miércoles, 31 de enero de 2018

El arte narrativo de Galdós o el destello del genio creador: ejemplo para una crestomatía de su obra.


Un fragmento con voluntad de cuento o cómo sacar partido narrativo de una materia mínima que engrandece y adensa la novela.

Ha sido constante, desde que me embarqué en esta aventura intelectora de Los episodios nacionales, la tentación de construir una crestomatía galdosiana, porque, aunque se trate de un esfuerzo propio de otros tiempos en los que era más difícil el acceso a los textos completos, me parece evidente que vamos camino de volver no tanto a las Selecciones al estilo del Reader's Digest -un uso, por cierto, que en español, "digesto", se limita a la literatura jurídica-, pero sí a la lectura de textos breves que nos permitan "contactar" con autores en los que acaso poder entrar después, con más tiempo, y leer una obra completa. Fue  todo un género editorial el de Páginas escogidas, que solía confirmar el carácter canónico del autor que merecía una publicación así. Era la rúbrica de su importancia en el mundo de las Letras. Hoy quizás debería volver a ponerse de moda para unos lectores habituados a extensiones brevísimas que les exigen, además, escasa intensidad lectora, porque a la que se complique algo la intelección..., malo. El fragmento que transcribo, perteneciente al volumen Narváez, de la cuarta serie, me parece una obra de arte absolutamente moderna, hecha la salvedad de cierta retórica propia de la época, por supuesto; pero la capacidad inventiva de Galdós es de una modernidad total. Si tuviera que buscar un referente actual de la imaginación con que aquí nos regala el autor de La desheredada, quizás escogería a Javier Marías, para quien ciertas digresiones novelísticas como la presente, son muy de su agrado. Aún tengo presente la excelente reflexión sobre el cubo de la basura en Todas las almas, si no recuerdo mal. Un texto como el presente, que escarba en lo cotidiano hasta encontrarle una dimensión que, sin ser rebuscada, sí nos deslumbra por la capacidad visionaria de quien ha sido capaz de darle "voz" a algo que a nosotros nunca se nos hubiera ocurrido que pudiera tenerla, me parece la demostración palpable del genio creador. Este tipo de fragmentos abundan en las novelas de Galdós, y sí, también en Los episodios nacionales, por supuesto, lectura que, ya en la recta final de ella, me parece de obligado disfrute.

Hube de fijarme entonces en un accidente de mi casa que en todo el verano no mereció mi atención, y era el ruido, o más bien concierto de ruidos que hacían las diferentes puertas del vetusto edificio al ser abiertas o cerradas. Cada noche observaba yo un nuevo rumor o musical concepto, ya como lastimero quejido, ya como frase de angustia o sorpresa, y aplicando el oído y la imaginación, concluía por dar un significado verbal a sones tan extraños. Por entretenernos en algo en las lentas noches comuniqué mis observaciones a Ignacia, y apoderada esta de lo que tanto era artificio de la mente como realidad sonante, oyó más que yo, y compuso todo un poema con los ruidos de las viejísimas tablas de mi casa solariega. “La puerta del comedor, siempre que entra alguien, dice: “¡Ay, ay, ay!, ¿cuándo os cansaréis de abrirme?..., y la de la despensa: “Dejadme morir cerrada…”. Pues fíjate en los peldaños de la escalera cuando sube Úrsula, que es de libras… Dicen: “Muero porque no muero”. Y cuando baja Prisca, que corre como una rata, hablan ene lenguaje familiar. Yo lo oigo así: “Pues aquí venimos los frailes gilitos vendiendo cabriiitos…” Pon atención y oirás lo mismo que oigo yo…
-Pepe, Pepe -me dijo Ignacia una noche cuando desperté del primer sueño-, fíjate en ese ventanón que han dejado abierto en el desván. El viento lo mueve, y al abrirse canta el primer verso de la jota… atiende y oirás: “Hay en el mundo una España…”, luego se cierra con un golpe, “pum”, al cual sigue un ruido muy suave, algo así como el de las chupadas de un niño cuando coge la teta.
Puestos a oír, oíamos verdaderas maravillas. La puerta del comedor hablaba en griego y en latín, y decía cosas de la misa para echarse después a reír con alguna frase desgarrada, más propia de boca de manola que de una venerable puerta de casa ilustre; la que comunica el comedor con la pieza donde están los armarios de ropa decía: “Madre, unos ojuelos vi”, y los armarios remedaban rezos de monjas, ronquidos de durmientes, pregones como el “¡De Jarama, vivos!” que tanto habíamos oído en Madrid.
Llegamos a componer el completo inventario de estos domésticos ruidos con música y letra; y como alguna noche nos molestase tanta música, nos atrevimos a decir a mi madre que mandara untar de aceite los mohosos goznes para que callasen o fueran más silenciosas las parlantes y cantantes puertas. Pero ella, sonriendo con la dulce severidad que empleaba siempre que se veía en el caso de negarse a darnos gusto, nos dijo:

-Por Dios, hijos míos, no me pidáis que suprima los ruiditos de mi casa, que si ella no me cantara con el son de sus puertas y el estribillo de sus gonces, me parecería que pasaba de casa viva a casa muerta. Con esos ruidos melancólicos, que me cuentan cosas del presente y del pasado, me crié, y con ellos quisiera morirme. En ellos oigo la voz e mis padres y de mis hermanos  de mi tío Anselmo, corregidor que fue de Guadalajara. Amigo íntimo del Empecinado y de don Vicente Sardina, nos refería las palizas que estos daban al general Hugo. También me traen a la memoria esos murmullos la voz de mi abuela, cuando a mí y a mi hermana no contaba las fiestas que dieron en el Retiro por el casorio de doña Bárbara con Fernando VI; la voz de mi padre. ¡ay!, una tarde, cuando, sentaditas mi madre y yo en este mismo sitio desgranando judías, entró y muy afligido nos dijo que le habían cortado la cabeza al rey de Francia. Esto fue el año 93: la noticia de tal atrocidad llegó a nuestra villa el día de San Blas: ya veis si tengo memoria… Con que, no matéis los ruidos y dejadme mi casa como está… No seáis, por Dios, tan modernos.

domingo, 21 de enero de 2018

Tercera Serie de “Los Episodios Nacionales”, de Benito Pérez Galdós.




Del oscurantismo carlista hasta los pronunciamientos isabelinos, el arte de Galdós se crece en la adversidad de tanto tiempo mohoso: la mejor vena literaria para la Historia más deplorable.


