viernes, 29 de septiembre de 2017

La creación a dos manos: “Los que aman, odian” de Silvina Ocampo y Bioy Casares


 Ejercicio literario del maestro y la discípula aventajada: Los que aman, odian* o la novela policíaca de profundo aliento literario.

Se trata de un rareza bibliográfica, sin duda, porque la propia relación entre Silvina Ocampo y Bioy Casares sí que hubiera dado, sin duda, para una buena novela autográfica de fuste, y no en colaboración precisamente. Escribir a dos manos implica que, salvo información honesta procedente de ambos, nunca se sabe dónde acaba un ingenio y dónde comienza el otro, o, al revés, a quién han de atribuirse los fallos clamorosos de la historia, los tiempos muertos o la inconsistencia de lo narrado. Estamos, pues, sobre todo, ante un juego literario en un terreno, el de la novela policiaca, propenso a cierta experimentación. Antes de seguir con estos comentarios, permítanme que haga una tímida interpretación del título, porque esa coma aparentemente absurda entre el sujeto y el predicado acaso quiera indicar una elipsis del tipo “es evidente que también”, por ejemplo. La creación del protagonista principal, Humberto Huberman, enseguida nos transporta al mundo de las referencias literarias, porque remite al Humber Humbert de la Lolita de Nabokov. El exquisito Humberto es un médico y humanista, amante de alejarse del mundanal ruido, que quiere aislarse en un hotel de provincias, lejos de Buenos Aires, donde poder dedicarse con provecho y placer a un delicado encargo que, por su condición de guionista, le había hecho la Gaucho Film, Inc: adaptar el Satyricon de Petronio al cine. La novela es de 1946; Fellini llevó su versión al cine -un prodigio cinematográfico- en 1969. Desde el comienzo de la historia, el narrador, lo mejor del relato -humilde admisión del error garrafal en la determinacion lógica del culpable de asesinato incluida- nos pone sobreaviso de la necesidad de no dejarnos llevar por la ficción: ¿Cuándo renunciaremos a la novela policial, a la novela fantástica y a todo ese fecundo, variado y ambicioso campo de la literatura que se alimenta de irrealidades? ¿Cuándo volveremos nuestros pasos a la picaresca saludable y al ameno cuadro de costumbres? No es lo que hacen Ocampo y Casares, está claro, porque la novela se ciñe escrupulosamente a la novela policiaca -fue publicada, además, en una colección “clásica” del género, El séptimo círculo, dirigida por Borges y Casares-, pero es evidente que la situación que da pie al suceso criminal sí que puede incluirse, muy laxamente, en lo que el narrador denomina “cuadro de costumbres”. El protagonista, persona solitaria que busca la soledad de un remoto hotel perdido en una playa casi inaccesible, propiedad de unos parientes suyos, se instala en él y no renuncia a participar en esa vida mínima de los hoteles de pocas habitaciones en un lugar casi escondido, como si de la típica vida de pensión se tratara. La trama en sí, una trágica rivalidad entre dos hermanas, lo que hace derivar las sospechas enseguida hacia la que permanece viva, quien, posiblemente la haya envenenado con estricnina, no es, como suele suceder en tantas novelas del género lo que más capta la atención del lector, atento, en este caso de un protagonista tan exquisito a sus reacciones ante ese mundo reducido de los huéspedes en un espacio agreste, hostil cuya importancia se pone de manifiesto desde el comienzo, cuando una de las hermanas se mete mar adentro y no puede volver a la playa por las fuertes corrientes. El carácter urbano del personaje queda reafirmado enseguida, para que obre en la obra del lector la disonancia, el contraste: La vida en la ciudad nos debilita y nos enerva de tal modo que, en el shock del primer momento, los sencillos placeres del campo nos abruman como