domingo, 15 de octubre de 2017

Segunda serie de "Los episodios nacionales", de Benito Pérez Galdós.



El magisterio de la intrahistoria: la Historia en carne y hueso, en idea y emoción, en aventura y condena. Desde el absolutismo de Fernando VII hasta las guerras carlistas: pasaron años que nos hicieron más ciegos y tristemente lúcidos…

Es difícil sustraerse a la vorágine de los tiempos políticos que marcan tanto la vida de los ciudadanos, sobre todo  cuando, como es mi caso, lo que intento es redactar una noticia informativa y explicativa sobre la Segunda serie de  Los episodios nacionales; dificultad que aumenta si lo que actualmente está en juego es algo tan profundamente español como un pronunciamiento, en versión civil, que atenta, desde el gobierno catalán, contra la Constitución de 1978, con la pretensión de declarar Cataluña un estado independiente. No se trata’ como es fácil adivinar, de un conflicto administrativo, sino de un intento de golpe de estado que, apelando a un nacionalismo identitario y de marcado carácter xenófobo y reaccionario, ha dividido a la sociedad catalana en dos grupos sociales muy marcados y de desigual extensión, porque, como ya se plasmó con motivo del referéndum secesionista del 9N del pasado año, donde las votaciones se alargaron 15 días y en las que votaron los menores de 16 años, el porcentaje de secesionistas raspa el 30% de la población de Cataluña, un cantidad a todas luces insuficiente para pretender arrogarse la representatividad de toda la ciudadanía catalana. En estos últimos días de conflicto, en que se ha querido hacer un nuevo referéndum, esta vez con la intención de, fuera legal o no y sin atender a porcentajes representativos de votación y mucho menos del número de votos afirmativos en función de la totalidad del censo, proclamar la República catalana, hemos asistido a una rebelión preparada con minuciosidad para oponerse a la prohibición legal que nos ha alertado de la naturaleza del disparate político que supone violar una orden del Tribunal Constitucional que ha declarado ilegal el referéndum, y haber realizado unas votaciones chapuceras que en modo alguno pueden ser consideradas, ni siquiera en un país bananero como ejemplo de democracia con garantías. A pesar de todo, el President nombrado a dedo por su predecesor -quien a su vez fue obligado a dimitir para mantener el apoyo minoritario de la CUP (un grupúsculo antisistema) al Gobierno en el Parlamento, y sin el cual nada de cuanto pretenden es viable parlamentariamente-; a pesar de todo ello, digo, el President Puigdemont ha proclamado la independencia para suspenderla 8 segundos después de haberla proclamado, y en esas estamos. Y aquí es donde entrar en la Segunda serie de la magna obra de Galdós nos permite comprobar que no estoy leyendo la intrahistoria del pasado, sino la de un presente elástico que parece abarcar muy diferentes épocas, salvando los detalles circunstanciales de cada época. Galdós no solo se anticipó a Unamuno, con ese concepto de la intrahistoria al que acabo de aludir, sino también a Baroja, porque, sin convertirlo en personaje central de ningún libro de la Segunda serie, Aviraneta, el conspirador, sí que adquiere un relieve notable, y Galdós lamenta que fueran de tan corto alcance sus intrigas, porque veía en él a quien hubiera podido ser el gran diplomático europeo del siglo XIX. Lo primero que sorprende al lector de esta segunda serie es haber perdido la compañía, ya casi entrañable, de Gabriel Araceli, de quien hemos visto su evolución humana y política a lo largo de los ocho episodios anteriores, y encontrarnos, de hoz y coz, con un nuevo narrador cuyas inclinaciones absolutistas chocan de frente con el tibio liberalismo de Araceli y su honestidad a prueba de bombas, amén del valor y otras cualidades que ya glosaron con acierto Miss Fly y Amaranta. Después del primer volumen de la Segunda serie, en el que toma la palabra un narrador sin filiación alguna, emerge, en el segundo, Memorias de un cortesano de 1815, la figura de Juan Bragas Pipaón, un trepa que, al amparo de un protector noble, va escalando en la estructura endeble de la Administración desballestada de Fernando VII. De forma paralela, aparece el gran protagonista de esta segunda serie o, al menos, aquel a través de quien parece ver Galdós la realidad española de entonces: Salvador Monsalud , un joven enamorado que será rechazado por su novia, Genara, por su condición de afrancesado a las órdenes del rey nombrado por los invasores. Repárese en el simbolismo del nombre, porque es técnica que Galdós usará profusamente en toda su