El inicio de la Tercera serie de Los episodios nacionales, cuando Galdós ya había dado por finiquitada su heroica tarea novelística, tiene un inicio muy flojo, como si el maestro estuviera “desengrasado” y se moviera más por inercia que por genio. Zumalacárregui, por otro lado, es un personaje tan sombrío como escasamente atractivo desde el punto de vista narrativo: un ser hermético, devoto, leal, austero e insípido. La narración parece entorpecerse a sí misma y el protagonista escogido, un cura, Fago, que va de bando a bando, ajustándose a la circunstancia en que los meandros de la narración lo colocan, aunque su corazoncito lo tiene con Zumalacárregui, quien lo convierte poco menos que un héroe de la causa. La ferocidad sanguinaria del clero en las guerras carlistas se impone en la narración, que se abre con un episodio en el que se manifiesta el odio acérrimo entre los dos bandos, el de don Carlos y el de la reina Isabel, defendida por los cristinos, por la Regente:  En aquella terrible guerra, más que ganar batallas, urgía sostener el tesón de la causa, y esto no se lograba sino aboliendo en absoluto toda compasión delante de los sectarios; tratando con crueldad al enemigo fuerte, con menosprecio al débil, para que cundiese y se afianzase la idea de que el cristino era forzosamente, por naturaleza, un ser inferior, abyecto indigno hasta de las consideraciones más elementales, Solo así se formaba un partido viril, duro, resistente a toda adversidad. La narración refleja fielmente el ambiente rural de aquella guerra, que se libraba en terrenos propicios a cada causa, rehuyendo las grandes ciudades. De hecho, Zumalacárregui no pudo tomar Bilbao, un fracaso que, posiblemente, debilitó su causa, porque, como se razonaba entonces: Una vez en Burgos, las potencias nos reconocen, y a Madrid con los faroles. Al margen de las anécdotas de carácter social, propia de las costumbres, como el uso de la patata como alimento, reservado hasta entonces para el engorde del ganado, lo mejor del libro, algo insípido, como su protagonista, es la parte dedicada al traslado en litera del general, herido en una pierna, de Durango a Cegama, a su aldea natal, donde acabará muriendo por la complicación de la herida. Se advierte un intento de retomar los modos narrativos que habían llegado a su punto culminante al final de la Segunda serie, pero el resultado deja mucho que desear. No ocurre lo mismo, sin embargo, con el siguiente volumen, Mendizábal, el desamortizador, que nos ofrece la más brillante muestra imaginable del arte galdosiano, con unos personajes y una trama de folletín de los que sabe extraer un relato apasionante, además de introducirnos en aquella auténtica revolución de las costumbres, los sentimientos e incluso las ideas que fue el Romanticismo. Estamos en Madrid, está claro, y en una trama urbana, muy alejada de esos pinitos peredianos de Zumalacárregui. La vida madrileña ha tenido muchos relatores, pero pocos han conseguido unir su apellido a la ciudad para conseguir que se hable del “Madrid galdosiano” con una naturalidad semejante a la de cuando hablamos del “Madrid de los Austrias”. Que un novelista tenga un territorio de su “propiedad”  puede garantizarnos, cuando sabemos de su habilidad artística para convertirlo en un mundo pletórico de vida, una lectura amena e interesante: ese es el caso de Mendizábal. La vida de Fernando Calpena, un desheredado, la refiere él mismo en breves palabras que nos remiten a la obra excepcional de Galdos, La desheredada, con la que lo comparte casi todo: Sí, vida y gloria mía… Yo no soy nadie. Ignoro quiénes son mis padres. Vivo de la protección misteriosa de una persona desconocida, por quien estoy en Madrid, por quien disfruto ese destinillo, y no sé más. ¿Verdad que es raro? (…) Aura se embelesaba oyéndole (…) y es de creer que solo con aquella historia tan poética y linda se prendaría locamente del pobre desheredado. (…) También te digo una cosa, Aura: bien podría suceder que de la noche a la mañana recibiera yo, como caída del cielo, una fortuna grande… Se han dado casos: yo he leído de algunos casos… El personaje, que alimenta un misterio, como decíamos, típico del folletín, se va abriendo paso en el mundillo madrileño gracias al amparo de una señora que entra en contacto con el cura Pedro Hillo, taurófilo, que se convertirá en algo así como el ángel protector del personaje. A través de Calpena Galdós pretende mostrar narrativamente el paso del clasicismo ilustrado al revolucionario romanticismo, como el propio Calpena se encarga de demostrarnos: -Yo soy pueblo, pueblo nací y pueblo me encuentro ahora. ¡Ay!, amigo Hillo, me acuerdo de mi cuna Era de mimbres, y estaba rota y medio deshecha. Yo ensanchaba los agujeros con mis manecitas, y me echaba fuera para jugar con un perro y dos cabras que había en la pobrísima estancia donde me criaron… ¡Y ahora me habla usted de duquesas y princesas! A usted le ciega, o más bien le enloquece su bondad… Yo no soy lo era. He dado un gran vuelco mis ideas son otras. No tengo ya más que una ambición, y a satisfacerla se encaminan todas las potencias de mi alma. Me crió aquel bendito en la templanza. En la regularidad, en el justo medio de todas las cosas. Pues ya no quiero justo medio; ya me solicitan las situaciones extremadas… Quiero exceso de vida, energías poderosas, mucho gozar o mucho sufrir, luchar, hacer cara a los grandes desastres si vienen, hartarme de felicidad si _Dios me la depara. NO quiero andar por caminos trazados, ni que me cuenten los pasos que doy, ni que me lleven con andadores, ni que me muevan con hilitos, como si fuera yo figura de titiritero. No, no: de un salto me he echado fuera del retablo y entro en el mundo yo solo. El mundo es grande. Un sentimiento, grande también, llevo yo conmigo. ¿Hay espacio? Sí. ¿Tengo yo alas? Sí. Pues a volar. El volumen, sin embargo, está dedicado a Mendizábal, de quien sorprende un aspecto de su biografía que bien podría considerarse menor si en él no se detectase una corriente trágica de nuestra vida nacional: el temor a ser calificado como cristiano nuevo y como judío no converso, lo que lo lleva a cambiarse el apellido, de Méndez a Mendizábal y a asegurar que, en vez de en Chiclana, había nacido en el País Vasco: - No es que yo me llame propiamente Mendizábal. Mi apellido es Méndez. Pero como el señor don Juan Álvarez y Méndez, el grande hombre que ha venido de las Inglaterras a meternos en cintura y a salvar al país, se ha variado el nombre, poniéndose “Mendizábal”, que tan bien suena, yo…, explica un comerciante con ese gracejo popular con el cual se traduce paródicamente todos los hechos, por pomposos que sean o que se nos quieran presentar como tales. No hace falta ir más lejos de la propio Wikipedia para enterarnos de que “la casa de los Méndez, dedicada al negocio de la trapería, a la que pertenecía su madre, era conocida en Cádiz como una familia de cristianos nuevos de origen judío. Eso explicaría, según el historiador Juan Pan-Montojo, su decisión de cambiar su segundo apellido por el de Mendizábal, con el que se otorgaba un origen vasco, garantía en sí mismo de limpieza de sangre. La nueva identidad resultaba tanto más útil para fabricar su imagen, por cuanto que la casa de comercio de Miguel Mendizábal era una de las más importantes del Cádiz dieciochescoDe Oñate a La Granja, continúa el folletín alrededor de Fernando Calpena, si  bien en este volumen se declara abiertamente la corresponsal de Pepe Hillo como madre del protagonista, a quien reconoce como tal, libera de la pena de prisión y acepta que siga su libre voluntad, negándose a coartársela para ajustarse a lo que la dama espera de él. Se trata de una “cortesana” de sólidas luces con quien, sin embargo, aún ni siquiera el hijo entra en contacto, deseoso de seguir los pasos norteños de Aura para rescatarla y hacerla suya: Fernando es mi hijo… Y esto que escribo quisiera que él lo leyese, y a él mismo se lo escribiría gozosa, añadiendo: “Hijo de mi alma, perdóname. Reconozco tu independencia; acato tu libre albedrío. Tus amores o me gustan, pero los respeto. Acabemos eta horrenda lucha. Dime tus condiciones y nos entenderemos.. La política se mezcla con la acción y son frecuentes las reflexiones de unos y otros personajes sobre la tragedia española, que no es otra que la del intento de imponer por la fuerza unas ideas al resto de conciudadanos: En todos los países, la fuerza de una idea o la ambición de un hombre han determinado enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; pero nunca, ni aun en las fieras dictaduras de América, se han visto la guerra y la política tan odiosa y estúpidamente confabuladas con la muerte (…), causan dolor y espanto, por el contraste que ofrece la grandeza de tan extraordinario derroche de vidas con la pequeñez de las personas en cuyo nombre moría o se dejaba matar ciegamente lo más florido de la nación. Hay, en la descripción del bando carlista una impostura constante que Galdós denuncia con una lucidez que, andando el tiempo, rescatará Valle-Inclán para describir la corte de la antagonista, Isabel II -propiamente la Regente, María Crsitina, y “cristinos” eran llamados los seguidores de los derechos de Isabel II-: -Sí, pero la realidad nos impone la idolatría del mentir, ¿no es eso?  -Sí, porque siendo mentiroso cuanto nos rodea, si blasonamos de verdaderos, o nos encierran por locos o nos apalean a cada triquitraque. Falso es todo lo que ves, carísimo, y en esta Corte diminuta no hallarás más verdad que en la grande de Madrid; farsa es la religiosidad de la mayoría de estos cortesanos; hipócrita la creencia en el derecho divino de este pobre Rey de comedia; engañoso el entusiasmo de los que mangonean en el ejército y en las oficinas. Solo es verídico el pueblo en su ignorancia y candidez; por eso es el burro de las cargas. Él lo hace todo: él pelea, el paga los gastos de la campaña, el muere, él se pudre en la miseria, para que estos fantasmones vivan y satisfagan sus apetitos de mando y riquezas. No imitemos al pueblo, el gran inocente, el eterno bobo de mundo civilizado, el polichinela sobe cuya joroba recaen todos los palos. Y pues hemos de comer y de vivir y abrirnos paso en el tumulto de esta mascarada, pongámonos la careta. Se trata de una idealización dinástica que afecta a la realidad toda, de modo que las guerras carlistas, aun a pesar de su crudeza despiadada, se nos aparecen como una fantasmagoría absurda que implica, sin embargo, durísimos peajes. Antes de que Fernando Calpena salga hacia el norte, espoleado, dice el narrador, por Espronceda, se recoge al hecho singular del “duelo” entre Mendizábal e Istúriz, si bien desde una perspectiva jocosa y manifiestamente antirromántica: Una tarde fue sorprendido por la candente noticia de que Mendizábal e Istúriz se desafiaban. ¡Y habían sido Pílades y Orestes, camaradas en la adversidad, amigos en la próspera fortuna! (…) -Luego, ¿no ha corrido la sangre? -dijo Hillo. A lo que contestó Álvarez que no, que lo que había corrido era bilis. -Ha sido un duelo a primera bilis, y ya está el honor satisfecho. Las andanzas de un liberal en el territorio carlista, movido, sin embargo, por una cuestión amorosa, tiene su punto culminante en el atrevido rescate que lleva a cabo Fernando de dos mujeres y su padre, a quienes libera a punta de pistola para llevarlos a su caserío, si  bien en condiciones muy adversas, y con el padre herido y en riesgo de perder la vida, cosa que en efecto sucede. El padre, don Alonso, con un criado que responde al nombre de Sancho, es llevado en una carreta de vuelta a su casa después de haber perdido la razón por la política, como el otro Alonso la perdió por los libros de caballerías. Estas analogías son frecuentes en los Episodios y refuerza la convicción de que Galdós se encomendó a Cervantes para “restaurar” el prestigio de la novela española en el siglo XIX, sacándola de la decadencia que la afectaba desde la muerte del alcalaíno: Desde que le tocó la demencia política, ¿usted sabe los libros y papeles que entraban en casa? Tres veces por semana nos traía el bagajero de Vitoria un fajo así, de folletos y periódicos, todos echando chispas, vomitando veneno. Y con los papelotes chicos venían después carros cargados de Enciclopedias, de obras como misales, que trataban de libertad y cortes, de revoluciones y demonios coronados. Herido el propio Fernando en la arriesgada travesía, y siendo atendido en casa de las dos hermanas a cuerpo de rey, el volumen acaba con otro acontecimiento histórico bastante chusco: la rebelión de los sargentos en el Palacio de La Granja y la disparatada entrevista entre los representantes de estos y la Regente, María Cristina, quien, como se dice coloquialmente, se los merendó con patatas en un periquete, aun teniendo que ceder lo justo para defender los derechos dinásticos de su hija. Que María Cristina era una mujer inteligente lo demuestra el hecho de que sus segundas nupcias, estas morganáticas, con Fernando Muñoz, un militar de su guardia, no interfirieran lo más mínimo en el curso de los acontecimientos, lo que bien pudiera haber creado un conflicto dinástico aún mayor del que don Carlos había creado: El Príncipe se alegró, diciendo para su sayo: Reina casada, Regenta eliminada. Pero la Gobernadora fue más lista; no declaró oficialmente sus nupcias; se entendió con Roma… manda sus hijos a criar al campo. NI siquiera figuran sus alumbramientos en el registro de la Facultad de Palacio. En la Gaceta, y dentro de las leyes del reino, es tan viuda de Fernando VII como lo era el 30 de setiembre de 1833, a las veinticuatro horas de expirar el padre de Isabel II. Literariamente, a medida que avanza la redacción de los Episodios…vamos observando que se consolidan ciertos recursos narrativos y creativos que Galdós había llevado a la perfección en su serie de novelas contemporáneas. La creación de un personaje como Víctor Ibrahim y Coronel, capellán castrense y conocido de Pepe Hillo, a quien se ofrece para lo que sea menester, es una prueba de ello. Galdós se apunta a una de sus especialidades narrativas, con este personaje: la transcripción literalmente fonética del habla particular de algunos sujetos, bien sea por ser extranjeros, por su vulgaridad sin educación o por regionalismos, como el vizcaíno de El Quijote, por ejemplo. En este caso se trata de un andaluz popular muy gracioso: Loj alurnoj e Lusifé…, por ejemplo, o, cuando comenta que Aura fue apartada de Fernando por ser hija de quien fue: La chica e Mendisába, hombre; una hija de extranjis, cuarterona de inglesa, que estaba en poer de una tal que yaman la Sayona, prendera o marchanta de piedras… El Gobierno ha tenido que escondé a la chavala y prendé a Carpena. Ya ve en qué se ocupa mi don Juan. La imbricación de folletín y política rinde sus máximos efectos narrativos, como se aprecia, y así seguimos, de momento, a punto de entrar en el famoso asedio a Bilbao por parte carlista, donde Espartero cimentó buena parte de su gloria, en Luchana, que así se llama el volumen. La nueva entrega de la serie, muy centrada en la guerra carlista del norte y especialmente en el asedio fracasado a Bilbao, tiene algún punto de interés en las reflexiones expresadas por la cortesana que es madre de Fernando, pero a la que la acción se traslada a la familia Arratia y al intento de seducción de Aura por parte de los dos hijos mayores de la familia, la hazaña narrativa se ensombrece y trivializa extraordinariamente, casi hasta parecerle al lector un alargamiento excesivo para el escaso o nulo interés de la fama. De hecho, la heroica defensa de Bilbao, simplemente enunciada, no tiene la garra de aquellas dos obras extraordinarias que fueron Zaragoza Gerona, gestas a las que de pasada se alude en la narración. Se advierte cansado a Galdós, como si le pesara el esfuerzo narrativo, pero tuviera que cumplir con un compromiso. Hay alguna gratificación, está claro, como es la aparición de Beltrán de Urdaneta un viejo y libertino noble arruinado que pasea su desengaño, sus escepticismo y su decrepitud con el mejor de los humores y la