torturas. Ese mismo que reconoce, con enfática pedantería: ¡Con qué admirable docilidad reacciona un organismo no violado por la medicina alopática! , para indicar lo reconstituyente que es en el organismo un vaso de chocolate frío. La mirada del protagonista tiene que enfrentarse, a lo largo del relato al contacto con ciertas realidades artísticas que salen del ámbito de su competencia directa, evaluar unas pinturas y unas interpretaciones pianísticas, de lo que sale airoso porque todo lo cultural, cuando no sofoca la vida, es de mi incumbencia. Es evidente que en el ejercicio de penetración psicológica que supone una trama centrada en un asesinato, la colaboración entre ambos esposos debió de permitir intuir ciertas experiencias de sus propias vidas, trasmutadas aquí en reflexiones de cuya acertada propiedad no se puede dudar: Hay todavía un tratado por escribir sobre el llanto de las mujeres; lo que uno cree una expresión de ternura es a veces una expresión de odio, y las más sinceras lágrimas suelen ser derramadas por mujeres que solo se conmueven ante sí mismas. Dentro de ese análisis ni siquiera el propio personaje escapa a la contemplación del narrador, de quien se escinde con esa facilidad asombrosa de quien, narrador de lo que le rodea, se ve a sí mismo en esa situación costumbrista desde fuera: La experiencia me ha enseñado que personas sin ninguna cultura y normalmente incapaces de construir una frase, urgidas por el dolor dicen frases patéticas. Me pregunté cómo se desempeñaría Humberto Huberman, con toda su erudición, en circunstancias análogas. La reflexión, inevitable, entre la ficción y la literatura para concederle estatus de realidad a lo que se narra forma parte del juega metaliterario constante en la novela, y de ahí el fracaso estrepitoso del narrador cuando se trata de arriesgar una solución definitiva del misterioso crimen de una de las dos hermanas: En las novelas (para volver a la literatura) los funcionarios policiales son personas infaliblemente equivocadas. En la realidad son algo mucho peor, pero no suelen fracasar, porque el delito, como la locura, es fruto de la simplificación y de la deficiencia. Que quede claro, sin embargo, que la novela no rehúye su condición de libro de misterio en torno a un crimen en apariencia sencillo de resolver, y que las elucubraciones teóricas solo sirven para amenizar el relato, no para dar al lector el gato por liebre de una excursión abstracta en vez de un asesinato concreto. Que en ese relato, dada la condición del narrador, aparezcan joyas aforísticas no es algo que se le pueda reprochar: Nuestra adhesión a la vida se mide por la intensidad  de nuestras pasiones, máxime cuando Bioy Casares es un consumado creador de aforismos, como es bien sabido. La novela sabe, muy al estilo de los clásicos del género, jugar con unos personajes en un espacio aislado e ir diseminando los motivos hasta encontrar una solución que sorprende al lector, no tanto por lo inesperado de la resolución cuanto por cierto rebuscamiento en la selección del autor y del móvil del mismo. Estamos ante una obra menor, tratándose de Bioy Casares, sin duda, pero su levedad y el excelente pulso narrativo de la sincronizada pareja la hace lo suficientemente amena como para pasar un buen rato con su lectura.

*Recién acabo de poner el  título en Google para buscar la ilustración de la entrada  me entero de que el año pasado se estrenó una adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por Alejandro Maci. Pues ya sé lo que me toca…

lunes, 4 de septiembre de 2017

“La vida como es”, de Juan Antonio de Zunzunegui o la picaresca rediviva y recidiva.


Trágica, emotiva y documental… La vida como es, de Zunzunegui, o un tercio de siglo de la vida madrileña antes de la proclamación de la Segunda República. 

