vive Dios, tan tristes! Que un país, donde hay sin fin de hombres que discurren con juicio, y sienten en sí mismos y en conjunto el malestar hondo de la Patria; que una nación europea y cristiana esté en manos de esta cuadrilla de politicajos por oficio y rutinas abogaciles, hombres de menguada ambición, mil veces más dañinos que los ambiciosos de alto vuelo! Si algo pudiera contra ellos, los barrería como barro esta sala, regándolos antes para no levantar polvo, y mezclados con serrín los metería en su más adecuado sumidero, que es el eterno olvido. Aquella Primera Republica en las que las tentaciones centrífugas provocaron una alarma social y militar que forzó el pronunciamiento del militar Pavía, acaso de los más proclives a la República. Los propios protagonistas de la República, desde la espantá de Estanislao Figueras hasta los temores de Pi i Margall, quien dimitió a los 37 días por negarse a reprimir el cantonalismo, aunque aisló la revuelta que se gestaba en Barcelona, pasando por el miedo de Castelar: Hubo días de aquel verano en que creíamos completamente disuelta nuestra España […] No se trataba allí, como en otras ocasiones, de sustituir un ministerio existente ni una forma de Gobierno a la forma admitida; tratábase de dividir en mil porciones nuestra patria, semejantes a las que siguieron a la caída del califato de Córdoba”,   hasta desembocar en la impotencia de Salmerón, el filósofo sin realidad, que decía maliciosamente Castelar de él;  todos ellos, ya digo, nos hablan no solo de una intentona republicana fallida, sino de nuestro más actualísimo presente, a poco que sepamos leer las líneas de fuerza que operaban entonces y, mutatis mutandi, operan hoy. Mientras, sin embargo, y, como decimos en catalán, per acabar-ho d’adobar, las intentonas carlistas seguían operando no solo en los territorios del País Vsco y de Navarra, sino incluso tan cerca de la capital como en Cuenca, tomada por la cuñada del pretendiente, doña María de las Nieves Braganza, el equivalente femenino auténtico de Cabrera, El tigre del Maestrazgo. Y firme acreedora al título de “hiena”:  Dijeron algunos: “Esa mujer es una hiena”. Pues yo os digo que será todo lo hiena que se quiera en determinada ocasión; pero me permito enmendar la frase de este modo: “Esa mujer… es un hombre”, el primer hombre del absolutismo, desde los tiempos de don Carlos María Isidro hasta la edad presente. (…)Chispazos del genio de Atila y del Tamerlán iluminaban el cerebro de aquella hembra temeraria y cruel, negación de su sexo. Desde el momento en que Cuenca cayó en poder de las honradas masas, la doña Nieves les pemitió todas las brutalidades, crímenes, atropellos y vandálicas libertades. (…) Consintiéndoles la saciedad de sus apetitos, les adiestraba para continuar peleando por ella y allanando los caminos por donde corría desenfrenada la feroz ambición del marimacho más genial que ha tenido España. Cánovas es el último volumen de los Episodios… y Galdós no se recata en desmontar la restauración borbónica como una derrota de quienes, desde el intento de establecer la Primera República, acaban viendo cómo se impone el caciquismo político, la corrupción de las concesiones industriales y la conformidad con una estructura política y de producción que deja intactas las injusticias y los agravios insufribles cuyas padecimientos hemos visto volumen tras volumen a lo largo de este viaje histórico sin comparación. Aquí se recoge la anécdota adjudicada al Presidente del Gobierno, Cánovas, cuando los comisionados para la redacción de la nueva Constitución de 1876 le consultaron cómo definían quiénes eran españoles: Hallábase una tarde en el banco azul el presidente del Consejo, fatigado de un largo y enojoso debate, cuando se le acercaron dos señores de la Comisión para preguntarle cómo redactarían el artículo del Código fundamental que dice: “son españoles los tales y tales”… Don Antonio, quitándose y poniéndose los lentes, con aquel guiño característico que expresaba su mal humor ante toda impertinencia, contestó ceceoso: “Pongan ustedes que son españoles… los que no pueden ser otra cosa”. Como no podía ser de otra manera, a medida que se va acercando el fin del volumen y se adquiere verdadera conciencia del retraso social y democrático que supone para España la Restauración, a pesar de la paz artificial que se deriva de dar por extinguido el foco de tensión bélico de ls intentonas carlistas, e entiende el desengaño del narrador, que ha luchado con la ceguera metafórica que le ha aquejado, como parte de la vida fantástica que ha llevado desde que fue prohijado por Mariclío y acosado por las Efémeras, verdaderas diablesas que lo mortifican: Sostuve que en España no existe la representación nacional, y que los diputados no expresan más opinión que la de unos cuantos señores; que en las Cortes no reside ninguna parte de la soberanía, y que la ley fundamental del Estado no es más que una edición bonita y esmerada de las coplas de Calaínos. Todos los poderes residen en el Rey y en las camarillas, a las que están subordinados los jefes de las ganaderías políticas. Y más aún se comprende el trágico parlamento que cierra la aventura novelística, en boca indignada, ¡y de quién mejor, si no!, de Mariclío: : Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria. Y por último, hijo mío, verás, si vives, que acabarán por poner la enseñanza, la riqueza, el poder civil y hasta la independencia nacional, en manos de lo que llamáis vuestra Santa madre Iglesia. Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento… Sed constantes en la protesta, sed viriles, románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío…Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro… me duermo… Y aquí se acaba la historia, y el esfuerzo minúsculo de este Artista Desencajado por invitar a los intelectores a sumergirse en ese mundo lleno de lo mejor de Galdós, casi lo peor de la Historia de España y de todo lo interesante que puede haber en un pueblo como el español tan baqueteado por la Historia, por las historias y aun por las historietas. Los Episodios… hunden sus raíces en lo mejor de nuestra tradición literaria y Galdós se eleva a tanta altura que por puede codearse de tú a tú en ese panteón de escritores ilustres tan nutrido de las Letras españolas con cuantos genios la habitan desde los tiempos de Berceo. ¡Feliz invención galdosiana, la de estos Episodios trascendentales, nada anecdóticos y llenos de vida, literatura e historia auténtica a raudales!  Me reservo, claro está, más allá de las torpes recensiones en que he ido dando cuenta de las cinco series de novelas, un juicio particular sobre la experiencia de esta aventura intelectora, una confesión de mi admiración sin límites por quien tantísimas horas de placer intelector me ha deparado a lo largo de mi vida, sobre todo en esas ediciones tan luminosas como prácticas de la editorial Hernando. Los episodios nacionales, con las minúsculas de la vida cotidiana, humilde y encopetada, ridícula y generosa, brava y cobarde, infecta y admirable, mirífica y deleznable… de tantas generaciones, son España misma.

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