viernes, 4 de agosto de 2017

El rechazo incomprensible, la repugnancia insólita.


La huida inconstante, la seguridad incierta...

Hay ocasiones en las que un creador se siente, de pronto, ajeno a su tarea, extraño a su mundo de ficciones y decide alejarse por rutas imposibles, por veredas escabrosas, por trochas desconcertantes, todas ellas trazadas, sobre la propia biografía, con la caligrafía arbitraria de la rosa de los vientos. No quiere escribir, le repugna iniciar cualquier narración, cualquier obra de teatro, cualquier poema, y, como mucho, se refugia en la monografía, la recensión o la efusión confidencial, como la presente, que ni siquiera admite ser catalogada como expresión autobiográfica. Si siempre crear fue un reto que aceptaba con un entusiasmo eternamente reverdecido, hay ocasiones en las que el creador se aparta de cualquier impulso que pudiera ponerle en el camino absurdo de meterse en vidas ajenas con la suya propia por delante. No es tanto cansancio, propiamente dicho, como una leve repugnancia al compromiso, al esfuerzo, a la perseverancia que exige cualquier acto creativo. Hay autores que nunca hablan de lo que escriben, por miedo  a la playa rocosa donde ha de varar la nave tras la travesía descrita con pelos y señales a quienes es imposible que se hagan cargo de la aventura total. Hay otros, sin embargo, que no paran de hablar de ello, y acaban gafando lo bueno por venir con la expansión mediocre de lo revelado. Son dos extremos. Y son pocos los autores que evitan el movimiento pendular entre ellos. Algo está claro, para todos: cuanto más se revela de un proyecto, menos impulso físico se experimenta para culminarlo, para plasmarlo, incluso tal y como se ha explicado, sobre el terrible folio en blanco. El valor incomparable de un proyecto se mide, también, por el valor sepulcral del silencio en que se gesta. Ahora mismo me pasa a mí. Soy capaz de reconocer la importancia del mismo, su novedad, su originalidad, e incluso su trascendencia, en estos tiempos de relatos insustanciales, y soy incapaz al tiempo de volcarme física y mentalmente en él. Tengo miedo. Sí, también se le puede tener miedo a un relato que va creciendo como un parásito en nuestro cuerpo y se va haciendo con su control. Muy a menudo ignoro quien hay detrás del yo con el que suelo contestar mecánicamente cuando se me pregunta quién soy, en el interfono, en el teléfono o en cualquier otra situación semejante. No vivir en uno mismo es señal de enajenación, indudablemente, pero no se me oculta que el lugar donde habito, El Lazareto, y decir el título no sé si es haberlo revelado todo, es la expresión de la máxima cordura cordial. Con todo, ni una sola palabra he escrito al respecto, aun viviendo en ese espacio exterior a mí persona e interior al sueño de la razón. Y más allá de lo revelado hoy, aquí, tampoco diré jamás ni una palabra. Tengo por tesoro incomparable la posesión de un proyecto así, independientemente de que sea capaz de darle forma y sentido. Otros hay de los que he hablado con los famosos pelos y señales únicamente para gafarlos definitivamente, por la imposibilidad de competir, desde la escritura, con la fogosa oralidad entusiasta con que, ante escogidos interlocutores, levanté un edificio narrativo completo. Sí, son extraños los temores a la escritura de los escritores, pero convivimos con ellos cada día y bien sabemos todos que vencerlos tiene una épica de difícil comunicación, porque se confunde con el ámbito del "capricho", del reino indolente de las "ganas", e incluso con el desierto hostil de la pereza. Es visceral, de lo que hablo. Hay un correlato físico que se manifiesta en ciertas náuseas, en retortijones de vientre, en espasmos, en dificultades respiratorias, en una leve taquicardia, en sudor frío y aun hasta en ciertos sofocos que se confunden con la alergia colinérgica... No creo que haya seres vivos que teman más a las palabras que los escritores.