Por uno de esos despistes de memoria que solo son atribuibles a la edad, al exceso de bagaje informativo y al despiste propio de quien atiende a tantas solicitudes como a las que la rosa de los vientos de su curiosidad  le impele, confundí, en una librería de viejo, a Juan Antonio Zunzunegui con Juan Eduardo Zúñiga, de quien leí con sumo placer Flores de plomo, una medida novela sobre la muerte de Larra. Por la fecha de la edición,1954, bien podía haber sido suya, pues Zúñiga se inició en el género de la novela en 1951, y por la concepción retórica de la obra, una recreación contemporánea de nuestra impagable picaresca clásica,  ambientada en Madrid, pues también. Como la he leído durante las vacaciones, no he hecho ninguna consulta sobre ella. Al acabar el libro, leí, sin embargo, la lista de las obras del autor y ahí fue cuando se me reveló el equívoco. Leer una novela de 676 páginas creyendo que es de un autor y caérsete la autoría por los suelos en la lista de obras del mismo de la página 678, al descubrir la peculiar división que el autor hacía de su obra entre novelas de pequeño tonelaje y novelas de gran tonelaje, supone una suerte de varapalo corrector que te deja con la estimativa al aire, hasta que te reacomodas, indagas y entonces reconoces cómo Azar, de nuevo, como siempre, tiene la última palabra que te favorece, como casi siempre que sus dictados ocultos han guiado tus actos. Pronto hará un par de años del pase por televisión en Historia del cine español de la película maldita de Fernando Fernán Gómez, El mundo sigue (1963, estrenada en 1965), un dramón  rodado en clave neorrealista y costumbrista, rescatando lo mejor del cine de Edgar Neville, que, tras un “silenciado” estreno dos años después de acabarse, fue reestrenada con todos los honores de tal en algunos cines en 2015. Hay quien la considera “la” película de Fernán Gómez, pero eso le hace notoria injusticia a muchas otras que figuran entre lo mejorcito de nuestro cine como El extraño viaje (1964) o El viaje a ninguna parte (1986), entre otras, y por poner dos ejemplos alejados en el tiempo para señalar la permanente lección cinematográfica de un director fundamental en la historia de nuestro cine. Bien, a lo nuestro. ¿De quién es la novela que Fernán Gómez con exquisita sensibilidad trasladó a la pantalla? Pues de Zunzunegui. Leyendo declaraciones de aquel entonces me he encontrado, sin embargo, con una que me revela lo acertado de mi azarienta elección: la novela que quería llevar al cine Fernán Gómez no era El mundo sigue, ¡sino La vida como es!, la que acabo de leer. ¿Por qué no lo hizo? Por la complejidad de llevar al cine un mundo coral lleno de mil historias a cual más interesante y, supongo, por la apología -aunque solo sea retórica- del mundo del hampa de barrio que hubiera supuesto en aquellos años la negativa total de la censura a que se exhibiera, amén de lo indecoroso de la vida de ciertos personajes que chocaría frontalmente con el clima moral que pretendía imponer la dictadura. La predilección de Fernán Gómez por la picaesca, que es la base temática y formal de la obra de Zunzunegui se reveló tiempo después en la serie que hizo para TVE, Los picaros. Para Fernán Gómez, Zunzunegui era un escritor falangista de primera hora, de los de antes, durante y después de nuestra Guerra Civil, cuyos ideales revolucionarios distaron mucho de lo que supuso el régimen franquista y  que, sin embargo, ha de encuadrarse entre aquellos escritores de dicha ideología que no se cegaron ante la realidad de la posguerra y supieron llevar a sus obras la vida como era, algo insoportable para un régimen que había fundamentado su existencia en la negación de la libertad de expresión, entre otras muchas negaciones. La vida apartada de Zunzunegui, su “reclusión” en la creación, garantiza la imparcialidad con que se asoma a la realidad de su época. Ignoro si tuvo una actitud disidente como Ridruejo y una intervención política, pero está claro que la visión de la realidad que aparece en La vida como es y El mundo sigue, no nos permiten formarnos de él una imagen de falangista complaciente con el régimen fascista de Franco, ¡ese mediocre iletrado!, que más me temo hubo de soportar, y no del todo cómodamente, porque a los productores de la película y al propio Fernán Gómez de poco