novelística: Salvador y Mi salud, porque sus diagnósticos sobre la realidad española son los propios del mismísimo  Galdós y los de cualquiera que tenga un mínimo de sentido común y amor por el prójimo. Hay, por tanto, una trama amorosa que arranca con un desengaño de su enamorada y una huida, la del propio Bonaparte, de España. Se narra la huida del Rey y el saqueo de las obras de arte que pretendieron llevar a cabo. Como dice el narrador: Aquella gente, hasta la historia nos quiso quitar. A través de los diferentes libros de esta Segunda serie asistiremos a la consolidación del absolutismo de Fernando VII, a la irrupción del trienio liberal y al aplastamiento del mismo por obra y gracia de la ayuda internacional, los famosos cien mil hijos de San Luis, y al intento de golpe ultraabsolutista del hermano de Fernando VII, don Carlos, quien reclama la corona al morir el rey sin heredero varón, por más que Fernando VII cede sus derechos a su hija Isabel II, de quien su madre, María Cristina, será la regente hasta la mayoría de edad de la reina. El chaqueterismo, expuesto maravillosamente en La segunda casaca, es una práctica españolísima a la que nuestra actual democracia ha bautizado como transfuguismo, por más que el sentido peyorativo del concepto lo encarna mucho mejor el concepto popular “chaqueterismo”. “Cambiar de casaca”, pues, es nadar a favor de la corriente. Para este episodio, el narrador aduce que ha llegado a su conocimiento un manuscrito con las memorias de Juan Bragas, quien, a través de los sucesivos cambios de nombre, Juan Bragas de Pipaón (su lugar de nacimiento) acabará dando el cambiazo y quedándose solo con Juan Pipaón, olvidando las bragas cacofónicas y cacosemánticas. El personaje, una auténtica creación de esas en las que se especializó Galdós como el novelista de genio que fue, nos ofrece un curso completo de adaptación al medio político a partir de la ausencia de principios y la carencia casi total de fundamentos éticos.  A través de él y de Monsalud -que evoluciona de afrancesado a sueldo del rey Bonapare a liberal encendido- nos paseamos, en El Gran Oriente, por una llamativa realidad de la época, la consolidación de la masonería en España, traída por los franceses, si bien el narrador anónimo que nos guía más parece describir a modo de burla una realidad llena de puerilidades y extravagancias que tocan, no poco, con el infantilismo propio de las personas que nunca parece abandonarnos del todo. Repasa sus reuniones, sus grados, sus ritos y, sobre todo, su lenguaje, del que hallamos aquí una excelente y divertida muestra. Aficionado a la técnica cervantina del manuscrito encontrado, Galdós se inventa no solo las memorias de Pipaón, sino, sobre todo las de Genera, la novia de Salvador, que luego se casó con su rival, el hijo del guerrillero Garrote, Carlos, hermanastro, sin saberlo casi hasta el final, de su rival Monsalud. Genara se convierte, por su empuje e inteligencia en algo así como en una Mata-Hari absolutista que se infiltra en cenáculos conspiradores de todo tipo, y que no pierde nunca de vista su objetivo: recuperar a Salvador, por más que él la haya desdeñado y acabe uniendo su destino al de Soledad, la hija del oidor con cuya mujer Salvador tuvo una aventura después de ser salvado por iniciativa de ella al ser derrotada la “corte” que acompañaba en su retirada de España al Rey José Bonaparte. A lo largo de la serie, lo más triste, desde la perspectiva actual, es la casquivana frivolidad del liberalismo fanfarrón de algarada y eslogan que sucumbió ante los arraigados valores tradicionales de un pueblo que aún hacía suyo el grito de ¡Vivan las caenas! con que se saludó el regreso de Fernando VII. En ese proceso de recuperación y pérdida del liberalismo de la Constitución de Cádiz de 1812 tiene desempeño importante, en la narración, los hechos y dichos de un maestro de escuela, Patricio Sarmiento, cuyo retrato, que me permito incorporar ahora mismo, sin más dilación, es una joya descriptiva de muchos quilates. Patricio Sarmiento, resistente en el absolutismo y activista en el trienio liberal, es un maestro de escuela, un dómine liberal y entusiasta, prefiguración del Instituto Libre de Enseñanza, y en cuyo retrato resuenan los ecos barrocos del famoso dómine cabra y otros: La escuela quedó en un instante vacía, y don Patricio Sarmiento salió a la puerta de la calle. Sesenta años muy cumplidos; alta y no muy gallarda estatura; ojos grandes y vivos; morena y arrugada tez, de color de puchero alcorconiano y con más dobleces que pellejo de fuelle; pelo blanco y fuerte, con rizados copetes en ambas