más experimentada sabiduría posible sobre la condición humana, un ser propiamente dieciochesco y dispuesto a hacer de su capa un sayo y disfrutar de la vida aunque le vaya en ello la misma. Como lo ve el personaje, lo vemos los lectores: Calpena recordaba, en presencia de Urdaneta, las imágenes que había vito de Voltaire, de Talleyrand, del abate L’Epée. La presencia de Urdaneta incita a Galdós al uso del estilo cervantino, porque el propio don Beltrán es, también, ¡uno más!, trasunto de don Quijote, siquiera por lo que hace a la parte desengañada del mundo y el precipitado de virtud que es capaz de trasladar a quienes se acercan a él, como ocurre con Calpena: El que en su camino encuentra un árbol de grata sombra, cargado de fruto, es tonto de capirote si no se planta allí… Si lo desprecias y sigues andando, te expones a no encontrar más que paisajes fantásticos, efecto de eso que llaman miraje. Corres, corres… ¿y que ves?... pues un magnífico plantío de cardos borriqueros. Frente a los sabrosos comentarios de la corresponsal de Pepe Hillo, sobre el pronunciamiento de La Granja, por ejemplo: La historia de España, que hasta hace poco gastaba el coturno trágico, paréceme que se aficiona a la comodidad de los zapatos de orillo, o al desgaire de la alpargata, Galdós acentúa, al final de Luchana, la trama folletinesca sobre la reunión de Fernando y Aura, lo cual incluye, como dijimos antes, los tanteos amatorios de dos de los hermanos y la posibilidad de que la enamorada de Calpena acabe casándose con uno de los tres hijos, Zoilo, el que la consigue como el vaquero se empeña en conseguir a Marilyn en Bus Stop, de Joshua Logan. Así, con un impecable ejercicio de folletinesco continuará... queda suspendido el volumen antes de pasar al carlismo levantino, teatro supremo de las crueldades. La campaña del Maestrazgo nos permite seguir los pasos descabellados de don Beltrán Urdaneta por tierra levantinas para recuperar unos dineros que prestara a Juan Luco, cuyos hijos, Marcela y Francisco, han abrazado la vida religiosa, y quieren dedicarlos a crear un convento, aun a pesar de que reconocen que el padre dejó escrito que se habían de separar los dineros de Urdaneta y devolvérselos. La figura de Marcela, a medio camino entre la Marcela cervantina y  Mauricia la Dura de Fortunata y Jacinta es un personaje que, a pesar de su erudición, que enfada al noble: Si en los comienzos del diálogo le encantaba a Urdaneta la firmeza de las convicciones de la peregrina y el severo estilo con que la manifestaba, en cuanto empezó a largar citas se le hizo un poquito indigesta tanta sabiduría. Preguntole que cómo podía repetir sin equivocarse tantos textos de sagradas escrituras, y ella lo explicó por su prodigiosa retentiva… Lo que una vez leía, no se le olvidaba nunca, y su mente era una copiosa biblioteca, que usaba sin compulsar libros. Por todo el camino fue soltando citas de Santis Padres y de Aristóteles y Cicerón; que también éranle familiares los filósofos profanos; y ya un tanto mareado don Beltrán con aquella erudición fastidiosa, diputó a Marcela por un papagayo con más memoria que discernimiento. Aún era muy pronto, dice el narrador, para formar un juicio tan terminante, se crece ante el lector, más aún cuando, ejerciendo de “tercero” don Beltrán en el proceso de amores del guerrillero que la pretende y la terca monja, consigue que esta acceda a considerar las pretensiones de Nelet, Manuel Santapau, de hacerla abjurar de su estado religioso y abrazar la otra religión, la del amor y de la familia, en compañía del rico guerrillero. El narrador ya hace una salvedad sobre lo mucho que se ha de dudar del juicio del noble, y le asiste la razón. Incluso la figura del tortosino  Ramón Cabrera, el “Tigre” del Mestrazgo, al que Galdós, ignoro por qué, llama siempre “leopardo”, queda difuminada frente a la trágica historia de los amores de Nelet y Marcela, que lo es, trágica, porque en una acción de guerrilla acaba matando al hermano de Marcela, lo que se convierte en una culpa imperdonable que no solo acaba con su futuro matrimonio, sino que lo lleva a la locura de ponerle a todo punto final, lo que incluye el asesinato de Marcela y su suicidio posterior. Un amour fou, pues, casi canónico. Menudean menos las reflexiones de calado político o moral, en este volumen, pero quiero destacar el testamento de viva voz de Urdaneta cuando sabe que se ha dictado la orden de ajusticiarlo como prisionero cristino que es de las fuerzas carlistas: Haced un país donde haya todo lo contrario de lo que unos y otros, a quienes no sé si llamar guerreros o bandidos, representáis; haced un país donde sea verdad la justicia, donde sea efectiva la propiedad, eficaz el mérito, fecundo el trabajo, y dejaos de quitar y poner tronos… Lo que va a resultar es que, cualquiera que sea el resultado, estáis fabricando una nación de bandolerismo, que en mucho tiempo, gane quien ganare, ha de seguir siendo bandolera, es decir, que tendrá por leyes la violencia, la injusticia, el favor, la holgazanería, el pillaje y la desvergüenza. Ha de añadirse a esos píos deseos la constatación de un requisito político que, a juicio de Urdaneta, es básico para lograr fines como los que pretende la facción: Ten presente que no se hace nada de provecho sin fuerza, entendiendo por esto, no el poder de las armas, sino una virtud eficaz y activa, que a veces reside en una persona, a veces en las leyesLa Estafeta romántica marca un corte nítido geográfico en la atención a la guerra carlista, porque retomamos la historia de Fernando a través de un formato epistolar al que ya había recurrido Galdós, por ejemplo en su novela La incógnita, diez años antes. Los hilos sueltos de los amores de Fernando y Aura, más los nuevos descubrimientos familiares sobre su origen y parentesco, que lo lleva a convertirse, por ejemplo, en nieto de don Beltrán de Urdaneta, con quien había congeniado tanto cuando se encontraron y compartieron estancia en la posada. Se trata de una concesión al lector para no dilatar por más tiempo el conocimiento exacto de todo lo concerniente al héroe que, a su manera, aún sigue siendo una incógnita en la Serie, por más que se hayan seguido sus pasos hasta caer herido y refugiarse después en casa de quien resultará ser su tío, el hijo de don Beltrán. Al hilo de esta aventura genealógica, aprovecha Galdós para darle un buen repaso al romanticismo que se puso de moda en aquellos años y que con tanto gracejo retrató Mesonero Romanos en su famoso artículo, El romanticismo y los románticos. Incluso a través de un sueño del protagonista se revive el suicidio de Larra, y se recuenta su entierro, la asistencia de los románticos de su generación y la intervención de Zorrilla, consagrándose como joven poeta. Como toda la novela es epistolar, las noticias que se recogen en unas cartas pronto quedan superadas, en las siguientes, por la “verdadera” realidad que se conoce, lo cual genera un  movimiento de afirmaciones y desmentidos que contribuyen a la vivacidad de la relación epistolar. Ello incluye hasta la muerte de don Beltrán y los funerales que se encargan para honrar su memoria, por ejemplo: Ya por diferentes conductos sabrán ustedes que nuestro don Beltrán vive, que fue mentirosa la noticia de su fusilamiento. Todo el volumen está atravesado por noticias de tipo romántico, sobre todo las relativas a la lectura y el eco social de algunas obras famosas que marcaron un antes y un después en las costumbres y en la literatura, aunque Galdós opte, con buen criterio, por la vía cómica para traerlas a escena: Llámase Las cuita del joven Uberte, o cosa así, y ello es una historia muy sentimental y triste, porque el hombre no se conforma con su suerte, y está siempre buscándole tres pies al gato, hasta que le da la ida negra de pegarse un tiro, lo cual debo condenar por garrafal tontería, a más de condenarlo por pecado execrable. ¡Vaya unas abominaciones que se escriben! Tu suegro debió de conocer al autor de este libro, un tudesco de nombre muy atravesado, que parece vizcaíno, así como “Goiti” o “Goitia”. De todos modos, la propia aventura amorosa del personaje, de Fernando Calpena, ha de entenderse desde esa óptica del movimiento romántico, y de ahí el modo como él se lamenta de la ridícula suerte que han acabado corriendo sus amores: terminado en las tablas por un monólogo de desesperación, mientras dentro suenan voces y cantorrios de epitalamio… (…) Quedamos en que mi tristísimo y pedestre desenlace se guarda, por ahora, inédito, Ya me lo he silbado yo. Un “monotema” sobre el que vuelve una y otra vez: Desde aquel tremendo día me ha repugnado hablar de mi caída sin dignidad, de mi tragedia sorda, desairada, enteramente circunscrita a la escena del alma, sin ruido, sin armas, sin gloria. Ni el placer muscular de la lucha, ni el goce amarguísimo de manifestar con violencia la ira, ni el desahogo de la venganza; nada, mi querido Hillo. Ha sido una originalidad artística que jamás pude soñar: la terminación de un drama por el vacío, introduciendo la humana pasión en la máquina neumática y asfixiándola inicia y estúpidamente, hasta que su preceptor, el sacerdote Pepe Hillo le pone delante de los ojos el ridículo de semejante acción dramática teñida de un insoportable aire bufo: ¡Niño, por Dios! Quítate el caperuzo de espectro y vete a tu casa. ¿O es que representas el galán desesperado, melenudo y ojeroso que, cuando las cosas ya no tienen remedio, pues están echadas las bendiciones, se aparece espada en mano, queriendo atravesar a la dama infiel, al segundo galán solapado, al primer barba, que es el padre, al segundo, que hace de sacerdote, y a la característica, zurcidora de aquel enredo? ¡Niño, por Dios! Hasta en el teatro apestan ya esas cosas. Finalmente, se desvela la identidad de la madre de Fernando: Pilar de Loaysa, condesa de Arista y el protagonista y ella, antes de verse por primera vez, inician una correspondencia que permite al protagonista ir asumiendo su condición, aceptar su destino ingrato y compensarlo con la posibilidad de aspirar a casarse con Demetria, quien, junto con su hermana, lo cuidó en su casa cuando, tras rescatarlas del poder de los facciosos, fue herido en una pierna y hubo de guardar reposo en ella durante dos meses.  La historia propiamente dicha de Ramón Cabrera, con el fusilamiento de su mujer y la terrible venganza del caudillo carlista, sigue apareciendo en el volumen, pero no puede luchar contra la presencia omnímoda del Romanticismo, lo que, leído desde hoy, se advierte que fue una verdadera revolución social. La situación política, con la “espantá” del pretendiente cuando sus fuerzas estaban a punto de entrar en Madrid, la sintetiza perfectamente don Beltrán con una especulación al hilo de la actualidad: Dice el señor Rostchild que, cuando se vea claro cómo termina el grave pleito entre la revolución y la monarquía en España, verá si le conviene o no abrir su caja al, reina o dictador que flote en la riada. Cierto que la cara de la revolución le asusta a él, don Dinero; pero la de Carlos V, que también trae mueca revolucionaria y de las más feas, no es muy tranquilizadora. Y de ahí el sabio consejo que emana de su dilatada experiencia: No están los tiempos, ni las cosas de los tiempos, para escrúpulos y fililíes. Sálvese una parte, si no todo, de lo que se posee, y no se haga puntillo de honor de los llamado derechos, pues estos, en toda ocasión histórica, no son tales derechos si no les acompaña y robustece la fuerza.
En Vergara, sigue utilizando Galdós el recurso epistolar que le permite una pluralidad de narradores, de perspectivas, si bien acota unos hechos, como la paz de Vergara,  que intentaron cerrar de una vez por todas el conflicto sucesorio y acabó cerrándolo en falso por las guerras intestinas en cada uno de los bandos, más acentuada, en ese momento, la del del pretendiente don Carlos. En el capítulo XI reaparece, sin embargo, el narrador omnisciente y, en comparación con los anteriores, lo más objetivo posible: Agotada la preciosa colección de cartas que un Hado feliz uso en manos del narrador de estas historias (lo que no ha sido flojo alivio de tan rudo trabajo), su afán de proseguirlas, revistiendo de verdad la invención y engalanando lo verdadero, oblígale a lanzarse otra vez por valles y montes, ojeando los acontecimientos y las personas, que de unas y otros da pingüe cosecha la España de aquellos días. La acción aun se divide entre la aventura sentimental de Zoilo, prisionero que es liberado por Fernando Calpena para ser enviado a Bilbao y poder rehacer su vida con su mujer y su hijo, y las negociaciones difíciles para lograr la paz entre Maroto y Espartero, certificada en el famoso abrazo que no fue seguido por sus tropas respectivas. Las dudas de Maroto que sabe que se convertirá en el enemigo número uno del carlismo y los temores de que se negocie con los rebeldes unas condiciones que los convierta en rivales en el escalafón de los vencedores dominan la escena histórica del momento, como defiende, con pasión Santiago Ibero, según lo recuenta el narrador:  No vaciló en confiar a su amigo la repugnancia de que terminara la guerra por tratos y componendas con los facciosos, reconociéndoles grados, e igualándoles con los que habían derramado su sangre por Isabel. Esto era inconveniente, indecoroso, inmoral; hacer concesiones al retroceso era reconocerle como un Estado. Transigir con él era una declaración de impotencia. No, no, mil veces: los soldados de la Libertad debían perecer antes que terminara la campaña por otro medio que el hierro y el fuego. Si se quería establecer una paz durable, era forzoso descuajar el carlismo, y abrasar toda semilla, para que ningún tiempo ni ocasión pudiera germinar de nuevo. Con los elementos que a la sazón poseía la Libertad, debía emprenderse la extinción completa, radical, de aquel bando execrable que pretendía implantar el despotismo asiático, la superstición y la barbarie. “Que en todo el siglo y en los siglos que sigan no se oiga hablar más de Pretendientes, ni de clérigos salteadores, ni de fanatismo, ni de estas antiguallas odiosas.