les valió que, al presentar el guion de El mundo sigue, indicaran, destacadamente, que el autor era miembro de la Real Academia de la Lengua Española: lo acribillaron a recortes igualmente. De Zunzunegui podemos decir, pues, que era un autor “incómodo” para el régimen, aunque, repito, no tengo noticias de una actividad política o social públicamente adversa contra ese régimen. La visión de la vida que se desprende de La vida como es está muy influida por sus dos referentes literarios: Galdós y Baroja. Del primero toma la necesidad de ofrecer una visión lo más realista posible de la sociedad de su tiempo, algo que en La vida como es es evidente. Del segundo toma su visión nihilista de la sociedad y del ser humano, una suerte de pesimismo lúcido que se suma, además, a la herencia retórica de su paisano vasco, porque La vida como es, no puede definirse como una “novela dialogada”, pero la proporción de segmentos narrativos en la novela es tan exigua que bien podríamos considerarla así, como novela dialogada. El hecho de retratar, de modo naturalista, la vida, obras y milagros de las clases populares, y entre ellas el muy específico sector de los delincuentes de medio pelo, herederos de los frecuentadores del patio de Monipodio cervantino, permite asistir a una recreación verbal impresionante, no solo del castellano popular madrileño, sino, sobre todo, de un argot de la delincuencia del que Zunzunegui hace una exhibición con ribetes de virtuosismo, y con la delicadeza de ir traduciendo el vocabulario de germanías con total naturalidad en el curso mismo de los diálogos. Sale un diccionario de argot del generoso uso de esa retórica de la delincuencia, del mismo modo que es notable el uso de expresiones coloquiales que conforman un registro de expresiones prácticamente ya en desuso, a fuer de olvidadas por las generaciones actuales, en un proceso de adelgazamiento expresivo que compromete muy seriamente la riqueza del género que nos legaron las generaciones anteriores. Discípulo de la generación del 98, hay en Zunzunegui una sensibilidad lingüística impagable, lo que constituye un aliciente de primera magnitud para los lectores amantes no solo de las buenas arquitecturas narrativas, sino del generoso caudal léxico de nuestra lengua. La novela, divida en tres partes generosas en extensión, se centra en algunos personajes destacados alrededor de los cuales se va tejiendo ese tapiz popular de la vida madrileña del primer tercio de siglo al que pone punto final la proclamación de la República en 1931 o, dicho con la última frase de la novela: La revolución se abría a las puertas de aquel 14 de abril madura como un fruto pulposo. Esa alusión política específica que cierra la novela contrasta con una vida en la que en ningún momento, ni siquiera de refilón, ha hecho, la política, acto de presencia, como si los personajes, la gran mayoría populares, vivieran en una suerte de presente intemporal que “padece”, más que protagoniza, los cambios políticos de la naturaleza que sean. Con todo, es irónica la defensa de la monarquía por parte de los delincuentes que, para sobrevivir, necesitan de la tranquilidad y el orden, o, según ellos: Esto se pone mal, pero que muy mal para los chorizos. Lo primero que necesitamos pa trabajar con cierto fruto es orden; donde no hay orden y tranquilidad no tenemos nada que hacer nosotros. (…) El dinero es mu cobarde, y en cuanto olfatea el más pequeño lío en la licha -calle- se esconde y no sale… y uno no puede esperar semanas y semanas… a ver qué pasa. Lo que remacha “Epa”, Epaminondas, un genial filósofo de taberna: una gran capital sin gallofa y gente del bronce es como la leche pasterizada. (…) Por eso es monárquico el verdadero mangante, porque la monarquía es el orden y la tranquilidad, en la que pueden vivir todos los que necesitamos el oxígeno del orden, al que debemos un teoría sobre la frustración española digna de figurar en todas las antologías del pensamiento español: el español, desde que tiene uso de razón, se pasa la vida deseado una serie de cosas con la cabeza llena de ambiciones, pero sin poner de verdad la carne en el asador por ninguna, y claro, cuando le llega la sesentena y ve que no ha hecho nada y que la vida se le va, empieza a llenarse de malos humores y a despotricar y malsinar de los pocos