sienes, uno de los cuales servía para sostener la pluma de escribir sobre la oreja izquierda; boca sonriente, hendida a lo Voltaire, con más pliegues que dientes y menos pliegues que palabras; barba rapada de semana en semana, monda o peluda, según que era lunes o sábado; quijada tan huesosa y cortante que habría servido para matar filisteos y que tenía por compañero y vecino a un corbatín negro, durísimo y rancia, donde se encajaba aquella como la flor en ele pedúnculo; un gorrete, de quien no se podía decir que fuera encarnado, si bien conservaba históricos vestigios de este color, la cual prenda no se separaba jamás de la cúspide capital del maestro; luenga casaca castaña, aunque algunos la creyeran nuez por lo descolorida y arrugada; chaleco de provocativo color amarillo, con ramos que convidaban a recrear la vista en él como un ameno jardín; pantalones ceñidos, en cuyo término comenzaba el imperio de las medias negras, que se perdían en la lontananza oscura de unos zapatos con más godos y promontorios que puntadas y más puntadas que lustre; manos velludas, nervudas y flacas, que ora empuñaban crueles disciplinas, ora la atildada pluma de finos gavilanes, honra de la escuela de Iturzaeta; que unas veces nadaban en el bolsillo del chaleco para encontrar la caja de tabaco, y otras buceaban en la faltriquera del pantalón para buscar dinero y no hallarlo… Tal era la personalidad física el buen Sarmiento. Siguiendo esa dialéctica básica galdosiana de mostrar los puntos de vista opuestos, como el buen periodismo, que fue su escuela, enseña, Sarmiento no puede dejar de tener un maestro rival, Naranjo, quien es un poco y un mucho servilón, hombre forrado en oscurantismo y encuadernado en intolerancia, amigo de los enemigos de la Constitución, indiferente en efigie, pero absolutista en esencia, con vislumbres de persa vergonzante y amagos de realista monacal. Es un resabio castizo español, que siempre se mueve en clave binaria, porque, instalada y consolidada la masonería, cuya importancia aún llega a los tiempos de la II República, no tardó en florecer una asociación secreta rival, Los comuneros, algo así como una versión “nacional” de la afrancesada masonería. Se trataba de una reacción desde el ámbito revolucionario y liberal pero con un acentuado nacionalismo español. Comunero fue Rafael del Ruego, por ejemplo, quien ocupó posición estelar en la gestación y consolidación del trienio liberal al que siguió, sin embargo, una feroz represión que dio con su propia vida en la horca, tras una retractación pública que pasa por ser uno de los grandes emblemas de la falsedad histórica, un documento, pues, a cuyo pie estampó su firma mediante la coacción y la tortura. Digamos que en ese trienio liberal, esperanza de los desposeídos, lo que sobró fue agitación ideológica y faltaron medidas paliadoras de la enorme miseria extendida entre las capas populares. En este periodo entre la Guerra de la independencia y la Primera guerra carlista, poco antes de caer derrotado el Trienio liberal, tiene lugar ese chusco episodio de la renuncia forzada de Fernando VII a la corona para poder ser trasladado, contra su voluntad, de Sevilla a Cádiz, lo que se pudo hacer por la fuerza,  porque las Cortes lo desposeyeron de la corona declarándolo loco y lo llevaron hasta Cádiz, donde se volvieron a reunir las Cortes para devolverle la salud mental perdida y restaurarlo en el trono de España. Las extravagancias españolas no acaban ahí, está claro, porque la rebelión de Los apostólicos, ultraconservadores a la derecha del propio monarca absoluto, lograron declarar una Regencia y tuvieron contactos internacionales con las cortes de Europa… ¡Ya quisieran los independentistas catalanes de hoy disponer de los contactos internacionales de que disponían aquellos bárbaros fanáticos del inminente carlismo que se iba a apoderar de media España, sumiéndola en una guerra fratricida de cuyas heridas aún, visto lo visto, aún no nos hemos recuperado. Es curioso, con todo, que de todos los volúmenes de esta serie, acaso el más flojo de todos con diferencia sea el dedicado a los “apostólicos”, centrado en Cataluña, territorio proclive al más acendrado conservadurismo social y político, por más que, un Monsalud de nombre cambiado, en funciones de correo de la conspiración permanente de los liberales, anime algo la acción final, en la que se describe un episodio, el del incendio de una iglesia con muchos de los habitantes del pueblo dentro, hombres, mujeres y niños, cuya resolución por parte de los “apostólicos” cae de lleno en la más salvaje de las crueldades. Los planteamientos