De nuevo en Madrid la acción, el arte costumbrista de Galdós abre Montes de Oca con una descripción magistral del mundo de los fogones madrileño y de cómo se fue introduciendo el nuevo concepto de Restaurante y de menú a precio fijo, entre otras sabrosas noticias. Puesto fin a la guerra carlista, la novela deriva el interés que hasta entonces había puesto en Fernando Calpena hacia el militar Santiago Ibero y, en el ámbito político, a los movimientos de Espartero para conseguir convertirse en Regente, movimiento que, desplazando a la Reina madre, la obliga a exiliarse junto con su marido morganático, con quien había contraído matrimonio en secreto poco después de morir Fernando VII. Esas nuevas, nada nuevas, serán aireadas por su propia hermana en París, creándose una poderosa enemistad entre ambas. De hecho, fue la oposición de Espartero a que se cumpliera una nueva ley sobre los Ayuntamientos lo que forzó la situación en un entrevista en que Espartero poco menos que le aplicó una primera versión de nuestro actual 155… Montes de Oca, seguidor de María Cristina y acérrimo defensor de la causa realista, estuvo entre los conspiradores que urdieron planes para restituir a la Reina madre a su función regente, porque la lucha entre las facciones progresista y moderada dentro del liberalismo acabó teniendo parecida virulencia que la propia guerra contra el carlismo. Montes de Oca representa un cierto idealismo que no nublaba una visión lúcida de la realidad:  En los momentos críticos de la vida de los pueblo no es fácil saber dónde está la alucinación y dónde la claridad del juicio. Alucinan los triunfos repentinos, no la desgracia; la usurpación puede ser un delirio; el derecho no lo es. Estamos en el apogeo de los pronunciamientos, esa modalidad españolísima de hacer política desde el ejército que se inaugura así que Fernando VII traiciona los ideales de la Pepa, que fijaba la soberanía nacional en el pueblo español, algo insoportable para quien se consideraba único y exclusivo representante de ella. De forma paralela a ese mundo de intrigas, Galdós describe la vida familiar de un funcionario que, como muchos de ellos, dependerá de qué facción esté en el poder para poder disfrutar de su puesto y el sueldo correspondiente. Eso sí, la descripción de la familia incluye un personaje femenino, Rafaela, transgresor en grado sumo, y reflejo de una situación social muy diferente de la vida putada por el código tradicional. Santiago Ibero, que coquetea con ella, acabará distanciándose, horrorizado por el “realismo” casi naturalista de su manera de enfrentarse a las relaciones amorosas. Y eso lo hace quien defiende que  nuestra existencia no es más que un tejido de errores, y que gran parte del tiempo que vivimos lo empleamos en la necesaria rectificación de juicios y creencias, pero el planteamiento “liberal” de Rafaela va bastante más allá de lo que el romanticismo del joven Ibero está dispuesto a aceptar. Una joven viuda, harta de la mojigatería que le reserva el destino, y cuyas manifestaciones viriles confunden a Ibero: Diga usted lo que quiera; pero yo pienso que con las guerras, aunque sean civiles, las naciones crían callo y se hacen más fuertes… Y qué sé yo… me parece a mí que las peleas encarnizadas ilustran, quiero decir que despabilan a la gente. En fin, si es disparate que los sea. Lo que usted no me negará es que con las guerras se aumenta el dinero. Parte de ese pensamiento radica en las dificultades crónicas por las que ha pasado su familia, aunque ahora que su padre ha sido mandado a Ciudad Real las cosas hayan cambiado para ellos: La pobreza es cosa muy mala, y hay que huir de ella sin faltar a la decencia.  Pero el choque frontal entre el coqueteo de Ibero y el realismo de Rafaela, que desarme al joven militar, se produce cuando ella es capaz de formular un pensamiento que cuesta imaginárselo en aquella época:  Una vez en el mal camino -dijo Rafela con una sequedad que contrastaba con su pena-, me parecía una simpleza perderme sin gracia… Para pobreza ya tenía la de la honradez… ¡Perdición pobre…!, es como ahogarse en un mar hediondo.  Si a eso añadimos lo que le reprocha al joven Ibero: Tomándome por mujer-simón para una carrera, o unas horas, pretendías que yo te amase, que me pusiera flaca y ojerosa y lánguida por ti. ¡Pero qué tonto eres, qué cosas tiene mi maestro!, entendemos la vergüenza infinita que hubo de sentir quien vio en Rafaela una oportunidad de disfrute sin coste social: El amor no es cosa que se reclama por derecho. Se inspira sabiéndolo inspirar, se siente cuando se siente; pero no pueden venir alcaldes y alguaciles a decirle a una: “pague usted el amor que debe”. El mejor arte de Pérez Galdós es este de la imbricación de lo individual en  lo histórico, esta plena realización de lo que Unamuno llamaba la intrahistoria, porque a través de estos personajes y sus conflictos entendemos cabalmente no solo el alma de una época, sino también su constitución corporal, junto con las manifestaciones orgánicas y las necesidades de dicha realidad. De ahí que lo reivindique como arte supremo de su invención novelística: Dos minutos después, Ibero y Rafaela, solos en la sala, producían una escena que sin ser histórica merece ser puntualmente relatada. ¿Y por qué no había de ser histórica, siendo verdad? No hay acontecimiento privado en el cual no encontremos, buscándolo bien, una fibra, un cabo que tenga enlace más o menos remoto con las cosas que llamamos públicas. No hay suceso histórico que interese profundamente si no aparece en él un hilo que vaya a parar a la vida afectiva. Del  destino político del padre de Rafaela me gustaría reseñar un proyecto económico que está en las antípodas de lo que sucede en nuestros días: Su capital goza fama de sucia y villanesca; pero la mejoraremos, introduciendo los adelantos. (…) La desecación de las lagunas de Ruidera aumentarían en muchos miles de fanegas los terrenos laborables. Con una administración proba y activa y unos cuantos toques de Gaceta, el país de don Quijote sería un edén, y vendrían en tropel a establecerse en el los extranjeros, cargados de capitales. Los dos últimos volúmenes de la Tercera serie, Los ayacuchos y Bodas reales se centran en el exilio que Espartero impuso a la Reina regente, al negarse esta a compartir la regencia con el General, lo que abrió una brecha entre los militares progresistas y los moderados que facilitaría una sucesión de gobiernos que acabarían configurando un sistema de inestabilidad política del que son ejemplo paradigmática los “cesantes”, esos servidores del Estado, y de sí mismos, que solo disponían de ingresos si su “caudillo” de turno estaba o no el poder. Galdós tiene la delicadeza narrativa de fijarse en la reina Isabel y su hermana cuando ambas son unas niñas que, alejadas de la madre, han de formarse con los tutores que el Estado pone a su disposición para que, en el futuro, esté a la altura de su mandato. Como les decía quien fue nombrado su tutor legal, Agustín Argüelles: sin una buena sintaxis no puede un soberano ordenar los discursos que tiene que echar a los embajadores de otros monarcas, ni poner bien una carta sobre negocios de Estado”. (…) Para los chicuelos de Juan Particular se escribían los cuentos comunes, inocente literatura de la infancia. Para las niñas de la nación se había escrito el más bonito de los cuentos: la historia de España. Manuel José Quintana fue nombrado preceptor de las infantas. Fernando Calpena, que aún sigue siendo en estos dos libros el hilo narrativo, junto con Santiago Ibero, del que ahora hablaremos, reflexiona, a raíz de las noticias que le llegan de su corresponsal en Palacio, Mariano Centurión, del que Galdós hace un retrato inmortal, lo siguiente: ¿Pero aquí están todos dementes? ¿Es esto la metrópoli de una nación o el patio de un manicomio?... Y pregunto yo dónde se ha metido el sentido común, sin que nadie acierte a responderme… A juzgar por lo que se oye, el país es un insensato que, aburrido de sí mismo y no sabiendo cómo vivir, pide a los demonios que se lo lleven. El Ministerio entrante es calificado como de la peor extracción ayacucha. Y yo pregunto: “¿Qué significado tiene esta palabra, y qué se quiere expresar con ella?” Ni Espartero estuvo en la batalla de Ayacucho, funesta para nuestra nacionalidad en América, ni los feligreses de su camarilla, a quienes acusamos de infinitos males pelearon tampoco en aquella célebre acción de guerra. Eso es tan peregrino como el llamar borracho a José Bonaparte, que no lo cataba. La imaginación popular emborrona la historia, y luego nos cuesta Dios y ayuda descubrir con raspaduras la verdad. A pesar de lo extenso de la cita -¡total, tienen estas líneas tan pocos lectores, si es que tienen alguno, que no va a echar para atrás a quien se atreva a degustar este retrato clásico que Galdós traza de Centurión, un aristócrata más que venido a menos, por obra y gracia de su libérrima voluntad-, no me resisto a ofrecer un retrato que, acaso, no circule como debiera, desgajado de este volumen de Los ayacuchosRepresentaba don Mariano Centurión  cincuenta años, excediendo la edad aparente a la verdadera,  que apenas de los cuarenta pasaba, diferencia que atribuían los chismosos a la disoluta vida del caballero. Segundón de una casa noble de Andalucía, criado desde su más tierna edad en la holganza, sin serios estudios, sin disciplina que le contuviera ni buenos ejemplos que le llevaran a mejores fines, acabó por perder la salud y el escaso caudal que heredó de su padre. Con estos segundones obres reza el adagio: Iglesia, Mar o Casa Real; mas no habiendo puesto Marianito sus miras oportunamente en el estado eclesiástico ni en el militar de mar o de tierra, ya no tenía edad ni espíritu para procurarse otro refugio que el de un triste empleo; y repugnándole, por la dignidad de su noble alcurnia, las plazas de oficina, se dio a solicitar un puesto en Palacio, conforme le aconsejaba el sabio refrán. Era Centurión hombre de escasos conocimientos en los diversos ramo del saber, pero de mucho despejo natural y de memoria felicísima; narrador ameno de cuentos y sucedidos, y con instintos de escritor que habrían sido verdaderas dotes si las cultivara. Se había pasado la juventud, sin sentirlo, en los ocios corruptores de las viñas andaluzas: zambras y jaleos, peladuras de pava, cañas y toros, meriendas y timbas. Cuando empezó a comprender la vanidad de semejante vida, ya era tarde para emprender otros rumbos: encontrábase viejo a los cuarenta años, el cuerpo lleno de dolores y flaquezas que le obligaban a doblarse como una caña, el espíritu sin ilusiones, la bolsa enteramente vacía. Su hermano, con quien andaba continuamente a la greña por cuestiones metálicas, le negaba todo auxilio; y la demás parentela le hacía la cruz como a un prodigo que deshonraba la clase y nombre de ilustrísimo de os Centuriones. Rechazado el hombre en su patria, y no bien visto de sus compañeros de libertinaje, emigró a la Corte, dispuesto a coger una silla y un plato en el comedero social. Con notas de ambiente, como la apertura de Lhardy y otros detalles por el estilo, la trama amorosa se extiende a lo largo del volumen para poder “cerrarla” antes de acabar la Serie y empezar con la siguiente. ¿Y cómo lo hace Galdós? Muy sencillo, Santiago Ibero, después de su extraña aventura con Rafaela, cree no estar a la altura de la mano de Gracia y renuncia a ella tras tomar la decisión de entrar en religión, a medias por propia voluntad, a medias convencido por unos monjes catalanes que se lo llevan con él para prepararlo para hacer los votos correspondientes. Calpena, una vez que ha recibido la información de dónde hallar a su amigo y prometido de la hermana de su novia, decide “raptar” a  Ibero aun contra la voluntad de este, y buena parte del volumen se la lleva el esfuerzo de Fernando Calpena por “desprogramar” a su compañero de armas para que vuelva en sí, renuncia a la vida religiosa y cumpla con su compromiso social de casarse con Gracia. El episodio me ha resultado tan familiar en Galdós, que diríase sacado de su famosa obra teatral Electra, denuncia del fanatismo religioso y de su capacidad de alienación de las jóvenes. Corriendo he ido a consultar las fechas de escritura, y aunque el Episodio es un año anterior al drama teatral, como este se inspiraba en un caso real, es posible que tanto el Episodio como la obra deriven de ese caso que alcanzó publica notoriedad. Sea como fuere, el proceso mediante el cual Santiago  Ibero va recuperando el juicio, tiene, en el trasfondo, algo de Cervantino, de ahí las alusiones analógicas a que don Quijote fuera llevado en una carreta de vuelta a casa contra su voluntad. Como el volumen de Los ayacuchos recoge las revueltas  antiesparteristas en Barcelona, que acabaron con el bombardeo de Barcelona desde Montjuïc, Galdós aprovecha la coyuntura para introducir un personaje muy famoso, el creador del canal de Suez, Ferdinand Lesseps,  quien, cónsul en aquellos años en Barcelona, intermedió con el general Van Halen para suspender los bombardeos y auxiliar a la población damnificada. Amigo de Calpena, no está de más recordar la reflexión de este ante la intervención humanitaria del francés, en las que ve un doble juego diplomático que no le gusta un pelo: He puesto en delicado entredicho mi amistad con Lesseps, reduciéndola a las meras relaciones entre caballeros, y encerrando con cien llaves la política siempre que hablamos; de otro modo sería difícil evitar un rompimiento desagradable, pues el juego tapado que viene haciendo el representante de Francia, contra lo que previene su obligación de neutralidad, merece todas mis antipatías. El volumen dedicado a las bodas reales, pues se casaron a la vez ambas hermanas,  no puede hacernos olvidar que tiene como medida previa la de declarar mayor de edad a Isabel II a la edad de catorce años, lo que, se mire como se mire, es robarle a una persona el final de la adolescencia y la juventud en aras de los intereses de Estado. Y ninguno más susceptible de ser un asunto popular que la elección del candidato a la mano de la futura reina. El elegido, Francisco de Asís, primo de la futura Reina, supuso un fracaso propiamente desde la mismísima celebración de los esponsales, a diferencia de su hermana, que no solo fue su reverso, sino que incluso se sumaron, ambos cónyuges,  a las muchas intrigas cortesanas contra el trono de la Reina. Decididamente, el exilio de Espartero, como dice Galdós: sumió al país en el caos. Aparecen los “soldados de Fortuna” que él dice, y describe sucintamente las causas del deterioro político de aquella época: Se ve que estos soldados de fortuna a quienes la guerra llevó rápidamente a las cabeceras de la jerarquía militar, y estos políticos criados en los clubs, recriados con presuroso ejercicio literario en las tareas del periodismo; lanzados unos y otros a la lucha política en los torneos parlamentarios y en el trajín de las revoluciones, sin preparación, sin estudio, sin tiempo para nutrir sus inteligencias con buenos hartazgos de Historia, sin más auxilio que la chispa natural y la media docena de ideas cogidas al vuelo en las disputas; se ve, digo, que al llegar a los puestos culminantes y a las situaciones de prueba, no saben salir de los razonamientos huecos ni adoptar resoluciones que no parezcan obra del amor propio y la presunción. Sorprende, con todo, la inclusión de Prim entre ellos, y más aún el juicio que le merece quien luego acabaría siendo Presidente del Gobierno: Hallándose Prim, como quien dice, en la edad del pavo, cual niño aplicado y muy inteligente, que aún no conoce la discreción, llamó a Espartero soldado de fortuna, aventurero egoísta, y a Mendizábal intrigante, embaucador y dilapidador de los intereses públicos. Andando el tiempo fue de los que creyeron que la memoria de uno y otro debía perpetuarse con estatuas. Pero lo más chocante, para quienes, como yo, desconozcan ese extremo de nuestra Historia, es la atribución de responsabilidad del general catalán en el atentado que sufrió Narváez y del que salió ileso: Coincidió tan grave suceso con otro sonadísimo: la tentativa de asesinato del general Narváez. Dirigíase al teatro del Circo, donde bailaba la Stephan en función de gala, con asistencia de Su Majestad y Alteza, cuando unos embozados detuvieron el coche junto a los Basilios, y disparando sus trabucos a boca de jarro por las ventanillas, mataron… al ayudante señor Baseti, el cual, por un caso fortuito, había cambiado de asiento con el general. (Entre paréntesis, dígase que la opinión maliciosa señaló a don Juan Prim como autor del atentado; pero nada se le pudo probar). Un Narváez, hosco y autoritario, de quien solo queda en los usos políticos una expresion que ha llegado incluso hasta el nacionalismo pujolista del siglo XX:  Lo primero es el orden, lo primero es hacer país… Esta frase ha quedado desde entonces como una formulilla en los amanerados entendimientos: siempre que entraban en el Poder estos o aquellos hombres se encontraban el país deshecho, y unos gobernando detestablemente, otros conspirando a maravilla, lo deshacían más de lo que estaba. Por supuesto, el título del volumen no es, ni de lejos, el principal objetivo del planteamiento narrativo de Galdós, quien se desentiende de esas “bodas reales” que tanto tenían de fabulosas para unos madrileños ávidos de diminutas noticias como esa mientras vivían ajenos al desgobierno, y centra sus esfuerzos en  ofrecernos el miserable estado de la política en aquellos años, cuando ni siquiera entraba en los esquemas de los caudillos que se rifaban el gobierno, aspirando a ser la mano que escogiera la Reina en los bailes para nombrarlos, la realidad de una continuación del conflicto dinástico en forma de un resurgimiento de la guerra carlista. Pero eso quedará para una Cuarta serie en la que entro con la misma ilusión y fervor con que inicié esta provechosa andadura, sobrecogido por el respeto hacia una creación de semejante envergadura como lo es la de este ciclo novelístico que jamás desmiente su inquebrantable raíz literaria.