españoles que se han metido en su casa, se han apretado los calzones y han hecho algo… (…) España es el país de los frustrados. El frustrado, o sea el que no dio lo que prometía, brota en España con más abundancia que las cucarachas en las cocinas pobres. (…) La ocupación del frustrado, en cuanto se da cuento de que lo es, consiste en disminuir, achatar y ensuciar al que sobresale. En los años que le quedan de vida no tendrá otra ocupación. Para eso tiene un arma terrible, que es la confusión. Su consigna es mezclar, embadurnar, llamar bueno a lo malo, y malo a lo bueno, exaltar lo mediocre… que nadie se entere de quién es quién… Como los frustrados aumentan en progresión geométrica, porque el niño prodigio, que es la crisálida del frustrado, empieza a abundar en el país más que las pulgas, llegará un día en que la densísima nube de los frustrados (…)acabará ahogando a los dotados que tienen ganas de hacer algo… y el país, con la gran alegría de los frustrados, acabará hundiéndose en la vulgaridad más selezta. (…) El frustrado se da lo mismo en las alturas que entre los encargados de retretes públicos. A veces es ministro, o escritor potudo, o pocero, o vendedor del “Zaragozano” en la Puerta del Sol. Porque la frustración se dan en todas las capas del aire. El frustrado es vanidoso como un cohete y maligno como una chinche hambrienta. El elenco de personajes que puebla La vida como es es de tal diversidad  y se dan cita tantas psicologías y biografías particulares que el autor, con maestría galdosiana y balzaciana, compone un fresco social impagable para conocer la historia por de dentro, esto es, esa intrahistoria que reclamaba Unamuno como la única y verdadera historia de nuestro país y de cualquier país: la historia protagonizada por la gente en la vida de cada día. Zunzunegui no escribe autocensurándose, y no tiene reparos en ofrecernos una visión del hampa popular que no excluye lo peor del mismo, ni tampoco ciertas lacras sociales o ciertas inmoralidades que la realidad de su tiempo, la del nuevo régimen franquista, quizá le podría haber impelido a evitar plasmar en su obra. Hemos de estarle agradecido. Es cierto que el carácter popular de la obra y la tendencia al sainete (del más alto nivel, sin embargo, e incluso cercano en algunas ocasiones al esperpento valleinclanesco) que se acusa en muchas de sus escenas pueden darles a los intelectores actuales poco escrupulosos la impresión de hallarse ante una obra “antigua”, algo “ajada”, “trasnochada”, quizás, “avejentada”. En modo alguno. El afortunadísimo título pretende reflejar la teoría del espejo a lo largo del camino de Stendhal. Realismo puro y duro, pero altamente estilizado, para una vida en la que abundan las tragedias, los desengaños, el dolor, el hambre, la miseria y otras muchas corruptelas sociales e individuales a cuya plasmación dedica el autor intensas y apasionadas páginas. Coincidir con Fernán Gómez en la estimación de esta obra lo considero un aval suficiente, un argumento de “autoridad”, ante quienes, conmigo, compartan la altísima opinión que de su obra tengo. Hay, yendo ya de lleno a la novela, tal galería de personajes que resulta poco menos que imposible hablar de todos y de cada uno de ellos como sus malhadadas biografías acaso exijan y merezcan. Empezaré por decir que quienes hayan visto el comienzo de Nueve reinas sintonizarán plenamente con el desarrollo de buena parte de la acción del libro, porque el cursillo teórico-práctico de las modalidades de delincuencia de aquellos años tiene una vertiente documental que se acerca, por la imbricación con la peripecia vital de los personajes,a un género tan de nuestros días como la docuficción o el falso documental, porque la sensación de realidad que consigue Zunzunegui a través de esas vidas dialogadas, que viven por, de y para la palabra, es extraordinaria. El famoso tranche de vie del naturalismo sería de perfecta aplicación a esta novela en la que un bar se erige en centro de relaciones vitales que ancla a él no pocas de las vidas difíciles que vamos a conocer. La pareja Benito-Encarna, con las aspiraciones de todo tipo de una mujer desengañada de su matrimonio constituirán uno de los polos de la novela. La vida de “El Cotufas” o “Cotufitas”, un espadista -desvalijador de pisos- con un matrimonio en que se