del enfrentamiento entre reaccionarios y liberales está claro en la posición del padre de Monsalud, quien, detenido como guerrillero que era, no le revela a su hijo, de quien recibe la pistola caritativa para suicidarse antes de que los franceses lo maten deshonrándolo, que está ayudando a morir a su padre. Su posición marca los límites de una ideología de la de Temis nos ampare: Hay un mal grave, señores, un mal terrible, al cual es preciso combatir. (…) ¿Qué mal es este? Que los franceses han traído acá la idea de cambiar nuestras costumbres, de echar por tierra todas las prácticas del gobierno de estos reinos, de mudar nuestra vida, haciéndonos a todos franceses, descreídos, afeminados, badulaques, tontos de capirote y eunucos. (…) Pero todavía existe una canalla peor que la canalla afrancesada, pues estos al menos son malvados descubiertos y los otros hipócritas infames. ¿Sabéis a quién me refiero? pues os lo diré. Hablo de los que en Cádiz han hecho lo que llaman la Constitución y los que no se ocupan sino de nuevas leyes y nuevos principios y otras gansadas de que yo me reiría, si no viera que este torrente constitucional trae mucha agua turbia y hace espantoso ruido, por arrastrar en su seno piedras y cadáveres y fango. (…) Hoy voy a combatir contra los franceses y mañana contra los afrancesados que son peores, y después contra los llamados liberales que son pésimos. Aún podemos oír en esta Segunda serie un juicio de Araceli que está próximo a lo que su relevo narrativo, Monsalud, piensa: Cuanto puede denigrar a los hombres, la bajeza, la adulación, la falsedad, la doblez, la vil codicia, la envidia, la crueldad, todo lo acumuló aquel sexenio en su nefanda empolladura, que ni siquiera supo hacer el mal con talento. (…) Para buscarle pareja [a la monarquía del 14] hay que acudir a la atrocidades grotescas del Paraguay, allí donde las dictaduras han sido sainetes sangrientos y han aparecido en una misma pieza el tirano y el payaso. Aun a fuer de prolijo, no me voy a censurar traer a esta recensión que nadie leerá un breve resumen del pensamiento de Monsalud que transcribe, palabra por palabra el propio de Galdós y de cualquiera con un mínimo de sensatez: Yo he creído siempre lo mismo, y mucho me temo que, aun después del triunfo, sigan pareciéndome las cosas de mi país tan malas como antes. Esto es un conjunto tan horrible de ignorancia, de mala fe, de corrupción, de debilidad, que recelo que esté el mal demasiado hondo, para que lo puedan remediar los revolucionarios. (…) He observado este conjunto en que se revuelven, sin poderse unir, la grandeza de las ideas con la mezquindad de las ambiciones; (…) he concluido afirmando que los males que pueda traer la revolución no serán nunca tan grandes como los del absolutismo. Y si lo son -continuó desdeñosamente- bien merecidos los tienen. Si esto ha de seguir llevando el nombre de Nación, es preciso que en ella se vuelva lo de abajo arriba y lo de arriba abajo, que el sentido común ultrajado se vengue, arrastrando y despedazando tanto ídolo ridículo, tanta necedad y barbarie erigidas en instituciones vivas; es preciso que haya una renovación tal de la patria, que nada de lo antiguo subsista, y se hunda todo con estrépito, aplastando a los estúpidos que se obstinan en sostener sobre sus hombros una fábrica caduca. (…) La desgracia abre los ojos, y la desgracia en países que son una perpetua lección para el nuestro es la mejor maestra que se conoce. Y ojo a esta pieza antológica que parece escrita teniendo en cuenta el comportamiento de nuestras fuerzas políticas actuales: Nosotros somos muy torpes: confundimos deplorablemente la conspiración con la revolución; creemos que la connivencia de unos cuantos hombres de ideas es lo mismo que el levantamiento de un país, y que aquello puede producir esto. Vemos el instantáneo triunfo de la idea verdadera sobre la falsa en la esfera del pensamiento, y creemos que con igual rapidez puede triunfar la acción nueva sobre las costumbres. Las costumbres las hizo el tiempo con tanta paciencia y lentitud como ha hecho las montañas, y solo el tiempo, trabajando un día y otro, las puede destruir. No se derriban los montes a bayonetazos. (…) Aquí no hay más que absolutismo, absolutismo puro arriba y abajo y en todas partes, La mayoría de los liberales llevan la revolución en la cabeza y en los labios, pero en su corazón, sin saberlo se desborda el despotismo. ¿Adónde lleva un pensamiento semejante, tan arrebatadoramente lúcido? Pues al desclasamiento, no hay otra. Cuando el justo medio es el medio donde uno está solo, está claro que puede darse por