sábado, 20 de enero de 2018

Una carta/crítica a un poeta con sagrado dominio del don... "Devocionario pop", de Alejandro González.


Bucear en los archivos permite rescatar desagravios: Devocionario pop o la crítica privada que se alza a pública, sin cambiar ni una coma, como si la osadía del desvío arbitrario, a fuer de sincero,  mereciera aplauso...


Barcelona, 25 de agosto de 2009


Estimado Alejandro:
          Todo llega y lo prometido es deuda. Te dije que compraría y leería el libro con atención y ambas cosas están hechas. He tardado porque, como creo haberte dicho con antelación, estaba preparando el trabajo de investigación del último curso de doctorado, para presentarlo al DEA y me ha ocupado seis meses de más que intenso de trabajo, porque investigaba sobre un tema, lo autobiográfico –concretado en el cotejo de los dietarios de Vila-Matas y Gimferrer– , sobre el que no había trabajado nunca antes. Ello me ha supuesto un esfuerzo de puesta al día y de lectura de la bibliografía esencial que me ha dejado exhausto. Al final, de las 200 páginas que me pedía el cátedro, me he ido a las 407, anexos incluidos, que le he enviado. En fin, enredos académicos a los que te supongo cercano, por lo que has dicho alguna vez. Desde que acabé la carrera me planteé hacer la tesis, pero el trabajo, tanto el del primum vivere, como el del deinde filosofare, esto es, la escritura creativa, se me ha comido el tiempo y el esfuerzo. Ahora, cerca ya –si mantienen el acuerdo de jubilación a los 60 – de la pronta liberación de las tareas docentes, la perspectiva de la tesis me parece un estímulo adecuado y, sobre todo, perfectamente encajable en mi futuro horario de liberado.
                   Pero vamos a lo que nos interesa de verdad: tu obra. No recuerdo bien si, en algún momento, cuando diste noticia de su aparición, decías que contemplabas la obra como algo “casi” del pasado, que aparecía cuando tú explorabas otros caminos formales y temáticos. Si no fue así ésa es, al menos, la impresión dominante que yo he tenido: la del tanteo, la de la prueba, la de la indagación. Como en todo proceso de esa naturaleza inquisitiva, los errores y los aciertos suelen dividirse casi a partes iguales, aunque esto es una exageración. En Devocionario pop (1220-1996) hay más aciertos, sin duda, y logros majestuosos, que suelen asociarse, supongo que es coincidencia, con los sonetos, aunque no todos. 
                       El pero principal que le pondría al libro sería el del desnivel expresivo: que junto a expresiones prosaicas, y hasta banales –“un trovador sin flauta de repuesto” –, haya otras tan cargadas de poesía contundente como la del poema VII: “La oscuridad persiste. Yo me planto”. En ese pero caben otras expresiones como la “magia potagia” la “puñalada aceda” o ciertas rimas excesivamente forzadas como el hecho de que hayan de ser “coros de tragicomedia” los de la musaraña, por ejemplo, animal pacífico donde los haya... Parece ahí que la expresión forzada nos habla más del gobierno del consonante que del consonantador...
                      Es innegable que aflora, aquí y allá, la naturaleza filosófica del autor, y ello se advierte en cierta tendencia a la sentenciosidad que recorre el libro y que, a veces, encuentra formulaciones estupendas, como en “Hay vida en las hojas secas./La broma siempre va en serio”, que acarrea el uso de versos esticomíticos, tan propios de esa inclinación a la sentencia, al aforismo. Hay, por decirlo en términos lógicos, una propensión a la expresión apodíctica, una casi necesidad de “demostrar” convincentemente aquello que se expresa, de la que sería ejemplo sobresaliente el excelente final del poema XX: “todas las sendas llevan al azar”.
           No me preguntes por qué, pero hay ciertas construcciones como “He estado pulsando muertos/desafinando esta certeza ociosa” que se me revelan como expresiones yertas, casi sin ni siquiera la tinta que habría de haber corrido por ellas; se me muestran como una impostura, como una aleación arbitraria, sin intervención humana, más cerca de la escritura automática y de los poemas dadaístas; hay una suerte de “maquinación” en la expresión que la priva de referente humano. Pasa después, también: “fríos como el limón en un despacho/en el que se ventilan cajas rotas”. Todo ello, sin embargo, contrasta poderosamente con un final de poema: “Practico la autopsia a la nieve/ y escupo tu nombre a pedazos” que, al menos a mí, me devuelven a la plenitud del sentimiento. Sería algo así como un paseo cerebral que desemboca en el corazón, aunque la sangre de éste no llegue a irrigar aquél.
                                    Hay muchas cosas que me han gustado, sobre todo las que se acercan al seguro territorio de la herencia clásica. Y es muy notable el humor “a lo Ferlosio” o “a lo García Calvo” del poema xxxv –excepción hecha de la referencia a Bonaparte, claro está–, cuyo inicio, el “Escribo como escupo”, de Tzara, tan cerca está del “escribo como hablo” de Juan de Valdés. Perfecto ejemplo del clasicismo al que me refería, en la expresión y en el tema, es el poema XXXIX, que me encanta de pies a cabeza y del que se me ha quedado ya grabada la conclusión del segundo cuarteto: “la trama dulce donde no intervengo” y el final rotundo del soneto: “sembrarse sin remilgos en el lodo”, variante bastante afortunada del clásico gongorino; de igual modo que el diálogo con don Luis es todo un acierto. Así mismo, el dominio de la décima en XII, con su final espectacular: “Generosa esclavitud/que alza en lágrimas la leña”, me ha maravillado. No sé si es azar o qué, pero los últimos poemas del libro son, en conjunto, poemas más logrados que algunos del principio, y en los que no hay esas caídas de registro o de nivel que tanto distancian al lector apasionado, al menos a éste que te escribe. La última estrofa del libro, por ejemplo, deja un sabor de boca excelente, el adecuado para seguir leyendo una futura obra: “Frágil es el acuerdo/de los sentidos./Uno al fin solo tiene/lo que ha perdido”, que salta por encima del tópico para alojarse en la memoria con voluntad de impronta, 2ª acepción.
            La poesía, con todo, tú lo sabes muy bien, no es una cuestión crítica, sino de adhesión, de complicidad también. Nuestros poetas son quienes cantan como cantaríamos nosotros, quienes usan las palabras que nosotros usaríamos, aquellos con cuya voz nos podemos identificar absolutamente. No siempre se da ese fenómeno cuando escribimos, y a veces estamos demasiado distanciados incluso de nosotros mismos: hallar una voz con la que identificarnos, convertirnos en nuestro propio poeta, es una aspiración que no siempre se cumple. Este razonamiento parece llevar implícita la idea de que ha de haber una especie de “flechazo” con nuestro poeta, pero no es cierto. Leí y desistí de Claudio Rodríguez para volver a él casi 25 años después y no poder desasirme de su ritmo ni de sus imágenes. A Ángel González siempre he estado atado, del mismo modo que la voz ética de Cernuda se hace tuya en cada poema y acabas tú también vulnerado por la dicotomía que preside su obra. Vengo a decir, con este preámbulo de ociosa obviedad, lo poco que valen y que te han de importar los juicios, acaso inmaduros –que la edad no es garantía de nada, salvo de una mayor proximidad a la muerte–, con que me he atrevido a juzgar tu Devocionario, voz eclesiástica que, a pesar de los pesares, me sigue pareciendo impropia para el volumen. El hecho, además, de remitirte a referencias objetivas, le ha privado a tu voz de cierta autonomía, como he comprobado en alguno de los excelentes poemas que has ido colgando en el blog de tanto en tanto.
                    En fin, no quiero ser más pesado de lo que ya lo he sido en estas páginas. Habrás de disculparme y de perdonarme. Ya acabo. Lo que sí me gustaría es mandarte el libro para que me lo devolvieras dedicado, ¿te parece?
                    Un abrazo. 