consuma la tragedia del suicidio de la esposa, que no puede “retener” a su marido en el mundo de acá de la ley, porque su naturaleza delincuente se le impone, será otro de los núcleos fundamentales de la trama, sobre todo porque, la novela asiste al relevo generacional de El Cotufas por su hijo, a quien apodan El Yemitas o, como se le describe en la novela, con una gracia de sainete de lujo: Y va y sale esa maravilla del, ese Cajal en comprimidos…, cuyo arte y cuya vida, como es lógico, se nos sintetizan en la novela: El verdadero espadista es el que deja cerradas las puertas; butacas, mesas y sillas en su sitio; las alfombras extendidas; armarios y cómodas cerradas sin violencias; fregados los platos y cubiertos si ha comido en la casa, y la cama hecha si se ha echado la siesta. El verdadero espadista jamás tira una colilla sobre las alfombras, lo único que cambia de sitio por donde pasa él son las joyas, el dinero y objetos de valor, que tanto recuerda a la actuación del personaje fantasmagórico de Hierro 3, del poeta cinematográfico Kim Ki-duk. Cotufitas es, como Encarna, como Margot o como el jifero final que parece surgido de la mejor corriente lírico-absurda de las obras de Mihura o Jardiel, personajes redondos, portadores de una vida que, sin embargo, solo Epaminondas, el filósofo de taberna, ocioso por convicción, y contradictorio e incongruente como un Hermes antiguo (La verdad es que yo no sé qué es el bien, ni qué es el mal; solo sé lo que es la riqueza y lo que es la pobreza, de cuya desigualdad se originan todos los males de la tierra… Lo demás son zarandajas… Por eso no hay más que la vocación y el amor que se ponga en el trabajo. Y esto lo sostengo yo Epaminondas Rodríguez, que soy el primer vago de Madrid)  explica, como hemos leído, con una lucidez que no ha perdido vigencia. Veamos ahora, sin embargo, lo que dice el propio Cotufitas de sí mismo: Ahora, habiéndome nacido así como nací tarado por todas las esquinas, hijo de una madre golfa y un aristócrata sensual, sin más consuelo que el cielo arriba y la tierra abajo, ¿qué culpa tengo yo de mi vida y mis hazañas? Es muy bonito echarle a uno a este mundo como me echaron a mí para decirle luego: “¡Ojo, pollo!, que existen los Registros de la Propiedad y que hay una serie de principios morales y de normas y leyes que se deben acatar.” Venirme a mí en serio con esas zarandajas, a mí que soy hijo de todas las contravenciones morales, a mí que he sido vejado y hollado por todas las humillaciones y deshonores; a mí que no he tenido de verdad una madre y que escapé niño de ella por no sufrir más y porque la quería… y… ¡Qué sarcasmo más brutal es para mí la vida! (…) Recuerda ahora como en cuanto empezó a tenerse sobre los pies le prohibió que le llamase madre… porque la hacía a ella vieja, y ¿qué iban a pensar los señorones y señoritos que la visitaban si sabían que tenía un hijo…? Cuando le encontraban en la casa solía disculparse con una indiferencia glacial: “Es un sobrino, hijo de una hermana.” La novela, ya se advierte, nos muestra un retazo de la vida desgarrada de tantos y tantos destinos frágiles como se agitan en los derrumbaderos de la Historia, esos que se atreven, como Roque, en el momento de su muerte, a desafiar a Dios con toda la razón de su parte: El que puede que tenga que arrepentirse de algo es Nuestro Señor Jesucristo, de la vida tan pobre, triste y desgraciada que me ha dado, porque si es verdad, señor cura, que es todopoderoso… ¿por qué me ha dado esta vida tan miserable pudiéndomela haber dado un poquito mejor? Esta “colmena” de la delincuencia de poca monta, coincide en el tiempo con la otra, la que encumbró a Cela, y aunque entre ambas hay considerable distancia, la imagen que emerge de la posguerra española es, curiosamente, muy parecida a la que emerge de los estertores del reinado de Alfonso XIII, quizás porque, sea cual sea la circunstancia histórica, los tristes destinos de las vidas de los pobres son siempre iguales. Cela ya tenía escrita su novela cuando apareció La vida como es, por supuesto, pero como no se publicó en España hasta 1963, Zunzunegui -a no ser que tuviera relación personal directa con Cela, cosa que ignoro- realizó un esfuerzo creador casi simultáneo del del autor gallego. Y es curioso que un gallego y un vasco hayan retratado/diseccionado