muerto para la realidad y ha de refugiarse bien en la discreta vida familiar, bien en la vida de estudio, ¡y aun hasta en el claustro de un convento!: “Aquí no es, aquí no es, aquí no es”. En toda mi vida no oiré sino estas desesperantes palabras. “Aquí no es”, me dijo Genara. “Aquí no es”, me dijo el partido jurado. “Aquí no es”, me dijo la emigración. “Aquí no es”, me dijo la patria. “Aquí no es”, me dijeron las logias del año 19. “Aquí no es”, me han dicho los liberales de ahora. “Aquí no es”, me acaba de decir Andrea. NO es en ninguna parte, y yo moriré de cansancio y fastidio en medio del camino. ¡Maldita sea la hora en que nací! Hijo soy del crimen, y la expiación de él tomó carne y vida en mi persona miserable… ¿Por qué soy tan distinto de los demás, que en ninguna parte encajo? ¿Por qué ningún hueco social cuadra a mi forma? Mejor es desbaratarse y morir, ¡Dios mío! que estar siempre de más. De hecho, y ahora que transcribo la cita me ha venido a la memoria enterito el libro de Goytisolo, Telón de boca, en el que se manifiesta una sensibilidad exactamente como la reflejada en la atormentada vida de Salvador Monsalud. Sirva, para acabar lo que sería una exposición interminable de los jugosos juicios, narraciones y descripciones que contiene esta segunda serie, otro juicio apodíctico de Monsalud: Por desgracia nuestro país no es liberal ni sabe lo que es la libertad, ni tiene de los nuevos modos de gobernar más que ideas vagas. Puede asegurarse que la libertad no ha llegado todavía a él más que como un susurro. Es algo que ha hecho ligera impresión en sus oídos, pero que no ha penetrado en su entendimiento ni menos en su conciencia. No se tiene idea de lo que es el respeto mutuo, ni se comprende que para establecer la libertad fecunda es preciso que los pueblos se acostumbren a dos esclavitudes, a la de las leyes y a la del trabajo. A excepción de tres docenas de personas…, no pongo sino tres docenas…, los españoles que más gritan pidiendo libertad entienden que ésta consiste en hacer cada cual su santo gusto y en burlarse de la autoridad. En una palabra, cada español, al pedir libertad, reclama la suya, importándole poco la del prójimo… No acabo, sin embargo, sin señalar que aquí terminaba Galdós su impulso histórico y ponía fin a Los Episodios nacionales, dejando la continuación de los mismos a quien se viera con fuera para hacerlo, y reservándose él el uso de ciertos personajes, hijos de su imaginación, para sus obras contemporáneas. Los malos tratos con los editores llevaron a Galdós, que había cerrado su proyecto narrativo con Esta Segunda serie a continuarla más adelante, adentrándose en ese horror fratricida que fueron las guerras carlistas. A título anecdótico, no está de más recordar cómo “cerraba” narrativamente Galdós un esfuerzo creativo que le agotó y que dio por acabado, ignorando, sin duda, que lo habría de continuar: Basta ya.
Aquí concluye el narrador su tarea, seguro de haberla desempeñado muy imperfectamente, pero también de haberla terminado en tiempo oportuno (váyase lo uno por lo otro) y cuando el continuarla habría sido causa de que las imperfecciones y faltas de la obra llegaran a ser imperdonables. Los años que siguen al 34 están demasiado cerca, nos tocan, nos codean. Se familiarizan con nosotros. Los hombres de ellos casi se confunden con nuestros hombres. Son años a quienes no se puede disecar, porque algo vive en ellos que duele y salta al ser tocado con escalpelo. Quédese, pues, aquí este largo trabajo sobre cuya última página (a la cual suplico que me sirva de Evangelio) hago juramento de no abusar de la bondad del público, añadiendo más cuartillas a las diez mil de que constan los Episodios Nacionales. Aquí concluyen definitivamente estos. Si algún bien intencionado no lo cree así y quiere continuarlos, hechos históricos y curiosidades políticas y sociales en gran número tiene a su disposición. Pero los personajes novelescos, que han quedado vivos en esta dilatadísima jornada, los guardo como legítima pertenencia mía, y los conservaré para casta de tipos contemporáneos, como verá el lector que no me abandone al abandonar yo para siempre y con entera resolución el llamado género histórico.

Galdós se niega a continuar con años tan próximos a su experiencia vital porque algo vive en ellos que duele y salta al ser tocado con escalpelo. Lo que ignoraba es que más de doscientos años después, toda esa materia viva recogida en su prodigiosa hazaña narrativa nos sigue doliendo a los españoles en este 2017 sobre el que me extendí al principio.

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