P.S. Disculpa que te escriba mediante el ordenador. Mi caligrafía es propiamente cacografía, y tratar de descifrarla es una tarea tan absurda como la de Sísifo, a tenor de la poca “chicha” que se saca en claro, tras el ímprobo y más que probado esfuerzo.

Aunque no siempre dejo comentario, sigue siendo un hábito, para mí, pasar por tu blog para leer cada nueva entrega. Y agradezco tu generosidad al regalarnos con el breve e iluminador ensayo de Ana Leal No todo el mito es orégano, que leí con fruición y archivé con diligencia.

viernes, 12 de enero de 2018

Enrique de Villena: “Los doce trabajos de Hércules”, “Tratado de la lepra” y “Arte Cisoria”. La nobleza del estudio apartado y deleitoso.



Un clásico de la prosa miscelánea del siglo XIV: Enrique de Villena, del mito a la enfermedad con la mesa bien puesta y abastecida 

Enrique de Villena, que hizo fortuna como referente de nigromante para algunos autores de nuestras Letras Hispánicas puede ser considerado, a su manera, como una suerte de heterodoxo en una época en la que la guerra era el principal cometido de la nobleza -muere en 1434, antes de que se vea cumplida la obra de la Reconquista-, y ello es debido fundamentalmente a su interés por el estudio y la escritura, lo que lo lleva a escribir una traducción de la Eneida de Virgilio y otra de la Divina Comedia, de Dante, además de sus propias obras, como, en este caso, las tres reunidas en este volumen de la colección El Parnasillo, de Ediciones Simancas: Los doce trabajos de Hércules, el Tratado de la lepra y el famoso Arte Cisoria, es decir, tres obras de muy distinta naturaleza y que revelan la amplitud de sus inquietudes intelectuales. El Tratado de la fascinación o del aojamiento es el que le valió la reputación de nigromante y el que llevó a que sus obras incluso fueran quemadas, lo que lo convirtió en ese referente heterodoxo y un punto legendario, pasto de fábulas, anécdotas y realidades, como su inclinación a vestirse al estilo árabe, por ejemplo, o su divorcio por supuestamente falsa impotencia, es decir, todo un personaje que, como tal, fue redescubierto por el Romanticismo, pero antes por nuestros barrocos. La prosa de Villena pertenece aún a una etapa de formación de la lengua castellana, pero se advierte en ella el tremendo esfuerzo del autor por conferirle una ductilidad que la acerca poderosamente, a pesar de formar parte de la transición que va de mediados del XIV al comienzo del XV, a usos ya definitivamente maduros como la prosa de Fernando de Rojas, por ejemplo, si bien hemos de reconocer que, por estructura y vocabulario, está más cerca de El conde Lucanor, de don Juan Manuel, por supuesto. He de reconocer que al sumergirme en clásicos como este que hoy traigo al Diario, me dejo vencer por mi defectuosa formación filológica, y saboreo, sobre todo el estadio de la lengua, mucho más que los aciertos literarios, doctrinales o especulativos que el autor haya querido legar con sus obras a las generaciones futuras. Leer desde el siglo XXI estos textos del XIV provoca una emoción filológica, ya digo, a la que es imposible resistirse. Sí, sí, entraremos en los contenidos, está claro, pero he de reconocer que expresiones como: Saeteando con las sus pungitivas palabras la codicia de Fineo o esta otra: Alegres con esperanza fueron a él por longura de días, aspereza e esquividad de fraguosos caminos, me arrastran tras de ellas con una admiración que me colman como intelector. Enrique de Villena fue un escritor de su tiempo, de ahí que refleje el esquema social concreto que entonces regía, como se advierte en esta clasificación de “estados” sociales, tan hiriente hoy:  En doce estados principales e más señalados  so los cuales todos los otros se entienden, es a saber: estado de príncipe, estado de perlado, estado de caballero, estado de religioso, estado de ciudadano, estado del mercadero, estado de labrador, estado de ministral, estado de maestro, estado de discípulo, estado de solitario e estado de mujer, un presente en el que esa postergación de la mujer aún sigue teniendo, para nuestra vergüenza social, algún predicamento. Su versión de los trabajos de Hércules divide cada trabajo en cuatro textos: Historia nuda. Declaración. Verdad. Aplicación. Con lo que pretende cubrir todos los frentes posibles: desde la fábula hasta la Historia y sacar las conclusiones imprescindibles, analógicamente, para educar a la persona, porque recordemos que el ideal ético-estético de la época es el famoso docere et delectare. De ahí que cada trabajo esté reinterpretado para sacar la enseñanza correspondiente. Tomemos por caso el trabajo cuarto, el de la manzana de oro, que fue el undécimo en la clasificación tradicional: Empero la verdad de la historia es que fue un rey en Libia dicho Atalante. E este Atalante non fue aquel que las historias ponen marido de Eletra. E éste fue en Italia. E el que aquí face mención fue antes rey en la parte dicha de Libia. E era muy sabio en todos saberes, onde veyendo que las ciencias en aquellas partes en su tiempo non eran ordenadas, púsolas en orden so ciertas reglas e sabidos principios. E así fizo de todas un cuerpo que fuese vergel del entendimiento, plantando en él las verdades apuradas e artes ciertas que son así como oro pasado por cimiento. E estas producen durables e sanos frutos. E cercolo de reglas invariables e términos seguros encomendándolo a las tres doncellas, inteligencia, memoria e elocuencia sin cuya concordia e consentimiento alguno en el tal vergel entrar non puede. Plantó en el medio la filosofía la cual por el maestro que la mostrase fuese defendida expertamente e disputativa así que la ganase e por propio trabajo. El elogio del estudio y del saber es constante a lo largo de los textos de Villena e incluso, en el tratado sobre la lepra nos incluye una valiosa información bibliográfica sobre sus fuentes, libros en los que uno está tentado de perderse así conoce sus títulos: Rabí Moisén de Egito: Paciqui, (14 libros). Aben Hasdra: Cefer atuamin. Gilalberto: Compendio de medecina. Pedro Helías: De menascalía. Aristótil: Libro de los animales. Abenohaxia: Filahanaptia (Agricultura caldea). Ajeber, Suma Mayor. Rocimus, De turba filosoforum. Del modo como procede Enrique de Villena a destacar tales o cuales datos y a hacer la crítica de ellos, deducimos su elocuente inclinación al rigor conceptual, por más que aún estemos lejos del afinamiento de las herramientas hermenéuticas que veremos en el Humanismo italiano a la hora de enfrentarse a los texto del pasado: El quinto trabajo de Hércules fue cuando sacó el Cervero can infernal del Infierno domándolo e atando por e a defendimiento de sus compañeros Teseo e Piriteo que con él eran. (…) Cuéntalo muy bien Ovidio en el su Metamorfoseos. (…) El cual guardaba la puerta e comía e desmembraba a los querientes entrar. (…) E por eso le dicían en lengua griega Cerbero que quiere decir en la nuestra comedor de carne, Este can era tan grande que la su cabeza era mayor que tres vegadas la de otro por grande que fuese. E por esto dicían que tenía tres cabezas. E hoy día hay destos canes tales en Albania. El método alegórico forma parte de esta época histórica de nuestras Letras, y, de hecho, la alegoría es algo así como la figura retórica por excelencia de la Edad Media. Es frecuente, pues, y en mayor medida, en una obra como esta de los doce trabajos de Hércules que se prestan a ello notablemente:  Entonces el inicuo e malino puerco del cuerpo sintiendo e espíritu que le contradice, se levanta e sale al camino enflaqueciendo las vías del bien vevir espirituales, con los dientes agudos del hábito vicioso llagando los livianos caballos de la voluntad corrientes por el pungimiento de las espuelas del ferviente deseo e reglados o detenidos con las riendas de razón, trayendo sobre sí los espirituales motivos que son caballeros en tales caballos. Se trata, aunque compleja y a veces casi ininteligible, aunque rara vez llega a ese nivel de opacidad sintáctica, de una prosa muy cuidada y en la que se advierte una decidida voluntad de estilo -como la entiende Juan Marichal en su precioso e instructivo libro de idéntico título La voluntad de estilo-, algo que defiende Villena casi como un precepto retórico indispensable: Tanto es nescesaria la pierna del estilo estar firme sin doblegar a la duración de las obras que sin aquella non habría tanta auctoridad.
El tratado sobre la lepra es un caso curioso de indeterminación científica pero de riguroso espíritu de observación que se adelanta al Humanismo en esa mirada escrutadora a y casi fundacional a nuestro entorno, y que nos permite entender la rusticidad investigadora del autor y, al mismo tiempo, su implicación positiva en la determinación de qué sea y cómo se combate semejante afección que no solo e propio de las personas, sino aun de las cosas y de los animales y las plantas. Veamos su definición: Es su definición, según concordanza de los filósofos e médicos, tal: lepra es dolenza mala que viene de esparcimiento de la cólera negra en todo el cuerpo, corrompiendo la complisión de los miembros e figura de aquellos. Así lo ha dicho Gilalberto en el Compendia de medecina. (…) aquel podrimiento añade que es menguamiento de a calor natural e de la humidad radical, así como en los cuerpos secos e en los estiércoles. (…) E por esta manera la tierra e polvo e pajas e basuras, cuando se convierte en estiércol, puédese decir que son leprosos. E por eso el actor nombrado fizo comparación de los cuerpos secos e del estiércol, habiéndolos por leprosos. Para, a continuación, asistir a una descripción pormenorizada, y aun dramática, de sus efectos en quienes la padecen: El que de tal dolencia como es la lepra fuese cruciado, que es dolencia de dolencias e mal en que concurren muchos males. El que lo ha pierde la voz e non puede fablar; duélenle las coyunturas más que si fuese artético; láxansele los nervios más que de parlático; calor extraña nunca se de él parte; tuércensele los miembros más que al tollido; cáncer universal al cuero comprehende (…); la sangre podrescida rompe las venas e se embalsa en la carne, fistulándola; por todo postemaciones e finchaduras, postillas, sanies e anguxidades en él son falladas; dolor de tripas, constipación de vientre, pasión de estómago, perdimiento del apetito, tremor en el corazón e tristeza, turbación de cabeza e gravidad, escotomía en los ojos, tiñitico en las orejas, caimiento de los cabellos
El Arte Cisoria es un manual practico sobre lo que ha de saber el encargado de cortar los alimentos, principalmente carnes y peces, pero también frutas y verduras, en la mesa de los reyes,  y sobre cuáles han de ser sus condiciones personales, porque el tratado no solo se centra en las cuestiones mecánicas y en los utensilios de esa habilidad, sino también en la formación humana, cortesana, de esos ministros culinarios en quienes recae tan grande responsabilidad como la de actuar ante los reyes y sus invitados para contribuir a la mejor urbanidad de los mismos desde la propia de quien sirve. Fiel a su método, que no es otro que el de recurrir a las auctoritas pertinentes, porque un texto goza de excelencia, en aquella época, en función de las autoridades que avalan lo que en él se siga, Enrique de Villena no tarda en ponerlas por delante: [Teófilo, Suma de las artes mecánicas]. “Esta [el arte Cisoria] era contada en las doce probidades por quien puede ser alguno, habiéndolas, dicho probo, pertenescientes a todo buen servidor para haber cabimiento en cada de señor, que son cortar de cuchillo, danzas, cantar, trovar, nadar, jugar de esgrima, jugar ajedrez e tablas, pensar e criar caballos, cocinar, cabalgar e las mentas e tempramiento del cuerpo. Al margen de los antecedentes fabulosos sobre las prescripciones establecidas ya por Zoroastro ya por Hermes, y al margen de noticias extravagantes como que Testificando san Jerónimo contra Joveniano viera en Francia los archigotos comer homnes por vianda, De Villena, que se suma al final en la recomendación de que tal consumo sirve para las fracturas óseas: Se comen otras por melecina: así como la carne del homne para las quebrantaduras de los huesos e la carne del perro para calzar los dientes, la carne del tasugo viejo por quitar el espanto e temor del corazón, la carne del milano para quitar la sarna, la carne de la abubilla para guzar el entendimiento, la carne del caballo para facer homne esforzado, la carne de león para ser temido, la carne de  la encebra para quitar pereza…, el Arte Cisoria es un compendio precioso de los hábitos alimentarios en la Edad Media y, en este caso particular, de las condiciones higiénicas y cívicas que han de reunir quienes están llamados a ejercer tal arte, consagrada como tal desde tiempo de los romanos: Los romanos, incitando el pueblo suyo a buena dotrina e vida civil, maestros posieron en escuelas departidas que leyesen las ciencias ciento. (…) E la escuela del cortar non era en poca reputación, acatada la utilidad de la cisoria arte, mostrándola por comunes reglas e graduados términos a los aprendientes. Con esos antecedentes, pues, no dejará de llamar la atención del intelector curioso el plantel de exigencias que debían satisfacer los candidatos a acceder al cargo de “cortador”:  Primera, lealtad, (…) Segundamente, limpieza, trayéndose bien guarnido, según su condición, su barba raída e los cabellos fechos e uñas mondadas a menudo e bien lavado rostro e manos, en guisa que alguna cosa inmunda en él non paresca.(…) La cortadura de las uñas sea mediana, non mucho a raíz, limpiadas cada mañana; guarnidas sus manos de sortijas que tengan piedras o encastaduras valientes contra ponzoña e aire infcto, ansí como tobí e diamante e girgonza e esmeralda e corakl e unicornio o serentina e bezuhar e pirofilis, la que se hace del corazón del homne muerto con veeno frío e cocho, siquiere endurescido o lapidificado en fuego reverberante. Esta traía Alijandro sobre todas consigo, según Aristótil en su Lapidario cuenta. (…) Aun en esta limpieza entiende que sea mesurado en su comer e beber por que non tenga mal gesto, según facen los bebedores e deordenados comedores. E porque no regüelde o escupa o tosa o bostece o estornude o e huela mal el resollo, antes debe usar salsas e lignáloe e almazática, cortezas de cidrias, fojas de limonar e flores de romero, que facen buen resollo e sano.(…) Terceramente, debe ser callantivo de guisa que, cuando cortare, non fable nin faga malos gestos o desdonados, nin esté mirando a otra parte sinon al rey humildosamente e a lo que corta. Nin se rasque en la cabeza o lugar otro ni se suene, en manera que el rey no vea en él cosa que mal paresca o de que tome asco o enojo. (…) E antes e después del servir, lave sus manos. (…) Guardar se debe de las cosas contrarias a las condiciones e costumbres dichas, en esencial de comer ajos, cebollas, puerros, culantro, escaluñas e el letuario de la foja del cáñamo, a que dicen los moros alhajija, e tales cosas que facen mal resollo. ¿Dónde queda, tras leer lo anterior, la imagen de la Edad Media como un tiempo de costumbres salvajes y sin apenas urbanidad: Cuando no cortare, mire al rey en el rostro si en él toviere alguna cosa de la vianda o en los pechos e faga señal secreto que lo entienda para que lo quite, de manera que toda limpieza e apostura en él paresca.?  Además de la clasificación de los cuchillos, uno de los cuales es llamado cañivete, palabra estrechamente relacionada con el ganivet del catalán, de los cuidados que se han de tener para su conversación, de cómo, en su uso, se ha de saber no mezclar sabores al cortar materias distintas [ E si las viandas se trocaren de un día para otro, como de carne a pescado, entonces sean fregados con paja quemada e cenisa de boyuna, que son cosa que quitan los sabores adherentes a los metales e non dejan de sí sabor, fecho el lavamiento de las aguas. E desta guisa serán tenidos muy limpios, cuales cumplen para tal servicio], etc., el libro es, también, una especie de enciclopedia de los manjares habituales que se consumían en aquella época y también de sus propiedades. En la descripción de las exigencias a que se sometían los aspirantes ya advertimos cómo se entremezclaban algunos conceptos propios de las supersticiones y el saber popular de la época, algo que es permanente en todo el libro. Me he limitado, en esta ocasión, a escoger todos aquellos vocablos que aluden a especies o raras o literalmente desconocidas para los consumidores de este siglo: Aves: francolines; sisones; pardillas; cercetas; alcaravanes; lavancos; anderromias; copadas… Animalias de cuatro pies: búfanos; enodios; alguacelas; fardas; morflones; tasugos… Pescados: Pez mular; mosellón; acedías; sollos; asnos; tquillas; lampugas; múzolo; tellinas…  Frutas: alficoces; acimbogas; priscos…Yerbas: alcaucís; lechares; atovas; chirugas; escaluñas; gallocresta; oruga… Finalmente, sobre los gustos propios de aquella época también contiene el Arte Cisoria algunas sugerencias que, sin duda, nos sorprenden, dados los gustos actuales, estandarizados y más próximos a la sofisticación que a hábitos de consumo en franco retroceso, como los productos de casquería, por ejemplo: callos, lengua, hígado, etc., aunque De Villena sugiere que, de algunos animales, él tampoco se los recomienda a nadie: Algunos comen la lengua e tripas e fígado e livianos e non son en sabor nin sanidad que se deban dar entre gente de bien e delicada. Ahora bien, otros productos sí que parecen propios de entonces y no han llegado a nuestros días -sí en Usamérica, en el oeste, por ejemplo, donde las cabezas de res son un manjar delicatessen…-: El cerebro dél [del cabrito] es bueno con jengibre encima molido. (…) El lomo es la mejor de las piezas, en el cual la parte de fuera que está sobre las costillas, que se dice lomo foraño. (…) La segunda pieza, después del lomo e mejor de las otras es el pecho, porque hay en él mucha gordura tiesa e algunos huesos ternos e la carne sabrosa.(…) El caballo, en la Turquía e Yartaria, donde lo comen por vianda preciada, ásanlo entero. (…) Esto facen porque es más muelle carne que la vacuna. (…) Los maslos entre ellos son mejores que las puercas.(..) La ubre suya [de la cerda] es buena asada, pero porque es mucho gruesa e tierna de más, non es tan sabrosa como la de vaca. (…) Los rábanos Por temprar su agudez e frialdad, ponen las tajadas una sobre otra con sal menudo en medio, fasta que salga el agua dellos por disalvación de la sal e extracción de su humidad. Entonces, premidas fasta que juntas queden, son mejores e más sanas aquellas tajadas.