con tantos primores de médicos forenses la sociedad madrileña en dos momentos distintos de su historia. Como Zunzunegui describe la rivalidad entre los sañeros -birladores de las carteras, sañas, por diversas artes, de Valladolid y Madrid, a cuento de la supremacía en ese arte entre lo que se conoce como la escuela vallisoletana y la madrileña, ello da pie para leer no pocas defensas de “lo madrileño” hechas por los vecinos de Lavapiés, el epicentro de la acción dramática, con no poco entusiasmo terruñero. Sí, La vida como es es también “la” novela de Madrid de su autor, por más que, para trazar ese retrato, y teniendo en cuenta el género al que se acoge para hacerlo, la picaresca, se haya servido, en no pocas ocasiones, de una suerte de manual al estilo de los “madrileños vistos por sí mismos”, es decir, que el autor no ha renunciado a ciertos clichés a los que, sin embargo, dota de vida auténtica hasta integrarlos en el mundo total de la novela con toda naturalidad y eficacia narrativa. Las peripecias de Cielín con El Sabueso, por ejemplo, renguistas de primera -desvalijadores de compartimentos de tren, rengue- desde el tejado de los vagones aprovechando que las ventanas están bajadas por la noche mientras duermen e introduciendo una espanda -una suerte de caña de pescar con gancho que descolgaba las pertenencias de los durmientes con habilidades de pescador profesional, constituyen un documento sociológico de primer orden, y un magnifico tramo de la novela, porque el solo hecho de imaginarse al niño agarrado por los tobillos por el adulto, a los 90km/h de aquellos trenes de carbón, asomado al peligro del vacío, intentando “pescar” los bienes ajenos, deja casi en mantillas al propio Lazarillo. Hay, en esa galería, ya digo, decenas de vidas que merecerían un comentario, como la de Doña Rosita, un homosexual gumarrero, que se dedica al robo de gallinas o, como con refitolera gracia se dice en la novela: Doña Rosita, el gumarrero [de gumas, gallinas] más hábil de todo Madrid. No es que las robase, propiamente; es que las enamoraba y se iban con él. El mismo que, crecido el botín, se marchaba a Barcelona, Bilbao o Valencia para, vestido de mujer, darse el gusto de seducir a hombres, sin llegar nunca hasta el final del engaño. Había prometido, sin embargo, que trasladaría a los intelectores algunas de las reflexiones de Epaminondas, el filósofo de taberna y vago de profesión, que me parecen vienen que ni pintadas para entender la idiosincrasia de buena parte de la población española y que han de servir de complemento necesario a las ya transcritas: La verdad es que Madrid, aun los que somos sus hijos y que tanto le queremos, tenemos que reconocer es una entelequia inventada y puesta en pie por políticos y escritores. La verdad es que este pueblo nuestro se levantó donde menos se debía levantar. Ni está junto al mar como Lisboa, que es la que debió de ser la capital de España en su tiempo… Ni tiene una gran industria para que pudieran vivir sus gentes menesterosas con decoro. Ni la atraviesa un gran río que le dé una huerta que le permita comer… En fin, que no tiene naa; por eso sigo sosteniendo mi tesis de que este es un pueblo de pícaros y de mendigos. Aquí, el que no manga, pordiosea…; el ochenta por ciento de las gentes de la Corte son chorizos y gente que vive del cuento, o mendigos… (…) Por eso Madrid es un lugarón sin personalidad y sin historia. Su historia es la de España y la de la monarquía española, y su personalidad es un zurcido hecho con el paño de las otras cuarenta y nuevo provincias. Todos los picaros y mendigos de España, que son legión, han venido y vienen a la Corte a hacer carrera, ya que la Corte de los milagros siempre ha sido uno de los pocos pueblos del país donde se puede vivir sin trabajar, ora con las artes de la truhanería, ora con la del pedigüeño y la limosna, porque las ubres del Estado son de láctea pingüedinosidad… Atentos a los neologismos hermosos como el que cierra la teoría de Madrid, que son, realmente, marca de la casa, juntamente con el uso de ciertos vocablos de los que “ya no se tiene memoria” como  gusarapienta, Le dio un pasagonzalo en una mejilla entre amistoso y despectivo, una cara redonda y papujona, Andaloteros, ¿Pero tan atocinada estás por ese hombre? Después de pasar la lengua por la nema del sobre se dio con la mano un golpe en la frente… “Cielín”, hijo, que es tarde y tu padre se cae de carpanta Conviene saber que “nema” es  el borde o sello del sobre. La palabra procede del latín y del griego nema, ‘hilo’, porque las cartas se cerraban con hilo antes de lacrarlas. Ni falta hace que traiga a esta crítica muestra alguna del argot que preside la novela con una generosidad propia de quien se ha documentado hasta extremos inverosímiles antes de embarcarse en la recreación de un mundo que tiene sus propias leyes dentro de las leyes generales de la sociedad, por más que, como ya hemos visto, la ley y el orden son imprescindibles para que los ladrones puedan sobrevivir, del mismo modo que un gracioso personaje -Agapito. el primer hombre-anuncio de Madrid, quien al anunciar la película Fabiola, salió vestido de romano y a quien unos graciosos desnudaron en plena calle, dejándole en bolas en la Gran vía; el mismo que abandonó los anuncios y se puso de  ciego de nacimiento, de ocho de la mañana a ocho de la noche , en la puerta de San Ginés , y a quien el tabernero le propuso: -¿Por qué no te decides a trabajar de verdad?  -Amos, qué bromas más pesadas se te ocurren, recibió por respuesta.- se queja de esa misma República porque: Sí… No falta más que empiecen a asustar a las beatas y a cerrar iglesias, que es lo que suelen haces estos mamones de revolucionarios en estos casos… y a ver de qué vivimos los ciegos de nacimiento… -exclamó Agapito, convencido. Aunque la novela es fundamentalmente dialogada, lo que la provee de una evidente y necesaria agilidad, dada su extensión, aquí y allá el autor nos va regalando pinceladas maestras de un estilo lleno de lirismo que entronca con lo mejor del Esperpento y, en parte, dada la temática del libro, con un leve aire lorquiano que es de agradecer. El marido, que la sintió venir, se encogió como un erizo, y llenóse de una tristeza infinita. “Todo se ha consumado, pensó, y le ganó la sangre una desolación inmensao En la calle sórdida y ascosa, una luna menguante ponía su moribunda plata en unos mustios geranios rojos aprisionados por cuatro tables en un viejo balconcillo o Y ver quedarse la tarde empapelada de oros, malvas y cinabrios, fría como un sorbete, en la que se mezcla lo lírico y lo popular a partes desiguales. Hay pocas referencias literarias en la novela porque los personajes no dan de sí para traerlas a cuento, aunque, por la parte de las artes no escritas, es graciosísima la secuencia narrativa en la que Cotufitas es llevado por su mujer, cuando se ha “regenerado” y se ha hecho representante de un juguetero catalán, al museo del Escorial y no soporta la contemplación de tanta obra de arte que se le aparece como una tentación total para un “desvalijador” profesional como él, “temporalmente retirado de la circulación”. Una es de Voltaire, y las otras dos son, por un lado de Ramon Gómez de la Serna, a quien se refiere elípticamente el autor como “ha dicho alguien”, al incorporar a su texto la definición de “piropo”: “Un madrigal de urgencia”, greguería muy propia de Ramón; y la otra, bastante más rebuscada y traída algo más que por los pelos en una conversación en la que es difícil ponerla en labios del personaje en quien la pone, Margot, es de Josep Pla: ¿Quién fue el que dijo eso de. “Diversidad, sirena del mundo”? En la novela, obviamente, nadie le responder, pero la indagación pertinente revela que fue Josep Pla en “Lo que se lee. Novela de aventuras” que forma parte del volumen Notas sobre París. ¡Ah, Margot!, de repente le vienen a uno enormes ganas de ponerse a contar la tristísima historia de una madre rechazada por su hijo desde los dieciséis años con una determinación absoluta. La historia de Margot y de su final con el Jifero que, para compensar el daño deletéreo de su oficio, se ha vuelto un profesional de la “evasión”: ] La felicidad está en la evasión, convénzase; usted no ha sabido evadirse a tiempo y eso es lo que la pierde… Ha consentido que la realidad la coma y la invada, y ese es su mal y esa es su tragedia. No solo la de Margot, porque esa es la tragedia, prácticamente, de la totalidad de los personajes de la novela: están invadidos de realidad pura y dura. Y el intelector haría bien en empapuzarse en ella. No emergerá descontentadizo, espero.