Como fácilmente se advierte en la lectura de las citas extraídas de la lectura, la riqueza expresiva del castellano de De Villena, así como su particular sintaxis, aún claramente en fase general de transformación para acabar convirtiéndose, el idioma, en  la excelsa herramienta expresiva que es hoy en día, es difícil resistirse al encanto de esas soluciones léxicas, fonéticas y sintácticas, y echa uno de menos no poder “oírlos” directamente, por más que el sefardí sea un estadio de lengua muy parecido a lo que entones sería el castellano en toda la península. ¿Quién dijo que leer los clásicos es aburrido? Seguir el hilo de la narración y las reflexiones de De Villena, advertir el empeño intelectual de una persona consagrada al saber, cristiano y profano, que no pierde de vista ni la superstición del mito ni las artes ocultas, con una predisposición, además, tan admirable hacia el conocimiento objetivo de la realidad, de los fenómenos morbosos o la alimentación, en una suerte de prehumanismo muy adelantado a su tiempo es, créanme, un privilegio sin igual y una fuente de placer intelector como pocos textos contemporáneos pueden depararnos.

viernes, 5 de enero de 2018

Breve digresión sobre el vicio o la virtud del reír a partir de “La Risa”, de Henri Bergson


Entre la insania y la virtud, la risa hay que saber ganársela:  Entre la espontaneidad y el artificio, la risa nos habita o nos exilia a su gusto y afición: juguetes de ella somos y, a veces, perversos y mágicos autores.

Dicen que somos el único animal que ríe, pero nos hartamos de comparar nuestra risa con la de las hienas, la del conejo, la del delfín, la de los chimpancés  o la de cualesquiera otros animales que esbozan esa mueca tan cara a la mayoría de los humanos, aunque hay excepciones, está claro. Por otro lado, la risa es sospechosa de debilidad mental, como nadie ignora. Y reírse a solas parece prueba irrefutable de la insania. Tiene detractores y apologistas, y hay tantas maneras de reírse, seguramente, como seres individuales habitamos el planeta. Es difícil establecer una idiosincrasia nacional tomando como referente la risa, porque no hay naciones risueñas y naciones que no lo sean, aunque los estereotipos traten de convencernos de que pueblos como el alemán, el danés o el sueco, pongamos por caso, son más refractarios a la risa que todos esos pueblos africanos en los que no intercambiar una sonrisa con alguien al encontrarse por primera vez en el día vale tanto como negar el saludo. Desde bien pequeño mis padres estuvieron convencidos de que de los cinco hijos que tenían, uno, yo, les había salido tonto, y ello se debía a que no podían explicarse cómo, tras haber llevado a cabo yo alguna trastada de consideración y siendo amenazado con todos los castigos del infierno -de los que los bofetones contundentes del padre, que me convertían en un dominguillo (porque ya desde entonces tenía yo mi orgullillo) eran un anticipo neorrealista- me limitaba a esbozar una sonrisa que, desarmándolos, no sabían cómo interpretar, porque, desde el presente, creo identificar que había bastante más en ella de tic nervioso que propiamente de desafío a la autoridad, aunque también había un fuerte componente de terquedad, de empecinamiento en el error, de asunción del mal hecho y de insistencia en el ni negallo ni enmendallo. En cualquier caso, la risa forma parte de mi naturaleza desde que me recuerdo como algo distinto del entorno familiar, de esos años en los que el espíritu de grupo, de clan, anula la percepción de la propia individualidad. La risa, siendo una persona de acreditadas querencias septentrionales y amante de los dramas, la metafísica y el Eclesiastés, me habita y configura una forma de ser que, sin tomarme la vida a broma, me induce a ver, en todo, el lado cómico que pueda tener, ¡y a fe que la realidad es generosa conmigo!  He reído bastante más que he llorado, sin duda, y me parece algo tan natural en mí que nunca me había parado a estudiar el fenómeno, por si acababa pseudopsicoanalizándome. No sé si con el sentido del humor se nace, pero estoy tentado de decir que sí, porque hay personas que carecen de él casi por completo, como cualquier habrá comprobado en su experiencia vital. Escribo ese “casi” porque me resisto a creer que incluso al ser más serio y avinagrado del mundo no se le haya “escapado”, como una raterilla barroca, alguna sonrisa e incluso alguna risa: no somos inmunes al ridículo ajeno, y algunos, los verdaderos humoristas,  comienzan por el propio. Llevado por esa reflexión sobre la risa cayó en mis manos un estudio de Bergson que siempre había querido leer: La risa. Mucho antes, Bousoño había explorado la sutil relación entre la poesía y el chiste, pero puedo asegurar que bien poco reí con su lectura, pero sí, hasta la convulsión, con El Lazarillo o con El antropólogo inocente; en el primer caso ante unos alumnos a quienes hube de aprobar colectivamente porque mientras hacían un examen los descoloqué con mis redobladas risotadas; en el segundo, en un viaje a las 7’30 de la mañana en un tren de cercanías, camino de Badalona, para irritación incomprensible de quienes me tomaron por loco y para solaz de quienes tomaron subrepticiamente nota del libro que era capaz de provocar aquellas carcajadas. Si algo tiene la risa de propio es que halla constantemente pretextos, intextos, postextos y hasta paratextos para liberarse, en la amplísima gama de modalidades que tiene en una misma persona. Es evidente que hay risas enemigas de la risa, lo que vale tanto como que hay risas verdaderas y risas falsa, del mismo modo que hay lágrimas reales y lágrimas de cocodrilo…, pero la risa espontánea no admite ni disfraz ni trampantojo ni sosias ni imitaciones, a diferencia de esas otras risas resabiadas, resbaladizas, respingonas y retorcidas que delatan ipso facto la doblez de los falsos reidores, mediocres imitadores de lo inimitable. Si cualquier motivo se basta y sobra para disparar la risa         , la jerarquía de los mimos es inevitable, algo a lo que contribuye su propia naturaleza: no es lo mismo un resbalón en plena calle, una confusión  amnésica: meter la cafetera en la nevera en vez de posarla sobre la placa eléctrica, subirse a un tren que va a Lugo en vez de al que va a León, que una alusión satírica de Quevedo o la magnífica definición de Religión del diccionario de Ambrose Bierce: Hija del Terror y la Esperanza, que vive explicando a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible. De ahí que hable de “jerarquía”, por más que sea difícil establecer un canon, al modo del que se suele defender en otras artes, como la Literatrua, la Pintura o la Música. No siempre llueve a gusto de todos, el humor, y hay humoristas incapaces de hacerme ni siquiera sonreír, Louis de Funès, por ejemplo, o Bob Hope, y otros, como Jerry Lewis o Woody Allen que me activan el resorte de la risa apenas protagonizan la primera tontería, sea dicha o hecha, porque los gags visuales mudos están en el ADN de la invención del cine, como la escena del regante regado pone de manifiesto, una vía que no ha dejado nunca de explotarse con mayor o menor ingenio, porque, dejando de lado los ridículos mecánicos de que habla Bergson, que tanta risa nos producen, está claro que si hay alguna palabra asociada al humor esa no puede ser otra que ingenio. Baltasar Gracián escribió dos tomitos de obligada lectura: Agudeza y arte de ingenio, que ofrecen un compendio teórico-práctico de las diferentes clases de ingenio y su relación con el humor. Sí, sí, ese mismo Gracián perseguido por su orden, los jesuitas, porque en una homilía se le ocurrió decir que había recibido una epístola de Satanás y que se disponía a leérsela a los aterrorizados y azufrados fieles…, lo cual es un anticipo prodigioso de La guerra de los mundos radiada por Orson Welles para espanto de la ingenuidad luterana de los usamericanos de su época. Bergson se aplica al estudio de la risa con un rigor forense que excluye, durante su lectura, no sé si deliberadamente, la ausencia de manifestación tan sana para el organismo humano, aunque un par de veces, a través de los ejemplos que usa consigue que aparezca en el lector, si bien se trata, como es obvio de casos de ingenio, propios de la literatura, pues son las comedias al estilo de Scribe las que el selecciona para extraer esos momentos humorísticos que son comunes a cualquier otra manifestación teatral en cualquier país, pongamos por caso Arniches o el mismísimo Oscar Wilde. Bergson, el filosofo de la duración, del devenir, del movimiento, no tarda en dejar bien claro que lo propio de la risa es el contraste entre lo fluido de la vida y la rigidez mecánica que a ella se opone: Toda rigidez del carácter, toda rigidez del espíritu y aun del cuerpo será, pues, sospechosa para la sociedad, porque puede ser indicio de una actividad que se adormece y de un actividad que se aísla, apartándose del centro común, en torno al cual gravita la sociedad entera. (…) Esta rigidez constituye lo cómico y la risa su castigo. Y de ahí, de ese contraste, extrae Bergson que el peor enemigo de la risa es la emoción: Lo cómico, para producir todo su efecto, exige como una anestesia momentánea del corazón. Se dirige a la inteligencia pura. Esto nos permite entender la lectura que hacía Cecilia Böhl de Faber de Don Quijote como una obra que de ningún modo la incitaba a reírse, sino a llorar, y hasta compungidamente, por las muchas adversidades, apaleamientos, tundas y desgracias por las que ha de pasar el inmortal caballero. En la medida en que hay una tensión entre individuo y sociedad, a propósito de las ocasiones en que se manifiesta esa rigidez que necesita ser castigadas con la risa para promover su corrección, Bergson nos dice que la risa debe responder a ciertas exigencias de la vida común. La risa debe tener una significación social, porque, como ya había dicho: no saborearíamos lo cómico si nos sintiésemos aislados. Diríase que la risa necesita de un eco. No estoy yo muy de acuerdo con esa exigencia social, sobre todo porque, a juzgar por mi propia experiencia, mi propensión a sacarle  punta cómica a la mayoría de mis vivencias, sean sociales o íntimas, jamás me ha empujado a querer compartir con nadie esas risotadas que o me ha provocado la visión de los hechos externos o yo he creado a partir de la imaginación o de cualquier estímulo. Bergson, atento al rigor inapelable del ensayo, incluso propone algunas leyes que acotan el fenómeno de la risa y que no está de más recordar: 
1.Toda deformidad susceptible de imitación por parte de una persona bien conformada puede llegar a ser cómica. 
2. Las actitudes, gestos y movimientos del cuerpo humano son risibles en la exacta medida en que este cuerpo nos hace pensar en un simple mecanismo. (…) Es el automatismo instalado en la vida y probando a imitarla. Es lo cómico.
    3. Es cómico todo incidente que atrae nuestra atención sobre la parte física de una persona cuando nos ocupábamos de su aspecto moral. (…) ¿Por qué mueve a risa un orador que estornuda en el momento más patético de su discurso? ¿De dónde proviene lo cómico de esta frase en una oración fúnebre que cita un filósofo alemán: “El finado era virtuoso y rollizo” Únicamente de un brusco tránsito de nuestra atención del alma al cuerpo.
    4.  Es cómico todo arreglo de hechos y acontecimientos que encajados unos en otros nos dan la ilusión de la vida y la sensación clara de un ensueño mecánico.
     5.  El absurdo cómico es de la misma naturaleza que el de los sueños.

Turbadora me ha parecido, por ejemplo, la siguiente reflexión de Bergson : ¿Y por qué nos mueve a risa un negro? (…) Dudo si acaso no resolvió la cuestión cierto cochero que, delante de mí, trató de mal lavado a un cliente de color que llevaba en su coche. ¡Mal lavado! Un rostro negro sería, pues, para nuestra imaginación un rostro embadurnado de tinta o de negro de humo. De entrada, queda este intelector estupefacto ante la petición de principio del filósofo: una persona negra, per se, nos hace reír, a los blancos, claro… Enseguida he consultado el año exacto de la publicación, y la obra la escribió en 1899, es decir, con 21 años. No es disculpa, está claro, como tampoco lo es que Miguel Mihura, con 27, escribiera en esa joya del teatro español de vanguardia que fue Tres sombreros de copa: DIONISIO.¿Y hace mucho tiempo que es usted negro? BUBY. No sé. Yo siempre me he visto así en la luna de los espejitos. DIONISIO. ¡Vaya por Dios! ¡Cuando viene una desgracia nunca viene sola! ¿Y de qué se quedó usted así? ¿De alguna caída? Las “leyes” de Bergson cubren los motivos básicos de la generación de lo cómico: el físico, lo mecánico contra la rigidez, lo moral, el lenguaje y la irracionalidad onírica. Es evidente que hay más, pero no dejan de ser variaciones sobre los temas básicos. El ingenio está en la base de muchos de ellos que tienen que ver con una capacidad especial de visión creativa, lo suficientemente perspicaz como para hacer brotar en el acto relaciones ocultas para la mayoría, lo que acercaría notablemente el fenómeno de la risa a los resortes que la disparan en el caso de los chistes, de los que dos citas de Bergson, ambas magníficas pueden ser consideradas como tales: La primera toma como pretexto la inercia mecánica que nos condiciona la vida cotidiana: Hace unos años naufragó en los alrededores de Dieppe un gran paquebote. Algunos pasajeros lograron salvarse en una embarcación después de muchos trabajos. Unos aduaneros que habían acudido valerosamente a socorrerles empezaron por preguntarles “si no tenían algo que declarar”, y la segunda cae de lleno en lo que solemos entender por agudeza satírica, propio de ese género, el vodevil, u tantas obras gloriosas ha dado a la Historia del Teatro; en este caso escoge una de Scribe,  Los descarados, en la que se habla de una novia cuarentona que lleva flores de azahar en su traje de boda y un personaje. Giboyer, dice: “Podría ponerse hasta las naranjas”. La risa tiene la virtud, finalmente, de hacerle subir un peldaño, a quien ríe, sobre aquello de lo que se ríe, o, como lo dice Jean Paul Richter, a quien cita Pirandello en su ensayo sobre el humor: el humor es la melancolía de un ánimo superior que llega a divertirse incluso con aquello que le entristece, lo cual no anda lejos del lema de Giordano Bruno: In tristia hilaris, in hilaritate tristis. Pero de todas las sentencias que intentan fijar que debamos entender por humor o cuál sea la naturaleza exacta de la risa, me quedo con la que también incluye Pirandello en su estudio, esta de Joubert: El esprit consiste en tener muchas ideas inútiles y el buen sentido de estar provisto de nociones necesarias. La risa no necesariamente, como nadie ignora, puede ser entendida como sinónimo de alegría o de buen humor: hay risas tristes, congeladas, en los huesos (como la que da título a la obra de José Bergamín), desangeladas, zafias, torpes, falsas, forzadas, nerviosas, crispadas, sardónicas, hiperbólicas, artificiales, siesas y un largo etc. que cada cual puede rellenar a su gusto. En mi caso personal he de reconocer que la ingenuidad me puede, ese pronto naíf que me dispara la risa, sola  o en compañía, usualmente a raíz de meras figuraciones escenificadas con un grado de verismo tal que da igual que jamás pisen los umbrales de la realidad par cosechar la risa contundente de lo sucedido. A su manera, este espíritu risueño -¡pero ojo, no bobo!…-  lo tengo comparado con la afición a silbar, esa necesidad constante de ponerle banda sonora a los paseos, ciertas actividades mecánicas y, sobre todo, al bajar y subir escaleras, que parece el medio propio y propicio para tal actividad musical. Reírse y silbar conforman, pues, un dúo de “virtudes” como para echarse a temblar si, como desgraciadamente es mi caso, se manifiestan, ambas, en un mismo individuo. Avisados quedan…